http://web.educastur.princast.es/ies/luces/contenidos_home/MEMORIACAMINO2002.pdf
Eso pasó tambien en Piñeres de Pría, en donde el autobús, cargado de mochilas y aire fresco de la mañana, nos dejó para que tomáramos por nuestra cuenta la ruta hacia Oviedo.
Cinco jornadas haciendo noche en los albergues del Camino, a discreta distancia unos de otros, comiendo a salto de mata o en las posadas que fuéramos encontrando al paso y que, por suerte para los peregrinos, fueron muchas y bien aviadas.
A la espalda, llevaban unos y otras lo propio para hacer que estas cinco etapas pesasen lo justo, pero sin renunciar al placer de la muda limpia, doblada por las madres primorosas, un cuaderno que a modo de diario debería recoger los tumbos de la epopeya, y el teléfono celular, prohibido expresamente por la organización, y del que los peregrinos se sirvieron con saña, diría yo, para hacer de cada kilómetro un divertido carrusel de pitiditos y alegrías.
Los alumnos, en lo sucesivo peregrinos a secas, venían muy puestos en superficies y demografías, manejando la teoría con tanta soltura como quien reparte al tute; se diría de algunos que fueron peones camineros antes que penitentes. Eran siete los hombres, aunque debieran ser ocho, y tres las mujeres, forjados casi todos por el hierro de su carácter; nada hacía pensar que pudieran producirse bajas, pero ya se sabe que siempre hay alguien que nos sorprende con agujetas por encima de los hombros y devuelve el metal precioso de la confianza en forma de herrumbrosa calderilla.
Como ya se ha dicho, la primera jornada se saldó sin novedades, tanteando el aguante del cuerpo y haciendo generosas concesiones al descanso; el Camino, desde Piñeres hasta Leces, ofrece todo lo que el caminante pudiera desear: higos frescos y maduros que mitigan la sed, nueces carnosas y castañas recién liberadas del zurrón de púas con las que quitar el hambre; jugosas manzanas, esparcidas por el suelo, con las que complacer primero la vista, después el bolsillo y, finalmente, el gaznate. Todo ello sin perder el paso, o perdiendo lo justo para luego recuperarlo en carrerilla, pues las agujetas pierden su asiento natural en la fibra del músculo cuando comer mucho fruto seco.
Llegamos a Ribadesella por el camino natural, pasando por callejuelas estrechas que discurren en zig-zag hasta el centro de la villa, y que nos recordaron la forma de los primeros asentamientos medievales; paseando con calma, se pueden reconocer todavía edificios notables entre los modernos edificios, destacando sobremanera el que hoy alberga el Ayuntamiento.
Nuestro anfitrión estaba ausente aquel día, y eran tantas las prisas por hincar el diente en algo caliente que las ínfulas estéticas terminaron diluyéndose en jugos gástricos.
En llegando al albergue de Leces hay dos cosas que llaman la atención: una es una cuestilla que a los caminantes bien les pudo parecer la ascensión al Kilimanjaro, pues no contenta con estar al final de la etapa, cuando las fuerzas escasean, en lugar de hacerse llana se va remontando más y más, cebándose con los maltrechos caminantes y haciéndoles creer que lo que llevan a la espalda no es una mochila sino la pesada bolsa de la culpa, de la que todo buen penitente pretende redimirse al final del Camino. Otro elemento del Camino que bien merece parte en el relato es el nogal que el cura del pueblo tiene en su huerta; de porte elegante, espigado y distinguido, cargado de nueces rama por rama, el nogal del padre Orviz es un árbol que anuncia una sombra portentosa desde lo alto del cerro, balanceándose lentamente como para no herir el orgullo del viento, que se revuelve inquieto allá en su copa. A sus pies hay colgado pico abajo un cuervo muerto, con las alas exánimes desplegadas, como para iniciar un picado fulminante hacia el averno. El señor cura se lo encontró sin vida y lo expuso a la vista de sus congéneres, por si les daba por asociar la calamitosa situación de su pariente con el hurto de sus nueces; cuesta creer que un bicho con fama de inteligente sea tan susceptible a la superchería y el mal fario como el mismísimo ser humano.
