Una tumba en España
De regreso de Compostela, después de cincuenta días de caminata, hemos publicado en el Nouvel Observateur algunas impresiones de viaje (números del 14 y el 21 de julio de 1977). Con su amable autorización, las reproducimos aquí, aligeradas de las consideraciones históricas que ahora no tienen objeto.
Releyendo estos dos artículos a cuatro voces -nosotros, nosotros en off y cada uno de nosotros dos- comprendimos lo que habíamos perdido por no conocer como conocemos ahora a Picaud, Tournai y Bonnecaze. Allá donde los sentíamos merodear a veces, sin duda los habríamos reconocido.

P.B. y J.-N. G.
Pierre Barret y Jean-Nöel Gurgand

01. Martes, 19 de abril de 1977
02. Jueves, 21 de abril
03. Viernes, 22 de abril
04. Sábado, 23 de abril
05. Martes, 26 de abril
06. Viernes, 29 de abril
07. Sábado, 7 de mayo
08. Domingo, 8 de mayo
09. Viernes, 13 de mayo
10. Domingo, 15 de mayo
11. Martes, 17 de mayo
12. Jueves, 19 de mayo
13. Viernes, 20 de mayo
14. Viernes, 27 de mayo
15. Sábado, 28 de mayo
16. Lunes, 30 de mayo
17. Miércoles, 1 de junio
18. Martes, 7 de junio
19. Miércoles, 8 de junio

 

Cuaderno de ruta

Martes, 19 de abril de 1977.- Hemos salido de Vézelay a las seis de la mañana. Con claridad apenas suficiente para leer el mapa. Nuestros equipos nuevos de caminantes de gran camino -pesados zapatones, macutos, anoracs rojos- y nuestros personajes de peregrinos, nos molestaban un poco. Muy pronto, después de haber pasado por la granja denominada la Justicia, dejamos la carretera y nos internamos en el bosque. En el final del pálido camino, mil setecientos kilómetros más adelante, teníamos una cita con Monseñor Santiago.
Lógicamente, habíamos leído sobre Compostela todo cuanto habíamos podido encontrar, y las grandes peregrinaciones de antaño se nos habían hecho familiares. La bendición solemne de los bordones y las alforjas, el fervor de los salmos entonados por todos, las despedidas... El cortejo sale de la Madeleine, desciende por la Rue-Grande... Allá, después de días y días, en el límite de la fatiga y el fervor, Jerusalén o Compostela... La salvación...
Hemos dado la vuelta una o dos veces. Anidada en la bruma azul, la basílica incuba sus recuerdos.
Habíamos escogido Vézelay sin discusión: sentimos vagamente que habíamos debido nacer allí tal vez, hace mucho tiempo. Es uan de nuestras capitales íntimas.
Nos internamos en el bosque de Ferrieres con la impresión de entrar en un elemento nuevo. Luz mojada, olor a humus. En el hueco del bosquecillo, los pájaros armaban una algarabía de selva virgen. Clareó el día. Era nuestro primer día y venía hermoso.

(Señoras y señores: acaban de asistir a la puesta en camino de dos peregrinos sin bendición. Mírenlos: no se hacen a la idea de haber partido. Al mismo tiempo que marchan, se contemplan andar y se preguntan a dónde les va a llevar todo esto. "Partir de tal modo que no se pueda volver", dice en algún lugar Claudel. ¿Y si fuese verdad?
Desde que se tratan con la Edad Media, se han jurado poner un día sus pasos sobre los pasos de los antepasados. Podrían adelantar treinta y seis buenas razones, hablar de recobrar el tiempo y el espacio de antes de la motorización, de buscar, en el lecho hueco de los caminos, la emoción que les produce siempre el caro desgaste de una herramienta o de un umbral. En realidad, es una especie de inquietud que les brota, y se parece singularmente a la que echaba a los caminos a peregrinos y cruzados. Lo reconocen difícilmente, contando solamente que ya es tiempo, llegados a la cuarentena, de ir a ver algunos lugares si alcanzan estos.
A fuerza de decir que iban a partir, acabó sucediendo así. Podrían andar más rápidos, pero hacen de su libertad un uso razonable. Buscan su mejor ritmo de marcha, intentan en vano igualar zancadas inconciliables, mueven el dorso para instalar mejor su saco demasiado pesado, ya empiezan a tomar por el ombligo del mundo los dedos de los pies.
Y luego, como nada es simple, helos ahí perdidos, errantes sin norte entre el zig-zag de los caminos forestales sin comienzo ni final. Pero no vamos a compadecerlos.)

Cuaderno de ruta

Jueves, 21 de abril.- Tres días, cien kilómetros. La primera noche estábamos bastante cansados para refugiarnos en un pequeño hotel de Varzy en lugar de formir fuera. Nos dolían los pies. La segunda noche, hemos instalado nuestros sacos de dormir en el bosque del Uso Prohibido, cuyo nombre nos gustó tanto como la idea de acampar allí. De cualquier modo, no hubiéramos podido ir más lejos. Entre los grandes robles, hemos dormido como troncos. Tercera noche: en la paja de un cobertizo. Gallinas y nidos, cabras, vacas, perros, tórtolas. El paisano que nos había acogido -después de que se nos hubiese dado con varias puertas en la nariz- era directo y un poco guasón. No conocía a Santiago de Compostela pero había emigrado con zapatos de otro y siempre compartiría el sufrimiento.
Mucho antes de la partida, habíamos decidido entrenarnos, pero no lo habíamos hecho, persuadidos íntimamente de librarnos sin muchos estragos. Pasaríamos algunos momentos difíciles y todo se arreglaría.
Subestimamos los efectos conjugados de la distancia (entre treinta y cuarenta y cinco kilómetros diarios), el peso del macuto (doce kilos de equipo para dormir y cocinar, ropa de recambio, herramientas y, cuando era necesario, alimentos) y la repetición del esfuerzo. Durante los primeros días, nuestros cuerpos crujían por todas partes, como viejas barcazas en el oleaje.
En los tiepos en que el camino de Compostela estaba vivo, lo jalonaban hospicios, posadas y monasterios donde se detenían los peregrinos para recuperar su salud. Porque a ellos también les dolían los pies. Lo sabemos porque lo dicen sus cantos, porque los registros mencionan fórmulas de curas: fricciones de zarzaparrilla o de hojas de zarza en infusión, aplicación en los tobillos hinchados de un extracto de bulbo de lirio; sin tener en cuenta las espinas que les quitaban de los pies como se muestra en un capitel de una iglesia de Melle.
En algunos hospicios, al término de etapas difíciles, se podían detener los peregrinos hasta tres días. Pero, generalmente, estos partían al día siguiente de su llegada. "¡Ultreia! gritaban. ¡Otra más! ¡Adelante!" Ya no hay, en este caino de Vézelay, ni hospicios, ni monasterios, ni "pies polvorosos". Llevando cada uno la concha reglamentaria, por veces nos parecía que éramos de otro mundo. ¡Dos o tres veces, por culpa del macuto, unos chiquillos creyeron que éramos paracaidistas caídos allí por error! Pobre Santiago... ¡Tanto olvido después de tanta gloria!

Diario de J.-N. G.

Viernes, 22 de abril.- Siesta al borde del camino. Sol. Esta tarde, Bourges. Estoy pasmado por no ver más allá de la punta de mis pies. He calculado que tengo que hacer una media de mil ciento cuarenta pasos de un mojón kilométrico a otro. Entonces, son once mil cuatrocientos pasos para diez kilómetros, ciento catorce mil para cien kilómetros, un millón ciento cuarenta mil para mil kilómetros. O sea, casi dos millones de pasos para todo el viaje. Lo que significa que en menos de dos meses voy a golpear con cada pie un millon de veces en la tierra, de las cuales, más de la mitad en el alquitrán asesino de las nacionales y las vecinales ordinarias. Pedro padece tendonitis; yo, ampollas y calambres en las plantas de los pies.
Todavía sigo preguntándome qué he venido a hacer en esta historia. Quizás no comprenderé más que al término del viaje las razones por las cuales lo he emprendido. Pero no: yo no he creído jamás que el final le diese un sentido al camino, ni la muerte a la vida. Lo único que sé es que no tengo ninguna razón para no ir hasta el final.

