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Camino de Santiago
00. Gijón - Roncesvalles
01. Roncesvalles - Larrasoaña
02. Larrasoaña - Cizur Menor
03. Cizur Menor - Puente la Reina
04. Puente la Reina - Estella
05. Estella - Torres del Río
06. Torres del Río - Navarrete
07. Navarrete - Azofra
08. Azofra - Belorado
09. Belorado - San Juan de Ortega
10. San Juan de Ortega - Burgos
11. Burgos - Hontanas
12. Hontanas - Frómista
13. Frómista - Carrión de los Condes
14. Carrión de los Condes - Sahagún
15. Sahagún - Mansilla de las Mulas
16. Mansilla de las Mulas - León
17. León - Hospital de Órbigo
18. Hospital de Órbigo - Rabanal
19. Rabanal del Camino - Molinaseca
20. Molinaseca - Villafranca del Bierzo
21. Villafranca del Bierzo - Cebreiro
22. Cebreiro - Samos
23. Samos - Portomarín
24. Portomarín - Palas de Rei
25. Palas de Rei - Ribadiso da Baixo
26. Ribadiso - Santiago de Compostela

Gijón - Roncesvalles

muchos Kms.

Gijón, tres de Agosto de dos mil uno, Mónica y Javi - un servidor - en la estación de tren, mal empezamos. No hay vagón, en autobús hasta León, donde nada más llegar sale la primera remesa de ropa para casa. Viaje tranquilo en tren y con buena comida hasta Pamplona. Compartimos taxi hasta la estación de autobuses donde " La Montañesa " nos conduciría a través de pueblecitos pirenaicos hasta Roncesvalles. Nada más llegar dos soplos más, el albergue está lleno, no hay camas, sólo suelo. El segundo, al día siguiente Zubiri estará en fiestas y, como no, con su refugio cerrado; mala suerte. Paseo por el reducido Roncesvalles y misa del peregrino con bendición políglota y ancestral incluida. Damos buena cuenta de la poca comida que nos quedaba y a la camita, digo, al suelo para empezar el Camino con una espalda sana. Situados en una esquina del salón, junto a Marisol, Marcel y Jordi, pasamos un poquito de frío, escuchamos las primeras y armoniosas "melodías nocturnas" e incluso quedó tiempo para pisar al incauto que, por llegar tarde, no le restaba mas sitio que la entrada. Quién nos iba a decir esa primera noche que aquel incauto era Santi.

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Roncesvalles - Larrasoaña

27, 5 km.

Primer madrugón, estoy demasiado mayor ya para estos excesos. El fresquito de la habitación unido a la acogedora y húmeda niebla matutina dan el pistoletazo de salida a la aventura que comenzamos hoy. Primera sorpresa, algo no anda bien. Son las siete menos cuarto de la mañana, nos hemos preparado deprisa, y prácticamente somos de los últimos. ¿ Dónde está el resto de la gente ? ¿ a qué hora se han levantado ?. Desgraciadamente estas preguntas tendrán su puntual respuesta a lo largo de la primera semana de camino. Primeros caserones navarros en Burguete y más bosque hasta el reconfortante y caliente desayuno en Espinal. Estamos en pleno Agosto, dónde está el sol. El camino nos guía hasta el Alto de Mezkiritz, obligada salve a Nuestra Señora de Roncesvalles y rumbo a Biscarreta y Lintzoain. En este último pueblo el agua de su fuente nos da fuerzas para atacar el Alto de Erro, que maravilla de bosque, de estos ya se ven pocos. Lástima que el pelotón de amigos teutones y el polvoriento caminar afearan un tanto la bajada y llegada a Zubiri, en teoría la que debería haber sido la meta de nuestra primera jornada.Pero que le vamos a hacer, la fiesta es la fiesta, que el peregrino por ello no tiene donde dormir, no pasa nada, estamos al principio. Un tentempié con nuestro compañeros catalanes y una horita más de polvo jacobeo hasta nuestra ducha, cama y descanso en Larrasoaña. ¿Bonito eh?. Es una pena que no se corresponda con la realidad. Apenas la doce de la mañana, buen ritmo de caminata, pero albergue hasta la bandera. Nada, nos enfrentábamos a la tónica del camino. Numerosos caminantes fantasmas que solo aparecían como por arte de magia en los albergues y refugios, nunca en el camino, jamas en una fuente, mucho menos en las reconstituyentes fondas. Pero eso si, siempre recién duchados y prestos a reponer fuerzas ¿ perdidas ?.Afortunadamente con la Iglesia topamos y allí nos cobijamos, aunque solo fuera en su enrejado y aireado atrio. Después de todo, la comida navarra y el merecido descanto vespertino, repusieron las exhaustas fuerzas tras la primera jornada. Pronto a dormir mientras los mozalbetes del lugar nos acunaban el sueño con su dulce serenata, aunque tornando esta vez la bandurria y el laúd por bocinas y ruidosos tubos de escape. Paciencia, es la hospitalidad del siglo XXI.

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Larrasoaña - Cizur Menor

20 km.

Despertar poco grato. A pesar del cansancio las frías losas medievales no son el lecho ideal. La bruma matinal del cercano río acompañó nuestra puesta en marcha. Un pequeño aporte de calorías y rumbo a nuestra primera gran ciudad jacobea. Jornada tranquila entre casonas poco animadas y pueblos escasos de todo. Cruzamos el puente y ya estamos en Villaba, si, la cuna de Miguelón. Cambiamos las piedras y el polvo por las aceras y el humo de los coches. Que pronto nos acostumbramos a caminar entre árboles y que raro se nos hace volver a la "civilización" aunque apenas llevemos 48 horas fuera de ella. Casi sin darnos cuenta se nos acabó Villaba y por la puerta de atrás entramos con Jordi en Pamplona. Cicerone sanferminero de lujo el que nos acompañaba y mostraba los rincones más conocidos de la ciudad, esas calles que hay que reconocer, sin toros, no son lo mismo. La parada cerca de la catedral, que fue aprovechada por un joven que repentinamente se encariño con nuestras pertenencias hasta el punto de llevárselas con él, casi nos manda a casa. Afortunadamente todo se resolvió. El rapaz al ser sorprendido en el trasiego de posesiones tornose amable y dialongante y tras el traslado de pertenencias de sus bolsillos a mi mochila se fue en paz prometiendo no pecar más. Una buena cervecita para celebrar que la sangre no había llegado al río y de nuevo callejeando Pamplona en busca de refugio. La jornada había sido corta y el calorcito invitaba a adelantar algún kilómetro para la jornada siguiente. Así, tras cruzar frente a la Ciudadela y dejando a un lado la Universidad nos encaminamos en un dominguero paseo hasta Cizur. ¡ Por fin una cama ! es extraño como se puede querer a un trozo de madera y hierro. Aseo obligado y, tras un almuerzo más bien tardío, buen y merecido descanso en la piscina peregrina. Teníamos que aprovechar lo que no sabíamos cuento volveríamos a encontrar, y tardamos. Una cena a base de pasta preparada a horas un tanto intempestivas puso el punto y final a la primera jornada urbana. Luces fuera, cama dentro.

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Cizur Menor - Eunate - Puente la Reina

24 km

Amanecer nublado pero sin frío. Desayuno tranquilo y mucha calma. Todo el mundo hablaba de la dureza del Alto del Perdón y hacia allí nos encaminamos expectantes. Apenas unas casas y al fondo la subida con los modernos molinos y los caballeros de hierro. Al final el alto, acostumbrados a las peñas astures, se quedo en altillo o apenas en otero si no fuera por el endiablado viento helado que soplaba por allí. Parada de rigor para contemplar las vistas y directos a Uterga para librarnos del frío. La bajada, bastante peor que la subida por la cantidad de cantos - acérrimos enemigos de los tobillos libres -, nos condujo al esperado almuerzo en Muruzabal. Camino ligero y bueno hasta Óbanos donde nos desviamos un par de kilómetros para admirar y no pasar por alto la templaria ermita de Santa María de Eunate. Lástima que fuera lunes y que precisamente ese día fuera el único en que no se puede visitar la ermita, en fin, otro camino será. De todas maneras contemplar el exterior, sus tallas y canecillos dan por cumplido el desvío. Retomamos el camino de Puente la Reina bajo un sol poco amistoso y propicio para los bajones de tensión. Entramos en la ciudad atravesando sus huertas y para variar el refugio estaba completo. No hay problema un nuevo y gran albergue ha sido construido a las afueras de la ciudad, y tan a las afueras. Tras cruzar el conocido puente que da nombre a la villa y subir una cuestecita que casi hizo más daño que el Alto del Perdón, llegamos al albergue de Santiago y ¡ sorpresa ! fuimos de los primeros, con una habitación prácticamente para nosotros. Algunos problemas con el suministro de agua, dejaron a más de uno con el jabón a medio camino entre el aclarado y la conservación en seco. La calle principal de Puente la Reina dio de si todo lo que podía, con su famoso Cristo de la Y y la románica Iglesia de Santiago. Apenas una alegría de cebada para refrescar y nuevamente rumbo a un albergue - atestado ya a estas horas - que nos acogió con una cena estupenda y muy funcional. Nueva carga de ropa en dirección a casa merced a un compañero peregrino al que sus pies le negaban más kilómetros. Otra cama, iban dos, y luces fuera... salvo la de la luna que se colaba pícara por la ventana.

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Puente la Reina - Estella

22 km.

