El Camino de los Sentidos
0a. Prólogo
00. Vigo - Espinal
01. Roncesvalles - Cizur Menor
02. Cizur Menor - Villamayor de Monjardín
03. Villamayor de Monjardín - Navarrete
04. Navarrete - Belorado
05. Belorado - Burgos
06. Burgos - Carrión de los Condes
07. Carrión de los Condes - Mansilla de las Mulas
08. Mansilla de las Mulas - Astorga
09. Astorga - Villafranca del Bierzo
10. Villafranca del Bierzo - Sarria
11. Sarria - Arzúa
12. Arzúa - Santiago
13. Epílogo

Prólogo

Con permiso de Víctor voy a utilizar algunas de las frases que salen en la presentación de su documental, EL CAMINO DE LOS SENTIDOS.

"Piensa en los sonidos del campo: el canto de los pájaros, el rumor de los riachuelos, las voces de los animales y las de los árboles al ser mecidos por el viento,... y piensa en los sonidos de los caminantes: sus conversaciones, sus risas y sus canciones, el crujido de las piedras, la tierra y las hojas al ser pisadas, el golpeteo de los bastones contra el suelo,... AHORA, IMAGINA QUE NO PUEDES OÍRLO.

Piensa también en todas las imágenes que tiene el Camino: el arco iris de colores de las flores, los verdes de la hierba y los campos, los marrones de los árboles y la tierra, los azules del agua y el cielo, los cambios de luces del amanecer y el crepúsculo,... AHORA, IMAGINA QUE NO PUEDES VERLO. ¿QUÉ TE QUEDA? "

A pesar de llevar más de trece años con Gerardo no pude evitar emocionarme cuando vi por primera vez la presentación porque, es cierto, si no puedes ver ni oír, ¿qué es lo que te queda?

Pero... ¿de qué estamos hablando? Creo que será mejor que nos presentemos. Mi nombre es Javier y, Gerardo... ¿quién es Gerardo? ¿Cómo hago para explicárselo a ustedes? Vayamos por partes: Gerardo FERNÁNDEZ COSTA, varón de 31 años, nacido en Vigo el día 11 de Abril de 1978. Hijo de Ángeles y Gerardo. Segundo de cinco hermanos, tres mujeres y dos hombres. Sordo y ciego desde su nacimiento aunque con un resto de audición en su primera infancia que le permitió oír lo suficiente para aprender a hablar de forma bastante inteligible. Alumno del Colegio de la ONCE Santiago Apóstol de Pontevedra del que salió al cumplir 18 años. En la actualidad se encuentra en el centro ASPAVI, un Centro de Día donde recibe una atención integral diurna como persona adulta con dependencia física compartiendo horas de formación académica con actividades de ocio y ocupacionales.

A alguien podría bastarle esa retahíla de datos pero yo, sinceramente, creo que seguimos sin saber realmente quien es Gerardo. Para ello necesitamos algo más. Como he dicho, hace más de trece años que entré en contacto con la ONCE como entrenador de atletismo. A lo largo de todo este tiempo han sido varios los atletas invidentes con los que he tenido el privilegio de poder trabajar. Los he tenido de todos los niveles: desde el exclusivamente aficionado que simplemente se acercaba a la pista de entrenamiento con el objetivo de mantener su salud y aspecto físico dentro de lo razonable, hasta el completamente profesional que vivía casi exclusivamente por y para el atletismo. Pero... por mejores que hayan sido los resultados alcanzados por algunos de ellos, y puedo asegurar que los ha habido de primer nivel, y no precisamente por mis méritos como entrenador sino por su entrega y calidad deportiva (varios títulos y sub-campeonatos nacionales y dos títulos mundiales de categorías menores), como decía, por mejores que hayan sido esos resultados y por más dedicación y entusiasmo que todos ellos hayan derrochado a mi lado, no ha habido otro como el primero. Mi primer vínculo con el mundo de los deportistas invidentes fue Rosa, una profesora de Educación Física del Colegio Santiago Apóstol de Pontevedra. Ella fue la que puso en mis manos a ese que he dado en llamar "mi primer alumno". Se trataba de Gerardo, un muchacho sordo-ciego de 18 años cuya gran pasión era el deporte. Gerardo era un verdadero torbellino de palabras y de deseo de acción. Todo lo que hacíamos era siempre poco para él; nunca parecía estar lo suficientemente cansado. Sus dos principales aficiones eran la carrera a pie y la bicicleta. En aquella época todavía tenía un resto de visión lo bastante aceptable como para que pudiéramos acercarnos a un campo de fútbol y dejarle montar su bici. Con ella trazaba grandes círculos que nos ponían el corazón en un puño cada vez que se acercaba demasiado a una de las porterías sin que hubiéramos podido hacerle frenar. Con el paso de los años su situación física fue empeorando. Perdió por completo la audición y, casi al mismo ritmo, lo poco que le quedaba de vista. Hace ya unos años que su padre le tiró la bicicleta a la basura después de que se fuera de frente contra una pared. Aquel fue su último paseo sobre dos ruedas y el primer día del rezo de su letanía de ruegos y ensoñaciones: "Javier, ¿me acompañas al Alcampo a ver bicicletas? ¿Crees que podré volver a montar en bicicleta algún día cuando se me curen los ojos? La bicicleta que me voy a comprar cuando tenga los ojos bien tendrá ruedas de montaña, ¿sabes?...." En el momento actual no oye absolutamente nada y lo poco que ve no le sirve prácticamente más que para leer letras gigantes en su tele-lupa y evitar tragarse una pared si en alguna ocasión su acompañante se despista y le deja caminar demasiado cerca de ella. En esas condiciones es impensable dejarle usar una bicicleta. Seguro que se están preguntando por qué no salimos a pedalear en un tándem. Les aseguro que lo intentamos un montón de veces pero resulta que a su sordo-ceguera se añade un problema de falta de equilibrio tan grave que no hay forma de subirnos al tándem y no acabar por el suelo. Han pasado trece años desde aquel primer día y desde entonces se nos han ido reduciendo paulatinamente las posibilidades. Ahora tampoco podemos correr debido precisamente a ese problema de equilibrio. Pero no crean ustedes que eso ha podido con el ánimo de Gerardo. No, ni mucho menos. Desde hace 3 años hemos dado un giro y ahora nos dedicamos al trabajo de gimnasio y al lanzamiento de peso. Es feliz cada vez que coge una barra de pesas o un balón medicinal, pero.... le sigue faltando su amiga la bicicleta.

Ahora sí se puede decir que conocen ustedes a Gerardo. No sé muy bien en que momento dejó de ser mi alumno y pasó a ser mi amigo. A lo largo de estos años hemos hecho bastantes cosas juntos, desde asistir a clase de lenguaje de signos a pasar algunos fines de semana de convivencia con el resto de personas sordo-ciegas de Galicia. Pero lo que de verdad nos une es el deporte. Los dos disfrutamos haciendo ejercicio y a los dos nos vuelve locos la bicicleta. Hace dos años vi un cuadriciclo en un desfile de carnaval. Le pregunté a las personas que lo montaban acerca de su procedencia y me puse en contacto con sus propietarios que no eran otros que la empresa de Coca-Cola de la ciudad. Fui a hablar con ellos, les expuse la situación y pusieron el aparato incondicionalmente a nuestra disposición. Fui un par de veces con Gerardo a dar un paseo con él pero era un suplicio. Enormemente pesado y apto solamente para lentos paseos o desfiles. Nosotros necesitábamos algo mucho más ágil y deportivo. Me puse a buscar en la red y conseguí localizar lo que buscábamos. Eran realmente un sueño: tres ruedas para obviar la cuestión del equilibrio y conducción desde el asiento trasero para poder comunicarnos durante la marcha. En cuanto los vi pensé hasta donde podríamos llegar con algo así. Con cualquiera de ellos Gerardo podría sentarse y pedalear por donde quisiera. No tuve que esforzarme mucho para imaginarlo pedaleando por el parque, la carretera o cualquier camino. Me faltó tiempo para ir a verle y plantearle un reto: "¿serías capaz de pedalear desde Francia hasta Santiago si consigo una bicicleta de tres ruedas para los dos?" ¿Adivinan cual fue la respuesta? Un tremendo y es por eso que lo pongo en mayúsculas y lo resalto en "negrita".

El camino para conseguir el triciclo también fue arduo aunque, si me paro a mirarlo en tranquila retrospectiva, debo reconocer que no fue tanto como en principio esperaba. Hay que recordar que estamos hablando de un desembolso cercano a los 5.000 € ya que se trata de un aparato que no se fabrica en España. Por tanto, hay que traerlo ex-profeso del extranjero y debido a la escasa demanda existente, los costes se disparan. Confeccioné un dossier explicando lo que necesitábamos, para quien lo necesitábamos y por qué lo necesitábamos y se lo presenté a la Federación de Asociaciones de Personas Sordas de Galicia (FAXPG) y a ASPAVI para que me dieran su opinión y me orientaran hacia donde dirigir la solicitud ya que las dos son asociaciones bastante escasas en recursos que sobreviven de las subvenciones que reciben de organismos oficiales. Ambas estuvieron de acuerdo en que el primer lugar al que había que dirigirse era a la ONCE. Me presenté en la sede de la Organización Nacional de Ciegos de España y, después de explicar lo que pretendía, me acompañaron a un despacho. Como lo cortés no quita lo valiente, diré que me recibieron muy amablemente pero, cuando terminé de explicar la situación, me dijeron que, a pesar de que Gerardo es ciego y está afiliado a la ONCE desde su nacimiento, al tener una segunda discapacidad, sus necesidades no entran dentro del ámbito de la ORGANIZACIÓN. No obstante, me aseguraron que trasladarían nuestra solicitud a la Fundación ONCE, entidad a la que hay que dirigir las peticiones para personas con multi-discapacidades. Al poco tiempo nos respondieron que, lamentándolo mucho, no podían sub-subvencionar el triciclo porque eso supondría distraer una importante cantidad de fondos para una actividad puntual de una única persona. De nada sirvió decir que no era ese el objetivo al que iba a destinarse el triciclo ya que, una vez finalizado el Camino, continuaría siendo un elemento fundamental en la vida de Gerardo y en la del resto de personas con discapacidades similares a las que pudiera serles útil el vehículo.

¿De donde íbamos a sacar el dinero? Empezamos a pensar en las diferentes entidades privadas susceptibles de hacer un desembolso semejante y elaboramos una lista de candidatos. En eso estábamos cuando mi hermana Montse, desplazada durante unos meses por cuestiones profesionales a Venezuela, me dijo que había comentado de pasada nuestro problema con un conocido suyo, un emigrante español de nombre Alejandro Gonzales, y que el hombre le había dicho que no nos preocupáramos, que él mismo se haría cargo de la compra del triciclo. Debo reconocer que al principio fui un poco escéptico al respecto pero a los pocos días habían ingresado en mi cuenta del banco la cantidad de 6.000 € para los gastos del tándem.

Sólo faltaba traerlo de Holanda. Cogí el dossier y lo llevé a las principales tiendas de bicicletas de Vigo y se lo entregué pidiéndoles que colaboraran con nosotros de tres formas: importando el triciclo como distribuidores del mismo, que se comprometieran a hacernos el mantenimiento y las posibles reparaciones y nos sirvieran como lugar en el que hacer valer la garantía en caso de que hubiese algún problema. Unos nos dieron largas, otros muy buenas palabras pero nada tangible y, finalmente, ANCA, nos lo dio todo. Llegué a la tienda una mañana y pregunté por el propietario o por el encargado. Me preguntaron cual era el motivo de mi visita y se lo expliqué. Fueron a avisar al jefe y, después de escucharme, hizo llamar a uno de los empleados.

- Richi, encárgate tú de ver esto -le dijo al trabajador y luego, dirigiéndose a mi-. Explíquele todo con detalle para que luego él me lo traslade.

No pudimos haber caído en mejores manos. Richi es de ese tipo de personas a las que no les importa utilizar su tiempo libre para hacer cosas por los demás. Según nos confesó tiempo después, se enamoró del proyecto en cuanto lo vio y, cuando días más tarde conoció a Gerardo, decidió apoyarnos hasta el final. ¡Y vaya si lo hizo! Se puso en contacto con la fábrica holandesa; le presentó a su jefe un estudio detallado de todo; llevó adelante la gestión de la compra y distribución del vehículo; organizó un ciclo-maratón benéfico para recaudar fondos; diseñó la ropa que llevaríamos durante la ruta;... De hecho, aún continúa apoyándonos. Además, estoy seguro que fue gracias a su interés y lo que abogó por nosotros por lo que al final ANCA nos vendió el triciclo a precio de costo, es decir, sin reservarse ni un sólo euro de ganancia.

El Copilot, que así es como se llama el Triclo-tándem de Freewiel, llegó a Vigo a finales de Junio pero no lo tuvimos en nuestras manos hasta el 3 de Julio que fue el día en que se celebró el ciclo-maratón organizado por Richi con el permiso de Anca. Lo llamó Pedaleando por un sueño y la idea era colocar un par de bicicletas en sendos rodillos y tenerlas todo el día funcionando con personas que quisieran colaborar con el proyecto. Al lado de las bicis habría una hucha en la que se depositaría el donativo. La mañana no ofreció mucho movimiento, apenas dos chavalitos del club ciclista de Richi y un par de amigos, uno de Adolfo y otro mío, así que nos tocó a nosotros cubrir casi todos los relevos usando una sola bicicleta. La pausa del mediodía la ocupó en su totalidad Richi que renunció a su descanso y nos dio a nosotros la oportunidad de ir a casa a comer. Por la tarde hubo algo más de participación y a las 8, hora de cierre de la tienda, después de que Gerardo hiciera el último relevo, se llevó a cabo el acto de la entrega del triciclo.

Se había pasado una nota a todos los medios de comunicación de la ciudad, tanto prensa escrita como televisión informándoles del acto e invitándoles a participar en él. De todos ellos, sólo uno respondió a la invitación diciendo que enviaría un reportero a las seis de la tarde. Los demás no dijeron nada pero, aún así, hasta el último momento mantuvimos la esperanza de que aparecieran. Nos equivocamos. No vino ninguno y cuando digo ninguno, no me refiero a ninguno más, sino que lo que quiero decir es que no vino absolutamente ninguno. Ni tan siquiera el que había confirmado su presencia y que nos tuvo en vilo toda la tarde, especialmente a Isabel, la directora de Aspavi, que vino adrede para la entrevista atendiendo a nuestro ruego de que fuera ella la que contestara a las hipotéticas preguntas.

Si fue un chasco el hecho de que a ningún periodista le interesara lo que iba a suceder en Anca aquella tarde de verano, más disgusto nos llevamos con la reacción de Gerardo cuando tocó el triciclo.

- ¡¡Esto no me gusta!! ¡¡Bop!! Yo quiero un asiento estrecho y blanco como el de Adolfo. Éste no me gusta. Y quiero ruedas grandes, de montaña. Esta bici no me gusta.

Juro que lo hubiese estrangulado y no por mí, que como lo conozco de sobra, estaba seguro de que en cuanto se montara en él y comenzara a pedalear se le iban a ir todas las manías. Me dio una rabia tremenda por Richi y por la gente que estaba allí acompañándonos.

Cuando ya lo hubo tocado por todas partes y se hizo una idea completa de cómo era aquello, los sacamos a los dos, triciclo y ciclista, a la calle ante la atenta mirada de su familia, miembros de la Comunidad sorda de Vigo y de Galicia en general (habían venido varias personas de Coruña, Geli, a la que luego conoceremos, entre ellas), personal de Anca con Richi como abanderado y varios amigos de todas las partes implicadas. Subimos al triciclo, él en el asiento de delante y yo en el de atrás y comenzamos a pedalear con suavidad. ¡¡Menudo susto!! El suelo en el patio de Anca es muy inclinado y, entre eso, el peso de Gerardo, lo que se movía al resbalarle los pies de los pedales y lo muy distinto de manejar con respecto a una bici tradicional, faltó bien poco para que nos fuéramos contra un bordillo. Después de dos intentos, le pedí a Richi que fuera él el que pedaleara y yo me encargué de equilibrar a Gerardo. Así sí que funcionó la cosa. Él seguía un poco empecinado en que no le gustaba el tipo de sillín y otro par de cosas por el estilo pero el caso es que la botadura del Copilot fue todo un éxito. Había que hacerle un par de modificaciones y dedicar tiempo a controlar su manejo pero lo fundamental era que ya lo teníamos en Vigo. Se quedó allí aquella noche porque no quería llevármelo sin cambiarle los pedales y otro par de cosillas.

El día siguiente era sábado y yo no trabajaba así que me acerqué a Anca por la mañana para ponerlo a punto y recogerlo. Le pusimos pedales automáticos para que Gerardo pudiera llevar los pies sujetos y lograr de ese modo la estabilidad necesaria. También le cambiamos los sillines y las tijas que llevaba por unas más largas. ¡Ah!, y le colocamos porta-bidones. Iba ya a marcharme cuando llegó Montse, la esposa de Richi, y, entre bromas, logramos que se subiera delante y se dejara llevar por su marido. Visto desde fuera parecía muy fácil pero claro, no era lo mismo pedalear con Montse, ligera como una pluma y con control absoluto de su cuerpo, que llevar a mi futuro copiloto, con bastantes más kilos y muy inestable.

Cuando salí del estacionamiento de Anca iba más tenso que el último estiramiento facial de Sara Montiel. Pedaleaba despacio, acostumbrándome a girar el manillar en vez de usar la cadera como hacía con mi bici de dos ruedas. Al salir de plaza de América ya me había hecho con el truco y comencé a soltarme un poco. La gente miraba el triciclo como si fuera una máquina del espacio. No sé que era lo que les extrañaba más, si la distribución de las ruedas o el hecho de que no fuera nadie en el asiento de delante. Fueron varios los que le echaron piropos al tándem y unos cuantos los que dijeron tonterías pero a quien le importaba. La realidad era que teníamos un mes y medio por delante para entrenar y que íbamos a empezar esa misma tarde.

Quedé con Adolfo a las cuatro para salir con el triciclo. Como los dos usan el mismo número, le había pedido que se trajera el calzado automático para que Gerardo probara su funcionamiento. No habíamos podido comprar unos para él porque no quedaban en la tienda. Habría que esperar a que las repusieran.

Acabo de darme cuenta de que llevo un buen rato hablando de Adolfo y aún no he dicho quien es. Adolfo es mi vecino y es sordo, pero un sordo muy especial. A pesar de ser sordo profundo puede hablar con una modulación casi perfecta y es capaz de llevar una conversación completamente normal sin que se le note su problema si tiene la posibilidad de ver los labios de su interlocutor. No controla el lenguaje de signos, porque nunca se integró en la comunidad sorda ya que, gracias al esfuerzo de su madre, y, por supuesto, al suyo propio, vivió siempre como si fuera oyente. A pesar de eso, ahora está empezando a estudiarlo y a relacionarse más con personas sordas, entre otros, Gerardo. Le conté lo de nuestra aventura y le pedí que fuera mi escudero, la persona que se encargara de llevar un carrito tipo trailer enganchado a su bici para transportar el equipaje de los dos ocupantes del tándem. Aceptó enseguida. Muy buen chico este Adolfo.

Pero volvamos al lugar en el que estábamos. Hablábamos del primer entrenamiento. Pues bien, la prueba fue un éxito total. Estuvimos casi una hora practicando giros en ambos sentidos así como los frenos a contra-pedal, modalidad que nunca antes había utilizado y no hubo ningún problema. Al llevar los pies sujetos desaparecieron todas las complicaciones. Estábamos listos para salir a la carretera.

Los siguientes 30 días los aprovechamos a fondo saliendo tantas veces como el trabajo me permitió. Las primeras veces rodamos sólo en llano por la carretera de Bayona pero poco a poco fuimos incorporando algunas cuestas. Todo iba de maravilla. Él estaba encantado. Disfrutaba de cada soplo de aire en la cara, de la sensación de velocidad y de la posibilidad de manejar esa sensación a su antojo simplemente con hacer un poco más de fuerza con las piernas. Reía como un niño en las bajadas y resoplaba como un búfalo en las subidas. Tenía la mala costumbre de dejar de pedalear cuando se cansaba y eso me mataba ya que me dejaba a mí todo el peso del triciclo. Otra manía contra la que tuvimos que luchar era la de soltarse de una mano y alargarla hacia atrás girándose para que le hablara sobre ella en cualquier momento. No había problema en el llano pero en las bajadas resultaba muy peligroso por el desequilibrio que suponía. Poco a poco fuimos aprendiendo a conjugar todos esos detalles y eso hizo que disfrutáramos cada día más de las salidas a entrenar. Estábamos deseando que llegara el día 18 de Agosto para subir en la furgoneta y marchar hacia Roncesvalles.

Pero no todo iban a ser flautas y violines.

Era martes 4 de Agosto y tenía que trabajar pero pedí el día para salir a pedalear con Gerardo. Sólo faltaban dos semanas para marcharnos y, aunque ya habíamos hecho alguna salida relativamente larga, creí que todavía necesitábamos hacer unas cuantas más antes de que llegara el día "D". Había quedado con su madre en que pasaría a por él a las 08:30 pero finalmente fui a buscarlo a las 7:30 de la mañana. Llamé al timbre con la confianza de saber que en su casa madrugan mucho, especialmente él, que acostumbra a levantarse alrededor de las 6:00 aunque tenga que quedarse sentado en la cama hasta que su madre le avise para que vaya a tomar el desayuno. Afortunadamente acerté y Ángeles respondió al telefonillo del portero automático al cabo de pocos segundos. Pedí disculpas por haberme adelantado y le pregunté si ya estaba listo mi compañero de fatigas. Dijo que sí, que estaba acabando de desayunar. Le pedí que no le apremiara en absoluto, que le dejara terminar tranquilamente de desayunar y que yo le esperaría abajo. Regresé al coche para esperarle pero apenas tuve tiempo de leer un par de líneas del manual de la furgoneta cuando ya le oí llamándome desde el portal. Dejé el libro en el asiento y salí a buscarle. Allí estaba, agarrado a la puerta, mirando en todas direcciones tratando de adivinar por donde aparecería yo. Le di una palmada en la espalda y dejé que apoyase su mano izquierda en mi hombro.

- Eres un apurado -me dijo a modo de reproche-. No me has dejado desayunar. Sólo he podido tomar la leche sin comer nada.

Cogí su mano derecha y comencé a escribirle en ella.

- ¿Por qué? -fue pronunciando él a medida que mis dedos depositaban las letras en la palma de su mano-. Le dije a tu madre que no hacía falta que te dieras prisa.

- Porque quiero ir contigo en la bicicleta -respondió enseguida.

- Pero vamos a ir igual con la bicicleta aunque tardes más en terminar. ¿Quieres volver para acabarte el desayuno?

- No, no tengo hambre. Vamos. Después ya comemos algo.

Hace más de trece años que nos conocemos y a lo largo de todo ese tiempo nuestros encuentros han seguido esa misma dinámica. Llego a su casa, llamo al timbre, espero a que baje y... nada más tocarme, su saludo en forma de reproche: que si he llegado muy tarde, que por qué no fui a buscarle el sábado, que si he llegado demasiado pronto,... Podría parecer que estoy hablando de alguien quejica y protestón. No, en absoluto. Nada más lejos de la realidad. Basta ver la sonrisa que se esconde detrás de sus recibimientos para darse cuenta de que esas aparentes quejas no son más que su pícara forma de decir lo contento que está de verme.

Pero bueno, volvamos a lo que estábamos. Después de recogerle fuimos hasta mi casa a por el triciclo y salimos hacia Bayona por la carretera de la costa. Pasamos Corujo, Canido y San Miguel de Oia antes de parar a comer unas chocolatinas que llevaba en la bolsa. Reanudamos la marcha por Sayanes, Panjón, Ramallosa y Gondomar. Nueva parada esta vez para cepillarnos un par de empanadillas. Hasta ahí habíamos disfrutado la parte llana de la etapa y estábamos a punto de empezar lo duro del día. De Gondomar subimos hacia Morgadanes, Chaín, Vincios y Valladares. Una vez en el alto de la Garrida, iniciamos la parte final con la bajada hacia Vigo. Iba todo de maravilla. Habíamos conseguido subir sin demasiado esfuerzo después de llevar ya algo más de 20 km en las piernas. Una buena señal de cara a lo que nos esperaría a partir del día 18. Comenzamos a bajar y, como siempre, puse los cinco sentidos en la carretera, en la velocidad y en los posibles movimientos de Gerardo. Hasta ese momento siempre habíamos bajado utilizando el freno de las ruedas delanteras. Se trata de un freno de tambor accionado por la típica maneta de bicicleta. Con él acostumbro a terminar los descensos con los dedos engarfiados por el esfuerzo y la tensión. La última vez había decidido que probaría el resultado del freno a contra-pedal de la rueda trasera. Se trataba de pedalear hacia atrás accionando de esa forma el sistema de frenado.

Empecé la cuesta con mucha precaución ya que era la primera vez que utilizaba ese mecanismo y no sabía muy bien cual sería su resultado. Fue todo de maravilla. La bici iba perfectamente controlada y el esfuerzo era mínimo. Pasamos el cruce de las Carneiras y continuamos descendiendo hacia el centro. Una curva a la derecha y decidí cambiar el pie que accionaba el freno. Moví el pedal hacia adelante y, una vez colocado el pie derecho en la parte de abajo, empecé de nuevo a frenar. De pronto el triciclo se cruzó. Realmente no sé cual fue el motivo y eso que llevo tres días preguntándomelo. Quizá Gerardo hizo también presión hacia atrás y bloqueó el freno o tal vez fui yo que no tuve el tacto suficiente con el nuevo pie, el caso es que forcé la pedalada para desbloquearlo y cuando me di cuenta íbamos como un tiro hacia el bordillo derecho. Traté de desviar la trayectoria pero ya no tuve tiempo. Nos comimos el bordillo y volcamos. Gerardo quedó en la acera al lado del triciclo y yo salí volando, catapultado hacia adelante. Caí de espaldas y arrastré el codo derecho por el asfalto. Me levanté lo más rápido que pude y fui corriendo a buscar a Gerardo. "Por favor, por favor, que no le haya pasado nada", iba pensando mientras me acercaba. Me arrodillé a su lado.

- ¿Estás bien? -escribí en su mano mientras recorría su cuerpo con la mirada buscando alguna herida.

- Javier, ¿se te ha roto el móvil? ¿Cómo está la bici? Déjame tocarla -dijo de un tirón abrazándose a mí con fuerza.

- No te preocupes por el móvil ni por la bici. ¿Cómo estás tú? ¿Te duele algo?

- Estoy bien. Tengo arañazos en el brazo pero me duele poco. ¿Está rota la bici?

- Sólo tiene una rueda doblada.

- Javier, déjame tocar.

- Mira -dije cogiéndole la mano y guiándola por la rueda averiada.

- ¡¡Está rota!! ¡¡Jooo!! Ya no podemos ir de viaje -dijo desconsolado.

- Tranquilo que sólo es una rueda y eso se arregla enseguida. No te preocupes por el viaje que podemos hacerlo igual -le dije mientras mentalmente rezaba para no estar equivocado.

- ¿De verdad? -preguntó abrazándome de nuevo.

- Sí, hombre, sí. Ya lo verás.

Llamé por teléfono a Estela, mi mujer, para que viniera a recoger a Gerardo y lo llevara a casa. Entretanto yo, ayudado por un alma caritativa que paró al vernos en apuros, enderecé la rueda para poder regresar a casa con el triciclo (acabo de releer la frase anterior y creo que es mucho más justo y cierto decir que yo ayudé al alma caritativa ya que fue él el que trajo las herramientas y supo como desmontar y enderezar la rueda).

Llegué a casa y me miré con calma el codo por primera vez desde que había salido volando del triciclo. Tenía una herida no muy grande pero sí profunda con una costra bastante gorda de sangre coagulada y un reguero que me llegaba a la mano. También me dolían la espalda, los hombros, la cadera derecha y la mano izquierda. Me quité la ropa para ducharme y tuve que tirar de ella para despegarla. Tenía el culotte y la camiseta manchados de sangre y pegados a la piel.

Con lo bien que había ido todo durante las primeras cuatro horas de pedaleo hay que ver el desastre que se lió en un momento. Afortunadamente, y es lo principal, a Gerardo no le había pasado nada, la bici tenía un arreglo aparentemente bastante sencillo y lo mío se solucionaría con una buena restregada de agua y jabón, betadine, crema para quemaduras, gasas, apósitos, una gamma-globulina antitetánica y unos cuantos días de andar arrastrando los pies y durmiendo boca abajo. Un precio muy bajo para lo que podía haber sido. Además, saqué varias conclusiones muy importantes para la ruta del día 18:

La misma tarde del accidente me presenté en Anca para rogarles que nos repararan el triciclo. Mi idea había sido subir el triciclo pedaleando hasta el taller para que, además de arreglar la rueda, le echaran un vistazo a todo, pero la verdad es que me dolía todo el cuerpo y apenas podía moverme así que me limité a desmontar la rueda dañada y se la llevé en la furgoneta. La cara que puso Richi cuando la vio expresó bien a las claras lo que no llegó a decir. Se limitó a preguntarme cómo había sucedido, si iba yo solo o con Gerardo y cómo estábamos nosotros. Se lo conté todo y, con el corazón en un puño, le pregunté por la reparación.

- ¿Se podrá arreglar?

- Claro que sí. Hay que buscar un arillo de 20 como ese y volver a radiarlo. Eso lo hace Matías en un momento. El problema pueden ser los radios que tienen una medida poco habitual -dijo y, metiéndose en el taller, le enseñó la rueda al mecánico y le preguntó- ¿tendremos radios de este tamaño?

- No van a hacer falta -respondió Matías tras examinar la rueda durante un momento.- Creo que puedo aprovecharlos todos.

Y así fue. Un par de días después me devolvieron la rueda, se la monté al tándem y lo subí al taller para que le hicieran una revisión completa. Le dije a Matías que me parecía que la dirección debía estar afectada por el golpe ya que la rueda derecha me daba la impresión de estar más abierta de lo habitual. Dijo que lo revisaría y, cuando nos lo entregaron, confirmó que, efectivamente, había tenido que corregir esa cuestión modificando la posición de las barras de dirección pero que ya estaba todo correcto.

Sólo tuvo que pasar una semana, muy larga, eso sí, para que pudiésemos volver a subir en el tándem, y esa es otra de las cosas que tenemos que agradecerle infinitamente al personal de Anca. Su rapidez en reparar el triciclo y, de nuevo, a coste cero.

No sabía hasta que punto el accidente habría afectado la confianza de Gerardo y si sería capaz de volver a montarse y pedalear con la misma tranquilidad de antes. Las dudas se me disiparon enseguida.

- ¿Donde vamos hoy? ¿Podemos ir a Nigrán a ver a Pío? -me preguntó cuando fui a recogerle. Ni la más leve mención al trompazo.

No obstante, desde ese día, cada vez que pillábamos un bache, cogíamos un poco de velocidad en una bajada o me veía obligado a frenar un poco bruscamente, el pobre de mi copiloto pegaba un respingo en el asiento y me decía con voz histérica que tuviera cuidado o nos caeríamos. Lo cierto es que no me sorprendió lo más mínimo esta pequeña secuela. Estoy seguro de que, de haber sido yo el que iba delante, no me hubiese vuelto a montar con el mismo conductor y me lo habría pensado muy mucho antes de hacerlo con cualquier otro. Para dar por terminado este tema he de añadir algo más: si antes del golpe me sentía presionado e inquieto en las bajadas por la inestabilidad del triciclo, al reanudar los entrenamientos la presión y la inquietud se convirtieron en algo física y mentalmente doloroso. Por un lado estaba la presión de saber que no podía permitir que volviese a suceder algo parecido y, por otro, el hecho de que la horrible sensación de estar siempre al límite se había acentuado hasta lo insoportable. Llegué a preguntarme hasta donde seríamos capaces de llegar con ese sufrimiento mental y ese permanente esfuerzo por llevar a mi compañero controlado. Para no volverme loco decidí dejar de preocuparme por el conjunto de algo tan inabarcable como "LO QUE PODRÍA SUCEDER" y dedicarme a ir solucionando las cosas conforme fueran sucediendo. Ese razonamiento me dio la tranquilidad que necesitaba para volver a pedalear con relativa calma.

Cuando empezamos a plantearnos lo del Camino con el triciclo veíamos el mes de Agosto como algo "muy-muy lejano", casi tanto como el país de Shrek, el famoso ogro del cine. Sin embargo, el tiempo pasó volando, como siempre, y sin darnos cuenta nos encontramos inmersos en la semana previa a la partida. Habíamos hecho dos pequeñas sesiones de entrenamiento desde el accidente y sólo nos quedaba tiempo para una tercera. En esta última iba a acompañarnos Richi que había dicho que le apetecía rodar un poco con nosotros y, de paso, probar el triciclo. Mientras le estábamos esperando me di cuenta de que las ruedas delanteras del tándem estaban extrañamente gastadas. Daba la impresión de que la cubierta había ido desapareciendo de la cara interna dejando la parte de fuera casi intacta. Se lo comenté a Richi y estuvimos de acuerdo en que era una barbaridad que los neumáticos de delante sólo durasen 250 km, que eran los que llevábamos rodados desde que habíamos estrenado el Copilot, pero nos resignamos achacándolo al peso de Gerardo. Decidimos que habría que llevar 4 juegos completos de repuesto para garantizar los 800 km de la ruta y pasamos a otra cosa. Unos días más tarde, rodando por las carreteras de Navarra, íbamos a pasarlas canutas y nos acordaríamos de esa conversación y de la última que mantuvimos con el mecánico. Pero de eso ya hablaremos más adelante.

Acabo de darme cuenta de que, antes de poder meterme de lleno a contar la aventura, tengo que hablar de dos cosas. Son dos detalles muy importantes y que, al fin y a la postre, resultarán vitales para nosotros. Ambos tienen un nombre propio: Víctor y MariMar o MariMar y Víctor, que, como suele decirse, "tanto monta, monta tanto". Los presentaré siguiendo el orden de los acontecimientos.

No sé si recordaréis que empecé este relato pidiendo permiso a un tal Víctor para utilizar las palabras de su documental. ¿Os dais cuenta? Pues bien, por la época en que empecé a buscar el triciclo, Richi colaboraba en un programa deportivo de la radio al que iba una vez al mes para hablar de ciclismo. El director del programa era un uruguayo llamado Víctor el cual, un buen día, le dijo a Richi que iba a dejar de trabajar en ese medio y que iba a montar una productora de TV para hacer trabajos por encargo. Le comentó que una de las primeras cosas que iba a producir sería un pequeño documental sobre el Camino de Santiago para proyectar en sud-américa. Richi le dijo que, curiosamente, en esos momentos él también se hallaba liado de alguna manera con lo mismo ya que estaba buscando un triciclo-tándem para que un chico sordo-ciego hiciera el Camino con su entrenador. Víctor dice que algo en su interior dio un respingo al oír aquello y que su primera reacción fue pedirle a Richi que concertara una entrevista con nosotros para ver cuales eran nuestros planes. Lógicamente le dijimos que no había ningún problema en hablar con él y quedamos una tarde a las 8 en la puerta de Anca.

Fuimos Gerardo, Adolfo y yo ya que quería conocernos a los tres. Una vez que Richi hizo las presentaciones, Víctor tomó la palabra y empezó contándonos que él ya había hecho el Camino en dos ocasiones y siguió con todo lo referente al encargo del documental sobre la ruta y al impulso que tuvo de acompañarnos al oír hablar de nosotros. Le dijimos que no teníamos inconveniente en que nos acompañara pero que nosotros íbamos a hacer nuestro Camino de la misma forma tanto si había cámaras como si no las había. Que nos parecía buena idea que la aventura de Gerardo pudiera quedar plasmada en imágenes para que la gente llegara a saber de las capacidades de las personas con minusvalías pero que no íbamos a supeditar nada a nadie. Le pareció correcto y quiso saber cuales eran nuestros planes sobre fechas de salida, etapas, horarios,... Conforme íbamos hablando notamos que él se iba entusiasmando y terminó por decir que quería hacerlo a toda costa, que nos iba a acompañar con dos cámaras, que estaría todo el día siguiéndonos, que aquello iba a ser la bomba,... Adolfo y yo nos miramos con un gesto de incredulidad y le dijimos que de acuerdo, que si él creía que le merecía la pena, por nosotros no iba a quedar. Quiso saber cuánto le íbamos a cobrar por permitirle utilizar nuestras imágenes y le dijimos que nos daríamos por satisfechos si conseguía que la sociedad mirara con otros ojos a la gente como Gerardo. ¿Queréis que os diga de verdad que fue lo que pensamos de él? Pensamos que era un flipado, un soñador o, a lo peor, un fantasma y no nos creímos ni una sola palabra de lo que dijo.

- ¡Esto va a ser increíble! Tengo que hacerlo. ¿Ves cuando sabes que tenés que hacer algo? Pues yo tengo que hacerlo -dijo.

- ¿Pero tú crees que a alguien le va a interesar esto? -le pregunté.

- Claro que sí. Vos no te das cuenta... pero esto hay que contarlo. Y yo lo voy a contar -insistió exaltado.

- Tú mismo -le contesté sonriendo, y Adolfo y yo volvimos a mirarnos.

Lo de MariMar es otra historia. Ella es una de esas pocas (muy pocas) personas que se mantienen a lo largo de toda su vida con el candor que se les supone a los niños y la lucha por utópicos ideales que se les supone a los jóvenes. Incansable en su sonrisa y en su dulzura. Paño de lágrimas de muchos, a pesar de estar ella misma deshecha en lágrimas. Supo de nuestra aventura cuando ésta se estaba aún gestando y, desde el primer momento, dijo que le encantaría participar, ayudarnos en lo que fuera, acompañarnos, ser testigo de todo... Le dije que sí, que por supuesto, que estaría muy feliz de que viniera. Y cuando lo dije no fue por hacerle a ella un favor sino por hacérnoslo a nosotros, al resto del grupo. ¡¡Qué enorme acierto!! De todas las decisiones que hubo que tomar desde que empezamos a pensar en el Camino de Gerardo hasta que finalmente llegamos a Compostela, esa fue la mejor de todas. Desde el primero al último día cuidó de que no nos faltara de nada. Los desayunos, los almuerzos y la mayor parte de las cenas fueron siempre cosa suya. Ni un solo día hubo que esperar. Llegábamos a los sitios concertados y ya teníamos los bocadillos o la fruta o lo que quiera que ese día le hubiésemos dicho que nos apetecía. Los cuidados que le prodigó a Gerardo, atenta siempre al más mínimo detalle, hicieron que a mi amigo se le llenara continuamente la boca hablando de Mar. Aún hoy, cinco meses después de que la ruta terminara, no hay día que no me pregunte por ella y, absolutamente todas las semanas, me da una carta para que le envíe "...porque somos amigos de amor" -dice él. Por cierto, MariMar es mi hermana pequeña pero somos gemelos porque nació el mismo día que yo. ¡¡Qué importa que fuera cuatro años más tarde!!

[subir]

Vigo - Espinal

Martes 18 de Agosto

Y por fin llegó la hora de la partida. Los días previos los vivimos unos y otros de forma muy diferente. A Gerardo le pasaron a cámara lenta y sin embargo a mi se me fueron a toda velocidad. El pobre de mi copiloto no veía el momento de subir en la furgoneta que nos prestaba Europcar para desplazarnos a Roncesvalles y empezar de una vez la aventura y yo, entre repasar las cosas que tenía preparadas y las que aún tenía que preparar, y pensar en lo que podía dejarme en el tintero y en todo aquello que podía salir mal, sentía volar el tiempo. Pero tanto para él como para todos los demás acabó por sonar el despertador de nuestras respectivas mesillas de noche y nos dispusimos a dar los primeros pasos.

La furgoneta la habíamos guardado cargada en mi garaje el día anterior así que no tuve más que subir en ella y sacarla a la calle. Había quedado con Adolfo en su casa a las 7 de la mañana. Esta vez fue puntual y a las 7 y un minuto rodábamos ya hacia casa de Tane. Allí las recogeríamos a ella y a Geli. Son dos de las personas responsables de lo que podríamos llamar la sección de sordo-ciegos de la Federación Gallega de Asociaciones de Personas Sordas. Geli lo coordina todo desde Coruña y Tane es la responsable de la asociación de Vigo. Venían con nosotros a Navarra para traerse la furgo de vuelta a Vigo al día siguiente. Al tratarse de un vehículo comercial no cabía la posibilidad de dejarlo en Navarra ya que, según nos informaron desde la empresa de alquiler, cada zona tiene sus propios vehículos de esta categoría y no es posible recogerlos en una comunidad autónoma y devolverlos en otra distinta. Las chicas también fueron puntuales de modo que a las siete y media exactamente estábamos aparcando delante del portal de Gerardo. Una de las cámaras de la productora nos esperaba en la calle y nada más bajar de la furgoneta comenzó a grabar. No dejarían de hacerlo hasta el final de la aventura. Me acerqué al telefonillo y pulsé el botón de su casa.

- Hola Javier. Ya bajamos -dijo Ángeles, su madre, a través del portero electrónico.

Un minuto más tarde aparecieron en el portal y nos quedamos de piedra al ver la cantidad de gente que salía a la calle con él. Su padre y su madre, su hermana Ángeles con su marido Suso y los niños, un tío suyo y un par de personas más que no conocíamos y, además, Víctor, el del documental, y varios miembros de su equipo. En un momento, la tranquilidad de la calle quedó completamente aniquilada. Menos mal que aún era de noche y no había casi movimiento de coches ni de peatones porque sino hubiese sido un verdadero problema.

Gerardo estaba como un flan. Le temblaban la voz y las piernas casi al mismo ritmo. Me acerqué a saludarle y se cogió de mi brazo con tanta fuerza que tuve que decirle que me soltara. No quería saber nada de despedidas. Lo único que le importaba era subirse en la furgoneta y empezar el viaje lo antes posible.

- Venga, despídete de todos que nos marchamos -le dije.

- Nos vamos a Francia, ¿verdad Javier? -preguntó cogiéndome la cara para obligarme a girar la cabeza hacia él, gesto que acostumbra a hacer para asegurarse de que le estoy escuchando.

- Claro que sí, ya lo sabes. Estás muy nervioso -añadí para que se tranquilizara.

No me contestó. En su lugar, apretó los puños al tiempo que estiraba los brazos hacia abajo y miraba hacia el suelo haciendo un mohín de fastidio, forma típica de mostrar su enfado por lo que alguien acaba de decirle. Realmente, después de 13 años, sigo sin saber porque lo hace. No sé si le molesta que me dé cuenta de lo que piensa y siente o lo que de verdad le fastidia es que se lo eche en cara diciéndolo en voz alta.

- Anda, no seas gruñón y vamos a despedirnos.

Unos cuantos besos más tarde, y después de que todos nos desearan la mejor de las suertes, subimos en la Mercedes Vito y emprendimos la marcha. Eran apenas las 07:45. Ni en las mejores previsiones había imaginado que saldríamos tan pronto. Habíamos elegido esa furgoneta porque nos permitía cargar el triciclo, la bici de Adolfo y el carro del equipaje manteniendo los cinco asientos que necesitábamos para los pasajeros. Yo iba al volante y decidimos que Gerardo iría en la parte de atrás con Geli para hablar con ella y que me dejara conducir tranquilamente. A mi lado iba Tane y Adolfo a su derecha, en la otra puerta. Los dos cámaras de Víctor, Paula y Luis, registraron el momento de la partida. Paula desde el portal captó el momento del reparto de los asientos, el cierre de las puertas y los adioses de última hora desde las ventanillas y Luis, que se había desplazado unas decenas de metros hacia adelante, recogió desde el frente los primeros instantes del viaje y el momento en que desaparecimos al final de la carretera Provincial.

Del viaje no hay mucho que decir excepto que, tal y como estaba previsto, Gerardo no paró de hablar ni un solo instante. Adolfo se reía de Geli y de mí al ver como nos desesperábamos por lo interminable de su charla.

- Eres un capullo -le dije mirándole y pronunciando despacio para que me leyera bien los labios-. Te ríes de nosotros porque, como tú eres sordo, no tienes que ir todo el tiempo escuchándole, ¿verdad?

- Lo siento, pero ya sabes, no hay manos, no hay galletas -respondió entre risas con un chiste que últimamente usábamos muy a menudo.

Yo también me reí mientras le hacía los signos de un par de insultos y gesticulaba como si me doliera terriblemente la cabeza por la continua conversación de nuestro compañero.

Los primeros 400 kilómetros pasaron en un santiamén y hacía ya un rato que habíamos dejado atrás León y circulábamos por la A-231 en dirección a Burgos cuando paramos a descansar y a comer algo en una zona de descanso al lado de una gasolinera. Eran poco más de las diez. Gerardo, Adolfo y yo nos cepillamos uno de los bocadillos que llevábamos mientras que Geli y Tane optaron por ir al bar a tomarse un café.

- Aquí huele a mierda -dijo Gerardo explotando en una carcajada en cuanto terminó de decirlo.

- Ya me he dado cuenta. ¿Qué has hecho, puerco? -le respondí.

- Yo no he sido -se defendió riendo.

- Sí, has sido tú.

- No, tú -dijo él- clavándome el dedo en el pecho.

- Tú, cochino -repetí clavándole también a él el dedo entre las costillas.

Adolfo nos miraba con cara de "estos están locos" mientras me interrogaba con la mirada para que le explicara que era lo que pasaba. A veces me olvido de que no puede oír y tiene que ser él el que me pregunte de qué estamos hablando o qué ha dicho ésta o aquella persona. Lo cierto es que soy un poco merluzo aunque, desde que hicimos el Camino con Martín en el mes de Junio y me hizo darme cuenta de ese detalle, procuro mantenerlo siempre informado.

- Dice Gerardo que aquí huele muy mal y yo le he dicho que ha sido él.

- Sí que huele fatal. Seguro que la gente mea en la pared de aquella caseta para no tener que hacer cola en los baños de la cafetería -contestó Adolfo señalando a nuestra espalda.

- Seguramente, porque huele a meado una barbaridad. Además, fíjate en la cantidad de mierdas de perro que hay por todas partes -añadí enseñándole un par de montículos que tenía cerca de los pies-. La gente es una guarra.

Terminamos los bocatas y nos dirigimos a la cafetería para hacer uso de los baños. Al ver la enorme cola formada delante de la puerta comprendimos que algún desesperado decidiera aliviarse junto a la pared de la caseta. Nos sentimos afortunados al darnos cuenta de que había un lavabo reservado para minusválidos. Sin embargo, nuestra alegría se tornó rápidamente en decepción cuando leímos el cartel que tenía colocado en la puerta. Decía que había que ir a la barra a pedir la llave.

- ¿Voy a buscar la llave o esperamos? -le pregunté a Adolfo.

- No creo que tarden mucho, ¿no? Parece que la cola se mueve bastante rápido.

- Vale.

Lo cierto es que no tuvimos que esperar demasiado, todo lo contrario de lo que sucedía con las mujeres que tenían el doble de cola que nosotros. A alguna se la veía con cara de estar pasándolo bastante mal.

- ¡¡Mami, que ya no aguanto más!! -decía una niña.

- Yo tampoco, cariño, pero tranquila que enseguida entramos.

Le hice un gesto a Adolfo y me puso cara de que no sabía a qué me refería.

- La pobre niña se está meando y la madre dice que ella también.

- No me extraña. Ya estaban esperando delante de la puerta cuando llegamos nosotros.

- Diles que vayan a mear a la caseta -añadí con un guiño.

- Díselo tú -me contestó riendo y usando los signos de los sordos.

Poco después volvimos a subir a la furgoneta y continuamos el viaje. Gerardo insistió en sentarse delante y le dijimos que de acuerdo pero que tendría que hacerlo al lado de la ventanilla y no en el medio como pretendía ya que no se podía molestar al conductor, o sea, a mi. A regañadientes cedió el sitio que se había apresurado a coger y se puso en el asiento de la derecha. Como Geli dijo que no le importaba seguir sentada detrás, Tane continuó delante y pasó a ser la interlocutora directa de las inacabables ansias de conversación de Gerardo. Descanso para Geli y esfuerzo extra para Tane que, al ser sorda, tenía dificultades para entender la extraña pronunciación del "loro" de nuestro compañero.

Llegamos al camping Urrobi de Espinal sobre las cuatro de la tarde con un calor de mil demonios. Habíamos quedado allí con MariMar y Rafa que ya estaban alojados en su albergue desde el día anterior. Geli se había encargado de reservar espacio para los cinco que íbamos en la furgoneta así que, mientras ella iba a averiguar donde teníamos que dormir, los demás comenzamos a bajar los bultos. Apilamos los trastos en el suelo pero dejamos el triciclo y la bicicleta de Adolfo ancladas en el mismo lugar en el que vinieron durante el viaje ya que, una vez cogidas las habitaciones y guardados los bultos en su interior, tendríamos que subir a Roncesvalles a sellar las credenciales e iniciar nuestra peregrinación con los escasos 6 kilómetros que separan un sitio del otro. Como a los cinco de Vigo nos tocaba compartir cuarto con otra gente, decidimos meter nuestras cosas en la habitación que Mar y Rafa tenían para ellos solos. No queríamos empezar la ruta con algún disgusto.

Poco antes de las cinco volvimos a subir en el furgón y nos encaminamos al punto de partida. Rafa y Mar subieron en su coche con la bici de Rafa desmontada en el maletero. Como quiera que justo el día antes de salir de Vigo le había cambiado los neumáticos al triciclo por el problema del exagerado desgaste que ya he comentado, necesitamos parar en una gasolinera para meterles algo más de los dos kilos de presión que les había metido con mi bombín de mano. Encontramos una poco después de salir del camping con dirección a Roncesvalles.

- ¿Para qué paras? -me preguntó Adolfo cuando vio que empezaba a maniobrar para entrar en la Estación de Servicio.

- Tengo que meterle aire a las ruedas del triciclo. Se las puse nuevas ayer y están un poco flojas.

- ¿Bajamos el triciclo o llegará la manguera del aire hasta dentro de la furgoneta?

- Supongo que llegará. Ahora veremos.

Efectivamente, la goma del expendedor de aire era lo bastante larga como para poder hinchar los neumáticos del Copilot sin tener que bajarlo de la Mercedes Vito de modo que la parada fue rápida y enseguida reanudamos la marcha hacia Francia.

Una vez en Roncesvalles, mientras Rafa montaba su bici y Tane y Geli ayudaban a Gerardo a ponerse las zapatillas automáticas de ciclismo, Adolfo, Mar y yo nos fuimos a la oficina del peregrino a ponerle el primer sello a nuestras credenciales.

- Tenéis que rellenar estos impresos con vuestros datos -nos dijo uno de los que estaban allí como encargados de recibir a los peregrinos y orientarles en lo que, en la mayoría de los casos, eran sus primeros pasos en la "burocracia" de la peregrinación-. ¿Vais a dormir en el albergue?

- No, no -respondí-. Sólo necesitamos que nos selléis las credenciales. Sois scouts, ¿no? -le pregunté al ver su pañoleta y el escudo que llevaba en la camisa.

- Pues sí.

- Estáis trabajando de hospitaleros voluntarios por lo que veo, ¿verdad?

- Sí. Vamos a estar aquí quince días.

- Pues parece que trabajo no os va a faltar.

- La verdad es que sí. Desde que llegamos no hemos parado de recibir y acomodar peregrinos. Es increíble la cantidad de gente que pasa por aquí en esta época.

- ¿Todavía saludáis con la mano izquierda en alto y el pulgar sujetando el meñique? En mi época lo hacíamos así mientras pronunciábamos el lema del grupo. Decíamos "¡SERVIR!"

- El saludo es el mismo pero nuestro lema es "¡SIEMPRE LISTOS!" -me contestó.

Cuando acabé de rellenar el impreso se lo pasé al hospitalero acompañado de mi credencial. Archivó el papel y me devolvió la credencial sellada. Le pasé entonces la de Gerardo junto a sus datos escritos en el papel de control. La cogió y leyó el nombre.

- ¿Quién es Gerardo? -preguntó mirándonos a los tres, especialmente a Adolfo.

- Es un amigo sordo y ciego que va a hacer el Camino con nosotros.

- Sí, pero ¿donde está? -preguntó con un deje de desconfianza en la voz.- No puedo sellar una credencial sin ver al peregrino.

- Lo sé, lo sé -respondí-, pero, como te digo, Gerardo es sordo y ciego y se ha quedado esperándonos en la carretera porque es un rollo entrar hasta aquí dentro con él. De todas formas sólo queremos que nos selles, ¡eh! No queremos alojamiento.

- ¿Sordo y ciego? -preguntó.- Entonces, ¿cómo va a hacer el Camino? Vais a pie, claro.

- No, que va. Vamos en bicicleta; tenemos un triciclo-tándem especial para que pueda hacer el recorrido sin problemas.

- El otro día vino una pareja también en tándem. La chica era ciega y él la llevaba en la bicicleta. Eran majísimos -intervino otro de los voluntarios.- No me acuerdo de donde eran.

- Eran ingleses -apuntó el que me había sellado la credencial-. Pero su bicicleta era normal, no un triciclo.

- Nosotros llevamos un triciclo porque, al ser sordo además de ciego, tiene que ir sentado delante para que podamos comunicarnos con él. Si fuéramos en un tándem normal no podríamos darle indicaciones. Por eso lo del triciclo que, al margen de solucionar el problema de la conducción desde el asiento trasero, nos aporta una estabilidad extra que también necesitamos. ¿Hace falta que vaya a buscarle? -pregunté con la esperanza de que mi pasado scout y la exhaustiva explicación fueran suficientes.

- No, no te preocupes -contestó.- Toma -añadió devolviéndome ya sellada la credencial de Gerardo.

- Mira -añadí alargándole la de Rafa-. Esta es la credencial del otro chico que viene con nosotros para echarnos una mano con Gerardo. El caso es que se ha quedado fuera cuidando de él. ¿Quieres que le haga venir?

- No hace falta. No te preocupes -dijo mirándome a los ojos.

- Muchas gracias -dije mirando uno por uno a los cuatro voluntarios-. Hoy pensamos dormir en el camping de Espinal así que vamos a empezar nuestro Camino ahora mismo pero si os apetece ver el chisme de tres ruedas que llevamos, esperamos un ratillo hasta que estéis libres.

- Muchas gracias pero no podemos movernos de aquí. Ya ves el jaleo que tenemos.

Salimos de la oficina del peregrino y volvimos a la furgoneta listos para terminar de descargarla y emprender la marcha. La encontramos cerrada con llave y, lo que era peor, no había ni rastro de Tane, Geli o Gerardo. Rafa había terminado de montar su bici y nos esperaba al lado de su coche pero, como estaba aparcado en otro sitio, no se había percatado de hacia donde habían ido los demás. Pensamos que, con el calor que hacía, se habrían ido a alguno de los bares a tomar algo fresco pero nones, ni en "El Sabina" ni en "La Posada". Lo siguiente que pensamos fue que habrían ido a sentarse a la sombra o al baño del albergue. Tampoco. Pasaron casi diez minutos y no se les veía el pelo por ninguna parte a pesar de que nos habíamos separado y los buscábamos por todos lados. Al final les vimos venir y, si digo la verdad, no sé de donde salieron.

Descargamos el triciclo y le colocamos la parte de delante que habíamos llevado desmontada durante el viaje para que cogieran todos los trastos en la furgoneta. Después, mientras nosotros nos calzábamos las zapatillas de pedalear y Marimar ponía el Copilot en un buen sitio para subir a Gerardo, Geli y Tane llevaron a nuestro nervioso coleguilla hacia el punto de salida.

Había un montón de gente en Roncesvalles en ese momento, cosa nada extraña si pensamos que se trataba de una soleada tarde del mes de Agosto y fueron muchos los que se quedaron mirando al triciclo con cara de no tener muy claro qué era aquello.

- ¿Vais a empezar a estas horas? -nos preguntó con extrañeza un señor mayor cuando me disponía a sujetar los pies de Gerardo a los pedales.

- Sí, pero sólo vamos hasta Espinal. Esta noche dormiremos en el camping y así mañana no tendremos que subir hasta aquí y nos quedarán 5 kilómetros menos de etapa.

- ¡Ah, muy bien! Yo ya he hecho el Camino varias veces y me parecía muy raro que comenzarais a estas horas de la tarde.

- Claro, claro. Ya le digo, es sólo para adelantar un poco las cosas para mañana. Llegamos hace un rato de viaje y hemos subido hasta aquí para sellar las credenciales y poder mañana iniciar la marcha en cuanto nos levantemos. ¿Le gusta el triciclo que llevamos, que veo que se lo mira usted con una cara un poco rara?

- Hombre, ¿qué le voy a decir? Es que un poco raro sí que es.

- Pues sí, pero verá, este chico es sordo y ciego y ésta es la única forma que hay para que pueda pedalear -y le expliqué todo el lío del triciclo-tándem.

Entre unas cosas y otras eran las 6 de la tarde cuando subimos a nuestras monturas y empezamos a pedalear. La primera foto montados en las bicis la hicimos, como no, señalando el cartel indicador que decía que faltaban 790 km hasta Santiago de Compostela. Adolfo y yo nos miramos y pusimos cara de "¿TÚ CREES QUE SEREMOS CAPACES DE LLEGAR?"

- ¡¡¡Pues claro que sí!!! -le dije levantando el pulgar de la mano derecha.

- Ya veremos -dijo él.

- ¡¡Venga chicos!! ¡¡Vamos!! -dijo Rafa después de guardarse la cámara.

Salimos de Roncesvalles por la carretera nacional que baja hacia Pamplona, la N-135. El muro de árboles que la flanquea por ambos lados permitió que los primeros kilómetros los rodáramos a la sombra, librándonos de esa forma de la fuerza del sol de ese día de verano. No había casi tráfico y absolutamente nadie caminando. Ningún peregrino iba a desplazarse ya a esas horas. Todos los que estaban en Roncesvalles, y habíamos visto un buen montón de ellos, iban a pasar la noche allí. Unos habrían llegado ese mismo día desde sus lugares de origen para iniciar el Camino al día siguiente y otros, con una o varias etapas ya en las piernas, habrían cruzado por la mañana los Pirineos desde Saint Jean Pied du Port finalizando la jornada en el mítico pueblo navarro que acabábamos de abandonar.