(Se trata, señoras y señores, de uno de esos malos momentos que hay que pasar, con el que contaban y que superarán. No dramaticemos. Y tanto más, hay que decirlo, cuanto que el dolor les parece la menor de las cosas, incluso si son sorprendidos por la variedad de sus formas y su carácter permanente. De su educación muy cristiana les queda, en efecto, la convicción de que el valor de un acto es rigurosamente proporcional a su dificultad. El pecado original está en sus genes: ganarán su salvación con el sudor de sus pies. ¡Cuántas veces, de niños, no han renuncia a tabletas de chocolate, ganado con sacrificios y con penitencias, para que la gracia de Dios tocase por fin a los infieles o para que el profesor preguntase la lección a otro cualquiera! La operación estaba clara: cuanto más me costase más posibilidades tenía de ser escuchado. Una peregrinación sin ampollas es un paseo. No sirve.
Mientras tanto, en cada pausa, caen en las cunetas como refugiados bajo los bombardeos y quitan su arsenal de ungüentos mágicos, frascos, apósitos, polvos de peregrino-pinpin. Pierre Barret, el hombre que se descalza más rápido que su sombra.
¿En nombre de quién soportan eso? ¿Masoquistas? ¿Detrás de qué redención corren? No tienen ni tiempo para pensar en ello. El sentido de su marcha, por el momento, es hacia el suroeste hasta Pamplona, hacia pleno oeste después.)

Cuaderno de ruta

Sábado, 23 de abril.- Dejando Bourges, hemos llegado a Charost (Cher) para comer. Cansancio, viento de frente, nubes amenazantes. En el hotel-restaurante (intentábamos tomar una comida caliente cada día), hemos decidido a los postres quedarnos allí todo el día e incluso, con la única finalidad de no echar la nariz fuera, formir en el mismo. Formidable decepción: un matrimonio había reservado todas las habitaciones. El albergue que nos indicaron, al lado, cerraba el sábado por la tarde: "No hay nada antes de Issoudun", nos respondían aquellos a quienes nos dirigíamos. Issoudun, estaba a trece kilómetros aún, tres horas. Imposible.
Calles desiertas después de la comida. Plaza cuadrada, bordeada de castaños. Pegados, el ayuntamiento y una iglesia de piedra rojiza. Decidimos tenderle una emboscada al casamiento: entre el alcalde, el cura y los notables, encontraríamos a buen seguro, entre la alegría general, un punto de abrigo.
Nos sentamos en la hierba húmeda. Llegaron los chicuelos. Doce-catorce años, un balón, bicicletas. Parecería que no reparaban en nuestra edad: para los marginales no hay cuarentones. Directos, nos preguntaron qué hacíamos allí, nos ofrecieron chistes picantes, chicles y caramelos. Uno de ellos nos propuso que fuésemos a ver si estaba abierto el estadio: podríamos dormir bajo las tribunas -él ya lo había hecoh así una vez.
Llegó el alcalde, grave, tieso, con un teniente alcalde. ¿Un techo? ¿Un rincón en un cobertizo? ¿Un tejadillo? No, no veía nada de eso en el territorio del concejo. Grandes arrugas de aburrimiento entre los cabellos al cepillo y las pobladas cejas. Más adelante, en la carretera, hacia Issoudun, seguramente se encontraría algo. Silencio sin fin, miradas que huyen. Los coches empezaban a llegar a la iglesia. Largos trajes de colores suaves escapaban de ellos, ofreciéndose al viento, para representar un ballet irreal y tierno de película suiza. La hora de la ceremonia se aproximaba. El teniente de alcalde acaba por encontrar la solución. Súbitamente iluminado: "¡El lavadero!" El alcalde ya había pensado en él pero no se había atrevido a proponerlo. Confirmó: "¡Pues sí, el lavadero! ¡Ya no sirve para nada y además allí incluso hay retretes!"
Eric y Didier nos han acompañado, andando al lado de sus bicicletas. Después de habernos instalado fueron a buscar dos sillas y una escoba. Incluso nos dieron conversación. Disponían de tiempo: sus padres estaban de boda. Era un casamiento ciertamente grande. La casada se llamaba Nadine Dujour y se hablaba de ciento veinte invitados, tal vez ciento ochenta. A ellos, los muchachitos, no les interesaba en absoluto. Y por otra parte, en Charost, nunca había nada interesante para la juventud. Nos dejaron discretamente, cuando empezamos a ocuparnos de nuestros pies.
En los retretes del alcalde se podía leer: "¡Eh, amigachos! Me siento un poco contrariado. Entonces, dadme pasta, si no os la tengo que pegar. Antes me habéis jorobado. Salud, tíos. Firmado: El Temible". Y en la pared de enfrente, de la misma mano: "Me divertí cuanto pude, pero sigo siendo desgraciado. Firmado: Paul Verlaine."
Como dice la canción, siempre hay un lago de la pared a la sombra. Es allí donde se esconden los niños para llorar.

Diario de P. B.

Sábado, 23 de abril.- Quedé solo en el lavadero mientras que J.-N. ha ido a hacer la compra. Moral a cero. A pesar de los medicamentos, me resulta penoso andar, incluso descalzo. El viento es frío. Llueve. ¿Cómo se puede dormir en el cemento helado? Pienso que mañana no podré continuar.
Levantada la compuerta, el arroyo arrastra las algas y deja una superficie clara. Lavo alguna ropa y después recojo alguna leña junto a los chopos. La magia del fuego y del agua espanta un poco a los fantasmas del desaliento. Tanto como por el dolor, estoy sorprendido por descubrir que, sin razón social, yo no existo. Solamente Eric y Didier... No puedo dejar de pensar que, si supieran quiénes somos, todas estas gentes no nos cerrarían sus puertas.
Decididamente, esto será más duro de lo previsto. Ya no es una experiencia; es un desafío.

Cuaderno de ruta

Martes, 26 de abril.- Otros dos días difíciles. Lluvia y viento en la cara. "La lluvia de la mañana no detiene al peregrino", O.K., pero ni siquiera teníamos tiempo de secarnos.
En Issoudun, en el viejo hospital de Saint-Roche transformado en museo, la sala de los peregrinos enfermos comunica directamente con la iglesia. El busto de un Santiago simpático nos hizo un guiño de piedra. Después hemos recaído. Un bocado, desolados, en una casa en construcción. Por la noche, en Etrechet, hemos ocupado en el establo las literas de dos vacas lemosinas, Henriette y Javeline. Salchichón, sardinas, paja fresca, mucho sueño. Olor tan espeso que daba calor.
Al día siguiente, decidimos pararnos a los veinte kilómetros. Como amenazaba un chubasco, hubimos de buscar un nuevo techo, explicar que teníamos de qué comer, sacos para dormir, que no encenderíamos fuego y que partiríamos al alba.
A la entrada de una aldea, nombrada Bouesse -¡que Dios le perdone!-, una alcaldía miniatura y dos banderas cruzadas. Puerta abierta, por la que asomamos la cabeza.
"¡Está cerrado!", ladra un tipo que se encuentra allí, uno de esos flacuchos tan engallados que no se les ve más que la nuez de Adán.
Preguntamos por el alcalde.
"¿Qué le queréis al alcalde?"
Poca cosa: que nos dé autorización para dormir en un local municipal, un cobertizo, un patio de escuela.
"¡El municipio no tiene nada!"
Salimos en busca del cura, invocando la caridad evangélica. El cartero nos explica que no hay cura en Bousse, que los curas, hoy en día, como el resto, están centralizados. Quizás un poco más adelante, por la carretera...
Desde su ventana, una mujer nos envía a una granja cuyo patrón, nos dice, está en los campos. La sala municipal está vacía pero cerrada, la rectoral alquilada. Un viejo que arrancaba estiércol nos habló del castillo; dependencias como para dar alojamiento a una cruzada. Pero el jardinero, viéndonos venir, corre a la reja, tuerce el morro, se agarra a los barrotes y ladra como un loco: "¡Privado! ¡Os digo que es privado! ¡Es privado!"
Rebotamos de un lado al otro de la calle hasta que se termina el pueblo. Hay que decidirse a continuar. Un kilómetro más adelante, una granja donde nos aceptan con la condición de que no fumemos. Es la vieja regla: a los caminantes, les confiscaban las cerillas por la noche.
Nos instalamos, de repente felices, en el gran cobertizo de estabulación libre, donde un ternerillo nacido el día anterior no hacía más que embestir a su madre.
Una hora después, surgió el chuleta de la alcaldía: "Les advierto, nos dice, que están denunciados a la gendarmería". Y se larga a grandes zancadas.
Se olvida, solamente, de precisar:

  1. Que fue él quien llamó a la gendarmería de Argenton-sur-Creuse.
  2. Que él es el alcalde de Bousse.
  3. Que la granja grande de la aldea así como el castillo; ¡también son de él!
  4. Finalmente, que después de haber requerido a los gendarmes, telefoneó a nuestra granjera para que nos alertase. ¿Qué esperaba? ¿Que huyésemos para poder dispararnos por la espalda? Ella rehusó.
La patrulla no tarda. Papeles. Consulta por radio al fichero departamental.
"Dos individuos... Deletreo el primero... B de bravo, A de Alfa, R de Romero dos veces, E de eco, T de tanto, nacido el... El otro es Gurgand, deletreo, G de golfo... ¿No hay nada?... ¿Seguro?... ¡Ah! bien, ¡qué le vamos a hacer!"
Después, los granjeros nos invitaron a brindar con los gendarmes: para que comprendiésemos bien que ellos no tenían nada que ver con el asunto. El quepis jefe dijo dos o tres veces que la gendarmería no hacía más que cumplir con su deber y que a partir del momento en que les señalaban "individuos" ellos se veían obligados a "verificar".
"Hay que comprender... Con los trabajadores inmigrados, las bandas de jóvenes y la oleada de criminalidad..."
Aymeri Picaud cuanta una historia de este género. Toda una aldea -excepto un pobre- había rehusado albergar a unos peregrinos: ardió toda la aldea menos, por milagro, la casa del pobre. Le dieron gracias a Dios y a Monseñor Santiago -y a buen entendedor pocas palabras. Pero los milagros sólo ocurren una vez.