Bueno, no nos queda nada. Las siete de la mañana y ya tenemos el sol encima, no calienta mucho aún, pero se deja ver. Un paseito matutino hasta Cirauqui y empezamos una tónica del Camino. Con lo fácil que sería cruzar un pueblo por su parte baja o simplemente rodearlo. Pues no, sube hasta arriba del todo y - menudas cuestas las de Cirauqui - atraviesa el pueblo por su parte más alta, para que no te pierdas ni una casa, faltaría más. Después, en la bajada, nos encontramos uno de esos regalos para el caminante que te permiten perderte en el tiempo, caminar por una calzada romana que ha visto transitar por sus lajas quebradas tantos pies a lo largo de siglos. Rodeando Lorca nos encontramos en su túnel a otro curioso personaje del camino, Pera, al que nos iríamos encontrando cada 4 ó 5 días hasta llegar a Santiago y del que puedo asegurar que podía llegar a comer las mezclas de alimentos más raras que se puedan imaginar bien aderezadas, eso si, y con un centrito de lomo de vez en cuando para romper la rutina. El día no había sido demasiado duro y tras dejar atrás Villatuerta entramos en Estella, no sin antes extasiarnos con los sutiles efluvios de sus abonados campos. Habíamos llegado pronto, aun así nos tocó ponernos al final de los cien metros de cola que ya había formada. No hay nada más pesado que aguantar horas en una fila que discurre, cuando lo hace, con cuenta gotas de cuatro caminantes. La espera nos dio la oportunidad de conocer a dos nuevas compañeras de viaje, Loreta y Laura, que cambiaban los canales venecianos por los andurriales jacobeos. Tras lo que parecieron varios siglos de espera al fin nos asignaron agua y jergón para pasar la noche. El paseo por Estella mereció la pena, además estaban en fiesta y eso es algo que siempre se agradece. Aprovisionamiento para la cena y el día siguiente y a seguir disfrutando de la villa y del sabor de la limonada. Es curioso como al principio y cuando la etapa ha sido suavecita aún te quedan fuerzas y ganas para patear cada rincón, lástima que cuando empezamos a contar los kilómetros por centenas en vez de por decenas esas fuerzas ya no sean tan generosas. Una buena ensalada aderezada con la vista del suculento y gran postre preparado por los poco hospitalarios hospitaleros que evidentemente no iban a compartir con los peregrinos un manjar que podían guardar y disfrutar 3 ó 4 días más. Tras el refrigerio nocturno todos a la cama ( van 3 seguidas ). Nueva muestra de sensibilidad de nuestros anfitriones que nos encerraron con llave, cual corderillos desvalidos, en la habitación para nuestra "seguridad". En fin, cansados ya para guerrear a esas horas. Media Verónica, Molinete, vuelta al ruedo y a dormir.

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Estella - Torres del Río

30 km.

Salida lenta y trabajosa, hacía fresquito y no apetecía mucho caminar pero, a fin de cuentas, para eso habíamos ido. De todas maneras la primera disculpa para una paradita no tardó en aparecer. Apenas recién salidos de Estella, la fuente del vino del Monasterio de Irache apareció ante nuestros paladares, digo, ojos. Como pasar de largo de tan suculento y cabezón desayuno. Unos tragos rápidos para catar el frío caldo y con el estómago caliente - y más bien vacío - empezamos a coger algo de ritmo hasta llegar a Villamayor de Monjardín. Que gozada de albergue, de haberlo sabido hubiera merecido la pena caminar un par de horas más el día anterior para llegar hasta aquí. En fin, nos quedó el consuelo del desayuno. Repuesta el agua en la fuente de los Moros teníamos algo más de 12 kilómetros sin un alma hasta Los Arcos, fin de nuestra jornada. Lo cierto es que a buen ritmo y con la música enlatada que reservábamos para esos largos tramos de soledad nuestro fin de etapa apareció mucho antes de lo previsto. Tan rápida fue la cosa que con un breve almuerzo nos animamos a seguir 8 kilómetros más hasta Torres del Río, craso error. Si el día anterior erramos al no continuar, hoy nos equivocamos al hacerlo. No tanto por la distancia, no era demasiado larga a pesar de que el sol ya hacía de las suyas, sino por el destino. A pesar de que eran apenas las doce de la mañana el refugio estaba completo, a Jordi le cupo el honor de ocupar el último trozo de suelo, pagando, eso si. Cabreo y disgusto por la situación. Opciones: seguir hasta Viana ( 12 kilómetros más añadidos a los casi 30 que ya teníamos encima ) sabiendo que el albergue estaría lleno mucho antes de llegar o buscarse la vida allí. La opción dos fue la escogida. Realmente los hospitaleros del camino, salvo desagradables excepciones, cumplen a las mil maravillas su función. Otros, los de las excepciones, no son hospitaleros, son fondistas, mercaderes o arribistas que, en todo caso, destruyen el espíritu del Camino. Es duro ver como tras una larga jornada ponen pegas para un simple vaso de agua. Claro que por apenas mil pesetas uno podía lavar la ropa o darse una fría ducha que quite el polvo del camino. No está mal montado el negocio, se cobra por dormir - si es en el suelo te hacen una rebajita, pero pagas - , por lavar, por ducharse y por comer porque, faltaría más, el único bar del pueblo es del mismo dueño. Afortunadamente la tan criticada Iglesia sigue lavando la cara a este camino en muchos tramos. En esta ocasión un nuevo atrio - con campanas incluidas - y una deliciosa fuente nos sirvieron a muchos como el mejor hotel del mundo. La cena fría, comprada en el único establecimiento que pese a las presiones - y en ocasiones presencia de los beneméritos a petición, como no, de los "amos" - arregló la estancia en Torres del Río que se enorgullece de tener la bonita iglesia del Santo Sepulcro, de presunto origen, como no, templario. Una vuelta para ir tomando el sueño y camino de nuestro "hotel" a estas con el cartel de "no hay billetes" en la ventanilla. Bien pertrechados en los sacos, a más de uno las horas de bronce le velaron la noche.

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Torres del Río - Navarrete

34 km.

Nunca es demasiado tarde para levantarse y más si hace una rasca de aúpa y la única luz en la madrugada es la de las estrellas y la luna por desaparecer. Que le vamos a hacer hay que caminar y punto. Un bocadito, más bien frugal y rápido, y rumbo a Viana. Que eternas se pueden hacer las rectas por carretera. Llegados a la villa nos aposentamos en la plaza, ya con algo de sol a nuestras espaldas, y dimos buena cuenta de un almuerzo digno. De ahí a Logroño fue un agradable paseo. Atrás dejamos la ermita de la Virgen de las Cuevas, otro presunto enclave templario, zonas de recreo y por fin, al fondo, Logroño. Qué sería de la entrada en esta ciudad sin la bienvenida de Felisa, su botijo y su higuera. Como manda la tradición allí paramos, comimos y bebimos. También aprovechamos la ocasión para despedirnos de Marisol, Marcel y Jordi que hasta el momento habían sido nuestros compañeros de camino. En Logroño cambio de planes. Comenzaban los reajustes kilométricos sobre los planes iniciales. Habíamos llegado pronto a Logroño, el barrio y el refugio no atraían demasiado y no pasaba nada por adelantar algo de camino. Destino: Navarrete. Ya con calma, aprovechamos un poco de tiempo para ver la catedral y su reliquias y tras dar buena cuenta de un festín "Mcdonaliano" a la sombra de Espartero nos pusimos de nuevo en marcha jugando un poco a la oca. Quizá comiéramos mucho, o fuera que caminar bajo el sol de las 4 de la tarde no es aconsejable. Es posible que el largo polígono de Logroño se nos hiciera eterno. En cualquier caso no fue una buena tarde de caminata. Afortunadamente el parque de La Grajera, su embalse y sus sombras ayudaron un buen tramo. A pesar de todo llegamos a Navarrete, tarde y bien castigaditos, eso si. Una vez en el refugio malas noticias, no hay sitio.Siempre hay noche y día. Si los últimos hospitaleros -comerciantes fueron la noche, las voluntarias de Navarrete fueron el día y un día muy iluminado. Hacían todo lo posible para que el peregrino que fuera llegando se encontrara lo mejor posible, comida, agua, ropa, incluso, a pesar de todo, sitio para dormir. Si, al final, tuvimos donde caer rendidos. Era en el suelo pero ya no importaba. Es magnífico como te recuperas cuando estas a gusto. Marcel y Marisol habían decidido seguir con Mónica y conmigo y para celebrarlo aquella noche nos hicimos una cena generosa en calorías que era vista con envidia por nuestros compañeros germanos mientras daban cuenta de su frugal ensalada. Apenas tiempo para digerir los bocados y al suelo. Un poco enlatados todos en aquella habitación pero cuando hay sueño y cansancio no hay cama dura. Fuera luces.

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Navarrete - Azofra

22 km.

Nos despertamos muy pronto, la etapa de hoy es larga. El desayuno que la noche antes había dejado preparado Claudia, la hospitalera, nos dio ánimos y fuerzas a todos, lastima que no nos diera sentido de la orientación, el menos a nosotros dos. Mal empezamos, dos millones - como si lo fueran - de escaleras nada más empezar, en frío. Camino equivocado, media vuelta. Por fin vemos flechas amarillas, vamos entonados. A la salida de Navarrete, tras dejar atrás su gótico cementerio, otra vez perdidos. ¿ Dónde está la gente ? ¿ Nos habíamos pasado alguna flecha ? Evidentemente si, porque en medio de aquellos viñedos - aún no me explico como pudimos meternos allí - no parecía que pudiéramos acabar en buen sitio. Por fortuna unos ciclistas tan despistados como nosotros en medio de las uvas dieron con la flecha perdida que de nuevo nos puso en el camino correcto rumbo a la antigua capital de Navarra: Nájera. Allí volvimos a encontrarnos con Marisol y Marcel que ya salían. Aunque hacíamos juntos el camino, nos solíamos encontrar en las paradas, hay que reconocer que eran más disciplinados que nosotros en los madrugones. Un poco de comida y otra vez en marcha. El buen ritmo nos permitió recuperar el tiempo perdido y a los pocos kilómetros alcanzamos a nuestros compañeros de viaje y juntos entramos en Azofra. El albergue de los alemanes estaba lleno, al menos eso nos dijeron. Realmente nuestro fin de etapa de ese día era Santo Domingo pero decidimos quedarnos allí y darnos un día de merecido descanso y relax. La idea no pudo ser mejor. Encontramos un albergue de lujo, el de Roland - menudo personaje, muy recomendable -, camas con solera, habitaciones independientes, lavadora, un auténtico baño - con bañera incluida - y sólo para nosotros cuatro. Buena comida, en restaurante, como mandan los cánones. Siesta larguísima y reparadora y más comida, esta vez la cena. El día no fue demasiado provechoso en visitas turísticas y conocimiento del lugar, pero tras una semana caminando fue toda una recarga de baterías y puesta a punto de la maquinaria. Pronto a la cama y tras un estupendo masaje las piernas quedaron listas para hacer todos los kilómetros que faltaban hasta Santiago sin otra revisión, manos de maga las de Mónica. Cerramos las contraventanas, corrimos las cortinas y nos abandonamos en brazos de Morfeo.