Aún no habíamos llegado a Burguete cuando me pareció ver que salían unos delgados fideos de las flamantes Michelín Diábolo del tren delantero. No quise decir nada a los demás para no parecer alarmista pero empecé a pensar que algo no iba bien. Si en menos de 3 kilómetros las ruedas empezaban ya a deshilacharse las íbamos a pasar canutas. De todas formas decidí esperar hasta la gasolinera y analizarlas con más cuidado. Al llegar a la altura de la estación de servicio salí de la carretera y me acerqué al surtidor de aire.

- ¿Hay algún problema? -preguntó Adolfo.

- No lo sé. Me ha dado la impresión de que la ruedas se iban deshaciendo y quería comprobar lo que pasaba -respondí mientras me bajaba del triciclo y me agachaba a mirarlas-. Sí, mira; fíjate en esos hilillos de goma.

Efectivamente, tal y como sospechaba, de las dos ruedas de delante colgaban unos finísimos fideos de goma.

- Es verdad -dijo Adolfo-. ¿Por qué pasa eso?

- No tengo ni idea. Será que este modelo es muy blando y no vale para este tipo de bici o quizá haya que hincharlas un poco más. La verdad es que no lo sé. ¿Tú que crees Rafa?

- No sé. ¿Cuanto aire llevan?

- Les metí 3 kilos.

- ¿Cuanto dice ahí que pueden llevar como máximo?

- Me parece que 4 kilos.

- Pues pónselos y a ver mañana que pasa.

Una vez con la presión de las ruedas corregida y con los dedos cruzados para tratar de alejar la mala suerte volvimos a salir a la carretera y recorrimos lo poco que nos faltaba hasta el camping.

No sé que hora sería cuando llegamos aunque, desde luego, no más de las siete. Volvimos a meter el triciclo y las bicis en el furgón y organizamos lo que quedaba del día. Gerardo había dicho que le apetecía darse un chapuzón en la piscina y Rafa y Geli se ofrecieron a acompañarle. Mientras tanto, Mar iría a reservar mesa para la cena al bar del albergue y Adolfo y yo aprovecharíamos para darnos una ducha. Recogimos nuestros trastos de la habitación de MariMar y los llevamos a la nuestra. Íbamos a compartirla con otros dos peregrinos, una chica que parecía italiana y un chico francés. Lo único que pudimos saber de ellos es que iban a pie y que no hablaban mucho lo cual no puede considerarse mucha información que digamos. Pero si a eso le añadimos que ambos sonreían con facilidad y que Tane fue la única persona que roncó por la noche, hay que decir que no tuvimos motivos para quejarnos de ellos.

Como para comer sólo habíamos tomado unos bocadillos, decidimos zamparnos un menú para cenar. A lo largo de la ruta seguiríamos esa misma estrategia: bocadillos en una de las comidas principales del día y menú de bar en la otra. Eran las ocho y media cuando nos sentamos en el comedor. No había mucha gente al llegar pero a los pocos minutos estaba lleno hasta la bandera. Nos atendió una jovencita muy simpática de nombre Usúe. MariMar y yo nos miramos en cuanto escuchamos su nombre. Nos llamó mucho la atención porque se llamaba igual que nuestra sobrina, hija de nuestro hermano mayor. Espero que lo de trabajar en el bar fuera sólo un empelo de verano. Sería muy triste verse desde tan joven atada al mundo de la hostelería como simple camarera y no lo digo porque sea algo malo sino por lo desagradable y esclavo que puede ser a veces ese oficio.

Fue una cena muy agradable impregnada por el nerviosismo que, de una forma u otra, nos invadía a los siete. Al que más se le notaba era a Gerardo. No paraba de hablar pero claro, eso, tratándose de él, ya no es ninguna novedad para nadie. Pidió queso de postre y le arrearon una cortada de alguna especialidad de la zona. Estaba tan duro que al pobre no le quedó más remedio que cogerlo con la mano y comérselo a mordiscos conseguidos a base de grandes tirones. Era realmente curioso verle sujetar el queso con las dos manos, meterlo en la boca, morderlo y tirar como un desesperado mientras se partía de risa.

Víctor nos llamó cuando estábamos casi acabando de cenar. Aún les faltaba un buen pellizco de kilómetros para llegar a Espinal así que quedamos en vernos al día siguiente. Terminamos de cenar pasadas las diez y nos fuimos enseguida hacia las habitaciones. Pretendíamos levantarnos a las seis con idea de estar sobre las bicis entorno a las ocho así que no había tiempo que perder si queríamos dormir casi las ocho horas reglamentarias.

No puedo despedir este primer día sin recordar dos pequeñas anécdotas relacionadas con el sitio en el que dormimos. Las habitaciones estaban en el primer piso y para llegar a ellas había que subir una escalera bastante estrecha con un par de recodos. Una vez arriba, había que recorrer dos tramos de un pasillo también muy estrecho. El segundo tramo estaba abuhardillado y para llegar a él había que subir cuatro escalones. La primera vez que lo subí con Gerardo me quedé sorprendido por la extraña actitud de Mar y Adolfo. Ellos habían ido delante de nosotros y se pararon al llegar arriba. Vi que Adolfo le hacía gestos a mi hermana y le decía algo al oído. Inmediatamente se dieron la vuelta y nos miraron expectantes.

- ¿Qué pasa?- pregunté haciendo también el signo para Adolfo.

- Nada -contestó él poniendo cara de póker.

Después supe que los muy capullos se habían quedado esperando para ver si me daba con la cabeza contra la bajísima viga del techo de la buhardilla. Adolfo estaba empeñado en que me pasaba el día dándome coscorrones y golpes contra cualquier saliente que hubiera por el medio. Debo confesar que algo de razón tenía pero... ¡¡SERÁ CABRÓN!! ¡Quedarse a mirar si me la pego en vez de avisarme! Menos mal que no me la di que sino cualquiera les aguanta el cachondeo.

La otra me la contó Adolfo. Sucedió cuando bajábamos los tres juntos a cenar. Él iba delante. Recorrimos los dos trozos de pasillo y llegamos a la escalera que conducía a la planta baja. Era tan estrecha que puse la mano izquierda de Gerardo en el pasamanos y la derecha en la pared para que bajara él solo. Bajé los primeros escalones muy despacio, mirando hacia atrás, y al ver que él iba perfectamente me di la vuelta y seguí hasta el final. A medio camino me crucé con dos chicas rubias despampanantes que subían hablando en inglés. Las saludé y seguí mi camino. Al llegar abajo me di la vuelta para mirar a Gerardo que había seguido a lo suyo, lento pero seguro. Le pedí a Adolfo que le esperara y me fui a recepción. Cuando llegó a mi lado venía partiéndose de risa.

- Cuando tú te fuiste Gerardo continuó con una mano en la barandilla y la otra en la pared, escalón por escalón, cada vez más cerca de las dos rubias. Ellas, al verle bajar, se pararon en uno de los recodos sin saber muy bien que hacer. Conforme Gerardo se les acercaba se miraron y se les dibujó una expresión de angustia en el rostro que en un primer momento no supe interpretar. Cuando Gerardo llegó al descansillo en el que estaban ellas, vi que se apretaban contra la pared y me di cuenta de lo que pasaba. Gerardo iba agarrado a la barandilla con la mano izquierda y apretaba la pared con la derecha a la altura del pecho de las chicas. Las pobres debieron imaginar lo que les esperaba: un repaso de campeonato por la pechera a manos de aquel extraño chico de extraño caminar y más extraño mirar. Se apretujaron contra la esquina en el punto más alejado de la barandilla en el que pudieron esconderse y, justo cuando ya iba a tocarlas, Gerardo separó la mano de la pared y se agarró con las dos a la barandilla para cerrar el ángulo de noventa grados. Parecía que las hubiera visto, pero es imposible, ¿verdad? Casi me muero de risa. Tenías que haber visto la cara de las chicas.

- Que capullín eres -le dije entre risas-. ¿Por que no le avisaste?

- ¿Cómo? Aunque le gritara no me iba a oír y tampoco me daba tiempo de llegar otra vez hasta arriba. Ha sido cómico, muy cómico -dijo muerto de risa.

[subir]

Roncesvalles - Cizur Menor

Miércoles 19 de Agosto
58 km en 4 horas y 50 minutos

La alarma del reloj sonó a las seis en punto de la mañana aunque una hora antes había sonado para mí otra bien distinta.

- ¡Javier!, ¡¡JAVIER!! Por favor, llévame al baño.

Me llevé el reloj a la cara, le iluminé la pantalla y abrí un ojo tratando de ver los números de mi Casio. Sólo distinguí una sombra borrosa así que me froté el ojo y volví a mirar. ¡¡Dios!! No eran más que las cinco de la mañana y Gerardo me estaba pidiendo que le llevara al retrete. Me quedé quieto como un verdadero cretino con la esperanza de... la verdad es que no sé muy bien que era lo esperaba. Quizá que mi copiloto del triciclo cambiara de opinión y no tuviera que levantarme todavía. Pero no hubo suerte.

- ¡¡JAVIER!!, por favor, llévame a hacer pis -insistió.

Nos habíamos colocado en la misma litera, él en la cama de abajo y yo en la de arriba. Me asomé y le cogí la mano que él había alargado tratando de despertarme.

- No puedes aguantar un poco -le escribí-. Son las cinco y dentro de una hora ya nos levantamos.

- Sí que puedo -respondió.

Suspiré aliviado agradeciéndole en silencio a su vejiga el esfuerzo de contención que iba realizar. Me di la vuelta, metí los brazos en el saco de dormir, me lo subí hasta el cuello y traté de re-encontrarme con Morfeo. No habían pasado más de cinco minutos cuando volvió a llamar.

- ¡Javier, no aguanto! Por favor, llévame a hacer pis.

No me lo podía creer. Otra vez me pedía que le llevara al baño. Pobriño, se debía estar meando de verdad. Con lo felices que me las prometía cuando dijo que sí que podía esperar. En fin. Salí del saco y bajé de la litera con cuidado de no romperme la crisma por lo dormido que seguía. Él ya estaba sentado en la cama y tenía los pies en el suelo así que busqué a tientas sus zapatillas y se las di. Mientras se las ponía busqué las mías y también me calcé. Me acordé de que había dejado la linterna encima de la bolsa de la bici; la cogí y me la puse en la frente. Salimos muy despacio para no despertar a nadie y no tropezar con el montón de trastos que había desperdigados por el suelo.

No sé cuanto tardamos en regresar a la cama. Lo que sí que sé es que mientras esperaba por él en la puerta del baño me di cuenta de la gran putada que supone no ser dueño de la posibilidad de ir al wáter por tu cuenta cuando te entra un apretón. Ni que decir tiene que me arrepentí de inmediato de las ganas que había tenido hacía un rato de estrangularlo con mis propias manos.

Apagué la alarma del reloj en cuanto la escuché y me estiré en la cama durante unos segundos antes de volver a bajar de la litera. De camino al suelo le di a Gerardo un ligero toque en la cabeza para que se levantara. Salió como un rayo del saco de dormir y se quedó sentado en la cama esperando. Con Adolfo no tuve la misma suerte. Hicieron falta varios zarandeos antes de que se decidiera a reintegrarse al mundo de los vivos. Las chicas también se pusieron rápido en acción aunque, antes de despertar a Tane, me quedé un ratillo admirando su acompasada forma de roncar. Le di a Gerardo su ropa para que fuera vistiéndose y después salí a despertar a Mar y a Rafa aunque, según me dijeron a través de la puerta, llevaban ya despiertos unos minutos. Esta iba a ser la tónica de todos los amaneceres: sonaría mi reloj, Gerardo daría un salto en cuanto le tocara la cabeza, Mar y Rafa se levantarían enseguida y Adolfo se quedaría remoloneando ese minuto más que todos los niños le piden a sus madres cuando les despiertan para ir al cole. O sea, como si fuéramos una familia bien avenida.

Desde esa misma mañana quedó también establecida la puntual, incansable e impagable rutina de nuestra queridísima intendente María del Mar. Mientras nosotros nos vestíamos y aseábamos, ella preparaba las cosas del desayuno de forma que, cuando salíamos de la habitación del albergue o de la tienda de campaña, siempre encontrábamos la mesa puesta y llena de cosas ricas: pan, mantequilla, mermelada, cereales, leche, té y zumo de naranja.

Aún no había amanecido cuando empezamos a desayunar. La noche anterior habíamos preguntado por la hora de apertura del bar pero resultó que no eran demasiado madrugadores así que, como tampoco había comedor en el albergue, no nos quedó más remedio que hacerlo a la intemperie. Menos mal que había una pequeña terraza cubierta para abrigarnos del frío ya que caía un relente de mucho cuidado. Acabábamos de empezar cuando apareció Víctor con su equipo.

- ¡¡Buen día!! -saludó Víctor-. ¿Han descansado bien?

- Sí, muy bien, gracias. ¿Y vosotros?

- Bien, bien.

- ¿Donde habéis dormido?

- En la auto-caravana. Anoche llegamos tardísimo y la aparcamos ahí afuera para no perder tiempo en buscar sitio y poder estar listos a primera hora. ¿Cuando pensáis salir?

- En cuanto acabemos de desayunar y recojamos las cosas de la habitación. Calculo que será alrededor de las 8.

- Entonces vamos a aprovechar nosotros para tomar también algo caliente y nos vemos dentro de un rato, ¿vale?

- Muy bien.

Recuerdo haber mantenido esta conversación con cierta sensación de fastidio por mi parte. A pesar de que habíamos hablado del tema y de que había quedado claro que nosotros íbamos a ir siempre a nuestra marcha, independientemente de lo que ellos hicieran, no dejaba de pensar y sentir como un verdadero coñazo eso de tenerles continuamente a nuestro alrededor. Aún así, tenía claro que toda esa molestia iba a merecer la pena si ellos cumplían con lo prometido, es decir, hacer un bonito documental en el que quedara plasmada la realidad de Gerardo y de las personas sordo-ciegas en general. Debo confesar que esa misma noche me daría cuenta de lo equivocado que estaba y me alegraría enormemente de tenerlos con nosotros.

Al acabar de desayunar regresamos a la habitación para recoger los trastos. Por suerte, la gente que la compartía con nosotros se había levantado ya y pudimos encender la luz. Gerardo había subido con nosotros para lavarse los dientes y, como es normal en él, no paraba de hablar. Le dijimos que se tenía que callar porque quedaba mucha gente durmiendo en las habitaciones contiguas y, al no llegar las paredes hasta el techo, cualquier ruido se escuchaba desde todas ellas. Nuestra advertencia no consiguió hacerle callar del todo y eso, sumado al volumen irregular de la voz de Adolfo y al inevitable ruido de las bolsas al rehacer las alforjas hizo que, a pesar de todo nuestro cuidado, se despertaran los inquilinos de una de las habitaciones. Primero nos chistaron desde la cama y luego se levantaron.

- ¡¡Ya está bien!! ¿¡Qué falta de respeto es ésta!? -preguntó un señor bajito que irrumpió en calzoncillos en nuestra habitación.

- Usted disculpe pero este chico es sordo y este otro es sordo y ciego así que, como usted comprenderá, es bastante difícil regular los tonos de voz y evitar todos los golpes. A pesar de todo, lo hacemos lo más silenciosamente que podemos -respondí.

- ¡Tenemos niños y los vais a despertar a todos! -insistió de forma desagradable y sin hacer caso a lo que acababa de decirle.

- Pues mire, lo siento mucho -respondí ya sin miramientos ante su evidente falta de comprensión.- Además, esto es un albergue y tampoco es una hora tan intempestiva así que no le va a quedar más remedio que aguantar un poco.

El tipo marchó malhumorado y nosotros, antes de seguir recogiendo las cosas, sacamos a Gerardo de la habitación y lo llevamos abajo. Tampoco se trataba de empezar el Camino con una pelea y, a pesar de lo que le habíamos dicho al gnomo de los calzoncillos, entendíamos que era una faena despertar a los que querían seguir durmiendo.

Cuando todo estuvo recogido lo bajamos a la calle y sacamos de la furgoneta el triciclo, las bicis y el carrito porta-bultos. Íbamos a dar inicio al ritual de puesta en marcha que consistía en quitar los candados de las bicis, colgar las alforjas de Rafa en su Giant, meter la gigante bolsa de color naranja en el trailer y engancharlo a la Lapierre de Adolfo, colocar las dos bolsas del triciclo, una en el manillar y la otra sobre la parrilla del portabultos, ésta última flanqueada por dos esterillas, y, por último, ayudar a Gerardo a subir en el Copilot y sujetarle los pies a los pedales. Eran aproximadamente la ocho cuando finalmente todo estuvo dispuesto. Víctor ya había regresado de su rápido e improvisado desayuno y tenia a su equipo colocado para filmar el inicio de etapa. Nos despedimos de Geli y Tane y enfilamos hacia la salida del camping.

- Bueno chicos, esto empieza de verdad -dije.- ¿Arrancamos?

- ¡¡Eh, Javi, espera, espera!! -llamó MariMar.

- ¿Que pasó? -le pregunté y, al girarme hacia ella, la vi venir corriendo.

- ¡Que no me has dado el beso de salida! -respondió riendo mientras se ponía de puntillas y me daba un beso.- Todos los días te daré uno antes de empezar la etapa, ¿vale?

- Por mi encantado -le contesté y nos dimos un abrazo.

Era genial tener a mi hermana con nosotros. Ocupándose de que todo estuviera bien y no faltara de nada y, lo que es mejor, siempre con una sonrisa en los labios. A lo largo de la ruta se iba a convertir en parte fundamental de nuestro bienestar. Sin ir más lejos, esa misma mañana nos iba a salvar de tener que abandonar la recién comenzada aventura.

- Buen viaje chicos -dijo Víctor cuando coronábamos la pequeña cuesta que hay entre la salida del camping y la carretera que nos llevaría hasta Pamplona.

- Gracias. Nos vemos donde queráis -contestó Rafa riendo.

La etapa del día tenía que llevarnos hasta Cizur Menor, un pequeño pueblo situado unos cinco kilómetros más allá de Pamplona y, en principio, sólo presentaba dos grandes dificultades. ¿¡¡He dicho "sólo"!!? Debe ser que el tiempo que ha pasado desde que pedaleamos por allí me ha hecho perder la perspectiva porque, si lo pienso con un poco de calma, tengo que reconocer que las dificultades eran de órdago, especialmente la del trazado de la carretera, estrecha, llena de curvas y sin arcén. En muchos momentos las pasamos canutas con los coches y camiones. Menos mal que venía Rafa con nosotros y asumió el papel de escudo regulador de adelantamientos que sino la cosa hubiese sido mucho peor. Aún así hubo más de un merluzo, por llamarle de un modo suave, que pasó de nosotros y de las indicaciones de Rafa y nos puso el corazón en un puño. La otra dificultad era el perfil, ya que íbamos a tener que superar dos puertos en los primeros kilómetros de la mañana: el alto de Mezquiritz y, a continuación, el del Erro. La verdad es que al final no fue tan dura la cosa. Subimos los dos picos sin mayores problemas. Nuestra mejor ayuda fue el propio miedo que nos daban que nos hizo empezar con mucha calma y evitó que se nos atragantaran las pendientes.

No sé si os habéis dado cuenta de que, cuando empecé a hablar de las dificultades del día dije que, "en principio", sólo íbamos a tener dos complicaciones. ¡Qué equivocados estábamos! Al final el verdadero problema no fueron ni los camiones ni las cuestas. ¿Recordáis lo que conté de los hilitos de goma que se soltaban de las ruedas cuando fuimos de Roncesvalles a Espinal? Pues bien, nada más salir de Espinal comenzamos a notar que las ruedas continuaban desmigándose Pero lo realmente preocupante fue que, al cabo de unos pocos kilómetros, empezó a verse un sospechoso color marrón en el vientre del neumático. Paramos para mirarlo con cuidado y nos dimos cuenta de que, en menos de 15 kilómetros, nos habíamos comido un juego de ruedas.

- ¿Habéis visto eso? -dije sin poder creer lo que estaba viendo.- ¿Estarían defectuosas estas ruedas?

- No creo -dijo Rafa.- Es posible que alguna de ellas tuviera algún defecto pero no que las dos estuviesen igual de mal y date cuenta de que las dos están hechas polvo de la misma forma.

- Entonces.... ¿qué coño pasa? ¿Serán demasiado blandas estas ruedas para este tipo de bici o acaso esta carretera es más abrasiva de lo normal? El otro juego duró mucho más, casi 300 km.

- Eso de que duren sólo 300 también es muy raro ¿no?

- La verdad es que sí pero... es lo que hay. ¿Tú que dices Adolfo?

- Que es muy extraño que duren sólo 300 pero eso al menos da un cierto margen. Ahora bien, que nos las hayamos cargado en 15 kilómetros eso sí que es una putada y una locura. ¿Qué hacemos?

- Hay que llamar a Mar para que nos traiga más neumáticos, cambiarlos cuanto antes y confiar en que se trate de unas ruedas poco adecuadas y que a partir de ahora no tengamos problemas -dijo Rafa dando por zanjada la conversación.

Llamamos a MariMar y le explicamos lo que había sucedido. Todavía estaba en el camping esperando a que abrieran la cafetería para recoger los bloques de agua congelada que usábamos para mantener fresco el interior de la nevera de camping. Le dijimos que recogiera el hielo, que mientras tanto nosotros seguiríamos rodando hasta encontrar un lugar seguro en el que cambiar las ruedas y que ya le avisaríamos de donde parábamos.

Fue muy poco lo que seguimos pedaleando. Enseguida llegamos a Lintzoain y nos quedamos en la entrada de una casa. Comenzamos a desmontar las cubiertas para perder el menor tiempo posible en cuanto llegara Mar. No pasaron más de 15 minutos cuando la vimos aparecer en la curva de entrada al pueblo.

- ¿Qué ha pasado? -preguntó con cara de preocupación y de sorpresa.

Mientras finalizábamos la operación del cambio de ruedas le contamos la historia que ya conocéis. Tampoco le encontró explicación. Simplemente se quedó tan flipada como nosotros. Por precaución, y visto lo visto, decidimos colocar otros dos de los juegos restantes en el carro del equipaje.

- ¿De verdad creéis que os harán falta? Daos cuenta que estas son mucho más duras que las Diábolo -dijo Mar.

- Ya, pero... ¿quién contaba con lo que ha pasado? Además, llevando el carro no nos cuesta nada cargar con las ruedas -respondí yo.

No sé que hora sería cuando volvimos a arrancar. Lo que sí recuerdo con total nitidez es que no les quitaba ojo a las ruedas de delante y que iba sentado en el sillín casi de puntillas, como no queriendo pesarle a la bici más de lo necesario.

Cruzamos Lintzoain y comenzamos el ascenso al alto del Erro. Seguíamos yendo con mucha calma, siguiendo aquella máxima que alguno de nosotros había escuchado en algún sitio y que decía que "para llegar a lo más alto del monte como un joven había que empezar a subirlo como un viejo." Nos adelantaron varios ciclistas, todos ellos con sus respectivas alforjas y casi todos tuvieron alguna palabra de curiosidad hacia el triciclo.

- ¡Vaya bici más rara lleváis!

- ¿Os gusta? Es que mi copiloto es sordo y ciego y ésta es la única forma de poder hablar con él mientras pedaleamos.

- Está genial. ¿Hasta donde vais a ir?

- Nuestra intención es llegar a Santiago.

- Pues que tengáis mucha suerte. Buen Camino.

- Buen Camino también a vosotros.

Al salir de la última curva antes del alto vimos el cartel que anunciaba el punto final de la subida. Al lado del pictograma de una montaña se leía: "Erro 801 metros". Detrás del cartel estaba el coche de Rafa y, en medio de la carretera, MariMar nos hacía señales para que paráramos. Quería decirnos que había una fuente para coger agua y una zona para descansar. Las ruedas hacía rato que estaban destilando fideos de goma. No obstante había decidido no hacerles caso hasta finalizar la ascensión. Salimos de la carretera al coronar el puerto y paramos al lado del coche.

- ¿Cómo va? -preguntó Adolfo.

- Sigue deshilachándose -contesté.

- ¿Estás seguro?

- Fíjate y verás como va soltando hilos.

- ¡Qué putada!

- Ya lo creo. A ver lo que duran estas ruedas.

Y duraron bien poco. Un ratillo después de reiniciar la marcha, ya en pleno descenso, vimos que en medio del color negro del neumático empezaban a asomar unas zonas marrones.

- Me parece que éstas están ya en las últimas -dije empezando a desesperarme.

- No jorobes -dijo Rafa.

- Hay trozos en los que ya no queda nada de goma.

- ¿Cuánto falta para terminar la bajada? -preguntó.

- No debe quedar mucho así que casi esperamos a llegar a Zubiri y allí decidimos que hacer. ¿Os parece?

- Por mi vale -respondió Adolfo haciendo uso de una de sus frases más habituales.

- Sí, mejor eso que parar aquí en medio.

Entramos en Zubiri y paramos en el primer sitio que encontramos. Era el aparcamiento de un bar poco después del cruce con la Carretera de Saigots (N-138). Las ruedas estaban hechas jirones.

- ¡Pues hay que volver a cambiarlas! ¡¡Me cago en la puta!! -dije.

- A este ritmo hoy no llegamos a Pamplona -añadió Rafa.

- Ni a Pamplona ni a ningún sitio. Cambiar ruedas cada 300 km es un despropósito pero cambiarlas cada 15 es una locura absoluta. Si esto sigue así va a haber que llamar a Geli y decirle que dé la vuelta y venga a recogernos. Hoy llevamos hechos poco más de 22 kilómetros y ya hemos fundido cuatro ruedas.

- Y Víctor sin enterarse -dijo Adolfo.

- Tienes razón -estuve de acuerdo con él.- No sé que es más putada si dejar a Gerardo sin cumplir su sueño o decirle a Víctor que, después de toda la inversión que ha hecho, no somos capaces de hacer ni una sola etapa.

- Tranquilos hombre -intervino Rafa tratando de calmar nuestro ánimo o, mejor dicho, nuestros desánimos.- Todo esto ha detener una explicación. Ya veréis como se arregla de un momento a otro.

- Me encanta tu optimismo pero lo cierto es que no sé como coño va a arreglarse la cosa si esto sigue así.

Le pusimos ruedas nuevas por segunda vez y volvimos a la carretera con el miedo en el cuerpo. A pesar de todo lo que nos concentramos en enviar buenas vibraciones a la bici, la cosa no cambió en absoluto. La buena de la Copilot no tardó nada en volver a sembrar de fideos la carretera. Al llegar a la zona de descanso de Zabaldika no nos quedó más remedio volver a parar.

- ¡¡ESTO ES LA OSTIA!! Fijaos en estas ruedas. No les queda ni un gramo de caucho. Están ya en los hilos de la base -dije desesperado.

- Pues ya no nos quedan más. ¿Qué coño hacemos ahora? -dijo Rafa.

- Rafa, sigues teniendo tarifa plana en el móvil, ¿verdad? Déjamelo para llamar a Richi a ver si se le ocurre alguna solución.

Marqué el número del móvil de Richi con el corazón en un puño. Por alguna razón pensé que él podría dar con el quiz de la cuestión. Le expliqué lo que nos pasaba y se quedó de piedra. Lo único que pudo aconsejarnos fue que tratáramos de localizar neumáticos de la misma marca que los que traía de origen el triciclo porque con aquellos habíamos hecho 300 kilómetros sin problemas. También podíamos intentar montarle unos de BMX ya que, según dijo, son los más resistentes de todos. Llamamos enseguida a MariMar y le pedimos que buscara tiendas de bicicletas en Pamplona y que preguntara por neumáticos Schwalbe de 20" o de BMX de la misma medida. Como Rafa tenía internet en el móvil le pasó un par de direcciones para que empezara la búsqueda. Una vez resuelto eso, el mismo Rafa continuó con las pesquisas telefónicas y consiguió hablar con el importador oficial en España de Schwalbe. Le dijeron el nombre de sus distribuidores en Pamplona y Logroño y le aconsejaron que era mejor que acudiéramos a una de esas tiendas en lugar de encargarles a ellos que nos enviaran una rueda concreta a algún apartado de correos.

Estuvimos allí parados esperando a Mar durante casi dos horas haciendo, según palabras de Rafa, "mil cábalas e invadidos de pensamientos funestos". Menos mal que había una buena sombra porque sino nos hubiéramos asado a fuego lento. En ese tiempo le dimos más de 100 vueltas a la bici tratando de averiguar cual era el problema y finalmente creímos dar con la solución. Una solución que explicaba el por qué del exagerado gasto de ese día y del repentino desgaste de las ruedas originales porque había sido de la noche a la mañana que se habían limado aquellas y todo a raíz del accidente que tuvimos con Gerardo. Cuando llevé el triciclo al taller después del golpe, le dije al mecánico que se fijara en la dirección porque daba la impresión de que se había movido y que las ruedas estaban un poco abiertas por delante. Me dijo que lo miraría y cuando nos la devolvió, al preguntarle yo por ese detalle, respondió que ya lo había solucionado. Pues bien, en aquella espera desesperada, nos dimos cuenta de que las ruedas de delante continuaban más abiertas por el frente que por detrás. Ese tenía que ser el motivo del desastre y por eso las primeras ruedas se habían comportado con normalidad hasta el día del accidente y se habían fundido en las dos salidas que hicimos después de la reparación.

Eran más o menos las tres menos cuarto cuando Mar por fin apareció. Además de cabreados y asados, estábamos también muertos de hambre así que lo primero que hicimos fue comernos un bocata de sardinas. Cuando tuvimos llena la tripa nos ocupamos de cambiar las ruedas del triciclo. Mar no había podido encontrar ninguna Schwalbe pero nos trajo dos juegos de BMX. Elegimos las que nos parecieron más duras y las instalamos. Habíamos depurado tanto la técnica del cambio de ruedas que las re-emplazamos en un santiamén y volvimos de nuevo a la carretera. No teníamos tiempo que perder ya que aún nos faltaban cerca de 20 kilómetros, no sabíamos como iban a responder las nuevas ruedas y teníamos que pasar por un taller de bicicletas para tratar de arreglar la avería.

LO QUE NOSOTROS NO VIMOS

Porque cuando el primer día os pasó lo de las ruedas, sé de tu desesperación, sé de tu temor a no poder hacerlo, a pensar que todo se iba a la mierda. Sí que es cierto que lo supe después porque hubo muchos momentos que no compartí con vosotros, sencillamente porque no estaba físicamente allí pero, sinceramente, jamás dudé ni un minuto, ni siquiera un segundo, de que lo conseguiríais. Sólo teníamos que encontrar una solución y eso dependía únicamente de nosotros. Y yo sabía que la habría. Hay cosas que, entre tú y yo, y sé que me entenderás, cosas que digo que son de Dios. Y sólo teníamos que confiar para saber que todo se solucionaría. Debí haberte dado una abrazo en algún momento y decirte, "Javier, confía. No hemos llegado hasta aquí para volver a casa. Lo vamos a conseguir, lo sé. Ten confianza. Buscaremos la solución y la encontraremos". ¡Pero ves! No te lo dije.

Cuando me fui para Pamplona con el encargo de encontrar una casa de bicis, ¡¡no sabes como iba!! Yo, que no voy a sitios que no conozco, que me voy en metro siempre para no entrar en la ciudad con el coche porque me pierdo y... sólo pensaba en encontrar la solución así que, me encomendé a mi Dios. Bueno, a ése Jesucristo que anda conmigo de vez en cuando y que tú conoces tan bien. "Señor Jesús", le dije. "Tú conoces de mis limitaciones así que, como no me eches un cable..." y en el primer semáforo, casi sin entrar en la ciudad, un ciclista se para a mi lado. Bajé la ventanilla en un impulso y le pedí que se apartara un momento, que necesitaba ayuda. Nos arrimamos y le conté de la necesidad de encontrar una buena tienda de bicis. Le dije lo que estábamos haciendo y el problema de las ruedas para que fuera consciente de la seriedad y la urgencia del asunto.

- ¡No te preocupes! Yo te acompaño. ¡Sígueme!

Cuando empecé a seguir a aquel chico por toda la ciudad, pendiente de mí, de que no me perdiera...di gracias a Dios y sonreí al darme cuenta de lo fácil que es todo cuando confías. Sentí que Él lo había puesto en mi camino y le agradecí por sentir que nunca, y a pesar de todo, me hubiera abandonado. Bueno, imagino que puedes imaginar lo que sentía. Llegamos a una calle donde el chico ya me indica la tienda e, ¡¡increíble!! Un sitio para aparcar en la misma puerta. Me despedí de él, le di mil gracias y él nos deseó toda la suerte del mundo. Hay más gente buena de la que creemos o nos hacen creer. Lo que sucede es lo que digo yo siempre, que pasan desapercibidos porque no hacen ruido. Cogí la rueda gastada y me dirigí emocionada a la tienda. Sentía que todo estaba resuelto. ¡Pero no! No voy a decir que todo el gozo en un pozo, porque mentiría, pero casi. Después de hablar con el señor de la tienda y rogarle que me diera una solución cuando me dijo que no íbamos a encontrar las ruedas que buscábamos, etc... conseguí que me mandara a una tienda de Suzuki. Puse más monedas en el parquímetro para dejar el coche donde estaba porque no quería perderme y prefería ir andando. Salí corriendo con la rueda gastada al hombro y, sonriendo para mí y para Él le dije, "ya, ya sé que hubiera sido demasiado fácil. Esto era demasiado sencillo. Quieres que hoy siga aprendiendo. ¡Vale! ¡No voy a parar!" Sentía que era como una especie de juego de pistas que tenían un fin de aprendizaje. Real como la vida misma en la que hay que luchar a cada momento. Nada es fácil pero al final siempre sale todo bien. Y siempre acabo diciéndome: "¿por qué sufres? ¿por qué te preocupas si después, de una forma u otra, todo se resuelve?" Así que, con la confianza absoluta de que éramos capaces de poder con todo, porque no podía ser de otra manera, corrí con la rueda gastada y la mochila por las calles de Pamplona en busca de la casa Suzuki. Cuando la encontré me sorprendí de ver que era una casa de motos. ¡¡No había bicis!! Flipé. Pensé que el señor de la tienda se había equivocado. Pero no. Entré incrédula pero con la esperanza de encontrar a alguien que me diera una respuesta. Hablé con todos los que trabajaban en la tienda. Vimos y revolvimos todo su stock de ruedas. Tamaños, grosores, ¡¡bufff!! Nothing de nothing. Finalmente me hablan de una tienda de bicis al otro lado de la ciudad en la que es posible que tengan la marca de ruedas que me habíais encargado. Les pido las páginas amarillas y localizo su teléfono. Ellos, muy amables se brindan a llamarles pero no contestan así que decido no molestar más y con las indicaciones que me dan, salgo de la tienda muy agradecida por su amabilidad. Recuerdo que al salir te llamé por teléfono con el móvil y te conté. No me quedaba otra. Volví corriendo a por el coche porque, por cuestión de tiempo, esta vez no podía ni debía ir andando a lo que era claramente la otra punta de la ciudad.

Antes de salir conseguí contactar con ellos con el móvil y me aseguré de que estaría abierto cuando llegara y de que tenían solución para nuestro problema. Fue cuando hablé con Diego por primera vez. No sé cómo llegué hasta allí. Dejé el coche en cuanto me ubiqué en la zona y preferí salir corriendo para no dar vueltas en vano. Considero que andando es más fácil. Pregunté por la calle y por el hotel que se suponía estaba al lado de la tienda y..., preguntando se va a Roma, conseguí llegar. Diego fue un encanto. Le conté lo que nos había pasado y fue él quien me dijo que seguramente las ruedas estarían mal montadas. Que el que se cortara el caucho era por la inclinación que tenían. Al no estar rectas, el asfalto las cortaba. Me dijo que os acercarais y él os lo miraría. Cuando hablé con Rafa, que era mi interlocutor, y se lo conté, me dijo que en algún momento habíais hecho gestiones por vuestra cuenta con Rafael Abad (que realmente fue lo primero que os recomendé, que a través de Richi os pusierais en contacto con alguna tienda de Pamplona para ir a tiro fijo; pero bueno, las cosas sucedieron así). De momento yo confié en Diego y compré las ruedas que él me aconsejó pero con la seguridad de que, si no modificábamos el montaje, volverían a destruirse. Le dije que volveríamos por la tarde y regresé con las ruedas corriendo al coche. Localicé de nuevo la salida, no sé como, y cogí la carretera para ir a vuestro encuentro. ¡SóloDios sabe lo que me costó llegar! Y lo que lloré al ver que no os encontraba. Al fin aparecisteis en aquel parque, muertitos de hambre y me sentí muy mal por no tener mejor sentido de la orientación y haber tardado tanto. Os conté lo importante. Que Diego se había brindado y que debíamos modificar el montaje de las ruedas. Por la tarde yo volví a la tienda y allí os esperé. Le dije a Diego que iríais por allí, que, de hecho, ya estabais de camino. Pasé la tarde allí haciendo guardia en la puerta de su tienda. Finalmente me llamó Rafa y me dijo que habíais ido a otra distinta, una que os habían recomendado desde Valencia.

Entramos en Pamplona poco antes de las seis de la tarde y, hasta el momento, no había habido novedad con las ruedas. Ni un sólo hilo de caucho se había desprendido de los neumáticos. MariMar nos había dado la dirección de la tienda de bicis en la que había comprado las cubiertas para que nos pasáramos por ella. De hecho ella iba a estar esperándonos allí al lado. El chico se había portado muy bien con ella y como Mar le había hablado del triciclo tándem le hacía ilusión verlo y tratar de arreglar la avería. No obstante, como Rafa había conseguido la dirección del distribuidor de Schwalbe y consideramos prioritario hacernos con unas cubiertas de esa marca, decidimos pasar primero por Oraintxe Bicis en la Calle Nueva. Se sorprendieron un montón al ver nuestro triciclo y se interesaron enseguida por el problema que teníamos. Eneko y su compañero tomaron medidas de las separaciones entre las ruedas delanteras y rápidamente llegaron a la conclusión de que nuestro diagnóstico había sido acertado. Dijeron que las dos ruedas de delante, en lugar de ir rodando, se iban arrastrando sobre el asfalto como si fuera un quitanieves y esa era la razón de que se destrozaran en un visto y no visto. Pusieron manos a la obra y ajustaron la dirección al milímetro. No obstante, por las dudas, les compramos dos juegos de Schwalbe y les encargamos otros dos de calidad superior que, como no tenían en stock, nos situaron un par de días más tarde en la oficina de Seur de Logroño. Nos atendieron estupendamente y no quisieron cobrar nada por la reparación que, dicho sea de paso, fue mano de santo ya que no volvimos a tener el más mínimo problema. De hecho llegamos a Santiago con las mismas ruedas BMX con las que entramos en Pamplona y hoy, uno de Enero de 2010, aún siguen montadas y rodando tres veces por semana. Desde aquí... un millón de gracias por su ayuda.}

Telefoneamos a Mar desde Oraintxe para decirle que, aparentemente (y todos cruzamos los dedos al decirlo), teníamos el problema solucionado y que, como era tan tarde, ya no iríamos por la otra tienda. No le pareció muy bien ese cambio de planes porque llevaba casi dos horas esperándonos allí y, además, ya le había anunciado a Diego, el chico que la atendió, que pasaríamos a saludarle. Le recordamos el retraso tan grande que llevábamos, lo que aún nos faltaba para finalizar la etapa y la demora extra que supondría cruzar Pamplona de nuevo y al final, un poco a regañadientes, nos perdonó el plantón. Quedamos con ella junto a la Clínica Universitaria de Navarra, situada en la avenida de Pío XII, salida de la ciudad hacia Cizur.

Llegamos al hospital y Mar ya estaba esperándonos. Nos había comprado unos pastelillos (bendita sea su ocurrencia) y unos refrescos. Aparcamos la Copilot enfrente del Centro Médico y nos sentamos en el banco de la parada del bus urbano a reponer fuerzas. Mientras comíamos me di cuenta de que se había acercado al triciclo una mujer joven con un niño de unos ocho años cogido de la mano. Se quedaron mirando el "extraño artilugio" sin atreverse a tocarlo. Me acerqué a ellos.

- Hola. ¿Te gusta nuestra bici? -le pregunté al niño.

- Sí, es muy bonita, ¿verdad cariño? -respondió la señora acercándose al niño para hablarle y luego, volviéndose hacia mi-. Perdona pero es que tenemos un pequeño problema en los oídos y no escuchamos bien, ¿a que sí, hijo? -dirigiéndose de nuevo al chiquillo-. Pero acabamos de ver al médico y lo van a arreglar muy pronto.

- ¡No me digas! ¡Qué casualidad! ¿Sabes que en esta bici va un chico que ni ve ni oye? ¿Quieres conocerlo? Está sentado en aquel banco.

-¿Quieres conocer a ese chico? -le preguntó la madre. Se le notaba a la legua la tristeza y preocupación que le suponía la problemática de su hijo.

Nos acercamos al banco y le presentamos a Gerardo. El niño se llamaba Ánder y quedó muy sorprendido al ver como hablábamos con las manos. Le explicamos a su madre lo que estábamos haciendo y nos deseó mucha suerte. Nosotros también se la deseamos a ellos. Ojalá que Ánder consiga recuperar la audición y su madre la sonrisa.

Eran casi las ocho cuando enfilamos la cuesta de entrada a Cizur Menor. Víctor nos había telefoneado para decirnos que no nos preocupáramos del alojamiento, que después de un recibimiento vergonzoso y una discusión de órdago, había conseguido que nos guardaran sitio en el albergue de Maribel Roncal. La señora Roncal poco menos que los había mandado al cuerno cuando le explicaron que llegábamos y el problema que habíamos tenido con el triciclo. No quiso atender a razones y llegó a decirles que bajo ningún concepto nos iban a aceptar en su albergue. Al parecer no se creía nada de lo que le contaron y se hizo a la idea de que estábamos explotando a un "pobre discapacitado" con dios sabe qué oscuras intenciones. No sé que fue lo que le hizo cambiar de opinión, el caso es que, finalmente, pudimos pasar allí la noche. No fue un dechado de amabilidad, más bien al contrario; fue seca y apremiante en todo momento. De hecho ni se molestó en querer saludar a Gerardo. He de decir en su descargo que, al día siguiente, se disculpó con nosotros por su actitud anterior y nos orientó estupendamente sobre la mejor forma de sortear el alto del Perdón con nuestra bici.

Pero bueno, volvamos al momento en que llegamos a Cizur. La entrada en el pueblo desde Pamplona se hace por una cuesta que finaliza en una rotonda que hay que abandonar por la primera salida de la derecha si quieres dirigirte al albergue. En la rotonda nos esperaba Luis, uno de los cámaras, que, además de filmar ese último repecho, nos orientó hacia la meta del día. Otra suave cuestecilla y, unos cien metros más adelante, en el margen izquierdo de la misma calle, vimos la auto-caravana y el resto del equipo de Víctor. A su lado estaba un grupo de unas diez o doce personas que comenzaron a aplaudir en cuanto nos vieron llegar. Lo cierto es que fue un cálido recibimiento que hizo sonreír a Gerardo de oreja a oreja. Yo me sentí muy violento y hubiese querido estrangular a Víctor porque me lo imaginé contándole a toda aquella gente, peregrinos como nosotros, una fantástica historia acerca de lo que estaba por llegar, pero he de reconocer que se lo perdoné en cuanto vi lo feliz que hizo a Gerardo el recibir no menos de catorce besos de un montón de "chicats guapats".

- ¡Madre mía! Sabe dios lo que os habrán contado y lo que os habrán pagado por estos aplausos -dije para romper el corte que sentía.

La gente se rió y yo le hice a Víctor un gesto como de estrangularle. Cuando bajamos del triciclo todos se acercaron a saludar y les dije a las chicas que a Gerardo le encantaba dar y recibir besos así que poco menos que se pusieron en cola y le obsequiaron con un buen puñado de ellos. Estaba radiante.

Maribel salió afuera para decir que nos diéramos prisa en entrar porque se estaba haciendo tarde y tenía que asignarnos las camas. Sellamos las credenciales y pagamos. Mar fue con ella para ver donde nos iba a tocar dormir mientras Rafa, Adolfo y yo guardábamos las bicis en un galpón. Entretanto Gerardo quedó al cuidado de Rocío y Alberto, otros dos de los miembros del equipo de Víctor. Llegado ese momento comencé ya a mirarles con otros ojos. No sólo nos habían solucionado el alojamiento sino que se iban a quedar cuidando de Gerardo mientras colocábamos los trastos en orden para pasar la noche. Pero lo que fue la bomba que acabó por vencer mi resistencia fue...

- Hola Javier. Un día duro, ¿eh?

- Hola Víctor. Sí, la verdad es que ha sido bastante duro.

- Arreglaron ya el problema de las ruedas, ¿no?

- Parece ser que sí. A ver cómo se da mañana la cosa pero hemos corregido la defectuosa alineación y debería ir todo bien.

- Bueno, me alegro. Dúchense ahora y no se preocupen por nada que de la cena me ocupo yo. Voy a cocinar un arroz para nosotros y están ustedes invitados.

- Muchas gracias. Me quitas un peso de encima porque a estas horas iba a resultar difícil encontrar algún sitio abierto en el que comprar.

- Ustedes tranquilos. Aséense y vengan luego a cenar. Vamos a montar unas mesas en el jardín aprovechando lo buena que está la tarde.

Puedo jurar que le habría besado, no en los labios, claro está, pero sí que le habría estampado un buen abrazo. Había sido un día muy duro. La tensión que soportamos al ver que todo podía irse al garete por culpa de las ruedas nos había llevado al límite. Es cierto que fue un gran alivio detectar la avería y ver como se le daba solución de un modo objetivo, es decir, sabiendo a ciencia cierta que se estaba modificando la disposición de los ejes y que gracias a eso todo iba a cambiar. Pero claro, aún faltaba llegar al sitio, buscar alojamiento y conseguir alimentos para la cena y eso, a veces, puede resultar bastante complicado. Especialmente a última hora de la tarde de un día de Agosto en el camino Francés. O sea, que teníamos todos los boletos para pasar apuros y entonces apareció Víctor y disipó todos los nubarrones de un soplido.

El albergue era enorme, con varias edificaciones que contaban a su vez con varias habitaciones cada una. Nos asignaron 3 plazas en una de ellas y dos en la contigua de modo que Adolfo, Gerardo y yo nos ubicamos en la primera y Mar y Rafa en la segunda. Había casi un lleno absoluto pero como era tan tarde prácticamente todo el mundo estaba duchado así que no tuvimos que hacer cola. Fue muy gracioso el modo en que nos miraron a Gerardo y a mí al vernos salir juntos en la ducha. La cara les cambió cuando se dieron cuenta de que no se trataba de ningún tipo de depravación sino que era más bien una exigencia del guión de la vida del coleguilla sordo-ciego.

La cena estuvo magnífica. Sirvió para romper el hielo entre los dos grupos y comenzar a conocernos. Había ido todo tan rápido hasta ese momento que casi ni habíamos podido presentarnos en condiciones. Ellos eran siete: Víctor, claro, su hijo Alberto de diecisiete años, Paula y Luis, los dos cámaras, Natalia, la jefa de producción, encargada de que todo estuviera perfecto a todos los niveles excepto en lo técnico, Rocío, la asesora técnica y Alberto, novio de Rocío y dueño y conductor del coche de apoyo de la productora. Habían juntado varias mesas en un rincón del jardín, las habían preparado con la vajilla, cubertería y vasos de la auto-caravana y lo habían completado todo con algunas cosas del albergue. Cuando nos sentamos a la mesa, una enorme cacerola humeaba en el centro. Contenía un arroz con pollo y champiñones buenísimo. Nos pusimos hasta la bandera, tanto... que, después, a duras penas pudimos dar cuenta del trozo de tarta de Santiago que nos correspondía para postre. Hacía tiempo que no me sentaba tan bien una comida. Estuvimos charlando sobre las incidencias de la jornada y se tiraron de los pelos por no haber podido captar ninguna imagen de todo lo sucedido. Víctor decidió no volver a dejarnos solos ni un minuto. Al terminar la cena quisimos colaborar en la recogida de la mesa pero no nos lo permitieron. Nos enviaron a la cama sin contemplaciones. Lo dicho, habían dejado de ser un posible incordio y se habían convertido en una inestimable ayuda. Veríamos en lo sucesivo.

En teoría las luces de las habitaciones se apagaban a las 22.00 horas y eran menos cuarto cuando nos levantamos de la mesa. Fuimos corriendo al retrete y a lavarnos los dientes. Pero, a pesar de eso, cuando llegamos a la habitación las luces ya no estaban encendidas. Afortunadamente nuestras camas quedaban cerca de la puerta y pudimos aprovechar la luz del patio para acostarnos. No sé los demás pero yo estaba hecho polvo. A Gerardo se le veía feliz como un sapo y quizá era al que se le notaba menos el cansancio. No en vano fue el que menos se enteró del desaguisado y pasó la mayor parte de los tiempos muertos simplemente descansando.

Al rato de estar en la cama tuve que levantarme a por los tapones para los oídos. Había un par de peregrinos con toda la pinta de ser unos profesionales del ronquido y no quise escucharlos más de lo necesario. Cuando Adolfo me vio bajar de la litera me preguntó con signos qué era lo que pasaba. Le expliqué lo de los ronquidos y el muy capullo se descojonó de risa diciendo que él no tenía ese problema. ¡Será capullo! Un buen colega de viaje el Adolfo.

Esa noche eran las cinco y cuarto cuando Gerardo me llamó para que le acompañara al baño. También quise estrangularle, pero me contuve.

[subir]

Cizur Menor - Villamayor de Monjardín

Jueves 20 de Agosto
60 km en 4 horas y 50 minutos

El despertador sonó de nuevo a las seis aunque esta vez me encontró ya despierto por el trajín de los peregrinos caminantes. Ellos acostumbran a levantarse bastante más temprano que los ciclistas lo cual puede ser un arma de doble filo. Por un lado es bueno porque, de esa forma, cuando tú vas a levantarte ya no queda casi nadie acostado y puedes encender las luces. Sin embargo, también puede ser malo, porque, según con quien coincidas, pueden despertarte sin miramientos a la hora que se le ocurra al merluzo de turno. Me levanté y fui al cuarto de Rafa a despertarles a él y a Mar. Mi hermana ya no estaba en la cama sin embargo Rafael continuaba envuelto en las mantas y tuve que darle un par de empujoncitos para que abriera los ojos.

- Arriba dormilón, que tenemos un largo día por delante.

Como ya sabéis, el día anterior no pudimos comprar cosas para el desayuno así que hubo que conformarse con cafés, tés y chocolates de máquina. Aparentemente cómodo pero, desde luego, mucho más caro que calentar tus propias cosas en la cocina del albergue. Víctor se dio cuenta de lo que nos había pasado y le dijo a MariMar que, a partir de ese día, le pidiera siempre a él la leche por la noche. Según le contó, había comprado dos cajas de leche antes de salir de Vigo para los desayunos de su grupo y resultó que ninguno de ellos la bebía. Eso nos garantizó leche gratis para toda la ruta. Ya dice el refrán eso de que "no hay mal que por bien no venga". Mal para ellos, bien para nosotros.

Esta vez tardamos un poco más en estar listos. La demora vino porque al haber guardado las bicis en el galpón tuvimos que sacarles todo para evitar disgustos y nos llevó cierto tiempo volver a colocar las bolsas pequeñas. Tampoco ayudó en nada el hecho de que la puerta de entrada al improvisado garaje fuera demasiado estrecha para la Copilot de modo que hubo que desmontarla para meterla y volver a hacerlo para sacarla. En fin, que entre unas cosas y otras se nos alargó casi media hora el tiempo de preparación y hasta las 08:30 no estuvimos listos para empezar a pedalear.

Maribel nos dijo que, de ninguna manera, se nos ocurriera seguir las flechas amarillas en ese tramo del Camino. La subida del Perdón, y mucho más la bajada, no eran aptas para hacerlo con nuestra bicicleta de tres ruedas. De las otras dos opciones, subir por Astrain o rodear por Esparza de Galar y Eunate, nos recomendó la segunda que fue por la que finalmente optamos. Hacía tiempo que quería visitar la famosa capilla templaria de Eunate y hasta el momento no había podido así que ésa iba a ser una ocasión estupenda para hacerlo.

La mañana era espléndida. Lucía el sol y no había ni una nube que tapara el brillante azul del cielo navarro. La temperatura era tan agradable que desde primera hora pedaleamos con los maillots de manga corta. Fueron contados los coches con los que nos cruzamos por aquellas tranquilas carreterillas y eso le permitió a Alberto situar el suyo a nuestro lado durante largos tramos para que Paula pudiera filmarnos con comodidad. Me imaginé a mi mismo trabajando en lo mío y encontrándome con alguien haciendo lo que iban haciendo ellos. Preferí no pensarlo demasiado. Afortunadamente fueron siempre muy atentos y ni molestaron a nadie ni crearon ninguna situación de peligro.

Eran cerca de las diez y media cuando dejamos la carretera autonómica NA-601 y tomamos el desvío hacia Santa María de Eunate. Al ver la pequeña iglesia entendí que se le hayan dedicado tantas líneas en tan diferentes ámbitos. Es algo que no te deja indiferente: su situación, su forma, su claustro exterior rodeado de arcos, sus capiteles historiados cada uno con un motivo diferente, la arquería interior, sus cúpulas,... y, también, la historia y el misterio que la rodea. MariMar ya había llegado y nos esperaba con un montón de fruta y zumos para reponer fuerzas. En eso estábamos, ocupados en comer me refiero, cuando comenzamos a escuchar un cántico que provenía del interior de la iglesia. Al principio pensé que se trataba de algún tipo de reproductor de sonido que de tanto en tanto se ponía en marcha para acompañar a las visitas. Algo así como cuando se encienden las luces de una catedral al depositar una moneda en la ranura al efecto. Los apremiantes gestos de un peregrino llamando la atención de sus compañeros me hizo levantar y acercarme a la entrada. No era ningún aparato electrónico lo que producía o, mejor dicho, reproducía esos sonidos. Se trataba de un hombre con una edad más cercana a los sesenta que a los cincuenta que adornaba su cara con unos enormes bigotes. Estaba de pie, en el centro de la pequeña iglesia, de cara al altar, con la cabeza levantada y los ojos cerrados. De su garganta salían unos sonidos tan profundos y armoniosos que se me pusieron los pelos de punta y lo lamenté de veras cuando finalizó el himno que entonaba. Seguí allí, en silencio en aquella penumbra, con la esperanza de que volviera a comenzar... pero no fue así. Al poco rato el hombre salió por la puerta y, por la expresión de alguno de los rostros que me miraron, fuimos más de uno los que nos quedamos con ganas de más.

Al terminar el pequeño almuerzo, Mar se llevó a Gerardo a conocer la iglesia. Estuvo mirando con sus manos las paredes exteriores, las columnas y el doble muro del quicio de la puerta de acceso a la capilla.

- ¡Hay dos!, ¡hay dos! -dijo cuando se dio cuenta del detalle.- ¿Es para que no se estropee?

Era genial verle "mirar" con los dedos, tocando cada cosa. Con que cuidado lo analiza todo con sus manos, exactamente igual que si lo estuviera viendo. Sus preguntas y comentarios suscitados por su incansable curiosidad y ganas de aprender nos dan mucho que pensar y nunca dejan de sorprendernos, lo mismo que su memoria. Es capaz de recordar datos tan increíbles como el día exacto en el que conoció a alguien, el lugar en el que lo hizo y el más mínimo detalle de algo que sucedió en aquel momento.

Estuvimos allí unos tres cuartos de hora, tiempo que Adolfo aprovechó, entre otras cosas, para jugar con una abeja que libaba en un diente de león y fotografiar uno por uno todos los capiteles del claustro. Cuando finalizó el reportaje recogimos los trastos y nos dispusimos a seguir la marcha.

La siguiente parada fue en Puente la Reina aunque sólo el tiempo justo para hacernos unas fotos y, de paso, para que Víctor tomara unos planos, eso sí, sin molestarnos en absoluto. Debo decir que durante toda la ruta cumplió su compromiso de dejarnos a nuestro aire y no interferir en ningún momento en nuestra marcha ni en nuestras rutinas. Un Crack Víctor. En aquel momento no sabía ni la mitad de lo que hoy día sé de él. Es un tipo genial, con un corazón enorme, más grande que el famoso puente del que acabamos de hablar. Ojalá que todo le vaya como él desea y que lo que me confió en secreto hace hoy seis días no pase de ser una pequeña anécdota en una vida larga y plena (hoy es 2 de enero de 2010, por si algún día lees esto, Víctor).

La salida de Puente la Reina hacia Estella la hicimos por la N-111a con dirección a Mañeru, única opción para nuestra Copilot. Pues bien, en ese tramo hay un pedazo de cuesta para las que hace falta atarse los machos antes de afrontarla. No quedó más remedio que agachar la cabeza y tirar de riñones. Y para más INRI, Gerardo continuaba con esa manía suya de dejar de pedalear en el momento más inoportuno. Desde los primeros entrenamientos había cogido la costumbre de darse la vuelta para preguntarme la cosa más insospechada cuando más dura estaba la cosa en la carretera. Supongo que le parecía una buena excusa para tomarse un descansito, pero cada vez que hacía eso, me mataba... y yo le hubiese matado a él. Se lo dije tropecientas veces pero... que si quieres arroz Catalina.

En fin, a lo que íbamos. Como he dicho, hubo que agachar la cabeza y apretar el culo para subir la cuesta. En esa posición me resultaba imposible mirar la carretera por encima de los hombros de Gerardo ya que él quedaba mucho más alto que yo, entre otras cosas porque su posición sobre la bici y su forma de pedalear no varían sea cual sea el desnivel de la carretera. Al principio eso resultaba un problema porque, los ciclistas lo saben bien, la posición del cuerpo influye muchísimo a la hora de aplicar fuerza a los pedales. Un día que salimos a pedalear en compañía, un amigo me hizo ver la solución. Me dijo que lo que tenía que hacer era guiarme por la línea del arcén y sólo de vez en cuando levantar la vista para asegurarme de que no hubiera ningún obstáculo en nuestra trayectoria. En eso estaba cuando, más adelante, en una curva a izquierdas, vi la auto-caravana del equipo estacionada en una zona de tierra. Volví a bajar la cabeza y seguí dándole a las piernas. Levanté de nuevo la vista y delante nuestra, de pie en el arcén, estaba Víctor dándole un tremendo mordisco a un bocadillo de chorizo grande como un mundo.

- ¿¡¡Ustedes gustan!!?

