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La ruta jacobea es una experiencia única hecha de múltiples experiencias distintas; las primeras, castigo físico y reto logístico. El peregrino debe saber qué le espera.
Lo primero que se plantea al decidir hacer el Camino de Santiago es el cómo. Lo mejor, sin género de duda, es la manera más tradicional: a pie. Existen otras modalidades de desplazamiento como la bicicleta o el caballo; ambas presentan graves inconvenientes: la velocidad de la rueda impide el pleno disfrute de la esencia jacobea, mientras que la logística del equino es aparatosa, complicada y cara. El ritmo de las piernas resulta el más adecuado para hacer amigos y ver cosas, que es –consideraciones más íntimas aparte– lo importante para la mayoría.
La siguiente cuestión, dentro del mismo epígrafe, es si hacer el Camino solo o acompañado. Decisión estrictamente individual, conviene saber, no obstante, que en el Camino nunca se está solo, salvo por deseo propio. La asequibilidad al trato es total en la comunidad peregrina. Por este motivo, y por facilitar la desconexión de la vida habitual y la inmersión sin trabas en la personalísima vivencia jacobea, se aconseja presentarse en la parrilla de salida como se viene al mundo: solo.
Establecidas las modalidades de tracción y acompañamiento, surge de inmediato la cuestión del tiempo y el dinero.
El tiempo
El recorrido completo, tomando la ruta normal de referencia –el llamado Camino Francés– son 750 Km entre Roncesvalles y Santiago de Compostela. Se tarda entre 25 y 30 días. Evidentemente, el trayecto puede dividirse en tramos según la disponibilidad de tiempo, si bien lo ideal sería, en aras del fomento de las relaciones personales, no fragmentar. No es lo mismo disfrutar de un amigo un mes entero que diez días, sobre todo teniendo en cuenta que quizás no se vuelva a ver. A menor nivel de relación, también reconforta más un conocimiento somero que encontrar siempre caras nuevas. Confraternizar es una vivencia agradabilísima, mas requiere cierto tiempo. El peregrino debe mentalizarse, además, para hablar, si sabe, inglés –la lengua universal actualmente– o francés –la lengua históricamente predominante, aparte del latín, en el Camino–.
Las mejores estaciones son las climáticamente más suaves, es decir, otoño y primavera. Dentro de éstas, conviene elegir los meses menos concurridos, sobre todo en año jubilar. La elección de fechas no es factor baladí. El calor o frío intenso dificulta la marcha, al tiempo que la afluencia masiva dificulta el alojamiento, obliga a recurrir más de lo deseable a albergues privados –lo que incide en la economía– y desvirtúa un tanto el espíritu del Camino al establecer una competencia entre los peregrinos por iniciar antes la jornada y llegar sin “overbooking” al siguiente albergue. Finales de septiembre o principios de mayo resultan fechas óptimas.
El dinero
En el Camino no hay por qué gastar mucho, al menos en comparación con otras modalidades de turismo, pero sí cuesta dinero. El albergue puede suponer entre 3 y 12 euros diarios; asimismo, alguna vez resulta obligado pernoctar en un hostal por abarrotamiento o mala calidad de las instalaciones, o por imperiosa necesidad de privacidad. Asignando al alojamiento, a modo de ejemplo, 8 euros diarios, más 3 estancias en hostal a 20 euros, tendríamos que un mes de Camino nos saldría por 240+60=300 euros.
A ello habría que añadir el coste de lavar y secar la ropa en los albergues que disponen de máquinas, lo que suele costar de 1 a 2 euros. Dado que la ropa no aguanta más de una semana sin higienización, es probable gastar 10 euros o más en este concepto. Debe tenerse en cuenta que no todos los albergues cuentan con medios adecuados para lavar y tender personalmente, que el peregrino a menudo –especialmente los primeros días– está agotado y que, si el tiempo es malo e impide el secado, el peso adicional de la ropa mojada supone un problema. El caminante, haga lo que haga, vaya como vaya, siempre deberá tener en cuenta el peso.