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Azofra - Belorado

38 km.

Como cuesta levantarse de una cama blandita, pero el olor del chocolate recién hecho que nuestro anfitrión estaba preparando hizo maravillas. Lo dicho, chocolate, pan tostado, mantequilla, galletas, mermelada, sobados, así da gusto ponerse en marcha. Con todo ese combustible en el cuerpo no nos costó coger buen ritmo y en poco tiempo cubrir los 15 kilómetros que nos separaban de Santo Domingo. Antes de llegar, la primera de tantas rectas sin fin que nos encontraríamos en el camino. Callejeando la ciudad, viendo su catedral y museo se nos fue un tiempo precioso, pero el camino no sería tal sin detenerse a ver estas joyas. Salimos de la ciudad del Santo por carretera y en busca de nuestros compañeros llegamos a Grañón, donde el agua escaseaba y no había rastro de ellos. Tras un breve descanso continuamos, bien calentitos por el sol, hasta Redecilla del Camino. Allí el albergue estaba aún a medio completar, llevábamos ya 25 kilómetros y por un instante se nos pasó por la cabeza quedarnos. Pero una reflexión rápida no quitó la idea. El día anterior habíamos descansado bien, teníamos unos tramos que cumplir y además Manolo - otro veterano amigo del Camino - se nos uniría esa noche en Belorado. Con esta idea almorzamos lo mejor que pudimos en compañía de Angel e Isabel, un simpático matrimonio de Valencia que hacía el camino a su manera, disfrutando de cada metro, sin prisas, a lo suyo. Cuando estábamos a punto de salir aparecieron Marisol y Marcel, un pequeño "atajo" los había hecho caminar más de la cuenta. Esperamos a que se recuperaran un poco y pusimos rumbo los cuatro a Belorado bajo el implacable sol de las 4 de la tarde. Castildelgado, Viloria, Villamayor, los pueblos y kilómetros se sucedían en un mar de polvo y calor abrasador sin rastro alguno de nuestro final de etapa. Por fin tras casi 40 kilómetros, con las plantas de los pies literalmente cocidas y con el cuerpo muy cansado llegamos a Belorado. Es curioso, durante toda la etapa hacíamos planes para darnos un chapuzón en la piscina del pueblo y cuando llegamos apenas teníamos fuerzas para pasar por la ducha. Era tarde, aún así nos acomodaron en los últimos espacios de suelo que, una vez despejado el comedor del refugio, se convertiría en dormitorio. La suculenta y elaborada cena reanimó nuestros ánimos y una vuelta por la villa, dentro de las posibilidades que mis doloridas plantas permitían, completó el día; bueno no del todo, aún faltaba por llegar Manolo. Algo más tarde de lo previsto y con más perros y oscuridad de la deseada, apareció a las tantas de la noche completando su primera etapa. Como donde duermen 60, duermen 61, el último caminante nocturno se acomodó como pudo y tras anunciar al resto de los - hasta ese momento - durmientes que su teléfono móvil estaba en plena forma, el manto del sueño se adueñó de todos.

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Belorado - San Juan de Ortega

24 km.

Las 4:30 de la mañana, se puede saber dónde va esa gente. Sigo sin comprender que gusto tienen algunos en hacer las etapas de noche, ¿ tanto encanto tiene así el camino ?. Nosotros a lo nuestro. Amanecida a una hora prudencial, desayuno bueno - como casi siempre - y carretera. A partir de aquí repetía el camino siete años después. Primer día caminando con Manolo y se notó. Apenas 8 kilómetros y primera parada en Espinosa. Que si hay que beber agua, que con calma... 4 kilómetros más y nueva parada, esta obligada, en Villafranca de Montes de Oca, hay que coger fuerzas para la subida que nos espera y el largo tramo entre pinares hasta San Juan de Ortega. El ascenso fue rápido, el sol pegaba fuerte y las piernas ya empezaban a estar acostumbradas al esfuerzo. Desgraciadamente para Manolo sería la segunda y penúltima etapa, no hay problema, ese no era el año adecuado, todo y todos íbamos a un ritmo demasiado frenético. Si la subida no se hizo dura si resultó trabajoso y muy largo el camino desde la cima hasta que, abrasados y sedientos, divisamos en la lejanía el Monasterio de San Juan de Ortega. Al llegar unas cervezas frías fueron suficientes para equilibrar los aportes minerales perdidos y calmar la acuciante sed del trayecto, demasiadas horas bajo el sol. Antes de instalarnos nuevo tropiezo con una hospitalera digna de figurar - como otras que nos encontraríamos más adelante - entre los dinosaurios de Spielberg. Resulta sorprendente como en el camino no solo las iglesias y los conventos son de origen medieval, también alguna que otra hospitalera y su forma de ver la vida. Despierte buena mujer, desde su forma de ver las cosas hasta nuestros días han pasado casi cuatro siglos. Afortunadamente la hoguera como forma de redención ya se ha eliminado, en caso contrario este personajillo - ama de todo en su mundo - sería de las que estarían con el ganchillo y sus rezos en primera fila mientras los "perdidos" se iban haciendo a fuego lento. Superado el incidente con los últimos resquicios de la Inquisición castellana nos fuimos instalando, aseando y dando buena cuenta de la comida antes de la siesta. Por cierto igual que hay muchos - ellos sabrán el motivo -que comienzan la jornada en la más absoluta oscuridad, no faltan caminantes a los que el agua con jabón les produce algún tipo de alergia y prefieren compartir las evidentes señales de su caminata con todos sus compañeros de habitación, resignación. Al despertar de la siesta visita obligada a la tumba de San Juan y al famoso e iluminado capitel de la Anunciación. El lugar no daba para más. Algo de sustento con una buena cerveza a la luz de las primera estrellas y rumbo a las catacumbas del sueño una noche más.

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San Juan de Ortega - Burgos

28 km.

Salida tranquila y fresquita. Nuestra primera parada para desayunar en Atapuerca. Malas noticias, el bar está cerrado. No nos queda más remedio que con un poco de agua y algo de pan - recién hecho, todo hay que decirlo - acompañar los últimos trozos de chorizo riojano que nos quedaban. El desayuno de verdad con el resto del grupo lo tendríamos una hora después, en Cardeñuela. Manolo decidió tirar hasta el siguiente pueblo, Villafria y ahí enlazar con el transporte que le llevaría a Burgos y de allí a casa, a Gijón. La entrada a Burgos aunque esperada sigue siendo matadora por el larguísimo polígono industrial que la precede, además las nubes que, por primera vez desde que salimos, teníamos encima no eran muy esperanzadoras. Finalmente llegamos al parque burgalés donde están las casetas del refugio y poco a poco fueron apareciendo los compañeros con los que habíamos compartido los últimos 260 kilómetros. Apenas el tiempo justo para asearnos, lavar la ropa y el cielo se abrió, con ganas y durante un buen rato. Nosotros estábamos a cubierto pero otros no tuvieron la misma suerte y tuvieron que ir contra el reloj para tener la ropa y el calzado seco para el día siguiente. El ayuntamiento burgalés se complació facilitándonos una visita en trenecito por los rincones más significativos de la ciudad. La verdad es que el plan nos gusto prácticamente a todos y nos sirvió para ocupar una tarde que, con el tiempo reinante, hubiera tenido pocas salidas. De vuelta en el refugio convencimos al conductor del tren para que nos llevara nuevamente a Burgos. Allí Marisol, Marcel, Mónica y yo nos preocupamos de ver el resto de "rincones significativos" de la ciudad. Casi a la hora del toque de queda y con un excelente humor que para nada invitaba a meterse en la cama arribamos al albergue con el tiempo justo de preparar lo del día siguiente. Esa noche, y por entre las rejas de los barracones, más de una mano amiga de lo ajeno trató de aligerar el fardo de algún dormido prójimo.

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Burgos - Hontanas

30 km.