Apenas teníamos fuerza para respirar así que ni soñar en contestarle pero juro que lo hubiese estrangulado en aquel mismo momento. Vale que es cierto que sólo hacía poco más de una hora que habíamos almorzado pero... ¡¡únicamente fruta!! Y va el tío y se nos pone delante con semejante pedazo de bocata. ¡La madre que lo parió! Afortunadamente pasamos rápido por su lado y, concentrados como estábamos en la cuesta, olvidamos pronto el incidente. De hecho todavía tardamos quince minutos en llegar al alto. No es que lo fuera cronometrando, no. Lo supe después, por las fotos que nos tomó Luis en la curva y las que hizo luego, en la parada que hicimos arriba para recuperar el resuello. Porque eso fue lo que hicimos nada más terminar la subida, buscar una sombra y parar a respirar.

- ¡Vaya aparato más curioso! -fue lo primero que nos dijo sin bajarse de la bici. Llegó a nuestro lado y se bajó.- Buenos días.

- Buenos días. ¿Le gusta, pues? -le pregunté.

- Hombre, pues no lo sé. Es un poco rara, ¿verdad?

- Lo cierto es que sí, pero tiene una explicación. Es la bici de Gerardo -dije señalando a nuestro coleguita- y está diseñada de esta forma porque él es sordo y ciego y es la única posibilidad que tiene de ir bicicleta. Para poder comunicarnos durante la marcha él tiene que ir delante y tiene tres ruedas por la cuestión del equilibrio.

- Pero ¿cómo va a ir él delante si dices que es ciego?

- Porque esta bici se conduce desde al asiento de atrás.

- ¡¡Anda tú!! ¡Qué cosa más curiosa! Vas contento en la bici, ¿no?

- No le puede oír.

- Es verdad tú. Que torpe soy.

Se llamaba José Antonio y con sus 75 años salía a hacer dos horas de bici todos los días. Le presentamos a Gerardo y le enseñamos como comunicarse con él. Estuvo escribiéndole en letras mayúsculas en la palma de la mano para decirle que sí, que tenía arrugas y que era muy fuerte porque hacía mucho deporte. Le escribió su edad y le dijo que tenía el pelo blanco. Por su parte Gerardo se presentó como últimamente se presentaba a todo el mundo.

- Soy Gerardo. Veo poco, oigo poco, hablo mucho. Me gusta mucho los deportes: correr, pesas, piscina, bicicleta, lanzamiento de peso,... Voy desde Francia a Santiago con la bicicleta - se presentó con su simpática letanía de creación propia y reciente adquisición.

- ¡¡Mira que majo!! Pobre, que desgracia, ¿verdad?

- Hombre, es una gran putada lo que le pasa pero ya ve usted que es feliz -le dijimos.

- La verdad es que sí. Se le ve muy contento.

- Bueno, José Antonio, vamos a seguir la marcha que aún nos queda mucho para terminar la etapa.

- ¿Hasta donde vais, pues?

- Vamos a comer en Estella y, si todo va bien, pararemos a dormir en Villamayor de Monjardín.

- Pues sí, aún os queda una tirada. Unos 25 kilómetros más o menos. Os acompaño un rato si no os importa, que yo voy de vuelta para casa y llevamos el mismo camino.

Fuimos con él hasta el desvío de su pueblo.

- Os invito a mi casa a tomar un refresco.

- Muchísimas gracias José Antonio, pero tenemos que seguir que sino no llegamos a Estella a comer.

- Bueno, como queráis pero os invito de corazón.

Declinamos la oferta aunque me hubiera gustado conocer a su mujer. Un hombre tan agradable y con esa inquietud por el deporte a su edad, seguro que tenía una compañera también muy especial. En fin, son esas cosas que no puedes permitirte cuando vas en compañía y con planes prefijados. Algún día será posible perderse sin que sea el reloj sino las circunstancias y las gentes de la ruta las que marquen el ritmo.

Casi me olvido. En aquella parada en el alto después de Puente la Reina, Víctor dijo una frase que nos hizo reír un buen rato y que aún hoy en día me hace gracia recordar. La dijo cuando se unió a la conversación que estábamos manteniendo con el abuelito ciclista para referirse al ritmo que llevábamos cuando nos vio pasar a su lado en el "momento bocadillo". Volvió a usarla en varias ocasiones a lo largo de los días que duró la aventura. Casi podemos decir que fue una de las frases del Camino.

- Pero... son ustedes unos bárbaros. ¡Qué manera de pedalear! ¡¡VAN COMO EL PEDO!! ¡¡COMO EL PEDO!!

Menudo descojono nos entró. Por un lado por la expresión en sí. No se me ocurre otra que pueda expresar de manera más gráfica algo que va muy deprisa. Paraos a pensarlo: "como el pedo". Un pedo... es realmente rápido, ¿no?, sale disparado, ¿verdad? Vale, vale... no haré más comentarios al respecto. El otro motivo de hilaridad lo encontramos en el hecho de que alguien pudiera pensar que el triciclo subía deprisa. De haber estado por un momento en nuestro pellejo seguro que hubiese cambiado de opinión.

Entre una y media y dos menos cuarto, bajo un sol abrasador, llegamos a Estella. Vimos el coche de Rafa y la auto-caravana estacionados en un aparcamiento a la entrada de la ciudad y, casi al mismo tiempo, a mi hermana haciéndonos señales para que paráramos. Salimos de la carretera y nos detuvimos a su lado.

- Detrás de los coches, entre esa valla de madera y el río, hay unos bancos a la sombra. ¿Queréis que vaya a buscar unos bocatas y nos los comemos ahí?

- Vale -dijo Rafa.

- Por mi vale -dijo también Adolfo usando por enésima vez en esos días su habitual muletilla cuando le traduje la pregunta.

- Siempre contestas igual -le dije para pincharle.

- ¿A ti que te importa? -me contestó con una mueca.

- Venga, dejaos de rollos y decidme que os apetece -cortó Mar.

Adolfo me dijo que tenía que ir al baño urgentemente así que, mientras Mar iba a por la comida yo me acerqué con él al albergue de peregrinos a hacerle una ofrenda al señor Roca. Cuando llegamos vimos en la puerta entre 15 y 20 personas enzarzadas en lo que parecía una discusión y a otras seis más que abandonaban el lugar cargadas con sus mochilas. Daba la impresión de que, sin llegar a nada extremo, los ánimos estaban un poco caldeados porque, a pesar de ser uno de los grandes refugios del Camino Francés y de haber abierto hacía media hora escasa, ya estaba lleno. Algunos de los que estaban en el grupo parecían no creer que fuera posible que las más de 100 literas disponibles estuviesen ya ocupadas. Son cosas que suelen suceder en los meses de verano cuando hay tanta gente en el Camino. De ahí que a veces la peregrinación se convierta en una suerte de carrera por etapas para ver quien consigue cama y quien no. Cosas de la vida.

Pero volvamos a lo nuestro. Adolfo fue al baño y yo me senté en uno de los bancos de madera que había en la calle para dedicarme a uno de mis deportes favoritos: observar a la gente. Lo cierto es que muy pocas veces tengo ocasión de hacerlo. Me puede pasar el tiempo volando mientras observo gestos, miradas, formas de andar o de correr, retazos de conversaciones, muestras de cariño o de desprecio, problemas reales o imaginados,... Lo que más me gusta es ver gente mayor cogida de la mano y niños abrazados al cuello de sus padres. A menudo me descubro inventando una historia para alguna de esas personas que veo pasar por delante: el por qué de esa mala cara, las razones de su sonrisa radiante, el motivo de discusión,... En fin, todos tenemos nuestras manías, ¿no?

Al regresar encontramos al resto del grupo sentados en los bancos que había junto al río. Era cierto que el lugar estaba a la sombra, pero era una sombra cálida y pegajosa, quizá porque los sauces llorones no conseguían retener del todo la fuerza del sol y los botones de luz que se filtraban entre las hojas convertían el sitio es una especie de claroscuro micro-ondas. Y, por si eso fuera poco, no menos de 300 moscas enanas se dedicaron a picotearnos sin piedad desde que nos sentamos. En cuanto llegó Mar con los bocadillos les propuse cambiarnos de sitio. Desde donde estábamos en ese momento se podía ver, justo enfrente, al otro lado del río, la Iglesia de Santo Sepulcro. Recordaba haber parado a descansar a la sombra de su pórtico en otra ocasión que estuve de paso por Estella con la bici y aún conservaba el recuerdo del frescor de aquellas piedras. Nada que ver con el suplicio que estábamos pasando. Recogimos los trastos y llevamos a cabo la mudanza, he de decir que con cierta reticencia por parte de alguno de nosotros. Todas las molestias del traslado se consideraron bien empleadas cuando nos envolvió la penumbra creada por su escudo pétreo de nueve siglos de antigüedad. Se estaba en la gloria allí sentado. Dimos cuenta de los bocatas y nos echamos una de las siestas más largas y placenteras de todo el Camino. Estuvimos allí tirados hasta las tres y media de la tarde y aún nos quedamos charlando media hora más con idea de dejar que el sol se fuera aplacando un poco.

Eran las cuatro cuando arrancamos. Continuaba haciendo mucho calor pero no podíamos quedarnos allí eternamente, aunque casi apetecía. Los nueve kilómetros se hicieron bastante duros, especialmente la cuesta de salida por Ayegui e Irache y, por encima de todo, la formidable rampa de entrada a Villamayor de Monjardín.

- ¡¡Menudo pedazo de cuesta!!

- ¿Os ayudo a subir? -preguntó Adolfo.

- No, no hace falta. Hemos de subir solos, ¿verdad Gerardo? -respondí mientras hacía el signo pactado para las subidas gigantes.

- Ahora para arriba -leyó él.

- Si compañero y no te pares, ¿vale?

- No me paro. Hago fuerza para arriba hasta que tú me digas.

- Eso es campeón.

- Sí, soy un campeón -y soltó una de esas carcajadas suyas que te quitan la fatiga y te hacen sentirte orgulloso de estar ahí con él.

Después de la primera parte, la cuesta se complicaba aún más con un par de curvas retorcidas y de mayor desnivel. MariMar bajó a nuestro encuentro acompañada de Alberto, el novio de Rocío, y se ofrecieron a empujar el triciclo. Tuve que hacer un esfuerzo para responder que no, que no nos tocaran, que nos dejaran a nuestro aire, que queríamos subir sin ayuda. Sonó casi como un gruñido pero lo entendieron. Poco a poco, de pie encima de los pedales, fuimos acercándonos a la meta. Gerardo se portó como lo que es, una bestia, una auténtica fuerza de la naturaleza. No paró ni un segundo de pedalear o, como él dice, de "empujar los pedales hacia arriba".

La cuesta termina justo en las primeras casas del pueblo y una de ellas es el albergue parroquial. Lo vimos al salir de la última curva. Delante de la puerta estaban Víctor, su hijo y Natalia charlando con un grupo de personas que, por el aspecto, debían ser peregrinos. Al vernos aparecer comenzaron a aplaudir y a jalear nuestro último esfuerzo. Parece mentira lo que hace tener público. Apreté los dientes y eché el resto para no quedar en evidencia. "Vanitas vanitatis", sí, lo reconozco, pero... si no es por ellos igual no subimos. Estoy hecho un merluzo, lo sé.

- Buenas tardes y muchas gracias por su recibimiento y sus ánimos. Sabe dios lo que les habrá contado esta gente -dije a modo de saludo otra vez muerto de vergüenza. Y después, dirigiéndome a Gerardo.- Hay aquí unas personas que te aplauden porque eres un campeón.

- ¿Soy un campeón de las cuestas?

- Eres un campeón de todo -dijo una mujer de las que estaban allí y, acercándose a él le plantificó dos sonoros besos en las mejillas.

- Javier, me ha dado un beso. Es una chica muy guapa. Huele muy bien a colonia -y es que a Gerardo todas las chicas le parecen guapas y si su perfume huele bien, aún mucho más guapas.

Nos presentaron a las hospitaleras, Gema y Maite, y nos confirmaron que sí, que había sitio para los cinco. Saludaron a Gerardo de forma muy cariñosa y él, como no, quedó encantado de seguir dando y recibiendo besos. Nos acomodaron y nos explicaron las normas del albergue. Todo genial, incluso increíble me atrevería a decir. El albergue en sí es más bien humilde pero el modo en que lo llevan y las personas encargadas que nos tocaron en suerte son de las que uno recuerda con cariño y agradecimiento. Ángel, un señor mayor, vecino del pueblo, es el responsable del albergue a lo largo del año y cada quince días, al menos en verano, es atendido por diferentes hospitaleros voluntarios. Todo súper- limpio. Dejas la voluntad, tanto por dormir como por el estupendo y completo desayuno que te ofrecen por la mañana. Cuando los peregrinos han abandonado el albergue, las hospitaleras colocan unas mesas en la puerta y continúan dando desayunos gratis a los peregrinos que van pasando por delante ya que, al parecer, no hay nada abierto en varios kilómetros a la redonda hasta bien entrada la mañana. Y otra cosa también genial: a las 6 en punto encienden las luces y todo el mundo ha de ponerse en pie. Eso ahorra muchos problemas de ruidos y de cuidados para no hacerlos. Gema, Maite, Ángel, muchas gracias por vuestra hospitalidad y amabilidad. Llevo muchos años recorriendo los distintos Caminos y, después de parar en multitud de albergues, he de decir que el vuestro es uno de los que no olvidaré.

Víctor volvió a tomar la iniciativa y nos dijo que, igual que habíamos hecho el día anterior, nos preocupáramos sólo de acomodarnos, ducharnos y descansar que la cena corría de su cuenta. Tenía previstos unos espagueti con tomate y chorizo que nos harían chuparnos los dedos y.... nos los chupamos. Pero bueno, eso vino más tarde.

Como éramos de los últimos en llegar, las literas estaban todas ocupadas y nos tocó dormir en un colchón sobre una tarima que iba de parte a parte de una de las estancias. En principio puede sonar cutre pero no fue nada de eso. Colocamos los cinco colchones uno al lado del otro y a los pies de cada uno nuestro equipaje respectivo. Había espacio más que suficiente entre las bolsas y las literas de enfrente lo cual nos garantizaba que no habría cabezazos contra nadie cuando nos agacháramos a buscar algo en las alforjas. En resumen, una gozada.

Después de ducharnos Gerardo se quedó hablando con MariMar y yo aproveché para ir a sentarme un rato en silencio a la oscuridad de la iglesia. Desde siempre me ha relajado un montón sentarme en las iglesias y aspirar el perfume del incienso. Me ayuda a recuperar el equilibrio y descargar tensiones. No hay en ello ninguna motivación religiosa sino simplemente la posibilidad de abstraerme de todo y garantizar que nadie va a venir a molestarme. Bueno, al menos eso creía yo. No llevaba sentado ni cinco minutos cuando llegó Adolfo y se sentó a mi lado.

- ¿Te molesto?

- ¡¡Sí!! -con un guiño.

- ¿Qué haces? -riéndose.

- Nada.

- ¿Estás rezando?

- Para que me dejes en paz.

- Gilipollas -haciendo el signo con la mano.

- Gilipollas tú, que vienes aquí a fastidiar este rato de tranquilidad.

- Te jodes -más risas.

- Eres un cabrón -hecho con las manos.

- ¿Quieres que me vaya?

- No, me da igual. Estaba disfrutando del silencio.

- Estás loco.

- Como todos.

- ¿Has visto la maqueta que hay allí al fondo?

- No, ¿de qué es?

- Me parece que es esta misma iglesia. ¿Quieres verla?

- Vale.

Nos acercamos a verla y, efectivamente, era una maqueta de la iglesia de San Andrés Apóstol de Villamayor de Monjardín. Estaba perfectamente hecha. No le faltaba ni un solo detalle: las tejas, las campanas, la cruz y las agujas de la torre, las rejas de las ventanas,.... Una preciosidad y una enormidad de trabajo. Enseguida pensamos que sería genial traer a Gerardo para que la viera. Fuimos a buscarlo y lo encontramos sentado con Mar y las dos hospitaleras. Les dijimos lo que pensábamos hacer y tanto Gema como Maite se ofrecieron a acompañarnos. Íbamos a salir hacia allí cuando llegó Ángel al que, de momento, sólo conocíamos de oídas. Nos presentaron y le pusieron al tanto del lugar al que nos dirigíamos

- Me parece muy bien -dijo el buen hombre-. Casi que me voy con vosotros y ya aprovecho y la cierro.

- ¿Es usted también el encargado de la iglesia?

- Sí, tengo las llaves y la abro y la cierro para que la gente pueda visitarla y rezar un rato si les apetece.

- Pues es muy de agradecer porque en cantidad de pueblos encontramos las iglesias y las ermitas cerradas y no hay forma de visitarlas ni por curiosidad artística ni por sentimiento religioso.

- Yo me encargo de que esté siempre abierta pero a veces es comprensible que se mantenga cerrada porque en los últimos años han robado en un montón de iglesias y te da miedo de que te pueda pasar a ti. Además, aquí en Villamayor tenemos una cruz procesional románica de madera recubierta de plata muy valiosa que sería una verdadera desgracia que desapareciera. ¿La habéis visto antes?

- Pues la verdad es que no. ¿Donde la tenéis?

- Ahora os la enseño.

Nos mostró la cruz y el resto de la iglesia con todo detalle y Gerardo pudo disfrutar de la maqueta a sus anchas. Lo pasó en grande identificando cada una de las partes del edificio.

- Muchísimas gracias por permitirle tocar la maqueta. No sabe usted lo importante que es para él hacer estas cosas. Si no fuera por lo que acaba de hacer no sería capaz de imaginar la forma ni los detalles de la construcción.

- Ha sido muy lindo verle disfrutar con algo tan sencillo como eso. Parece mentira que sea capaz de identificar todas las cosas solo con el tacto.

- La verdad es que sí pero dese cuenta de que los dedos han sido sus ojos durante muchos años y que los tiene entrenados de una forma que se nos hace incomprensible a los que tenemos la suerte de poder ver.

- Ya lo veo ya. Es un tío muy majo y parece mentira que, con todo lo que tiene encima, pueda estar tan alegre.

Nos despedimos de los tres agradeciéndole a Ángel su amabilidad y volvimos al albergue para cenar. Víctor había dispuesto unas mesas en la calle y tenía la primera tanda de espagueti esperando. Fuimos a coger algo de abrigo y nos sentamos. No sé si sería por el hambre que teníamos o porque de verdad estaban espléndidos pero el caso es que nos pusimos las botas. Víctor había tenido el detalle de invitar también a Gema y a Maite así que disfrutamos de su compañía durante la cena y la sobremesa. Intercambiamos anécdotas con ellas, nosotros de nuestra recién comenzada aventura y ellas de los muchos y variopintos peregrinos a los que ya habían atendido en los días que llevaban allí como hospitaleras. Fue una velada muy agradable a la que hubo que poner punto y final de forma un poco más apresurada de lo que quizá nos hubiese gustado, pero había que respetar los horarios del albergue y pensar que al día siguiente nos pondríamos nuevamente en pie a las seis de la mañana.

El único problema que tuvimos en Villamayor fue que no había ningún espacio habilitado para guardar las bicicletas así que, antes de acostarnos, les quitamos los asientos y las atamos con candados a las farolas de la calle. El triciclo lo desmontamos y, tal como habíamos quedado con las chicas, lo metimos en el comedor del albergue con el compromiso de sacarlo de nuevo a la calle antes de que la gente empezara a levantarse a las seis. Nos daba mucho miedo dejarlo afuera por si a algún chalado o caprichoso o... en fin, podéis imaginar la siguiente palabra ¿verdad?, le llamaba la atención y nos arruinaba el viaje, bien rompiéndolo o bien llevándoselo.

Fue muy divertido tumbarnos todos juntos en la tarima y tener un acompañante a cada lado. Daba la impresión de estar en una tienda de campaña gigante.

[subir]

Villamayor de Monjardín - Navarrete

Viernes 21 de Agosto
60 km en 4 horas y 30 minutos

No sé que hora sería cuando Gerardo me pidió ir al baño. Escarmentado como estaba del primer día, no esperé a que me lo repitiera, sino que me levanté de un salto y le acompañé. Casi me duermo con la cabeza contra la puerta mientras esperaba a que saliera. Regresamos al saco y aún tuvimos tiempo de volver a desconectar un rato. Creo que eran las cinco y media cuando escuché el despertador de la habitación de las hospitaleras. Nos habían dicho que ellas se levantaban antes que los demás para preparar el desayuno de forma que, en cuanto encendieran las luces a las seis, el que quisiera pudiera comer y marchar sin demoras.

Desperté a Rafa y a Adolfo y nos vestimos a toda prisa para sacar a la calle la Copilot y que no molestara al resto de peregrinos. En el interior del albergue había una temperatura muy agradable, incluso cálida, y eso hizo que se acentuara aún más el contraste con el frío de la mañana.

- Me parece que hoy nos vamos a chupar los dedos -dijo Rafa.

- Eso parece -contesté, y le hice a Adolfo el signo del frío.

- Sólo un poco. Tú eres un viejo y por eso tienes frío -respondió riendo.

Al volver a entrar nos encontramos con las luces ya encendidas y el albergue en plena efervescencia con gente vistiéndose, haciendo cola en los baños, recogiendo sacos, llenando mochilas y ayudando a poner la mesa para el desayuno. Mar y Gerardo ya estaban levantados y comenzaban a vestirse. Como siempre, una vez vestidos, nos fuimos a llenar la panza. ¡¡Menudo pedazo de desayuno!! Leche, cacao, café o infusiones; tostadas, galletas, magdalenas y bizcochos; mermelada de varios sabores, miel, aceite,...; naranjas, manzanas, plátanos, peras,... Un auténtico buffet libre y todo ello únicamente por la voluntad. Reinaba un ambiente estupendo y, a pesar de que había gente de un montón de lugares del mundo, nos entendíamos a la perfección. Para una comunicación tan sencilla como la que requería la ocasión, una simple sonrisa y un gesto son tan buenos como el mejor diccionario.

Fuimos casi los últimos en salir, igual que había pasado en Cizur, y es que recoger todos los trastos nos llevaba más tiempo del que nos hubiese gustado. Al final eran las ocho cuando subimos en el triciclo y nos dejamos caer por la cuesta que el día anterior casi nos revienta.

Tal como habíamos supuesto, hacía un frío de mucho cuidado y, a pesar de que nos pusimos culotte y maillot largos, no pudimos evitar el tembleque. Menos mal que al llegar a la carretera el sol asomó y empezó a darnos de lleno aliviando un poco la situación.

- ¿Tienes frío o no? -le pregunté a Adolfo cuando se puso a nuestro lado.

- Un poco.

- Así que yo era un viejo y un mariquita porque tenía frío allí arriba, ¿no?

- Sí que hace frío pero tú eres un viejo y un mariquita igualmente.

- Y tú un gilipollas -le contesté haciendo la espiral ascendente con el dedo meñique después de señalarle con el índice.

Se echó a reír y se fue un poco hacia adelante seguido del carrito del equipaje que arrastraba ya como un verdadero profesional. No en vano había tenido la oportunidad de entrenar con él durante los cinco días que duró el tramo de Camino que habíamos hecho a finales de Junio. Fuimos con mi hijo pequeño Martín desde León a Santiago para que el enano completara de esa forma la ruta que el año anterior nos había llevado desde Roncesvalles a León. En esa ocasión no fuimos por la carretera sino que seguimos escrupulosamente las flechas, lo que supuso una auténtica prueba de fuego para el carro y su conductor que, dicho sea de paso, ambos aprobaron con matrícula de honor.

No había un alma por la carretera. Está claro que en esa zona todo el tráfico circula por la autovía A-12, llamada Autovía del Camino de Santiago, y que la N-111a, por la que íbamos nosotros, queda exclusivamente para los desplazamientos vecinales. La constatación de esa realidad aún hizo que fuera más duro encontrar el cuerpo destrozado de un joven zorro en mitad de la calzada. El pobre animal debió cruzar en el peor momento. También es mala suerte que uno de los pocos coches que circulaba por allí fuera a coincidir en el tiempo y en el espacio con, posiblemente, el único zorro al que se le ocurrió la funesta idea de cruzar aquel día la carretera. Adolfo le sacó una foto a Rafa mientras miraba con pena al animalillo y es que esas cosas le llegan muy adentro a nuestro compañero de fatigas.

En torno a las diez y media llegamos a Viana, lugar elegido para el almuerzo. MariMar ya tenía los bocadillos preparados en un pequeño jardín que había encontrado a la entrada del pueblo. Fue un auténtico lujo tenerla a ella como intendente. No sé si habrá una próxima vez pero desde luego, si la hay, quiero que sea ella la que nos acompañe como proveedora de vituallas. Nos comentó que, mientras estaba colocando los trastos para el tentempié, se les acercó una señora y les preguntó que estaban haciendo. Víctor le explicó todo lo de Gerardo y el documental sobre "El Camino de los Sentidos" y la buena mujer le dijo que le encantaría poder saludar a nuestro héroe así que, cuando acabamos de comer, fueron a buscarla. Estuvo enormemente cariñosa con él, bueno, en realidad lo estuvo con todos nosotros y, cuando Gerardo dijo que tenía que ir al baño, nos invitó a que usáramos el de su casa. Entramos y saludamos a la hermana de Pili, que así se llamaba la buena mujer, a su madre y a una sobrina suya. Todas estuvieron muy amables con nosotros y el coleguilla sumó un buen número de besos a su colección.

- Ha sido usted muy amable -le dije al despedirnos.

- No ha sido nada. Os deseo todo lo mejor y le voy a pedir a Dios y a Santiago que hagan un milagro con este muchacho tan excepcional y le devuelvan la vista para que pueda gozar de la vida. Yo soy viuda, ¿sabéis? Y también he sufrido mucho en esta vida, así que comprendo el sufrimiento y os pido que recéis por mi cuando lleguéis a vuestra meta.

- No se preocupe. Lo primero que hagamos en cuanto lleguemos a Santiago será pedir por todas las personas buenas como usted que nos han ayudado a lo largo de la ruta.

Nos despedimos con un emotivo abrazo pensando que sería uno más de esos bonitos encuentros que se tienen a lo largo de la vida; breves momentos en los que se comparte algo hermoso con un desconocido al que nunca más volverás a ver. Pero nos equivocamos. Cuando nos preparamos para reanudar la marcha no conseguimos encontrar los guantes de Gerardo.

- ¿Alguien ha visto sus guantes? -preguntó Mar.

- Al acabar de comer se los puso y luego fuisteis al baño -dijo alguien.

- ¿Dejaste los guantes en el baño? -le pregunté.

- No me acuerdo.

- Habrá que ir a pedirle a Pili que nos deje ir a ver.

Así lo hicimos. Revisamos el cuarto de baño de arriba abajo y no los vimos por ninguna parte.

- ¡Ya verás!, seguro que se le cayeron a la taza del wáter y al tirar de la cadena los mandó a tomar por saco por las cañerías -dije yo.

- Hombre, no creo -respondió Rafa-. Uno sí que se le pudo caer pero es mucha casualidad que se le hayan caído los dos y que los dos hayan ido a parar al mismo sitio.

- Pues no sé qué habrá pasado pero el caso ese que en casa de Pili no estaban.

Volvimos a despedirnos de Pilar y su familia y nos resignamos a tener que comprar unos guantes nuevos tan pronto pudiéramos. Como el sol ya calentaba a gusto, recogimos los maillots largos y los doblamos para guardarlos en las alforjas. Al ir a meter el de Gerardo notamos que tenía algo en el bolsillo de la espalda.

- ¡¡Será posible!! Después de tanto buscar y de darle tantas vueltas a la mierda de los guantes, resulta que no llegó a ponérselos después de comer. Estaban aquí, en el bolsillo del maillot largo. Se los quitó al llegar y los puso en su sitio, el bolsillo trasero. Soy un merluzo por no confiar en lo ordenado que es. Tratándose de él estaba claro que no podía perder nada.

Y es verdad. No he conocido persona más ordenada que él. Posiblemente, porque sabe que si deja las cosas fuera de su sitio luego no será capaz de encontrarlas. No hay persona como él. Cada cosa en su sitio, a veces con un toque de exageración, pero es su manera de llevar el control. Una vez más dándonos lecciones que deberíamos aprender para no tener los problemas habituales del... "¿donde he puesto esto?, ¿donde has guardado aquello?,..." Un fenómeno nuestro "compañeiro".

Como Adolfo y Rafa tenían que dejar un "paquetito" al señor Roca (aunque creo que al final fue una señorita llamada Gala la que se lo recogió), a la salida de Viana nos separamos de ellos. Gerardo y yo continuamos hacia adelante para ganar tiempo ya que ellos, al tener que ir al ritmo del triciclo, pedaleaban siempre al ralentí y la oportunidad de perseguirnos les iba a dar algo de vidilla. Nos empleamos a fondo intentando poner mucha tierra de por medio y, según dijeron, les costó bastante pillarnos. Este experimento lo repetiríamos un par de veces más y siempre que lo hicimos puso bastante salsilla a la rutina de la ruta.

Eran cerca de las doce cuando llegamos a Logroño. Hacía varios días que veníamos escuchando el golpeteo de la cadena de la transmisión contra el cubre-cadenas. La cadena de la transmisión es la que une los pedales de delante con los de atrás para conseguir un pedaleo conjunto. Al principio había sido un pequeño roce y sólo de vez en cuando pero con el paso de los kilómetros se había convertido en un golpear continuo, una auténtica pesadilla para los oídos y para el ánimo. Daba la sensación de que a la vuelta siguiente la cadena iba a saltar por los aires.

- Hemos de encontrar una tienda de bicis en Logroño para que nos solucionen lo de este ruido sino al final acabaremos por cargarnos la cadena -dije con los nervios a punto de estallar.

- ¿Qué es lo que le pasa? -preguntó Adolfo.

Se lo expliqué y le dije que ya en Vigo habíamos tenido que ir a Anca una vez porque se nos destensaba mucho. La colocaron en su sitio y, al apretar los tornillos de sujeción, para darles más firmeza, les habían colocado un líquido sellador de tuercas. Yo tenía miedo de no ser capaz de aflojar las tuercas con mi endeble herramienta multi-usos y, en el caso de conseguir aflojarlo, necesitar de nuevo ese líquido para apretarlo otra vez. Así que la mejor solución era acudir a un sitio especializado.

Nada más llegar a Logroño preguntamos a unos paisanos y nos indicaron donde se encontraba la más próxima. Lo cierto es que tuvimos mucha suerte ya que, justo antes de cruzar el puente sobre el río Ebro, puerta de entrada para los que llegan de Pamplona por la carretera que nosotros traíamos, estaba VINI, VIDI, BICI. Fuimos hasta ella y nos atendió Chema, el dueño. Le explicamos nuestro problema y Víctor, que seguía silenciosamente pegado a nuestros talones, le contó su parte y le preguntó si le importaba que se filmara la reparación. El mecánico, súper-agradable, dijo que no, que no había problema. Nos reparó el triciclo y no quiso cobrar nada. Dijo que esa sería su pequeña contribución al camino de Gerardo. No contento con eso, nos regaló a cada uno un bidón para el agua con el nombre de su tienda-taller. Inmediatamente cambiamos los que llevábamos de casa y comenzamos a utilizar los suyos. Al menos intentaríamos corresponder a su bonito gesto con un poco de publicidad de su negocio. Antes de marchar aprovechamos para comprar una nueva funda de gel para el "delicado culito" de Gerardo. Lo escribo así adrede porque siempre me meto con él por lo delicado que es a la hora de ir sobre el sillín. Es una broma entre nosotros.

Fue una pena que no le preguntáramos a Chema por la mejor forma de seguir nuestra ruta porque, a pesar de que lo estudies a conciencia, siempre quedan cosas sin resolver, pequeños detalles que no aparecen ni en los mapas de papel ni en los de la web y que, llegado el momento, nos obligan a improvisar. Uno de esos momentos tuvo lugar a la hora de salir de Logroño. Las recomendaciones de la guía Michelín para un itinerario en bicicleta nos enviaban hacia Fuenmayor, obligándonos con ello a dar un rodeo de casi 3 km. En anteriores ocasiones habíamos salido de Logroño por un estupendo carril bici que atraviesa el parque de la Grajera. El problema era que no tenia claro como se salía del parque y en que condiciones estaba el Camino que se tomaba allí con dirección a Navarrete. Optamos por seguir las flechas y, una vez en el punto crítico, preguntar a algún vecino, un conductor o, preferentemente, de ser posible, algún ciclista. Quiso la mala suerte que las dos personas de Logroño montadas en bicicleta con las que nos cruzamos no tuvieran la más remota idea de lo que les estábamos preguntando y el resto de peregrinos estaban tan despistados como nosotros. En vista de ello optamos por el plan "B", siempre peligroso, de preguntar a algún peatón o conductor. Nos dijeron que, efectivamente, la única forma directa de llegar a Navarrete era a través de la autovía y que para nuestro triciclo no nos quedaba otro remedio que pasar primero por Fuenmayor.

- ¡Pues que faena!, ¿no? -dije yo.

- Sí, pero... ¿qué se le va a hacer? Si no hay más remedio, no hay mas remedio. Lo que está claro es que es una locura meterse en la autovía -respondió Rafa.

- ¿Qué pasa? -preguntó Adolfo que se había perdido casi toda la explicación del riojano.

- Que para salir de Logroño hacia donde vamos nosotros sólo hay autovía así que tenemos que dar un rodeo.

- ¡¡Qué putada!!

- Eso decía yo -respondí entre risas.

- ¿Sabéis por donde hay que ir? -volvió a preguntar.

- Todavía no.

Preguntamos a un par de personas, entre ellas a una señora que había hecho el Camino pie hacía poco.

- ¿Y subisteis el alto del Erro con ese aparatejo?

- Pues sí.

- ¡Qué bárbaros! Entonces no tenéis ningún problema para seguir las flechas a partir de aquí.

- ¿Está usted segura? -pregunté extrañado.

- Claro que sí. Si habéis subido y bajado el Erro por aquellos caminos infernales no hay problema en salir de Logroño por el trazado del Camino.

- ¡Ah,no! Subimos y bajamos el Erro pero por carretera. Este triciclo no puede meterse por pistas forestales, sendas o casas por el estilo.

- ¡Ya me parecía a mi! Entonces retiro lo dicho. Olvidaos de seguir las flechas. El primer tramo por el parque sí que lo podríais hacer pero luego os quedaríais tirados. La única solución es salir por carretera hacia Fuenmayor.

Nos señaló el itinerario y arrancamos siguiendo las indicaciones. Aparentemente era muy sencillo localizar la salida de la ciudad pero enseguida se demostró que una cosa es lo que te dicen y otra muy distinta lo que luego te encuentras. Tuvimos que volver a preguntar en otras dos ocasiones. Finalmente enfilamos una carreterilla estrecha que serpenteaba entre viñedos y que, según nuestro último orientador, nos llevaría directamente a destino. ¡¡Una leche!! Después de rodar durante casi de 3 kilómetros el asfalto desapareció en un punto en el que salían 3 caminos de tierra.

- ¿Y ahora qué? -preguntó Adolfo.

- Hacia abajo no creo que sea porque da la impresión de que allí adelante vuelve de nuevo hacia Logroño o muere al lado de la autovía -dijo Rafa.

- Sí, eso parece -respondí.

- ¿Por qué paramos? -quiso saber Gerardo.

- Estamos buscando el camino -le dije.

- ¿Nos hemos perdido?

- Un poco.

- ¿No vamos a comer con Mar? -preguntó preocupado.

- Sí, no te preocupes - le tranquilicé y, dirigiéndome a Rafa y a Adolfo-. Si seguimos de frente tenemos una subida ahí delante que... ¡tela marinera! parece un barranco. Y el camino de la derecha da la impresión de que nos desvía demasiado. ¿Qué hacemos?

- Voy a ver si consigo conectar el GPS del móvil-dijo Rafa.

- ¿Tienes GPS? ¡¡Qué suerte!! -dije.

Estuvimos un ratillo esperando hasta lograr conexión con el satélite. Una vez hecha, Rafa localizó nuestro emplazamiento y comenzó a seguir los distintos caminos para ver adonde iban a parar.

- Ya lo tengo. Hemos de ir por el de la derecha hasta conectar con otra carretera asfaltada. Esa carretera se llama Camino de Fuenmayor. Lo seguimos y nos lleva al pueblo.

- Voy a ver como está este camino -se ofreció Adolfo.

Al cabo de unos minutos regresó y nos dijo que, efectivamente, había una carretera asfaltada más adelante pero que el camino estaba fatal. Tenía dos desniveles bastante fuertes y el suelo hecho un desastre. La única solución era llevar caminando a Gerardo así que, mientras yo iba con el a pie, Adolfo volvió a marchar con su bici, la dejó a medio camino y regresó corriendo a buscar el triciclo que llevó a medias con Rafa. Cuando llegaron donde estaba la bici de Adolfo cambiaron de sistema: dejaron el triciclo en el medio y lo cogieron cada uno con una mano mientras que con la otra llevaban su propia bicicleta. Eso les ahorró el tener que ir y venir. En total no sería más de 400 metros pero nos llevó casi media hora desde que paramos hasta que pudimos volver a pedalear.

La nueva carretera era igual que la anterior, estrecha pero bien asfaltada. La única diferencia estaba en el perfil ya que había que salvar el montículo aquel que habíamos visto antes y que dijimos que parecía un barranco. Menos mal que lo hicimos por asfalto que si no nos da algo. En la parte de arriba nos esperaba otra sorpresa: un tramo llano con bastante cantidad de gravilla fina que finalizaba en una bajada en curva con el mismo tipo de suelo. El triciclo se iba para todos los lados y hubo un momento en el que estuvimos tentados de volver a bajar a Gerardo pero como era casi tan jorobado hacerlo de una forma como de otra, al final decidimos seguir montados pero, eso sí, a dos por hora. ¡¡Menudo alivio cuando volvimos a pisar asfalto!!

La entrada en Fuenmayor era de nuevo en bajada pero, después de la experiencia con la gravilla, hasta la encontramos agradable. Faltaban aún algo más de 6 kilómetros hasta el camping de Navarrete y eran ya cerca de las 3. Estábamos cansados y muertos de hambre y Gerardo no paraba de preguntar si ya habíamos encontrado el camino bueno y lo que más le preocupaba, si al final podríamos comer con Mar. Le dijimos que estuviera tranquilo pero no debió fiarse mucho de nosotros porque volvió a preguntarlo al cabo de unos minutos.

A las 3:30 pasadas entrábamos en el camping. MariMar, que también había pasado las suyas para encontrar la agencia de Seur en Logroño y recoger allí las ruedas que Schwalve nos había enviado desde Barcelona, nos esperaba como siempre en la puerta y nos llevó a nuestra parcela. Estaba todo dispuesto: las tiendas montadas, la silla de Gerardo preparada, una cuerda para tender la ropa, las esterillas extendidas,... y lo que es mejor, la comida apalabrada. Aunque cerraban el comedor a las 3, mi hermanita había conseguido que nos esperaran y nos urgió a ir lo antes posible a comer. Lo cierto es que no hizo mucha falta que nos metiera prisa porque llevábamos las tripas pegadas a la espalda y nos moríamos por sentarnos a la mesa. Nos sirvieron enseguida y correspondimos a su velocidad dando buena cuenta de los menús en un abrir y cerrar de ojos.

LO QUE NOSOTROS NO VIMOS

Sé que me habíais dado el nombre del polígono industrial donde se encontraba Seur. Iba a ser fácil porque debía encontrarlo en la misma carretera por la que íbamos. Recuerdo que pensé que estaría chupado así que no estaba angustiada, bueno, sólo lo justo porque reconozco que tenía la adrenalina en su punto. El caso es que iba conduciendo en dirección a Logroño y pasé por un cruce en el que se indicaban dos polígonos, pero no el que me habíais dicho vosotros. Iba tan tranquila que no me preocupé. Pensé que lo encontraría un poco más allá. Me equivoqué. Llegué a la ciudad y ni rastro así que di la vuelta en cuanto pude y regresé al famoso cruce por si había leído mal. Pero no, no me había equivocado; se trataba de otros dos polígonos industriales y no el que yo buscaba. Pensé que lo mejor sería preguntar en el pueblo que se veía más adelante. Entre en él y a lo lejos divisé el cartel de OFICINA DE CORREOS. Paré el coche y entré. Esperé mi turno pacientemente o, para ser más exactos, muy impacientemente porque en aquel pueblo nadie parecía tener prisa. Hice un esfuerzo y contuve mis nervios porque pensé que debía esperar si quería que fueran amables conmigo y me indicaran bien. Acerté. El señor de la oficina fue súper-amable. Me invitó a entrar en su despacho para indicarme sobre el mapa el itinerario que debía recorrer para llegar a SEUR y me indicó cuál era el polígono que yo ya había bautizado con el sobrenombre de "maldito polígono dónde carajo estás". ¡Una vez más había tenido suerte! Salí de la oficina de correos y me encaminé dichosa y agradecida hacia mi destino. El buen hombre me había advertido de que estaban en obras para que no me preocupara y que, a pesar de las apariencias, siguiera siempre adelante ya que SEUR estaba al final de todos los finales.
Así pues inicié el camino de regreso hacia el cruce de los polígonos con el papelito en el que había apuntado qué salida debía coger para que no me entraran dudas en el momento del giro y es que, como ya voy conociéndome, prefiero siempre prevenir. Llego al cruce, cojo el desvío, entro en el polígono, encuentro las obras y tiro hacia adelante. No podéis imaginar como agradecí sus advertencias porque si no es por la fe en sus palabras, me habría dado la vuelta varias veces. Parecía imposible que hubiera algo más allá pero sí que lo había. Por fin llegué a un sitio en el que estaban concentrados un montón de obreros y de máquinas, la carretera estaba levantada y..., el caso es que al otro lado de toda aquella locura se veía un edificio grande, con un cartel enorme en letras azules y rojas en el que ponía: SEUR. ¡¡Gracias a Dios!! ¡¡Lo había encontrado!! No me lo podía creer. Había perdido muchísimo tiempo entre unas cosas y otras y no tenía ni idea de cómo ibais vosotros así que mi nerviosismo era tal que al ver que lo había encontrado casi me da un patatús de la alegría.
"Venga, ya lo tengo ahí!!", me dije y seguí con el coche hasta que, de repente, veo que los obreros me empiezan a hacer señas y a gritar que no puedo meterme por allí. Veo las oficinas de la agencia tan cerca que me hago la loca, la sorda y la ciega y sigo adelante. Yo sólo quería cruzar al otro lado y SEUR me llenaba la retina. Pero corrió la voz y uno de los obreros se me plantó delante y tuve que parar.

- Perdón -me dijo muy amable-. No puede pasar por aquí.

- Perdóneme -dije yo.- Es que voy allí, a SEUR. Voy a SEUR.

- Ya -respondió,- pero por aquí no puede pasar.

- Disculpe -insistí desesperada-, entonces... ¿cómo hago?

- Tiene que dar la vuelta, volver por donde ha venido y, cuando llegue al cruce, seguir hasta la ciudad. Allí ha de coger la carretera nacional de regreso hacia Viana y entrará al polígono por el otro lado.

¡¡NO ME LO PODÍA CREER!! Con lo que me había costado llegar hasta allí. Con lo que me costaba llegar a los sitios. No sé donde andaría yo metida cuando Dios repartió el don de la orientación, porque desde luego que a mí no me tocó ni de lejos. ¡No! Yo no podía volver atrás. Perdería SEUR en el infinito y ahora lo tenía justo delante.

- Disculpe -le dije-. El problema es el coche, ¿verdad?

- Sí señora. No puede pasar. Tiene que ir por donde le he indicado.

- Vale, gracias. Ha sido usted muy amable.

Di la vuelta al coche, lo aparté de la tierra y, a un lado, donde todavía quedaban restos de asfalto, apagué el motor. Cogí la mochila, salí del coche, lo cerré y eché a andar como si fuera un obrero más pero sin quitar la vista del edificio que tenía a unos... no sé... 200 o 300 metros. Bueno, miento, además de al edificio, también miraba de reojo al obrero con el acababa de hablar. Llevaba un brazalete que lo distinguía de los demás. Me pregunto si en las obras la cosa será como en los equipos de fútbol, y él sería el capitán. Me miraba incrédulo, igual que el resto de los que me habían visto llegar y hablar con él. Había uno dentro de una máquina que me pareció ver que me sonreía. Anduve deprisa, dispuesta a llegar de la forma que fuera, suplicando que el paquete no fuera demasiado grande. No me pararon. Nadie me dijo nada.

Sudaba, no sé si de calor o de nervios, al llegar a la oficina. Supongo que, en condiciones normales, cuando llegas a un sitio y ves en la puerta un cartel que dice "POR LA OTRA PUERTA", te limitas a dar la vuelta y buscar la otra entrada. Yo exploté. Estaba al límite de la desesperación. ¿Dónde estaba la otra puerta? ¿Se entraría por la nacional que me habían indicado el amable jefe de obra? ¿Habría una pared que impediría el acceso? Di marcha atrás. Seguí la fachada y encontré otro cartel. "ENTRADA DE MERCANCÍAS" decía. Esa era mi puerta y allí me colé. ¡¡Estaba en SEUR!! Solicité nuestro pedido.

- Beloke -dije.

- No, no tenemos nada a ese nombre.

- Pitillas.

- No. Tampoco hay nada para Pitillas.

¡¡NO ME LO PODÍA CREER!! La chica debió verme tan desesperada que se desvivió por ayudarme.

- Mira... te ruego que... tienen que haberlo mandado, estoy segura. Si no es por cliente, ¿de qué otra forma puedes buscar? ¿Puedes buscar por mercancía? Son unas ruedas de bicicleta. ¿Puedes buscar por procedencia? Vienen de Pamplona.

Al final aparecieron. Las habían mandado a nombre de Seur, al propio Seur. En fin, ¡ya te digo! La chica era realmente maja, muy maja. Gente maravillosa que no hace ruido pero que existe. Recuerdo la caja. Era bastante grande pero la cogí sin problema y entre mis brazos, feliz como una perdiz, volví al coche con la misma urgencia de antes. ¿Todavía estaría allí? Me crucé con las mismas personas que antes había mirado de reojo y esta vez nos saludamos. Sonrisas y movimientos de cabeza de... "¡Venga! ¡Nos vemos!" Hasta que llegué al coche. Guardé la caja en el maletero, me metí dentro y llamé a Rafa.

- ¿Dónde estáis? ¿Cómo va todo? ¡¡Ya tengo las ruedas!!

Y cuando colgué, lloré... "¡¡¡Ya tengo las ruedas!!!"

Cada día Gerardo nos preguntaba donde íbamos a dormir por la noche y si en el sitio al que fuéramos habría piscina. Al saber que íbamos a dormir de nuevo en un camping y que sí que la había, no paró hasta que convenció a Rafa para que le acompañara a darse un chapuzón. Cuando Víctor se enteró consiguió permiso del camping para filmar el baño y se montó un revuelo de campeonato en el momento en que la gente vio a los del equipo entrar en el recinto de la piscina con todo el material.}

- ¿Quienes son esos? -oímos que preguntaba un joven bañista.

- No sé, pero... ¿has visto esa cámara? -le respondió un colega-. Eso vale un pastón. Es una cámara profesional de primer nivel. ¡¡Qué pasada!!

Alberto, el hijo de Víctor, se bañó con ellos. Nadaron, dieron volteretas e hicieron toda clase de tonterías en el agua. Gerardo, como no, disfrutó como un enano. Mientras tanto, Adolfo y yo nos habíamos ido con el portátil a la cafetería para hacer uso del wifi. Teníamos que preparar la etapa del día siguiente ya que, una vez más, la vía más directa iba por autovía y la ruta de las flechas era imposible para nuestro triciclo. Pagamos el canon de conexión y el derecho a estar sentados en una mesa y lo hicimos en forma de doble consumición, a saber, un helado y una botella de litro y medio de agua con dos vasos. Enchufamos el ordenador a la red eléctrica del bar y estuvimos un rato trabajando en los posibles itinerarios hasta que tomamos una decisión: saldríamos de Navarrete con dirección a Sotés y Ventosa para desde allí volver a la N-120 y tirar hacia Nájera. Cuando eso estuvo claro llegó la hora de que Adolfo se pusiera a estudiar, principal y casi único motivo de la presencia de un portátil en nuestro equipaje. Pero... ya se sabe que uno tiene ciertas obligaciones adquiridas y que resulta inevitable pasarse un rato conectado al... ¿cómo se llama? Tuenti o Facebook o algo de eso. Pues bien, que yo sepa, de todas las veces que usó el ordenador a lo largo de la ruta, y fueron unas cuantas, ni una sola de ellas lo hizo para estudiar.

¡¡Adolfo!! ¿Estás ahí? Dime si estoy en lo cierto.

(...y no dejes que tu madre lea este último trozo)

No sé si llevábamos media hora o algo más enchufados a la red cuando se nos acercó uno de los camareros y nos dijo, con cara de pocos amigos, que no estaba permitido enchufar ordenadores a la red eléctrica del bar. Pedimos disculpas y desenchufamos. Por suerte la batería se había cargado lo bastante como para que Adolfo pudiera seguir ¿¿trabajando?? hasta que nos marchamos.

A última hora de la tarde vino a buscarme Víctor y me preguntó si estaba listo para grabar. Aquella mañana me había dicho que se había dado cuenta de que iba a necesitar un recordatorio de los sitios por los que habíamos ido pasando a lo largo de los días ya que, si no, le iba a resultar muy difícil dotar de contenido a las imágenes cuando decidiera montarlas. Se le había ocurrido que la mejor solución era hacer una pequeña grabación en la que le hablara de los lugares de paso y las incidencias de cada jornada. Me pareció buena idea y más cuando supe que su plan era hacer una cada tres etapas y no diariamente como yo había temido al principio. Con lo que yo no contaba era con el perfeccionismo de Víctor que le llevaba a cortar la filmación cada vez que un ruido interfería en la grabación del sonido. En aquel momento pensé que era un plasta; ahora, después de ver el resultado, he podido entender el por qué de todas sus insistencias y se las aplaudo. "Ya no creo que seas un plasta, Víctor; sé que eres un genio."

Para cenar MariMar preparó una ensalada gigante y bocadillos de paté y fiambre. Fue una agradable velada a la luz de la luna y de las farolas de las calles del camping. Nos acostamos satisfechos de lo vivido y expectantes por lo que nos depararía el día siguiente.

[subir]

Navarrete - Belorado

Sábado 22 de Agosto
65 km en 4 horas y 45 minutos

Afortunadamente esa noche no tuvimos que levantarnos al baño. Quizá fuera porque nos acostamos un poco más tarde, no lo sé. Lo que sí sé es que fue una agradable sorpresa despertar con el sonido de la alarma del reloj y no con la voz de Gerardo. Asomé la cabeza por la puerta de la tienda y vi que continuaba siendo de noche así que decidí esperar a que rompiera el día antes de despertar a los coleguillas. Es posible iniciar la jornada sin luz en un albergue pero no es nada cómodo hacerlo a oscuras en un camping. Media hora más tarde ya se veía lo suficiente como para poder salir de las tiendas y empezar las rutinas habituales de puesta en marcha. La mañana estaba bastante fresca y hubo que abrigarse para desayunar ya que no tuvimos más remedio que hacerlo a la intemperie.

Entre el retraso en salir de los sacos y lo que nos costó recoger el campamento no estuvimos listos para subir a las bicis hasta las nueve menos cuarto. Cuando iba a montar en la suya, Adolfo se dio cuenta de que le faltaba el cuentakilómetros. Registramos las alforjas, las bolsas de manillar, las de parrilla, los bolsillos de los maillots, el coche de MariMar, las tiendas de campaña, el suelo de la parcela y todo lo que podía ser registrado, pero nada. A las nueve en punto, resignados a haberlo perdido en algún insólito lugar, decidimos que no podíamos retrasar más la salida y, una hora más tarde de lo habitual, empezamos a rodar de regreso hacia Navarrete. Teníamos que volver a cruzarlo para poder conectar de nuevo con la N-120 que ese día habría de llevarnos a Nájera, Santo Domingo de la Calzada y Belorado, presumible punto final del día.

El fuerte frío reinante nos hizo salir del camping súper abrigados. No tardamos mucho en tener que abrir las chaquetas para no asfixiarnos. Concretamente fueron 4 kilómetros y medio, es decir, la distancia que separa Navarrete del inicio de la salvaje cuesta arriba que da entrada a Sotés. Era tan empinada que tuve que bajarme del triciclo y ponerme a empujar para poder seguir subiendo. Gerardo continuó pedaleando para, de esa forma, entre los dos, vencer al repecho. El final de la subida coincidía con un cruce de carreteras. La que traíamos nosotros se convertía en calle y llevaba directo a la Iglesia del pueblo así que la dejamos y giramos a la derecha tomando la LR-445 en pronunciada bajada hacia Ventosa. Tampoco pasó mucho antes de tener que parar de nuevo porque, entre la sudada que habíamos pillado y el frío que seguía haciendo, la bajada nos dejó más tiesos que las barbas de un esquimal. Añadimos el chubasquero a las catorce capas que ya llevábamos y nos dejamos caer de nuevo en busca de la N-120.

La primera parada del día estaba previsto hacerla en Nájera y hasta allí nos fuimos a tomar el almuerzo. Empanada y fruta en un precioso parque a la vera del río Najerilla. Mientras Gerardo daba cuenta de su parte del banquete y comentaba con Mar y Rocío el incidente del frío y la cuesta de Sotés, Adolfo y yo nos fuimos a recorrer el pueblo. Quería enseñarle las enormes peñas que lo rodean y el precioso Monasterio de Santa María la Real donde, de paso, aprovechamos para sellar las credenciales. Fue un paseo rápido por varios motivos: lo mucho que aún nos quedaba por pedalear, que no nos permitía demasiadas demoras, el hambre que teníamos y las ampollas que le habían salido a Adolfo en uno de sus talones.

- Me duele bastante este pie.

- ¿Qué te ha pasado?

- Me parece que me lastima esta zapatilla cuando camino con ella.

- Pero ¿qué es lo que notas?

- Como si tuviera una ampolla.

- Lo miramos luego en el parque, ¿te parece?

- Por mi sí.

Al volver donde estaban los demás nos comimos nuestra parte y, acto seguido, montamos la enfermería. Extendimos una esterilla sobre la hierba y le dije a Adolfo que se tumbara y se descalzara.

- Tienes una o dos ampollas en el talón. Voy a pincharlas para que dejen de molestarte, ¿vale?

- Bueno.

Quemé una aguja y empecé a perforar la piel de la primera ampolla. Al terminar de traspasarla saqué la aguja y salieron unas cuantas gotitas de líquido. Como todavía quedaba una pequeña bolsita, comencé a repetir la operación. Estaba empezado a trabajar en el agujero de salida cuando, de repente, Adolfo lanzó un salvaje "¡¡¡ay!!!" Tanto Mar como yo pegamos un buen respingo. El capullo de Adolfo se partía de risa. No le habíamos lastimado en absoluto. Dijo que, al vernos tan concentrados en su pie, tuvo la tentación de darnos un susto y... ya lo creo que le salió bien. ¡¡La madre que lo parió!!

Cuando estuvo todo recogido le dijimos a Gerardo que se pusiera de pie para marcharnos. Dijo que tenía que ir al baño a mear o reventaba. Miré alrededor y vi que los arcos del puente sobre el río era un sitio la mar de discreto para echar un pis así que le acompañé hasta allí. Nos pusimos debajo de él, apoyó la cabeza contra la pared y se dispuso a aliviar la vejiga. ¡¡Dios mío!! No me extraña que el pobre dijera que estaba a punto de reventar. Un poco más y dota al Najerilla de un nuevo afluente.

- ¡¡Eres un bestia!! -le escribí en la mano.- Has hecho un charco más grande que una piscina.

- ¡¡Calla, calla!! ¡No digas eso! -respondió partiéndose de risa mientras me apartaba la mano de las suyas para silenciarme.- Eres un cochino y dices muchas tonterías -y siguió riendo.

Eran más o menos las doce del mediodía cuando reanudamos la marcha. La idea era hacer del tirón los poco más de veinte kilómetros que nos separaban de Santo Domingo de la Calzada y parar allí para visitar la catedral y comer. Queríamos hacer esa visita porque Adolfo sentía mucha curiosidad por ver si era cierto lo que les había contado acerca de que hay un gallo y una gallina en el interior de la iglesia. El día anterior habíamos estado hablando de la leyenda del peregrino ajusticiado tras haber sido acusado por una mujer despechada de un robo que no cometió. Pensaban que les estaba contando una milonga así que, para demostrarles que no me inventaba nada, habíamos organizado la mañana de esa forma. Pero como bien se sabe, "el hombre propone y Dios dispone" y, aunque en esta ocasión no fue Dios, fue su ministro el que dispuso por nosotros. Resulta que en la catedral había una misa con boda y el señor cura, su Jefe sabrá si con buen o mal criterio, decidió preservar la intimidad de los contrayentes cerrando el acceso al resto de los mortales, incluidos los peregrinos. De modo que no quedó más remedio que jorobarse y dejar la visita a esas santas aves para mejor ocasión. Al menos tuvimos la suerte de que MariMar se hubiera adelantado y nos informara con antelación de lo sucedido para, de esa manera, continuar por la circunvalación y evitarnos el cruce de la ciudad.

¡¡Huy!! Casi me olvido y si no lo pongo estoy seguro de que Adolfo se mosquea conmigo. Resulta que, aproximadamente kilómetro y medio después de Nájera camino de Santo Domingo, la N-120 llega a una rotonda bastante confusa. En ella se cruzan varias entradas y salidas con un puente sobre la autovía y las señales indicadoras de direcciones no son todo lo claras que cabría esperar. Entramos en ella, le dimos una vuelta completa y nos quedamos mirándonos con cara de tontos.

- ¿Por donde hay que tirar? -preguntó Adolfo.

- Ni idea -le dije. ¿Tú que crees Rafa?

Respondió encogiéndose de hombros con un gesto de incredulidad en la cara. Volvimos a mirar hacia las diferentes salidas pero en ninguna de ellas ponía nada que indicara que era la continuación de la N-120 por carretera y no por autovía. En esto observé que se estaban acercando a la rotonda un par de coches que venían de lo que, se suponía, debía ser nuestra lógica elección por dirección geográfica. Bajé del triciclo y crucé la plazoleta corriendo hacia ellos. Cuando estuve a una distancia razonable, me puse en el centro de la vía y levanté la mano derecha hacia arriba para darles el alto. Pararon inmediatamente y se orillaron. Les pedí que nos orientaran y me indicaron cual era la salida que había que tomar. Muy agradecido por su información regresé a las bicicletas. Cuando llegué me encontré a los colegas descojonándose de risa. Los miré uno a uno y enseguida supe lo que pasaba.