(Señoras y señores: si supiesen... esta Francia, la Francia egoísta y delatora de la ocupación, nuestros peregrinos quisieran que fuese historia pasada. En menos de quince días serán "verificados" nueve veces: algunas de éstas, porque la gendarmería se obstina en considerar sospechosos a los sin coche, pero algunas veces también a golpe de teléfono de ciudadanos que advierten de su paso...
"¿Comprender?" Rehusan comprender y tienen el corazón reducido a cenizas. ¿Pero qué creían entonces? ¿Que la sociedad esto, la sociedad aquello? O, más simplemente, ¿que les llegaría con su concha y su buen aspecto para cruzar las aldeas y que las buenas gentes de Francia le abriesen sus puertas? No encuentran más que rostros impenetrables, alambradas, gendarmes. ¡Ultreia, extraños, ultreia!
En una semana han ahuyentado bastantes perros como para sentirse al lado de los gitanos del mundo. Todos somos peregrinos judío-árabes. Ellos, en calidad de estetas creían dejar en su estela un poco de ensueño y de aventura: eran ellos los que pasaban. Pero, cuando avisan a la gendarmería, se dice que merodean.)

Felizmente, al día siguiente hemos llegado a Gargilesse, donde celebramos nuestra primera semana de camino. Aldea tranquila y florida donde flota el recuerdo de George Sand, que es irrigada por las ideas de su alcalde. ¡Ah! si todos los alcaldes de Francia tuviesen ideas... Bajo la vieja iglesia, en la cripta, un fresco del siglo XII representa a un Cristo que hace temblar con la espada de fuego del Apocalipsis entre los dientes. Al lado, detrás de un manojo de lilas, una humilde virgen en madera de tilo que se pretende traída de la cruzada por los pobres. EL miedo y el perdón, viejo programa.
Por la mañana, hemos partido como nuevos. "Es bueno seguir la pendiente, con tal que sea cuesta arriba", decía Gide -quien, sin duda, no había tomado jamás la cuesta de Gargilesse como menú de su desayuno.
Como empezábamos a sobreponernos a nuestras miserias, o cuando menos a saber vivir con ellas, nos íbamos acostumbrando poco a poco a interesarnos por algo más que por nosotros mismos.
En el fondo, lo que más nos decepcionaba era no encontrar el "camino" -sin duda mucho más vivo en Saintonge o en Béarn. A lo largo de esta vía limosina, también llamada "camino de los alemanes", reconstituida por René Verbié, el recuerdo de las grandes peregrinaciones parecía haberse esfumado. Encontramos muchas iglesias, calles o barrios de Santiago, aquí o acullá una concha en el dintel de una puerta, un campanario marcado con una piedra blanca, pero los signos, como las palabras, han perdido su sentido; así, la esclavina del agente municipal, la coquilla del tipógrafo o la magdalena, con forma de concha "promocionada" por Proust.
El camino desaparece incluso físicamente en casi todos los lugares. En los mapas 1/50.000 del I.G.N. que, en parte, no fueron puestos al día después de 1947, se ve cómo centenares de hectáreas de monte han sido desbrozadas para dejar paso a grandes superficies de trigo y colza. La vía histórica ha muerto con las amapolas.
En treinta años, el asfalto y la reparcelación han transformado el paisaje. Los caminos están asfaltados o no existen. Hubimos de pasar unas diez veces por cercas eléctricas y alambradas de espino que cortaban los senderos. Por todas partes, cadáveres de árboles -aún más grandes de muertos que de vivos. Poco importa que el servicio de Aguas y Bosques vigile celosamente los bosques; la masacre se hace en otra parte, al borde de las carreteras, donde los servicios de la E.D.F. y de los P.T.T. desarbolan, cada uno por su lado, donde los paisanos talan a troche y moche. He aquí, llegado, el tiempo de los tronzadores. Es el arma absoluta: cualquiera, en una jornada puede reemplazar un seto secular por una cerca.
Mientras que maúllan, allá lejos, las motosierras, los viejos afinan la oreja y hablan de desgracias: "No se ha visto jamás, dicen ellos, que los animales hallen abrigo detrás de las alambradas de espino..."

Diario de J.-N. G.

Perdí mi reloj, olvidado en una parada. Cuando me di cuenta, ya habíamos andado cinco kilómetros. Volver a buscarlo serían diez kilómetros de más, y por otra parte sin avanzar. Imposible. Sin embargo, a ese reloj le quería. Esto me ha preocupado durante horas. Es difícil habituarse a estos nuevos valores del tiempo y del espacio. No obstante, la única medida del paisaje es el hombre, puesto que sin él el paisaje no existe. Otra cosa: a pie, cada nueva curva es una promesa -"¿qué promesa?", habría preguntado Camus. Atención, peregrino, un horizonte puede ocultar a otro.

Cuaderno de ruta

Viernes, 29 de abril.- Saint-Léonard-de-Noblat era una etapa importante, vivamente recomendada por la Guide du pèlerin. Leonardo -ermitaño muerto por un exceso de ascesis en las alturas que dominan Vienne -tenía el poder de librar a los prisioneros: alrededor de la iglesia, colgados de grandes palos, cadenas, argollas, yugos y trabas lo testimonian como ex-votos. Por una hábil extensión, también se le atribuye facilitar el parto de las mujeres.
En la bolsa de las reliquias, era una inversión segura. Es difícil imaginarse hoy los excesos a que ha dado lugar el gusto verdaderamente increíble de la Edad Media por la reliquia. Se vio comprar y venerar el pan masticado por Jesús, sus pañales de recién nacido o la leche de la Virgen; sin hablar de multiplicaciones inquietantes: dos santos Leonardo, tres coronas de espinas, cuatro santos sudarios y no menos de doce cabezas de San Juan Bautista después de la degollación. San Luis da ejemplo haciendo construir la Sainte-Chapelle para abrigar su maravillosa colección. Cada reliquia tenía su virtud propia y no era siempre fácil saber "a qué santo encomendarse".
A causa de peregrinos y ofrendas, los más pequeños huesos eran objeto de subasta, de engaño y de robo a mano armada. Es que "los cuerpos de los mártires tienen el mismo poder que sus santas almas", con la ventaja de que se pueden tocar. Raymond Poulidor, natural de Saint-Léonard-de-Noblat, ha reemplazado al antiguo patrón del pueblo en el fervor popular, pero el enfervorizamiento popular no se expresa de otra manera: en los finales de etapa, todavía se atropellan por tocar a San Papú.
Limoges no estaba a más de cinco leguas y su patrón, San Marcial, justificaba el rodeo por su currículo excepcional: todavía niño, había participado en la multiplicación de los panes, asistido a la resurrección de Lázaro, sostenido la toalla en el lavatorio de los pies y servicio de maestresala en la Cena, antes de venir a evangelizar el Limousin. Con nosotros, se mostró a la altura.
Debíamos encontrar en Limoges a una corresponsal del Centro de Estudios Compostelanos. Habíamos telefoneado en la semana para prevenirla de que íbamos con retraso; no llegaríamos hasta el viernes a media tarde. Nos aguardaba una gran sorpresa a la entrada del viejo puente de Saint-Étienne: una delegación de asociaciones culturales y folklóricas, representantes del municipio y del sindicato de iniciativas. Resucitaron para nosotros la tradición de acogida al peregrino. Qué aventura... Se organizó el cortejo, con los gaiteros y zanfoñeros a la cabeza, vestidos de Eicolo don Barbichet. Desplegada la música, nos encaminamos, al paso lento de las procesiones, hacia la catedral, en la cual, el arcipreste había colocado al busto de Santiago en el altar. Dijo algunas plegarias -hablaba de estrellas y de viaje-, bendijo dos conchas de porcelana que nos colgó al cuello y, en un impulso, mandó tocar las campanas a riesgo de conmocionar al obispo, que no estaba prevenido.
Por la noche, magníficamente homenajeados, hemos cenado para tres días y caímos en las maravillosas plumas de la caridad. Al día siguiente teníamos nuestra fotografía en la primera página a tres columnas. Nos vino bien, para asegurarnos de que no habíamos soñado.