No estuvo mal el madrugón de ese día, la seis de la mañana y el cielo entre Pinto y Valdemoro. Tras ciertas dudas sobre la propiedad de unas galletas de chocolate nos pusimos en marcha. Camino llano y fácil hasta Tardajos donde nos reunimos para desayunar. De todos modos qué es un desayuno sin un café con leche largo de café, como diría Mónica. Problema, en Tardajos, con la hora que era todo estaba cerrado, la solución estaba en Rabé, el siguiente pueblo donde las voluntariosas hospitaleras daban una taza a quien lo necesitara. Una de ellas nos resultó vagamente conocida, pero por otro lado de qué vamos a conocer a una voluntariosa mujer en un refugio de un pueblo medio perdido en Burgos. En fin que tras charlar un rato con ella continuamos camino. Quién nos iba a decir en aquel momento que nuestra misteriosa hospitalera sería cuatro meses después las archiconocida directora de la academia de Operación Triunfo. Efectivamente, Nina, con menos rizos y sin maquillaje paso ante nosotros como un personaje más del camino. Otra tirada más hasta Hornillos del Camino desde donde, tras un refrigerio, continuamos entre secas tormentas eléctricas en dirección a Hontanas. Cualquiera que haya recorrido esa senda estará conmigo cuando digo que es una llegada psicológica. Hontanas no existe, caminas y caminas y nunca aparece en un horizonte que, hasta donde se pierde la vista, carece de cualquier tipo de edificación. Es en ese momento, cuando la desesperación empieza a apoderarse de ti, que surge, Dios sabe de dónde, en un socavón a tus pies, el pueblo escondido. Hontanas viene, según la tradición, de las numerosas fuentes que antaño saciaban la sed del peregrino. Hoy en día probando la de la iglesia, si las avispan dan su consentimiento, se da por buena la caminata. El albergue, muy bonito y funcional, fue suficiente para alojar a todos los que íbamos llegando. A estas alturas, no se si por lo duro del camino o por otros motivos, había mucha menos gentes y las camas - llegando a una hora prudencial -ya no eran un bien escaso. Siempre había excepciones, como Angel e Isabel, que con su buen humor ponían la nota de alegría a su llegada, a menudo a horas más bien vespertinas y cuando pocas camas quedaban ya para descansar. Ese día disfrutamos otra vez de piscina, desde Cizur no habíamos vuelto a tener esos lujos asiáticos. Nuevamente el cielo volvió a llorar y, si bien tampoco nos pilló esta vez, nos obligó a todos a refugiarnos apiñados y mojados en la cantina del recinto. A más de uno, y Mónica no fue una excepción, tanto tiempo de humedad no le sentó demasiado bien. En cuanto paró el agua todos al refugio a comprobar que todo había estado a cubierto durante el chaparrón y a secarse lo antes posible. Una buena tarde de masajes deja casi mas cansado que la etapa de la mañana, sobre todo si eres tú el que los da. Con tanto jaleo las horas pasan rápido, buena cena en el albergue regada con vino peleón en compañía de Angel e Isabel y a dormir.

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Hontanas - Frómista

35 km.

Salida con el pie izquierdo. A 2 kilómetros, media vuelta a por la guía olvidada en el refugio. Doblando el ritmo - a esas horas de la mañana aún había fuerzas - logré alcanzar al grupo antes de entrar en Castrojeriz donde nos esperaba un merecido desayuno. Dejando atrás el pueblo atacamos la subida a Mostelares, que a más de uno le amargó la digestión mañanera. A Mónica el enfriamiento del día anterior le empezaba a hacer efecto, el sol abrasador de la bajada y la plaga de saltamontes que impactaban constantemente contra nuestras piernas no le hicieron precisamente alegre el tramo. Tras saludar a los compañeros que pernoctarían con los italianos de San Nicolás continuamos rumbo a Boadilla del Camino. Al llegar, las fuerzas ya escaseaban, la original fuente de rueda refrescó la entrada en el pueblo, aunque no empezamos a recuperar hasta el almuerzo y el merecido descanso. Sobre las cuatro de la tarde había que tomar la decisión de quedarse o continuar hasta Fromista. A pesar de que ya los síntomas de fiebre comenzaban a notarse Mónica decidió seguir hasta la villa Palentina y nuevamente, bajo el sol triturador nos pusimos en marcha. Por fortuna para nosotros el Canal de Castilla - a cuya vera transitábamos - nos refrescó en la medida de lo posible la hora larga de caminata que nos restaba. Al llegar a Fromista nuestros compañeros ya estaban esperándonos, hicimos la prueba del algodón y bingo ¡ 38 de fiebre !. Mónica lo había conseguido, a pesar del cansancio y de los efectos febriles, se había metido entre pecho y espalda los casi 35 kilómetros que nos separaban de Hontanas. Una ducha y la tarde de descanso la ayudarían a recuperar. Mientras tanto los demás nos entregamos a las maravillas de San Martín que, aunque muy retocada ya, conserva aún todo el encanto de la mística románica. La cena, casera y rica - huevos fritos con chorizo y patatas son un aporte calórico difícil de asimilar como cena en otras circunstancias - fue el reconstituyente ideal. La sobremesa en el parque, tras la cena, fue saboteada cruelmente por lo mosquitos que nos obligaron a cobijarnos rápidamente. La noche se prometía tranquila y larga, al día siguiente teníamos una etapa cortita y no íbamos a madrugar. Si no había sido el día de Mónica tampoco lo fue la noche, su garganta unida a los ruidos y demás "encantos" del "gran peregrino" que le toco al lado..., ¡ al otro lado !, pusieron a prueba su resistencia.

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Frómista - Carrión de los Condes

20 km.

Según lo planeado amanecimos tarde y, después de dar buena cuenta de un poco de leche y pan, nos encaminamos despacito en dirección a Villalcazar de Sirga. Otra joya templaria del camino que merece la pena degustar poco a poco, junto con un aperitivo, eso si, que nunca viene mal. Una hora más de camino por el andadero y ya estábamos en Carrión. Directos al albergue parroquial donde se puede encontrar al clon más perfecto de la Srta. Rottenmeier - más puritana si cabe - en la hermana del párroco. En fin habremos de entender que esta gente es feliz así. El día dio mucho de si, descansar, poner en orden la colada atrasada, reponer la desnutrida despensa del caminante, hasta para el turismo y el alterne hubo tiempo. La cena, en una cervecería donde yo ya era reincidente - la hicimos nuevamente en compañía de Angel e Isabel y tras unos - muy buenos y reglamentarios maltas - nos dirigimos en agradable paseo hasta el albergue. La jornada del día siguiente iba a ser dura, con un tramo nada mas empezar de 17 kilómetros sin un alma y sin agua, y Marcel, Marisol, Mónica - que se había recuperado un poquito - y el resto del grupo que veníamos caminando juntos iban a levantarse muy pronto. A mi esos madrugones me sientan mal. Fuera luces.

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Carrión de los Condes - Sahagún

40 km.

Sobre las 5 y media de la mañana comienzan a salir, demasiado pronto. Fiel a mi rutina me levanto a una hora prudencial, desayuno holgadamente y pongo rumbo a las afueras de Carrión. Siete años atrás un despiste en esta etapa nos había costado casi diez kilómetros más de rodeo, esta vez lo tenía claro. Me refiero a que lo que tenía claro es que el hombre es el animal que tropieza dos veces con la misma piedra, y yo, más o menos animal, tropecé. Si, volví a escoger la salida equivocada. Afortunadamente en esta ocasión "apenas" 3 kilómetros fueron suficientes para ver el error y dar media vuelta para desesperación, todo hay que decirlo, de la gente que a una distancia prudencial me llevaba de referencia. Poco a poco, y ya en el sendero correcto, fui recuperando a un ritmo bueno - el camino llano ayudaba e ello - el tiempo perdido y antes de lo previsto tenía Calzadilla a la vista. Allí me reuní con Mónica - a la que la fiebre y la garganta volvían a jugarle una mala pasada - y con Angel e Isabel. Tras reponer fuerzas y despedirnos de los valencianos - afanados aún en su almuerzo - continuamos camino tras elegir entre las 3 ó 4 posibilidades que se nos presentaban. Con esfuerzo - dejando atrás la mal recordada vecina de Terradillo de Templarios - y con mucho calor arribamos a San Nicolás donde - para desesperación de la comitiva germano-austriaca - no había ya refugio alguno. Comida tranquila y con carácter marcadamente internacional, alemanes, austriacos, australianos, incluso españoles. Terminada tan internacional conferencia nos dirigimos, como no, bajo la atenta vigilancia del astro rey en todo su esplendor a Sahagún. No fue duro el tramo que nos quedaba, pero los 40 kilómetros de ese día - 5 ó 6 más para algún despistado reincidente - comenzaban a notarse. El albergue, totalmente funcional en el interior de una antigua iglesia, aún tenía plazas a pesar de que rondábamos las 6 de la tarde. Después del obligado aseo y descanso fuimos al médico, la garganta de Mónica no podía seguir así. La medicación recetada funcionó en los tres días siguientes aunque, al precio de oro al que fue adquirida, no esperábamos menos. Angel e Isabel llegaron más tarde de la cuenta. La lluvia que no los había perdonado días antes estaba haciendo mella de manera cruel en los pies de Angel. Esa noche cenamos en el mesón de un viejo amigo y antiguo peregrino, degustando, después de muchos días, el sabor tan familiar de un culín de sidra. Un pequeño paseo antes de acostarnos y tras la cura de ampollas de rigor a dormir. Esa noche el amplio dormitorio más se asemejaba a una inmensa sauna en la que, mirando el lado positivo, toda la ropa se secó.

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Sahagún - Mansilla de las Mulas

37 km.