- ¡¡Alto, alto, policía!! -dijo Adolfo poniendo cara de chulito-. ¿Siempre tienes que hacer lo mismo? ¡Mira mi placa, mira que placa tengo! -continuó partiéndose de risa.

- Eres un gilipollas -le dije con las manos haciendo ademán de ir a pegarle.

- ¡Alto, alto, que nadie se mueva! -seguía diciendo sin parar de reír.

- Lo que te pasa es que eres un envidioso -respondí también entre risas-. Venga vamos que ya sé por donde es y tú -señalando a Adolfo,- tú no tienes ni idea, ¿verdad? ¿Quién es el que ha averiguado el camino que hay que seguir? ¡Eh! A ver ríete ahora fantasmín.

Al fallarnos la visita prevista decidimos seguir un poco más adelante antes de comer y establecimos como punto de parada el pueblo de Grañón, famoso en el mundillo de los peregrinos por su estupendo albergue parroquial que aúna la más cariñosa hospitalidad con la celebración de emotivos actos de confraternidad y un curioso y precioso lugar en el que pasar la noche. No en vano los peregrinos acceden a él por la torre de un campanario.

Los primeros kilómetros pasaron muy fácilmente a pesar del calor pero la parte final, los cinco que hay entre Santo Domingo y Grañón, se nos atragantaron un poco. Por un lado el sol, que seguía apretando de lo lindo y a esas horas se notaba aún más. Por otro, la polvareda de la zona de obras que nos tocaba cruzar y la tensión añadida del tráfico de camiones en un tramo largo con el arcén comido por ellas. Y, por último, la cuesta de la Cruz de los Valientes, fuerte repecho situado antes de Grañón.

Se cuenta, que, mediado el siglo XIV, en aquellos antiguos y tradicionales tiempos, hubo un litigio por la posesión de un encinar entre los pueblos de Grañón y Santo Domingo. Los habitantes de Grañón veían con sumo desagrado que un extenso encinar considerado propio, fuera utilizado por la ciudad del Santo. La pelea entre los dos pueblos era inminente y antes de que se enzarzasen ambas comunidades en un altercado, se reunieron los concejos y acordaron elegir sendos paladines que luchasen en singular combate cuerpo a cuerpo, en defensa de la propiedad del lugar. El que ganase se anexionaría el bosquecillo. Grañón eligió a Martín García, joven labrador, y Santo Domingo a su contrincante, un campeón especialista en grescas mimado por sus conciudadanos del cual desconocemos el nombre. Comenzó el combate empleándose ambos contendientes con un valor inusitado y los dos murieron en la contienda, cayendo en primer lugar el campeón de Santo Domingo. Martín García de Grañón, inclinó la balanza hacia su lado y entregó el encinar a sus convecinos antes de caer desplomado herido de muerte y orgulloso de dar su vida en defensa de sus derechos. En conmemoración de esta gesta, en el lugar de la contienda, situado entre las dos poblaciones implicadas, se elevó la llamada CRUZ DE LOS VALIENTES que aún puede verse hoy día.

Llegamos a Grañón poco antes de las tres de la tarde y nos encontramos con que estaban en fiestas. Mar no estaba esperándonos en la entrada como era costumbre en ella porque no pensó que fuéramos a llegar tan pronto. Le llamamos y nos dijo que estaba en la plaza de Ávila, muy cerca de la parroquia de san Juan Bautista, y que había unos bancos debajo de unos árboles al lado de una fuente que parecían un buen sitio para parar. Efectivamente, en principio parecía el lugar ideal para descansar y comer unos bocatas a la sombra, así que fuimos para allí. Sin embargo, una vez sentados, nos dimos cuenta de que aquella zona de descanso se parecía muchísimo a la que desechamos cuando estuvimos comiendo en Estella: árboles ralos que dejaban pasar el calor, moscas a tutiplén, basura en la fuente y ni gota de agua saliendo por el caño.

- La otra vez que estuve aquí... -empecé a decir.

- Ya estamos otra vez con la misma canción -se rió Rafa.

- Sí, lo sé, lo reconozco, pero de momento no os he fallado, ¿no? -Como nadie dijo lo contrario, seguí hablando.- Como iba diciendo, la última vez estuve en un jardín que hay pegado a la iglesia y se estaba de maravilla. Está doblando esa esquina, ¿queréis ir a mirarlo?

No hizo falta. Se fiaron de mi palabra y nos mudamos directamente. Mar nos contó que había ido a comprar los bocatas pero que, como el pueblo estaba en fiestas y contra la barra del bar se agolpaba un enorme gentío de parroquianos, entre clientes habituales,amigos de esos clientesy parientes,todos ellosatraídos por la fiesta, la camarera le había dicho a nuestra jefa de cocina que era mejor que volviera a partir de las tres a encargar de nuevo los bocadillos que le había pedido ya que a esa hora todo el mundo habría marchado a sus casas a comer y podría atenderla con más tranquilidad. Pensando que no llegaríamos antes de esa hora y en vista del follón de personas que de verdad abarrotaba el establecimiento, MariMar decidió volver más tarde. A la pobre casi se le cae el mundo encima cuando nos vio llegar antes de lo previsto.

- Me da igual lo que diga. Yo soy tan cliente como los demás y si no quiere hacerme los bocadillos voy a buscarlos a otro sitio -dijo saliendo de la plaza como una exhalación.

- Esa es mi hermanita -dije agitando el puño en el aire.

Adolfo me miró extrañado porque no entendía ni mi gesto ni el enfado de Mar. Se lo expliqué y puso la cara que ponía Obélix cuando decía aquello de... "están locos estos romanos."

Al cabo de quince minutos estuvo de regreso con una bolsa llena de olores deliciosos. Contó que, de camino al bar, se había ido preparando las uñas para arañar a quien hiciera falta, y que, en cuanto llegó le dijo a la chica que necesitaba los bocadillos, que estábamos cansados y muertos de hambre. Primero le rogó que los hiciera y cuando volvió a negarse, se lo exigió. Le dijo que era una clienta más del bar con la única diferencia de que, en lugar de vinos y tapas, quería bocadillos y los quería en cuanto le tocara su turno. Una señora más mayor, que había estado atenta a toda la conversación desde detrás de la barra, se le acercó y le preguntó qué bocadillos quería. Mar se lo dijo y la mujer entró en la cocina. Al cabo de un rato salió de ella con nuestra comida envuelta en papel de aluminio. Mientras salía del establecimiento, MariMar buscó con la mirada a la joven camarera y, enseñándole las bolsas, le deseó buenos días. Aún se le notaba el nerviosismo del enfrentamiento.

Se estaba en la gloria en aquel jardín. Los bocadillos nos duraron lo que dura un suspiro un poco largo y eso que no eran nada pequeños. Al terminar, Adolfo se tumbó en uno de los bancos de piedra y cerró los ojos. Rafa siguió sentado en el mismo sitio en que había comido y Gerardo y MariMar se sentaron encima de una esterilla que echaron sobre la hierba y empezaron a hablar y a reír. Yo me senté en la silla plegable que teníamos para Gerardo pero enseguida me levanté y me fui al albergue a ver si me dejaban usar el baño y me permitían llenar un par de botes de agua.

La escalera estaba tal como la recordaba, con la tenue penumbra creada por la escasa luz que se colaba por la puerta y la única ventana existente hasta el primer piso; con sus milenarios escalones de piedra suave y uniformemente desgastados por el peso y el roce de tantas pisadas peregrinas y no peregrinas; con al menos quince pares de botas y zapatillas colocados sobre la parte interior del muro de la torre a la altura del alfeizar de la ventana y con ese frescor que sólo los grandes muros de iglesias y palacios saben conservar durante todo un verano. Llegué arriba y pregunté por el hospitalero. Me dijeron que había salido pero que me inscribiera en el libro y subiera a coger un sitio para dormir. Respondí que lo único que quería era usar el baño y cargar un poco de agua. En respuesta recibí una sonrisa y un gesto que decía que dispusiera de todo a mi comodidad al tiempo que me señalaban la puerta del lavabo.

¿Podía ser todo en verdad tan perfecto? Obviamente, no. Cuando terminé en el baño, llené los botes en la cocina y volví a bajar la escalera para regresar a la calle. Al llegar al primer recodo vi que iba a cruzarme con una mujer que subía. Aceleré un poco el paso para coincidir con ella en el pequeño rellano y no en medio del tramo de peldaños. Ese cambio de velocidad me hizo perder el control de los apoyos y, en vez de pisar sobre el borde de madera del escalón, puse la parte metálica de la zapatilla sobre las baldosas. Noté el resbalón casi antes de que el pie se me fuera hacia delante. Puse rápidamente el otro en el mismo escalón para evitar la caída pero con el agobio tampoco conseguí pisar la madera. Lo que vino a continuación es fácil de imaginar. ¿Recordáis la película "Sólo en casa", cuando uno de los intrusos pisa el charco de aceite que el niño ha extendido sobre el suelo del sótano? Pues lo mismo. Los dos pies se me fueron hacia arriba elevándose en el aire y en un visto y no visto los tuve a la altura de mi nariz. En cuanto ellos dejaron de subir, la espalda empezó a bajar a la misma velocidad. La costalada fue de órdago. Me golpeé con la cadera y con el codo izquierdo pero sentí la reverberación en todo el cuerpo. Me quedé allí quieto, mareado, haciendo inventario de los daños, con miedo a lo que pudiera sentir si intentaba moverme. Enseguida noté que algo frío se posaba en mi nuca y me devolvía a la realidad. Abrí los ojos y vi a la mujer de la escalera colocando otro paño frío sobre mi frente. Hice ademán de levantarme pero me indicó con gestos que no tuviera prisa, que siguiera sentado un poco más. Se lo agradecí en silencio. Un poco después ella misma me ayudó a incorporarme. Al ver que me miraba el codo y que se estaba hinchado, me dio otro paño frío y me lo puse sobre la articulación. Hasta que no estuve seguro de que todo estaba en su sitio no reanudé la marcha hacia abajo. Antes le devolví sus cosas a la señora. Resulta que acababa de hacer la colada y lo que usó como paños fríos no eran otra cosa su camiseta y sus dos calcetines recién lavados. Se llamaba Uta y era alemana. Me contó que padecía una extraña enfermedad degenerativa que le producía bastantes dolores y tan solo le permitía hacer etapas de 10 o 12 kilómetros. Ella fue otro de los ángeles que nos encontramos a lo largo de la ruta. Seguro que nunca vas a leer estas líneas Uta pero no quiero pasar de largo sin volver a darte las gracias por tus atenciones y tus paños fríos. Ojalá que llegaras sana y salva a Santiago y que tu cuerpo no te hiciera padecer demasiado.

Al salir a la calle tuve que entornar los ojos para adaptarme de nuevo a la claridad. Los coleguillas seguían tal como habían quedado antes con la única diferencia de que, ahora, Adolfo dormía a pierna suelta. Aproveché para sacarle un par de fotos que después, por supuesto, utilizaría para hacerle chantaje. Les conté a Mar y a Rafa lo de mi aventura con las escaleras y se asustaron tanto al ver la bolsa que se me estaba formando en el codo que fueron a buscarme un poco de hielo para que me lo pusiera mientras seguíamos con la siesta.

Durante el tiempo que estuvimos allí parados fueron bastantes los peregrinos y lugareños que pasaron por aquel jardín. Muchos de ellos ni se percataron de nuestra presencia pero fueron bastantes los que se entretuvieron mirando el triciclo. Hubo quien nos preguntó y quien, sin preguntar, se acercó a él y se puso a manipularlo. A todos los que se interesaron les explicamos el funcionamiento y el por qué de su presencia entre nosotros.

Como el sol seguía cayendo a plomo, prolongamos un poco más de lo habitual el tiempo de reposo después de la comida. Sin embargo, como ya es sabido, todo lo bueno siempre termina y no quedó más remedio que volver a subir en las bicis para enfrentar la parte final del día. Pero antes de reanudar la etapa Gerardo quiso ir al baño. Escarmentados con mi caída, le cambiamos el calzado y le pusimos las zapatillas de calle. Yo, por mi parte, me quité las zapatillas de bici y los calcetines y subí descalzo a la torre. Un golpe fue suficiente para aprender.

No sé que hora sería cuando empezamos de nuevo a pedalear. De lo que sí estoy seguro es que a las cinco menos diez salíamos de La Rioja y entrábamos en Castilla-León. Lo sé porque le tomé una foto en marcha a Gerardo señalando el cartel. Si tenemos en cuenta que de Grañón a la frontera entre Comunidades Autónomas hay muy poco más de 2 kilómetros, podemos suponer cual fue la duración de la siesta.

Salimos de Grañón con dirección a Belorado por la misma carretera que nos había llevado hasta allí, la N-120, y sería también ella la que nos trasladaría a destino. Eran sólo 16 kilómetros los que faltaban y todos ellos fundamentalmente llanos así que no fue demasiado duro. Lo que lo complicaba un poco era, como ya dije, el calor.

Llegamos a Belorado alrededor de las seis y, como ya conocíamos la localización del albergue, nos desviamos a la derecha justo antes de entrar en el pueblo. De hecho, veinte metros más adelante está el cartel que indica el inicio de la población. MariMar y Víctor y su equipo, que en aquel momento nos precedían con cierta ventaja, pasaron de largo ese cruce y se adentraron en el casco urbano. Después nos contaron que estuvieron preguntando por el albergue y, tras dar un par de vueltas, consiguieron localizarlo justo en el momento en el que nosotros llegábamos.

- ¿No os da vergüenza que os ganemos con la bici?

- ¿Por donde habéis ido? Es imposible que nos hayáis adelantado.

- No, hombre, no. Adelantar no os hemos adelantado, simplemente hemos llegado primero -dijimos entre risas-. Nosotros ya sabíamos por donde se entraba. Si nos hubierais preguntado...

- Sois unos tramposos -dijo MariMar.

El desvío de la carretera era por un camino de tierra que llevaba a la pequeña rampa de acceso al albergue. Lo recorrimos con mucho cuidado porque había bastantes piedras sueltas en la intersección y zonas de arena en el camino. Afortunadamente llegamos arriba sin tener ningún percance.

- ¡¡Mira que aparato tan extraño traen estos chavales!! -dijo un señor de edad a su compañero de mesa al vernos llegar. Estaban sentados en la terraza del bar.

- ¿Les gusta?

- Es muy curioso.

- Se trata de una bicicleta especial preparada para.... -y les explicamos todo lo referente a Gerardo.

Continuábamos hablando con ellos cuando vi a Víctor y a Natalia entrar en el albergue. Supuse que irían a hablar con el encargado en nuestro nombre, igual que habían hecho en su momento en Cizur, y lo cierto es que me preocupó. Sabiendo lo susceptibles que son en algunos sitios con respecto al tema de peregrinos con coche de apoyo y esas cosas, no quise que hubiera ningún malentendido, sobre todo porque ya habíamos contactado telefónicamente con ellos antes de iniciar el Camino y tenía todo solucionado. Fui corriendo y llegué justo a tiempo para escuchar como Natalia se presentaba a la señora de la recepción.

- Hola, buenas tardes -les interrumpí a propósito pero poniendo cara de inocente-. No sé si fue con usted con quien hablé por teléfono a finales de Junio para preguntarles si tenían el albergue adaptado para minusválidos porque íbamos a hacer el camino con un chico sordo y ciego.

- ¡Ah! ¡Sí! Lo recuerdo. Tenemos la reserva anotada pero sin una fecha fija porque cuando llamasteis no sabíais el día exacto de llegada.

- Sí, es cierto. Dependía un poco de como fuera yendo la ruta. Tenéis sitio libre.

- Sí, no te preocupes. ¿Cuántos sois?

- Somos cuatro con credencial y luego, a mayores, viene mi hermana en un coche de apoyo por si surgiera alguna emergencia con Gerardo.

- Gerardo es el chico minusválido, ¿no?

- Sí, eso es. ¿Hay algún problema para que mi hermana se aloje aquí con nosotros?

- En absoluto. De momento tenemos espacio de sobra y el motivo está más que justificado.

Aproveché para explicarle todo el lío del documental y le pareció una idea estupenda que pudiera quedar constancia de lo que era capaz de hacer alguien con un handicap tan enorme. Nos pidió que esperáramos un momento mientras iba a consultar un detalle con Miguel, su jefe. Volvió al cabo de un par de minutos y nos dijo que habían decidido dejarnos un cuarto de 8 plazas exclusivamente para nosotros, para que estuviéramos más tranquilos y sin apreturas. Además, en vez de cobrarnos los 7 euros por cama que marcaba la tarifa de esa habitación, iban a cobrarnos sólo 5. Fue algo tan inesperado que nos dejó anonadados. Ya nos habíamos dado por más que satisfechos con el hecho de que dejasen a Mar quedarse también en el albergue así que imaginaos lo que supuso esa doble atención que tuvieron con nosotros sin pedirla ni merecerla.

- ¡¡Caray!! Muchísimas gracias.

- No me las deis a mí. Mirad, ese de ahí es Miguel, el jefe. Podéis agradecérselo a él que seguro que le gusta.

- Desde luego. Ahora mismo voy -dije.

A lo largo de la ruta fuimos objeto de varios detalles como éste que hicieron se nos alegrara el alma. Da gusto ver que aún queda gente con la sensibilidad suficiente para darse cuenta de lo mucho que puede significar un pequeño gesto, una donación o dejar de ganar algo de dinero con tal de lograr que alguien como Gerardo se sienta un poco especial, esté más cómodo y, lo que también es muy importante, ahorre un poco en gastos. El propio Víctor y su equipo, que iban a dormir en la autocaravana, fueron también objeto de las atenciones de estas fantásticas personas ya que les permitieron usar a su comodidad tanto la piscina como los aseos y las duchas del albergue. Desde aquí, muchas gracias a Miguel, y a sus dos amables y cariñosas ayudantes.

Nos instalamos y, como no, Gerardo preguntó por Rafa para convencerle de que se diera un baño con él en la piscina. La verdad es que no tuvo que emplearse muy a fondo porque hacía una tarde tan calurosa y habíamos soportado tanto sol durante todo el día que tanto Rafa como Adolfo se unieron a la fiesta y se metieron con él en la piscina. Hasta yo me remangué y me senté en el bordillo para poner las piernas en remojo. El agua estaba demasiado fría para mi gusto pero ellos insistían en que estaba perfecta. Tanto insistían en que la probara que empujaron al propio Gerardo a enseñármelo de primera mano. Rafa le decía en que sitio me había sentado y él me echaba agua con las manos tratando de empaparme. Con cada lanzamiento les preguntaba si me había mojado y se partía de risa él solo, sin importarle si había acertado o no. Es genial darse cuenta de lo poco que hace falta para verle disfrutar como un enano.

Al salir de la piscina nos dimos una ducha y nos vestimos para la cena. Fue la primera vez en lo que llevábamos de ruta, y ese ya era el quinto día, en que tuvimos la suerte de poder contar con un baño adaptado para minusválidos. Menuda diferencia y menuda maravilla. Dejarle en la ducha con todas las confianzas:

Fue la mejor ducha de todas las que se había dado hasta ese momento. Lo fue para él y lo fue también para mí porque, cada día, cuando lo llevaba a por ella, iba con el corazón en un puño pensando en cual de las múltiples opciones posibles haría que ese rato, supuestamente de recuperación y relax, se convirtiera en una pesadilla. Afortunadamente, y doy gracias por ello a su Ángel de la Guarda (por si existe), nunca pasó nada aunque, por si acaso, continuaré cruzando los dedos.

A las ocho y cuarto fuimos a sentarnos al bar del albergue porque, como ese día habíamos comido bocadillos, tocaba menú para la cena. El comedor era muy amplio y tenía una gran pared blanca en la que proyectaban montajes en Powerpoint con fotografías del Camino y música relajante. Una verdadera preciosidad y un acierto por parte de Miguel. Le sugerí a Víctor que hablara con él y se ofreciera a proyectar el trailer del documental, en parte como agradecimiento por el trato recibido y en parte para dar credibilidad a lo que les habíamos contado a ese respecto. Miguel aceptó y tuvimos la oportunidad de volver a ver el anuncio de lo que ya era una realidad, Un Camino Hecho Para Ver Y Oír Con Las Manos.

La cena estuvo genial y, además, fue muy divertida.

LECTOR...... - ¿Divertida? ¿Por qué?

AUTOR......... - Pues porque tanto Rafa como Adolfo y yo pedimos pollo.

LECTOR...... - ¿Y qué tiene eso de gracioso?

AUTOR......... - Hombre, dicho así, sin más, la verdad es que no tiene ninguna gracia pero... esperad y veréis. Leímos el menú y cada uno pidió lo que más le apeteció. Hasta ahí todo normal. Coincidió que a los tres nos dio por pedir lo mismo de segundo: pollo. Tampoco nada que objetar. Lo bueno vino cuando nos lo trajeron. Esperábamos lo típico, es decir, muslo y contra-muslo con patatas para unos y pechuga con patatas para otros.

LECTOR...... - Claro, lo normal.

AUTOR......... - Pues os equivocáis. Cuando llegó la camarera con los pollos, resulta que justamente traía eso, pollos.

LECTOR...... - ¿Pollos? ¿Qué otra cosa iba a traer? ¿Qué quieres decir?

AUTOR......... - Pues eso, que traía pollos, que en cada plato traía un pollo, es decir, tres pollos enteros en tres platos.

LECTOR...... - ¡¡¿¿QUÉ??!!

AUTOR......... - Eso mismo fue lo que hicimos nosotros. Mirar los platos, mirarnos y lanzar una exclamación. Había un mini-pollo en cada uno. Rafa cogió el suyo y, poniendo cara de psicópata, le clavó el cuchillo con saña en el pecho (bueno en la pechuga). Adolfo fue más comedido con el suyo ya que, usando el cuchillo y el tenedor a modo de instrumental de quirófano, se dedicó a hacerle una completa exploración rectal. Yo, por mi parte, como soy más delicado que esos dos cabestros que me tocaron como bici-acompañantes, tomé suavemente a mi pollo por la punta de las alitas y le pedí el siguiente baile. Las tres escenas quedaron convenientemente recogidas en sendas fotos. ¡¡Ah!!, que me olvidaba, exactamente dieciséis minutos más tarde, en el plato de Rafa sólo quedaban una ristra de huesecillos ordenados como los forenses ordenan los huesos de un esqueleto en reconstrucción. Lo dicho, un verdadero enfermo mental.

Después de cenar Adolfo estuvo un rato trabajando (¿trabajando?, ¡¡JA!!) con el portátil que le prestó Alberto, el hijo de Víctor. Habían hecho buenas migas y casi todos los días Alberto le pasaba el diario Marca y le dejaba el ordenador para que se conectara con sus contactos de internet. Un buen chaval Alberto. Se portó de maravilla con todos nosotros y fue el que mejor aprendió a comunicarse con Gerardo y el que más usó la lengua de signos. Víctor puede estar orgulloso de él.

Antes de acostarnos fuimos a la autocaravana a recoger la leche para el desayuno del día siguiente. Recordáis que ya os expliqué que Víctor se había convertido en nuestra Central Lechera particular, ¿verdad? Al volver a la habitación vimos a un chaval salir con la mochila a la espalda. Extrañados, le preguntamos si iba a continuar caminando a esas horas y nos respondió que sí, que quería cruzar los Montes de Oca a la luz de la Luna. Un valiente. Y es que, ya se sabe que hay gente para todo.

Entre unas cosas y otras, eran las once y cuarto, minuto arriba minuto abajo, cuando finalmente apagamos la luz.

[subir]

Belorado - Burgos

Domingo 23 de Agosto
47 km en 3 horas y 20 minutos

Una vez más la vejiga de Gerardo volvió a ser inmisericorde conmigo al retomar su costumbre de pedir baño antes de que sonara la alarma del reloj. Y yo que me había hecho la ilusión de que, como nos habíamos acostado tan tarde como en Navarrete, mi coleguilla volvería a dormir de un tirón hasta las seis. ¡¡JA!! Eran de nuevo las cinco y cuarto cuando su voz y unos ligeros golpecitos en la parte de abajo de mi colchón me trajeron de vuelta a la cruda realidad. ¡Con lo tranquilo que andaba yo por tierras de Morfeo! Bajé con cuidado de la litera y, después de calzarnos, salimos al pasillo. Aunque todo seguía a oscuras y no se oía ningún ruido, había indicios de movimiento de peregrinos caminantes. La puerta del final del corredor, la que daba a la calle, estaba abierta y se veían silenciosas sombras moverse a la luz de las farolas; también se veían mochilas abiertas delante de la puerta de alguna de las habitaciones y, al pasar por delante del baño común, vi dos bolsas de aseo abiertas junto al lavabo y escuché el inconfundible sonido de quien lucha por hacer hueco para el desayuno pero, de momento, va perdiendo la batalla. Nosotros, como los peregrinos privilegiados que éramos por "nuestra" condición de minusválidos, pasamos de hacer cola, de tener que limpiar la taza del inodoro y de cruzar los dedos para que no se hubiese acabado el papel higiénico y nos fuimos directamente al baño que teníamos reservado. ¡Vaya un privilegio de las narices! ¿Recordáis aquello de... "un caballo, mi reino por un caballo"? Pues... "devolvedme mi vista y mi oído y no volveré a sentarme en una taza de wáter ni a ducharme con agua caliente nunca más." Que ironía ¿verdad?

Apenas hubo diferencias entre este amanecer y los anteriores. Bueno no, miento, sí que las hubo. Al tener una habitación para nosotros solos, pudimos encender las luces en cuanto sonó el despertador y vestirnos, recoger los sacos y comenzar a guardar cosas sin temor a despertar a nadie. Por lo demás, remoloneo de los de siempre, legañas en los ojos de todos y desayunito preparado por la misma, esta vez en una cocina-comedor de auténtico lujo. La única sorpresa fue encontrarnos en la puerta del albergue con el peregrino noctámbulo. Nos extrañó tanto verlo de regreso que le preguntamos si le había sucedido algo. Dijo que, al poco de salir, se había quedado sin pilas en la linterna y que tuvo que dar la vuelta porque la noche no era tan clara como él había supuesto. Mala suerte la del muchacho que se quedó con las ganas de transitar a oscuras por aquellos parajes plagados de leyendas de bandoleros y lobos.

A las ocho y cuarto estuvimos listos para empezar una jornada de pedaleo que, sobre el mapa, se presentaba bastante dura ya que íbamos a tener que subir el puerto de La Pedraja. Era una verdadera pena no poder hacer esa etapa por el Camino ya que la subida desde Villafranca y el paso de los Montes de Oca siguiendo las flechas amarillas es una verdadera preciosidad pero ya se sabe que una cosa es lo que uno quiere y otra lo que puede.

Después de algo más de once kilómetros de aproximación al puerto, todos ellos fundamentalmente llanos, entramos en Villafranca de Montes de Oca. Al pasar junto a la Iglesia de Santiago Apóstol le hice a Gerardo el gesto que significaba que se abrochara el cinturón porque iba a comenzar lo bueno. La cámara de Adolfo marcaba las nueve y veinte en la foto que nos tomó justo en ese lugar. Igual que habíamos hecho cuatro días antes, cuando cruzamos los puertos de los Pirineos, empezamos el ascenso a un ritmo muy cómodo. Le pusimos al triciclo la marcha más fácil de todas las que trae y Rafa y Adolfo, por su parte, colocaron el plato pequeño y jugaron con los piñones más grandes.

- Acordaos lo que nos contaron que decía aquel sabio montañero, "si quieres llegar a lo alto del monte como un joven, inicia la ascensión como un viejo" - dije.

- Siempre nos cuentas los mismos cuentos -dijo Adolfo.

- Es verdad, ¿por qué será? -respondí -. La otra vez no nos fue nada mal, ¿no?

- No, nada mal.

- Pues eso, despacito y buena letra.

La temperatura era tan agradable que desde primera hora de la mañana habíamos rodado sólo con la camiseta interior de manga larga y el maillot corto. En previsión de lo que se nos venía encima, y no me refiero sólo a las cuestas sino también al sol de finales de Agosto, antes de enfrentar las primeras rampas nos quedamos únicamente con una de las dos cosas. Ellos eligieron la manga corta y yo opté por la larga. Pelín friolero que es uno. A los veinte minutos de subida, Gerardo dijo que necesitaba parar a echar una meada. Le dije que en cuanto encontrara un lugar seguro pararíamos porque era bastante peligroso hacerlo en plena carretera ya que no había donde apartar el triciclo. Cinco minutos más tarde encontramos una pequeña entrada a la derecha, justo donde la señal que decía que finalizaba el Tramo de Concentración de Accidentes del puerto. Salimos de la carretera y le ayudamos a quitarse aquel molesto peso de encima. Como no había ningún sitio en el que pudiera apoyar la cabeza, entre Adolfo y yo le sujetamos los hombros y la parte de atrás del pantalón y le dijimos que, por favor, no fuera guarro y meara bien fuerte hacia adelante para no salpicarnos. Como era de esperar, se descojonó de risa y me pidió que no dijera tonterías.

- Javier, dices muchas tonterías -contestó entre risas.

- Sí, pero ten cuidado que sino seguro que me llenas las zapatillas de pis.

- Eres un cochino, Javier -y más risas.

No sé que pensarían los ocupantes de los dos coches que pasaron por allí en aquellos momentos pero lo cierto es que debíamos parecer algo raro. Un tío sin camiseta (Gerardo) sujeto por la espalda por otros dos; uno agarrándolo por la cintura (yo) y el otro por los hombros. En fin, menos mal que acabó rápido. Estaba terminando de vestirse cuando apareció MariMar. Como no llegó a tiempo de ver la función que acabábamos de representar le extrañó vernos allí parados y se detuvo a preguntar si teníamos algún problema. Le explicamos lo sucedido y le pedimos que buscara un buen sitio para tomar algo una vez rebasada la cumbre.

Justo una hora después de iniciar la subida llegamos al cartel que anunciaba que estábamos en el punto más alto del puerto. Ponía "La Pedraja 1150 m".

- ¿Ya estamos arriba? -preguntó Adolfo con cara de incredulidad.

- Parece que sí -le respondió Rafa igual de extrañado.

La verdad es que había sido mucho más sencillo de lo que pensábamos ya que, según los mapas, teníamos que subir siete kilómetros y pico y, o mucho nos equivocamos en nuestros cálculos, o no fueron tantos los que finalmente hicimos. Iniciamos el descenso y al poco rato vimos a Mar haciéndonos señas para que paráramos. Como siempre, había encontrado el sitio ideal para el almuerzo. Se trataba de un área de descanso a la izquierda de la carretera con una preciosa fuente de piedra a la que lo único que le faltaba era que manara agua potable para ser el lugar perfecto.

Bajamos de las bicis y nos abrigamos antes de sentarnos para que no nos cogiera el frío porque las únicas mesas que quedaban libres estaban a la sombra. Había varios grupos de personas descansando y, con buen criterio, habían ido eligiendo las que estaban al solecillo porque, aunque antes dije que tuvimos bastante calor durante el ascenso, lo cierto es que se estaba más bien fresquito debajo de aquellos árboles.

Víctor estaba hablando con uno de los grupos de "almorzantes" y los llamo así porque, quien más quien menos, todos habíamos parado para tomar un bocado además de un respiro. Tal como imaginé cuando lo vi charlando con ellos, al poco rato vino a presentárnoslos. Resultó ser un grupo de personas de Santo Domingo de la Calzada que, en compañía de su concejal de deportes y algún que otro miembro de la corporación municipal, desarrollaban una más de sus múltiples actividades deportivo-culturales. En esta ocasión estaban recorriendo a pie uno de los tramos del Camino, concretamente el que pasa por San Juan de Ortega. Nos comentaron que no era la primera vez que hacían ese tramo en concreto pero que, como algunos de ellos no habían podido recorrerlo la vez anterior, lo estaban repitiendo. Eran un grupo de gente muy maja que enseguida hizo buenas migas con Gerardo. Él, por su parte, se presentó a ellos con su ya conocida fórmula

- Me llamo Gerardo. Oigo poco, veo poco y hablo mucho. Me gustan mucho los deportes: piscina, pesas, lanzamiento de peso, bicicleta,...

Todos sonrieron al oír su presentación y, uno por uno, se fueron dando a conocer. Les dije como podían hacerse entender y prácticamente todos intentaron escribirle sus nombres en la mano e intercambiar algunas palabras con él.

- Hola. Iñaki -le escribió uno de ellos en la mano, chocándosela a continuación.

- Eres muy fuerte -le respondió Gerardo después de palparle el brazo.

- Soy deportista -aclaró Iñaki sonriente- Concejal de deportes -añadió hablando para nosotros y se lo tradujimos al coleguilla.

- José -escribió otro de los calceatenses.

- También hace mucho deporte -comentó Gerardo para regocijo de todos los amigos de José.

Y así pasó un rato mientras se hacían todas las presentaciones. Después, sin ellos saberlo, dieron en el clavo con una de las cosas que más feliz hacen sentir a Gerardo. Le preguntaron si les dejaba hacerse una foto con él. Imaginaos como se puso de contento. Enseguida se colocaron en posición y, en cuanto sintió que ya estaban dispuestos....

- ¡¡Fotos!! ¡¡Cuántas has hecho!! Saca más fotos.

Al marcharse, nos despedimos deseándonos mutuamente mucha suerte y pidiéndole al concejal que le dijera al cura de su pueblo que no fuera tan poco considerado con los peregrinos para ver si, de ese modo, la próxima vez conseguíamos visitar la catedral.

Acabamos de cepillarnos los sándwiches de nocilla y la fruta y entorno a las once y cuarto reanudamos la marcha. Todo el mundo sabe que en todos los grupos siempre tiene que haber un tonto. Pues bien, esta vez fui yo el que metió la pata. Llevábamos un par de kilómetros recorridos cuando me di cuenta de que se me había olvidado recoger la camiseta de manga larga. Me la había quitado al llegar y la había puesto a secar colgada de la rama de un árbol. Por enésima vez me alegré de que MariMar viniera con nosotros porque con llamarle por teléfono para pedirle que me la recogiera estaría solucionado el problema. Desgraciadamente no había cobertura en aquella zona entre montañas y, después de consultarlo con los compañeros de fatigas, Rafa se dio la vuelta y regresó sobre nuestros pasos. Cuando llegó resultó que Mar ya la había recogido y la tenía estirada sobre el respaldo del asiento del copiloto para que acabara de secarse. Lo dicho, una suerte poder contar con ella.

Nos quedaban aproximadamente veintisiete kilómetros para llegar a Burgos, final previsto para esa jornada que iba a ser una de las más cortas de la ruta. La idea era llegar con tiempo suficiente para poder visitar la ciudad y lo cierto es que lo tuvimos. Tuvimos tiempo de verla y de cansarnos de estar allí. Ya sé que esta última frase suena un poco mal pero enseguida la entenderéis. Resulta que... Bueno, mejor no, mejor voy a seguir con el orden cronológico de los acontecimientos y cuando le llegue el turno a la explicación vosotros mismos os daréis cuenta de "los porqués".

Esos veintisiete kilómetros eran totalmente llanos y pasaron en un santiamén. Villamorico, Zalduendo, Ibeas de Juarros, todo paso por nuestras retinas en un visto y no visto. Al tratarse de una ciudad tan importante, supusimos que no sería fácil encontrar espacio para todos en el albergue y, además, el hecho de contar con un camping nos hizo pensar que las cosas, en lo referente a espacio y comodidad para el uso de los servicios por parte de Gerardo, serían más fáciles. ¡Qué equivocados estábamos! En fin, tiempo al tiempo. Como ya conocíamos la zona de veces anteriores, decidimos entrar en Burgos sin meternos en el casco urbano. Justo después de que la N-120 pasara por debajo del paso elevado de la A-1, llamada Autopista del Norte, teníamos que desviarnos a la izquierda y buscar un puente para cruzar el río Arlanzón. Una vez cruzado éste estaríamos ya muy cerca del Camping Fuentes Blancas. Sólo tendríamos que localizar y seguir un carril bici en dirección centro ciudad. Fue tan fácil como decirlo.

A la una y media estábamos registrándonos en la recepción del camping. Buscamos un hueco en la zona que nos indicaron e hicimos una pequeña reunión para decidir cuál sería el siguiente paso. Pensamos que lo prioritario era buscar un sitio para comer y que aprovecharíamos mejor el tiempo si lo hacíamos en el centro ya que, de esa forma, podríamos visitar lo más significativo de la ciudad mientras hacíamos la digestión. Teniendo en cuenta que el coche sólo llevaba sitio para tres (Rafa le había quitado los otros asientos para acomodar mejor los trastos), Adolfo y yo nos presentamos voluntarios para ir a comer en bici y dejamos al abuelito Rafa y a Gerardo el placer de acompañar a MariMar. Montamos rápidamente las tiendas, atamos el triciclo a un árbol y, después de despedirnos de Víctor y el equipo, que también se iban a alojar en el camping, salimos a buscar el sitio en el que tan bien había comido yo la última vez. "¡¡Sí, también en Burgos había habido UNA VEZ ANTERIOR!! ¡¡Mira que os ponéis pesaditos!!"

¡¡Qué maravilla volver a pedalear en una bicicleta normal!!, aunque fuera en la de Rafa. No tenemos la misma talla pero aún así me sentó de fábula poder cambiar la posición de pedaleo y es que estaba ya más que harto de la postura a la que me obligaba el triciclo. Hicimos los tres kilómetros que separan el camping del centro de Burgos, cruzamos la ciudad hacia el Campus Universitario de San Amaro y...

- ¡¡Que putada!! Está cerrado.

- ¿Qué? -me preguntó Adolfo al verme parar y hablar solo.

- Que como es domingo y es agosto, está cerrado el comedor de la universidad. ¡Menuda faena!

- ¿Qué hacemos?

- Aquí cerca hay un sitio en el que cenamos unos platos combinados en otra ocasión. A ver si me acuerdo... había que cruzar el parque y salir por el otro lado hacia la derecha. Sí, ya me doy cuenta. Vamos.

Llegamos al segundo sitio de la lista y... también estaba cerrado. Éste por vacaciones. ¡Vaya cagada! No quedaba otra que preguntar. Nos hicieron un par de sugerencias y nos inclinamos por la primera.

- Todo recto hasta llegar a... después a la derecha y la segunda a la izquierda.

- Muy bien, muchísimas gracias.

Rafa y Mar, que no sabían de nuestras cuitas, estaban empezando a desesperarse, entre otras cosas, porque la ciudad estaba en obras y les había resultado imposible seguirnos. Entre el "¿dónde estáis?" y el "seguid la calle tal y cuando lleguéis al final coged la..." no sé muy bien cuanta pasta habríamos gastado en teléfono de nos ser porque el móvil de Rafa era gratis los fines de semana. ¡Menos mal! Pero bueno, lo que cuenta es que, al final, localizamos un restaurante-asador en el que pudimos comer unos platos combinados riquísimos acompañados de unas coca-colas gigantes y todo por un módico precio. Mientras MariMar le preparaba el plato, cortándole la carne y el tomate en porciones razonables, Gerardo se empeñó en que el papel pintado de la pared era un mapa del mundo y, por más que le dijimos que no, que lo que había allí dibujado era un estampado de flores, él no dejó de ver países y mares. En fin, manías de cada uno.

Al acabar de comer volvimos al centro y, mientras Rafa esperaba en el coche cerca de la catedral (impensable estacionar allí), Mar acercó a Gerardo hasta donde les esperábamos Adolfo y yo. Atamos las bicis en la zona de aparcamiento especial para ellas y comenzamos la visita. Le llevamos a tocar los muros exteriores de la catedral, la forma y textura de sus grandes piedras, los adornos de las puertas y ventanas, las bases de las columnas, las barandillas de las escalinatas y todo lo que podía significar algo para él. Una vez en el interior hicimos lo mismo con todo lo que estaba al alcance de su mano, haciendo especial hincapié en el enorme perímetro de las columnas, el gran tamaño de las puertas y verjas de las capillas laterales, la forma y tamaño de las pilas de agua bendita,... Él, como siempre, fuente inagotable de curiosidad, nos bombardeó con preguntas de todo tipo sobre lo que iba tocando y se partió de risa con algunas de las "sui géneris" interpretaciones que hacía de nuestras respuestas.

- ¿Qué hay dentro de esa puerta? -preguntó.

- Una capilla con el Santísimo expuesto -le dije.

- ¿Quién es ese señor? Vamos a verlo.

- No, ahí sólo se puede entrar para rezar.

- ¿Tú no quieres rezar, Javier?

- Ahora no.

- ¿Por qué no quieres rezar?

- Porque ahora no me apetece, estoy cansado y quiero ir a ducharme.

- Si no rezas vas a ir al infierno.

- ¿Quién te ha dicho eso?

- Lo dice mi madre que se lo ha dicho el cura.

- Si eres bueno, aunque no reces, no irás al infierno.

- Entonces el cura irá al infierno porque le dice mentiras a mi madre, ¿verdad Javier? - y estallaba en carcajadas- JAJAJAJAJA.

Cuando salimos afuera MariMar me dijo que, detrás de una de las hojas de la puerta de entrada a una de las capillas, había visto un aspirador Nilfisk de los que vendía nuestro padre antes de jubilarse. Le hizo mucha gracia verlo allí y me pidió que le sacara una foto para enseñárselo al señor Mariano cuando regresaran a Valencia. Dejé a Gerardo con ella y volví a entrar en la catedral seguido de Adolfo. Busqué la capilla en cuestión y, efectivamente, detrás de la puerta estaba el aspirador. Fue como volver atrás en el tiempo. Realmente me trajo muchos recuerdos ver aquel aparatito y no me extrañó en absoluto que hubiese llamado tanto la atención de mi hermana. Saqué la cámara y, procurando que nadie me viera (ya se sabe que está prohibido hacer fotos en el interior de la mayoría de las catedrales), le hice una foto. Adolfo me miró, puso cara de póker y, llevándose el dedo índice a la sien, se la golpeó con él varias veces. Más tarde supe que, cuando volvió a ver a MariMar le comentó que yo hacía cosas muy raras, tan raras como hacerle fotografías a los aspiradores de detrás de las puertas de las iglesias. Un fenómeno el Adolfo.

De regreso en el camping, Rafa y Gerardo se fueron a por su baño diario en la piscina. Mientras tanto, Adolfo y yo nos fuimos a la duchas y... ahí comenzó lo malo. No os podéis imaginar la cantidad de porquería que había en los suelos de aquellos aseos y los platos de ducha tenían más mierda que la barra de un gallinero. Nos miramos asombrados de tanto abandono y tanta guarrería. Limpiamos de la mejor manera posible el suelo apartando los charcos y la basura con un haragán de goma y, a pesar de llevar chanclas, tuvimos que hacer de tripas corazón para meternos, primero uno y luego el otro, en la mejor de las cuatro duchas. El mismo problema lo tuvimos después para vestirnos. No había un rincón ni limpio ni seco para ponernos ni para dejar la ropa que habíamos tenido colgada de un gancho mientras nos duchábamos. ¡Un auténtico asco! Menuda diferencia con el de Navarrete en el que todo el día había una señora recogiendo el agua y limpiando la zona de aseos y duchas.

Y, mientras tanto, ¿qué pasaba con MariMar? Pues pasaba lo de siempre, que cuando nosotros descansábamos ella continuaba a lo suyo. Su preocupación por que no nos faltara nada y para que todo estuviera en su sitio y en su punto la llevaba a estar permanentemente ocupada. Esa tarde, mientras unos y otros nos quitábamos de encima el stress y la porquería del camino, cada uno según su gusto, ella montó un gigantesco tendedero con unas cuerdas y, después de tirarse más de una hora en los lavaderos, se dedicó a ir y venir con palanganas llenas de ropa recién lavada a mano. ¿Quién fue el que dijo aquello de que "el frotar se va a acabar"? Que se lo pregunten a ella. La última colada había sido en Navarrete.

LO QUE NOSOTROS NO VIMOS

Llevábamos tres días fuera de casa y aún no habíamos lavado nada. El plan era lavar ropa cada dos días, cada tres como máximo, siempre en función de la disponibilidad del sitio en el que estuviéramos. Antes de empezar la ruta habíamos hablado del tema y pensamos que sería preferible juntar bastante ropa y llenar una lavadora y una secadora en vez de ir lavando al final de cada jornada. Como Adolfo y tú estabais en las duchas y Rafa y Gerardo bañándose en la piscina, me pareció un buen momento para hacer la colada. Al registrarnos en el camping había leído que tendría que comprar unas fichas para poder utilizar el servicio de lavandería así que me acerqué a recepción y las compré, una para la lavadora y otra para la secadora. Cogí toda la ropa, la puse en una bolsa y me fui al lavadero. Cuando estaba a punto de entrar, una señora me llamó. Iba acompañada de su marido y los habíamos conocido al poco de llegar vosotros al camping, mientras quitabais las alforjas de las bicis y preparábamos los trastos para pasar la tarde. En aquel momento se habían acercado a ver el triciclo desde fuera de nuestra parcela y tú les invitaste a entrar y les explicaste su funcionamiento y el motivo de llevar un artilugio de esas características. Ahora, al ver que yo iba hacia los lavaderos me llamaron y me ofrecieron la lavadora de su caravana para nuestra ropa sucia. Se lo agradecí muchísimo. Les dije que ya había comprado las fichas para las máquinas. Me emocioné por su detalle, ya me conoces, y por volver a constatar la disposición de la gente a brindar ayuda y a colaborar de alguna manera.

Más tarde, mientras Adolfo y tú estabais en la cafetería trabajando con el ordenador, Rafa y Gerardo volvieron de la piscina. Nos sentamos los tres en nuestra zona de acampada y estuvimos doblando juntos la ropa que acababa de recoger de la secadora. Tengo grabado ese momento con un cariño especial.

Por cierto, que como yo nunca en mi vida había usado una secadora, tuve que llamar a Estela para preguntarle cuánta temperatura y cuánto tiempo tenía que programar. Me daba pánico pensar que pudiera estropear vuestro maillots. Me aconsejó y seguí al pie de la letra sus instrucciones. ¡¡Qué bien me supo ese comodín de la llamada!!

Durante la tarde recibimos la visita de uno de los cuidadores de la instalación. Un hombre con más aspecto de matón de que de encargado de camping. Por su forma de hablar parecía rumano al igual que otros cuatro o cinco vigilantes más que tuvimos la oportunidad de ver durante nuestra estancia allí. La impresión que nos causó no sé si achacarla a falta de dominio del idioma o a arraigada costumbre de atemorizar como base de su comunicación. El caso es que vino a recriminarnos por estar instalados en una zona con conexión de luz. Le dijimos que nos habíamos colocado allí porque era el sitio que entendimos que nos marcaban en el plano pero que, con tal de no moverlo todo, pasaríamos a pagar la diferencia. Total era una minucia de 2 euros con unos céntimos. Resultó que se habían dado cuenta porque Adolfo había enchufado el ordenador a la red. En fin, supongo que está bien que exijan el pago de lo que se utiliza pero también podían tener el mismo celo en cuidar de la limpieza e higiene de las instalaciones.

Y para postre, justo enfrente de donde nos habíamos instalados, había un grupo de cinco o seis tiendas de campaña con diez o doce chicos y chicas con música tecno a toda pastilla. Resulta que ese fin de semana se celebraba en Burgos Electrosónic, no se qué puñetas de macro-festival de música electrónica, y nos había tocado en la parcela de al lado un buen puñado de amantes de esa música de locos. Tuvimos que ir a pedirles que, por favor, bajaran el volumen de sus aparatos porque era verdaderamente insufrible. Menos mal que fueron razonables y no hubo necesidad de pasar a mayores. Adolfo, como no, se rió de nosotros todo lo que quiso y más.}

- Ya veis, ventajas de ser sordo.

- ¡Serás capullo!

- Jajajaja.

- Ríete, ríete que el que ríe el último ríe mejor.

Como aún nos quedaba algo de tiempo libre hasta la hora de la cena, decidí cambiarle los neumáticos al triciclo para ahorrarnos parte del exceso de contacto que tenían las cubiertas de BMX que llevábamos instaladas desde Pamplona. Le pondría unas de las Schwalve que recogimos en Logroño. Misma resistencia y menor superficie de rodadura nos permitirían desplazarnos con menos esfuerzo. Llevé a cabo toda la operación con la ayuda de Rafa y una vez cambiadas procedimos a hincharlas con el bombín.

- ¡Me cago en la leche! No hay manera de centrar este maldito neumático. Por mucho aire que le doy siempre se queda metido hacia dentro -dije.

- Haría falta meterle un golpe fuerte de aire con un compresor para que saltara y se colocara en su sitio -respondió Rafa.

- Voy a ir a preguntarle al conductor del trailer alemán.

Mientras estábamos en el centro de Burgos había llegado al camping una extraña mezcla de autobús y autocaravana. Se trataba de un autobús normal que llevaba a rastras un enorme remolque dividido en compartimentos, uno para cada uno de los viajeros. Esos compartimentos no eran otra cosa que mini-habitaciones y el convoy completo respondía al nombre de autobús-hotel. Eran todo personas mayores, jubilados de nacionalidad alemana que estaban recorriendo de esa original forma el Camino de Santiago. Cada día, los que se sentían con fuerzas suficientes, hacían a pie un pequeño tramo y se reunían con los demás para las visitas culturales y para los tramos de enlace. Mar nos contó que, justo cuando nosotros nos fuimos del área de descanso del puerto de La Pedraja, llegaron ellos y se las vieron y se las desearon para meter semejante trasto en el pequeño aparcamiento. Ella les estuvo dirigiendo la maniobra desde uno de los costados para que no tuvieran ningún percance con los demás coches estacionados.

Me acerqué hasta el sitio en el que estaban cenando y pregunté por el encargado. Me señalaron a una mujer de unos 35 años que, según supe después, les hacía las veces de intérprete, cocinera, camarera y guía turística. Le pregunté si sabía si el vehículo estaba equipado con algún sistema de inflado de neumáticos. Me dijo que no lo sabía pero que iba a preguntárselo al conductor. El hombre, muy amable, me dijo que sí, pero que tendría que esperar un rato porque estaba ocupado. Se lo agradecí y quedé en regresar cuando él me indicó. Así lo hice y, juntos, nos dirigimos a la parte de atrás del autobús. Antes de ponerse con lo del aire, desmontó la cubierta y la untó de mantequilla. Rafa y yo nos miramos entre nosotros y luego a él con los ojos como platos. En mi vida había visto tamaño dispendio de mantequilla. No paró hasta tener los bordes de la cubierta más blancos que Copito de Nieve y resbalosos como una pista de hielo. Una vez hecho esto volvió a colocarla en su sitio y trato de llevarla a mano al lugar que le correspondía. Estuve por decirle que eso ya lo habíamos hecho nosotros pero me dio miedo que pensara que aquí en España usábamos la mantequilla para algo más que para untar tostadas, así que me callé. Peleó un buen rato con la rueda, de hecho, peleó tanto como necesitó para que le quedara bien claro que si habíamos acudido a él no había sido por capricho. En ese momento tuve una segunda tentación que también logré contener. Iba a decir: "majete, que todo eso ya lo habíamos probado nosotros, pero a pelo, que somos de Bilbao." Pero preferí no mosquearle y dejarle hacer. Entonces, y sólo entonces, empezó a desmontar una serie de mangueras y a conectarlas en otros tantos dispositivos. Después de estar casi veinte minutos peleando con toda aquella parafernalia de válvulas, cables, gomas y llaves me dijo que no entendía qué era lo que pasaba pero que el ingenio mecánico aquel no era capaz de generar aire y eso suponía un grave problema para ellos. Que menos mal que se había dado cuenta en ese lugar y por ese motivo porque si le sucedía algo en carretera y no podía disponer de los generadores de aire lo iban a pasar muy mal. En fin, ya dice el refrán aquello de que "no hay mal que para bien no venga". El mal fue para nosotros, que nos quedamos con las ruedas medio destartaladas y el bien para ellos, que detectaron la avería a tiempo. En vista de lo visto, no nos quedó más remedio que aplazar hasta la primera gasolinera que encontráramos por la mañana la operación de equilibrado del neumático por híper-inflado.

Aquella noche tocaba bocata para cenar ya que la comida había sido de plato. Como siempre MariMar cumplió fiel y puntualmente con su cometido de intendente y tuvo todo listo y a gusto de todos.

Víctor se acercó a decirnos que había decidido darle la tarde-noche libre a su equipo y que iban a aprovechar la estancia en la ciudad para cenar en condiciones y salir un poco de marcha pero que, como tenían rota la cerradura de una de las puertas de la autocaravana, no se atrevía a dejar las cosas allí dentro en esas condiciones. Nos pidió que le guardáramos el material de filmación (cámaras, trípodes y micros) y la cartera con el dinero. Por supuesto no tuvimos inconveniente alguno en hacerlo aunque eso les supusiera a Mar y Rafa dormir un poco más apretujados de lo normal.

Una nueva odisea higiénica fue lo de lavarse los dientes e ir al servicio antes de acostarnos. Era imposible encontrar un lavabo limpio y/o un rincón seco en el que poner la bolsa de aseo. La única solución era ir de dos en dos y que uno sujetara mientras el otro se lavaba. Y menos mal que llevábamos bastante papel higiénico en el coche que si no, nos hubiera tocado limpiar la taza del inodoro con hojas y el trasero con piedras. Menuda mierda de camping.

Antes de acostarnos volvimos a hablar con los marchosos del festival de música. Les explicamos que nos íbamos a dormir porque teníamos que levantarnos a las 6 de la mañana y que, por favor, les pedíamos que bajaran el volumen de sus aparatos. Ningún problema.

[subir]

Burgos - Carrión de los Condes

Lunes 24 de Agosto
89 km en 5 horas 5 minutos

Como ya sabéis, amanecer en un camping supone retrasar la hora de levantarse hasta que rompe el día por todo aquello que ya conté de que la luz... bla-bla-bla-bla. Pues, efectivamente, así es, a no ser que a Gerardo le dé por querer ir a mear en mitad de la noche. No sé que hora era porque ya no quería ni mirarla aunque quizá se tratara más bien de que, como no era capaz de leer los numeritos del reloj, prefería hacerme el desentendido. En fin, que más da. Menos mal que, en previsión de que algo así sucediera, había dejado las zapatillas a mi alcance debajo del doble techo de la tienda que sino cualquiera las encontraba a aquellas horas. No es que hiciera demasiado frío pero estaba todo empapado por el rocío de la madrugada y hubiera sido una verdadera prueba tener que salir descalzo o calzarse algo mojado. A él le di una sudadera y las zapatillas y, mientras se calzaba, yo me puse las mías, un forro polar y la cazadora. ¿Por qué esa diferencia? Muy sencillo. Porque él aún conservaba una buena parte de la protección natural que la madre naturaleza y los cocidos de su madre le proporcionaron a lo largo de los años y yo, sin embargo, tengo menos carne que una ensalada de tornillos.

Cuando acabó de calzarse, le ayudé a ponerse en pie y salimos a trompicones hacia los lavabos. No sé cuantas veces tropezamos pero unas cuantas sí, desde luego. Llegamos a los baños y lo dejé apoyado en la pared mientras buscaba alguno que estuviera decente. Primero probé suerte con el que habíamos dejado limpio la noche anterior pero algún campista debió tener ciertos problemas de puntería y lo había dejado hecho una cochinada. Pasé al siguiente y... tres cuartos de lo mismo. Cuando los hube revisado todos no me quedó más remedio que volver a empezar y tratar de averiguar cual era el que estaba menos puerco que los demás. Una vez localizado, ya se sabe, estómago a prueba de olores repugnantes, papel higiénico y buena voluntad.

Al terminar la faena regresamos corriendo a la tienda para aprovechar lo que aún quedara por delante de noche que, la verdad sea dicha, fue más de lo que yo esperaba. Volví a quedarme dormido y fue el sonido de la alarma lo que me enfrentó de nuevo con la dura realidad. No hizo falta asomar la nariz para saber que estaba demasiado oscuro para levantarse así que, en contra de mis principios, di media vuelta, coloqué la cuenta atrás del reloj en treinta minutos y cerré los ojos. Os preguntaréis que hizo Adolfo durante todo ese tiempo, ¿verdad? Nada, nada en absoluto. Estuvo todo el rato frito como una marmota. Con la "excusa" de que es sordo, no se entera de nada y duerme como un lirón. ¡¡Menudo morro!! Cuando lea esto me mata otra vez.

Al final nos levantamos a las seis y media y fuimos viendo amanecer mientras recogíamos los trastos. Dos horas y un genial desayuno más tarde estuvimos listos para salir pedaleando de un camping al que no creo que regresemos nunca más. Rafa quería pedir la hoja de reclamaciones para ponerlos verdes y dejarlos en evidencia delante de la Consejería de Consumo de la Junta de Castilla y León aunque al final decidimos que sería una pérdida de tiempo, no porque no creamos que pueda servir de algo, que no lo sabemos en absoluto, sino porque eso iba a suponer retrasar la salida y empezar el día de mala leche. Lo que hicimos al final fue sacudirnos con ironía el polvo de los pies al salir a la calle imitando el simbólico gesto bíblico con la intención de reírnos de nuestra propia sombra en lugar de hacernos mala sangre por lo mal que lo habíamos pasado.

La mañana estaba muy agradable, tanto que ya desde primera hora salimos sin culote largo y nada gordo en la parte de arriba, sólo un maillot corto y una chaquetilla de verano. Esa alegría en el vestir hacía presagiar que el día iba a ser bastante caluroso y lo cierto es que tuvimos sol todo el día pero, desde luego, nada que ver con la calina del día que llegamos a Belorado.

Nada más dejar el camping cogimos el carril-bici y circulamos por él hasta el mismísimo centro de la ciudad. Hay que reconocer que, si bien no podemos decir nada bueno del lugar en el que pasamos la noche, hay otras cosas de Burgos que son todo un lujo y el carril-bici es una de ellas. Paramos en el puente sobre el río Arlanzón que hay delante del arco de Santa María y nos hicimos unas fotos en las bicis con las torres de la catedral como fondo. Coincidimos allí con el coche del equipo de Víctor que se detuvo a captar la imagen de nuestra parada y, ya puestos, aprovecharon para grabarnos mientras nos alejábamos de ese precioso lugar. Como en esa parte de la ciudad el carril-bici resultaba un poco estrecho para el triciclo, nos salimos a la calzada y circulamos por ella hasta la salida del casco urbano. Hubo más de un burgalés al que no le pareció bien que no fuéramos por el espacio reservado para los vehículos de dos ruedas de tracción animal (unos más animales que otros, depende del ciclista, ya se sabe) y se dedicaron a increparnos y a deleitarnos con conciertos de claxon. Una verdadera delicia a esas horas de la mañana. Como diría un amigo mío, ¡¡POBRIÑOS ELLOS!!