A los 310 euros de alojamiento y lavado/secado hay que sumar la comida. Casi todos los albergues permiten cocinar. Hacer pasta o arroz es sencillo y barato; también se puede preparar algo frío. No obstante, de vez en cuando apetece tomar café, refresco o cerveza, o una comida barata de menú. En un cálculo seguramente conservador, 12 euros diarios en comer y beber suponen 360 euros/mes a añadir a los anteriores 310. Tendríamos por tanto 670, a lo que hay que añadir tiritas, apósitos, linimentos y algún fármaco. Estaríamos ya en 700 euros.
Falta por contabilizar el coste del equipo que, nuevo, difícilmente bajará de 200 euros. Queda por último el importe del desplazamiento hasta Roncesvalles y el regreso a casa, una guía con las etapas e información general, y alguna llamada telefónica. Nos encontramos, en resumen, con que un presupuesto jacobeo relativamente restrictivo ronda los 1.000 euros para un mes de viaje.
El equipo
La guía jacobea, imprescindible, además de la lista del equipo necesario contiene los datos de las etapas (distancias, albergues, nivel de dificultad, centros médicos, lugares visitables...).
El bagaje del peregrino debe reunir dos condiciones: ser lo más ligero y resistente posible. El peso grava sin piedad tracción y energía; la mala calidad de algún componente puede provocar desde pulmonía hasta pérdida de uñas o generación de ampollas, o cualquier otro problema conducente al abandono.
El calzado debiera recibir especial atención en una marcha pedestre. Primer aspecto: impermeabilización; segundo, equilibrio entre rigidez y flexibilidad para no triturar pie y pierna con las irregularidades del terreno. Las botas ofrecen mejor conjunto de prestaciones, al coste de oprimir y pesar más. También el calcetín exige consideración: debe ceñirse al pie sin rozar. Conviene “rodar” previamente el emparejamiento tractor (calzado+calcetines) y, huelga decirlo, ejercitar las piernas.
Existen multitud de factores que el peregrino habrá de gestionar sobre la marcha. Ello forma parte del aprendizaje caminero. Afortunadamente, la recompensa se halla, con creces, a la altura del castigo. Muy pocas veces se vive una experiencia semejante. Nadie que haya hecho el Camino dirá que no vale la pena. Con toda seguridad, la vale. Un milenio de testimonios lo avala.
El Camino de Santiago más conocido (Camino Francés) discurre entre Roncesvalles (Navarra) y la tumba del Apóstol en Santiago de Compostela (Galicia). Son 750 kilómetros plagados de dificultades que ponen a prueba la resistencia del peregrino, compensadas por un sinfín de experiencias positivas. Al divisar la catedral desde el Monte del Gozo, el ya curtido caminante experimenta una incontenible sensación de júbilo y realización personal. Muchos lloran. Lo que sigue es el breve diario de viaje de un peregrino.
Partida
El ferrocarril hacia Pamplona para a medianoche en un pueblo desconocido. Se presenta el jefe de tren, alterado, y dice al viajero sentado a mi lado que no puede transportar un arma y munición. Debe dejarla en la estación o bien apearse. El cazador replica que los papeles están en regla y se niega a bajar.
Comparece la Guardia Civil. Examinan los documentos. Exigen al cazador que desmonte la escopeta si desea continuar. Éste, aquejado de una visible minusvalía en una mano, lo hace con precisión y velocidad de pasmo. Los guardias, impresionados, desean buen viaje y el jefe de tren se disculpa. Hace solamente meses del 11-M. El cazador invita a copas por doquier. Es antiguo peregrino a caballo. Duermo en el suelo de una estación desierta. Hace frío.
Roncesvalles
Debo manifestar en un cuestionario el motivo de hacer el Camino. No sin dudar, indico “espiritual”. Tres monjes de la colegiata dan la bienvenida a los peregrinos en múltiples idiomas y entonan un canto de bendición, sencillo y conmovedor, en latín. Un catalán invita a una botella de vino, a despachar en quince minutos.
En Navarra los horarios son estrictos. Las luces del albergue se apagan mientras un alemán cuenta que su familia se vio una vez en un buen lío en la aduana argentina porque su madre se llamaba Eva Braun. No pego ojo. Desesperado, parto a oscuras. Ante el riesgo de perderme paro y desayuno en un bar tempranero. Amanece. Al rato aparecen peregrinos en tropel. Están sonrientes, contentos de empezar. Yo también.