Diario de P. B.

Vivimos al raso en la naturaleza y, después de los veranos de otrora, jamás me sentí tan próximo a ella. Una suerte de comunión que me seduce y me fascina. Todo lo que veo aquí, pero también todo lo que aquí siento, y particularmente la manera como el hombre en diez o quince siglos domesticó el paisaje para colocar en él a sus casas y sus caminos.

(No se trata, señoras y señores, del gran número ecológico de dos peregrinos sin peregrinaje. Es verdad que la primavera los hace exagerar. Entre Creuse y Périgord, han visto renacer el mundo. Corderos impacientes mamando a grandes golpes de cabeza, cabritos con los ojos de oro, bandos de terneras saltando como perritos, potros, polluelos, patos... Es suficiente con que crucen el camino solamente cuatro comadrejas, una detrás de otra, para que ellos empiecen a hacer uuuh y shiii... Comprendieron de súbito que a los veinte años han sacrificado una parte de ellos mismos; se han desnaturalizado.)

Cuaderno de ruta

Sábado, 7 de mayo.- Hemos avanzado mucho estos días. Nos aligeramos al máximo reexpidiendo por correo mapas inútiles ya y ropa que, antes de salir, considerábamos indispensable. En adelante compartimos la lámpara eléctrica, el dentífrico, el jabón y el peine. ¿Cuánto pesa un peine? ¿Y si fuese la brizna de paja que quiebra el lomo de un camello? Gamberges sin fin en las gotas de agua, en los granos de arena y en las estrellas.
En Savignac (La Gironde) al pasar delante de la puerta abierta de una iglesia muy gastada, nos paramos: en esta dulce hora del atardecer, las voces de unas viejas salmodiaban en la profundidad de la sombra. Descendimos la mochila. El cura que decía la misa, por la mayor de las casualidades, había oído hablar de nuestro paso.
Nos llevó a su casa, en Castillón, en su R 16, preparó la cena y desplegó un sofá completamente nuevo. Marcel Lamothe es uno de esos sacerdotes a quienes el Vaticano II ha cambiado la vida. A los cincuenta años, se ocupa de once parroquias pero la religión de sus feligreses le interesa menos que su fe. Su nuevo dogma es la puesta en cuestión y su palabra maestra es el cambio. "¿En esta marcha, pregunta con fruición, están ustedes cambiando?" Prepara alegremente sus vacaciones en España y parece feliz.
Sus feligreses lo siguen como pueden, aparentemente mejor que aquéllos que, en La Souterraine (Creuse), se lamentaban delante de nosotros por no reconocer a sus curas en el sacerdote-matador de los matadores, en el sacerdote-empleado en una estación de servicio y en el sacerdote-repartidor de vino que les venía a hablar de política en el nombre de Cristo. Fue allí donde nos dijeron, como de contrabando: "Rezad por nosotros en Compostela..."
¡Bravo Marcel! Era placentero ver su alegría y su libertad. Por la mañana, nos llevó escrupulosamente allí donde nos había encontrado. Cuando, sin pensar en hacer mal, agradecimos a la Providencia haberlo puesto en nuestro camino, él, al fin, elevó los ojos al cielo.

Diario de P. B.

Domingo, 8 de mayo.- La "Hostellerie des Landes" desborda de grupos de hombres recalentados por los aperitivos y que, en recuerdo de la victoria, van a tomar por asalto a la inmensa sala del banquete. Es demencial ver cómo los antiguos combatientes del 39-45 empiezan a asemejarse a los del 14-18. ¿Qué les sucederá? ¿Cómo se reemplazarán unos rituales tan enraizados?

Diario de J.-N. G.

No man's Landes. Es, cuando menos, increíble que tengamos siempre mal los pies. Pierre lo soporta mejor que yo. Él dice que echa el cerrojo y piensa en otra cosa. Se soltó una sola vez: "Si desconecto la cabeza, no doy un paso más". Era al principio. Yo tengo que protestar. Quiero sufrir, pero que me lo sepan. Es de locura la rapidez con que uno se habitúa al dolor de los demás. Pero lo mío es injusto, escandaloso. ¡Echar el cerrojo, dices tú! Yo me desentumezco.
Por contra, creo que soporto mejor que él nuestro estatuto precario de zombies caminantes, las finuras de no recibirnos, los bufidos, las humillaciones. En esto, soy yo quien desconecto. Para los gendarmes, la identidad no es más que una pieza administrativa. En el momento en que deletrean nuestros nombres, no somos más que la suma de nuestros títulos, de nuestras matrículas o de nuestros amigos. A este grado cero de identidad me acomodo mejor porque tengo el gusto celta por las negaciones que regeneran. Intento convencerme de que todo esto es completamente normal y que, al partir, hemos asumido el riesgo de ser diferentes.

Cuaderno de ruta

Viernes, 13 de mayo.- Saint-Jean-Pied-de-Port. Al pasar Saint-Sever, unos anuncios mencionan el camino de Santiago. Dos o tres veces, algunas personas han reconocido en nuestras conchas el emblema de la peregrinación y vinieron a desearnos calmosamente un buen viaje e incluso nos invitaron a sus casas. Al fin, empezamos a encontrarnos. Ya era hora. estamos en la mitad del camino.
En el momento de pasar a España intentamos hacer balance. Lo más fácil era alinear los días y los nombres. Por ejemplo, habíamos cruzado Yonne, Loire, Cher, el Indre, Creuse, Vienne, Dordogne, Garonne, los dos Gaves... Ochocientos kilómetros... ¿Sin embargo, habíamos avanzado?
En nuestra escarcela sonaba la moneda pequeña: el azar que nos dirigió, la primera vez que habíamos pedido agua, a una tal señora Fontaine... El cuco de tres notas, cucucú, oído una mañana en el bosque de Chàteauroux... El anuncio de la gran carrera ciclista internacional femenina de los productores de espárragos del valle del Dropt... Aquel indicador plantado al revés, entre Duras y La Reole, que nos anunciaba tranquilamente el pueblo de donde veníamos... Aquella mañana brumosa en la que todos los animales habían enronquecido: un gallo que hacía cocoricuac, un perro que ladraba como una morsa, una vaca que tenía un gato en la garganta... No era el Grial, en suma...
Es verdad que nos faltaba por cruzar España y nos habían asegurado que, como en la Vía Láctea de Buñuel, nos arriesgábamos simplemente a retroceder en el tiempo hasta encontrarnos en lo más asfixiante de una Edad Media sin romanticismo.
Lo veríamos bien. En la espera, como una prueba iniciática, debíamos pasar los Pirineos. Nos habíamos decidido, no sin inquietud, a tomar por la puerta estrecha, el viejo camino de las crestas -"una soberbia caminata si hace bueno, nos habían prevenido, una mala aventura si el tiempo se cierra".
Por la mañana, la montaña tenía mala cara. De todos modos, hemos partido. Llegamos al castaño de Etchebestia -un monstruo de pie, según se dice-; después Saint-Louis, empezó a llover. El camino se empinaba severamente. Un pastor desdentado, surgido de ninguna parte, nos miró con aire interesado. "Adiós" dijo. Nos hundimos en una nube pálida y suave como el plumón de un ganso. Oscuridad blanca que lo esponjaba todo: no veíamos ni nuestros pies.
En fin, sucedería cualquier cosa. Entre dos precipicios, el viejo camino de los caminantes de Dios mantenía sus promesas y el viaje español se anunciaba bien. Solamente necesitábamos, tanteando en la nada, encontrar la salida.
"El que hace la ascensión [de los Pirineos por la ruta de las crestas] cree poder tocar el cielo con su propia mano", escribe en un deslumbramiento Aymeri Picaud, que pasó por allí hacia 1130. Nosotros bien pudiéramos habernos roto el cráneo contra el cielo, después de tanto tiempo trepando a ciegas por la espesura de aquella niebla que lo abolía todo.
La lluvia, horizontal, nos helaba. Empezamos a temblar, a chocar los dientes. Hubimos de pararnos allí, así, en ninguna parte, para rehacer las calorías a base de vino tinto y queso de cabra.
Nuestros mapas, empapados, estaban cada vez menos legibles. Cada bifurcación volvía a ponerlo todo en cuestión. Buscamos en vano la menor señal. "Hermosísima vista desde lo alto sobre el barranco de Soussignate", indicaba uno de nuestros mapas. ¿Por dónde? ¿A la izquierda? ¿A la derecha? ¿Delante? ¡Desde lo alto! Nos esperaban, emboscados detrás de cada relieve, los golpes de viento, que nos empujaban, intentando hacernos girar.
En otros tiempos, en el alto de Ibañeta y en el monasterio de Roncesvalles -al otro lado-, las campanas llamaban en la niebla, reuniendo a los extraviados. Nosotros podíamos imaginar a los monjes relevándose para tirar de las gruesas cuerdas e, incluso, las huellas nos parecían aún frescas, a los centuriones exhortando a las legiones de Trajano, a los veteranos de Soult empujando en la tormenta los cañones de ejes chirriantes o aún a Rolando hendiendo la roca y a Carlomagno sonante... Pero estábamos solos con los fantasmas, y las campanas se callaban.
Por veces, un palmo de niebla se abría de un tajo y la montaña daba a luz una sonrisa: césped tierno y suelo salpicado de flores de manzanilla, tranquilos bosques de grandes hayas, pastos bañados por aquella luz sobrenatural que los catecismos de nuestra infancia reservaban para las escenas sagradas... Después, todo se tapaba de nuevo... Mal tiempo para los peregrinos...