Cerca ya de las afueras, paramos en una gasolinera para solucionar el problema de las cubiertas que no pudimos arreglar con el compresor del autobús alemán. Enchufamos la manguera del surtidor de aire a la válvula de la rueda y le dimos un buen arreón. La teoría dice que, de esa forma, el exceso de inflado colocará la cubierta en su sitio y luego se podrá corregir la presión devolviéndola a los niveles oportunos. Pues... ¡que si quieres arroz Catalina! La puñetera rueda seguía igual de retorcida que antes de llegar a la gasolinera. Lo intentamos varias veces pero siempre con el mismo resultado así que al final no quedó más remedio que desistir. Gerardo nos preguntó por qué parábamos y cuando se lo dijimos quiso tocar las ruedas para ver cómo eran, igual que había hecho en cada uno de los cambios del primer día.

- Son más finas. No tienen tacos de montaña como las otras. Me gustan más las anchas y que tenga tacos. Javier, déjame tocar la de atrás. ¿La has cambiado también?

- No, la de atrás es la misma de siempre.

- Déjame que la toque para ver si tiene mucho "aide".

- A-I-R-E -le corregí.

- Mucho AIRE -repitió él enfatizando la "R".

- Aquí está, mira -le dije guiándole la mano hasta la rueda trasera.

- Está muy dura. Está bien -dijo dándole el visto bueno. Una vez hecho esto se dio por satisfecho y continuamos la marcha.

El Camino sale de Burgos por la N-120 en dirección a Tardajos. Al llegar a este pueblo se separa de la nacional hacia el oeste para tomar, por carreterillas primero y después por caminos, directamente hacia Hornillos, Hontanas y Castrojeriz. La noche anterior estuvimos dándole muchas vueltas a ese tramo ya que no nos apetecía perdernos los bonitos y tranquilos kilómetros de asfalto, casi sin tráfico, que unen algunas de estas localidades. Además, para los que nunca habían pasado por estos sitios, era una verdadera pena dejar de pedalear por debajo de los arcos del Convento de San Antón. Buscamos en todos los lugares posibles cruzando los dedos para que apareciera algún itinerario válido para nuestro triciclo pero todo finalizaba en las dos mismas opciones: la tierra pedregosa siguiendo las flechas amarillas o un interminable zig-zag de asfalto alternando las direcciones suroeste y noroeste. Al final no nos quedó más remedio que aceptar nuestras limitaciones y tirar por lo que nos pareció más razonable y prudente, a saber, seguir por donde veníamos y dejar el Camino al sur de nuestros pasos. La existencia de la A-231, llamada Autovía del Camino de Santiago, con un trazado casi superpuesto a la N-120, nos aseguraba que el tráfico con el que tendríamos que compartir la jornada sería más bien escaso, reducido a los desplazamientos de pequeño recorrido de los vecinos de la zona. Pero hubo otro detalle de discusión que hizo que se prolongara la reunión. En los días que llevábamos de ruta habíamos constatado, agradablemente, que las previsiones de kilometraje establecidas a priori habían sido demasiado conservadoras. Había resultado evidente que tanto las fuerzas y las ganas de Gerardo como las prestaciones del triciclo eran capaces de asumir mucho más y qué mejor lugar para probarlo que la inmensa llanura castellana. Estuvimos haciendo cálculos y decidimos tratar de llegar a Carrión de los Condes. Eso supondría hacer casi noventa kilómetros, algo inimaginable en los días de entrenamiento pero que, visto lo visto, no parecía nada descabellado.

Sobre el papel iba a ser una tranquila mañana de llano absoluto aunque la realidad fue algo distinta. Continuos toboganes que, sin llegar a desniveles exagerados, hicieron que la cosa fuera algo más incómoda de lo previsto. Y a esa incomodidad pronto se añadió otra peor. La dirección del triciclo se movía una barbaridad y eso me hacía ir en una insoportable tensión. No sé si fue porque ya me había acostumbrado a las cubiertas de BMX, mucho más anchas y, por tanto, más estables o porque las Schwalve, al estar mal montadas, se comportaban de forma caprichosa. El caso es que la dirección vibraba más que la garganta de un tirolés haciendo gorgoritos.

- Rafa, fíjate en las ruedas y dime si es impresión mía o si de verdad se están moviendo un montón.

- Hace rato que me había fijado en eso pero no te decía nada para no agobiarte.

- ¿Qué pasa? -preguntó Adolfo al vernos hablar.

- Que la dirección se mueve muchísimo y voy acojonado. ¿Notas como baila?

- Es verdad. ¿Es por culpa de que la cubierta no está en su sitio?

- No sé pero supongo que sí.

En la primera gasolinera que encontramos paramos y volvimos a poner las que llevábamos antes. Otra vez le explicamos a Gerardo los motivos de la parada y de nuevo quiso tocar las ruedas. Las de BMX le gustaban más.

- Éstas son mejores. Con tacos me gusta más.

La verdad es que yo también prefería las de tacos. A pesar de que se agarraran más a la carretera y obligaran a un esfuerzo extra por la mayor banda de rodadura, me sentía mucho más seguro con ellas. ¡Qué tranquilidad volver a sentir el triciclo perfectamente asentado sobre la carretera!

A las once y cuarto, con cerca de 35 kilómetros en la chepa, hicimos la primera parada para repostar. Fue en un pequeño jardín con crucero y parque infantil en la entrada de Olmillos de Sasamón. Una vez más nuestra avanzadilla acertó con el sitio y con el menú. Después de reponer fuerzas y de hacer un par de fotos, desplegamos los mapas y buscamos el lugar idóneo para la segunda parada. Debía cumplir dos condiciones: que la previsión de llegada estuviera establecida entorno a las dos y media, minuto arriba minuto abajo, y que no quedaran mucho más de 20 kilómetros para hacer por la tarde. Cuando todos los cálculos estuvieron hechos sólo un nombre quedó sobre la mesa: Villadiezma, a treinta y seis kilómetros de Olmillos, recién entrados en la provincia de Palencia y a veinte de Carrión. Hacia allí salimos en torno a las doce menos cuarto.

No sé donde estábamos exactamente porque no vi nada que nos permitiera situarnos. Lo que sí puedo asegurar, por la hora que se refleja en las fotos que tomamos, es que ya estábamos en la provincia de Palencia. Fue realmente un triste encuentro. Tan triste como el del zorro de Navarra. Esta vez el cadáver estaba sobre la línea blanca del arcén y no en el centro de la calzada y al contrario que el pobre raposo, que se veía destrozado y lleno de sangre, ésta parecía dormida. Si no fuera por la inmovilidad y por la ausencia de vida en su mirada, podría haber pasado tranquilamente por ser la primera ave rapaz que se echaba una siesta antes de comer en una carretera de Castilla. Seguramente bajó a cazar algún animalillo y fue alcanzada por un inoportuno vehículo. Una verdadera pena. Rafa y Adolfo se bajaron y la sacaron del asfalto no fuera a venir algún otro a darse un festín con ella y se repitiera la historia del atropello. Al volver a subir a la bici Adolfo se dio cuenta de que había pinchado. Rafa se quedó con él a ayudarle en la reparación y, mientras tanto, Gerardo y yo pusimos tierra de por medio.

- Rafa y Adolfo paran. Arreglar rueda. Nosotros corremos mucho para que no pillen -le dije en la mano en plan telegrama porque tenerlo mucho tiempo girado era incómodo para él y peligroso para los dos.

- ¿Qué le ha pasado a la rueda?

- Pinchado -respondí escuetamente.

- ¿Quién ha pinchado la rueda? ¿Rafa o Adolfo?

- Adolfo.

- Corremos mucho para que no nos pillen, ¿vale? -y soltó una de sus memorables carcajadas. Le apreté el hombro y le di unas palmadas en la espalda mientras yo también me reía.

Y, efectivamente, no nos pillaron. Llegamos a Villadiezma antes que ellos. En la entrada del pueblo nos esperaba Alberto el grande y nos guió hasta la Iglesia de San Andrés, en cuyo atrio MariMar había montado nuestro mini-comedor de campaña. Un rato más tarde llegaron ellos y se sumaron a la fiesta: súper-bocadillos de jamón con rodajas de tomate y fruta de postre. Fue una comida original en muchos aspectos. Por un lado, porque no todos los días se pone uno a comer en el atrio de una iglesia, por muy abandonada que esté. A lo mejor se enfadan los vecinos de Villadiezma si algún día alguno de ellos llega a leer esto pero la verdad es que esa era la impresión que daba. El atrio sucio, lleno de plumas y cagadas de golondrina y con los quicios de las puertas llenos de telarañas, claro indicativo de que hacía mucho tiempo que no se habían abierto. También fue original por ser la comida más rápida de todas las que hasta ese momento habíamos hecho. No en balde nos quedaban todavía veinte kilómetros por delante, eran casi las tres y aún estábamos con los bocadillos a medias. Y, por último, porque se confirmó la sospecha que MariMar y Rafa tenían acerca de que Rocío y Alberto eran novios. Adolfo y yo debíamos haber estado en Babia desde que salimos de Vigo porque no teníamos ni idea de aquello y me refiero tanto a su relación como a que Mar y Rafa se lo imaginaran. ¿Cómo lo supimos? Pues porque estábamos sentados en un banco de piedra en uno de los laterales del atrio y ellos dos y Luis en el banco de enfrente. En un momento dado empezaron a hacerse carantoñas y...

- Pues sí, es verdad -dijo Mar.

- ¿El qué? -pregunté.

- Que son novios -respondió ella.

- ¿Qué? ¿Quién?

- ¡Caray! ¿Estás ciego o qué?

- ¡Ah, vale! ¿Quién os lo había dicho?

- Nadie. Nos daba la impresión -dijo Rafa.

A las tres y veinte nos fotografiamos delante de una casa blasonada con dos hermosos escudos en su fachada de piedra. Ese posado fue el punto de inicio del último tramo de pedaleo del día. Lo encaramos con la seguridad y la tranquilidad de que cumpliríamos el reto de los 90 kilómetros y llegaríamos de sobra a dormir a Carrión de los Condes. Pero antes de llegar nos separamos de nuevo. En esta ocasión fue un apretón de los coleguillas lo que les hizo detenerse y nosotros, contentos como sapos, volvimos a darle caña a los pedales con la intención de hacerles sufrir para pillarnos.

Íbamos ya solos cuando, en una de aquellas interminables rectas, vimos a MariMar estacionada en una zona segura haciéndonos gestos para que nos detuviéramos. Paramos a su lado y nos dijo que le había llamado Natalia para decirle que estaban en Carrión y que si queríamos que nos reservaran sitio en un albergue o en el camping. Ella, al enterarse de la noticia, había a su vez telefoneado a Rafa para decírselo y, por lo visto, Adolfo se había agarrado un rebote de campeonato. Le había parecido muy mal que se metieran en nuestras cosas. Al momento me entró un sms de Adolfo todo cabreado. Le respondí: "no tienes motivos para "no tienes motivos para enfadarte ya que lo que hacen Víctor y su equipo es intentar facilitarnos las cosas pero al final seremos nosotros los que tomemos las decisiones. Además, en Carrión conozco un albergue genial al que quiero que vayamos."} Poco más tarde recibí su respuesta en la que se mostraba mucho más tranquilo y sosegado.

Nada más llegar a Carrión, todavía un poco por delante de los "cagones" de nuestros compañeros, encontramos a MariMar en el cruce en el que está la estatua del peregrino. Le dije que iba a ver si había sitio en el albergue parroquial, que era donde yo quería parar. Es un sitio muy acogedor atendido por jóvenes monjas Agustinas, con todo lo que eso significa de limpieza, alegría y fraternidad, lo cual se pone de manifiesto en un sencillo acto de acción de gracias y bendición de los peregrinos que se lleva a cabo a última hora de la tarde. Desafortunadamente sólo les quedaban tres plazas libres y necesitábamos cinco. Me dijeron que, no muy lejos de allí, había otro albergue llamado Espíritu Santo que, aunque era un poco más caro, seguro que nos agradaría un montón porque en vez de literas tenían camas y mucho espacio para moverse entre ellas. Me convenció lo que me contaron y regresé al triciclo que había dejado aparcado en la plazoleta de la iglesia con Gerardo al cuidado de Mar. Expliqué a mi hermanita donde íbamos para que pudieran reunirse con nosotros cuando llegaran los demás. Así, mientras ella los esperaba, Gerardo y yo iríamos a buscar el albergue.

Seguimos las indicaciones que me dieron... "os metéis por el túnel, seguís todo recto y luego a la izquierda; saldréis a una plaza, la de San Juan, y allí lo encontraréis." Paramos el triciclo delante del albergue y nos bajamos. Dejé a Gerardo al lado de la bici y fui a preguntar. Crucé un pequeño jardincillo y entré. Como no había nadie en el hall llamé al timbre que se veía al lado de una puerta interior acristalada y unos segundos más tarde acudió a abrir una monjita. Le conté quienes éramos y desde donde veníamos recomendados. Al principio se quedó un poco parada, como calibrando lo que acababa de escuchar.

- Dices que vienes con un chico sordo y ciego.

- Sí hermana.

- ¡¡Virgen Santísima!! Bendito seas. ¿¡Pero es eso posible!?

- Sí, mujer, claro que sí. Él está esperando ahí fuera para seguir buscando alojamiento si ustedes no tienen sitio en el albergue.

- Pues claro que hay sitio, hombre de Dios. Corre, vete a buscarlo.

Salí afuera y cogí a Gerardo o, mejor dicho, él me cogió a mí. Se apoyó en mi hombro y yo le agarré de la mano, que es como acostumbramos a caminar, y echamos a andar hacia la verja del jardín. Al levantar la vista me di cuenta de que la monjita nos miraba desde la puerta con los ojos como platos. Parecía no creer lo que estaba viendo. Al volver a entrar, nos ofreció enseguida una silla para sentar a mi compañero de fatigas. Aproveché para hablarle sobre el resto de la expedición: Rafa y Adolfo como peregrinos acreditados con sus respectivas credenciales; MariMar en su calidad de acompañante, ayudante y solucionadora de emergencias; y Víctor y su equipo en su función de testigos de lo sucedido para recogerlo todo y mostrarlo a la sociedad. Dijo que no había problema alguno en que nosotros cinco nos alojáramos allí y que Víctor grabara lo que necesitase.

Sor Leo y sor Modesta fueron las dos monjitas que nos atendieron. No sabría decir cual de las dos fue más cariñosa con nosotros porque las dos se desvivieron por ayudarnos. Se las presenté a Gerardo del mismo modo que había ido conociendo al resto de la gente que hasta ese momento había compartido Camino con nosotros.

- Escríbale su nombre en letras mayúsculas en la palma de la mano. Una letra cada vez y que cada letra ocupe toda la palma.

- ¿Y él lo entenderá?

- Claro, esa es la base de su comunicación. Fíjese, ¿usted como se llama? -le pregunté a una de ellas.

- Modesta.

- Muy bien. A ver... -y comencé a escribir las letras en la mano de Gerardo.

- M, MO, MO-D, MODE, MODES, MODES-T, MODESTA -fue pronunciando mientras yo escribía una letra tras otra-. Saluda con la mano -añadió tendiéndole la mano derecha.

- Hola Gerardo -dijo sor Modesta mientras se la estrechaba.

- No te oye -intervino la otra religiosa.

- ¡Ay!, claro.

- Es muy fuerte. Trabaja mucho -dijo él al sentir el apretón de manos de la monja.

- ¡¡Mira tú que majo!! ¡¡GERARDO!! -gritó ella como si elevando la voz pudiera conseguir que le escuchara.

Repetimos la operación con sor Leo que también sonrió con el corazón al ver como su nombre fue surgiendo letra a letra de los labios de Gerardo. Entretanto Rafa y Adolfo ya habían llegado al pueblo y nos habían telefoneado para que les dijéramos qué debían hacer. Confirmé que sí que teníamos alojamiento y se vinieron hacia la Plaza de San Juan. Cuando llegaron estábamos acabando de solucionar las cuestiones burocráticas. Me refiero al sellado de credenciales y pago de las camas. Hicimos las presentaciones de rigor y nos indicaron por donde podíamos entrar al patio del albergue.

- Es muy fácil -dijo sor Modesta-, dais la vuelta a la manzana hasta que encontréis una puerta metálica grande de color gris. No tiene pérdida porque encima de ella pone "Albergue Espíritu Santo". Yo voy a ir para allá desde dentro y en cuanto llegue os abro.

Lo encontramos muy fácilmente y, tal como anunció, la puerta se empezó a abrir justo antes de que llegáramos. La monja continuaba con una sonrisa de oreja a oreja y en el momento en que pasamos con el triciclo por la puerta, se acercó a Gerardo y, dándole un pequeño golpecito en el hombro, le dijo: "¡¡HALE, VALIENTE!!"

Nos enseñó donde dejar las bicis y el coche y donde estaban el lavadero, el tendedero y el resto de los elementos del patio. Después nos acompañó al primer piso y nos mostró las habitaciones. Cada una tenía el nombre de un continente. ¡¡Qué maravilla!! Puedo decir sin temor a equivocarme que era uno de los mejores albergues en los que jamás me había hospedado, y eso que he visitado unos cuantos. Para empezar el hecho de que, en vez de literas hubiera camas y, encima, que entre ellas hubiera el espacio que había. Desgraciadamente estamos acostumbrados a encontrarnos con habitaciones con las literas tan juntas que, una vez que todas tienen inquilino, resulta muy difícil moverse entre ellas. No es la primera vez que al agacharnos a coger algo de la mochila nos damos un coscorrón con el de la litera de al lado que, " ¡vaya por dios!", acaba de tener la misma idea que nosotros en ese mismo momento. Por eso, encontrar camas, con la consiguiente división entre dos del número de habitantes de la estancia, es ya la bomba. Pero si a eso le añadimos el detalle de la razonable distancia entre ellas convierte al albergue Espíritu Santo en un paraíso. Y no sólo eso: camas únicamente en la pared y cada una con su silla correspondiente, mesitas en el centro de la habitación, limpieza de la que no necesita la prueba del algodón tanto en los cuartos, como en los baños, duchas, pasillos, colchas y almohadas; decoración alusiva al Camino con frases e imágenes que invitan a la reflexión; la tranquilidad que se respiraba en todos los rincones,... Lo dicho, un sueño.

Víctor, que al igual que en Belorado había conseguido de las monjitas que le permitieran usar los servicios y las duchas del albergue, me había recordado que ese día tocaba grabación para repasar lo que habíamos hecho desde Navarrete. Acordamos hacerlo antes de ducharnos para aprovechar la luz del sol y no tener el pelo mojado por aquello de los constipados. Mientras tanto, Gerardo se quedó charlando con MariMar, acrecentando esa admiración y amor que fue sintiendo por ella a medida que los días fueron pasando. Decía, con su característica forma de pronunciar, que eran "Kamigos de Kamor".

Me sentaron en el patio, en una silla que colocaron debajo de una imagen de la virgen María. Ese decorado era el perfecto contrapunto a lo que tenía sentado en el suelo justo enfrente de mí. Por un lado estaba la Madre de Dios y por el otro Satanás. "¿¡¡Satanás!!?" -preguntaréis. Sí, el mismísimo demonio que, encarnado en Adolfo, se había colocado detrás del grupo de técnicos de imagen y sonido que controlaban la escena, fuera del ángulo de visión de la cámara, y se dedicaba a hacer caras y a amenazarme con todos los males del mundo si en el curso de la entrevista desvelaba el motivo por el que él y Rafa habían llegado más tarde a Carrión. Nunca se le dio tanta importancia a una conversación con el señor Roca.

Nada más terminar nos subimos todos al primer piso para darnos la ducha que tanto deseábamos. Para llegar arriba había que subir por una escalera exterior. Se trataba de la típica escalera de perfiles metálicos con los escalones sin tope frontal. No me di cuenta de ese detalle hasta que subimos el primero de ellos y Gerardo se golpeó la espinilla contra el de arriba. Él acostumbra a subir llevando el pie hasta el fondo de los escalones como sistema para medir las distancias y evitarse traspiés. Al no haber tope, el pie se le fue más allá de lo conveniente, deslizándose por debajo del escalón superior con el consiguiente cacharrazo. Dio un respingo al notar el dolor y se echó hacia atrás arrastrándome con él. Menos mal que iba sujeto a la barandilla y que en los brazos tiene la fuerza de tres caballos que si no nos caemos los dos de espaldas. Se agarró con fuerza y tiró hacia arriba recuperando el equilibrio de ambos.

- ¿Te has hecho daño? -le pegunté.

- ¡¡Uff!! Un poco.

- Ten cuidado que el escalón sólo tiene la parte de pisar. Mira, fíjate -y le guié la mano para los tocara.

- Vale.

Seguimos subiendo despacio, él tanteando con mucho cuidado con el pie antes de cada apoyo y yo frenándole el cuerpo con una mano en el pecho. Me siento fatal cada vez que se da un golpe por no haber sido yo lo suficientemente cuidadoso. Pero Gerardo nunca se queja; siempre me perdona, a veces incluso con un claro gesto de dolor y decepción en la cara. Nunca se está demasiado atento ni suficientemente alerta cuando vas caminando con alguien como él a tu cargo. Espero no volver a fallarle.

Nos pegamos una ducha de campeonato. Agua súper-caliente y abundante. Creo que lo que más echo de menos en una ruta es el chorro de agua de la ducha de mi casa. Es una gran p... llegar hecho polvo después de un duro día de pedaleo o pateo y tener que ducharte bajo un hilillo de agua con la temperatura cambiante. Nada que ver con las flamantes duchas del Albergue Espíritu Santo.

Eran poco más de las siete cuando salimos a buscar un lugar donde cepillarnos un buen menú. Las monjitas nos recomendaron un par de sitios, ambos muy cerca del albergue, pero en ninguno de ellos comenzaban a dar cenas antes de las ocho y media. Estuvimos deliberando entre quedarnos a tomar algo hasta que se hiciera la hora o seguir dando un paseo y buscar otro sitio en el que sirvieran más temprano. Venció la opción del paseo y nos dirigimos hacia el Monumento al Peregrino situado cerca de la antigua muralla, puerta de acceso a la zona vieja de la ciudad. Acercamos a Gerardo a la estatua y se entretuvo conociendo al personaje: la forma de sus manos, las sandalias que calzaba, el bordón, la calabaza, el sombrero, la capa, la textura del material en que está construido,... Es una gozada ver como va descubriendo lo que nosotros creemos lograr con un simple vistazo. Pero... que equivocados estamos. Él es concienzudo y capta un montón de detalles que a nuestros ojos les pasan desapercibidos.

- Tiene un hueso roto en el pie -dice y estalla en una carcajada divertido por su propia ocurrencia.

Nos miramos con incredulidad. ¿Será posible que haya sido capaz de captar algo así? Pues sí. Lo que sea que nos haya pasado por la cabeza nos lo tenemos que tragar en cuanto buscamos en el pie que acaba de tocar y nos damos cuenta de que, efectivamente, uno de los dedos de la estatua está esculpido en una curiosa posición. No sé si el modelo usado por el artista tendría un hueso roto o un simple juanete o tal vez el defecto no fuera anatómico sino del material utilizado pero el caso es que sólo Gerardo se dio cuenta de ese detalle. Y luego resulta que el ciego es él. ¡Más ironías de la vida!

Seguimos paseando y llegamos a la Parroquia de Santa María del Camino. Antes de entrar en el atrio tocamos la vieja y desgastada piedra del pequeño muro donde se apoyan los contrafuertes que cubren la entrada. Una vez traspasada la verja, nos encontramos con el señor cura que salía del interior de la iglesia. Le saludamos y nos contestó obsequiándonos con un par de condescendientes frases de esas que sientan cátedra. Le respondimos explicándole que éramos peregrinos y que Gerardo era sordo y ciego. No le dijo nada, no preguntó nada, no se molestó en saludarle y ni tan siquiera le miró. Realmente no sé que esperaba yo de él. Desde luego no aquel mirar desde arriba, no aquel comentario displicente y soberbio, ni aquella media sonrisa engreída del que, con un esfuerzo sobrehumano que no intenta disimular, dedica unos segundos de su valiosísimo tiempo a los plebeyos que osan interpelarle. ¡Serás cabrón, jodido y fatuo meapilas! ¡Qué te costaba regalarnos una sonrisa y estrecharle la mano a Gerardo con lo que disfruta él con el contacto y el saludo de una persona nueva! No sabía yo que se cotizaran tan caras las bendiciones de los curas en Carrión. Triste encuentro que, una vez más, demuestra lo mil veces ya demostrado, a saber, que de todo hay en la viña del Señor; que el buen hacer de unos es echado inmediatamente por tierra por la mala baba de otros. En fin, ahí te quedes, Padre... ¿¡padre de qué...!?

Y no fue impresión mía, ¡eh! Todos nos quedamos con la misma cara de tontos y, cuando el jicho se marchó, nuestros comentarios coincidieron.

- ¡Ostiá! ¡Qué gilipollas!

- Pues sí, menudo capullo.

- Mira que ni tan siquiera pararse a saludar a Gerardo.

- Peor para él. Bonita forma de predicar.

- Que le den.

- Eso, que le den. O... casi mejor que no le den, que seguro que le gusta.

Entramos en la iglesia y, justo cuando cambiábamos luz por oscuridad y bochorno por frescor, en el momento de sumergirnos en el reino del incienso, nos cruzamos con tres personas de edad, dos mujeres y un hombre.

- ¡Mira tú! -dijo una de las mujeres con desprecio-, ese seguro que no llega a Santiago.

Lo escuchamos los tres que podíamos oír. Rafa y yo nos miramos y nos sonreímos con resignación pero a MariMar le hirvió la sangre y no pudo evitar salir de nuevo a la calle y abordar a aquella desafortunada y poco delicada mujer.

- ¿Cómo se atreve usted a decir lo que ha dicho y, encima, a hacerlo en voz alta? Antes de decir cosas como esas debería usted asegurarse de que no va a meter la pata y a ofender a quien pueda escucharle. Sepa usted que ese chico que ha desatado su crítica tan poco caritativa, es ciego y es sordo y por eso anda de esa forma, no porque esté borracho. Y sí, seguro que llegará a Santiago.

La mujer quedó abochornada y deshaciéndose en disculpas pero eso no calmó a mi hermanita que siguió durante un buen rato rumiando sobre la mala fe de la gente. Le dijimos que no le diera importancia porque, al final, se trataba sólo de ignorancia. Estuvo de acuerdo en eso y hasta aceptó que pudiéramos parecer lo que la señora había dicho pero lo que más le dolía era el empeño de la mujer en hacerse oír por los que la rodeaban. Anécdotas.

Guiamos a Gerardo hacia todo lo tocable que había en el templo: la tumba de algún noble o clérigo de alcurnia con la imagen tallada en piedra de su ocupante, la pila bautismal, columnas, imágenes de santos, la hucha de los donativos para las almas del purgatorio, etc... Lo pasó genial repasando pliegues, rostros, grietas y arrugas con sus ágiles e inteligentes dedos. Menos mal que al final salió algo bueno de nuestra visita a Santa María del Camino.

Al salir de la parroquia continuamos buscando un sitio para cenar. Tuvimos suerte de encontrarlo porque el casco viejo de Carrión era un hervidero de gente a causa de que estaban celebrando sus fiestas patronales y andaba todo abarrotado. Nos metimos en un barecito que servía menús para peregrinos en la cena. El camarero era muy simpático y tenía ganas de hablar del Camino y de sus experiencias personales pero para poder hacerlo tenía que andar medio escondido de su jefa. Dijo que no era empleado del restaurante sino amigo de la dueña y que le iba a echar una mano en esas fechas de más cantidad de trabajo pero, si nos tenemos que atener a lo que vimos, parecía más bien un trabajador acostumbrado a escaquearse al que había que vigilar para que cumpliera con su cometido. Resultaba muy gracioso verle regatear el marcaje al que lo tenía sometido. Nos contó que cada año, en la noche de San Lorenzo, la de la famosa lluvia de estrellas, hacían una etapa nocturna acompañados y acompañando a un grupo de personas ciegas. Debe ser realmente emocionante y enriquecedor en muchos sentidos.

No nos pusimos de acuerdo a la hora de calificar el resultado de la cena. Casi podemos decir que estuvo bien a medias. Para unos fue genial, tanto por la cantidad como por la calidad de las viandas, pero a otros no nos convenció demasiado. Concretamente a mí me dio la impresión de que los espaguetis eran las sobras del mediodía y que no solo estaban pasados en la textura sino también en el sabor. De hecho los comí con mucha manía y tuve miedo de que, precisamente por eso, me fueran a sentar mal. Menos mal que el segundo plato estuvo un poco mejor. MariMar y Rafa se pusieron las botas con unos huevos fritos con jamón que seguro que mi padre habría disfrutado de lo lindo.

Al acabar de cenar regresamos directamente al albergue aunque dando un pequeño rodeo para ayudar a la digestión, más que nada por aquella máxima que aprendí de uno de mis profesores de facultad: "la comida recreada y la cena paseada." Estábamos bastante cansados por lo largo de la etapa del día. No en vano, creo que ya lo he dicho antes pero estoy tan orgulloso de ello que no me importa repetirlo, no en vano, insisto, habíamos batido nuestra mejor marca de kilometraje y de tiempo pedaleando, a saber, ochenta y nueve kilómetros como ochenta y nueve soles y más de cinco horas sobre los sillines.

Víctor, a través de su hijo Alberto, volvió a dejarle a Adolfo la conexión a internet y mientras todos nosotros nos íbamos a la cama, él se sentó en la pequeña sala de estar para atender a sus "obligaciones sociales" ( vale, Adolfo, ya lo sé; soy un capullo, ¿y qué? Pero sabes que me encanta meterme contigo. Además, tú tampoco te quedas corto, ¡eh!).

Hubo un momento, antes de ir al baño a lavarnos los dientes, en que dejé a Gerardo sentado en su cama mientras yo preparaba la ropa del día siguiente. La habitación tenía cuatro paredes y todas las camas estaban colocadas con el cabecero pegado a una de ellas. Quiso el azar que su cama fuera la última de las de su pared y que las que venían a continuación estuvieran colocadas de forma perpendicular a la suya. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que cuando se sentó, quedó enfocado hacia las camas de la pared contigua y, como siempre, mirando fijamente hacia delante y, por tanto, hacia las dos camas más cercanas. En ellas se estaban acostando dos mozotas alemanas, madre e hija, ambas con las carnes prietas y muy bien repartidas. Una preparaba el saco y la otra se masajeaba las piernas. Al principio no se percataron, ni tampoco yo, pero al cabo de unos segundos, la mayor le hizo un gesto extraño a la más joven. "¿Qué les pasará?", pensé yo, pero enseguida caí en la cuenta y tuve que contenerme para no morir de risa al contemplar la imagen desde fuera. Dos mujeres de muy buen ver, ligeras de ropa, una de ellas dándose cremas y la otra en una posición bastante sugerente agachada hacia la cama y, delante de ellas, a menos de metro y medio, un joven mirándolas fijamente sin apenas pestañear.

- Excuse me. I'm afraid you are a bit worried about my friend, aren't you? But you don't really need to be. He is not in fact looking at you. He is deaf and blind and he doesn't actually know you are there. [ Disculpadme. Me parece que estáis un poco preocupadas por mi amigo, ¿verdad? Pero, en serio, no hay necesidad. Él no está realmente mirándoos. Es sordo y ciego y en verdad ni siquiera sabe que estáis ahí].

Teníais que ver la cara de alivio que pusieron las dos. Me obsequiaron con ese tipo de sonrisa culpable y un poco absurda del que ha sido pillado por una de esas cámaras indiscretas de la tele. Fue realmente gracioso. Cuando se lo conté después a los demás nos reímos un buen rato del malentendido con las alemanas. Pero bien que se vengaron las muy... No veas como roncaban. En lugar de las dos dulces valkirias que sus cuerpos sugerían, parecían dos camioneros de los de las películas de Sam Peckimpah. Suerte de los tapones para los oídos que sino no pego ojo en toda la noche. Y aún así me costó.

[subir]

Carrión de los Condes - Mansilla de las Mulas

Martes 25 de Agosto
79 km en 4 horas 30 minutos

A las cinco de la mañana desperté por los zarandeos de Gerardo. Me quité los tapones de los oídos y le oí quejarse.

- Javier, por favor, llévame al baño. No aguanto más.

- Vamos -le dije. Y me senté completamente zombi en la cama buscando la linterna para ponérmela en la frente.

- Te estaba llamando y tú no me hacías caso -se quejó con tristeza.

- Perdóname. No te oía. Tenía tapones en los oídos para poder dormir -le respondí mientras buscaba con los pies mis zapatillas.

- ¿Por qué te pones tapones en los oídos?

- Porque al lado de tu cama hay dos bacalaos roncando como rinocerontes.

- ¿Los rinocerontes roncan mucho? -preguntó con su habitual inocencia ante las cosas que no puede comprender.

- Algunos sí. Sobre todo si son alemanes y tienen cuerpo de mujer.

- No entiendo lo que dices. ¿Por qué dices siempre tantas tonterías?

- A veces tampoco me entiendo yo. No te preocupes -dije para mí en voz alta mientras le escribía en la mano: "tranquilo, es una broma".

Le alcancé su calzado y, cuando lo tuvo en los pies, nos dispusimos a salir. En ese momento me di cuenta de que nuestra conversación había estado enmarcada todo el rato por un fuerte ruido de fondo que la torrija de sueño que llevaba encima no me había permitido distinguir. Se trataba de un chaparrón de órdago y lo identifiqué cuando un rayo gigantesco iluminó por completo la estancia. El tremendo trueno que vino a continuación me dejó sin aliento. Sonó como si hubiese caído en el patio de las monjas. No sé porque me vino a la cabeza la habitual frase de los meteorólogos de las noticias de la tele, esa que dice "un fuerte aguacero acompañado de gran aparato eléctrico". Me puse malo de pensar como nos íbamos a poner si la cosa no cambiaba y crucé los dedos para que en el tiempo que quedaba de noche cayera todo lo que tenía que caer. Miré el reloj al llegar al cuarto de baño y vi que eran las cinco. Con un poco de suerte la tormenta se agotaría o pasaría de largo en las tres horas que faltaban para que subiéramos de nuevo en las bicis.

Volví a meterme en el saco en cuanto llegamos de vuelta a nuestro continente. Gerardo hizo lo mismo sin decir ni pío y es que el pobre tenía que estar agotado del día anterior. Todavía se escuchaba el chorro de agua de los desagües del tejado cayendo al patio pero ya no llovía, o al menos no lo hacía tan fuerte como cuando el coleguilla me había despertado. Volví a ponerme los tapones porque a nuestras amigas teutonas (sí, con "u", aunque...) la lluvia no les había afectado lo más mínimo y seguían ofreciendo un concierto digno de un rey.

A las seis sonó el despertador y me puse en pie de un brinco. Avisé a la pandilla y repasé el resto de las camas para ver si podíamos encender la luz. ¡Menudo chasco! Continuaban todas ocupadas excepto las de una joven pareja que, por lo que parecía, se habían llevado ya todos sus enseres. Eso nos obligaba a vestirnos a oscuras y en silencio. ¡¡Merde!! ¡¡Shit!! ¡¡Scheiβe!! ¡Odio amanecer de esta forma! Nos pusimos lo justo y fuimos a desayunar con la esperanza de que, entretanto, los otros se despertaran y nos permitieran recoger cómodamente.}

Un vaso gigante de agua + dos enormes pedazos de pan con mantequilla y mermelada + un vaso grande de té con cereales más tarde, regresamos a la habitación y...

- ¡Será posible que estas tías sigan roncando! -dije.

- ¿Qué pasa? -preguntó Adolfo al verme hablar solo moviendo la cabeza de un lado a otro.

- Esas tías que me han estado jorobando toda la noche con sus ronquidos y son casi las siete y cuarto y continúan dale que te pego.

- ¿Estás seguro de qué eran ellas? Mira que yo no he oído nada en toda la noche -dijo el capullo, riéndose de mí en mi cara.

- Le hice una mueca y amagué con darle un puñetazo -mientras empezaba también a reír.

Como el personal seguía durmiendo, encendimos la luz del pasillo y comenzamos a recoger tratando de no hacer ruido. Por suerte ya entraba algo de claridad por las ventanas que habían quedado con las persianas a medio bajar. Eran algo más de las siete y media cuando empezaron a dar señales de vida y pudimos por fin movernos sin miedo a molestar.

Al bajar al patio nos dimos cuenta de la suerte que habíamos tenido al dejar las bicis debajo del tejadillo de los tendederos porque todo lo demás estaba encharcado y completamente empapadas las cosas que habían quedado al descubierto. Cargamos las bicis y, al terminar, volví a subir a la habitación por si se nos había quedado algo atrás. Allí me encontré con sor Leo que había venido a despedirse. Nos deseó lo mejor en lo que nos quedaba de ruta, tanto en ese Camino a Santiago como en la ruta de la vida.

- Dios os bendiga hijos -fue su despedida.

- También a usted y a sus hermanas. Muchísimas gracias por todo, sor Leo. Son ustedes un buen ejemplo de lo que Jesús predicó.

Al recorrer por última vez el pasillo camino de la salida, escuché un simpático barullo de voces en África, la habitación más cercana a las escaleras. Giré la vista hacia allí y, al pasar por la puerta, pude ver unas piernas saliendo de un saco y un murmullo de risas coreando algo. Supuse que sería algún grupo de bicigrinos perezosos porque, desde luego, ningún caminante está acostado hasta esas horas. "Vaya morro", pensé, "es casi la hora de abandonar el albergue y éstos continúan sin levantarse."

A las ocho y cuarto aproximadamente comenzamos a buscar la salida de Carrión. La charla de la noche anterior había finalizado acordando seguir con la nueva política de alargar las etapas, lo cual nos ponía en la tesitura de llegar a Mansilla de las Mulas y, una vez allí, decidir que hacer. Nos habíamos abrigado bastante porque la mañana estaba fresca y, además, los negros nubarrones que cubrían el cielo no presagiaban nada bueno. Un par de vueltas por donde habíamos entrado al pueblo el día de antes y nos situamos de nuevo en la N-120, vieja compañera de viaje. Aquél día volvería a ser nuestra aliada para sortear las piedras del trazado de las flechas aunque, en esta ocasión, a costa de un buen rodeo. Una verdadera pena no poder salir directamente para Calzadilla de la Cueza por la carretera semi-abandonada que enfila hacia allí desde Carrión. El problema era que, una vez que ésta finalizara, no habría más remedio que tirar por el camino y en ese tramo parece más una exposición de cantos rodados que otra cosa. O sea, imposible de nuevo para la Copilot. Como quedó dicho, la única opción restante, era la N-120 hacia Cervatos de la Cueza, Lédigos y Sahagún.

Como no teníamos claro hacia donde habría que pedalear hasta que estuvimos definitivamente fuera del pueblo, no fue hasta ese momento que nos dimos cuenta de que la dirección que debíamos seguir era la que nos llevaba directamente hacia la oscura tormenta que llevábamos mirando con supersticioso temor desde que salimos al patio del albergue.

- ¡Qué putada! ¡Nos toca ir hacia lo negro! -dije.

- Parece ser que sí -respondió Rafa.

- ¿Qué pasa? -preguntó Adolfo.

- Que vamos directamente hacia los nubarrones -le dijo Rafa.

- ¡Qué putada! -dijo Adolfo sin saber que era lo mismo que había dicho yo hacía un momento.

A pesar de la mala pinta que tenía la cosa, parecía que no estaba previsto que ese fuera el día de mojarnos, porque, conforme avanzábamos hacia la negrura, ésta se iba abriendo e iba dejando un pasillo azul para que pasáramos. No sabíamos cuanto nos duraría la suerte ni tampoco nos importaba demasiado así que, con esa alegre incertidumbre, llegamos a Lédigos, lugar acordado con MariMar para la primera entrada en boxes. Habían encontrado un tranquilo callejón con gradas para sentarse justo al lado del albergue de peregrinos. Todo estaba dispuesto para lo que podemos llamar "Crónica de una pitanza anunciada". El día anterior, Gerardo había dicho que quería empanadillas para el almuerzo y le habíamos contestado que era una buena idea y que lo que tenía que hacer era aflojar un poco de pasta e invitarnos a todos. ¡¡Con la iglesia hemos topado!! que diría Sancho Panza. Menudo amarrete está hecho Gerardito en cuestión de dinero. Le cuesta más abrir la cartera que a un catalán tacaño. La cuestión es que al final, no sé muy bien si para hacerse el machote delante de Mar o porque le convenció aquello que le dijimos de que ya llevábamos ocho días fuera de casa y aún no se había gastado ni un céntimo, el caso es que decidió invitarnos a empanadillas. Estaban riquísimas pero... ¿sabéis que fue lo que más le preocupó a nuestro anfitrión?

- ¿Cuánto han costado las empanadillas Mar?

- Siete euros -le escribió en la mano.

- Tienes que darme tres euros -fue su respuesta y sólo después de haber hecho las cuentas le dio el primer mordisco a la suya. ¡¡Un fiera!!

En medio del almuerzo MariMar me dio un sobre con una nota y una rosa de plástico gigante. Me quedé a cuadros, sin saber a qué venía aquello. Por supuesto, ella tampoco me lo quiso aclarar. Se limitó a decir que leyera la nota si quería saber de qué iba la cosa. Abrí el sobre y me encontré con la felicitación de aniversario de la Polilla. Resulta que ese día era nuestro vigésimo cuarto aniversario de boda y yo, como casi siempre, en las nubes. Guardé la nota y los pétalos de una pequeña flor que venía con ella y me hice una foto con la rosa gigante para mandársela a mi Estelita por el móvil. La verdad es que me hizo ilusión recibir el mensaje y me sentí como un capullo por haberme vuelto a olvidar. Todo eso que acabo de contar sucedió, por supuesto, en medio del abucheo general de nuestro grupo y el de Víctor.

En torno a las once y veinte, después de haber visitado los excusados del albergue, estuvimos listos para arrancar de nuevo. El día se había ido aclarando y ya se veían grandes zonas azules en el cielo salpicadas de nubes de diversos matices. Gerardo y yo íbamos en cabeza cuando escuchamos a Rafa entablar conversación con alguien. Supusimos que se trataría de algún ciclista, peregrino o no, que nos había dado alcance, cosa muy normal dado el ritmo que llevábamos, exigente para nuestro triciclo pero muy suave para una bici normal. Seguimos a lo nuestro, que no era otra cosa que dar pedales como locos, cuando caí en la cuenta de que había por lo menos tres voces diferentes en la conversación que discurría a nuestras espaldas. Giré un poco la cabeza y lo que vi me encantó. Ya no íbamos solos. Por primera vez desde que salimos de Roncesvalles íbamos pedaleando en grupo, pero en un grupo enorme. Lo que yo había pensado que era un ciclista eran cinco, que sumados a nosotros cuatro hacía un total de nueve bicigrinos en pelotón. Una gozada, por el número y por lo amable de la conversación que siguió. Tanto es así que nos paramos para que Gerardo les conociera. Se trataba de Mireia, Gorka, Josian, Néstor y Jon. Dos de Vitoria, dos de Bilbao y la chica de Barcelona. Nuestro "compañeiro" se presentó como ya era habitual en él despertando las sinceras sonrisas del grupo de peregrinos ciclistas. Nos contaron que se habían conocido sobre la marcha y que habían decidido seguir juntos mientras les fuera posible. Los chicos saludaron a Gerardo chocándole la mano y Mireia con dos besos lo que despertó la envidia de alguno de sus acompañantes.

- A él lo acabas de conocer y le das dos besos y a nosotros que llevamos varios días contigo nada de nada.

En medio de la conversación surgió la habitual pregunta para saber de donde vienen los otros y resultó que habían dormido en el mismo albergue que nosotros, el Espíritu Santo.

- Así que sois los que se levantaron a última hora cuando ya todos nos íbamos, ¿no?

- Parece ser que sí -contestaron entre risas.

Un encuentro de lo más agradable. Gente maja, a la que se veía sincera en sus gestos y palabras. Uno de esos intercambios de buenos deseos que te dejan un buen sabor y un bonito recuerdo para el resto de la ruta y más allá de ella. Aún es hoy el día en que, al hablar de las personas con las que coincidimos en nuestro Camino de los Sentidos, comentamos con especial cariño los momentos que compartimos con ellos porque esta sólo fue la primera de las conversaciones que tuvimos la suerte de cruzar con "el grupo de los vascos y la catalana".

Quiso la suerte que, mientras hablábamos con ellos, nos dieran alcance Víctor y MariMar. Suerte lo de Víctor porque pudo captar el momento y suerte lo de Mar porque...

LO QUE NOSOTROS NO VIMOS

Nos encontramos en el albergue de las monjas lo que pasa que la noche que dormimos allí no nos vimos. Al día siguiente, vosotros os marchasteis muy pronto, como siempre y yo me quedé un rato más cargandoel móvily recogiendo la ropa que había lavado a mano la noche anterior. Tenía que esperar a que abrieran las tiendas para comprar elalmuerzo y la comida o cena del día, así que pedí permiso para quedarme hasta más tarde en el albergue por aquello de que cerraban las puertas y... sin ningún problema. Las monjitas me dijeron como tenía que hacer para abrir yo misma cuando quisiera marcharme. El caso es, quecuando yo salíadel albergue para hacer las compras les vi salir de allí y, como siempre, en ese silencioso compartir del que sabe... les miré y les sonreí deseándoles "¡¡BUEN CAMINO!!" como siempre hacía con los peregrinos con los que me cruzaba. Viviendo con vosotros, siguiendo vuestro camino, no había ciclista con el que me encontrara que no recibiera una voz de ánimo en forma de "BUEN CAMINO" desde la ventanilla del coche ounas pitadas cortas y acompasadas como queriendo ayudarles en el costoso pedaleo. Otras vecessacaba el brazo por la ventanillacon saludos de ánimo o el símbolo del "¡OK! ¡BRAVO!" Y siempre, siempre, a pesar de su esfuerzo, recibía una amplia y sincera sonrisa. Muchas veces, incluso me correspondían consaludos, no importaba si era en llano o en cuesta... Un escalofrío me recorría de arriba abajo cuandosentía sus mandíbulas tirantes, como si dependieransólo de ellas los últimos esfuerzos. Y me quedaba en silenciodejándoles atrás. Y coleccionaba imágenes en el retrovisor que quedarían para siempre en mimente....

Con más de uno volví a encontrarme a lo largo del caminoy entonces los saludos eran más que bellos... Nos reconocíamos al instante y lospitidos del claxon cogían fuerza y las sonrisas seconvertían en risas nerviosas y l@s ciclistas parecía que se descomponían en saludoscomo abrazando la alegría de seguir compartiendo el mismo camino. Recuerdo una vez que estando parada esperándoos en un tramo de carretera, un ciclistacon el que ya había coincidido enun par de ocasiones, cuando me vio parada también paró. Era alemán y no pudimos comunicarnos. En esos momentos desearía conocer todos los idiomas para no perder detalle... pero fue sencillo. "Gracias" me decía y yo sólo le sonreía preguntándole que por qué.Al ver que no nos entendíamos,terminamos riéndonos y dándonos un abrazo. "Santiago" me decía... y "Santiago" decía yo... "buen camino"... "buen camino" repetía él.

Cuando encontraba ciclistas parados en el arcén siempre paraba:

-¿Qué tal? ¿Todo bien? ¿Necesitáis algo?

-Todo va bien... gracias.

-Todo muy bien, muchas gracias.

-Estupendo.... ¡¡Buen camino!! -era mi respuesta y seguía hacia adelante.

Recuerdo una pareja de señores ya mayores con los que coincidimosen un par de albergues. A ellos les di mi número de móvil por si necesitaban alguna vez algo. Los veía mayores y temí que pudieran necesitar ayuda en algún momento. No me llamaron para pedir ayuda, me llamaron para ver cómo estábamos y que tal nos iba todo.No recuerdo sus nombres. ¿Te acuerdas tú? Me suena que uno era Santiago pero no me atrevo a asegurarlo.
Bueno, que me voy por las ramas. Volviendo a aquel día, cuandovolvíapor el pueblo con mis bolsas de compra, me los volví a cruzar. Supongo que habían estado desayunando en alguna cafetería. Nos sonreímos nuevamente y volvimos a cruzar saludos y el ¡¡buen camino!! Imagina mi sorpresa cuando, más adelante, al contactar con vosotros, veo que os acompaña ese grupo de ciclistas. Era una imagen muy emotiva veros a todos en"pelotón". La sensación que me produjo... fue como si quisieran custodiar el sueño de Gerardo.Sentí que participaban en nuestra historia y su manera dehacerlo era acompañándoos... Bueno, ya sabes como soy. Dame una excusa y mi imaginaciónse pondrá en marcha. Me emocioné detrás vuestra.¿Te imaginas, me decía a mi misma, que fueran sumándose ciclistas a lo largo del camino y que llegáramos a Santiago todos en un único pelotón?

Luego fue cuando parasteis.Evidentemente vuestra marcha con el triciclo no era la mismaque la de las bicis normales. Ni el trayecto era el mismo así que, era el momento de la foto para el recuerdo, aunque yasé que la fotofue lo de menos.A nadie le va a hacer falta la foto de Gerardo para recordar... sí para sonreír al mirarle y volver a despertar aquellas emociones.
Paréel coche y me quedé detrás vuestra,apartada de las cámaras, tanto de las del rodajecomo de las fotográficas, perono perdí detalle del cariño quese respiraba, admiración, emoción... presentaciones, besos, risas, buenos deseos...y despedidas.

Pasamos el camino conociendo y despidiéndonos pero en ese intervalo, fuimos grabando tanto en mente como en corazón todo lo que valió la pena. Y el encuentro con ellos la valió de verdad.

Volvimos a encontrarnos más adelante. Pasabacon el coche y cruzábamos saludos más que emotivos. Nos reconocíamos y ahí quedaban mis emociones tras de mí: "¡¡Buen camino chicos!!" En otra ocasión me vieron parada en un cruce esperándoos ypararon a saludarme y a preguntarme por vosotros.Se quedaron un rato para ver si llegabais. Tenían previsto llegar a Santiago antes que nosotros pero me dijeron que intentarían estar allí para cuando nosotros llegásemos.

- Será hermoso vernos allí.

¡Jo! Para mí fue un grupo especial. Lo poco que compartimos fue muy lindo y lleno de sentimientos. Agradecí la buena gente que se acercó a Gerardo y a nosotros durante todo el camino. Sentía que le hacían muy feliz compartiendo con él su historia. Mándales un abrazo de mi parte. De la chica que os acompañaba en coche porque seguramente no sabrán mi nombre ni que era tu hermana. Después supimos que dos de ellos habían tenido que volver a casa por un problema en la rodilla.

Bueno hermano. Ya sabes como soy. No me preguntes nombres, no me digas en qué pueblo o en qué albergue era... pero háblame de emociones, de encuentros y despedidas, de manos abiertas, de sonrisas y de abrazos... y te daré un saco de recuerdos.

El encuentro se había producido a escasos kilómetros de Sahagún. De hecho no creo que faltaran más de tres para la ciudad de San Facundo. Al reanudar la marcha continuamos juntos un ratillo hasta que nos separamos a la altura del Santuario de la Virgen del Puente. A ellos las flechas amarillas les llevaron hacia la derecha y a nosotros el asfalto de frente. Nos despedimos deseándonos todo tipo de parabienes con la absoluta certeza de no volver a vernos ya que su velocidad era enorme comparada con la nuestra. Es otra de las especiales características del Camino: lo efímero de los encuentros aunque hay veces que se prolongan en el tiempo hasta mucho más allá de haber llegado a la meta.

Cruzamos la ciudad natal del actor Carmelo Gómez sin apenas detenernos y enfilamos hacia El Burgo Ranero, próxima cita con el descanso. Al llegar a la altura de Calzada del Coto nos inclinamos por la opción más civilizada que, dicho sea de paso, era la única válida para nosotros. Me estoy refiriendo a la elección del Camino Real Francés, carreterilla que pasa por Bercianos, frente a la Calzada Romana que discurre por Calzadilla de los Hermanillos. El tramo elegido estaba cortado porque había unas obras más adelante que obligaban al desvío. Eso hizo que MariMar y Víctor tuvieran que seguir por la autovía y regresar luego hacia atrás para encontrarse de nuevo con nosotros que sí que pudimos seguir adelante ya que, según nos dijo un encargado de la empresa constructora, "sólo hay un tramo realmente en obras pero se ha habilitado un pequeño paso para las bicicletas y los caminantes". Cuando llegamos allí, nos encontramos con el problema de que el paso del que nos habían hablado tenía un metro y medio de ancho y unos sesenta de largo y era de gravilla suelta y profunda. Los ciclistas se bajaban de la bicicleta porque sino se enterraban en las piedras y caían al suelo. Estudiamos la situación y decidimos dejar las bicis de Rafa y Adolfo en el inicio mientras cruzábamos el triciclo entre los cuatro: Gerardo y yo arriba, pedaleando despacio, y ellos dos, uno a cada lado, empujando. De esta guisa cruzamos la primera parte. Al terminarla nos apartamos a un lado para dejar pasar a la gente, ya que nuestra lentitud había formado una pequeña cola, mientras nuestros escuderos iban a recoger sus monturas. De pronto nos sentimos otra vez en movimiento. Dos peregrinos que habían caminado detrás nuestra viendo la maniobra, al ver lo que sucedía, decidieron ayudarnos a cruzar lo que faltaba y, sin decir ni pío, comenzaron a guiarnos tal como habían hecho Adolfo y Rafa. Tuvimos que decirles que fueran más despacio ya que su ímpetu inicial casi nos desmonta pero enseguida le cogieron el truco y nos llevaron al otro lado sin incidentes. Fue un bonito detalle por su parte que agradecimos sinceramente.

Sobre las dos y cuarto entramos en el pueblo de las ranas y nos dirigimos al albergue municipal. Justo a su lado, bajo un frondoso árbol que crecía en un trozo de hierba, MariMar había establecido nuestro comedor de campaña. Previamente había pedido permiso al hospitalero para hacerlo y, una vez más, había recibido un amable sí por respuesta. En medio de la comida escuchamos unas voces conocidas que se acercaban. Era otra vez el grupo de los vascos y su acompañante femenina, Mireia, que habían parado a visitar Sahagún y, por eso, les habíamos tomado de nuevo la delantera. Estuvimos bromeando acerca de que, a ese paso, llegaríamos antes que ellos a Santiago.

En cuanto acabamos de comer entramos en el albergue y pedimos permiso para usar los lavabos. El hospitalero, súper-agradable, nos dijo que nos sintiéramos en nuestra casa. Aprovechamos para rellenar los botes de agua y sellar las credenciales. Hecho esto, reanudamos la marcha ya que todavía no sabíamos hasta donde íbamos a llegar y había que ser previsores. En principio, y como mínimo, nos quedaban otros veinte kilómetros hasta Mansilla, más lo que luego decidiéramos, a saber, quedarnos allí o seguir adelante.

A las cinco menos cuarto hicimos un alto junto a la antigua muralla de Mansilla cuyos restos flanquean la entrada del Camino a la ciudad. Justo a su lado hay un cruceiro conocido como el Monumento al Peregrino en el que, además de la Cruz, están representados tres peregrinos, dos en uno de los lados dando buena cuenta de sendos bocadillos y un tercero a sus espaldas, sentado y acostado sobre los escalones, con la cabeza apoyada en los brazos. Acercamos a Gerardo para que lo "viera" y disfrutó recorriéndolo con las manos, encontrando lo que le anunciábamos y adivinando lo que no le dijimos.

- Aquí hay dos peregrinos, un chico y una chica, con las mochilas y comiendo un bocadillo -le dije.

- ¿Cuál es la chica? [...] Esto es la mochila... [...] Bocadillo de tortilla -y rompió a reír.

- Aquí hay otro chico. Adivina que está haciendo.

- ¡¡Está cagando!! -dijo de pronto después de haber seguido durante un rato la extraña postura recostada del que dormía. Y volvió a reír a carcajadas.

- No hombre no. ¡Qué bruto! ¿Cómo va a cagar en la calle? Está dormido.

Mansilla de las Mulas era el punto en el que habíamos decidido salirnos del trazado auténtico del Camino con tal de evitar la dificilísima entrada en León. Ésta implicaba el peligroso cruce de un vial de dos carriles para cada sentido de circulación, más parecido a una autovía que a una simple carretera, para, a continuación, caminar por el vierteaguas de ese mismo vial durante casi cien metros. Algo impensable para nosotros. La otra opción era continuar durante casi un kilómetro por la N-601 cuando ésta se convierte en circunvalación y acceder por ella a Puente Castro, antesala de la ciudad de León. Alternativa también peligrosa por lo que suponía meter el triciclo en una autovía. Después de analizar todo eso con sumo cuidado y una vez desechado acceder a León por allí, la elección quedaba reducida a otros dos itinerarios: tomar la N-625 en Mansilla hasta Villanueva de las Manzanas para llegar a León desde el sur por Villaroañe y Castrillo de la Ribera u olvidarnos definitivamente de León y cruzar directamente desde Mansilla hasta Hospital de Órbigo por Villar de Mazarife. Fueron dos las cuestiones que inclinaron finalmente la balanza hacia el último de ellos: por un lado el kilometraje extra del primero y, por otro, el hecho de que todos, incluido Gerardo, ya habíamos estado con anterioridad en León.

Quedaba pues por decidir si nos quedábamos en Mansilla o seguíamos un poco más, iniciando ya el cruce hacia el río Órbigo. Como suponíamos que el albergue de peregrinos estaría lleno, en el plan original estaba previsto dormir en el camping de Mansilla pero informaciones recientes nos lo habían pintado como algo tercer mundista y, después de la reciente experiencia de Burgos, pues... como que no. Con todo eso así, decidimos acercarnos al albergue y probar suerte. Fuimos Adolfo y yo en las bicis dejando a Gerardo con Mar, Rafa y el equipo de Víctor. De anteriores pasos por allí conocíamos a Wolf, un peregrino alemán que se había establecido en el pueblo y que, de alguna manera, regentaba el albergue. Confiábamos encontrarle, explicarle nuestras dudas y pedirle consejo. Cuando llegamos, nos dijeron que Wolf estaba de vacaciones y que la hospitalera había salido a comer pero que regresaría en breve. Había cuatro personas esperando para coger cama y un bullicio enorme en el patio. Nos dimos una vuelta por las habitaciones y las vimos todas llenas.