Zubiri
Un catalán mañoso improvisa una paella. Otro, independentista confeso, lleva guitarra; al poco declara, “in vino veritas”, que le molesta no hablar bien castellano. Cantamos. Es facilísimo hacer amigos. Estoy exultante. La primera etapa no era para tanto. Ignoro que tardaré mes y medio en caminar normal.
Cizur Menor
Rebaso Pamplona –qué curioso, muchísimos generales de Franco tienen calle propia; el general carlista Zumalacárregui incluso puerta, la del Camino–. A duras penas llego al albergue. He olvidado el bastón telescópico en un bar. La rótula izquierda parece un melón. Casi suplico que me den litera de arriba; no hay.
En una foto enmarcada aparece Don Juan Carlos con jerarcas de la Orden de Malta. El rey de España ostenta alto rango (bailío) desde que Carlos V cedió la isla a los caballeros hospitalarios para combatir a los turcos. Dashiell Hammett leyó algo del tema para “El halcón maltés”. La Orden es a todos los efectos –salvo territorialmente– un país soberano.
De noche, al volver del aseo, no soy capaz de subir a la litera. Una pierna duele horrores; la otra está exhausta. Quedo inmóvil en la oscuridad. Me entran ganas de llorar. Pienso si será el final. Logro encaramarme. Insomne y agotado, me levanto el primero. A cambio de fregar, cuatro jubilados franceses me invitan a una tortilla paisana estupenda. La vida es bella.
Un cartel anuncia “Mochila-taxi”. Si te alojas en un albergue privado te llevan la mochila. Evidentemente, saben cuántos se desgracian en la segunda etapa. Contrato y marcho. No encuentro una maldita rama que me sirva de bastón. Demasiados peregrinos olvidadizos saqueando cunetas. Subo razonablemente mal el Alto del Perdón. Aprendo para siempre que el problema son las bajadas. Cada paso es un latigazo en la rótula. Paro una y otra vez. Pruebo de espaldas. Lo dejo por temor a despeñarme.
Los otros peregrinos me animan. Logro descender, pero me pierdo Santa María de Eunate. Sólo 5 Km, pero imposible llegar. Dicen que es réplica exacta del templo del rey Salomón en Jerusalén. Mucha miga esotérica.
Puente la Reina
El pueblo es antiguo; el albergue, nuevo. Puedo lavar y descansar. El linimento hace algún efecto. Conozco gente sin cesar. Un psicólogo de Barcelona casado con jovencita, un madrileño que montó la oficina de Iberia en El Cairo, muchos. Buen ambiente a raudales. Me detengo un día extra.
La rótula está menos hinchada. Puedo seguir. El de Iberia no; tiene una uña arrancada. Prohibición tajante del médico. El hombre llora de frustración. Le encantaba.
Sol de justicia y patatales recién abonados: jauría de moscas de fiesta. Toalla mojada en la cabeza. Ni una sombra para descansar. Un roquedal erizado de espinos resulta mejor que nada. Allí conozco a Óscar, eterno viajero ácrata, intentando también sobrevivir. Al minuto, encarnizada, deliciosa discusión política entre latinos vehementes. La señora de grandes gafas negras que camina detrás sonríe. Es su madre.
Llego al albergue público cojeando con normalidad. Aunque está en bote consigo plaza y puedo lavar los pies y extender el gel salvador. Al quitar las botas y poner las chanclas el mundo adquiere otra luminosidad. Estella es precioso. Tiene palacio real, e iglesia majestuosa, San Pedro, al lado. Quizás el Pacto de Estella (antiguamente Lizarra) se firmó en Navarra y no en el País Vasco porque prestigia más un reino que un señorío, lucubro mientras arrastro los pies.
El maestro paellero está sin blanca. Un billete cambia de manos. En el Camino es absurdo barrer para casa. Todo el mundo da lo que tiene, y lo que se da es devuelto con creces de formas misteriosas. Procede “suspender la incredulidad”, que diría Aldous Huxley, y dejarse llevar. Comparto ricas tapas con un peregrino catalán forrado de dinero y problemas conyugales.
Un sesentón operado de corazón y tráquea, catorce veces peregrino, me regala la luna: su vara. Aquí, ahora, tiene un valor incalculable.