Nos esperaba otra larga jornada. Tras despedirnos de Angel e Isabel ( no volvería a verlos hasta nuestro último día en Santiago ) que aún continuaban descansando en el único hueco junto a las escaleras que les pudieron habilitar, iniciamos, bien abrigados, nuestro caminar muy pendientes del amenazador cielo. Nos habíamos librado, con mayor o menor margen, en tres ocasiones de la lluvia pero, hoy, no tendríamos tanta suerte. Apenas si habíamos dejado atrás el cartel que da la bienvenida al pueblo cuando el cielo empezó a descargar una castellana y estival tormenta. Lo más protegidos posible fuimos caminando poco a poco hasta que el viento que azotaba contra nosotros la intensa lluvia nos obligó a buscar cobijo en una parada cerrada de autobús. Cuando pareció amainar un poco, continuamos bajo una fina pero implacable lluvia en dirección a Bercianos donde, a medida que nos acercábamos, iba remitiendo el agua. En el pueblo un poco de cacao caliente reconforto en gran medida la temperatura corporal que había sido precaria hasta ese momento. Continuamos camino, sin lluvia ya, pero con los chubasqueros y demás pertrechos puestos para evitar sorpresas. Poco a poco las nubes fueron dejando espacio a un luminoso sol que nos condujo hasta el Burgo Ranero. Allí tuvimos que cambiarnos la ropa empapada por la lluvia y la condensación del plástico y ya, mucho mas relajados y con el calorcito de la mañana, dimos buena cuenta de un más que recordado bocadillo de tortilla de patata. Desde allí nos restaban 13 kilómetros hasta Reliegos con una visible referencia en la vía del tren que nunca llegábamos a tocar. La llegada a Reliegos es parecida a la de Hontanas por mas que, a estas alturas, ya estas acostumbrado a todo. Nada de nada en el horizonte, bueno, eso no es del todo cierto, si se ve Mansilla, pero ni rastro del pueblo anterior. De repente en una bajada y tras una curva ¡ eureka ! surge el pueblo. Aprovechamos las sombras de los tejados y el bar cercano para regalarnos un rato de descanso acompañado por un oportuno zumo de cebada fermentada. Cansados, pero fieles a nuestra ya asentada costumbre, pusimos rumbo a los 6 kilómetros que nos faltaban hasta Mansilla a unas horas en las que, hasta las lagartijas, se ponen a cubierto. El albergue, se notaba que nos acercábamos a León, estaba prácticamente completo. Esta vez eso nos favoreció porque nos libramos del agobiante calor y los molestos ruidos que, por la aglomeración de gente, había en las habitaciones. Tendimos unos grandes y cómodos colchones en el suelo y no conocimos mejor suite en todo el camino. Aprovechamos la tarde para relajarnos y cocinar una buena cena. El tiempo pasó volando y tras sacar la ropa de la lavadora con más agua de la debida nos fuimos a dormir. Esa noche la fiebre volvió a visitar a Mónica, afortunadamente sería la última.

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Mansilla de las Mulas - León

19 km.

Los consejos, poco ortodoxos dirían algunos, del hospitalero holandés y un sueño tranquilo hicieron que Mónica despertara totalmente repuesta y preparada para afrontar una etapa corta en la que pasaríamos el día con su familia y nos despediríamos con tristeza de Marisol y Marcel, fieles y queridos compañeros durante los últimos 17 días. El camino, salvo por la comida extra olvidada por Laura y Loreta que llevábamos con nosotros, fue suave y transcurrió entre pueblos donde ya se respiraba el ambiente urbano de León. En la última subida antes de la ciudad, el alto del Portillo, se nos unió una nueva compañera peluda de cuatro patas, Niska, la perra de Mónica. Nos acompañó como un peregrino más durante toda la entrada en León hasta la llegada a la estación de autobuses. Fue llegar, dejar los macutos y correr hasta la cercana estación de trenes, si, la misma desde donde días atrás había salido la primera remesa - que no la única - de ropa para casa. Allí despedimos a Marcel. Lágrimas, pañuelos, no pasa nada, el Camino nos volverá a llamar. Marisol que saldría el mismo día y con idéntica dirección paso con nosotros sus últimas horas en terreno jacobeo. Ese día teníamos alojamiento de lujo en la Inspectoría de las Salesianas de León. Tras la reparadora ducha y un afeitado, que ya iba haciendo falta, aprovechamos la sugerencia y amabilidad de las hermanas de D. Bosco para vaciar la mochila entera y que pasara por la lavadora, uno no tiene estos privilegios todos los días. Montados en un coche - que extraña sensación después de tantos días - casi deshicimos el camino de las últimas dos jornadas para encontrar el sitio adecuado para comer. Al final el atrio de una iglesia volvió a darnos refugio, menos mal, un poco más y me veía almorzando en ¡ Puente la Reina !. el día iba de lujos, compañía familiar, alojamiento, transporte en coche y, ahora, la comida. Un verdadero banquete. De regreso a León, tras intercambiar con verdes beneméritos unos breves soplidos, nos integramos en la vida de la ciudad. Calles, más calles, más calles aún, hasta que al final terminamos admirando las góticas y coloridas vidrieras del templo leonés. Unos que vienen, otros que se van... A Marisol ya le quedaba poco, la familia de Mónica ya había regresado Pajares arriba y Jorge y Ángela se unían - aunque sólo por unos días - a la aventura. El Húmedo era el marco ideal para celebrar las idas de unos y las venidas de otros. Después de unos vinitos y planificar el día siguiente, incluida las devolución de la "comida veneciana", bajamos a la estación de autobuses a despedir a Marisol que partía con destino a casa y con el deseo de continuar el año siguiente donde lo había dejado. De vuelta ya en nuestro lujoso alojamiento una buena cena con flan de postre para poner la guinda al día. Cama, sábanas, sin ronquidos alrededor, sería fácil acostumbrarse a esto.

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León - Hospital de Órbigo

36 km.

Cómo cuesta salir de unas sábanas calentitas, pero... hay que caminar. Un desayuno caliente y en toda regla nos pone en marcha. Josefa nos acompañó hasta las puertas de las inspectoría, indicándonos un atajo para retomar la ruta de la que nos habíamos desviado un poco. Con nuestra comida, la que había sobrado del día anterior, la de Laura y Loreta y, por si fuera poco la que Josefa nos había dado, iniciamos nuestra jornada. Un largo deambular por las barriadas periféricas de León nos llevó hasta la Virgen del Camino. Allí, junto con Jorge y Ángela que nos esperaban, hicimos un pequeño reajuste y reparto de pesos y nos enfrentamos a la primera decisión del día. Teníamos que optar entre dirigirnos a Villar de Mazarife o a Villadangos del Páramo, camino o andadero junto a la carretera. Elegimos la segunda opción, ya conocida, que permitiría un ritmo bueno. Atravesando Valverde y San Miguel pronto llegamos a Villadangos. El refugio estaba totalmente vacío pero era demasiado pronto para finalizar la etapa. Tras un descanso mañanero para reagruparnos y rellenar las secas cantimploras fijamos nuevo rumbo en dirección a Hospital de Órbigo. Largo deambular por los márgenes de la nacional hasta San Martín, donde unas jarras y los restos de la ensalada del día anterior nos dieron fuerzas para continuar. Las ampollas, que hasta el momento nos habían respetado, comenzaban a reclamar su derecho en los pies de Mónica, haciendo largo el caminar bajo el sol hasta Puente de Órbigo donde nos esperaban Jorge y Ángela. Desde allí, todos juntos, nos dijimos con paso firme a cruzar el famoso puente sobre el río Órbigo. Nos dirigimos al albergue municipal y, a pesar de que ya estaba pasado el medio día, estaba prácticamente vacío. No había hospitalero, la gente se instalaba hasta que se completara y por la tarde pasaban a cobrar, no es mal sistema. Una duchita, lavar algo de ropa y a descansar a la piscina, la tercera. Después de una buena tarde de relax se agradece un paseo por el pueblo hasta la puesta de sol. Por el camino aprovechamos para ir haciéndonos con la cena y, por fin, devolver a Laura y Loreta su bolsa de comida. Algo in extremis, un día más y hubiera desaparecido. Dimos buena cuenta en el parque de lo comprado y del montón de sobras que aún teníamos, la legión de mosquitos impidió alargar más la sobremesa y regresamos al albergue. Los pasillos estaban abarrotados de gente, unos descansando, otros cenando, charlando, en fin, cada uno a lo suyo. Por allí andaba Santi, José, ... todos los que íbamos quedando. Esa noche tocaba habitación cerrada para cada cuatro, lástima que no estuvieran cerradas y que nuestros vecinos, esforzados y madrugadores ciclistas no tuvieran sentido del humor, que le vamos a hacer, peor para ellos. Bien acomodados en nuestro camarote de Hospital, sin darnos cuenta se apagó el día.

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Hospital de Órbigo - Rabanal del Camino

37 km.

Pocos quedaban ya en el refugio cuando, después de un rápido cacao caliente, nos pusimos en marcha. Nos costó coger el ritmo, el calor, a primeras horas ya, no ayudaba demasiado. Después de casi tres horas, la verdad es que contábamos con menos ajetreo, avistamos por fin las torres de la catedral maragata. Era día de mercado y nos costó un triunfo llegar hasta la plaza del Palacio Episcopal de Gaudí. Nos acomodamos en un portal y allí, a la sombra, dejamos que las uvas, el agua y algún que otro helado nos reanimasen un poco. El primer descanso del día nos sentó de maravilla pero, por desgracia, los pies de Ángela no habían asimilado demasiado bien la primera y larga jornada del día anterior. Para no variar, cuando el sol apretaba de lo lindo, nos pusimos en marcha. Jorge y Ángela quedaron en Astorga a la espera de que algún medio de transporte les llevara hasta el fin de etapa: Rabanal del Camino. Se ve que el calor activó la maquinaria porque mucho antes de lo esperado nos encontramos en Murias de Rechivaldo. Allí hicimos una paradita rápida para refrescarnos y, con un par de compañeros caminantes, rumbo a Santa Catalina de Somoza. También llegamos rápido, en apenas una hora. El calor que hacía en ese momento hacía realmente imposible continuar y, además, aún no habíamos comido. En Santa Catalina volvimos a encontrar a Pera. Desde que lo conocimos, casi al principio de esta aventura, lo habíamos visto aparecer en Fromista, Carrión, dando una vuelta por León y ahora aquí, preparándose una de sus nutritivas - por llamarlo de algún modo - comidas. El bocadillo de Jamón, el queso y las jarras de fría cerveza con limón que trasegamos nos devolvieron en buena medida las fuerzas perdidas. Eran ya casi las cinco de la tarde y aún nos quedaban alrededor de doce eternos kilómetros para llegar a nuestro destino. No era cuestión de darle más vuelta y a la hora de los buenos festejos nos pusimos en marcha. El sol, aunque ya en declive, seguía pegando con fuerza y la cerveza bebida pronto empezó a relucir en nuestra piel. Llegamos a El Ganso donde, tras saludar a Magdalena, aceptamos su invitación para un nuevo refresco en el Bar Cowboy. Era demasiado lujo parar tan seguido, aunque a las horas que eran nadie quedaba ya en ruta y Rabanal no nos lo iban a mover. Todo se acaba, nos despedimos de nuestra anfitriona y atacamos los últimos kilómetros del día. Alguna que otra cuestecita se encargó de recordarnos lo justo de las fuerzas y cada uno puso el pasa que más le convenía, reuniéndonos todos bajo el roble del peregrino antes de entrar junto en Rabanal. ¿Hora? casi las ocho de la tarde, no está mal, más de doce horas de jornada y como rosas, bueno, casi. Tras el recibimiento de Jorge y Ángela que por fin habían encontrado medio para llegar, nos acomodamos en las últimas dos plazas que restaban en uno de los albergues del pueblo. La hora que era apenas si permitió una ducha rápida y organizar algo de colada antes de una muy suculenta cena a base de tortilla y buena empanada. El día, con la larga jornada que habíamos tenido, no dio para más, todo a oscuras en un momento y a dormir que el itinerario de mañana no es manco.