- Me parece que está abarrotado -dijo Adolfo.

- Eso parece.

- ¿Qué hacemos?

- Hay que preguntar si tenemos algún sitio donde dormir en los pueblos que hay a continuación. Lo mejor es ir al cuartel de la Guardia Civil -dije.

- ¿Dónde está?

- He visto el cartel al lado del cruceiro.

Fuimos hacia allí y localizamos el cuartel. Bajé de la bici y le dije a Adolfo que me la guardara. El portalón estaba cerrado y no se veía ningún timbre. La única señal de vida provenía de una ventana a través de la que se veía a dos agentes sentados frente a una central de comunicaciones. Saqué mi placa de la riñonera y me dirigí hacia ellos. Por experiencia propia sé que no es conveniente abordar a nadie a través de una ventana y mucho menos si se trata de la ventana de un cuartel de la Guardia Civil y el que se dirige hacia ella tiene un aspecto digamos... ligeramente sospechoso. Y el mío, después de ocho días de ruta, lo era, ¡vaya si lo era!

Abrí la cartera, la acerqué al cristal de la ventana y lo golpeé ligeramente con los nudillos de forma que desde dentro se viera perfectamente el contenido de lo que llevaba en la mano.

- Hola, buenas tardes. Soy compañero de la Policía de Vigo y ando un poco perdido. ¿Puedo haceros un par de preguntas?

- Buenas tardes -respondieron, girando la vista hacia la ventana con cierto sobresalto y fijándola en la placa y el carné profesional. Mientras los miraban, continué hablando.

- ¿Hay alguien en el cuartel al que pueda hacerle un par de preguntas?

- Acérquese a la puerta que ahora van a abrirle -dijeron con el formalismo propio del que todavía recela.

Salieron a abrir y me invitaron a entrar a la misma sala de comunicaciones que había visto a través de la ventana. Los operadores eran un hombre y una mujer y, sin llegar a relajarse del todo, fueron muy amables y respondieron a mis preguntas de forma muy cordial. Les expliqué de donde éramos, lo que estábamos haciendo y la duda que teníamos con respecto a la conveniencia o no de seguir la ruta a esas horas por lo de encontrar donde dormir. Nos dijeron que en todos los pueblos que había que cruzar hasta volver a conectar con la N-120 una vez rebasado León, no íbamos a encontrar ni un mísero lugar en el que pasar la noche a no ser que quisiéramos hacerlo al raso. Esa negra perspectiva nos decidió a dar por finalizada la etapa. Lo único que faltaba era cruzar los dedos para que el camping no fuera tan indecente como nos habían dicho.

- Entonces nos quedaremos aquí en Mansilla a pasar la noche. Nos han dicho que el camping no está en muy buenas condiciones, ¿es cierto? -aproveché para preguntar.

- Pues yo no tengo idea -respondió la chica-. ¿Sabes tú como está? -preguntó a su compañero.

- No, lo siento. Nunca he estado ni tampoco he oído hablar de él en ese sentido. Simplemente sé que hay un camping y nada más. Está metiéndose a la derecha justo después de cruzar el río.

Nos despedimos de ellos agradeciéndoles su amabilidad y lo útil que nos iba a ser la información que nos habían facilitado.

- ¡¡Soy un poli!! ¡¡Soy un poli!! ¡¡Mira mi placa!! Eres un chulito. ¿Por qué estás todo el día enseñando la placa?

- ¡Pero serás gilipollas! ¿Tú crees que si no se la llego a enseñar me hubieran invitado a entrar en el cuartel?

- Da igual. Pero te hubieran dicho lo que querías.

- No lo sé. De todas formas no es lo mismo. Siempre atiendes mejor a un compañero que a un desconocido por muy ecuánime que quieras ser.

- Vale, vale, no te enfades que es una broma -dijo por último antes de echarse a reír.

- Ya lo sé capullo.

Antes de volver al sitio en el que nos estaban esperando se nos ocurrió volver a pasar por el albergue para preguntar por el verdadero estado del camping y, en caso necesario, por algún alojamiento alternativo. A lo mejor había llegado la hora de echar mano de las reservas de emergencia para una noche sin sitio barato donde dormir. Creo que regresar para preguntar fue una de las mejores decisiones de todo el Camino.

Llegamos de nuevo al albergue y entramos en el despachito. Una rubia preciosa con aspecto nórdico estaba sentada a la izquierda de la mesa en la que la hospitalera, una morena con una pinta más normal, hispánica podríamos decir, le sellaba la credencial a un peregrino y le decía que enseguida le acompañarían a su litera. Otras dos personas hacían cola esperando su turno. Saludamos y esperamos a que terminaran.

Cuando nos llegó la vez le explicamos a la chica morena lo que nos pasaba. Le dijimos que habíamos estado allí antes y que habíamos visto que tenían el albergue casi lleno y que como éramos cinco y no habría sitio para todos habíamos pensado en ir al camping pero que...

- ¿Has dicho que venís en bicicleta con un chico sordo y ciego?

- Sí -respondí- y Adolfo también es sordo.

- Venid conmigo -dijo, y nos llevó al otro lado del patio del albergue. Entró por una puerta y, justo al lado de la escalera que llevaba a las habitaciones, corrió un biombo y nos invitó a pasar-. Esta es la zona que de momento tenemos reservada para minusválidos. No es gran cosa pero hasta que hagamos obras es lo único que os podemos ofrecer.

- ¿Me estás diciendo que sí que tienes sitio para nosotros?

- Claro que sí. Siempre guardamos estas seis literas para el final por si llega algún minusválido así que son vuestras.

- Muchísimas gracias. No sabes como te lo agradecemos.

Se llamaba Laura y era la encargada del albergue. A lo largo de los once años que llevo caminando y rodando por diferentes rutas hacia Santiago he conocido muchas personas estupendas, auténticos Ángeles del Camino como ya he dicho antes. Laura es una de ellos. Cariñosa, servicial, amable y desprendida. Enseguida quiso conocer y saludar a Gerardo. Cuando supo que queríamos lavar ropa nos pidió que se la pusiéramos en un balde y, no sólo puso ella misma la lavadora sino que nos prohibió que nos acercáramos a la zona de lavandería, y nos la devolvió ya seca después de haberla pasado por la secadora. Al ir a pagarle se negó a cobrarnos. Nos dejó meter el triciclo en el albergue a pesar de lo grande que es. No puso a nadie en la cama que quedó libre en nuestro rincón para que tuviéramos sitio para poner todas nuestras cosas y pudiéramos movernos con más desahogo. Esos fueron algunos de los muchos detalles que tuvo con nosotros. El más importante, el principal, su forma de hablar con Gerardo y su sonrisa permanente. Muchísimas gracias Laura.

Fuimos corriendo a dar la buena nueva al resto del grupo y enseguida regresamos al albergue a darnos la ducha que hacía raro que necesitábamos. Recuerdo que Adolfo se mosqueó todo porque Gerardo y yo nos duchamos en la única ducha que tenía puerta y a él le tocó hacerlo en una con cortinillas. Un nuevo motivo de risas. Después del aseo salimos a dar un paseo que incluyó, entre otras cosas, visita al cajero automático, compra de fruta y víveres para el desayuno e intento de compra de coderas para Gerardo. El pobre, al pasar gran parte de la etapa apoyado con los codos sobre el manillar, llegaba al fin del día con la piel dolorida. No encontramos nada que pudiera servirnos así que, al día siguiente, continuamos con el apaño a base de unas perneras dobladas sucesivas veces hasta lograr un cierto grosor confortable.

Ese día tocaba cenar como las personas, es decir, de plato y en una mesa de verdad. Le pedimos a Laura que nos recomendara algo con las tres "B", o sea, Bueno, Bonito y Barato. Nos envió a la Alberguería del Camino. Quedamos encantados. Tenían menú del peregrino para las cenas y un ambiente encantador. La decoración preciosa, la gente amabilísima y la comida deliciosa, en definitiva, un sitio paras repetir y recomendar. Ni que decir tiene que nos pusimos las botas.

En esa cena fue cuando MariMar comenzó a modificar los hábitos de Gerardo en la mesa. El "compañeiro" acostumbraba a comer a toda velocidad y casi sin masticar. En cuanto le llegaba el plato a la mesa, agachaba la cabeza y no la levantaba hasta habérselo cepillado todo. Mar le dijo que debía comer más despacio, masticando todo con calma y respirando entre bocado y bocado para que le aprovechara más y no le engordara tanto. Mágica palabra esa de "no engordar". Era increíble verle masticar despacito cada bocado, parar un momento, respirar profundamente y, sólo entonces, volver a llenarse la boca. Pensamos que sería flor de un día pero no, desde ese momento, no volvió a tragar de la forma en que lo hacía. Un verdadero éxito. Lo cierto es que las primeras veces hasta nos hacía reír porque se le veía sufrir en su esfuerzo por contenerse y mantener ese ritmo lento recién adquirido. Un crack el Gerardo.

Mediada la cena aparecieron Víctor y su hijo por la puerta del restaurante. Aquel día iban a cenar los dos solos para tener un poco de intimidad. Resultó que habían preguntado y les recomendaron el mismo sitio que a nosotros. Se sentaron en otra mesa para no perder la tranquilidad que habían ido a buscar. Bonita idea la de Víctor esa de pedirle a su hijo que le acompañara en la ruta y genial Alberto al aceptar. Esas cosas son de las que se graban a fuego en las almas y se recuerdan mucho tiempo después de que uno se haya ido. Creo que fue ese mismo día cuando nos dijeron que habían decidido hacer los dos solos el Camino en bicicleta el año siguiente. Un buen plan.

Después de cenar regresamos dando un pequeño paseo a la luz de la luna disfrutando del fresco de la noche. Al llegar al albergue la gran mayoría estaba ya acostada aunque aún quedaban varios grupillos en animada pero queda tertulia en el patio. Fue una gran suerte contar con ese reservado para dormir nosotros solos porque de esa forma pudimos tener la luz encendida hasta el último momento y encenderla en cuanto nos despertamos por la mañana. Además, en ningún momento hubo que andar de puntillas para no molestar a los que ya dormían.

Adolfo y yo subimos juntos a lavarnos los dientes. Estábamos en medio de la escalera cuando, de pronto, me cogió del brazo y me lo sacudió. Me giré a mirar lo que quería y me señaló hacia delante con los ojos como platos. Me di la vuelta y....

- ¿Te acuerdas qué era lo que me señalabas, Adolfo? Estoy seguro de que no lo has olvidado. Rubita, ojos azules, con ese ligero moreno en la piel que tienen las personas del norte de Europa que han sido prudentes al ponerse al sol, delgadita, piernas torneadas, la camiseta pegada,... Te acuerdas, ¿verdad? Casi se te cae la baba. ¡Golfo que eres un golfo! Lo cierto es que era una verdadera preciosidad. Y va y al día siguiente se sienta con nosotros a desayunar y tú venga a darme patadas por debajo de la mesa. ¡¡Serás...!!

[subir]

Mansilla de las Mulas - Astorga

Miércoles 26 de Agosto
72 km en 5 horas

No quisiera ser repetitivo pero me temo que, cuando se trata de constatar realidades, no queda más remedio que serlo así que el relato de este nuevo día debería comenzar diciendo algo así como... "Una vez más, la alarma sonó implacable a las seis...", pero no lo haré para no aburriros. En vez de eso que os parece si digo...

...Por segunda vez en lo que llevábamos de Camino pude dormir de un tirón sin tener que levantarme al baño y no porque la próstata me hubiera dado una tregua, que de momento, y gracias a Dios, no las necesito, sino porque la vejiga de Gerardo se portó como una campeona.

[La verdad es que un comienzo así suena raro de narices, ¿verdad? Pero... ¿qué le vamos a hacer si así fue como sucedió?]

Después de la paliza de los dos últimos días, durmió como un angelito, tanto, que hasta tuve que zarandearlo un poco para que despertara. El pobre abrió los ojos a medias y se dio la vuelta hacia el otro lado.

- Arriba dormilón que ya son las seis -dije en voz alta mientras le sujetaba un hombro y se lo movía suavemente de derecha a izquierda-. Vamos despierta - añadí cogiéndole un ligero pellizco en la mejilla. Porque a veces, aunque sé que no me oye, no puedo evitar hablarle como si lo hiciera. Pero no empezó a desperezarse hasta que le quité el saco y le escribí la palabra ARRIBA en la mano.

Si esa había sido la segunda noche sin excursión al excusado, aquella sería la tercera mañana con luces encendidas desde primera hora. Menudo lujo eso de moverse con total desahogo espacial, lumínico y sonoro. Un motivo más para agradecerle a Laura que nos ahorrase cualquier compañía en la litera que sobraba. Por un lado, como ya comenté, nos dejó espacio para todos los trastos que acarreamos y, por otro, no tuvimos que negociar el momento de despertarnos.

Desde bastante antes de levantarnos habíamos estado escuchado un continuo run-run de pasos en las escaleras y en el pasillo de modo que no nos extrañó cuando, al salir al patio, nos encontramos con un montón de compañeros peregrinos listos para comenzar su jornada de camino. Unos ya con las mochilas a la espalda y otros terminando de acomodar las cosas en su interior antes de cerrarlas. Supusimos que encontraríamos la cocina abarrotada de gente desayunando pero no fue así. Aunque en todas las mesas había alguien, distaba mucho de estar lleno. Nos sentamos en la que estaba más libre, la del rincón de la derecha nada más entrar. La única chica que la ocupaba terminó su desayuno antes de que el nuestro estuviera listo así que nos quedamos solos pero únicamente durante un suspiro. Antes de que los pulmones se vaciaran por completo de aire, un ángel vino asentarse a nuestro lado. La patada de Adolfo casi me levantó la piel de la espinilla

- ¡Ostia! ¿Qué...?

No tuve tiempo de terminar la frase. La cara de Adolfo me lo dijo todo. Miré hacia la puerta y me di cuenta de que la chica de la noche anterior acababa de entrar en la cocina y, para colmo, va y se sienta en nuestra mesa.

- Hola -saludó con un marcado acento extranjero mientras señalaba con el dedo una de las sillas vacías de la mesa.

- Hola -respondimos a la vez-. Sí, sí, por favor -señalando la misma silla.

Miradas de Adolfo, guiños míos a Adolfo, mudas preguntas en las miradas que Rafa alternaba de uno a otro y, mientras tanto, Mar preparando la leche de Gerardo y él poniéndose ciego de pan con mermelada. O, lo que es lo mismo, cada loco con su tema.

La chica empezaba a preparar su desayuno cuando llegó otro peregrino y se sentó en el único hueco que quedaba libre en la mesa. Venía con ganas de hablar y no se quedó con ellas. Empezó a contarnos las barbaridades que había hecho con los kilómetros. Etapas de más de cincuenta en los últimos días que empezaban a pasarle factura y por eso esa mañana sólo iba a llegar hasta León para darse un respiro. Hablaba por los codos con la modulación y los gestos típicos de las personas muy pero que muy amaneradas. Nunca me he parado a pensar en si me caen bien o mal los gays por la simple razón de que, para mi, lo que hace intragable a alguien es su comportamiento, no sus preferencias sexuales, religiosas o políticas. Este chico parecía muy simpático pero no sé si fue por la avalancha de palabras a esas horas de la mañana y la velocidad a la que salían de su boca, porque toda su conversación era del tipo "yo...", "yo...", "yo..." o porque nos distrajo de la contemplación del querubín rubio pero lo cierto es que fue un alivio cuando se levantó y se despidió de nosotros.

- Bueno, yo ya me voy. Que tengáis buen camino.

- Buen camino también para ti.

Lamentablemente, la chica se fue casi de inmediato. Pobre Adolfo (jajaja). A las ocho en punto estábamos ya en marcha. La noche anterior nos habíamos despedido de Laura por si no nos veíamos en el momento de partir. Aún así la buscamos por el albergue pero no la encontramos. Una vez más, ahora desde la distancia en el espacio y en tiempo, muchísimas gracias. Estos días, mientras ordenaba las ideas para escribir sobre esta jornada, decidí llamar al albergue para saludarla y decirle que recordamos con mucho cariño nuestro paso por su pueblo y por su "casa" pero nadie respondió al teléfono. Volveré a intentarlo a otra hora distinta a ver si tengo más suerte.

Salimos del albergue deshaciendo una pequeñísima parte de lo que habíamos hecho el día anterior. Realmente lo único que volvimos hacia atrás fue el tramo urbano de Mansilla. De haber seguido por el Camino de verdad, tendríamos que haber acabado de cruzar el pueblo pero, tal como ya expliqué, nuestras necesidades eran otras. Recorrimos las calles en sentido inverso hasta llegar al cruce con la N-625 y nos metimos por ella con dirección a Villanueva de las Manzanas. Buena carretera y poco tráfico, eso sí, un frío que pelaba. Pasamos Villanueva y seguimos hasta Palanquinos. Ahí debíamos dejar la nacional y desviarnos por la CV-195-11 hacia Vega de Infanzones y eso fue lo que hicimos dando comienzo a una nueva odisea. Para empezar, el firme de la carretera era de lo peor que he visto en mi vida. Llena de agujeros y desconchados y con una caída hacia la derecha que me obligaba a llevar el triciclo siempre en el centro, en medio de la línea separadora de sentidos de circulación. Como era bastante estrecha, cuando venía algún coche, tanto daba si era por delante como por detrás, teníamos que apartarnos con mucho cuidado para no perder el control y pegarnos una piña. Pero al menos teníamos carretera porque al llegar a Vega y preguntar por el enlace hacia Cembranos nos dijeron que nos olvidáramos de intentar cruzar por allí porque la carretera hacía tiempo que había desaparecido como tal y lo único que quedaba era un inmundo camino lleno de agujeros y, por tanto, totalmente impracticable. La opción que nos dieron nos obligaría a hacer algunos kilómetros de más pero, como era la única posible, no nos quedó más remedio que seguirla aunque eso sí, siempre con la eterna duda que te asalta cuando sigues indicaciones de un lugareño: "¿será cierto lo que dice?; ¿se habrá equivocado en alguno de los desvíos que nos ha indicado y apareceremos en la pampa?; ¿seremos capaces de seguir al pie de la letra sus indicaciones?"

Con todo eso en la cabeza más que peregrinos parecíamos seguidores de la Duda Metódica de Descartes y, como era de esperar, no tardamos mucho en llegar a un cruce y no saber para donde tirar. Bajamos de las bicis y esperamos a que llegara alguien a quien preguntarle pero aquella parecía una de esas carreteras desérticas de las películas americanas de miedo. MariMar, que venía detrás nuestra para perdernos todos juntos y no cada uno por su lado, eligió torcer a la izquierda y se adelantó para ver si encontraba alguna indicación hacia Ardoncino, Antimio de Arriba o Chozas de Abajo que eran los tres pueblos que nos aparecían en el mapa como opciones a partir de las cuales podríamos aclararnos. Estuvo esperando hasta que apareció un buen hombre en una furgoneta y le dio una solución clara y aceptable. Nos llamó por teléfono y nos explicó donde encontrarla. Salimos hacia allí con un suspiro de alivio generalizado y después de que Gerardo nos preguntara por qué parábamos.

- Nos hemos perdido -le dije.

- ¡¡Bop!! ¿Ya no vamos a llegar a Santiago?

- Sí, no te preocupes. Mar ha ido a preguntar.

- Mar es muy lista, muy guapa, muy buena. La quiero mucho.

- Sí, yo también -le dije y le di un abrazo.

- La gente va a pensar que somos mariquitas -dijo y volvió a romper el aire con una de sus carcajadas.

- Una porra. A mí me gustan las chicas.

- A mí también -respondió y cuando reanudamos la marcha soltó otra carcajada y volvió a insistir en lo lista que es su amiga Mar.- ¡Vamos, vamos! Que Mar ha encontrado el camino para ir a Santiago.

La encontramos aparcada en un cruce esperándonos. Nos dijo que, mientras nos esperaba, habían pasado por allí los chicos vascos que también andaban un poco despistados. Se habían quedado un rato con ella para saludarnos pero, al ver que tardábamos, habían tenido que seguir para que no se les hiciera tarde.

Nos metimos por el pueblecillo que el señor de la furgoneta le había dicho a mi hermanita y, siguiendo sus indicaciones, proseguimos la marcha. Eso sí, con las mismas dudas de antes porque daba la impresión de que en esa zona de Castilla-León la gente se comía los paneles indicadores.

A las diez y media, aunque el hambre todavía no apretaba, decidimos parar en el primer sitio que encontráramos que resultó ser la entrada de una finca en medio de un cruce. ¿Por qué? Pues... porque una vez más, no sabíamos hacia donde tirar y decidimos aprovechar el tiempo llenando la panza mientras esperábamos que apareciese alguien que pudiera orientarnos. Sentamos a Gerardo al sol y comenzamos a reponer combustible. Ese día tocó fruta y barritas de cereales porque por aquellos caminillos no había donde comprar nada que se pegara más al riñón. Entre el plátano y la naranja apareció una cosechadora gigante y fui preguntarle al hombre que la conducía. Resultó que no era de por allí, que sólo había ido a recoger el cereal y no tenía ni idea de cómo llegar a donde nosotros queríamos. Lo único que pudo decirnos fue que el pueblo que se veía desde allí era Chozas de Abajo. Le agradecimos su información que, aunque escasa, nos sirvió para situarnos de nuevo en el mapa.

Justo después de la naranja y a punto ya de hincarle el diente a la barrita de avellanas, llegó un coche. En él iban dos mujeres que resultaron ser madre e hija. Les preguntamos por el mejor modo de llegar a Villadangos del Páramo u Hospital de Órbigo y nos dieron una solución genial que no venía en el mapa.

- ¿En realidad adonde queréis ir? Porque no es lo mismo Villadangos que Hospital.

- Claro, claro. Lo que queremos hacer es llegar hoy a Astorga y para ello hemos de volver a conectar con la N-120 y con el Camino de Santiago. Nos da igual hacerlo en un sitio que en otro.

- Vale, eso es otra cosa. Lo mejor que podéis hacer es llegar a Chozas de Abajo y desde allí coger la carretera a Villar de Matarife.

- ¿Hay una carretera directa desde Chozas a Villar?

- Sí. Es pequeñita pero está bien cuidada y no lleva nada de tráfico.

- Justo lo que queremos. ¡Qué bien! Pero en el mapa no aparece.

- No sé, pero no tenéis pérdida. Seguid por aquí hasta que....- y nos explicó donde conectar en Chozas de Abajo con la carretera de Villar de Mazarife para luego salir directos hacia Hospital de Órbigo.

Mano de santo aquellas dos mujeres. A las once y veinte, después de haber vuelto a encontrarnos con las flechas amarillas y con el equipo de Víctor, que se nos habían perdido hacía ya un buen rato, entrábamos en Villar de Matarife.

Gerardo llevaba un ratillo diciendo que se estaba meando pero, como le costaba tanto hacerlo en la calle, le había dicho que faltaba poco para llegar a un pueblo y que allí le buscaría un baño. Dicho y hecho. Al poco de entrar hay un albergue a la derecha con un jardín y una balconada. Me bajé del triciclo para ir a preguntar si nos dejarían usar el baño. Le hice a Gerardo el gesto de que esperara y me separé de él. Justo en ese momento se incorporó sobre los pedales y su peso venció el equilibrio del Copilot que se levantó por detrás y se lo llevó a él de morros al suelo. Menos mal que Adolfo, cumpliendo perfectamente con su misión de escudero, se había colocado a su lado y reaccionó a tiempo para agarrarlo antes de que se diera con los dientes en el asfalto. ¡Menudo susto! Le había dicho un montón de veces que no se levantara cuando yo no estuviera sentado detrás, pero el pobre tenía el culo aplastado de ir tanto tiempo sentado y no se dio cuenta de que yo acababa de bajarme. Se salvó de un ostión de campeonato. Un hacha Adolfo, por lo atento que estuvo a la jugada y por la rapidísimo que reaccionó.

- ¡¡Bufff!! Gracias compañero. Nos salvaste de una buena.

LO QUE NOSOTROS NO VIMOS

¡Qué susto nospegó! En ese momento yo estaba aparcando el coche, lo mismo que Alberto y Rocío. Ellos detrás de mí. No recuerdo si ese día llevaba la cámara Luis o Paula. Mientras introducía la llave en la cerradura para cerrar y unirme a vosotros, os miré y vicomo te alejabas en dirección al albergue. Casi en el mismo momento vi que Gerardo se precipitaba hacia adelante. ¡¡Dios!! Salí corriendo hacia élpero estaba demasiado lejos para llegar a tiempo de nada... Fue todo cuestión de décimas de segundo... Adolfo apareció de pronto y lo frenó. Llegué sin aliento y casi me los como al pasarme de frenada.

- Menos mal, Adolfo. Menos mal. Si no llegas a estar aquí.

Llegaron Rocío, Alberto y... no sé si Paula o Luis. Todos habíamos visto la jugada desde los distintos puntos en los que estábamos y todos habíamos corrido con el corazón en un puño. ¡¡Gracias Adolfo, que siempre estabasatento a todo!!

¡Qué susto se llevaron los dos! PorqueGerardo estaba asustado pero Adolfo también, y creo que no menos que todosnosotros.

Eso nos sirvió, al menos a mí. Desde aquel momento no dejé de ponerme en la bici apretando los frenos cuando Gerardo iba a subir y tú le ayudabas a poner los pies en los pedales y no dejaba de hacerlo hasta que ocupabas tu puesto y te hacías cargo de los"mandos".

Cuando volví al coche, me di cuenta de que había quedado abierto y las llaves...en el suelo.

La gente de albergue fue súper-agradable con todos nosotros y muy especialmente con Gerardo. Le dejaron usar sus instalaciones y se interesaron enseguida por si se había lastimado en la caída. Más Ángeles del Camino. Por cierto, que Rocío, Alberto y Paula estaban justo delante del sitio en el momento de la caída pero no tenían la cámara grabando así que no quedaron imágenes del accidente. Una pena porque seguro que hubiéramos sacado algo por ellas si las mandábamos a "Vídeos de Primera" (es broma, claro).

Nos faltaban alrededor de dieciocho kilómetros todavía para Hospital de Órbigo, sitio en el que habíamos decidido comer, así que, en cuanto estuvimos listos, salimos hacia allí vía Bustillo y Acebes del Páramo. Al salir a la N-120 pudimos haber tirado directamente hacia Hospital pero me pareció que era una pena que Rafa, Mar, Gerardo y los del equipo no vieran el famoso puente de la hazaña de Don Suero así que nos desviamos hacia Puente Órbigo. Llegamos con el triciclo y los coches justo hasta la entrada del puente. Después de que los que podían hacerlo lo vieran con todo detalle y de que Paula tomara las imágenes que consideró oportunas, los coches dieron la vuelta y volvieron a la carretera general para continuar la marcha ya que el paso por el puente está prohibido a los vehículos. Nosotros sí que cruzamos por él aunque tuvimos que hacerlo a pie ya que el suelo es de piedras totalmente irregulares, imposibles para el triciclo. Yo cogí a Gerardo de la mano y Rocío nos llevó el Copilot. Le explicamos donde estábamos y porqué el suelo era de esa forma. Dijo que quería tocar las piedras del suelo y del pretil del puente y alucinó con lo grandes y antiguas que eran. Se dio además la coincidencia de que me preguntó por las flechas amarillas, cosa que no había hecho hasta ese momento, y fue a hacerlo justo al lado de una hecha con un poco de relieve. A veces parece que vea o que tenga algo de adivino. Lo acerqué hasta la flecha y siguió con los dedos su perfil.

- ¿Te das cuenta hacia donde está señalando la flecha? Hacia allí, ¿verdad? -le dije indicando con su mano-. Pues las personas siguen en esa dirección, hasta que encuentran otra flecha que les dice por donde seguir.

- Es bonito seguir las flechas -dijo después de pensarlo durante un rato.

Cruzamos el puente con bastantes dificultades por lo desigual del firme y, al llegar al otro lado, nos enteramos de que Víctor nos esperaba en el albergue parroquial del pueblo con la comida casi lista. Se había presentado allí y había vuelto a hacer de las suyas. Explicó a las hospitaleras lo de Gerardo y el documental y consiguió que le dejasen usar las instalaciones para cocinarnos unos estupendos espagueti, comerlos cómodamente sentados debajo del precioso emparrado del patio interior y descansar después hasta la hora de continuar la marcha. Un verdadero lujo de hospitaleras y de albergue y Víctor un fenómeno.

Al no ir a quedarnos a dormir y, por tanto, no pagar por nuestra estancia, llegamos al albergue con la prevención de quien va a invadir casa ajena, pero el caluroso recibimiento de Lucía, la hospitalera valenciana, y su compañera Rosa, gallega de nacimiento, enseguida disiparon nuestros temores. Mientras esperábamos nuestro turno para sellar las credenciales, ya que queríamos llevar un recuerdo de todos los sitios en los que paráramos, entablamos conversación con una peregrina que hacía el Camino con su hijita adoptada, una niñita de origen oriental llamada Ana. Le presentamos a Gerardo y enseñamos el triciclo.

- ¿Has visto que bicicleta tan rara? - le pregunté a la niña.

- ¿Te gusta, Ana? -preguntó su madre.

La niña, con los ojos como platos, dijo que sí con la cabeza.

- ¿Quieres probarla? -le dije.

- Dice el señor si quieres subirte, Ana. ¿Quieres subir a la bicicleta?

Volvió a mover la cabeza afirmativamente de forma muy leve. Se la veía muy tímida. La mujer me miró y le dije que sí con la cabeza animándola a que subiera a la niña al triciclo. Le dimos un pequeño paseo y enseguida se quiso bajar. Era verdaderamente linda.

Fueron varias las personas a las que saludamos en el tiempo que estuvimos allí, todas ellas muy majas, pero recuerdo con especial cariño a un chico que dijo haber sido entrenador-guía de invidentes en el difícil deporte paralímpico del esquí. Nos comentó que se había emocionado mucho al ver a Gerardo porque le había recordado su época de guía y le había parecido admirable el espíritu jovial y las ganas de vivir que nuestro compañero transmitía. Saludó a Gerardo con mucho cariño y eso es algo que nosotros valoramos mucho, la forma en la que la gente se dirige a él y lo feliz que le hacen con sus atenciones.

LO QUE NOSOTROS NO VIMOS

Sí. Yo también lo recuerdo con mucho cariño y de una forma muy, muy especial. Verás, no sé muy bien dónde estabais vosotros en ese momento. Yo estaba sentada con Gerardo. ¿Recuerdas que, nada más entrar en el albergue, había unos bancos puestos en fila a mano izquierda? Pues estábamos charlando en uno de ellos, a la sombra. De todas nuestras conversaciones, había dos temas que le preocupaban especialmente. Uno era el tema de la tarjeta que nos da dinero y el otro saber cómo hacían los peregrinos para llevar todas sus cosas durante el Camino. Me imagino que él pensaría en lo que nosotros llevábamos: además de todo lo que llevaba Adolfo en el remolque, estaba lo que yo llevaba en el coche (las tiendas de campaña, las sillas, la mesa, la caja con la comida, la caja con la vajilla, jabón, las ruedas, las cajas con cámaras por si pinchábamos,...). Realmente el coche, que era el de Rafa, estaba hasta los topes. Y claro, él no podía imaginar como harían para llevar tantos trastos los caminantes. Y me lo preguntaba.

- Maaaarrrrrr, ¿cómo hacen los que van andando?

Le había explicado que llevaban sus cosas en una mochila colgada de la espalda y que no llevaban tantas cosas como nosotros, sólo lo esencial. Aquel día, cuando vi entrar a ese chico en el albergue, pensé que era mi oportunidad para que Gerardo comprendiera perfectamente aquella parte. Era un chico muy alto y grande y la mochila que llevaba hacía juego con su tamaño. Así que me levanté y le dije a Gerardo que esperara un momento, que enseguida volvía. Una de las actitudes que más me sorprendían de él y que más me llamaban la atención era su docilidad. Podía estar extremadamente alterado y emocionado por cualquier cosa pero en cuanto le hacías el gesto de "espera", guardaba silencio y bajaba la cabeza de forma casi automática. Claro que era mejor que no tardaras mucho en hacer lo que ese paréntesis requería porque al cabo de un ratillo volvía a la carga. Me admiraba su capacidad de espera en ese, imagino, absoluto silencio sin saber qué era lo que estaba pasando a su alrededor.

Pues bien, en esas condiciones, a escasos metros de él y sin quitarle el ojo de encima, me acerqué al joven que como tú, no me atrevo a decir su nombre por temor a equivocarme. Le conté muy poco. Que hacíamos el camino de Santiago con un chico sordo-ciego y que una de sus dudas era cómo llevaban el equipaje los peregrinos ya que nosotros viajábamos en bicicleta, él en triciclo y yo os acompañaba con el coche. Le pregunté si le importaría que Gerardo le tocara la mochila para que pudiera darse cuenta de cómo andaban los peregrinos con sus cosas. No dijo palabra. Podría decir que me escuchaba con algo así como "una enorme y pasmada atención". Me miraba escuchando mi petición como no dando crédito y en determinado momento fijó su mirada en Gerardo. Le costó reaccionar. Tuve que repetirle mi discurso y me sentí, no sé... no sabía que le estaba pasando.

- Entonces... ¿te importa que nos acerquemos y que pueda tocar tu mochila?

- No, no, claro que no! -reaccionó al fin.

Nos acercamos a Gerardo y le expliqué.

- Te voy a presentar a un peregrino que te quiere conocer. Él también va a Santiago, pero andando y vamos a ver dónde lleva todas sus cosas.

Gerardo pegó un bote para levantarse. Ya sabes como hace cuando algo le interesa. Le presenté al chico (lo siento, ya te digo que no me atrevo a decir su nombre, tal vez me equivocara y no estaría bien). Te puedes imaginar cuando se dieron la mano. Gerardo quedó admirado de su fortaleza y se lo dijo según su costumbre.

- ¡¡Es muy fuerte!! Trabaja mucho.

Le animé a que le tocara la mochila. Era tan grande como él. Yo iba haciendo de intérprete. El chico le prestaba muchísima atención a Gerardo y si algo no entendía me miraba para que yo se lo aclarase. No quería perderse ni una sola palabra. Nos contó que él era monitor deportivo y que en invierno trabajaba en una estación de esquí. Había tenido grupos de chicos ciegos aprendiendo a esquiar. ¡Buf! Cuando se lo dije a Gerardo gritó que él también quería ir.

- ¡Vamos a esquiar! ¿Mar, me llevarás a esquiar?

Y yo, como la mayoría de las veces, te pasaba la pelota. Lo siento hermano, pero no le podía decir que no. Porque no estaba segura de que no lo hiciéramos algún día si ese era su deseo. Y, por supuesto, no le podía decir que sí porque jamás mentiría para tenerle contento. Así que mi respuesta fue la única posible: "no lo sé Gerardo, se lo diremos a Javier". Supongo que en cuanto te vio, lo primero que te dijo fue que quería ir a la nieve. De pronto me di cuenta de que al joven se le habían llenado los ojos de lágrimas.

- Llegas aquí sintiendo que estas hecho polvo -me dijo mirándome.- Te sientes un miserable y sientes que no puedes más porque te han salido un par de ampollas en los pies... y ahora, le miro a él y me siento fatal por haberme sentido así.

No pude más que apretar sus brazos con mis manos. Fue un abrazo. Un abrazo de ánimo, un abrazo de comprensión, un abrazo de agradecimiento, un abrazo de ternura. Nos despedimos.Imagino que necesitó un rato para recuperarse de la emociónque había sentido con Gerardo y volvió con su cámara de fotos a preguntarme si era posible hacerse una foto con él.

-Claro -le dije,- le encantan las fotos.

Cuando apareciste tú, yo salí de escena. También necesitaba tiempo para recuperarme...

El albergue era precioso. Tenía un genial patio interior rodeado de columnas y vegetación, a modo de claustro monacal, y otro al aire libre, enorme, en la parte de atrás. Comimos en una de las dos largas mesas de recia madera que había debajo de la columnata. Fue una verdadera gozada disfrutar de aquel fresquito protegidos del sol que a esas horas caía con todas sus ganas sobre León y su provincia. Y, para redondear la faena, los espaguetis estaban deliciosos. No podía ser de otra forma habiendo sido cocinados por Víctor. Hizo dos grandes ollas de las que comimos nosotros doce más las dos hospitaleras y algún que otro peregrino que se sumó a la fiesta.

Después de comer nos sentamos en el patio de atrás para hacer un ratillo de digestión. En ese momento pasaron dos cosas realmente trascendentales y de las dos fue protagonista principal Adolfo. La primera nos supuso un gran disgusto y un notable quebradero de cabeza a todos; la segunda le proporcionó a Adolfo, y sólo a él, una gran alegría y una excusa para vacilarnos todo lo que quiso.

Voy con la del disgusto. Como he dicho, estábamos tranquilamente sentamos en el patio cuando de pronto Adolfo me dijo que había encontrado varios radios rotos en la rueda delantera izquierda. Me acerco a verla y, efectivamente, la cosa era tal como él había dicho. Después de revisarla a conciencia descubrimos que eran tres los radios que se habían fastidiado y que, además, eran consecutivos con lo que la rueda quedaba bastante debilitada y desequilibrada por ese lado. Nos sentamos a valorar las opciones que teníamos y, en un primer momento, decidimos que lo mejor sería que yo pedaleara solo hasta Astorga para ahorrarle sufrimiento a la rueda y que Gerardo fuera en el coche con Mar. Una vez allí, buscaríamos un taller de bicicletas en el que nos pudieran reparar la avería durante la tarde para poder continuar con la ruta al día siguiente por la mañana. Lo comentamos con Víctor y quedó todo dispuesto para salir enseguida hacia la romana Artúrica Augusta. En eso estábamos cuando Alberto y Rocío regresaron precipitadamente del bar al que habían ido a tomarse un café. Durante la comida nos habían contado que el dueño de ese mismo bar, en el que se tomaron una cerveza antes de comer, les había dicho que, si era posible, le encantaría conocer a Gerardo. Al ir a por el café habían comentado de pasada con el buen hombre el problema de la rueda y éste les había hablado de un buen taller de bicis en Benavides de Órbigo, pueblo situado a cinco kilómetros de Hospital. Eso cambiaba notablemente las cosas ya que, de ser posible repararlo allí, podríamos ir todos juntos hasta Astorga sin tener que preocuparnos por encontrar allí quien nos arreglara la avería esa misma tarde.

Salíamos hacia el bar para pedirle al señor algún dato más acerca de esa oportuna y casi milagrosa tienda-taller cuando nos lo encontramos entrando en el albergue. Había decidido acercarse para explicárnoslo y de paso conocer a nuestro héroe. Nos contó que él tenía una bicicleta de carretera con la que salía a rodar de vez en cuando y que para las averías y los recambios siempre iba a Benavides. Dijo que el mecánico, además de buen profesional era buena persona y que seguro que nos solucionaría el problema. Le agradecimos muchísimo el haberse molestado en acercarse a facilitarnos la información y le presentamos a Gerardo. Una vez cumplidas las formalidades verbales, se saludaron con la mano y nuestro compañero opinó que el barman tenía las manos duras de tanto trabajar. No recuerdo su nombre pero sí el de su establecimiento, se llama "La Encomienda" y está justo al lado del albergue parroquial. "Fue usted muy amable y nos dio una información muy valiosa para salir del apuro. Muchas gracias."

Desmonté la rueda y, cuando iba a pedirle el coche a MariMar, Víctor me dijo que me fuera con Paula en el de Alberto para que así ella pudiera grabar lo que sucediera durante la excursión. Le di las gracias a los tres y salimos en busca del pueblo de Benavides.

Tardamos muy poco en llegar ya que las instrucciones que nos habían dado eran precisas y el trayecto muy corto. Al llegar a Benavides buscamos la calle y resultó que era la principal, es decir, la misma carretera que traíamos. Seguimos la numeración y...

- Mira, ahí está -dijo Paula-. Pero está cerrada.

- Sí, eso parece. Vamos a ver si pone el horario en la puerta.

Como no ponía nada, nos acercamos al bar de enfrente y preguntamos al camarero si sabía a que hora lo abrían. Respondió que entre cuatro y media y cinco. ¡Menuda faena! Todavía eran las tres y media, lo cual suponía una espera mínima de sesenta minutos más el tiempo que tardara en hacer la reparación.

- ¡Aún falta más de una hora! ¿No sabrán ustedes donde vive el dueño, verdad? Es que tenemos una urgencia y se nos va a hacer muy tarde.

- Sí, no se preocupen. Bajen por la misma calle del taller y al final verán una casa con una verja que tiene....

- Muchas gracias.

Echándole todo el morro del mundo nos fuimos hacia la casa de mecánico cruzando los dedos para que él estuviera allí. Desde lejos la vimos y distinguimos a una señora mayor sentada en una mecedora en el jardín. En cuanto ella nos vio a nosotros se levantó y corrió a llamar a la puerta de la vivienda y a llamar a alguien a voz en grito. Al cabo de un momento salió una mujer más joven y le pidió a la anciana que dejara de gritar. Eso sucedió coincidiendo con nuestra llegada.

- Pilar, mujer deja de gritar.

- Hola buenas tardes. Disculpen nuestro atrevimiento pero... ¿vive aquí el dueño del taller de bicicletas?

- Sí, aquí vive.

- Y está él en casa.

- Sí un momento. Pilar avisa a Pedro.

- ¡Uff!, menos mal. Es que verá, venimos haciendo el Camino con un muchacho sordo y ciego en una bicicleta especial y se nos han roto tres radios....

- Hola, buenas tardes -saludó un hombre recién salido de la casa. Aparentaba rondar los cuarenta y pocos años y se le veía físicamente en forma.

- ¿Es usted el dueño del taller de bicis? -pregunté.

- El mismo.

- Le ruego que nos perdone por venir a molestarlo a su casa pero, verá, tenemos una emergencia con nuestra bici -y le expliqué todo.

Sonrió cuando acabamos de contarle nuestra peliculilla particular y nos dijo que no nos preocupáramos que en cuanto se calzara nos acompañaría de regreso a la tienda y trataría de reparar la avería. La mujer mayor, que resultó ser su suegra, había escuchado toda la conversación.

- Yo fui el año pasado a Santiago y, si Dios quiere, pienso volver de nuevo el año próximo para ganar el jubileo. ¿Serían tan amables de rezarle por mí al apóstol cuando lleguen a la catedral? Acuérdense de pedir por Pilar.

- No se preocupe que lo haremos.

- En cuanto les vi bajar la cuesta supe que venían a buscar a mi yerno.

- ¿Y cómo lo supo?

- Pues porque llevaban una rueda de bicicleta en la mano -respondió con una pícara sonrisa.

Al momento salió Pedro flanqueado por su hijo José y nos invitó a acompañarles. Por el camino pidió que le habláramos muy alto y siempre a su oído derecho porque del otro estaba completamente sordo.

- Entonces tú también eres del club -le dije con una sonrisa al ver la naturalidad y desenfado con que hablaba de su problema y le expliqué cual era la realidad de Gerardo y la de Adolfo. Se sonrió.

Ya en la tienda-taller, al examinar la rueda, nos dijo que no tenía radios de ese tamaño pero que no nos preocupáramos que eso lo solucionaba él rápidamente. Cogió uno más largo, lo colocó en su sitio y le cortó el trozo sobrante. Hizo lo mismo con los otros dos. No tardó más de un cuarto de hora en prepararlos, colocarlos y alinear la rueda. Mientras eso sucedía, nos contó cómo fue lo de su sordera.

- Me fui quedando sordo poco a poco hasta que ya no oía nada.

- ¿Y es por eso lo de este cartel? -le pregunté señalando uno que tenía colgado de una de las columnas del local, justo encima de otro que ponía que había que pagarlo todo al contado-. Porque antes de que pusiera lo que pone ahora, "SE RUEGA QUE HABLEN ALTO Y CLARO; EL MECÁNICO ESTÁ MUY SORDO", ponía algo distinto, ¿no?

- Pues sí. Antes ponía "EL MECÁNICO ESTÁ ALGO SORDO" pero al cabo de un tiempo tuve que cambiarlo porque lo de "ALGO" ya no era verdad -respondió entre risas.

Nos cobró 5 euros por sacarlo de su casa a la hora de la siesta, preparar y colocar los tres radios y alinear la rueda. Una verdadera ganga. Otro verdadero Ángel del Camino. Muchas gracias una y mil veces, José y Pedro, Pedro y José. Y una oración por la señora Pilar al llegar a Compostela.

Regresamos al albergue de Hospital de Órbigo más contentos que unas pascuas. Nada más llegar montamos la rueda en el triciclo y nos preparamos para salir hacia Astorga. Eran sólo las cuatro y cuarto y teníamos todo listo. Por suerte habíamos vuelto a esquivar a la fatalidad. Nos despedimos de Lucía y de Rosa y salimos a pelear con el sol y la carretera camino de Astorga. Eran sólo diecisiete kilómetros los que faltaban pero ya llevábamos cincuenta y cinco en la chepa y por tercer día consecutivo íbamos a pasar de setenta al finalizar la jornada. Pero éramos felices como perdices y Gerardo el que más.

Faltaban unos minutos para las seis menos cuarto cuando llegamos a la primera de las dos rotondas que hay que superar para entrar en la antigua ciudad romana. Ambas están decoradas en una forma muy curiosa y podríamos decir que complementaria. Mientras que en la primera hay una gigantesca concha peregrina ocupando la parte central, en la segunda nos encontramos con lo que parecen ser antiguas ruinas (y si no lo son, al menos lo representan). Además de eso, ambas anuncian el nombre de la ciudad con letras de colosal tamaño en la parte exterior de sus circunferencias, pero mientras que una lo hace utilizando la forma en que es conocida la villa en la actualidad, "ASTORGA", la otra tiene el nombre que le otorgaron los antiguos conquistadores romanos, es decir, "ASTURICA AUGUSTA".

Nada más entrar en el casco urbano nos dirigimos directamente al albergue de la Asociación de Amigos del Camino en Astorga, llamado también de las Siervas de María. Adolfo y yo habíamos parado en este albergue en Junio y nos había encantado por su limpieza, buena distribución y equipamiento. Pero antes de llegar a él aún nos quedaba un escollo que superar: la terrible cuesta que hay que subir para llegar a la parte antigua de la ciudad. Como ya la conocíamos ni siquiera pensamos en intentar subirla encima del triciclo. Directamente me bajé a empujar y aún así, si no llega a ser por la ayuda de Adolfo, creo que nos hubiésemos quedado tirados en el medio.

Quiso la suerte que la primera persona con la que nos encontramos al llegar al albergue fuera Felipe, el hospitalero que nos había atendido la ocasión anterior. Resultó que acababa de llegar para visitar a los compañeros que le sustituyeron cuando él se marchó una vez finalizada su temporada como cuidador de peregrinos voluntario. Nos reconoció al ver a Adolfo y le dijo a sus compañeros que éramos amigos suyos y que ya nos inscribiría y acomodaría él. Fue una verdadera suerte porque de esa forma nos fue mucho más fácil explicar lo de MariMar y el coche de apoyo. No puso ni el más mínimo problema para que se alojara con nosotros. Y lo que es más, nos dejó una habitación de ocho camas para nosotros cinco.

- De momento os dejo a vosotros solos en este cuarto y les diré a los compañeros que, a no ser que sea estrictamente necesario, no os pongan a nadie más.

- No sabes como te lo agradecemos.

- Nada hombre nada. Estando con Gerardo vais mejor a vuestra marcha y sin nadie que os moleste mientras sea posible.

Se portó de maravilla. Incluso habló con los hospitaleros oficiales y consiguió que Víctor y los demás pudieran usar las instalaciones para asearse. Uno más para nuestra interminable lista de gente alada.

Mientras sellábamos las credenciales y tomaban nota de nuestros nombres, se dio la circunstancia de que una mujer italiana quiso entablar conversación con Gerardo. Le explicamos que nuestro compañero ni veía ni oía y la buena mujer se emocionó un montón y le dijo que era muy "BRAVO".

- Dice que eres muy "bravo" -le escribí en la mano.

- Javier, ¿qué es ser un "bravo"?

- Quiere decir que eres muy valiente y también un campeón.

- Sí -respondió Gerardo riendo y levantando los dos brazos al aire-, soy un campeón, soy un bravo -y lanzó una carcajada mientras comenzaban a brotar lágrimas de los ojos de la mujer.

Y, una vez instalados, comenzamos con el rollo de las duchas. ¿Por qué rollo? Pues por todo lo que suponen, a saber, deshacer los petates, buscar la ropa limpia, rezar para que haya una ducha libre, seleccionar la que esté en buen estado, cruzar los dedos para que haya donde dejar la ropa seca, cruzarlos de nuevo para que quede agua caliente y, si la hay, que sea uniforme y no a ratos, volver a cruzarlos para que haya un sitio en el que vestirse sin tener que hacer equilibrios para que no se moje la ropa que vamos a ponernos,... y todo eso elevado al cuadrado en el caso de Gerardo, incluida la eterna preocupación por posibles resbalones y golpes. En el albergue de Astorga todo fue suave como una balsa de aceite. La única pega: que no hubiese una ducha adaptada para minusválidos. Pero como Gerardo es un fenómeno no hubo ningún problema.

La cena tocaba de bocadillo porque para comer habíamos tenido el festín de espaguetis de Víctor. Como Astorga es digna de ser vista, en vez de comprar las cosas y hacernos los bocatas en el albergue, preferimos salir todos juntos al supermercado y sentarnos luego en alguna bocatería para, entretanto, ir visitando la ciudad. Entre otras cosas compramos las coderas que tantos días llevaba el pobre coleguilla pidiéndonos. Se puso loco de contento cuando las tocó y vio lo acolchadas que eran.

- Estas sí que me gustan para poner los brazos así en la bici -y hacía el gesto de apoyar los codos en el manillar.

Después de la experiencia de los días anteriores, no nos sorprendió en absoluto saber que también allí se estaban celebrando las fiestas de verano. Nos dimos cuenta al llegar a la plaza Mayor y encontrarla engalanada y abarrotada de gente asistiendo al ensayo del mítico grupo de rock Barón Rojo que esa noche actuaría para todos los astorganos, asturicenses o maragatos que son los tres gentilicios que wikipedia utiliza para nombrar a los oriundos de Astorga.

Lo más destacado de la cena fue comprobar que Gerardo continuaba masticando despacio y haciendo significativas pausas entre un bocado y el siguiente. Mérito de su querida amiga Mar. Estoy seguro de que si llego a ser yo el que le dice que no coma deprisa, habría pasado de mí en estéreo pero claro, no es lo mismo querer contentar a Javier que a Mar. ¡¡Cría cuervos!! O será verdad eso de que "tiran más dos tetas que dos carretas". En fin, pelillos a la mar (a la salada, ¡eh!, que mi hermana es muy limpia y la quiero mucho).

Al acabar de cenar Mar, Adolfo y Rafa se fueron a dar un paseo para ver el resto de cosas bonitas que quedaban pendientes: la catedral y el palacio de Gaudí principalmente. Gerardo y yo nos fuimos caminando despacito hacia el albergue. Tendríais que ver la cara de cansado que tenía el colega. Le sacamos con la cámara un primer plano de la cara precisamente para que se vieran las huellas del cansancio en su rostro. Daba penita pero, en cuanto se ponía a hablar, nos dábamos cuenta de que le importaba un bledo el casque que llevaba. Era como si se pusiera al ralentí para ir ahorrando baterías para los momentos cruciales.

Por cierto, que casi me olvido. Os acordáis que os había hablado de que en Hospital de Órbigo habían sucedido dos cosas transcendentales, ¿verdad? Pues bien, voy a contaros la segunda. Sucedió mientras yo estaba con Paula tratando de solucionar lo de los radios. Adolfo y su coleguilla Alberto estaban sentados a la sombra en el patio de fuera, cuidando de que nadie se apoyara en el triciclo y, sin darse cuenta, pudiera mover el apoyo que le habíamos buscado para que no se dañaran el eje y el mecanismo del freno de tambor que habían quedado expuestos al desmontar la rueda. Según nos contó, y le brillaban los ojos al hacerlo, en ese momento se abrió la puerta de una de las duchas y salió de ella una despampanante rubia con una toalla atada a la cintura; "sólo" una toalla a la cintura y de ahí para arriba, nada de nada, es decir, que se paseó delante de ellos mostrándoles sus encantos. Además, según se hartó de repetirnos, los tenía muy requetebién puestos. ¡¡Qué suerte el Adolfito!! ¡Y yo arreglando una avería! Hay que ver que mal repartido está el mundo.

¡Ah!, una última cosa antes de desearos buenas noches. Fue aquí, en el albergue de las Siervas de María, donde conocimos a Carlos, un joven portugués que, igual que nosotros, llevaba un trolley para cargar sus alforjas. El suyo era muy distinto al nuestro que, como ya sabéis, se trataba de un carrito acoplado a un eje especial colocado en la rueda trasera de la bici de Adolfo. Pues bien, el suyo era una tercera rueda, tan grande como las otras, que iba sujeta a su bicicleta del mismo modo que nuestro carro. En ella llevaba una parrilla sobre la que colocaba las dos alforjas. Original y, según él, muy práctico y cómodo. Volvimos a coincidir con él en Rabanal y en Villafranca del Bierzo, momentos en los que, con algo ya de confianza, charlamos acerca de unas cosas y otras. En fin, lo normal en el Camino. Nos dijo que trabajaba como responsable del área de ejercicio físico en un colegio de minusválidos de Coimbra.
Se me están cerrando los ojos. Creo que será mejor que me despida hasta mañana. A ver si esta noche conseguimos dormir de un tirón. Mañana os lo digo. Que descanséis. Buenas noches.

[subir]

Astorga - Villafranca del Bierzo

Jueves 27 de Agosto
87 km en 7,30 horas

Y por fin llegó la etapa que tantos miedos suscita entre los bicigrinos novatos. La etapa para la que llevábamos más de una semana preparándonos y que esperábamos con tanto respeto. Esa mañana tocaba subir a la Cruz de Ferro. No es que no hubiéramos subido cuestas hasta ese momento. Bastaría con recordar Mezquiritz, Erro y La Pedraja pero, desde luego, ninguno de esos puertos tenía nada que ver con lo que habría que negociar antes de la hora de comer. Íbamos a pasar de los 868 metros sobre el nivel del mar a los que está situada Astorga a los 1.500 de la Cruz pero para ello contaríamos con cerca de 28 kilómetros, es decir, que, en teoría, había espacio más que suficiente para que los desniveles no fueran demasiado exagerados. El problema es que ese razonamiento sólo es válido para los primeros veinte kilómetros, los que hay entre Astorga y Rabanal del Camino. Después de Rabanal viene lo verdaderamente temible, los casi seis kilómetros hasta Foncebadón y otros dos y pico hasta la Cruz de Ferro. Pero para eso todavía faltaba un rato. Antes había que despertarse y desayunar en condiciones.

Esa noche no hubo excursión a los lavabos, gracias al dios de las vejigas, quien quiera que éste sea, así que nos levantamos de un brinco en cuanto sonó la alarma del reloj. Bueno, quizá fuera más exacto decir que MariMar, Rafa y yo nos levantamos de un brinco al escucharla porque ya sabéis que los otros dos coleguillas son algo duros de oído. Gerardo lo hizo cuando le dije que era hora de ponerse en pie y a Adolfo hubo que darle un par de empujones, cosa bastante normal si pensamos que, después de llegar del paseo nocturno, se enganchó a internet y no tengo ni idea de a qué hora se fue a dormir. Al tener toda la habitación para nosotros pudimos encender la luz y prepararnos cómodamente. Sobresaliente y muchas gracias para Felipe y sus compañeros que mantuvieron vacías las camas restantes.

Desayunamos en la mesa gigante del amplio comedor del albergue acompañados por un montón de compañeros pere- y bicigrinos. Ese día cargamos especialmente bien las baterías para no quedarnos sin combustible en medio de la ascensión.

Cuando salimos a la calle buscamos en la plaza un par de rincones con sol para poner las bicis y cargar los trastos en el carro y los trasportines. No es que hiciera mucho frío ya que, de hecho, salimos con culotte corto, pero se agradecía el calorcito de los rayos de Lorenzo. Víctor y su troupe se estaban duchando en el albergue y nos cruzamos varias veces con ellos durante la operación de sacar y colocar trastos. Cuando tuvimos todo dispuesto para la salida ellos ya estaban esperando en la calle.

A las ocho menos un minuto sacamos las últimas fotos delante de la Catedral y el Museo de los Caminos lo cual significa que antes de esa hora ya habíamos arrancado. Todo parecía indicar que estábamos ansiosos por iniciar el cruce de los Montes de León ya que hasta ese día nunca habíamos subido tan pronto a las bicis.

Tal como estaba previsto, la primera parte fue bastante fácil. En ella coincidimos con el resto de peregrinos, tanto caminantes como en bicicleta, aunque nosotros íbamos por el asfalto y ellos por el sendero de tierra que hay justo al lado. Sólo de vez en cuando nos separábamos de ellos y eso sucedía en los momentos en que las flechas amarillas se internaban un poco en la zona de monte pegada a la carretera. Tardamos dos horas y media en hacer los poco más de veinte kilómetros que separan Astorga de Rabanal del Camino, sitio en el que habíamos decidido parar a tomar el bocado de media mañana. Lo hicimos a la entrada del pueblo, en el primer sitio que encontramos al sol y con espacio suficiente para montar el mini-campamento. Ese día tocaba bocadillo de nocilla y fruta. Una vez más, gracias a mi hermanita, nos pusimos las botas, incluido Gerardo que, cosa rara en él, no le puso ninguna pega a la dulce crema de leche, cacao, avellanas y azúcar. Lo normal hubiera sido que soltara su queja habitual, esa que dice aquello de: "no quiero, no quiero... que pone gordo" mientras hace que no con el índice de su mano derecha y agacha la cabeza entre pícaro y avergonzado. Será que su cuerpo, después de tantos días de esfuerzo, debía andar necesitado de azúcares y no le hacía ascos a nada de lo que hubiera prescindido en condiciones normales.

Mientras MariMar preparaba las cosas del almuerzo, Alberto nos sorprendió a todos sacando unos gorritos de cartón con forma de cucurucho. Resulta que ese día era su cumpleaños y quiso empezar a celebrarlo con el detalle de los gorritos.