(Dejémosles: ya saldrán de ésta -no, sin embargo, sin ser obsequiados con la escalada por error del pico nevado de Orzanzurieta, de 1578 metros, no habiendo podido distinguir su pilar característico más que cuando pegaron con la nariz en él.
¿Cómo explicarse que no hubiesen dudado jamás? La montaña caprichosa -incluso aquella, que no es el Everest- ha asustado a otros como ellos. La única respuesta posible es que tenían la convicción de pagar su entrada en una clase de juego donde todo debía ser jugado.)

Por la noche, a la hora de los calambres delante de la chimenea de un pequeño hotal de Burgete, tuvimos dos temas de conversación:

  1. El fin de la hospitalidad del monasterio de Roncesvalles, uno de los más grandes hospicios para peregrinos de la Edad Media: ¡en el siglo XVII, aún se servían treinta mil raciones por año! Errando por unos edificios tan acogedores y tres veces más amplios que una estación arruinada, acabamos por echarle la mano a un canónigo español, pero se nos escapó como una garduña hasta desaparecer bajo un porche. ¡Más lejos! ¡Ultreia! ¡Iros a secar a otro lado! Hemos retomado la ruta con amargura: esperábamos mucho de Roncesvalles, como todos los que conocen, después de diez siglos, la Canción de Rolando.
  2. Nuestra entrada clandestina en España. Habíamos pasado de un país al otro casi sin darnos cuenta... Ninguna alambrada en lo alto, ningún control de policía o de aduana. "¡Nosotros, no es nada! nos había advertido un gendarme de los Landes. ¡Van a ver en la frontera!" ¿Qué frontera, cabo? En el supermercado de los grandes no habíamos picado gran cosa: justo una pizca de libertad, pero ¡qué júbilo!
Rehusados por unos y huyendo de los otros, no llevando más que nuestro dolor en la planta de los pies, nos hemos sentido al fin libres, desbordantes de una vieja impaciencia.
En Roncesvalles, una pancarta anunciada: "Compostela, 787 kilómetros."

Domingo, 15 de mayo.- Por la mañana, en la carretera de Pamplona, nos cruzamos con una procesión en el pleno campo, dos o trescientas personas, hombres con sayal llevando gruesas cruces de madera, mujeres de negro -de las cuales, una al menos caminaba descalza- que retomaban las plegarias lanzadas por el altavoz de un coche que los seguía. ¿Dónde habíamos caído?
Un poco después, nos pararon unos estudiantes de Madrid para preguntarnos el camino. Habían venido a hacer una encuesta política. Política: la palabra era nueva y rica, la repetían con fruición, la conservaban en los labios, siempre dispuestos a soltar un globo ostentoso, como chiquillos mascando un chicle al fin autorizado. Por todas partes, los muros hablaban de amnistía y de revolución.
En Pamplona, a la que entramos por las murallas y la puerta de Francia, había la extraña atmósfera que sigue al drama. Patrullas, saltos, calles súbitamente vacías. En el dédalo de la ciudad vieja, intentábamos orientarnos cuando pasó cerca de nosotros un Land Rover militar, erizado de lanza-granadas. Desciende de él un soldado armado que avanza y... pasa entre nosotros sin que parezca vernos. A nuestras espaldas, apaga una hoguera y recoge un ramo de rosas depositadas al pie de un muro, bajo una bandera pintada toscamente.
El oficial del Land Rover eleva una ceja incrédula cuando le preguntamos dónde se encuentra la catedral. Nos enteramos luego que un periodista había sido muerto a balazos dos días antes en este lugar. Así, mientras que nosotros mirábamos a nuestros pies, los hombres seguían muriendo en las encrucijadas...

Diario de J.-N. G.

Desconfío de los españoles. No los conozco más que por algunas novelas que exaltan su gusto por las fiestas violentas y trágicas. Su virilismo y su manera de hablar de la muerte, me los hacen extraños. Aquí, no puedo resistir a preguntarme, cuando me cruzo con ellos, en qué bando habrán estado en 1936, o si aquél irá en el próximo encierro a correr por las calles delante de los toros. Mi actitud me aflige.

Cuaderno de ruta

Martes, 17 de mayo.- Dejamos Pamplona y llegamos a Estella, la estrella. Sin cercas ni caminos secundarios, el paisaje es rústico, natural. Ni aldeas, ni granjas aisladas. Pueblos apretados alrededor de las iglesias y de las cajas de ahorros; las dos colocaciones del español.
Municipal, regional o católica, la caja de ahorros se anuncia a cada entrada de las ciudades o de los pueblos, obsesionante, proclamando su éxito entre su mercado: los pobres. Por todas partes, los bancos públicos o los toboganes para niños nos recuerdan su existencia. No es una ardilla, es un pulpo y se porta bien: cuando el alza de los precios sobrepasa el 25% anual y los intereses se pagan a menos del 8%, la operación se asemeja mucho a una extorsión. Pero, si el dinero robado llega a faltarle al ahorrador, pues bien, el pulpo le puede prestar, no mucho más caro, un poco del mismo que él ha depositado...
Lo sagrado está bien por todas partes, cotidiano, familiar, en esas detentes prendidas en las puertas, en esas señales de la cruz complicadas que ejecutan con virtuosismo las mujeres vestidas de negro. Enladrilladas, caleadas, adornadas con flores, la mayoría de las viejas iglesias viven todavía su verdadera vida, mientras que en Francia, salvo en el Oeste, la mayor parte de las que fueron destruidas han sido desnaturalizadas.
En Puente la Reina, en Estella, en Cerauqui, nos acaeció diez veces pararnos, sobrecogidos, delante de un porche, de una bóveda, de una escultura -como el crucifijo de madera pintada, dejado por un peregrino alemán del siglo XV. "Señor, dice el salmo, he amado a la hermosura de nuestra morada..."
¿Quiénes eran, entonces, esos rústicos, que supieron grabar de tal forma en la caliza el vertiginoso misterio de nuestra existencia? En Puente la Reina -vieja calle estrecha, viejo puente sobre el Arga, viejo perfume desde lo más recóndito de los siglos- nos parece que hemos empezado a comprenderlos.

(En realidad, lo que empiezan a comprender -pero que les repugna formular- es que se trata para ellos, a mil años de distancia, de rechazar la misma noche, de organizar el mismo caos, de dar una respuesta a la misma pregunta. Después de todo, seguramente no es por azar si tomaron el mismo camino.)