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Rabanal del Camino - Molinaseca

30 km.

Salimos de los últimos, como casi siempre, y con tranquilidad. La uña del pie de Mónica empezaba a dar más guerra de la cuenta. Se ve que las subidas nos eran favorables, pusimos un ritmo fuerte y poco a poco fuimos pasando a todos los que habían madrugado más e, incluso, aquellos que habían empezado mucho antes ese día desde Santa Catalina. Tras atravesar un - casi desconocido desde la última vez - Foncebadón llegamos a la parada obligatoria de la Cruz del Ferro. Mil quinientos tres metros de altitud, día despejado, ocho y cincuenta y ocho de la mañana y dieciocho grados de temperatura, a veces la tecnología ayuda, aunque - como en este caso - sea simplemente una anécdota para el punto más alto del camino. Bueno, realmente es un pelín más adelante, pero queda bonito así. Algunos salvajes se han empeñado en serrar una y otra vez el milladoiro alrededor del cual se depositan las piedras, no ha quedado más remedio que retirar todo e introducir en su interior un refuerzo de acero tratar de evitar otro acto de vandalismo. De todas maneras, el exceso de celo de los peregrinos hace que con la exagerada acumulación de exvotos apenas si se vea algo de madera. En el alto, la uña de Mónica obliga a cambiar las botas por las sandalias, por las chanclas de Jorge para ser exactos. El camino fluye sin demasiadas complicaciones hasta llegar a Manjarín, sede del inefable Tomás. Este hombre, inevitablemente imbuido por el espíritu templario, trata de representar algo de lo que él considera que debe permanecer en el camino. En su refugio, mezcla poco ortodoxa entre comuna hippy de los 60, centro de rehabilitación y encomienda templaria, no hay duda de que todo puede ocurrir. Tras asistir a una pequeña ceremonia - la mía - para imponer una Tau templaria, con capa y espada incluida, continuamos camino, esta vez abrupto y muy empinado - hacia abajo - en dirección al Acebo. La bajada fue difícil, especialmente para la peregrina de la chanclas, pero, como todo, terminó. En el Acebo, donde nos esperaba un almuerzo de lo más variado, nos juntamos prácticamente todos los que habíamos comenzado en Roncesvalles y que a aquellas alturas aún continuábamos. Unos decidieron descansar en los albergues del pueblo y otros optamos por continuar hasta Molinaseca y, desde allí, si las fuerzas acompañaban, terminar en Ponferrada. El camino hasta Riego de Ambrós fue fácil, la mayor parte por carretera y sin complicaciones. A ratos nos agrupábamos y en otros momentos cada uno iba a su ritmo. Después de Riego la cosa cambió. Caminar con chanclás todo el día termina pasando factura y no se puede marchar cómodo. Hay caminantes que tienen pavor al calor castellano, pero nada es comparable al calor berciano que parece surgir del propio suelo, de las plantas, de las piedras, de cualquier lado, sólo con la intención de secarlo todo. El agua, aunque racionada, se iba agotando. En un recodo del camino encontramos a José tumbado a merced de un curandero que trataba de enderezar su tobillo, cosa que acabó consiguiendo. El último kilómetro antes de llegar a Molinaseca se hizo realmente eterno. Cuando ya la sed empezaba a arreciar seriamente surgió una providencial fuente que permitió reponer poco a poco toda el agua perdida. No había sido una etapa demasiado larga, pero las condiciones y el calor extremo aconsejaban finalizar la etapa allí. El albergue de Molinaseca, muy alejado del pueblo, estaba completo en su interior. Afortunadamente para nosotros quedaban libres las "suites" exteriores que con el calor eran bastantes más aconsejables que el interior del refugio o las tiendas de campaña. Disponer de una litera en un corredor porticado y constantemente ventilado era una bendición en aquellos momentos. Una vez aposentados, Jorge y Ángela, habían llegado un poco antes la rutina de costumbre, ducha y colada antes de dar buena cuenta de la socorrida tortilla de patata con empanada y cerveza. La tarde, tras solucionar unos pequeños problemas con las siempre engorrosas rozaduras, transcurrió a orillas del río, con el tan deseado baño incluido. Digo deseado porque después de recalar en la villa en tres ocasiones era la primera vez que podía disfrutar de un baño y, sacarse una espinita, aunque sea esa, siempre es gratificante. La Cena, estupendamente regada con vino del lugar, fue de lo más divertida y si no que se lo pregunten Ángela que entre carcajada y carcajada procuraba meter un bocado. ¿ Tendría la bebida algo que ver ?. Un paseo, demasiado largo a esas horas decían mis rozaduras, nos llevo de nuevo al porche de las camas donde, a la plácida luz de luna y estrellas, conciliamos rápido el sueño.

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Molinaseca - Villafranca del Bierzo

27 km.

Última jornada con Jorge y Ángela que mañana pondrían fin a su aventura jacobea. Salimos, apenas con un bocado, con buena marcha en dirección Ponferrada. Un par de kilómetros antes de llegar me adelanté para buscar un cajero y reponer nuestra desfondada bolsa. Callejeando la ciudad, con pocos peregrinos a esas horas, decidí entrar en una cafetería donde un pantagruélico desayuno - el camarero miraba por si faltaba alguien por sentarse a la mesa - recargó buena parte de las fuerzas que necesitaría ese día. Continué camino, solo, en dirección a la antigua fortaleza templaria y apenas un minuto después encontré de nuevo a mi grupo de caminantes dando cuenta de su correspondiente desayuno. Tras un larguísimo deambular por un sinfín de barriadas dejamos atrás Ponferrada y a buen ritmo fueron sucediéndose pueblos como Columbrianos, Fuentes Nuevas o Camponaraya. Por el camino nos habíamos ido distanciando de Jorge y Ángela y confiábamos en volver a juntarnos en Cacabelos. Camino de allí, un vecino del lugar nos obsequió con un par de racimos de uvas más grandes de lo que podíamos comer. Estaban un poquito verdes aún pero con la sed que teníamos no pusimos poníamos pegas a nada. En Cacabelos almorzamos el primer pulpo del camino. En verdad no era nada del otro mundo, pero con el hambre de esas horas y el mono de estar acercándonos a Galicia - donde haríamos verdaderas filigranas por el pulpo - nos supo a gloria. Tras esperar sin resultado a Jorge y Ángela decidimos seguir camino a Villafranca, apenas a siete kilómetros de allí. No se si nos confiamos en exceso, si es que la distancia se multiplicó sola, o si las fuerzas a menos de doscientos kilómetros de Santiago ya escaseaban, la cuestión es que el sol y la sed - poco agua para ese trecho a esas horas - se hicieron insufribles. Pocas veces, por no decir ninguna, he tenido la boca tan sumamente seca y una sensación tan acuciante de sed. Volvíamos por nuestros fueros, demasiado sol y mala hora para caminar entre el infierno del Bierzo. Pareció una eternidad pero acabó, y lo hizo en el mejor sitio posible, en una espléndida fuente a las puertas del albergue. Tras treinta o cuarenta litros de agua - puede que fuera alguno menos, de acuerdo, - nos acomodamos en nuestras reducidas habitaciones y nos entregamos a los placeres de la ducha. Una vez fresquitos - dentro de las posibilidades del Bierzo en pleno Agosto - nos dirigimos a la piscina, no sin un amplio rodeo, a descansar y comer algo. A pesar de todo, no fue una tarde tan relajada como en las piscinas anteriores y, si bien es verdad que hubo baño, el aire y el frío estropeo un tanto la tarde. De vuelta al pueblo, un breve paseo turístico y a la plaza, a comprar rápido lo necesario para el día siguiente. Con la despensa llena dimos buena cuenta de una cena y con el resto de gente comenzamos a planear la jornada del día siguiente. Con la noche ya vencida subimos al refugio, entregamos a Jorge el último cargamento de ropa para casa - si aún quedan cosas -y nos despedimos de ellos. La noche iba a ser difícil, demasiada gente en muy poco espacio, la sensación fue muy similar a la de una sauna pero, a esas alturas, la fatiga pasa factura.

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Villafranca del Bierzo - Cebreiro

30 km.