Justo cuando empezábamos a comer, apareció por la carretera Carlos, el portugués del carrito. Paró a saludar y le invitamos a compartir nuestros víveres. Rechazó la invitación diciendo que acababa de comerse su ración pero que nos lo agradecía como si hubiese comido con nosotros. Se marchó enseguida porque quería terminar la subida cuanto antes. Nosotros aún seguimos allí casi treinta minutos y, por si eso era poco, volvimos a parar cuando llegamos al centro del pueblo, al poco de reanudar la marcha, para que Gerardo fuera al baño. Había intentado orinar contra un árbol en el sitio del almuerzo pero no había sido capaz. No recuerdo si he comentado ya lo mucho que le cuesta mear en la calle. Realmente no sé si es por miedo a que le vean o por qué otra razón, pero lo cierto es que tiene que estar muy apurado para relajarse lo suficiente como para echar una meada en el campo. En cierto modo es comprensible porque en ningún momento puede estar seguro de que no haya nadie mirando. De eso me di cuenta un día de entrenamiento en que tuvimos que parar en medio de la ruta porque hacía un ratillo que me había dicho que necesitaba ir al baño y el siguiente pueblo estaba aún muy lejos. Lo llevé a una pared y le vi súper-inquieto, mirando hacia todos lados como si estuviera buscando algo. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que la gente le estaba mirando. Le dije que no había nadie y que no se preocupara pero, a pesar del agobio que tenía por aliviarse, no fue capaz. Otra de las putadas que le ha gastado la vida.

Nos acercamos a un albergue que hay en una plazoleta justo al lado del albergue Ntra. Sra. del Pilar y le pedimos a una viejecita que estaba sentada delante de la puerta que nos dejara usar el baño. Muy amablemente nos dijo que sí, que por supuesto y que tuviéramos cuidado de no resbalar porque acababa de fregar el suelo. La verdad es que, en casi todo el Camino, sólo encontramos buenas gentes, dispuestas a echar una mano en lo que pudieran, haciendo honor a ese mito de fraternidad que acompaña siempre a la idea de la peregrinación y que, al final, en la mayor parte de las ocasiones, no es un mito sino una agradable y reconfortante realidad.

Y por fin llegó la parte dura. Salimos de Rabanal y la carretera empezó a picar hacia arriba. Durillo pero nada que ver con lo que fue la cosa cuando llegamos a Foncebadón. Hay allí dos curvas infernales con un desnivel que no sé qué porcentaje tendrá pero que hay que atarse los machos para superarlo. Adolfo iba un poco tocado de la rodilla y me preguntó si podía subir a su aire para liberar un poco de tensión en la articulación que llevaba un poco forzada al tener que seguir nuestro lento ritmo. Le dije que sí, que por supuesto, y nos quedamos solos con Rafa.

Antes de enfrentar la primera de las curvas le toqué el hombro a Gerardo y, cuando me dio la mano, le hice el gesto de que venía una cuesta muy difícil. Intentó dejar la mano atrás para preguntarme si era muy larga. Le dije que sí y le empujé rápidamente el brazo de vuelta hacia su manillar. Se agarró con fuerza y agachó la cabeza, postura que adoptaba siempre que la cosa se ponía dura. Veníamos subiendo en segunda y sólo nos quedaba una marcha más que meterle al Copilot. Giré para arriba el puño del cambio haciendo saltar el engranaje hacia ese último piñón y lo cierto es que no noté nada en absoluto. Tuve que seguir haciendo la misma fuerza que hasta ese momento y el triciclo continuó avanzando a paso de tortuga. Rafa nos diría después que en ese momento íbamos a 6-7 por hora. Me puse de pie y comencé a trabajar al límite. Mi compañero de fatigas también se estaba empleando a fondo y la verdad es que se notaba una barbaridad cada vez que pegaba un arreón de los suyos. Lo malo era que esos arreones duraban sólo unos pocos segundos y después se quedaba casi parado dejándome todo el triciclo para mí.

- ¡¡Por favor, no te pares!! -le grité cómo si pudiera escucharme mientras le hacía en la pierna el gesto de seguir trabajando.

Seguimos subiendo metro a metro pensando sólo en llegar hasta arriba sin bajarnos de la bici. Hubo un momento en que creí que me iban a reventar las piernas pero levanté la vista del asfalto y vi a Gerardo echado todavía sobre el manillar, con los codos apoyados en las empuñaduras, en la misma posición que al inicio de ese infierno y me dije que no pararía hasta que él no parara. Y no paró. Y seguimos subiendo. Y llegamos hasta arriba, hasta la Cruz de Ferro, sin bajarnos del triciclo. Llegamos sin aliento y al poner los pies en el suelo nos temblaban las piernas del esfuerzo que acabábamos de hacer.

- ¡Hemos llegado! -le escribí en la mano-. ¡Eres un campeón! -Y nos dimos un abrazo.

Debo confesar que la noche anterior, en ese rato que siempre reservábamos para planificar la etapa del día siguiente, sucumbimos a la lógica desconfianza y decidimos sacar de las alforjas las zapatillas de caminar para llevarlas a mano y calzarlas en el caso de que tuviéramos que dejar de pedalear y hubiera que empujar el triciclo cuesta arriba. Por eso estamos tan orgullosos de poder decir que no hizo falta llegar a eso, que exprimimos las fuerzas hasta el límite y lo conseguimos. Rafa estuvo todo el tiempo a nuestro lado dándonos ánimo y cantándonos los parciales de velocidad y la distancia que todavía nos separaba de la cumbre. Fue otro de esos momentos en los que me alegré una barbaridad de que hubiera venido al Camino con nosotros.

En el alto nos esperaban Adolfo y MariMar con Víctor y el resto del equipo. Se acercaron enseguida y Mar se hizo cargo de Gerardo mientras recuperábamos el resuello y aparcábamos las bicis.

Como suele ser habitual en todos los sitios especiales del Camino, la mayor parte de los peregrinos para en el alto de la Cruz y le dedica unos minutos, cada uno según sus creencias o deseos. Unos rezan y otros simplemente se fotografían pero casi todos admiran el paisaje y se acercan a la base del mástil para curiosear las cosas dejadas por los demás y, en muchos casos, añadir su propia piedra o recuerdo. Nosotros también subimos por el irregular montículo de piedras para que Gerardo tocara con las manos lo que sus ojos no podían percibir desde la distancia. Al llegar arriba le expliqué qué era aquello.

- Esto es... -empecé a decirle pero se adelantó y no pude terminar.

- ¡Es un árbol!

- No, no es un árbol. Es una cruz muy alta. Está ahí arriba -dije y señalé hacia el cielo con su mano.

- Hay cosas -dijo al tocar lo que colgaba del poste.- ¿Qué cosas hay, Javier?

- Las personas dejan en la Cruz cosas suyas para pedir o para dar gracias a Dios por algo suyo.

- ¿Qué cosas han dejado los señores? Dime, dime. ¿Qué cosas han dejado en la Cruz? -preguntó impaciente por descubrir aquello que era un misterio para él.

- Dejan muchas cosas, cada uno lo que quiere. Fotos, pañuelos, papeles escritos, llaveros, piedras escritas,... Todos los que dejan algo le piden algo a Dios. ¿Quieres pedirle tú algo?

- ¿Qué le pido Javier?

- Lo que tú quieras. ¿Qué quieres pedirle? -insistí. Yo sabía de sobra cual era en esos momentos su más íntimo deseo y lo sabía porque muchas veces el me había preguntado si se le iban a curar los ojos, si podría volver a ver algún día. Nunca hacía referencia a su sordera pero lo de no ver era y es algo que se nota que le hacía y le hace sufrir. Yo hace tiempo que no creo en los milagros pero no pude evitar que la mente se me fuera por los cerros de Úbeda y me acordé del deseo de Pilar, la viuda de Viana y me dije: "¿Te imaginas si después de todo va y se cura?" "Anda, déjate de tonterías" -me respondí de inmediato.

- ¡Se ha caído una cosa! -dijo sacándome del ensueño en el que la situación me había metido. Al tocar el poste había desprendido sin querer algo que alguien había dejado colgado.

- No te preocupes, ya lo cojo yo. ¿Quieres pedirle algo a la Cruz? -insistí.

Se agarro con las dos manos al mástil, apoyó en él la frente y, después de unos instantes de aparente meditación, dijo: "IGLESIA CATEDRAL. HICE EL CAMINO DE SANTIAGO, DESDE FRANCIA HASTA SANTIAGO. GRACIAS DIOS. AMÉN."

- ¿Está bien Javier? -me preguntó con una enorme sonrisa al tiempo que se separaba del tronco.

- ¡Bien! Muy bien, amigo, está muy bien -le dije con las manos y entonces fui yo el que recé para que recobrara la vista y pudiera tener la vida normal que tanto desea.

Antes me olvidé de comentar que, entre la gente que estaba en el alto cuando llegamos, había un grupo de minusválidos austríacos que estaba haciendo el Camino en unas furgonetas-ambulancia. Los había de todas las edades e iban todos en silla de ruedas. Según nos contó una de las personas que viajaba con ellos, paraban a visitar los lugares más significativos de la ruta y se habían detenido allí para que cada uno realizase su propia petición a la Cruz. Al bajar del montículo nos cruzamos con una de las chicas del grupo. A pesar de la ayuda de dos acompañantes y de ir apoyada en unas muletas, subía por entre aquellas piedras con un esfuerzo tan enorme y tal determinación en su mirada que se me puso la piel de gallina. Si la recuperación pudiera depender de las ganas o del empeño del enfermo, aquella muchacha tendría que haber bajado de allí dando saltos. ¡Y nosotros quejándonos por cualquier mariconada!

Víctor me pidió que le explicara a la cámara cómo había sido la subida del puerto y lo que habíamos hecho al pie de la Cruz. Aproveché para recordarle que habíamos decidido que, por su propia seguridad y para no poner en peligro lo que quedaba de aventura, Gerardo no bajaría en el triciclo los empinados y complicadísimos kilómetros que nos separaban de Molinaseca. Como prueba de que lo que decíamos no era algo que nos hubiéramos inventado, en el mismo lugar en el que estábamos parados había un cartel que informaba del mal estado del firme en los siguientes diez kilómetros. Todo eso quedó registrado así como la referencia al bicigrino alemán que en 1987 perdió la vida a la altura de El Acebo en un accidente con su bicicleta mientras bajaba por esa misma carretera. Yo pensé que él se resistiría a ir en coche y que preferiría bajar el puerto en la Copilot pero me equivoqué. En cuanto le dije que iría con Mar en el coche no puso la más mínima objeción. Menudo es él cuando se trata de su queridísima Mar.

Tardamos más de una hora en el descenso. Casi hora y media en realidad y es que había que bajar con pies de plomo. Cualquiera que haya hecho ese descenso en bici sabe que no exagero y con nuestro triciclo, construido para tranquilos paseos por las llanuras de Holanda, mucho más. A pesar de ir yo sólo, a punto estuve de acabar en la cuneta a las puertas de Molinaseca. Un desnivel del plano de la carretera hacia la derecha, complicado con un trozo de asfalto convertido en simple gravilla, unido a una inoportuna mirada al campanario de la iglesia de Molinaseca y...

- ¡¡Ostiá que me voy!!

- ¿Qué haces? A ver si te fijas, que te vas a matar -me dijo Adolfo con una taimada sonrisa.

- A ti sí que te voy a matar, capullín -le contesté riendo mientras me recuperaba del susto.

Habíamos quedado con MariMar y Gerardo para comer en Molinaseca, en el parquecito que hay junto a la playa fluvial del río Meruelo. Estaban sentados a la sombra jugando al Tres en Raya y al Dominó mientras nos esperaban. Es la leche como es capaz el colega de controlar las fichas de dominó con el tacto y seguir el juego. A veces me sorprendo haciendo verdaderos esfuerzos para no caer en la tentación de hacerle trampas después de que me haya ganado una partida. Me encanta como se ríe cuando consigue ganarme lo mismo que disfruto con su fingido gesto de frustración cuando soy yo el que le derrota a él.

- ¿Qué tal la bajada? ¿Te ha dejado conducir o quería hablar a toda costa? -pregunté.

- Se ha portado de maravilla. Antes de arrancar le dije que la carretera era muy peligrosa y que no podía soltar la mano del volante para hablar como haces tú cuando va en coche contigo.

- ¿Ah sí? ¡Qué buena idea! ¿Y qué te contestó?

- Ya lo conoces. Primero hizo "¡BOP!" y se pegó con el puño en el muslo. Pero cuando le repetí que era muy peligrosa y que ya hablaríamos cuando llegáramos abajo mientras os esperábamos se quedó conforme.

- Eres un genio, hermanita -y llamé la atención de Gerardo con un par de golpecitos en el hombro.

- ¿Quién es? -preguntó- Mar, ¿quién es?

- ¡Hola! -escribí en su mano.

- ¡¡Javier!! Me he portado bien. No he hablado nada a Mar porque era mucho peligro y tenía que conducir.

- Muy bien.

- ¿Estás contento Javier que me he portado muy bien?

- Sí, muy contento -y le di un apretón de manos que le hizo estallar en una de sus fantásticas carcajadas, esas carcajadas que MariMar dice que tanto le gusta escuchar. Dice que le parecen risas profundas, llenas de sentidos.

Eran casi las dos y media cuando llegamos. Nuestra Ángelita de la Guarda tenía los bocatas listos así que, sin perder un minuto, nos sentamos a comer. La sobremesa cada uno la organizó a su manera. El que mejor se lo montó fue Rafa que buscó un banco a la sombra en la avenida de Manuel Fraga Iribarne y se echó una siesta de campeonato. He escrito el nombre de la calle para que, cuando lea esto, se acuerde de donde fue a quedarse dormido. Cosas nuestras. Fui a despertarle a las tres y media pasadas para preparar las cosas y continuar adelante. Aún nos quedaba un buen rato de pedaleo si pretendíamos cumplir con la idea inicial de llegar a Villafranca del Bierzo lo cual quería decir que nos faltaban treinta kilómetros poco más o menos.

Me acuerdo del sitio en el que sucedió lo que os voy a contar porque hacía muy poco que habíamos pasado por delante del albergue municipal de Molinaseca y, al hacerlo, me acordé de un detalle muy curioso que descubrimos cuando hicimos con Adolfo y Martin ese tramo el pasado mes de Junio. Habíamos parado en el albergue para pedir permiso para ir al baño y el hospitalero, muy amable, aprovechó para presentarnos a un peregrino muy especial que tienen allí alojado durante todo el año. Resulta que debajo del enorme alero del tejado había un nido de golondrinas y cuando ampliaron el albergue y cerraron con paredes la caída de ese alero, decidieron conservarlo allí dentro como curiosidad. Lo que no sabían era que dentro del nido había una cría y que, al crecer, decidió quedarse a vivir allí dentro para siempre. Tuvimos la suerte de verla revolotear por allí en el rato que estuvimos charlando de ella con el hospitalero. Pero no era eso lo que os quería contar. Como os he dicho, acabábamos de pasar por delante del albergue cuando veo salir de un coche estacionado a la izquierda de la carretera a una pareja. Nada en ellos llamaba la atención especialmente así que seguimos pedaleando con normalidad pero al pasar a su altura oigo que el hombre le dice a la mujer: "¿Has visto que bicicleta más rara? El que conduce es el de atrás y lleva delante a su mujer." Y... hombre, yo quiero mucho a Gerardo pero tanto como para cambiarlo por mi Polilla pues... va a ser que no.

A las cuatro y cuarto paramos delante del castillo templario de Ponferrada para la habitual sesión de fotos y dos horas más tarde estábamos entrando en Villafranca. Fue una larga etapa en la que el calor nos puso a prueba casi tanto como las pendientes de Foncebadón. Lo único digno de mención de esta última parte del día fue el encuentro con una peregrina italiana. La vimos subiendo la cuesta que hay después de salir de Pieros. La pobre iba casi arrastrando los pies y al llegar a la bifurcación que hay al final de cuesta con curva a la izquierda se quedó parada estudiando el batiburrillo de flechas e inscripciones amarillas que hay sobre la calzada. Unas flechas indican hacia la derecha obligándote a dejar la carretera por la que se ha llegado hasta ese punto. Otras te mandan de frente por la misma vía que traes. Tanto unas como otras están tachadas y vueltas a pintar y lo mismo sucede con las palabras que, por resumirlo de una forma más o menos coherente, vienen a indicar que los ciclistas deben seguir de frente y los caminantes desviarse hacia la derecha. No sé quien o quienes habrán tomado parte en esa lucha de saetas y spray pero lo que sí que sé es que por la derecha te hacen dar una vuelta de cojones, eso sí, todo por tierra y bucólicos campos de viñas. Por la carretera llegas mucho antes y no todo el tiempo sobre asfalto porque al cabo de unos kilómetros una única flecha te saca de ella y te dirige a Villafranca por un camino de tierra que conecta con el anterior pero con una economía de esfuerzo muy notable. Al ver a la chica con tantas dudas y con aspecto de estar tan cansada, al menos aparentemente, le informamos claramente de las dos opciones y, duda ofende, eligió la segunda. Yo no volví a verla pero Adolfo y Rafa me dijeron que la habían visto en el mismo albergue que nosotros.

Cuando llegamos a Villafranca, como no, encontramos a MariMar esperándonos en la entrada del pueblo. Había conseguido alojamiento en el albergue municipal y hacia allí nos dirigimos. Para llegar a él hay que dejar la carretera y meterse por una calle empedrada que sale hacia la derecha justo enfrente del viejo Castillo. Es un empedrado tan irregular que se hizo imposible para el triciclo e incluso Gerardo tuvo serios problemas para caminar sobre él. Lógicamente tuvimos que bajarnos y, mientras yo caminaba con mi compañero de fatigas, MariMar se hizo cargo de nuestra montura y la trasladó a la puerta del albergue. Había olvidado mencionar que, cuando estábamos en algún lugar entre Ponferrada y Cacabelos, Víctor nos telefoneó para preguntar si queríamos que nos reservara sitio en alguno de los albergues y entre ellos mencionó el Ave Fénix. Alguien podrá tildarme de turigrino o de ser demasiado remilgado pero le dije que lo intentara en cualquiera menos en ése y es que yendo con Gerardo necesitábamos un mínimo de comodidades y de seguridad. No sé cómo estará hoy en día el albergue de Jato pero, por lo que vi y viví cuando pase por él la última vez, está claro que no era el adecuado para una persona minusválida.

La hospitalera del albergue nos recibió muy amablemente y, cuando nos tocó el turno, selló nuestras credenciales y nos acompañó a la habitación. Como allí sólo había tres literas libres, que fueron para Adolfo, Gerardo y para mí, a Rafa y a MariMar los colocó en otras que había en el descansillo entre las habitaciones y los aseos.

- O sea, que os toca dormir en el pasillo, ¿eh? -les pregunté con sorna.

- Mucho mejor, así no tendremos que escuchar ronquidos ni oler los pies de nadie -me contestó MariMar.

- Puede ser -le contesté con una cínica sonrisa-, sólo espero que la gente no desfile demasiado al wáter durante la noche y que no salgan demasiados olores hacia afuera.

- Eres un asqueroso.

Antes de ducharnos salimos a descargar todos los trastos y a guardar las bicicletas. No iba a ser la primera vez que durmieran a la intemperie, porque ya lo habían hecho en los campings de Navarrete y Burgos, pero sí que iba a ser la primera que no estuvieran a nuestro lado. El albergue no tenía sitio para guardarlas y había que dejarlas en la parte de atrás, debajo de un saliente, bien atadas las unas a las otras por lo que pudiera suceder. Allí y así las dejamos, con gran dolor por parte de todos, tejiendo una maraña con todas las cadenas y los pulpos que llevábamos.

- ¿Esa rueda está sujeta?

- No, pero la ato ahora con el mío. ¿Por qué no pasas ése por aquí y sujetas las tres ruedas a la vez?

- Vale. ¿Falta alguna?

- Ésta pero no creo que puedan sacarla estando la otra bici por delante.

- Nunca se sabe. Es mejor no dar oportunidades.

- Bueno, como quieras. ¿Qué hacemos entonces con los sillines? ¿Los quitamos también?

Así nos tiramos un buen rato, hasta que todo quedó de la mejor manera posible. Cuando terminamos nos fuimos directamente a la ducha sin pasar por la casilla de salida. Sólo había un baño para hombres y otro para mujeres en cada piso y un par de duchas en cada baño. Por suerte, como casi siempre, ya era bastante tarde según los horarios peregrinos y la mayor parte de la gente acogida a la hospitalidad del albergue ya estaba duchada. No obstante, nuestra llegada había coincidido con la de un par de grupillos de ciclistas: uno formado por tres vascos y otro por dos que parecían catalanes. Eso hacía que fueran nueve los aspirantes a las dos cabinas de ducha. Cuando fui consciente de toda esa información y me di cuenta de lo que podía significar si se agotaba el agua caliente, subí corriendo a la habitación, preparé la ropa limpia de Gerardo, cogí su toalla y cosas de aseo y bajé a buscarlo a la planta baja donde estaba hablando con MariMar.

- Vamos rápido a ducharnos.

- ¿Por qué tenemos prisa, Javier?

- Porque es bastante tarde y tenemos que ir a cenar al pueblo y porque hay pocas duchas y mucha gente para ducharse.

- ¿Vamos a hacer carreras con otras personas para ducharnos?

- Algo así.

- Javier, ¿qué quiere decir "algo así"?

- Quiere decir que "más o menos" sí que vamos a hacer carreras. Vamos date prisa.

- Yo voy a ganar la carrera de la ducha, Javier -y rompió a reír. Bendita inocencia.

Al final lo de la ducha no fue tan angustioso. Sí que es cierto que tuvimos que hacer algo de cola pero tampoco demasiada. Lo que sí que voy a hacer es contaros algo gracioso que pasó allí. Uno de los chicos vascos tenía un puntillo gay y se nos quedó mirando de una forma muy curiosa a Gerardo y a mí cuando vio que nos metíamos juntos en la ducha. Fue de esas situaciones que se dan de una forma muy en la onda de las películas de enredo. A ver si me explico: está claro que si el chico nos hubiera visto llegar al cuarto de baño no hubiera tenido ninguna duda de cuál era la situación porque la forma en la que nos movemos, él con su paso vacilante y la mano izquierda en mi hombro y yo sujetándole a él por su mano derecha, no deja lugar a equívocos. Ahora bien, si lo que el paisano ve es un cuerpo acabando de entrar en la ducha y, acto seguido, a otro tío entrando detrás, la cosa cambia, ¿verdad? Pues eso fue exactamente lo que pasó. Ayudé a Gerardo a meter el primer pie en la ducha y a sujetarse con las manos en los laterales del compartimento; me di la vuelta y cogí el champú; justo en ese momento entró en el cuarto de baño el tercero en discordia y saludó; contesté a su saludo y me giré para entrar en la zona de espera de la ducha de Gerardo cuando él aún tenía una pierna fuera; esperé a que la metiera y le seguí; antes de cerrar la puerta volví a asomarme para coger su toalla y me encontré con el vasco mirándome con los ojos como platos; le hice un gesto con las cejas hacia arriba como preguntándole si necesitaba algo y va el tío y me guiña un ojo. ¡No te fastidia! Me dio la risa pero preferí aclararle las cosas enseguida no fuera a hacerse ilusiones y le diera por echarnos los tejos más tarde.

- Es sordo y ciego y tengo que estar pendiente para que no se resbale, ¿sabes?

- Claro... pobre... que faena -dijo medio tartamudeando y rojo como un tomate.

- Enseguida acabamos y te dejamos la ducha.

- Tranquilos, tranquilos que no tengo prisa -y volvió a sonreír, pero esta vez con otro tono. Cosas que pasan.

Al terminar de ducharnos volvimos a la habitación para colgar las toallas y la ropa usada y nos llevamos la sorpresa de encontrarnos con Carlos, el peregrino ciclista de Coimbra. Iba a dormir en una litera justo a nuestro lado y, por la expresión de su cara, su sorpresa fue bastante mayor que la nuestra.

- ¿¡¡Chegáchedes ata Vilafranca!!? -preguntó incrédulo-. ¿Facedes todo o caminho no triciclo ou saltades algún anaco?

- Hacemos todo en la bicicleta, claro. La única parte que he hecho solo, sin él -señalando al coleguilla- ha sido la bajada desde la Cruz porque nos pareció demasiado peligrosa.

- Sí, era moi perigosa.

Seguimos hablando de lo que nos había pasado durante la etapa y de los planes que teníamos para lo que quedaba de ruta. Él había parado bastante en Ponferrada y por eso había hecho los mismos kilómetros que nosotros pero sería raro que volviéramos a vernos porque su idea era hacer en dos días lo que le faltaba para Santiago y nuestra intención era llegar en tres.

Esa noche tocaba cenar de plato y la única opción era bajar al pueblo porque el albergue estaba situado a las afueras, aislado en un descampado y, por tanto, lejos de todo. Alberto nos había invitado a comer tarta de su fiesta de cumpleaños y quedamos en telefonearle cuando acabáramos de cenar así que teníamos que darnos prisa para hacerlo todo y estar de vuelta en la habitación antes de que cerraran las puertas del albergue. Por eso y porque la distancia era bastante grande y la pendiente muy fuerte, Gerardo fue en el coche con Rafa. A los demás no nos quedó más remedio que ir a pie por lo que ya os conté de los asientos. De todas formas no nos importó porque, después de haber pasado todo el día encima de la bici, se agradecía un pequeño paseíto.

Al salir del albergue nos encontramos con el efusivo saludo de un curioso peregrino recién llegado. Tenía cuatro patas y el pelo al cincuenta por ciento entre blanco y gris. El rebuzno con el que nos recibió no nos permitió identificar su nacionalidad ni tampoco pudimos hacernos una idea de la de su acompañante cuando le mandó callar en lo que sonaba como una especie de italiano con acento alemán. Lo único que nos quedó claro fue que, por el aspecto que presentaba, más parecía un trotamundos que un peregrino al uso. Se trataba de un hombre de edad indefinida, muy alto, más que delgado enjuto y con una larguísima y enmarañada barba blanca que hacía juego con la pelambre de su amigo cuadrúpedo. En un casting para interpretar a don Quijote hubiera sido seguro finalista. Habían acampado en un trozo de hierba que había a un nivel inferior de la puerta principal del albergue y a unos 50 metros de ella. Cuando pasamos por su lado camino de pueblo, era tal la nube de moscas que revoloteaba a su alrededor que agradecimos en silencio su idea de instalarse a esa distancia.

Llegamos a la plaza Mayor al mismo tiempo que los enchufados del coche y, en cuanto aparcaron, nos dedicamos a buscar un sitio con un menú bueno y barato. Una vez elegido el sitio nos sentamos en la terraza para disfrutar de la agradable tarde. Mientras esperábamos a que nos atendieran vimos a Carlos el portugués caminando entre las mesas como si estuviera buscando algo. Le invitamos a compartir la cena con nosotros pero nos dijo que el ya había cenado y que estaba buscando un sitio para sentarse a escribir unas postales mientras se tomaba un helado. No llevábamos sentados ni diez minutos cuando empezó a levantarse un aire tan molesto que nos obligó a escapar de allí y refugiarnos en el interior del bar.

La cena transcurrió con total normalidad hasta la hora de los postres. Había tres personas atendiendo el local: una chica muy simpática, que había sido la primera en acercarse a nosotros y que había tomado nota de nuestro pedido cuando aún estábamos sentados en la parte de fuera; un hombre de mediana edad que se encargaba de la barra y ocasionalmente salía también a atender alguna cosa de las mesas del interior; y un segundo hombre, algo más mayor, que estaba sólo para las mesas, tanto las de dentro como las de fuera. Éste último fue el que la lió. Ya no nos había gustado nada cuando vino a recoger los primeros platos vacios y a traer los segundos. Llegó a la mesa sin decir nada y con la cara tan inexpresiva como un zoquete de madera. Recogió las cosas sin decir una palabra, ni siquiera cuando le dimos en la mano los platos que tenía más lejos de su alcance. Trajo a continuación los segundos y los fue dejando en la mesa sin ninguna delicadeza, casi tirándolos más que depositándolos, y cuando tuvo una duda sobre de quien era lo que tenía en la mano se quedó con el plato en el aire sin decir nada hasta que le hicimos el gesto de a quien tenía que entregarlo. Pasamos de él porque estábamos a otra cosa y no íbamos a perder ni el tiempo ni la tranquilidad discutiendo con un amargado de la vida, que eso fue lo que pensamos que era cuando le oímos gruñir algo con su compañero y nos dimos cuenta de que no era mudo. Y llegó el postre. Cada uno pidió lo que le apeteció: que si uno quería un flan, el otro tarta de Santiago y cuando le tocó el turno a Gerardo pidió un helado. Al ratillo nos lo trajeron todo menos el helado de Gerardo. Fuimos comiendo mientras esperábamos a que se lo trajeran. Pero, como no acababa de llegar, cuando consideramos que había pasado tiempo más que suficiente, se lo recordamos al primero que vimos que no fue otro que el de la cara de palo.

- Perdona, ¿te acuerdas del helado? -le dije amablemente.

- ¿¡¡Qué quieres que te lleve si no me dices qué helado quieres!!? -contestó con un ladrido y con un gesto de desprecio tan grande en la cara que colmó el vaso de la paciencia que habíamos tenido con él y me hizo levantar de la mesa de un salto.

- ¿¡¡Cómo te atreves a hablarnos de esa forma!!? -le dije con la cara a menos de un palmo de la suya-. Si no sabes o no quieres comportarte como una persona búscate otro trabajo pero no te atrevas a tratar a la gente de esa manera. Y si no sabes de qué helado estoy hablando me lo preguntas con educación o se lo preguntas a tu compañera que ella sí que lo sabe.

- Es que... perdón pero... -balbuceó- es que yo no sé a qué helado se refiere -dijo finalmente con voz muy suave y con la expresión de la cara completamente cambiada, un poco atemorizada incluso.

- Ni "es que" ni nada. Eres un maleducado y un malencarado.

No hizo falta preguntarle nada a nadie. Tanto la chica como el otro camarero habían visto y oído lo sucedido y enseguida llamaron a su compañero y le dieron lo que tenía que traernos. Lo dejó suavemente en la mesa y se marcho se decir ni pío. Adolfo, que no sabía porque me había levantado de esa forma de la mesa me miró con sorpresa y, después de preguntar y de que le explicara lo qué había pasado, aprovechó para hacer de las suyas.

- Tranquilo, tranquilo, no lo mates -dijo riéndose.

- ¡No me toques las bolas que te arreo también a ti! -le contesté sonriendo de mala gana-. No soporto la gente maleducada ni a los que tratan mal a los demás sin ningún motivo.

A la hora de pagar nos atendió la chica y le dijimos que habíamos cenado muy bien y que estábamos encantados con el trato que ella nos había dispensado pero que lo de su compañero era intolerable. Nos respondió con una sonrisa resignada que daba a entender muchas cosas y que nos supo igual de bien que una disculpa.

Aunque se había hecho tardísimo, llamamos a Alberto y quedamos con ellos en un parque que hay enfrente de la colegiata. Por suerte ellos ya estaban allí y tenían todo listo para que no se nos hiciera tarde y encontráramos la puerta cerrada. Le cantamos el "cumpleaños feliz" y el homenajeado apagó las treinta y dos velas de un soplido. Como ellos aún no habían cenado, los únicos que comimos tarta fuimos nosotros (bueno, nosotros y algún que otro impaciente que dejó sus huellas dactilares encima de la cobertura de nata). La verdad es que fue un bonito detalle por su parte al que correspondimos, por iniciativa de Mar, como no, con un pequeño regalito como recuerdo de nosotros cinco.

Si el reloj de la cámara de fotos no miente, eran las diez menos diez cuando Alberto sopló las velas y a las diez y media nos cerraban las puertas así que nos despedimos de ellos hasta el día siguiente y volvimos a toda prisa al albergue. Llegamos con el tiempo justo para entrar pero nos encontramos con las luces ya apagadas. Tuvimos que ponernos los pijamas y acostar a Gerardo a oscuras lo cual no es ninguna novedad para él pero fue una faena para los demás. En fin, nada que no se solucione con un buen par de coscorrones y otro par de impacientes "ssshhhh" de peregrinos desvelados.

Y con esto y un bizcocho... hasta mañana a las seis de la mañana que, aunque no rima, es la hora a la que nos levantaremos para enfrentar el mítico y temible Cebreiro.

[subir]

Villafranca del Bierzo - Sarria

Viernes 28 de Agosto
85 km en 6,30 horas

Esa noche sí que hubo visita al señor Roca. No recuerdo la hora porque estaba tan dormido que me levanté como un zombi con la intención de regresar a la litera lo antes posible. Salimos de la habitación tropezando con todo porque al estar en un cuarto lleno, había un montón de trastos por los suelos y fue inevitable pasar por ellos como un elefante por una cacharrería. Hubo un par de gruñidos pero sin demasiada importancia. Al salir de la habitación escuchamos los ronquidos que venían del rincón del pasillo en el que dormían Mar y Rafa y crucé los dedos para que no sonasen igual de estridentes en los sueños de nuestros compañeros de fatigas. Por suerte, Gerardo liquidó rápidamente la faena y pudimos volver al saco bastante pronto y aprovechar lo que fuera que nos quedase de noche.

Cuando sonó el despertador, tuve la sensación de que acababa de cerrar los ojos después de haber vuelto a escalar a la litera de arriba. Digo escalar porque la escalera estaba colocada de una forma un tanto enrevesada y costaba un montón colocarse sobre el colchón sin despellejarse las espinillas. La habitación continuaba en absoluto silencio ya que, hasta ese momento, nadie se había levantado todavía. Me dio una pereza enorme ser el primero en hacerlo, más aún ante la perspectiva de tener que movernos en completo silencio y oscuridad para no despertar a los demás. He de confesar que, ante semejante panorama, decidí quedarme tumbado un ratillo sin mover un solo músculo con la esperanza de que sonara algún otro despertador y el personal comenzara a moverse. Diez minutos más tarde la cosa seguía igual así que, me di ánimos a mí mismo y salté de la cama para dar comienzo al que sería el antepenúltimo día de la ruta.

Desayunamos en uno de los dos amplísimos salones que hay en la planta baja del albergue y regresamos arriba con la esperanza de que la gente hubiera empezado a moverse. ¡Que si quieres arroz Catalina! Como era la habitación de los que el día anterior habíamos llegado más tarde a Villafranca, y los que siempre llegan tarde son los bicigrinos, resulta que en nuestro cuarto todos éramos ciclistas. ¿Qué significa eso? Pues que estábamos rodeados de los que siempre son los últimos en levantarse y los últimos en salir. Conclusión, que el personal todavía seguía durmiendo como si fueran marmotas. Afortunadamente, los compañeros de pasillo de Mar y Rafa eran peregrinos caminantes y ya estaban en funcionamiento hacía un ratillo así que, sacamos todos nuestros trastos de la habitación de Morfeo y ocupamos parte de sus dominios dispuestos a doblar cosas y recomponer alforjas. Estábamos en pleno proceso cuando, encima de la cama de Rafa, vi un calzoncillo tipo bóxer de color azul marino, limpio y prácticamente nuevo.

- Toma Rafa, que te dejas esto -le dije.

- No es mío.

- Pues estaba en tu cama.

- Sí, sí, ya lo he visto antes. Incluso le he preguntado a los dos abueletes que dormían en las camas de abajo y me han dicho que tampoco eran suyos.

- "El inquietante misterio del calzoncillo extraviado" -dije poniendo voz de narrador de película de intriga-. Lo dejaré ahí por si vuelve su dueño a buscarlo.

Cuando todo estuvo recogido bajamos los trastos al comedor y fuimos a recoger las bicis. Nos costó un ratillo soltar todo el entramado de cadenas y pulpos que habíamos dispuesto a su alrededor para ponerle las cosas difíciles a algún supuesto caco roba bicis pero finalmente las liberamos y las llevamos a la parte delantera del albergue. Cargamos las cosas en el triciclo, pusimos las alforjas en la Giant de Rafa, enganchamos el carrito en la Lapierre de Adolfo y metimos todo lo demás en el coche. Estábamos listos para iniciar el pedaleo. Pero...

- Rafa, ¿sabes si al final ha aparecido el dueño del calzoncillo?

- Hace un momento, cuando salí de cepillarme los dientes, seguía en el mismo sitio en el que lo dejaste.

- Voy a ver, y como siga allí me lo llevo para Gerardo que sólo trajo tres y el otro día se le perdió uno.

Dicho y hecho. Volví a entrar, subí al primer piso, me acerqué al rincón de las cuatro literas y... allí estaba, tal como lo había encontrado Rafa hacía más de una hora. En muchos albergues, por no decir en casi todos, suele haber en un rincón una cesta o una estantería en la que hay un montón de cosas que los peregrinos han ido dejando por diversos motivos que van desde el más simple y elemental olvido hasta el desprenderse voluntariamente de cosas que te has dado cuenta que te sobran. Todas esas cosas están ahí para ser cogidas y utilizadas por cualquiera que las necesite. Estuve a punto de cogerlo y llevármelo sin más haciendo uso de esa costumbre peregrina pero, al encontrarse en el lugar en el que estaba, quise darle una nueva oportunidad a su dueño y volver a intentar localizarlo. A esas alturas de la mañana, eran las siete y media pasadas, quedaba ya poca gente durmiendo y había bastante trasiego por el pasillo. Estuve cerca de un minuto allí parado con el bóxer azul marino en la mano preguntándole a todo el que pasaba por allí si era suyo o si sabían de alguien que lo hubiera perdido. Nada de nada, excepto varias sonrisas incrédulas. Al parecer se trataba del primer calzoncillo huérfano de la historia de la humanidad así que tomé una decisión. Yo sería la primera persona en adoptar un calzoncillo. Lo miré y le dije, "tranquilo amigo, ya nunca volverás a estar solo; a partir de este momento siempre tendrás un ojo vigilante a tu lado." Y me lo llevé.

Volvimos a salir caminando hacia la carretera para evitarnos el traqueteo del suelo empedrado y, con tal motivo, Gerardo disfrutó de otro mini-paseo en coche. Por primera vez desde que salimos de Roncesvalles nos pusimos en marcha sin la presencia de las cámaras de Víctor. Era algo que ya nos habían anunciado la noche anterior porque, según nos dijeron, iban a acostarse muy tarde ya que, después de su invitación a tarta y de que nosotros nos retiráramos a dormir, ellos aún iban a hacerse la cena y a celebrar el cumpleaños. Además, curiosa coincidencia, ese fue el día en que más temprano empezamos la jornada. Eran las ocho menos cuarto y ya estábamos con los culos en los sillines. No nos habíamos puesto del todo de acuerdo con la temperatura y cada uno salió como quiso. Mientras que Adolfo y yo pensamos que no hacía demasiado frío y, por tanto, nos pusimos el culotte corto y la chaquetilla de verano, Rafa y Gerardo opinaron lo contrario y empezaron el día con culotte largo y chubasquero.

La noche anterior, en el tiempo dedicado a preparar la próxima etapa, la discusión se había centrado en el itinerario que debíamos seguir para subir al Cebreiro. Normalmente son tres las opciones: camino, carreteras locales y antigua N-VI, pero yendo con el triciclo era absurdo pensar siquiera en plantearse la primera de ellas de modo que sólo nos quedaban dos entre las que elegir. Las diferencias entre ellas eran notables. Mientras que las carreterillas nos llevaban arriba con menos kilómetros que la antigua nacional, sus desniveles eran muchísimo más duros que los de la segunda de las posibilidades. En Junio no tuvimos más remedio que elegir la primera ya que la autovía A-6 estaba en obras y se desviaba todo el tráfico por la antigua nacional lo que la convertía en un peligroso hormiguero de coches y camiones. Huyendo de esa perspectiva subimos por los pueblecillos de La Faba y Laguna de Castilla y lo cierto es que sufrimos como perros. Desconocíamos cual sería la situación cuando llegáramos con el triciclo a ese punto pero, desde luego, lo mejor sería poder utilizar el antiguo trazado de la N-VI ya que lo otro era como empalmar tres o cuatro veces seguidas la parte más dura del puerto de Foncebadón.

Esa mañana, mientras salíamos de Villafranca y comenzábamos a rodar junto a las cantarinas aguas del río Valcarce, todos nos preguntábamos qué sería lo que nos íbamos a encontrar y por donde tendríamos finalmente que subir. Las dudas quedaron pronto disipadas. Antes de llegar a La Portela pudimos ver como los carteles luminosos de la autovía anunciaban que había un corte por obras en la misma y que todos los usuarios debían utilizar la salida hacia ese pueblo.

- Me temo que la autovía está cortada -dije.

- ¿Por qué lo dices? -preguntó Rafa.

- Mira allí arriba. ¿Ves el anuncio en el luminoso de la A-6?

- ¡Ah, sí! Que faena.

- ¿Qué pasa? -preguntó Adolfo.

- Que está cortado igual que en Junio -dije señalándole los carteles.

- ¡Qué putada! Hay que subir igual que entonces. Es muy duro. Tendremos que empujar el triciclo.

- Pues lo empujamos, ¿no? -dijo Rafa-. ¿Qué pasa? ¿Tenemos miedo?

- No -dijo Adolfo.

- Sí -dije yo riendo.- Rafa, tú no sabes la putada que es subir por donde vamos a subir. Hay unos desniveles de cojones.

- Pero no vamos a quedarnos aquí, ¿no? Así que... venga, seguimos y cuando toque subir, subimos, ¿no?

- Por mi vale -dijo Adolfo. Le miré poniéndole una cara rara por su "original" respuesta y todos nos reímos.

Poco más adelante nos encontramos con el esperado río de coches y camiones. Pasaban a nuestro lado a toda velocidad y sin la menor consideración. Los violentos rebufos nos zarandeaban de un lado para otro y nos ponían el corazón en un puño. MariMar, que venía a la expectativa con el coche de Rafa, al darse cuenta de lo que pasaba, se puso detrás de nosotros y nos sirvió de escudo hasta que llegamos al cruce de Vega del Valcarce. Fue un inmenso alivio poder salir de aquél maremágnum.

- ¿Habéis visto? Los camiones vuelven a entrar en la autovía -dijo Adolfo.

- Es verdad. Parece que a partir de aquí vuelve a estar abierta -contestó Rafa.

-¡Ostia, sí! ¡Qué guay! -dije yo.

- Javier, ¿por qué paramos? -preguntó Gerardo. Se lo expliqué y aproveché para decirle que faltaba muy poco para empezar la cuesta tan difícil de la que le había hablado por mañana después de desayunar.

- ¿Hay que hacer mucha fuerza para arriba?

- Sí, muchísima.

- ¿Más que ayer en el monte de la Cruz?

- Sí, mucha más.

- ¡¡Bop!! -contestó dándose una vez más con el puño en el muslo.

Nos metimos hacia Vega y volvimos a parar, esta vez para quitarnos algo de ropa. A Gerardo había empezado a sobrarle el chubasquero y, en previsión de las primeras cuestas serias, decidimos parar y aligerarle algo la situación. Estábamos en eso cuando de pronto escuchamos un amistoso saludo.

- ¡¡Hola!!

- ¡¡Hombre!! ¿Qué hacéis por aquí? -les respondió Rafa. Eran dos de los integrantes del grupo mixto vasco-catalán, Josian y Jon-. Suponíamos que ya estaríais casi en Santiago.

- ¡Qué va, qué va! Si somos más lentos que el caballo del malo.

- ¿Y vuestros compañeros?

- Mireia terminó en León. Y Gorka y Néstor han tenido problemas en las piernas y han preferido saltarse la subida al Cebreiro con tal de poder terminar con nosotros en Santiago. Nos esperan después de la subida.

- Muy buena idea. Así que vosotros sois los fuertes del grupo, ¿no?

- Eso parece -contestaron entre risas.

- Pues nada. Buena suerte y dadle un saludo a vuestros compañeros. A ver si volvemos a vernos.

- A ver, que a este paso aún llegaréis antes que nosotros a Santiago -dijo Josian cuando se despedían.

No volvimos a verles ni a saber nada de ellos hasta varios meses después en que, gracias a la magia de internet, Gorka nos localizó y nos envió un correo electrónico. Desde entonces hemos seguido en contacto con algún e-mail que otro de vez en cuando. El último ha sido hoy mismo. Se lo envié yo a Gorka para pedirle que me aclarara las dudas que tenía sobre quienes de ellos habían sido los lesionados. Me respondió rápido y, como siempre, súper-amable. Me dijo que, al final, él fue el único que no pudo llegar a Santiago porque se le complicó la lesión de la pierna con un desplazamiento de rótula y no tuvo más remedio que pararse, pero que este año piensa intentarlo de nuevo.

Al reanudar la marcha ya teníamos claro por dónde íbamos a subir finalmente al Cebreiro. La reapertura de la autovía nos había solucionado el dilema: lo haríamos por la antigua N-VI. Continuamos la marcha buscando las indicaciones hacia ella y enseguida empezamos a subir. Cuando ya llevábamos un buen rato pedaleando hacia arriba llegamos a un cruce que nos planteó una seria duda. Por un lado, si seguíamos la carretera que traíamos, aparentemente la antigua N-VI, la señal indicaba que nos dirigiríamos a La Braña y ni pajolera idea de por donde quedaba la tal Braña; por otra parte, si abandonábamos la carretera y nos desviábamos hacia la izquierda, la señal marcaba que seguiríamos el Camino de Santiago e iríamos a parar a Pedrafita do Cebreiro, el destino que buscábamos. Estoy seguro de que, si habéis leído bien lo que acabo de decir, ahora mismo os estaréis preguntando qué puñetas de duda teníamos. Pues veréis, la duda estaba en que:

Por suerte, ahí estaban Rafa y su móvil Nokia con GPS para sacarnos una vez más del atolladero. Seleccionó la aplicación y, tras unos largos minutos de espera para conectar con el satélite, llegó la respuesta.

- Es por ahí -dijo Rafa señalando el desvío a la izquierda.

- ¿Estás seguro? -le pregunté incrédulo.

- Segurísimo, mira -y me enseñó la pantalla de su móvil con el mapa de la zona.

- Pues nada, hay que volver a bajar y lo que hemos subido hasta ahora no ha valido para nada. ¡Menuda cagada!

- ¿Qué pasa? -preguntó Adolfo al verme despotricar.

- ¡Que la hemos cagado! Teníamos que haber seguido por abajo porque ahora hay que volver para allí otra vez -señalando el desvío- y todo lo que hemos subido ha sido en balde.

- ¿Seguro?

- Parece ser que sí. Mira el móvil de Rafa.

- No me extraña, eres un burro -dijo para pincharme.

- ¡Que te den, capullo! -y nos echamos a reír.

Había tan buen rollo entre los cinco que siempre acabábamos riéndonos de todo. La verdad es que fue una gran suerte y un acierto la elección del equipo porque no hay nada más triste y desagradable, y que complique más una ruta, que las desavenencias entre los miembros del grupo.

Cogimos el ramal de la izquierda y nos dejamos caer pendiente abajo para regresar a la carretera que habíamos dejado en Vega de Valcarce. Una vez en ella continuamos dirección Cebreiro pasando por Las Herrerías, lugar en el que se encuentran las señales que indican la separación de Caminos para caminantes y ciclistas. Es ahí donde vuelven a comenzar las pendientes que acabarán por llevarnos al punto más alto del Camino en Galicia. Esas cuestas de momento no eran gran cosa y se iban llevando con calma pero llevábamos más de tres horas pedaleando y el desayuno hacía ya un buen rato que lo teníamos en los pies por lo que se hacía necesario localizar lo antes posible un sitio para la pausa de media mañana. Lo encontramos en medio de una pronunciada curva a la izquierda, debajo de uno de los enormes viaductos de la Autovía. Se trataba de una pequeña zona de tierra entre la calzada y el vierteaguas de la carretera. Allí montamos el campamento y volvimos a ponernos las botas de empanada y fruta. La parada no fue muy larga porque no queríamos enfriarnos demasiado ya que después sería un problema para continuar con la subida. Treinta minutos más tarde volvimos a las bicis y nos dijimos que la siguiente parada sería ya en el alto del Cebreiro. Pero para eso aún faltaba una larga hora y media de sufrimiento.

Seguíamos adelante con mucho esfuerzo, sin dejar de movernos ni un segundo y eso se reflejaba en los números del cuenta-kilómetros de Rafa que, aunque muy poco a poco, continuaban avanzando. Pero no eran ellos los que nos hacían sentir que la cumbre se iba acercando. Lo que realmente nos daba la medida de la proximidad de la meta era el hecho de que las gigantescas columnas de los viaductos eran cada vez más pequeñas.

Ya lo dije en otro momento y ahora vuelvo a insistir en ello: si el reloj de la cámara de Adolfo tenía la hora bien puesta, eran exactamente las once cuarenta y uno cuando cruzábamos la imaginaria línea de frontera entre las comunidades autónomas de Castilla-León y Galicia. Eso quería decir que ya faltaba muy poco para Piedrafita y, una vez allí, sólo nos restarían tres kilómetros y pico para alcanzar el cartel indicador del Puerto del Cebreiro y los 1.300 metros de altitud sobre el nivel de mar. Pero no era esa la única lectura. También significaba que entrábamos en la cuarta y última autonomía y en la sexta y penúltima provincia de la ruta, Galicia y Lugo.

Llegamos a Piedrafita y seguimos adelante. Alguien nos había avisado de que, siguiendo ese itinerario, el tramo entre Piedrafita y El Cebreiro era, con diferencia, el peor de la ascensión, y vaya si tenía razón. Hasta tal punto nos retorcimos encima de las bicis, que la experiencia del día anterior en Foncebadón nos pareció "peccata minuta". Rafa agarró una pájara de cuidado y tuvo que parar a tomarse una barrita y un bidón de Isostar. Hasta Gerardo acusó el esfuerzo y, en medio de una de las peores zonas, levantando la voz, me dijo: "¡¡Javier, échame gasolina en las piernas!!" Si no fuera por lo jodido que también iba yo, me hubiera muerto de risa. En vez de eso, lo único que pude hacer fue guardar la frase en un rincón de la memoria para sacarla a colación más tarde. Entonces sí que nos reímos a gusto de su ocurrencia.

Al escribir en el párrafo anterior lo de la pájara de Rafa me he dado cuenta de un detalle que había olvidado comentar. La cuestión es que Rafa, en sus entrenamientos en Valencia, se había acostumbrado a llevar siempre en la bici bidones de agua con Isostar para ir reponiendo sales minerales durante sus salidas. Nosotros, sin embargo, nos limitábamos a beber sólo agua. Pues bien, durante toda la ruta, Rafa siempre tuvo un bidón preparado para nosotros y nos fue suministrando la rica bebida de electrolitos con sabor a limón en los momentos críticos. Hasta ese momento yo nunca la había usado y no la había echado en falta y reconozco que desconozco el efecto real que puede tener sobre el rendimiento en carrera. Ahora bien, lo que sí que tengo muy claro es que estaba delicioso y que se agradecía un montón verle llegar con él en la mano y escucharle decir: "¿Queréis un poco de Isostar?" Muchas gracias compañero.

Como bien dice el refrán, "no hay mal que cien años dure" y, por extensión, y de cosecha propia, "no hay cuesta que no acabe uno de subir, aunque sea empujando". A nosotros no nos hizo falta empujar aunque la verdad es que, en algunos momentos, faltó bien poco. Llegamos arriba empapados de sudor y lo primero que hicimos fue abrigarnos porque había un molesto y frío vientecillo que nos congelaba hasta las ideas. Nos cambiamos las camisetas mojadas por otras secas y nos pusimos el maillot de manga larga. Repusimos líquidos, hicimos un par de fotos de recuerdo delante del cartel del "Alto do Cebreiro" y nos dispusimos a seguir adelante lo cual, desgraciadamente, no quería decir ni más ni menos que seguir subiendo. "¿Más aún?" Sí, más aún, porque después del Alto del Cebreiro viene el de San Roque y a continuación el del Poio, de 1270 y 1335 metros respectivamente, pero, como ya lo sabíamos, no nos importó demasiado. Bueno, miento, sí que nos importó, pero no nos sorprendió que en estos casos es lo que de verdad te mata, el encontrarte con un esfuerzo extra con el que no contabas.

Entre Cebreiro y San Roque tuvimos otro de esos encuentros tan especiales y tan bonitos que se dan en esta milenaria ruta. Íbamos bajando el pequeño tramo de enlace entre los dos puertos cuando dimos alcance a dos ciclistas, un hombre y una mujer. Llevaban las bicicletas cargadísimas, con alforjas en las dos ruedas, lo cual suele ser indicativo de que el recorrido que están haciendo sus propietarios es bastante más largo de lo habitual. Hasta ahí todo normal. La sorpresa venía cuando reparabas en lo que tenían colgado del manillar. Desde atrás parecía la típica bolsa porta-mapas sólo que un poco más grande, pero, cuando llegabas a su altura, te dabas cuenta de que en realidad se trataba de una jaula con un perrito en su interior. Nos saludamos y, justo después de las típicas frases de cortesía, las dos partes expresamos nuestra extrañeza por lo que le habíamos visto a los otros. Nosotros les interrogamos por la increíble carga de su manillar y ellos por nuestra rara bicicleta. Sin dejar de pedalear cada uno hizo un breve resumen de su historia y, como la cosa era muy interesante, decidimos charlar con un poco más de calma al llegar al alto. Como nuestra película ya la sabéis, me centraré sólo en la suya y así no os aburro con detalles repetidos.

Se llamaban Keith y Pamela y eran un matrimonio originario de Inglaterra. Llevaban seis años recorriendo Europa y Asia en bicicleta o, tal como dijo Pamela, "cinco años durmiendo en el suelo". A lo largo de su viaje habían visitado ya cuarenta y un países y habían pasado casi dos años trabajando como voluntarios en un orfanato de Rumanía. De vez en cuando regresaban a su país y retomaban sus vidas hasta que volvían a reunir dinero suficiente para continuar con su odisea. Sus planes inmediatos eran llegar a Santiago y continuar recorriendo la Península Ibérica hasta llegar al sur de Portugal. Después pasarían parte del invierno en su casa y cuando volvieran a coger las bicicletas sería para embarcarlas rumbo a Sudamérica. Se les veía muy felices y bien avenidos. La mayor parte del tiempo fue Pamela la que habló. A Keith se le notaba más reservado. Quedaron impresionados al conocer a Gerardo y saber de sus problemas. Antes de despedirse le desearon toda suerte de felicidad, lo mismo que nosotros a ellos.

Aprovechamos la parada en el Alto de San Roque para que Gerardo "viera" el gigantesco peregrino que corona y adorna la cima del puerto. Fue una pena no plasmar en una foto la cara de sorpresa que puso cuando le tocó uno de sus enormes pies.

- Javier, ¿qué es esto?

- El pie de un peregrino.

- ¡¡Un pie muy grande!! -con cara de circunstancias.

- Sí, es el pie del señor de la estatua. Ten cuidado y no lo toques mucho porque después te olerán las manos a queso.

- No digas tonterías -respondió empezando a reír.

Nos faltaba todavía el último repecho de la jornada y lo salvamos sin demasiados problemas. Gerardo se estaba comportando como el verdadero Jabato que es y se vaciaba generosamente en cada cuesta. Ya había asimilado casi por completo la idea de ir siempre a la misma velocidad y dejar de dar acelerones injustificados que lo único que hacían era agotarle las reservas de energía y obligarle a parar en los momentos más inoportunos. Cada vez necesitaba menos indicaciones para adaptarse a mis movimientos. Era realmente asombrosa la enorme percepción que tenía para darse cuenta de lo que debía hacer en cada momento para sincronizarse conmigo. Bastaba una casi imperceptible modificación de mi conducta sobre el triciclo para que él hiciera exactamente lo mismo. Es una auténtica fiera, un portento de la naturaleza. Día a día me sentía más y más orgulloso de él y me daba cuenta de lo injusta que había sido la vida con mi amigo. ¿Hasta dónde hubiera sido capaz de llegar de no tener que arrastrar esas enormes limitaciones?

Llegamos al alto del Poio y nos encontramos con un dilema. ¿Qué hacíamos con Gerardo en la larguísima y muy pronunciada cuesta abajo que teníamos que recorrer para llegar a Triacastela? Esta vez la duda no provenía del firme de la calzada, que era estupendo, sino de lo fuerte de las pendientes y los pocos frenos que nos quedaban en el tren delantero. Hacía ya bastante que escuchábamos el típico sonido del hierro de la zapata frenando contra el hierro del tambor y nos daba miedo quedarnos completamente sin frenos antes de llegar a Santiago o, lo que sería aún peor, en algún punto complicado. Después de darle muchas vueltas al asunto resolvimos que debía primar la seguridad sobre la tozudez y eso llevó al coleguilla a ocupar nuevamente el asiento de copiloto en el coche conducido por MariMar. Consecuencias: él feliz de ir a solas con mi hermanita y yo aliviado por poder enfrentar semejantes desniveles libre de peso y de responsabilidad. Visto lo visto en los dos días siguientes, llegamos a la conclusión de que fue una elección acertada.

Entramos en Triacastela sobre las dos y media. MariMar había elegido para comer un pequeño parque infantil que hay al lado mismo de la carretera. Fue una sabia elección porque de esa forma pudo ir preparando las cosas al tiempo que vigilaba nuestra llegada por si nos pasaba desapercibido el coche que había dejado estacionado justo enfrente. ¡¡Qué lista ella, ¿verdad?!! Nos quitamos la ropa de abrigo y nos sentamos al sol para comer. Aunque habíamos hecho el descenso abrigados con el maillot largo cortavientos, había sido más que nada por el fresco que se sentía con la velocidad porque la verdad es que hacía un día estupendo. Qué inmenso placer disfrutar del calorcito de los rayos del sol mientras dábamos buena cuenta de los bocatas

Durante la comida gozamos de la compañía de un grupo de cinco chavalillos del pueblo que se lo pasaban en grande persiguiéndose, jugando en los columpios y escuchando las canciones que tenían grabadas en sus móviles. Uno de ellos, el que parecía el más mayor, había llegado al parque montado en una bicicleta con doble suspensión y la había dejado tirada sobre la hierba. Fui hasta ella para echarle un vistazo y él, un pelín descarado, pero con un descaro limpio, se me acercó y me preguntó si me gustaba.

- Sí, está chula, pero me gusta más el pasajero.

- ¿¡Qué!? -preguntó poniendo cara de "¿estará este tío ligando conmigo?"