Una vez hospedados y bien guardados de la lluvia, el padre Orviz nos abrió las puertas de la iglesia de Leces, que todavía conserva algunos elementos románicos. Nos habló de muchas otras iglesias y capillas que todavía hoy se aguantan en pie gracias a la contumacia de los lugareños, pero que perdieron muchos de sus elementos ornamentales y aún de su estructura original durante las quemas indiscriminadas de los años 34 y 36; patrimonio perdido para siempre por mor de odios y rencillas, moneda de cambio común cuando aprietan al alimón la injusticia y el hambre.
En el albergue se detuvieron las penurias, y desde las doce ya sólo se oyeron los crujidos ocasionales de las literas cebando el silencio de la noche.
Conscientes ahora de que muchos de los caminos están embarrados, son estrechos e irregulares, los peregrinos sustituyen las bambas todo terreno por las botas de monte.
Como sucedió la jornada anterior, algunso tienen tanta prisa que poco o nada les importa perder la comba del grupo y tomarse el Camino por su cuenta, olvidando que una de las reglas del peregrino es no perderle los pasos al más lento, que bien puede ser que necesite ayuda o socorro; aunque la distancia es sólo aparente, gracias a la telefonía celular que los alumnos usan para lo que les conviene, sea dicho esto de paso.
Llegamos pronto a Berbes, y como teníamos poco que hacer antes de la comida, nos detuvimos en una Casa Rural a tomar café, cascar nueces y contar gotitas de lluvia. A partir de Berbes el camino huele a mar. Se recorren sendas casi impracticables que siguen la línea de la costa, teniendo casi siempre a la vista el Cantábrico, impresionante desde las praderas que tapizan cada una de las peñas afiladas que se recortan en el litoral. Paramos en el albergue de la Isla, a pie de playa, por decirlo así.
Los peregrinos salen con la amanecida. Se alejan de Sebrayo por caminos poco hospitalarios, anegados por el barro y tomados por la maleza. La cortina de agua que intuimos bajo el viaducto de San Cosme se pliega sobre la marisma y cae sobre la cabeza de los peregrinos como una manta húmeda. Con los pies hundidos en el barro hasta los tobillos, los caminantes avanzan hacia Villaviciosa. El grupo se rompe en pedazos, pues cada cual interpreta a su manera los compases que marca con la lluvia.
El grupo llega abatido a Villaviciosa. Mojados hasta las cachas, hechos grumo. La parada técnica sirve para reposar, tomar el desayuno largamente demorado y hacer los planes para el asalto a la siguiente etapa que se nos antoja pasada por agua. Pero los peregrinos cuentan de vez en cuando con el concurso de altas instancias capaces de cambiar para bien o para mal el discurrir de los acontecimientos. Y a nosotros nos sucedió que fue para mejorar el tiempo y el camino, de suerte que hicimos la etapa tan bien y tan descansados que al final tuvimos la sensación de que el viento templado que soplaba desde la ría nos había llevado en volandas de Villaviciosa hasta el mismísimo Monasterio de Valdediós.
Allí nos recibió el Padre Jorge. Nos abrió de par en par las puertas del Monasterio y nos explicó todo cuanto había de saberse sobre tan insigne lugar. Hicimos un repaso a la historia del sitio mientras recorríamos los tres pisos del claustro y al final algunos nos quedamos con las ganas de hacer noche y compartir con los monjes un poco de la mucha paz que irradia aquel lugar.