Jueves, 19 de mayo.- Un mes desde Vézelay. La lluvia de los Pirineros no nos ha dejado todavía. Navarra depositó sobre nuestras espaldas, en pocos días, su cuota pluviométrica anual. Un tiempo para no echar fuera un calcetín.
Casi no podíamos dar descanso a nuestros pies más que en las contadas fondas del borde del camino. En éstas, empapados hasta el alma, pedíamos la tortilla del día y desatábamos lentamente nuestros zapatos debajo de la mesa, dichosos como niños que hacen pis en su baño.
Aparte del contratiempo de la lluvia, nuestro mayor disgusto era por no poder seguir el camino en toda su longitud. Entre Roncesvalles y Compostela, aún está inscrito en la tierra, en la piedra, en las memorias. Sucede que lo recubre la carretera nacional, pero, la mayor parte del tiempo, se le encuentra allí donde ha estado siempre. Mal conservado, frecuentemente hundido, poco confortable, cortado por las concentraciones y anexiones de heredades, todavía quedan restos hermosos y, por la manera como se hunde allí y se empina allá, se conoce bien que fue un gran camino.
Una veintena de pueblos y de aldeas añaden a su nombre del camino o de la calzada. Se encuentra varias veces Hospital de alguna cosa. Los ribereños del camino saludan con naturalidad al peregrino y le desean "buen camino" e incluso "buena penitencia". Una anciana nos dio alcance un día con un trotecito; de un rincón de su pañuelo anudado sacó nerviosamente una moneda de cinco pesetas y nos pidió que la metiésemos por ella en un cepo de la catedral de Santiago. Ansiosa, nos lo hizo repetir para asegurarse de que habíamos comprendido; después se persignó: "¡Que Dios os acompañe!" Observó cómo partíamos. Hace bastante tiempo que nuestra imagen no nos atormenta, pero, nosotros, los arrastrapies, los hediondos por el sudor, enderezamos la mochila con un golpe de espalda y velamos por el paso: éramos cargados con una misión.
Utilizábamos como guía Le Chemin de Saint Jacques en Espagne, un folleto del padre George Bèrnes, publicado en 1973 con una tirada de mil ejemplares y puesto al día en 1976 por M. Ucla. Más de una vez, hemos maldecido a Bèrnes y a su camino, extraviados en sierras desconocidas, pero, a falta de mapas con más detalle que el 1/400.000 de Firestone, se convirtió en nuestro compañero más fiel -desde que aprendimos a descodificar su lirismo y a desbaratar su manía hacia los vados por placer.
Por desgracia, las lluvias de mayo nos obligaron muy frecuentemente a subir a la carretera, terreno vedado a los grandes Barreiros, camiones medio salvajes que nos zarandeaban sin desviar ni una rueda con bofetadas de agua sucia y nos desintegraban a golpes de bocina. Los odiábamos, los injuriábamos, a las máquinas y a los conductores al mismo tiempo. Pero era una lucha perdida: las nacionales no están hechas para caminar por ellas.

Viernes, 20 de mayo.- En Santo Domingo de la Calzada, nos hospedamos de nuevo en un hotel para secarnos -convertido el antiguo hospicio de peregrinos en un parador de cuatro estrellas, sólo quedaba el de Santa Teresita, mantenido por religiosas.
Una cisterciense con cara de borracho viejo nos sirvió una sopa que se podía cortar con un cuchillo y una botella de vino clarete. El refectorio estaba lleno de dueñas patizambas, de viejos cojos y jorobados, todos más bien buena gente, sin duda dejados allí por sus familias. Tragado que fue el calamar del viernes, pareció como si Buñuel tocase a recreo: arrastrando sus patas locas, balanceando sus muletas, agarrándose a las mesas para doblarse en la línea recta, se echaron en pelotón al asalto del salón, para coger las mejores plazas delante del televisor.
Entre ellos, una joven y hermosa en jeans, de mirada tranquila. Nos hizo recordar a aquella otra mujer encontrada en los Landes, que nos había hablado de una peregrinación que había hecho ella a Jerusalén. "En muy buenas condiciones, precisara, en un grupo de minusválidos motores graves". Nos había dejado estupefactos. ¿Cuál es, entonces, la naturaleza de la caridad?
En la puerta de la iglesia de Santo Domingo, un slogan: "Todo es convencional, menos el amor". En el interior, un quiquiriquí saludó nuestra entrada. Era de un soberbio gallo blanco escapado de una de las más célebres leyendas de la Edad Media: el colgado descolgado.
La carrera de las leyendas era casi más ardiente que la carrera de las reliquias. Esta credulidad nos confunde; a nosotros que lo racionalizamos todo y no sabemos saborear la parte del ensueño. Pese a todo, ¿cómo podían creer que Rolando hubiese hendido la montaña con un tajo de espada, aunque fuese ésta la Durindaina? Millones de contemporáneos nuestros creen que María parió realmente al hijo de Dios: ¿hay tanta diferencia entre esto y aquello?
En suma, la fe es lo que más nos falta para convertirnos en peregrinos. Ellos vivían en el camino una gran aventura, salpicada de plegarias, y de cantos de ruta que le ponían corazón a las piernas y mantenían el contacto con el más allá, subrayado con milagros, reliquias y leyendas. Seguían a la estrella.
Santuarios grandiosos de piedra labrada o capillas de granito grandes como refugios de camineros, cada etapa los acercaba al perdón y a la salvación. Los riesgos de la ruta, por demás, exaltaban su esperanza. Los falsos barqueros, los falsos guías, los verdaderos bandidos y los lobos verdaderos, el frío o la enfermedad, les podían interrumpir el viaje. Cuántos, de entre ellos, habrán conocido en los bosques de Aubrac o en los desiertos de Castilla, aplastados contra el suelo o abrazados a los cruceros de las encrucijadas, las noches atroces del pavor. Y cuántos han muerto, simplemente, en su viaje más largo...
Nosotros sabemos siempre dónde estamos, kilómetro más o menos; podemos, si hace falta, regresar a París, en menos de veinticuatro horas; no tenemos que temer a los pasadores ni a los lobos. Pero nadie nos espera a la noche para lavarnos los pies o contarnos la leyenda de moda últimamente, y Burgos no abre para nosotros sus treinta y un hospicios.
Lo que hacemos no tiene sentido más que para las gentes viejas del borde del camino. Los demás nos toman más bien, a causa de nuestra ridícula vestimenta de dormir fuera, por los niños crecidos de Baden Powell o de Santa Teresa de Ávila. Somos nosotros los desarraigados.

(Se llega aquí, señoras y señores, a un momento importante del viaje. Las verdaderas cuestiones acabarán por ser bien formuladas. Cuando entran en las iglesias, en las que hacen a conciencia la revista pormenorizada de los capiteles, ¿es para encontrar al hombre, como dicen, o para buscar a Dios?)

Diario de J.-N. G.

No me gusta Burgos, el Cid no me interesa y no pude dormir. Al menos, me acordé esta noche de una coplilla misteriosa que cantábamos en la escuela cuando, en la reapertura, los nuevos nos preguntaban cómo nos llamábamos. "Mi nombre está escrito debajo de mis zapatos, les respondíamos; como los zapatos estaban gastados, se borró mi nombre."
Los antepasados, gastando sus pies en el camino, gastaban al mismo tiempo sus pecados. ¿Y yo? ¿Por qué borraré mi nombre?

Diario de P. B.

Burgos: el gótico triunfante que traza verticales -estatuas alargadas, vidrieras estrechas, ojivas vertiginosas- asemeja hecho para que la plegaria colectiva se eleve como un canto hacia un Dios distante y majestuoso; es la arquitectura de la gloria.
El barroco, lo siento como una traición a Dios por la iglesia. El ornamento prevalece sobre el símbolo, el rito sobre la fe. Es la arquitectura de lo llamativo.
En la penumbra del románico, bajo los arcos de medio punto, al contrario, me siento como hechizado, dispuesto para un diálodo horizontal, un cara a cara con un Dios hecho hombre. Es la arquitectura del amor.