Empezábamos a cambiar las costumbres. A las 6 de la mañana arriba, desayuno y, media hora más tarde, en marcha. La salida de Villafranca fue, como no podía ser menos con lo oscuro que estaba, un poco liada. Llegados a la carretera parecía que el camino guiaba hacia un tunel, aunque el sentido común dijera lo contrario. Después de muchas cavilaciones y cuando ya se había formado un nutrido grupo de despistados encontramos el camino bueno. Por los márgenes de la nacional nos dirigimos a Trabadelo dejando atrás Pereje. Algún valiente, como Santi y José, optaron por salir de Villafranca y, encarando nada mas empezar un muro de casi un kilómetro de largo, hacer la travesía más bonita por la sierra del Real. Por uno u otro camino todos coincidimos en Vega de Valcarce. Allí, por supuesto, parada obligada para coger fuerzas antes de atacar la subida a Cebreiro y hacer los honores a un delicioso, y recomendado, bocadillo de cecina con aceite. Junto a Santi, reconfortado con su calimocho medicinal, y José iniciamos el final de la jornada de ese día. A buen ritmo dejamos atrás Rutelán y Las Herrerías que daban el pistoletazo de salida al ascenso. Mónica, muy mejorada del pie, comenzó poniendo un ritmo criminal, primero en la empinada carretera y luego en el camino. A duras penas nosotros tres si la podíamos seguir. Poco a poco cada uno fue cogiendo su ritmo y subiendo lo mejor posible. José había quedado un poco rezagado, Mónica comenzaba a notar el calor sofocante, Santi había tirado millas y yo subía como mejor podía. Poco a poco en la Faba fuimos juntándonos todos. Milagrosa el agua de ese pueblo y del siguiente. Tras escurrir literalmente la camiseta y tomar un poco de resuello reanudamos camino, algo menos empinado ya hacia Laguna de Castilla, el último pueblo de León. La historia se repitió en ese tramo, cada uno subía como mejor le permitían sus piernas - y le dejaban las vacas y caballos del camino - y en la fuente de Laguna, donde los tábanos nos atacaron despiadadamente, nos volvimos a juntar. Apenas tres kilómetros al final. Nos detuvimos, faltaría más, en el mojón que nos indica que entramos en Galicia y, tras la foto obligada, continuamos camino. Mónica se nos perdió un buen rato y cuando, preocupados, retrocedimos a buscarla la encontramos sellando tranquilamente sus credenciales con el "peregrino Manuel", cada cual a lo suyo. A medida que nos acercábamos y a pesar que de no era muy tarde se iban esfumando nuestras esperanzas de encontrar sitio. Había demasiada gente, comenzaba un tramo muy turístico y ya habíamos observado algunas maniobras que, a partir de este momento, encontraríamos hasta Santiago. Las maniobras consistían en alquilar un taxi para que llevara las mochilas al bar más cercano al albergue o pusiera estas en la propia fila del mismo, guardando turno. De esta manera el camino se hacía más rápido, menos cansado y era más fácil al llegar tener sitio. Afortunadamente nuestras predicciones no se cumplieron y hubo sitio. Una buena ducha y todos juntos al mesón donde nos dimos un verdadero homenaje, guiados nuevamente por José, con las viandas que pusieron ante nosotros. Terminamos tarde. La colada, un paseo por el renovado pueblo y unas cervezas para despedir el día pusieron fin a una jornada muy trabajada. Al día siguiente todo más fácil, cuesta abajo y sin problemas... cuan equivocado estaba.

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Cebreiro - Samos

30 km.

Era pronto y, a pesar de ello, hacía un extraño calor que no presagiaba nada bueno. Apenas empezar nos encontramos con el Alto de San Roque, un aviso para ir calentando piernas. Dejamos atrás Hospital y encaramos el Alto do Poio, otro aperitivo para las piernas. En la "cima" y bajo la amenaza de la lluvia nos dedicamos al desayuno. En poco más de un cuarto de hora la amenaza se hizo efectiva y comenzó a caer una fina lluvia, suficiente para sacar los útiles de agua. En algún momento del camino, seguramente mientras nos reponíamos del "caritativo" sablazo que nos había supuesto degustar un par de frixuelos, nos despistamos de la ruta y comenzamos un largo deambular por al carretera, en compañía de Julio y Raquel, que nos hizo dar un buen rodeo. Poco antes de entrar en Triacastela conectamos con el resto del grupo y así bajamos los empinados caminos que dan acceso al pueblo. El imprescindible almuerzo lo hicimos allí, con buen sol ya, degustando grosellas y zarzamoras que Santi había conseguido. Si bien es verdad que Triacastela es habitualmente fin de etapa desde Cebreiro, a estas alturas se nos antojaba un poco corta y todos decidimos continuar hasta Samos y refugiarnos en su antiguo y famoso monasterio. Al demorarnos en un cajero perdimos contacto con el resto del grupo y haríamos solos, Mónica y yo, el resto de la jornada. Tramos por carretera, por bosque, por camino, los nueve kilómetros - o eso nos habían dicho -hasta Samos se hicieron eternos. La única referencia eran las indicaciones de los lugareños y los mojones de la nacional, desgraciadamente las primeras - como suele ser habitual - no eran muy precisas y los segundos parecían haber desaparecido por arte de bruxas e magas. La lluvia se presentó de nuevo con fuerza, yo decidí cobijarme en unos tupidos matorrales y Mónica, valiente, decidió continuar bajo la lluvia presintiendo que el final de etapa estaba cerca. Ella acertó. Apenas una curva más allá y tras descender por una pendiente ya estábamos en Samos. Fue una suerte llegar porque el plomizo cielo no auguraba nada bueno. Allí habían ido llegando todos ya poco a poco, nos instalamos en unas céntricas literas y a la ducha. Lavar y tender - no sin problemas . fue puro trámite y no valió de mucho porque la tormenta de agua de esa tarde hizo inútil todo esfuerzo por tener ropa seca. Con ese panorama lo mejor era una buena siesta, y a fe que la tuvimos. Sobre las siete aprovechamos la última visita guiada al interior del monasterio donde, a pesar de numeras remodelaciones, ampliaciones e incendios, todavía se puede apreciar una edificación imponente con mucha historia en sus muros. Tras la misa gregoriana, todos esperábamos algo más, las compras de rigor y la cena. El restaurante, prácticamente copado por caminantes, me devolvió por unos momentos a la realidad, ¡ fútbol ! la liga había empezado. Nuestro compañero de mesa, un trabajador de la zona, nos indicó un buen atajo para el día siguiente y retomar lo antes posible la senda en Sarria. Compartimos con el resto del grupo, durante el café de sobremesa, la que parecía una ruta interesante para el día siguiente y de nuevo al monasterio a dormir. Breves momentos de incertidumbre en busca de ropa y a conciliar el sueño, con el único anhelo de que al día siguiente no estuviera lloviendo.

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Samos - Portomarín

39 km.

Nuestros deseos se cumplieron. Era pronto, pero el cielo estaba despejado y el suelo seco. Apenas empezar el primer revés de la jornada. Habíamos comenzado optimistas por los apenas ocho kilómetros que nos separaban de Sarria por el "atajo", pero pronto el optimismo dejo paso, primero a la extrañeza y luego al cabreo. La distancia hasta Sarria no se dobló pero cerca le anduvo. Al principio el paisaje acompañaba y era agradable, pero a medida que avanzas y no encuentras la llegada en el tiempo esperado comienzan las incomodidades. A eso de las diez y media aterrizamos en Sarria, llena de un montón de gente que no habíamos visto en todo el camino. Encontramos un pequeño bar donde desayunar y sin perder demasiado tiempo continuar camino. De nuestro grupo ni rastro. Más animados ya por dejar Sarria pusimos rumbo a Ferreiros. Buen ritmo y una alegría ¡ ya habíamos llegado ! o eso al menos creíamos según las indicaciones de un paisano de la zona. Al final caminábamos a buen paso, pero no tanto, solo estábamos en Barbadelo. Desde allí en apenas hora y media nos plantamos en Ferreiro, habiendo dejado atrás el psicológico km. 100, a partir de aquí la distancia se contaría de nuevo con dos cifras. En Ferreiro, pueblo en fiestas, nos dimos un buen homenaje en honor de nuestras mermadas fuerzas. Banda de música, procesión, cohetes, nada, como en casa. Lo bueno se acaba y teníamos que volver a la ruta aunque, con el estómago lleno - si no se abusa - caminar es otro cantar. Los ocho kilómetros aproximadamente que nos separaban de Portomarín los hicimos cómodamente bajo el atento seguimiento de un montón de nubarrones amenazantes. Al cruzar el largo puente que da acceso al pueblo me llamó la atención la casi total ausencia de agua. Podían verse claramente restos del antiguo pueblo, inundado por el pantano, la antigua carretera, el viejo puente, en fin, el mero hecho de ver algo al descubierto en una zona donde en otras ocasiones transitaban lanchas y motos acuáticas, resulta siempre sorprendente. Al llegar al albergue este estaba lleno, por segunda vez nos quedábamos a las puertas y el caminante que nos precedía se hacía con la última plaza. Afortunadamente en Portomarín fueron más previsores que en Torres del Río y las escuelas estaban perfectamente habilitadas para dormir. En nuestro "hotel" de esa noche ya estaban prácticamente instalados el resto de nuestros compañeros, tras saludarlos y antes de proceder el desempaque rutinario fuimos a tomar una cervecita. Fue allí precisamente, bajo los soportales de la calle principal, donde nos sorprendió - afortunadamente a cubierto - el tremendo tormentón que había estado aguantando toda la jornada. En nuestro pensamiento solo una idea, más ropa que no se secará hoy.Tras el conveniente aseo, en unos baños muy reducidos para tanta gente, ideamos las más variadas formas posibles de tendederos en los pasillo y descansillos de las escaleras, con la única finalidad de tener la ropa de caminar lo más seca posible tras dos jornadas de lluvia vespertina. Esa noche volvimos a cenar todos juntos, con buena comida - un pelín sosa diría yo - frente a la reconstruida iglesia de San Nicolás. Un tanto moscas aún por el atajo tomado esa mañana, aprovechamos para planear la jornada del día siguiente que, aunque no iba a ser demasiado larga, queríamos hacerla deprisa para asegurarnos un sitio donde queríamos, en Palas, con su pulpo. Con la planificación hecha bajo los auspicios de unos buenos traguitos de orujo nos fuimos todos muy animados y calentitos a dormir.