Llegados al alto de la Campa, a vista ya el final de la etapa en Vega de Sariego, hacemos una pausa para comer y contemplar casi a vista de pájaro el camino ya recorrido. Desde la misma Campa, donde los camiones que remontan ambas vertientes descansan ovillados en el reducido espacio del aparcamiento, sale un sendero que baja hasta Sariego. Es sencillo de recorrer, basta con dejarse caer cuesta abajo. Pero eso no quiere decir que este tramo no encierre alguna que otra dificultad. Pongamos el caso del poblado gitano, cerca de Figares, sito en medio del camino, y, justo donde éste se bifurca en dos, el poblado descansa sobre un cieno ennegrecido por el trasiego, espeso y blando como le corresponde al barro de entrelluvias. Es un lugar abigarrado, donde las casetas se arremolinan para darse calor y sentirse cerca, pues un poblado es como una mansión grande donde cada chabola hace las veces de habitación y el centro desnudo del terreno, conquistado por latones y trozos de uralita, de salón-comedor; pues allí, donde el camino se hace dos, un mojón de hormigón arrancado y vuelto a clavar sobre el espeso morcillo de tierra y de hojas, señala mal y confunde al caminante que, bien guiado hasta ese momento, se mete por vericuetos que no le llevan a ningún lado.
Para salir airoso sólo caben dos posibilidades: una es la preguntar a cualquiera de los lugareños, por si cupiera la duda: ellos le explicarán que ellos no entienden de señales, pero que si la intención es ir a Oviedo hay que seguir la vereda de la derecha; otra consiste en confundirse y llamar después por teléfono celular, tal y como hizo alguno de los peregrinos que, sin comerlo ni beberlo, recorrió un tramo extra por si cupiera duda de su vocación caminera y penitente.
El pueblo de Vega de Sariego es muy tranquilo. El albergue es pulcro y coqueto; tiene una terraza desde la que se puede ver cómo el sol se despide de la tarde y una escalera de madera que cruje al paso, por si fuera poco el crujido de tanto hueso maltrecho por el viaje.
En Lugones vemos a lo lejos la catedral, apuntando con su torre al cielo claro que se le ha puesto a la tarde. Algún caminante dice que es la primera catedral que ve en su vida; una vida que, por un lado, puede parecer corta para ciertos lances, pero larga como para no haber reparado nunca jamás en tan notable edificio, que no tiene nada ni de pequeño ni de discreto. Pero ya se sabe que las visitas a Oviedo suelen ser para la compra y la diversión y que, cuando no hay interés, da lo mismo toparse con una catedral gótica que con un ingenio extraterrestre cargadito de candilejas y cintas de colores. Enfilando la entrada a la ciudad, el espacio urbano le va restando méritos al Camino, que termina convirtiéndose en un pasillo entre naves industriales y talleres mecánicos por el que transita una miríada de automóviles, escoltados siempre por monturas de humo espeso que se encabritan con cada acelerón.
El ritmo de los caminantes se hace apremiante durante los dos últimos kilómetros. La visión sólida y templada de la catedral nos traslada la convicción de que no va a moverse de su sitio, por mucho que nos parezca que vive y responde alejándose un paso por cada uno de los nuestros.
No todos presentan sus respetos a San Salvador. Uno de los peregrinos se ha adelantado lo suficiente como para tomar el autobús urbano y perderse por la ciudad sin importarle mucho la solemne conclusión del viaje. A los pies de la monumental imagen románica doblan la cerviz, más por verse en qué estado han llegado que como señal de respeto. Se sabe que los peregrinos suelen visitar la catedral y la Cámara Santa, y así lo hacemos nosotros. Un guía nos relata la historia de tesoros y reliquias, reparando muy especialmente en el sudario y en la cruz de la victoria, y narrando al detalle el robo de algunas de las piezas de la cámara y su posterior regreso a casa.
El Camino termina, por esta vez, en la cabecera del templo, rondando la girola y saliendo de nuevo a la plaza grande de la catedral. Ha sido una aproximación -con celulares y botas de marca, eso sí-, al concepto de viaje que los peregrinos de otras épocas imprimieron al Camino, transitándolo paso a paso con una mezcla de misticismo y espíritu práctico, en busca, unos, de la recompensa diferida en el más allá y, otros, en la inmediata del día a día, mientras se ganaban el sustento con el comercio, el cultivo y la repoblación de las tierras recién conquistadas a los musulmanes. Quizá los nuevos peregrinos de la E.S.O. no hayan derrochado sentimiento ni empatía, pero la mayoría le puso ganas y confianza en que el pequeño reto merecía la pena de ser vivido y superado. Y con eso, la profesora y el profesor acompañantes se dan por bien servidos. Por lo menos, hasta la próxima...