Cuaderno de ruta

Viernes, 27 de mayo.- Al dejar Burgos, hemos pasado por delante de un monumento erigido en memoria de los pilotos alemanes caídos allí en 1938 "por Dios y por España"; un poco más lejos, un anuncio llamaba a la población: "Habitantes de Burgos, la Virgen os espera. Rosario público de penitencia por la Iglesia, por España y por la paz, todos los sábados de mayo." Lo recogimos como un veraneante que recogiese conchas; pero sin saber en qué bolsillo guardarlas.
La Castilla que está después de Burgos se nos aparece felizmente distinta de la de antes, en la que los horizontes chorreantes de azul y marrón nos recordaban a Islandia. Todo ha cambiado: el paisaje, el tiempo, el humor. La lluvia nos había malhumorado y no salíamos de nosotros mismos. Entre Burgos y León, casi doscientos kilómetros, al contrario, viajamos la nez a la funêtre, avanzando a buena velocidad, recolectando imágenes y momentos plenos de pequeña felicidad.
Castrogeriz, que los francos llamaban Quatre-Souris, plaza fuerte de los godos, y después de los moros de Córdoba (882), conquistada más tarde a los aragoneses por los castellanos, ha sido "el glorioso e indomable" centinela del país. Inútil también. Apartada de las nuevas grandes vías de comunicación, el castillo tan fuerte quedó levantado para nada en su cresta: la historia se fragua en otra parte. Aquí, en este valle lento y tranquilo, tapizado de flores, hay algo de penoso, como un destino truncado.
Itero del Camino. Cerca del río Pisuerga. Hemos dormido en una capilla románica en ruinas. Hotel sin confort, equivale, no obstante, a varios millares de estrellas...
Boadilla del Camino. Pueblo de adobes y ocres, en el fin del mundo. Mujeres taciturnas chapoteando por las ruinas. No hay coches. En el campanario, un nido de cigüeñas. Detrás de la iglesia, una picota, gótica, todavía en buen estado. Todo es desolación al máximo, como si las quejas de los ajusticiados habitasen todavía en el barro de los muros.
Fromista, a la vera del Canal de Castilla. Hemos encontrado a algunos compañeros de viaje. Las palabras que repetíamos, por su sonoridad, para divertirnos, se fueron vaciando poco a poco de su sentido y cargándose de carne, de cualidades, de defectos, transformándose en personajes familiares de nuestro folletón: el innoble "chubasco", el omnipresente "también", los simples "nosotros", el doble espía "melocotón" y sobre todo el paracaidista beber, "¿para beber?" en el restaurante corresponde a nuestro et comme boisson? Además de esto, la iglesia de San Martín es una de las maravillas del camino.
Entre Carrión y Sahagún, una grande llanura que podría llevar el primer premio en un festival de tierras llanas. Teníamos la sensación de patinar sobre una alfombra rodante que nos retomaba en la medida que atabíamos kilómetros. Lo más extraordinario es que este paisaje es extrañado al máximo. Puszta, estepa, pampa, veld, tundra: ¿dónde estamos ciertamente?
De súbito, salido de ningún lado, a lo lejos, un vahó palpita vagamente, como la célula de los orígenes al borde de la nada. Lo vemos tomar cuertpo in...ter...mi...na...ble...men...te y transformarse en una silueta de hombre. Con más precisión, la de un pastor que se resguardaba del sol bajo una antigua antucá. No debe encontrarse con gente todos los días ni, incluso, todos los años y lo imaginamos lleno de curiosidad. Pues bien, ¡no! Se alejó del camino, arrastrando a su rebaño detrás de él. A doscientos metros, respondió a nuestro saludo con una simple seña con la mano. No le interesábamos.
¡A menos que nos tenga miedo! Es verdad que si, en estos mismos parajes, Aymeri Picaud cuenta el caso de peregrinos que fueron devorados crudos por los lobos o las langostas, la memoria de estos pueblos está plena de historias en las que los pesados bordones herrados de los caminantes de Dios no les han servido solamente de bastones de vejez. No importa: que pudiese tenernos miedo no deja de interesarnos.

Diario de J.-N. G.

Moi, compagnon du camino
Suis convaincu qu'un sparadrap
Au talon d'un sanglant panard
Au grand jamais n'abolira
L'horripilant cal du hasard
Nous n'irons pas à Santiago

(Yo, compañero de camino, estoy convencido de que un esparadrapo en el talón sangrante de un patizambo no eliminará jamás el horripilante callo del azar. No iremos a Santiago.)

Necesité una hora para componer esta rima sin "e". ¿Tiempo perdido?
El vacío del paisaje, dice Bernès, es propicio para suscitar el recogimiento y la meditación. Lo siento, señor cura, no sé de qué me habla. Suponiendo que "recogerse" signifique alguna cosa, los recogimientos de las iglesias y de los cementerios siempre me han parecido absolutamente vacíos. En cuanto a mis meditaciones acerca de un tema dado, no son más importantes que los trabalenguas o las verdades desgraciadamente eternas.
Creo, asimismo, que la marcha es un ejercicio que moviliza a toda la cabeza. Hablamos poco en el camino, como no sea de las preocupaciones del momento: las sardinas que nos repiten, los calcetines para lavar, la bota casi vacía... ¿Recogimiento? No tenemos tiempo.

Cuaderno de ruta

Sábado, 28 de mayo.- Sahagún se parece a un decorado de western, del tipo ciudad mexicana abandonada: construcciones de ladrillo rojo, fachadas medio derribadas, viento en torbellinos, moscas, cuervos, torpor, sin contar a un tren saliendo del desierto sin pedir entrada. Un raro lugar, donde lo románico, lo gótico y lo árabe se mezclan en los frontones rosa marchito de los palacios arruinados. Nos quedaríamos, un poco, para ver, pero aún estábamos a unos cuatrocientos kilómetros de Compostela -entre diez y doce días- y empezábamos a sentir hormigas en la cabeza.
Dejando a Sahagún en su destino de polvo, hemos avanzado durante dos horas por un campo sin fin: la Castilla del trigo. Impresión de cruzar un mar Verde, como Moisés el mar Rojo, entre dos muros vivientes, por un camino muy provisorio que por efecto de la perspectiva se abre delante de nosotros y se cierra detrás.
¡Qué contraste, en León, y qué reposo! Quizás porque la catedral tiene el aire familiar de las de Reims, Amiens y Beauvais, en esta ciudad nos sentimos como en nuestra casa y comprendemos hasta qué punto el "camino" nos enlaza todavía a Francia: no ha conservado en balde su viejo nombre de camino francés.

Diario de P. B.

En Astorga pasamos por delante de uno de esos nichos cavados en la espesura de los muros, que no comunican con el exterior más que por un boquete practicado a dos metros del suelo. Algunas mujeres, para asegurar su salvación optaban por hacerse emparedar hasta su muerte, subsistiendo con lo que les quisieran echar los que por allí pasasen, "edificados por su santidad".
Detesto esta religión, que sabe -¿qué sabía?- condicionar tan bien. No me olvidaré jamás de aquel recreo del colegio interrumpido por un padre jesuita que me pidió que le siguiese a su despacho. Era 1948 y hacía sol. Depositó sus manos en mis espaldas: "Querido Pierre, tú has sido distinguido por el Señor... Tu mamá acaba de morir..." Y como estaba bajo el efecto del choque, me condujo a la capilla: "Ven, vamos a dar gracias por esta prueba..."
Otro de estos buenos padres se había especializado en la vocación. Nos preguntaba con insistencia, preferentemente en el confesionario: "¿Estás seguro de que Dios no te ha llamado? Hay que saber escuchar... ¡Desgraciado de ti si llama a tu puerta y no le abres!" Uno se sentía culpable como para no dormir más.
Hace casi treinta años, y mi indignación aún me ahoga por veces.