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Portomarín - Palas de Rei

25 km.

Madrugón de lujo, pocas veces - por no decir ninguna - habíamos salido de una habitación dejando a todo el mundo aún en los brazos de Morfeo. Cuando dejamos la iluminación artificial de Portomarín la negra noche nos sorprendió de manera violenta obligándonos a orientarnos con linternas en los empinadísimos tramos boscosos. Desconozco el motivo pero comenzamos a un ritmo infernal, tanto que tuvimos que detenernos y moderarlo cuando empezamos a perder más integrantes de la cuenta. En Gonzar, con la camiseta ya totalmente empapada antes de salir el sol, nos detuvimos a por un merecido desayuno. Apenas terminamos, otra vez el turbo en dirección a Ligonde, una paradita de carga y descarga y directos a Palas. Evidentemente a ese ritmo y a la hora a la que amanecimos por allí, a excepción de una inglesa albina que siempre caminaba de noche, no había nadie en la puerta del albergue que aún se encontraba cerrado. Pusimos nuestras mochilas a la entrada y nos despreocupamos hasta que el refugio abriera. Mientras reponíamos algo de líquido, y también de sólido, en un bar cercano pudimos observar como un taxista había sacado de su vehículo un montón de mochilas, las dejó en el bar, todas con sus correspondientes etiquetas con el nombre de sus propietarios y se fue. Al día siguiente seríamos testigos de cómo a primeras horas de la mañana repetían la operación cargando su equipaje en un taxi rumbo al siguiente destino, penoso, pero, a fin de cuentas, cada uno tiene el camino que merece. Mención especial merece la ducha de ese día. Para empezar los baños, totalmente unisex, estaban dentro de cada habitación, además tanto las duchas como las ventanas que daban a la calle - muy transitada a esas horas por multitud de caminantes - carecían de cortinas, con lo que el aseo se realizaba a la vista del espectador. En fin, a estas alturas, que importa un detalle más o menos. Después de dejar el montón de ropa atrasada y mojada que arrastrábamos desde Samos en una funcional lavadora nos fuimos a comer, y que comida. El lugar y el menú habían sido planeados de antemano, como no, por José y verdaderamente mereció la pena. El pulpo, entre otras viandas, recompensó el esfuerzo de la mañana. Tras los orujitos, reglamentarios después de tamaño banquete, no quedaba más que una veraniega y castiza siesta. Los truenos nos sacaron rápidamente de nuestro pesado sueño y una tormenta de órdago se centro en Palas dejando al albergue sin luz en más de una ocasión. Cuando los ánimos celestes se fueron atemperando un poco y la riada de la empinada calle lo permitió fuimos hasta el cercano supermercado a las compras de rigor para la cena. Ésta la hicimos ligera - tras la comilona no podía ser de otro modo - en la habitación junto a Santi y José. Al terminar, nueva reunión para planificar la etapa del día siguiente marcada, como no, por el obligado pulpo en Melide. Un poco nerviosos, apenas nos restaban dos días de camino, conciliamos el sueño.

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Palas de Rei - Ribadiso da Baixo

26 km.

Nos levantamos bastante tarde, todo un lujo a esas alturas, pero nuestras piernas iban a más revoluciones que las del resto, no en balde llevábamos casi setecientos kilómetros de rodaje. Un bocado rápido para coger fuerzas y tirando millas, no sin antes asistir al penoso espectáculo de los caminantes aligerando lastre en el taxi. En Casanova breve parada para desayunar y de nuevo, recuperando el ritmo de la jornada pasada, rumbo a Melide. Al llegar al pueblo, no quedaba otro remedio, directos a Casa Exequiel donde una buena provisión de pulpo, ribeiro y aguardiente a las diez de la mañana nos daría alas para el resto de la jornada. Desde allí hasta Ribadiso fue un paseo de apenas once kilómetros, dejando atrás Boente y Castañeda, que "alguno", inspirado sin duda por el orujo, hizo corriendo y saltando. El albergue una verdadera gozada, pequeñito, de madera, y con plazas, qué más se podía pedir. La ducha nos dejó nuevos, otra lavadora - esta de pasada porque teníamos ya más ropa que jornadas - y a comer. La comida de Melide y la ubicación del restaurante, cerquita del albergue pero al final de una larga cuesta, persuadió a más de uno para quedarse en el albergue descansando. La tarde comenzó con una buena siesta en la hierva a la vera del Iso. Una guitarra amenizó nuestra última tarde antes de entrar en Compostela. A la caída de la tarde un buen paseo hasta un chiringuito donde cenaron los valientes que aún tenían algo de sitio en su estómago o aquello que se habían saltado la comida. En todo casó nadie, y en particular Loreta que no perdonaba sus "hierbas medicinales", se quedó sin su pizquito de orujo nocturno. Reconfortados por tan estimulante caldo retornamos al albergue notando ya que el final de Agosto estaba cercano y que el calor de las noches castellanas ya no lo teníamos aquí. En la habitación, teniendo cuidado de no pisar a los que dormían en el suelo, cada uno se acomodo en su litera con el pensamiento, a buen seguro, puesto en la llegada a Santiago.

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Ribadiso da Baixo - Santiago de Compostela

42 km.

Último día de camino, después de casi un mes en la brecha íbamos a echarlo de menos. Las cinco y media de la mañana y todos listos, queríamos llegar a Santiago esa tarde y los cuarenta y pico kilómetros restantes no iban a ser un obstáculo. Mal empezó para mi el día, no hay peor cosa que intentar tragar un trozo de bizcocho mientras se sube una dura cuesta nada más empezar a caminar. El dichoso pedazo de dulce se me quedó atravesado durante un buen rato y el estado de mi garganta, el frío de la noche anterior había comenzado a actuar, no ayudó demasiado. Afortunadamente el desayuno caliente en Arzúa, en un restaurante que más bien parecía desde el exterior un club de carretera, volvió a calmar la situación. Cruzamos sin demasiado interés por una Arzúa que comenzaba a despertar y vimos a más de un "peregrino" tomando el autobús con destino a Santiago. Para variar, y ya al final del camino, volvimos a perder una senda que, un par de kilómetros después, recuperamos. Nuestro grupo se estiró mucho y fuimos distanciándonos. Un poco de lluvia fina que se fue haciendo más consistente nos obligo a cobijarnos junto a José en Santa Irene. Allí, tras esperar sin resultado que dejará de llover, nos enfundamos las capas y chubasqueros y pusimos rumbo a Arca. En el restaurante junto al albergue estaba el resto de nuestro grupo dando buena cuenta ya de unos espléndidos bocadillos que no nos quedó más remedio que honrar en su justa medida. No cabe duda de que el jamón, el queso y el tomate son una excelente combinación. Azuzados por la proximidad de nuestra meta reanudamos la marcha por pistas flanqueadas por altos eucaliptos. La visión de un avión despegando - o aterrizando - nos indicó que estábamos cerca de Labacolla. Después de alguna que otra peste al descubrir un error en la señalización de los kilómetros que nos endosaba, a estas alturas alguno de más, comenzamos a divisar las antenas de televisión que tanto la gallega como la española tienen instaladas en las cercanías del Monte del Gozo, ya lo tocábamos casi con los dedos. Rápido cruzar por San Marcos y allí estábamos a los pies del monte que más alegría ha propiciado a los peregrinos a lo largo de la historia. Merecida y obligada parada en un lugar tan significativo. Rodeando la escultura que conmemora la visita de Juan Pablo II no pude por menos que sentarme en la hierva contemplando la ciudad que se extendía a mis pies y recordando lo lejos, casi una eternidad, que quedaban los bosques de Roncesvalles. Después de una horita de merecido descanso nos dirigimos al complejo de Monte del Gozo y de allí a Santiago. El callejeo por la ciudad, una vez que dejamos atrás la pesada entrada, lo hicimos casi en una nube, hasta una bonita mariposa se posó inalterable sobre la mochila de Laura hasta que la plaza del Obradoiro apareció majestuosa ante nuestros ojos. La visión de la fachada barroca que guarda celosamente el Pórtico de la Gloria nos produjo a todos una indudable emoción que afloró de una u otra manera. Todos recordamos los esfuerzos pasados durante los últimos veintisiete días de caminata, pero había merecido la pena y allí estábamos. Una vez superado el momento trepamos por los treinta y tres escalones que nos separaban del final de nuestro camino. La visita a la cripta, un tanto compleja con la mochila y el resto de enseres, puso fin a nuestro primer encuentro en la catedral. A la salida nos reunimos de nuevo para buscar alojamiento. Alguien nos ofreció un buen sitio y hasta allí nos fuimos. Al llegar de lo descrito a lo que veíamos había un largo trecho así que optamos por buscar otra cosa. El problema es que éramos diez y era un poco difícil encontrar alojamiento todos juntos. Al final el problema se resolvió, encontramos sitio, no en el mismo lugar pero si en la misma calle apenas con unos metros de distancia. El resto de la tarde cada uno lo dedicó a lo que pudo. Mónica y yo, después de una caliente y reparadora ducha nos dirigimos a por la Compostela y luego a callejear un poco por la ciudad. A la hora convenida nos volvimos a juntar todos para cenar, con abundante servicio de ribeiro, y celebrar que por fin lo habíamos conseguido, habíamos llegado. Tras la cena, algún valiente aún tuvo fuerzas para gastar en la madrugada compostelana, otros preferimos entregarnos al placer de una buena cama con sábanas blancas sabiendo que al día siguiente no habría madrugón, ni ropa que lavar ni piernas doloridas. A la mañana siguiente bastaría con levantarse, tarde a ser posible, y callejeando descansadamente asistir a la misa del peregrino que pondría la rúbrica a la aventura iniciada mil años antes.