En Los Arcos hay patio, vespertino sol otoñal y viento: ideal para tender. El mañoso, que se declara mártir de su familia por ser sólo camarero, prepara de la nada unas lentejas gloriosas. El independentista dulcificado toca la guitarra. Todo el albergue canta. El director, alto, rubio, arquetipo de sargento SS, se comporta como tal. Cada uno tiene sus ideas, pero nadie está por el catolicismo funcionarial. Las diez es demasiado temprano para dormir. La luz eléctrica no puede costar más que las velas medievales, rumiamos enfadados.
Logroño
Joseantonio, ejecutivo madrileño de amante y BMW que lo ha dejado todo, pregunta: “¿Pide?” Hallazgo maravilloso: en La Rioja el vino de mesa nunca pide gaseosa. Entramos cantando en el albergue abarrotado, que nos recibe con ovación cerrada. “El samurai”, uno que no habla con nadie y camina con un hatillo por mochila y un tronco de berza por bastón –se debate si en misión asesina–, quita a otro la litera. Será la única mala acción del Camino.
En las afueras espera Marcelino, leyenda jacobea. Bajo, fornido, luengos cabellos y barba, semeja un patriarca bíblico. Regala uvas, peras y... ¡varas! Trueco mi rama torcida. Escrito en un cartón, “GRATIS PARA PEREGRINOS”.
Una de las hermanas malabaristas canarias va muy mal de los pies por bajar imprudentemente el Erro en chanclas playeras. Dos horas de repechos después, reaparece Marcelino. La ha llevado 6 Km en volandas, tras lo cual regresa tan campante para hacer la comida. Insistiendo, acepta antes un refresco.
En el albergue la canaria quita los calcetines. La visión sobrecoge: un amasijo de carne viva, muy roja. Imposible que pueda continuar. Al desayuno nos cuentan que mientras dormíamos apareció alguien apodado “El Brujo”, que pasó largo tiempo tratando lo que fueron unos pies. Un día después la chica camina. Cuesta no creer en milagros.
Nájera
Por aquí Pedro el Cruel, o el Justiciero según otros, venció en batalla al usurpador, posteriormente rey de Castilla, Enrique de Trastámara. En la Torre de Londres la corona imperial luce el famoso rubí que Pedro entregó al Príncipe Negro de Inglaterra por su apoyo en tal ocasión. Frustrante, el monasterio de Santa María la Real está cerrado por rehabilitación.
Los bicicleteros pasan zumbando. Hacen los 750 Km en 10 días, al precio de perdérselo todo. A caballo hay pocos peregrinos; requiere mucha logística y dinero. El mejor sistema es a pie, para poder ver, oír y hablar. La velocidad no ayuda en términos jacobeos.
Visitamos el espectacular monasterio de Yuso en San Millán de la Cogolla. Por suerte, la bienintencionada pero desastrosa desamortización de Mendizábal no acabó con nuestro patrimonio cultural. Sobre una losa se hallan reproducidas las primeras palabras en castellano (Glosas Emilianenses). Frente a mí, el folio 72r del códice 60, mi auténtico carnet de identidad, expedido hace mil años.
Santo Domingo de la Calzada
La sex-symbol del Camino se llama Silvie. Francesa, encantadora, rubia, con trenzas infantiles. Su edad genera mucha especulación. De lejos, 20; de cerca, 50, incluso 60. Perversamente ingenua, camina con neopreno ajustado arriba y vaquero ultrarrecortado abajo. Tomando un café, un señor con boina la escruta sin ambages y al rato le pide formalmente matrimonio para su hijo. Tienen casas y tierras y no le va a faltar de nada. Silvie opina que los españoles son... pintorescos.
Se adjuntan Félix, farmacéutico murciano de nariz cartaginesa (“el fenicio”), melómano indesmayable –transporta voluminoso reproductor más discografía–, y Antonio, extremeño con pelo, perilla y bigote cortados por el barbero de Don Juan Tenorio. Félix tiene medicamentos para todo y Antonio razonamientos jeroglíficos. Alegran el día.
Los pies de muchos ofrecen un espectáculo colorista tipo fiesta china. Las ampollas se atraviesan con una aguja, con orificio de entrada y salida en el que se deja un hilo para drenar el líquido sin perder la piel. Con muchas vejigas, el pie parece la cabeza de un dragón con una crin multicolor detrás.