Cuaderno de ruta

Lunes, 30 de mayo.- Lluvia y fatiga, fea jornada. Hemos decidido pasar la noche en Rabanal del Camino; donde Bernès recomienda dirigirse al presbítero. Buena ocasión para acercarse al clero español.
Hemos llegado al atardecer. La aldea nada en el purín como una tortilla en el aceite de oliva. Conseguimos sacar de su nido a don Miguel. Es un cura chinche, que brilla por el mugre y la pereza. "Se pueden acostar en la antigua escuela", dijo, y ya retornando para su agujero. "Pídanle la llave al presidente". El presidente no está en su casa. Anda en el campo, con sus carneros.
Mientras esperamos por su regreso, vamos a la cantina, otro agujero sombrío, cuya patrona recuerda a Ma Dalton en Luckey Luke. Nos sirvió una sopa disfrazada y una tortilla de cemento. Muchachos y ancianos se nos acercan para observarnos sin disimulo. Preguntamos a Ma Dalton si alquila habitaciones. No. ¿Camas? No. ¿Sabe dónde podríamos dormir? No. ¿Y usted no sabrá, haga el favor, señora, de un pedazo de techo, aunque sea una barraca abandonada?, sabe usted, nosotros no necesitamos gran cosa. No.
El pueblo siguiente, Foncebadón -1439 metros, el punto culminante del camino, como si fuese de día- se anuncia a seis kilómetros. Seis kilómetros de más. Cae la noche, hace frío, va a llover. De cuando en cuando, vamos a ver si ha regresado el presidente. Un muchacho nos tira piedras.
El presidente llega al fin. Un rústico de treinta años. No es del género que toma a un pato salvaje por un corderito del buen Dios. Pasa algún tiempo acomodando a su rebaño, nos escucha y responde que la antigua escuela fue vendida y que don Miguel lo sabe bien, lo que sucede es que resulta muy fácil deshacerse de la gente enviándosela a él. Además, los peregrinos son asunto de la Iglesia. Él no puede hacer nada, sobre todo ante la proximidad de las elecciones. Volverá a sus carneros.
Estamos desarmados. La noche ha colocado suaves tinieblas meonas sobre la aldea. Los perros aúllan a la muerte. Insistimos, sin vergüenza, cerca de la maestra, como si el hecho de que hubiese pasado dos días en París, en viaje de fin de estudios, le impusiese la defensa de nuestra causa.
Teníamos razón: acabó por convencer al presidente. Nos permite, dijo ella, poder utilizar la antigua escuela -con más precisión, el exterior de la antigua escuela. Podremos extender nuestros sacos de dormir debajo de la escalera, allí donde aún no fue cubierto por el lodo. Al menos, añade ella, estaremos al abrigo del viento. Nos deshacemos en agradecimientos: es verdad que estaremos al abrigo del viento.
Volvimos a la cantina, a pagar nuestra cena. Pa y Ma Dalton deben habernos juzgado a punto: nos propusieron dos camas a precio de hotel -y acaso ya le habían dado la vuelta a alguna sábana. Aún se lo agradecimos, verdaderos campeones de las muchas gracias. Y, por la noche, cuando hubimos de salir bajo la lluvia para vomitar la tortilla asesina, aún les dimos las gracias a los perros porque no nos habían asustado en demasía.
Dignidad a cero grados. ¿Qué nos sucedió a nosotros, que de ordinario somos más bien quisquillosos en cuanto a nosotros? Antes de salir de Vézelay, habíamos declarado de grado que era de esperar, en un viaje como éste, que nos hiciésemos diferentes. ¿Un proceso en marcha ya? Por la mañana, subiendo al alto de Foncebadón, escudriñábamos en nosotros mismos, como se palpa uno después de un accidente, si alguna cosa no se había roto en alguna parte.

Diario de J.-N. G.

Villafranca del Bierzo, miércoles 1º de junio.- En otro tiempo, los peregrinos demasiado enfermos o demasiado debilitados para poder continuar, ganaban aquí, al tocar la puerta de la pequeña iglesia de Santiago, las mismas indulgencias que si hubiesen llegado a Compostela. Único privilegio del que creí que iba a tener necesidad: una intoxicación y una tendinitis aguda me han proporcionado dos días difíciles, y tanto más que la lluvia impedía prácticamente el reposo.
Mariposeando delante, Pierre recogía florecillas para no sé qué herbario. Yo supongo que, para nuestro bien, buscaba provocarme: cuando me veía obligado a descender reculando las pendientes muy rápidas, él temía por la continuación del viaje. De hecho, el animal es siempre más fuerte de lo que se cree -¿cuándo nos convertimos en delicados?- y pronto me recompuse de nuevo.
Jamás he dudado de poder terminar. Pero ahora que todo va mejor, que puedo alimentarme de nuevo y poner el pie en el suelo, creo que ya no tengo ganas de llegar al final del viaje. Podría, por ejemplo, pararme en el aeropuerto, diez kilómetros antes de Compostela y esperar allí a Pierre. Le hablé de ello. Piensa que es una coquetería. Tengo cinco días para decidirme.

Diario de P. B.

Entre Jean-Nöel y yo, hasta ahora todo está resultando muy bien. No paro de sorprenderme. Cada día debemos tomar cincuenta pequeñas decisiones y cada una de ellas puede, según el humor, servir de pretexto para un debate contradictorio. Entre dos no hay democracia posible. ¿Hay que tomar por la izquierda o por la derecha? ¿Pararse a la sombra o al sol? ¿Acabar la etapa prevista, cueste lo que cueste, o dejarla para mañana? Son necesarias respuestas tan nítidas e inmediatamente ejecutables que una asociación como la nuestra no tiene posibilidades de llegar al final más que si cada uno:

  1. está dispuesto a anteponer, a cualquier precio, el éxito de la empresa común;
  2. está convencido de que el otro hace lo mismo.
Cada uno ha debido aprender a hacer pasar, espontáneamente y razonándolo, a la libertad del otro delante de la suya.
Jean-Nöel dice que no tiene deseos de llegar a Compostela. Espero que cambie de parecer.

Cuaderno de ruta

Martes, 7 de junio.- Mañana, Compostela. Los días se atropellan. Ya no se nos pregunta a dónde vamos, sino de dónde venimos. Galicia nos fascina. Es un viejo país celta en el que el tiempo ha ahondado los caminos, los brocales y las caras. Todo nos parece arcaico, de otra edad.
El suelo de los patios y los senderos es una mixtura de lodo y de estiércol por donde chapotea la gente en zuecos altos. Vacas calmosas tiran, entre bancales de habas y repollos, por carros estrechos y de ruedas casi sin horadar: es la época del estiércol que sale y de la retama que entra -precisamente para hacer el estiércol del año próximo. Dos grandes olores bajo el sol. En la arada, las mujeres conducen enflaquecidas yuntas, mientras que los hombres, detrás, empuñan la mancera de los arados rudimentarios como los que se buscan, entre nosotros, para los museos. Parcelas peinadas diez veces, veinte veces, reemplazando a la herramienta con el esmero y la paciencia. Entre los surcos precisos, los gallegos hablan más con sus vacas que hacen de todo, esas amigas de la familia, que con sus mujeres.
Nos han invitado una y otra vez a beber un vaso de vino tinto en el fondo de antros de granito, en los que ni siquiera habían cambiado la sombra. Mugre y desolación. Sin duda saben ahora que existe el progreso -la carretera y la televisión nunca están muy lejos- pero se aferran, cerrando los ojos, a sus únicas certidumbres.
¿Es porque están tan frustrados y tan sucios por lo que nos parecen tan feos? Cuerpos deformados, bocas sin dientes, frentes espesas: es la fealdad de la miseria y de la desesperanza. No nos reímos. Con algunos siglos de diferencia, son nuestros padres.
La pobre vida de estas pobres gentes no debe hacer soñar a nadie. Es necesario que sea imperiosa esta revolución que nos pica para que, pese a todo, viendo a un carro de estiércol alejarse al paso lento de las vacas en el sol poniente, no hagamos toda una película...

Diario de J.-N. G.

Iré, por fin, a Compostela. Soy un extremista razonable.

Cuaderno de ruta

Miércoles, 8 de junio,- Monte del Gozo, en francés Montjoie. Allá lejos, a cinco kilómetros, el faro del universo, como diría Juan XXIII, emerge de la llovizna. Aquí, en otro tiempo, los peregrinos caían de rodillas para dar gracias al Señor Santiago por ver, al fin, el remate del camino. Al primero en llegar a la cima le llamaban el rey de la peregrinación, y el nombre le quedaba para sí y para sus descendientes -Leroy. Hoy somos nosotros los reyes.

(Dejémosles aquí. Señoras y señores, el viaje se termina. No les falta, según la tradición, más que lavarse y cambiarse de ropa antes de entrar en Compostela. El día de la llegada fue bien elegido: ayer han desactivado una bomba colocada en la catedral.
Van a descubrir una ciudad acogedora, joven, viva -veinte mil estudiantes para ochenta mil habitantes. Nada en común con la super-Lourdes, que temían encontrar. No conocerán tampoco a las templadas playas del desencantamiento a las que vienen a embarrancar con mucha frecuencia las grandes travesías. El final del viaje, por una vez, será alegre, alegre como el Pórtico de la Gloria esculpido en el siglo XII por el maestro Mateo, alegre como el secreto de Compostela: esa tumba vacía, hacia la que han caminado durante cincuenta días, les corresponde a ellos llenarla.
Como los conocemos, van a hablar del hospedaje español y no lo harán torcidamente. Pero deberán evitar el querar sacar enseguida la moraleja de la historia. Un viaje, se dice, no es completo más que cuando se ha hecho tres veces: una vez antes de partir, una vez en el camino, una vez al regreso.
Evidentemente, ellos van a expurgar sus notas con impaciencia, titularlas, clasificarlas. Se les permitirá, al menos, pasar a sus amigos collares de recuerdos menudos:

Helos ahí. Acabarán por comprender qué es lo que buscaban -pero, ¿qué buscaban?-; deberán marchar otros cincuenta días y cincuenta noches para regresar. Es inquietante haber perdido el sentido de la salvación cuando se tiene guardado el del pecado. En la espera, sólo les falta arreglar sus zapatos gastados y colgar su concha de un clavo. Lo que experimentarán entonces forma parte de lo que Mac Orlan denominaba sus "melancolías estrictamente personales".)