Silvie y su amiga Françoise se alargan con la charla y, llegado el momento de desvestirse, captan que treinta pares de ojos traviesos –casi todos masculinos– las observan. Alguien entona el “tarara tarara” de las canciones de strip-tease. Ellas pulsan el interruptor y la sala queda a oscuras. Inmediatamente se enciende una constelación de linternas, bolígrafos láser y mecheros que dan una luz mucho más profesional a la situación. Las francesas se refugian en un providencial hueco oscuro que descubren en la pared. Una estruendosa carcajada colectiva sacude la sala. Todos nos dormimos esa noche con una expresión risueña en la cara.
Belorado
Insomne, sábado noche todavía, abandono el albergue. No encuentro las conchas amarillas y deambulo, perdido, por el pueblo. Un tipo me hace una propuesta homosexual sumamente guarra; con el look de peregrino que llevo no concibo despertar interés alguno, salvo para un apasionado de los disfraces.
Una pandilla de chavales ebrios me da la lata; cuando zafo me llaman pringao y gritan que voy en dirección contraria. Tardo en descubrir que tienen razón. Al fin consigo ubicarme. Respiro aliviado y tomo una senda. Una oportuna voz en inglés me grita que nuevamente me equivoco. Hay días nefastos. Suerte que el milagro diario no falla. Entramos en Castilla.
Burgos
Sabiamente, puenteamos en autobús el arrabal industrial y ganamos tiempo para dedicarlo a la preciosa catedral. Se acuerda formalmente una noche de juerga. El coste, sabido es, dormir al raso. El frío aniquila. Alguien, no se sabe porqué, abre una ventana del albergue. Uno de nosotros se cuela y abre al resto. Más milagros.
En el larguísimo y desolado tramo final hasta Hontanas el peregrino toma contacto con la soledad. Uno se pregunta cómo llegarían allí sus predecesores, sin capa impermeable, botas de Goretex, reservas de agua y alimento... Ya no me extraño de los innumerables cementerios que jalonan el Camino. Moría más del 50%. Al partir se despedían de familiares y amigos y hacían testamento. Lo más frecuente era no regresar. Diviso el pueblo como un náufrago la tierra firme.
El paisaje cambia. De los verdes valles navarros y la lozana campiña riojana se pasa a la inabarcable, frecuentemente monocroma, planicie castellana. Etapas largas para ensimismarse o disfrutar de compañías antiguas y nuevas. Un día el peregrino descubre que los otros son sus hermanos. Puede dirigirse a quien desee y será recibido con una sonrisa. Puede pedir y se le dará. Para los creyentes es la verdadera comunidad de Cristo en movimiento; para los demás, la prueba de que es posible un mundo mejor.
En una cuneta, un ejecutivo suizo al que no veré más me cuenta que el estrés lo aniquila. Dispone de pocos días. Hago el cálculo y, estupefacto, me sale una media de 45 Km/día. El hombre se echa a llorar. Lo consuelo lo mejor que puedo. Se disculpa por la prisa, tiende la mano y sale disparado.
Viejas ruinas atestiguan continuamente la pujanza de la ruta. Monasterios, conventos, hospederías, hospitales, órdenes religiosas especializadas en determinadas enfermedades, órdenes militares que velan por la seguridad del caminante... una infraestructura apenas concebible un milenio atrás.
Silvie relata que un conocido escritor pseudojacobeo con nombre de conejo y disfraz de místico intentó una vez beneficiarse a una chica y, viéndolo mal, recurrió al elegante expediente de preguntar: “¿Sabes cuánto dinero gano al día?”. El sufismo, se ve, es compatible con el sexo mercenario. La chica es la hermana de Silvie.
Dejamos atrás Castrojeriz por una cuesta tan empinada que parece llevar a la estratosfera. Más joven, Óscar se rezaga para que no la suba solo. Después de comer siempre cuesta más; aquel día resulta demoledor. Mi mochila, que pesa los 8 kilos preceptivos, hoy transporta puro plomo. Las botas no reciben suficiente tracción, ni los pulmones aire. Noto regueros de sudor surcando mi espalda.
Frómista
El Canal de Castilla humedece el ambiente. Alegra ver una línea de líquido cruzar el inmenso secano. Me planto ante la sencilla, coquetísima iglesia románica de San Martín. Allí está la pareja de Texas que viaja con su nieto adolescente. El abuelo señala los arcos, el ábside, todas las formas, y explica. El chaval, callado, concentrado, absorbe como una esponja. Aquel muchacho, pienso, cuando vuelva a Houston arrasará en arte, y contará que sus abuelos lo llevaron a lugares remotos apenas más hollados por pies americanos que la superficie de la Luna.
Por evitar la aburrida senda paralela a la carretera tomamos gallardamente la antigua Vía Trajana. Llueve sin cesar, sin cobijo posible. Gruesas piedras destrozan los pies. La pista no acaba nunca. Según los mapas el albergue de Calzadilla debería estar allí, pero no está. No entendemos nada. Joseantonio, más entero, desaparece por la izquierda. Al poco, un grito. Lo ha encontrado, oculto en una hondonada. Descender acaba de machacarte. Prácticamente saqueamos la tienda. La cocina, bien equipada, se presta a una opípara cena comunal, licor de hierbas incluido. El paraíso, a veces, está muy cerca.
León
No me canso de mirar la catedral, la más francesa, la más bella de todas. En el Barrio Húmedo hacemos justicia a los placeres del paladar. El médico pregunta a un compañero cuándo descansamos. Nunca. El facultativo dice que estamos locos. Qué maravillosa locura.
Al día siguiente me siento mal. Joseantonio renuncia a la etapa por acompañarme en taxi al albergue de San Miguel. Allí, Samuel, cocinero veinteañero, comparte su historia y delicados espaguetis. El padre, eminente médico cordobés del Opus Dei, maneja la familia como una secta. Bronca constante por proteger los hermanos menores del lavado de cerebro. Al final huye de casa, encuentra trabajo en Israel. Él ha escapado; su mente no. Le proponemos directamente que piense más en chicas y menos en religión. Algunos padres merecen lo mismo que dan: cárcel.
Lluvia y viento golpean sin piedad ascendiendo el Monte Irago. La capa se rasga, encharcándome.
Manjarín
Los templarios han improvisado, en el pueblo abandonado, un refugio. Carecen de todo, pero ofrecen generosamente lo que tienen: techo, macarrones y buena conversación. Orinar de noche bajo el vendaval es deporte de riesgo.
A la mañana aparece Tomás, otra leyenda jacobea. Pone el uniforme, cruz roja sobre fondo blanco y, sujetando la espada ceremonial, pronuncia conmovedoras palabras de bendición a los peregrinos, agarrados en corro de las manos. Me pregunto qué les pasará por la cabeza. Son australianos.
Molinaseca
Primorosa arquitectura norteña de piedra y pizarra. Una mujer tan atractiva que duele mirarla nos acompaña de vinos. Un patán bebido destroza el momento. ¿Por qué la Divina Providencia, habitualmente tan operativa, no lo fulmina? Tenía un lunar junto a la boca. El “qué habría pasado si...” me perseguirá siempre.
Pasada Villafranca, diluviando, la entrada en Galicia tiene lugar más por agua que por tierra. En el refugio de Ruitelan un competente hospitalero y masajista recoloca los músculos de la pantorrilla, exiliados en los tobillos hace tiempo. Es como estrenar piernas. Subo el Cebreiro como una centella. En lo alto, la belleza me sobrecoge. Pardo, marrón, verde, amarillo, rojo... toda la paleta otoñal. Jamás había visto tan hermosa mi tierra. En el pueblo, una tortilla industrial para turigrinos –los que miden el kilometraje mínimo para recibir la compostelana y enseñarla a las amistades– rompe el hechizo y me avergüenza.
En Melide degustamos pulpo á feira que sí mantiene la dignidad étnico-culinaria. Lamentablemente, un aguardiente huérfano nos retiene en la mesa casi hasta el anochecer. En un bar de carretera nos dicen que el trayecto es largo, sinuoso, imposible explicarlo de noche. Ante la magnitud del desafío, reforzamos el GPS natural con cubalibres. Nos adentramos totalmente a oscuras en montes plagados de bifurcaciones. Llegamos al albergue a la primera, sin una vuelta de más. Es el último milagro.
En Santiago, abren la Puerta Santa para nosotros. El arzobispo oficia con calidez, y una monja con buena voz nos canta. No sé por qué, no consigo dejar de llorar. Si ha sido un paseíto de nada...
Buen camino, hermanos peregrinos.