- Sí, la bici está bien pero el pasajero está mucho mejor -insistí mirándole a los ojos para ver cómo respondía. Y luego, dirigiéndome a los demás- ¿Verdad que sí? ¿A que el pasajero es más interesante que la bici de vuestro amigo?

- No le entiendo -dijo por fin el dueño

- A ver quién es capaz de encontrar al ciclista que está montando en estos momentos en la bicicleta.

Ahora eran todos los que pensaban que yo estaba como una cabra. Bueno, todos no. Uno de ellos se acercó más y se puso a mirar la bicicleta con calma. Al cabo de un rato exclamó: "¡Ya lo veo!" Y se echó a reír.

- ¿Dónde? -preguntaron los demás.

- Está ahí -señaló sin acercar demasiado el dedo al sitio en cuestión para hacerse un poco el interesante. Le miré y le hice un gesto para asegurarme de que de verdad lo hubiera encontrado. Asintió y señaló con la cabeza al lugar exacto.

- Vuestro amigo ya lo ha visto. ¿Os rendís?

- ¡¡Sí!! ¡Yo también lo veo! -exclamó el propietario de la bici al cabo de un momento-. Es este gusanito, ¿verdad?

- Claro hombre. Pensaste que me había vuelto loco cuando te dije que me gustaba más el pasajero que la bicicleta, ¿a que sí?

- ¿Dónde está? -preguntaron los demás.

- Está aquí, fijaos, en la barra central -les dije.

- ¿Cómo ha llegado hasta ahí? -preguntó uno.

- ¿Cómo lo ha visto? -quiso saber otro

- Me acerqué a ver la bicicleta y vi que algo se movía cerca del amortiguador central. Me fijé mejor y me di cuenta de que era un gusanito que estaba pasando desde el tallo de esa planta a la tija del sillín. ¿A que está chulo?

- Sí -dijeron varios a la vez mientras el dueño acercaba la mano al bichito verde con intención de cogerlo.

- No le hagas daño, ¿vale? Si quieres te lo quito yo de ahí pero no lo mates.

- No iba a matarlo -contestó ofendido-, sólo quería ver si se me subía a la mano.

- Vuestra bicicleta es muy rara -dijo de pronto el único de ellos que no había hablado en todo el rato.

- ¿Os gusta?

- Es bonita pero muy rara.

- ¿Queréis saber por qué tiene esa forma tan extraña? Es una bicicleta especial para personas discapacitadas -continué sin esperar a que respondieran-. La bici es para él...

- ¿Qué le pasa?

- Es sordo y ciego... -y seguí con la explicación que ya conocéis.- ¿Queréis conocerle y de paso aprendéis cómo se comunican las personas que no ven ni oyen?

- Bueno -respondió uno de ellos con timidez. Los demás se habían quedado callados.

Nos acercamos y le dije a Gerardo quienes eran ellos. Él, por su parte, hizo su típica presentación y los chicos quedaron mudos de asombro. Seguramente no se les había ocurrido pensar que pudiera haber personas que no pudieran ni ver ni oír, todo junto. Y lo que ya fue el colmo para ellos fue eso de hablar con las manos. Los dejó petrificados. Les invité a que se presentaran ellos mismos escribiendo sus nombres en la mano de Gerardo.

- A - AN - AND - ANDR - ANDRE - ANDRÉS, ¡Andrés! { Saluda con la mano -dijo el coleguilla alargando la mano hacia el chavalillo que se la estrechó con reverencia.}

- ¿Quién más quieres saludarle?

- Yo.

- C - CR - CRI - CRIS - CRIST - CRISTI - CRISTIA - CRISTIAN, ¡Cristian! Saluda con la mano.

Y así, uno tras otro, se fueron presentando los cinco. Tenían una curiosidad infinita por saber cosas de Gerardo. Quisieron saber cómo era posible que no le diera miedo ir en la bicicleta sin ver nada y les hablé de la confianza ciega, y nunca mejor utilizada esta expresión, que una persona que no ve tiene en su guía. Si había que estudiar mucho para ser guía de una persona ciega y les contesté que lo único que hacía falta era querer compartir una parte del tiempo libre que todos tenemos. Si había muchas cosas que no pudiera hacer por ser sordo y ciego y les hablé de la suerte que tenemos las personas a las que no nos falta ninguno de esos sentidos y lo mucho que nos quejamos, casi siempre de vicio. Preguntaron cómo nos habíamos conocido. Si era muy difícil hablar con las manos y les remití a lo que acababan de ver insistiendo en que lo realmente difícil es lo que hace Gerardo al ser capaz de interpretar a esa velocidad las letras que le ponemos en la palma de su mano. Si había muchas personas como él en el mundo. De dónde veníamos y si íbamos hasta Santiago... Fue una bonita charla y cuando se despidieron de nosotros para irse a comer se notaba que les había hecho mella.

Sobre las cuatro menos cuarto reanudamos la marcha. El sol caía a plomo y la sensación de calor se veía acentuada por el hecho de que no corría ni una pizca de aire. Nos habíamos quitado todas las mangas y pedaleábamos sólo con maillot y culotte cortos. Al principio fue una gozada pero, era tanta la fuerza del sol, que, a pesar de la crema solar, al cabo de un rato sentí que me quemaba los brazos y tuve que ponerme unos manguitos para protegérmelos.

Llevábamos la mente puesta en los poco más de diez kilómetros que nos separaban de Samos, lugar en el habíamos decidido parar, no tanto por el Monasterio como por enseñarle a Gerardo las estatuas de peregrinos que hay en una pequeña zona de descanso a la salida del pueblo. Se emocionó una barbaridad al ir reconociendo una a una las distintas figuras que aparecían representadas en el grupo de piedra.

- Javier, ¿es un niño peregrino? -preguntó tocando una figura que, colocada sobre un pedestal, tenía más o menos su misma altura.

- Sí.

- Lleva un sombrero, ¿verdad Javier?

- Sí.

- Es un niño peregrino con sombrero. Es pequeño. Tiene una concha peregrina en el sombrero -siguió diciendo entusiasmado.

- A ver si adivinas qué es esto -le dije guiándole la mano hacia la siguiente figura.

Comenzó a tocarla con cuidado, como si tuviera miedo de verla demasiado deprisa y no poder reconocerla. La mano, el brazo, el hombro, la cabeza, el pecho,...

- ¡¡Un cura!! ¡¡Javier, es un cura!! ¿Es un cura Javier?

- Sí. Eres muy listo.

- ¡¡JA, JA, JA...!! -estalló en carcajadas-. ¡¡Es un cura!!

Estaba radiante de felicidad por haber podido reconocerlo. Siguió tocándolo pero ahora con tranquilidad, sin la concentración de antes. Lo había reconocido por la esclavina, el cíngulo y la sotana. Al llegar a la mano izquierda se encontró con la cruz que la estatua llevaba a modo de bordón y estandarte y se recreó en ella. La agarró con tanta fuerza y la zarandeó con tanta energía que pensé que iba a romperla antes de que me diera tiempo de advertirle.

- No seas bruto que la vas a romper.

- ¿Se ha roto, Javier?

- No pero casi. No puedes ser tan bruto. Toca las cosas con cuidado porque tienes mucha fuerza y se pueden romper.

- No quería romperla.

- Ya lo sé.

- ¿Se ha roto?

- No, tranquilo. No se ha roto. Pero ten cuidado, ¿vale?

- Vale. ¿Te has enfadado?

- No.

Su eterna preocupación por saber si algo de lo que ha hecho te ha molestado tanto como para llegar a enfadarte con él y de ahí su pregunta. Muchas veces parece un niño y, si te paras a pensarlo con calma, eso es lo que realmente es. Un niño de treinta y un años. Ha sido capaz de lograr un montón de cosas pero, de algún modo, y a mi modesto entender, se quedó anclado en esa edad indefinida en la que las personas estamos a punto de dar el salto hacia esa primera madurez que nos empuja a luchar por nuestra primera independencia. Hay muchos conceptos que no conoce y que dificultan en gran medida su progreso. Me refiero especialmente a la mayor parte de las cuestiones abstractas de la vida. Cuando en nuestras conversaciones surgen cosas de esas siempre tratamos de explicárselas pero, las más de las veces, resulta muy complic Su eterna preocupación por saber si algo de lo que ha hecho te ha molestado tanto como para llegar a enfadarte con él y de ahí su pregunta. Muchas veces parece un niño y, si te paras a pensarlo con calma, eso es lo que realmente es. Un niño de treinta y un años. Ha sido capaz de lograr un montón de cosas pero, de algún modo, y a mi modesto entender, se quedó anclado en esa edad indefinida en la que las personas estamos a punto de dar el salto hacia esa primera madurez que nos empuja a luchar por nuestra primera independencia. Hay muchos conceptos que no conoce y que dificultan en gran medida su progreso. Me refiero especialmente a la mayor parte de las cuestiones abstractas de la vida. Cuando en nuestras conversaciones surgen cosas de esas siempre tratamos de explicárselas pero, las más de las veces, resulta muy complicado, por no decir imposible. Porque un concepto abstracto lleva a otro y ese a un tercero de modo que se lía tal maraña de ideas cruzadas que al final ni nosotros mismos sabemos por donde andamos. Y eso sin contar con la dificultad añadida de la enorme lentitud que supone la comunicación de ideas letra a letra. Voy a poner un ejemplo con algo de lo que nos pasó a lo largo del Camino. Un buen día me encontré a MariMar hablando con él. Estaba explicándole el uso de la tarjeta de crédito. }

- ¿Qué haces? -le pregunté.

- Le estoy intentando explicar cómo se usa una tarjeta de banco pero no hay manera. Se monta tal lío con lo de meter dinero en la tarjeta que no hay forma de hacerle entender el funcionamiento. Además, me lo pregunta cada día dos o tres veces. El quiere tener una tarjeta igual que tiene todo el mundo y no entiende bien cuál es el procedimiento para guardar y sacar dinero. No sé cuantas veces a lo largo del camino me lo ha preguntado y siempre acaba pidiéndome que se lo explique de nuevo. Recuerdo que una de las veces saqué mi tarjeta Visa y le dejé que la tocara. Le dije que se fijara en los números, que afortunadamente están en relieve, y le expliqué que la numeración es lo que nos identifica de manera que, cuando alguien saca dinero, el banco sabe que lo han sacado de nuestra cuenta y nos lo descuenta. Pero siempre vuelve a lo mismo, una vez y otra, un día y otro. No sé cómo hacerle entender.

- No te desesperes. Se lo he explicado también yo en un montón de ocasiones pero... o no acaba de entenderlo o se le olvida y al cabo de un rato vuelve de nuevo a la carga. Ahora hacía tiempo que a mí ya no me lo preguntaba y acabo de darme cuenta de por qué -le dije riendo-. ¡Así que quieres quitarme a mi primer cliente financiero! ¿Te parece bonito?

- Te juro que me desespera no poder hacerle comprender las cosas porque veo como sufre por no saberlas y me parte el alma -dijo mi hermanita con los ojos comenzando a brillar.

- No sufras -le dije abrazándola-. Hay ciertas cosas que se le escapan por lo abstractas que son y una de ellas es el tema del dinero y los bancos. Él cree que el dinero que le da el banco a una persona es el mismo que ella le dio para que se lo guardaran. Y su idea de la tarjeta de banco es algo así como la de las tarjetas de transporte público o las de la telefonía prepago, que vas y las cargas de dinero en un expendedor y tienes esa cantidad allí hasta que la gastas y/o le pones más.

Comprendo perfectamente la frustración y la tristeza de MariMar porque a mí hace mucho tiempo que me pasa lo mismo. Le he dado un montón de vueltas a esta cuestión y sigo buscando soluciones. Si a alguien se le ocurre algo, por favor que no dude en llamar, ¿vale? [618-241124]

Y ahora corramos un tupido velo, que lo que toca es seguir nuestro Camino.

Después de que la curiosidad de Gerardo quedara totalmente satisfecha y de que nos retratáramos al lado de casi todas las figuras del conjunto, rellenamos los botes de agua y volvimos a subir a las bicis. La siguiente parada sería ya Sarria, final de etapa. Lo que se me ocurre escribir en este momento en el que estoy tranquilamente sentado delante del ordenador es que SÓLO nos faltaban doce kilómetros pero recuerdo perfectamente que lo que aquel día pensamos fue que TODAVÍA eran doce los que había que hacer antes de terminar. Y es que había sido un día tremendamente largo y duro. El Cebreiro había marcado la primera parte de un gran desgaste; San Roque y el Poio hurgaron en la herida y la hicieron más profunda; y los veintidós kilómetros bajo el inclemente sol de tarde acabaron de ponernos la puntilla.

Debían faltar alrededor de cinco kilómetros para Sarria cuando escuché el estallido. Me recordó al que escuché el día que bajaba en bici con mi compadre Marcos desde el monte Aloia hacia Tuy. Nunca antes lo había oído y me llamó poderosamente la atención porque sonó igual que una pedrada. Él iba delante y frenó inmediatamente después de que sonara. Cuando le pregunté qué pasaba me dijo que se le acababa de romper un radio así que supuse que también era eso lo que acababa de pasarle a la Copilot en ese momento. Miré el reloj y vi que eran casi las cinco y media. Tendríamos tiempo de sobra de repararlo cuando llegáramos a Sarria.

- Me parece que se nos acaba de romper un radio -le dije a Rafa que pedaleaba a mi lado.

- ¿Seguro?

- Por el ruido que acabo de escuchar creo que sí.

- ¿Qué pasa? -preguntó Adolfo que debió darse cuenta de la preocupación que reflejaban nuestras caras.

- Que se le ha vuelto a romper un radio al triciclo -respondió Rafa.

- ¿Seguro?

- Javi dice que sí.

- ¿Qué vamos a hacer? -me preguntó.

- Justo en la entrada de Sarria hay una tienda de bicis que conozco de una ocasión anterior. Cuando lleguemos me acercaré a ver si pueden arreglarlo.

- ¡Qué putada! -dijo Adolfo.

- Pues sí -contestamos a la vez Rafa y yo.

Dicho y hecho. Llegamos a Sarria y, después de confirmar que mis sospechas eran fundadas, nos separamos. MariMar y el grupo de Víctor se fueron por la carretera de Pintín, dejando Sarria a sus espaldas, a buscar el albergue y confirmar que hubiera sitio para todos; Adolfo y yo fuimos a buscar la tienda de bicis con los dedos cruzados para que pudieran resolvernos el problema del radio; y Rafa y Gerardo se quedaron sentados al sol esperando por nosotros.

La tienda se llamaba "Dos Ruedas" y estaba a un tiro de piedra del cruce. Cuando llegamos, el mecánico-vendedor despachaba a un cliente así que tuvimos que esperar un ratillo. Con cada minuto que pasaba me iba poniendo más nervioso pensando en el tiempo precioso que estábamos perdiendo en el caso de que allí no pudieran ayudarnos. Por fin nos tocó el turno. Expliqué el problema y el joven salió a la calle para ver la bici. Al igual que les sucediera a Eneko en Pamplona y a Chema en Logroño, el hombre alucinó con nuestro tándem y estoy seguro de que Pedro, nuestro ángel-mecánico de Benavides de Órbigo, hubiera alucinado también de haberlo visto. Desmontamos la rueda y se la entregamos. Tampoco tenía radios de esa longitud así que le hizo la rosca a uno más largo y luego lo recortó. En quince minutos estuvo todo listo y la rueda de nuevo en su eje. Antes de despedirnos y de agradecerle que nos hubiera dado prioridad sobre lo que tenía pendiente en el taller, nos preguntó si le autorizábamos a que llamara a una conocida suya, periodista del diario El Progreso de Lugo, para qué se acercara al albergue a hacernos una entrevista. Según nos dijo, hacía pequeños reportajes de los peregrinos que tuvieran alguna historia distinta que contar y él la avisaba cuando veía algo que pudiera interesarle. Le dijimos que sí, por un lado para agradecerle su ayuda y por otro por el mismo motivo por el que nos habíamos dejado acompañar por un equipo de televisión.

Cuando volvimos a la carretera encontramos a Rafa y a Gerardo sentados al sol en el bordillo de la acera. Se habían cepillado unas barritas de cereales de esas que tanto le gustaban a mi copiloto y estaban ansiosos por llegar al albergue para descansar. Acomodamos a nuestro protagonista en su sitio y comenzamos a alejarnos de Sarria en busca del albergue A Pedra que era donde Mar le había dicho a Rafa que había encontrado sitio para alojarnos. Según le contó por teléfono mientras nos estaban esperando, era privado y parecía más una casa rural que el típico albergue de peregrinos. Había cogido una habitación de cuatro camas en la planta baja para los chicos y en la de arriba otra para ella y una visitante, de la que aún no habíamos hablado a Gerardo para no ponerle nervioso. Cuando llegamos allí nos encontramos con la agradable sorpresa de que ya podíamos desvelar el secreto. Geli había llegado. A lo largo de toda la ruta estuvimos en permanente contacto con ella y nos dijo que intentaría pasar con nosotros el último fin de semana del Camino. Su idea era salir de Coruña el viernes después de trabajar y encontrarse con nosotros donde fuéramos a pasar la noche. Estábamos deseando verla porque, independientemente de ser la responsable del voluntariado de la FAXPG, es una persona estupenda, buena amiga de Gerardo y había trabajado muchísimo para que el proyecto pudiera llevarse a cabo. Entre otras cosas, recordaréis que vino con Tane a Roncesvalles para traer de vuelta el furgón que nos prestó Europcar. Además, sabíamos que le hacía mucha ilusión poder compartir unas horas con todos nosotros y, por si eso fuera poco, ¡¡había prometido traer la cena!! y ese es el mejor salvoconducto que nadie pueda llevar consigo a cualquier parte. ¡Lo último es broma eh, Geli!

Gerardo se puso loco de contento al verla. Se abrazó a ella y no había forma de que la soltara. Los demás parecíamos haber desaparecido de su memoria y lo único que contaba para él era que Geli había venido. Eso nos dio un respiro a los demás porque puede llegar a ser agotador. Ángeles, su madre, siempre dice que le tiene la cabeza rota a todo el mundo y que no entiende cómo podemos tener tanta paciencia. A mí me da la risa oírle decir eso con todo lo que ella ha pasado. Ella sí que tiene paciencia, es la reina de la paciencia.

Una vez solucionada la cuestión burocrática del sellado de credenciales y del pago del albergue, que por cierto sufragó Geli con la aportación de la Fundación de la FAXPG, nos fuimos a la ducha. Como siempre, el primero fue Gerardo que, curiosamente, se dio más prisa que nunca. Estoy seguro de que fue para continuar cuanto antes la charla con su amiga. ¡Ah!, por cierto, ahora que digo la palabra "amiga". Al albergue se acercó a visitarnos una chica sorda, amiga de Geli, que vive cerca de allí. Se llama Yolanda y es súper-simpática. Como no podía ser de otro modo, Gerardo aprovechó para robarle un par de besos al llegar y otros dos al marcharse. Es un fiera en eso del latrocinio relacionado con el besuqueo.

Sobre las ocho, justo cuando iba a meterme yo en el baño, llegó Lucía, la joven periodista de El Progreso. Muy tímida y simpática nos hizo unas cuantas preguntas y varias fotos. Insistió bastante en lo del documental, para alegría de Víctor, y no quiso dejar pasar la oportunidad de preguntarle un par de cosas a Gerardo, para regocijo de nuestro compañero que, como no, aprovechó para añadir cuatro besitos más a su colección, dos en la presentación y otros dos en la despedida.

Conocéis el dicho ese de... "al que no quiere caldo, siete tazas" pues bien, por si fuera poca y pequeña la faena de atender a la prensa escrita de Lugo, justo cuando nos despedimos de Lucía, después de que anunciara que estaba satisfecha con el material que había recogido en su libreta de notas, Víctor se acercó y, con esa sonrisa de pillo que pone cuando va a pedirte algo, me dijo que esa tarde tocaba grabar el recordatorio de las etapas que habíamos hecho desde Carrión. Por supuesto, le dije que no había problema y que adelante con todo, pero estaba que me caía de cansancio y recé para empezar enseguida y acabar lo antes posible. Paula eligió el sitio que le pareció más oportuno, tomando como fondo una especie de leñera en forma de troncos apilados que había en la parte de atrás del albergue. Me sentaron en una silla, prepararon todos los artilugios y me pidieron una prueba de sonido.

- Hola aquí estamos otra vez con el rollo este de las grabaciones de las etapas que estoy hasta el gorro de hablar y hablar como si fuera un loro menos mal que Rafa me echa un cable y me presta las chuletas con.... -iba yo diciendo de forma autómata cuando me interrumpió Paula.

- No sirve -dijo.

- ¿Por qué? -preguntó Víctor.

- Ponte los cascos y escucha. Hay demasiado viento y el ruido entra muy fuerte y se come la voz de Javier.

- Es cierto -dijo después de ponérselos y escuchar apenas unas décimas de segundo-. No vale. Hay que cambiar. Lo siento Javier.

- ¡Qué se le va a hacer! -dije resignado.

¿Os situáis en esos momentos en los que estás tan cansado que te da todo igual y agachas la cabeza para seguir adelante como desconectando tu cuerpo de todas las sensaciones de cansancio? ¿O cuando estás tan sucio y pegajoso que darías tu vida por una ducha pero aún te faltan tres horas para poder dártela y desconectas los sensores de incomodidad y continúas adelante sin sentir ya que estás sucio y pegajoso? Pues algo así me sucedió en ese momento. Pero, como dice el refrán, "no hay mal que cien años dure" así que, al final, Paula encontró el sitio adecuado y grabamos el resumen de los días séptimo, octavo, noveno y décimo de nuestro Camino de los Sentidos.

- ¡Tá! -dijo Víctor-. ¡Muy bien! Gracias Javier. Sólo queda una más, ¡eh!

- ¡Menos mal! ¡Buff! ¡Hoy estaba cansado!

- Sí, se te nota un montón en la cara. Pero bueno, ahora ya está. Descansa todo lo que puedas que mañana hay que seguir pedaleando.

- No me lo recuerdes -le dije riendo y me fui para adentro. Ellos siguieron afuera porque iban a grabar una entrevista que tenían pendiente con Rafa. Hacía días que Víctor se lo había dicho pero hasta ese momento no habían encontrado el hueco oportuno.

Y me fui a la ducha. Abrí el grifo del agua caliente, colgué la cebolla del soporte, apoyé las manos en la pared debajo del chorro y dejé que el agua me cayera sobre la nuca. No sé cuanto rato estuve así pero me pareció eternamente corto. Con los ojos cerrados sentía como gota a gota se me iban diluyendo el cansancio y la tensión de aquél largo día. La idea de que en poco más de media hora nos sentaríamos a cenar las tortillas, empanadas y el resto de las riquísimas cosas que Geli había traído consigo y que luego podríamos ir a dormir, era como un reconfortante bálsamo para el ánimo.

La cena fue espectacular. Nos sentamos todos juntos, ciclistas, cineastas y acompañantes, en el salón-comedor del albergue. En cuanto la mesa estuvo dispuesta, comenzamos a dar buena cuenta de los víveres que, por cierto, estaban todos riquísimos. De todas formas, por si alguien se quedaba con hambre, Víctor había preparado una súper-fabada que, según alguno, sería estupenda como motor auxiliar para las cuestas del día siguiente. Cuando acabamos de cenar nos levantamos rápidamente para recoger la mesa y poder ir lo antes posible al catre.

- ¡No, no! ¡Dejen eso! No se molesten en recoger y váyanse enseguida para la cama - dijo Alberto el grande.

- Sí, vayan, vayan a descansar. Ya recogemos nosotros -dijo Víctor.

- No, que va. Os ayudamos, que no cuesta nada y entre todos acabamos en un momento -contestó Rafa y lo hicimos.

- Víctor -intervino Paula,- dijiste que una noche querías grabar a Gerardo cuando fuera a acostarse. Sólo tenemos esta noche y la de mañana y este sitio es ideal porque tenemos todo el albergue para nosotros. ¿Qué dices?

- Es cierto. Lo siento Javier, pero tenemos que pedirte un último favor.

- Sí, ya he oído. Por lo visto es imposible librarse de vosotros -y me eché a reír.

Cuando todo estuvo listo, las cámaras, las luces, los micros,... empezamos la penúltima función (porque con Víctor nunca estás seguro de que lo último sea de verdad lo último). Cogimos los trastos de aseo y fuimos al baño a por la última rutina del día. Empecé por ponerle las gotas en los ojos y luego le di el cepillo y la pasta de dientes. Cuando acabó de cepillarlos y enjuagarlos, limpió el cepillo y me lo devolvió. Se lavó las manos y, con ellas empapadas se dio la vuelta y me salpicó de arriba abajo.

- ¡Serás cerdito! -dije en voz alta tratando de cogerle las manos, pero se zafó y volvió a salpicarme mientras se partía de risa.

Son esas cosas que tiene Gerardo a veces que te hacen pensar que tiene un sexto sentido. Por supuesto que él no sabía que Paula estaba allí con la cámara. No le habíamos dicho nada para que no se pusiera nervioso y saliera lo más natural posible. Y, desde luego, nunca jamás había hecho algo así mientras se aseaba, ninguna broma de salpicarme ni nada parecido. Le dio el punto y lo hizo y dio la casualidad de que la cámara estaba filmando y su broma quedó recogida y apareció en el documental. Este tío es un fenómeno, ¿sabéis? Aunque creo que ya os lo he dicho antes, ¿verdad?

También grabaron el momento de meterse en la cama y despedirse hasta el día siguiente y de nuevo el coleguilla tuvo un puntazo del que Víctor sacó buen partido. Fue algo que nunca le había pasado y fue a sucederle justo delante de las cámaras. Menos mal que su madre nos conoce bien a todos y sabe que cuidamos de su hijo como si fuera el nuestro que si no... Fue algo fortuito y que tenemos buen cuidado de que no suceda pero... ya se sabe, cosas del directo. El caso es que se metió en el saco y, cuando estaba a punto de cerrar la cremallera, le pareció que había un pliegue molesto en los pies y se incorporó de un salto. Imaginaos la piña que se pegó contra el somier de la litera de arriba. Menos mal que fue sólo de refilón que si no se abre la cabeza. ¡La madre que lo parió! ¡Qué susto!

Antes de acostarnos, MariMar le dio un pequeño masaje en la espalda a Adolfo. Había pasado toda la etapa quejándose de una molestia en la parte de atrás del hombro derecho y compramos una pomada anti-inflamatoria para tratarle el problema. Al día siguiente pudimos comprobar que, o bien los componentes del ungüento o bien las mágicas manos de Mar, lograron aliviar sus dolores.

- Buenas noches a todos. Sólo nos queda otra igual que ésta y la siguiente dormiremos en casa -dije antes de que MariMar apagara la luz y se fuera a su cuarto del piso de arriba.

- Sí, ya casi no queda nada -dijo Rafa.

- ¿Qué pasa? -preguntó Adolfo.

- Que mañana será la última noche.

- Sí.

- Hasta mañana -dijo Mar.

- Hasta mañana mami -todos a coro.

¡Ah!, casi lo olvidaba. En el transcurso de la cena, Víctor dijo que tenía una petición que hacernos en nombre de su equipo para el día siguiente. Según nos contó, le habían dicho que, tratándose del penúltimo día y estando ya tan cerca de la meta, intentara convencernos para que nos levantáramos una hora más tarde, es decir, a las siete en vez de a las seis, y que, por tanto, empezáramos la etapa a las nueve en vez de a las ocho. Le dijimos que lo sentíamos mucho pero que por delante teníamos un mínimo de ochenta kilómetros con un perfil ondulante, muy rompe-piernas, y que queríamos hacer la mayor parte posible de ese trayecto en las horas frescas de la mañana. Aún así, les pregunté si era de vital importancia para ellos lo de retrasar la salida. Uno a uno, mientras los interrogaba con la mirada, fueron diciendo que a ellos les daba igual y que no había sido idea suya lo del cambio de hora.

- ¡Serán cabrones! -dijo Víctor-. Primero me dicen a mí que se lo pida a Javier y ahora me dejan vendido de esta forma.

- ¡Huy huy huy! Aquí hay gato encerrado -dije-. A ver, ¿quién es el que le pidió a Víctor que retrasáramos la salida?

[SILENCIO TOTAL Y SEPULCRAL]

- A ver Víctor, ¿quién fue?

- ¡Yo alucino! ¡Serán cabrones! ¡Fueron todos!

- Nosotros no dijimos nada -protesta general.

- Bueno, pues entonces no hay nada que hablar. Salimos a la hora de siempre, ¿verdad Javier?

- Pues sí, pero... ¡qué raritos sois los artistas, eh! -descojono general.

[subir]

Sarria - Arzúa

Sábado 29 de Agosto
80 km en 6,40 horas

Y, tal como estaba previsto, a las seis en punto nos pusimos en pie... definitivamente. No creo que a estas alturas nadie me pregunte por qué le pongo esa coletilla a lo de ponerse en pie. Supongo que después de 12 noches ya no hará falta que os lo explique, ¿verdad? Efectivamente, así fue. Una vez más organizamos una excursión nocturna para visitar al señor Roca. Esta vez sí que miré el reloj y puedo decir que eran las cinco y cuarto o sea, que cuando regresamos a la cama eran ya casi y media y nos quedaban apenas treinta minutos para volver a coger el sueño. Realmente parece muy poco pero si tienes la suerte de re-enganchar nada más llegar, esa media hora puede aprovecharse requetebién.

Nos levantamos enseguida y, como volvíamos a estar solos en la habitación, encendimos las luces para movernos a nuestras anchas. Lo primero que hicimos fue ir a avisar a las chicas que, según dijeron, llevaban ya un rato despiertas y después nos vestimos lo justo para ir a desayunar. Íbamos a salir de la habitación cuando Rafa se dio cuenta de que tenía una mancha en su sábana y al lado un bicho muerto. Y había otro en la pared que estalló como un globo cuando nuestro pacífico compañero lo aplastó dejando una asquerosa mancha roja.

- ¿Qué es esto? -preguntó con aprensión.

- ¡No me jodas que es un chinche! -dije alarmado por las historias que había escuchado de plagas de esos asquerosos animalillos en diferentes albergues del Camino.

- No me lo parece -respondió Rafa.

- ¿Qué?, ¿de qué habláis? -preguntó MariMar que acababa de llegar para coger los trastos del desayuno.

- Rafa, que ha encontrado un par de bichejos, uno muerto en su cama con una mancha como de sangre al lado y otro que ha aplastado en la pared y tenemos miedo de que sean chinches.

- ¡Por Dios, qué asco! -dijo Mar-. A ver, déjame verlo. No, no tiene pinta de que sea un chinche.

- De todas formas hay que revisarlo todo a conciencia. Fijaos a ver si tenéis alguna picadura y si hay más bichos por ahí -intervino de nuevo Rafa yendo a lo práctico.

- ¿Qué pasa? -preguntó Adolfo que acababa de llegar del baño.

Se lo explicamos y también a Geli que había entrado en el cuarto detrás de él. Ella subió a su habitación para ver si tenían algo raro y nosotros comenzamos la inspección. Yo revisé a Gerardo y Mar a mí mientras que Rafa y Adolfo se parcheaban a conciencia el uno al otro. Por suerte no encontramos ni la más mínima huella de picaduras. Fuimos repasando con lupa las cosas una a una antes de sacarlas de la habitación y, conforme iban pasando el examen, las colocábamos en el hall de entrada del albergue. Ningún intruso en nuestras cosas. Sólo encontramos otro repelente insecto igual al fallecido y estaba en la pared, justo debajo del techo. Con la habitación completamente vacía y las bolsas medio hechas y con una aprensión de mil pares de cojones nos fuimos a la cocina a desayunar. No sé muy bien quien fue el que lo dijo pero el caso es que pudo haber sido cualquiera porque todos estuvimos de acuerdo y confesamos estar sintiendo lo mismo. Nos picaba todo el cuerpo y de no ser porque acabábamos de mirárnoslo centímetro a centímetro y estábamos seguros de estar absolutamente limpios, hubiéramos podido jurar que estábamos sumergidos en un barreño lleno de termitas. Lo que hace la sugestión, ¡eh! Por suerte las chicas no tenían nada raro en su cuarto. Menos mal.

Antes de marcharnos escribimos una nota para José, propietario del albergue, y se la dejamos encima de la mesa de la entrada. Por un lado teníamos ganas de estrangularlo por el susto que nos habíamos pegado pero la sensatez nos decía que, lógicamente, la culpa no era suya ya que él era el principal perjudicado con la situación. Al final simplemente le advertimos de lo sucedido para que tomara las medidas oportunas. A instancias de MariMar, que había sido la que había llevado toda la negociación con él cuando llegamos el día anterior, fue una nota cariñosa por lo bien que se había portado con nosotros.

LO QUE NOSOTROS NO VIMOS

Llegué al albergue y, como estaba cerrado, entré en el bar de al lado a preguntar porque había un cartel que decía que allí nos atenderían. En el bar estaba José. Resulta que él era el dueño del albergue. No recuerdo bien el precio de la cama, seguro que tú si que lo recuerdas, pero estaba en la línea del camino y la verdad es que el albergue estaba genial, ideal para Gerardo: nada más entrar había una habitación con cuatro camas, ni una sola escalera que subir, el cuarto de baño y la cocina justo al lado de la habitación, todo en un mismo piso. En el de arriba había más habitaciones pero sólo estaba ocupada una de ellas y, según José, vendrían a última hora a dormir y marcharían al día siguiente también muy temprano. Me pareció perfecto. En la habitación de la entrada podríais dormir vosotros cuatro y en una de las de arriba dormiríamos Geli y yo. También tenía lavadora y secadora y un patio interior en el que poder tender las toallas después de las duchas. Ya te digo, me pareció una delicia. Pero sobre todo me gustó José. Como tod@s l@s hospitaler@s que habíamos conocido a lo largo del camino, su expresión cambió cuando le hablé de nuestras necesidades, de lo ideal de la primera habitación, de poder meter el triciclo dentro...

- ¿Me has dicho que hacéis el camino con un chico sordociego?

Nos lo ofreció todo. Lo que necesitáramos.

- Por favor Mar, dime lo que necesitáis...

Al equipo de producción los puso en la casita de al lado, con un amplio comedor y una habitación grande arriba, creo que se dice tipo "loft". La verdad es que yo no subí pero el equipo estaba encantado. Nos juntamos todos esa noche para cenar. Un verdadero lujo para nosotros.

Bueno, que me voy por las ramas como siempre. El caso es que te llamé y te dije todo lo quehabía visto y que me parecía perfecto. Así que, en cuanto resolvisteis el tema de los radios vinisteis para allá. José fue súper amable. Como cada día, descargué los trastos del coche y, como no teníais que compartir la habitación con nadie, lo dejé todo preparado allí dentro. Tampoco es que fuera muy grande pero sí lo suficiente para que no hubiera problema de espacio. A los pies de las dos literas había sitio más que suficiente. José insistió en ayudarme en todo momento. Lo demás ya lo viste tú. Muy atento y pendiente de nosotros: que si la lavadora, que si yo te doy el jabón así que no pagues para sacar la pastilla...

Al despedirnos de él por la noche, nos dijo que no nos preocupáramos de nada. Que al marchar por la mañana, dejáramos las llaves dentro y cerráramos. El llegaría más tarde. Dijo que sabía que éramos buena gente y que no veía la necesidad de quedarse por la noche ni de estar presente por la mañana.

Cuando nos levantamos y me contasteis lo de los bichitos me quedé de piedra. Casi me da algo al ver los puntos de sangre en la pared, consecuencia de la masacre que hizo Rafa en defensa propia. Lo sentí profundamente. Lo sentí porque yo era la responsable de la elección del albergue. Lo sentí por vosotros: ¿tendríais picaduras?; ¿os picaba algo? Y lo sentí por José. Sabía que él también lo sentiría muchísimo.

Fue todo muy raro porque, sí, estaban los rastros de sangre en la pared pero a ninguno de vosotros os picaba nada, ni teníais ningún tipo de picadura. El caso es que, como no íbamos a ver a José, porque así habíamos quedado, decidimos dejarle una nota sobre la alfombra. Recuerdo que me costó mucho escribirla. Quería ser lo más asertiva posible. No quería por nada del mundo herirle ni que se sintiera mal. Tenía la sospecha, como después confirmaría, que se iba a sentir fatal al saber lo que había pasado.
La nota venía a decir que en la habitación habían aparecido unos bichitos y que podía ver algunos de sus restos en la pared; que se lo decíamos desde el cariño para que tomara las precauciones necesarias pensando en los próximos peregrinos. Sí, fue algo así.

Recuerdo su llamada como si fuera ahora mismo. Dijo que no podía ser, es más, que era imposible. Que él era una persona muy, pero que muy "asquerosa" y que continuamente saneaba y fumigaba todo. En fin, que era definitivamente era imposible.

- Mar, te lo juro. Es imposible que hubiera bichos en las habitaciones.

Claro, no me quedó más remedio que preguntarle si me estaba diciendo que los habíamos llevado nosotros y eso sí que era evidente que no. No, porque de llevarlos nosotros, hubiéramos tenido picaduras anteriores o en algún momento hubiésemos visto algún bicho. Bueno, ya me conoces. No me enfadé. Le di las gracias por todo y le dije que, a pesar de estar seguros, por si acaso estaríamos atentos y revisaríamos nuestras cosas de nuevo. Y, para terminar, le invité nuevamente, con prudencia y desde el cariño, a revisar a fondo la habitación.

No sé lo que tardó en volver a llamarme. Estaba alteradísimo.

- ¡¡Mar, tenías razón!! Están en la habitación, pero... ¿sabes dónde? Están dentro del rodapié -dijo como enloquecido-. ¡Por Dios Mar, perdonadme! ¡Cuánto lo siento! Revisaos bien. Miradlo todo bien. Meted los sacos en un congelador.

Tuve que tranquilizarle. Estaba preocupadísimo sobre todo por Gerardo. Estábamos como siempre en contacto y vosotros seguíais sin tener ningún picor y ninguna picadura así que le dije que no se preocupara por nosotros que estabais todos bien, que todo estaba bien. Que comprendíamos que no era culpa suya, sino cosas que... simplemente, pasan.

Sigo teniendo en el móvil el mensaje que me envió después de todas nuestras conversaciones.

- Mar, tengo un disgusto de la ostia. Gracias por avisar y sobre todo, ojo con los sacos. Y el señor que durmió en la cama de abajo que era donde mas había. Donde Gerardo nada. Pídele mil disculpas a todos, en especial a Gerardo, si le he estropeado el Camino de su vida. ¡De corazón lo siento! 29/08/09 11:36

Le contesté: - Gerardo es feliz. No te preocupes. Son cosas que pasan.

Quédate tranquilo. Gracias por todo.

Valoramos la situación cuando paramos a comer. A ninguno os picaba nada y no teníais marcas así que te propuse que, después de comer, cuando recogiéramos todo y os marcharais, como ese día contaba con la inestimable ayuda de Geli, buscaríamos un lugar apropiado para abrir los sacos y los someteríamos a un estricto registro. Así lo hicimos. Cada saco fue abierto y revisado centímetro a centímetro, cada costura palpada al milímetro y no quedó rincón que no fuera recorrido varias veces por nuestros dedos. Les dimos vueltas y más vueltas y no vimos nada de nada, así que decidimos dar por zanjada la cuestión. Sabía que, en cuanto nos volviéramos a encontrar, hallaría en tus ojos el interrogante y así fue. Pero más que una pregunta lo que vi era una súplica: "dime que todo está bien." Y te lo dije.
Tengo una cosa que decirte que creo que hasta ahora no te había contado. Es de cuando llegasteis a Santiago. Fui a vuestro encuentro y entré a vuestro lado en la plaza del Obradoiro pero después me aparté. Estaba desbordada. Una intensa e inmensa emoción se apoderó por completo de mí. No sé dónde me metí pero sé que me alejé de donde estabais vosotros. Gerardo había llegado a Santiago y ése era su momento. Un momento que considera sólo vuestro, de Gerardo y tuyo. Y en ese momento mágico me sonó el móvil. Era José de Sarria.

- Mar, ¿cómo estáis? No dejo de pensar en vosotros. ¿Cómo está Gerardo?

No sé si me imaginas. Entre el llanto y la risa le hablé como mejor pude.

- ¡José, estamos en Santiago! ¡Estamos en Santiago José!

¡¡¡Gerardo ha llegado a Santiago!!!

Ya ves. Fue la primera persona con la que hablé. La primera con la que celebré que Gerardo estaba en Santiago. Se alegró la "ostia", como decía él. Y sentí que, como muchos, muchos otros, él también estaba en la plaza del Obradoiro acompañándonos.

Un beso.

P.S. ¿Crees que algún día podré recordar todo esto sin llorar?

Quizá fueran las ganas de salir del albergue lo que nos hizo tenerlo todo listo tan pronto pero el caso es que bastante antes de las ocho estábamos ya en la calle, subidos en las bicis y de regreso hacia Sarria, paso obligado para retomar la ruta. El día había amanecido frío y lleno de niebla lo cual nos obligó a abrigarnos bastante más de lo habitual. Nada que comentar al respecto en el escaso kilómetro y medio que recorrimos hasta llegar al centro del pueblo y lo mismo en lo que tardamos en salir de nuevo a la carretera. El problema vino cuando comenzaron las duras cuestas que hay que salvar para alejarse de la población de los sarrianos por la LU-633 con dirección a Portomarín, lugar en el que habíamos quedado con MariMar y Geli para almorzar. Si usara las palabras de Rafa definiría estos primeros kilómetros del día como "pura Galicia", es decir, una interminable sucesión de toboganes.

Fueron algo más de dos horas y media las que tardamos en recorrer los aproximadamente 25 kilómetros que nos separaban del pueblo de Portomarín. Cuando llegamos al puente sobre el embalse de Belesar miramos hacia abajo y pudimos ver como asomaba del agua alguna de las construcciones del pueblo antiguo, entre ellas los restos del viejo puente. Como cada hijo de vecino, nos hicimos unas cuantas fotos que recogieran nuestro paso por el lugar. La que más me gusta de todas es una en la que por encima del casco de Gerardo, en un tamaño diminuto, se puede ver la iglesia fortaleza de San Juan y de San Nicolás de Portomarín, desmontada piedra a piedra y vuelta a construir en lo alto del promontorio en el que se realojó a los vecinos cuando el valle fue inundado por las aguas del embalse.

MariMar nos esperaba al otro lado del puente con el almuerzo listo para que lo cambiáramos de sitio. Cada uno lo cambió a su ritmo y, como casi siempre, el más rápido en hacerlo fue Gerardo. Lo cogió de la mesa y se lo puso en la barriga en un visto y no visto. Y es que, cuando mi copiloto se pone a hacer una cosa en serio, la hace verdaderamente a conciencia y para él no hay nada más serio que las cosas del comer. Nada más terminar su almuerzo Gerardo me llamó.

- ¡Javier!, ¡Javier!

- Sí.

- Javier, busca un baño. Tengo que hacer pis.

- Vale.

Justo al lado de donde habíamos parado se encontraba el Albergue Juvenil Benigno Quiroga. Me acerqué con Gerardo a la puerta principal y la encontramos cerrada. Como hay un desnivel bastante grande entre la parte delantera del albergue y la de atrás, antes de llevarme al coleguilla escaleras abajo, preferí asegurarme de que hubiera alguna puerta abierta. Avisé a Geli para que se quedara con él y yo me fui a dar la vuelta al edificio para buscar algún lugar por el que acceder a su interior. Todo estaba cerrado a cal y canto excepto una puerta que daba a un pasillo que conectaba la cocina con el comedor y, ¿a ver si adivináis lo que había en el pasillo justo enfrente de la puerta? Sí señor, premio para el que lo haya dicho. Había ni más ni menos que una zona de aseos con un baño para chicos y otro para chicas. Fui a buscar a Gerardo y bajé con él la empinadísima rampa y los tramos de escaleras que salvan la gran diferencia de nivel de la que antes hablaba y es que resulta que el albergue está construido justo en la orilla del embalse y, claro está, las orillas de los ríos, están siempre en pendiente y las de los embalses más aún. Llegué con él a la puerta y, en vez de meterme directamente al baño, preferí asomar la cabeza y llamar para pedir permiso.

- ¡¡Hola!! ¡¡Buenos días!! ¡¡Hola!! -dije varias veces y en voz cada vez más alta tratando de hacerme oír para cumplir con el trámite que la buena educación exige de pedir permiso antes de meterte en casa de nadie. Por fin, después de varios intentos, escuché una voz que respondía.

- ¿Que quiere? -dijo, con no demasiado buen tono, una señora que salió de la zona de la cocina.

- Verá, venimos haciendo el Camino con este chico que es sordo y ciego y tiene necesidad de ir al baño. ¿Les importa que pase un momento a usar uno de sus retretes?

- Aquí no puede entrar. Vayan a otro sitio -respondió con cara de palo de escoba dejándome totalmente helado.

- ¿¡¡Cómo!!? ¿Me está diciendo que no va a permitir que este chico use su baño? -pregunté incrédulo.

- Sí, eso le digo. El pueblo tiene dos cientos metros de largo y hay un montón de bares así que váyanse a otro sitio a buscar un baño.

- Pero vamos a ver, ¿no se da cuenta de que para llegar a la parte habitada de Portomarín hay que subir toda esa cuesta enorme o los sesenta escalones sin barandilla que llevan a la ermita y a las calles de abajo del pueblo y que eso supone un esfuerzo muy grande para el chico?

- Lo siento mucho pero ya les he dicho que aquí no pueden entrar y hagan el favor de marcharse o tendré que llamar a la guardia civil -insistió sin moverse ni un centímetro de la puerta.

- ¿Pero qué está usted diciendo? Haga el favor de llamar al encargado del albergue -le dije casi fuera de mis casillas.

- ¿Para qué, si ya les he dicho que aquí no pueden entrar?

- Eso es problema mío. Usted haga el favor de avisarle.

Después de mucho insistir y con muchas reticencias por su parte, al final la bruja aquella salió por la puerta, cruzó el pequeño pasadizo que había delante y se marchó hacia otro pequeño edificio que había más abajo. En cuanto se perdió de vista cogí a Gerardo, entramos en el albergue y nos metimos corriendo en el cuarto de baño. Lo dejé dentro ocupado con lo suyo y me fui de nuevo hacia afuera a esperar al encargado. Un par de minutos más tarde regresó la mujer acompañada por un joven.

- Buenos días -me apresuré a decir amablemente para romper el hielo y frenar su presumible primera acometida porque sabe Dios lo que le habría contado aquella hija de Satanás.

- Buenos días -respondió bastante afablemente.

- Verá, venimos haciendo el Camino con un chico sordo y ciego que, al llegar a Portomarín ha tenido necesidad de orinar. Como es ciego no se encuentra a gusto haciéndolo en la calle porque, por más que le digamos que no hay nadie mirando, le incomoda mucho pensar que puede haber alguna persona observándole. Lo único que les pedimos es que le permitan usar el cuarto de baño durante unos minutos porque vamos a seguir hacia adelante en cuanto termine y no entra en nuestros planes ir al pueblo. Además, subir hasta él supone un esfuerzo extra muy grande y nos harían un favor enorme ahorrándonos ese esfuerzo y esa pérdida de tiempo.

- Permítame que le explique -dijo el joven-. Esto es un albergue juvenil en el que sólo se admiten niños y si aparece una inspección y ven que hay algún adulto compartiendo o haciendo uso de las instalaciones de los niños se nos cae el pelo. Ese es el motivo de que no permitamos que nadie entre aquí. Por otro lado, como estamos situados justo en este punto de paso a la salida del puente, hay un río constante de peregrinos pidiendo que les dejemos usar las instalaciones y, como le digo, eso no es posible.

- De acuerdo, entiendo esa explicación, y la señora podría haberse explicado de ese modo en vez de en la forma en que lo ha hecho. De todas maneras, tiene que darse cuenta de que no les estamos pidiendo que le dejen usar el baño a cualquiera, sino a alguien muy especial, con unos problemas físicos y unas limitaciones gigantescas. Es una obra de caridad lo que les pedimos que hagan, simplemente eso.

- En fin, comprendo perfectamente su situación... -empezó a decir cuando de pronto se escuchó a Gerardo llamar por mi.

- ¡¡Javier!! ¡¡Javier!! ¿Dónde estás? Ven a buscarme.

- Bueno, me parece que ya ha terminado -dije con media sonrisa culpable y otra media ligeramente burlona mientras me dirigía de nuevo al baño del albergue. El encargado se quedó con cara de sorpresa pero enseguida la adornó con un amago de sonrisa-. Le ruego que me disculpe por mi atrevimiento -dije al salir- pero tienen que entender que era una emergencia. Se lo juro.

- Está bien, no pasa nada -dijo- pero entiéndannos también a nosotros.

- Por supuesto y muchísimas gracias.

Volvimos a subir a la carretera y les dije a los demás lo que había pasado. No se lo podían creer. Geli estaba indignadísima y Víctor quería ir con la cámara a grabarles para denunciar su falta de civismo.

- ¡Qué más da! ¿Para qué vamos a enfadarnos? Además, lo importante era que Gerardo fuese al baño, ¿verdad? Pues eso ya está hecho. Y que le den a esa zorra hija de puta -todos nos reímos mientras Adolfo preguntaba una vez más qué era lo que pasaba. Rafa se lo explicó.

- ¡¡Será hija de puta!! -dijo Adolfo.

Antes de reanudar la marcha telefoneamos a Richi tal como habíamos quedado el día anterior. Desde que comenzamos con la planificación del Camino, él siempre dijo que nos acompañaría el último fin de semana de la ruta y que le gustaría que coincidiera con el ascenso del Cebreiro. Las cosas estaban previstas de ese modo pero al final cambiaron con el imprevisto aumento del kilometraje diario al pasar Burgos. Aún así había quedado la última etapa para gozar de su compañía. Su idea era salir de trabajar a mediodía, coger un tren para Santiago y pedalear desde allí hasta donde fuéramos a pasar la noche. Teníamos pendiente confirmarle el sitio.

- ¿Sí?

- ¡Hola Richi!

- ¡Javi! ¿Qué tal? ¿Cómo va la cosa?

- ¡Bien, bien! Un poco fría por la mañana pero ahora bastante mejor.

- ¿Ya sabéis hasta donde vais a ir?

- Si no pasa nada raro tenemos previsto pasar la noche en Arzúa.

- ¡Qué cabrones! No me vais a dejar casi nada para que os acompañe.

- Ja, ja, ja, ja... De verdad que lo siento pero estamos deseando llegar.

- Ya me lo imagino. Bueno, no habrá más remedio que aguantarse. ¿Sabéis en qué albergue vais a parar?

- Todavía no. Lo normal es que lo decidamos sobre la marcha.

- No os preocupéis. Ya me encargo yo de reservarlo por teléfono.

- ¡Genial!

Nos despedimos deseándonos mutuamente buen viaje y emplazándonos para la noche. Un par de horas más tarde nos llamó para decirnos que había reservado sitio para todos en el Albergue Da Fonte. ¡Qué buen tío este Richi! Gerardo le quiere una barbaridad y es que tiene un sexto sentido que le hace darse cuenta del verdadero fondo de las personas y enseguida se encariña de los que son sinceros con él y no temen mostrar sus auténticos sentimientos.

Salimos de Portomarín dispuestos y concienciados para enfrentarnos a la dura cuesta de once kilómetros y pico que nos iba a llevar hasta Ventas de Narón. La temperatura había ido subiendo a lo largo de la mañana y en aquellos momentos el sol comenzaba a apretar de lo lindo.

- Cuesta muy larga -le dije a Gerardo trazando con mi mano una línea ascendente muy larga y lenta desde la zona de sus riñones hasta el hombro derecho. Ese era el signo que habíamos inventado para expresar esa idea.

- Voy a empujar muy fuerte hacia arriba, ¿vale Javier? -dijo poniendo su mano hacia atrás esperando mi respuesta

- Muy bien -le dije-. Acuérdate, siempre igual y tranquilo.

- Siempre igual y tranquilo -repitió conforme le escribía en la mano.

- ¡¡Ánimo campeón!! -escribí y le empujé la mano hacia su manillar.

- ¡¡Sí, sí!! Soy un campeón -y soltó una de sus carcajadas-. ¡Ánimo tú también Javier!

Las primeras rampas se fueron llevando pero llegó un momento, no sé decir donde, en que resultó durísimo seguir moviendo los pedales. Íbamos avanzando a paso de tortuga y no tuve más remedio que pararme, bajar del triciclo y ponerme a empujar mientras animaba a Gerardo a seguir moviendo todavía las bielas, aunque fuera poco a poco. Y es que, con la fuerza de mi compañero de fatigas sobre el sillín y la mía caminando y empujando, conseguimos avanzar más rápido que si fuéramos los dos montados.

- Así vais un kilómetro por hora más deprisa que cuando pedaleabais los dos -informó Rafa.

- Pues sí que somos unos ciclistas de pacotilla -dije-. Pero te juro que así voy veinte veces más cómodo que antes.

Una vez descubierto que avanzábamos más rápido y me cansaba menos si echaba pie a tierra que si me empecinaba en seguir encima del triciclo, la cosa estuvo clara: cada vez que me saturaba... ¡al suelo se ha dicho y a empujar!

Entre unas cosas y otras eran algo más de las doce y media cuando llegamos al alto y cruzamos por encima de la N-540, carretera que une Lugo con Orense. El camino la cruza perpendicularmente y tira hacia Palas de Reis en dirección noroeste. MariMar y Geli nos estaban esperando justo antes de la rotonda para preguntarnos por dónde íbamos a seguir. Consultamos los apuntes y se lo dijimos. Era el momento de dejar las carreteras que salen en los mapas pintadas de amarillo y tomar una de esas que sólo aparecen si le das mucho zoom al Google Maps. Era también el momento de tomar contacto con la Galicia de las aldeas minúsculas y los pavimentos desiguales. Y fue ahí, en medio de una de esas aldeas, donde se produjo el encuentro que Gerardo llevaba pidiendo que le consiguiéramos desde que salimos de Roncesvalles. El primer día, en uno de los muchos pueblos navarros que cruzamos aquella aciaga mañana de la odisea de los neumáticos, tan lejana ya en nuestro ánimo, Gerardo olió a caballo y nos dijo que quería tocar uno. Adora esos animales desde que le enseñaron a montar en un taller de equino-terapia en el que tomó parte en uno de los muchos campamentos a los que ha asistido a lo largo de su vida. El quería tocar un caballo pero con lo que nos encontramos fue con una vacada saliendo de los establos.

- Perdone -le dije al hombre que salía con el grupo de animales-, vamos con este chico que es sordo y ciego y desde que notó el olor a vaca y caballo lleva pidiéndonos que le dejemos tocar uno de esos animales. ¿Tiene usted alguna vaca mansa que él pueda tocar?

- Sí, claro. Ésta misma, la rubia.

Volví al triciclo y cogí a Gerardo. Al bajarme lo había dejado al cuidado de Adolfo. No quería volver a correr ningún riesgo parecido al del susto que nos pegamos en Villar de Mazarife y por eso, si no me daba tiempo de bajarlo del triciclo, lo dejaba siempre acompañado. Le pregunté si quería tocar una vaca y me respondió entusiasmado que sí. El pastor se había puesto delante de ella y la tenía cogida por uno de los cuernos así que nosotros nos acercamos muy despacito por uno de los flancos y, cuando estuvimos a su lado, cogí la mano de Gerardo y la alargué, con mucho cuidado, hacia el lomo del animal. Cuando se produjo el contacto noté como el coleguilla se ponía tenso pero, aún así, dejó que su mano continuara resbalando sobre la piel de la vaca. Se la fui guiando por allí hasta llegar a la cruz. Ahí la separamos del cuerpo y la movimos por el aire con dirección a la cabeza. Dio la casualidad de que, justo en ese momento, ella se giraba hacia nosotros y su cuello topó con nuestras manos. La vaca se asustó al sentir el contacto y dio un respingo apartando de nuevo la cabeza. El pastor la tranquilizó con un par de sonidos y volvió a dirigirle la cara hacia nosotros. Entonces fue Gerardo el que se sobresaltó al encontrarse de golpe con uno de los cuernos. Echó la mano hacia atrás como si le hubiese picado una avispa. Casi nos morimos de risa.

- No se sabe quién tiene más miedo -dijo el pastor.

- Sí que es cierto. Primero se aparta ella y luego él. ¡Qué gracioso ha sido! Bueno, caballero, muchísimas gracias por su amabilidad. Estoy seguro de que no va a olvidar nunca este momento -dije señalando a Gerardo.

- De nada hombre. Ha sido un placer. ¡Buen viaje!

- Muchas gracias.

Fue una suerte encontrarnos con ese hombre tan amable porque de esa forma pudimos cumplirle el capricho a Gerardo y proporcionarle algo más sobre lo que pensar y recordar. Además, tuvimos también la fortuna de que el equipo de Víctor llegara al lugar en el preciso instante en que nos bajábamos del triciclo y pudieron recoger con las cámaras el momento del encuentro. Buen material para El Camino de los Sentidos y bonita manera de mostrar cómo es posible ver, conocer y reconocer con las manos.

Habíamos quedado para comer en Palas de Reis y, por supuesto, cuando llegamos, teníamos la comida lista. Mérito de mi hermanita. Y menos mal, porque los cincuenta kilómetros que llevábamos ya en la chepa nos habían abierto un buen agujero en la barriga y nos iba a hacer falta buena gasolina para los treinta que habíamos dejado para la tarde.

Al igual que había hecho el día anterior en Triacastela, MariMar había parado en un lugar con bancos y sombra justo al lado de la carretera y de esa forma pudo prepararlo todo y darnos el alto cuando nos vio llegar. De todas maneras, y para evitar contratiempos, en cuanto eligió el sitio telefoneó a Rafa y le dio un par de indicaciones para que fuéramos atentos y no nos despistáramos. La plazoleta en cuestión estaba al lado de una iglesia y, para darle algo más de colorido a nuestra comida, ese día había boda. Resultaba curioso ver a los invitados a la ceremonia, todos ataviados con fracs y chaqués los hombres y carísimos vestidos de fiesta las mujeres, mezclados con los semi-piojosos peregrinos que, próximos a la docena, comíamos o descansábamos por allí. Una vez más, gracias a los maternales cuidados de Mar, nos pusimos las botas, y no me refiero a las de caminar sino a esas que te dejan la barriga a punto de reventar. Bocata gigante, fruta, zumo y un par de chucherías de postre dejaron a Adolfo K.O. y pudimos pillarle totalmente frito en uno de los bancos del parque. A la foto sólo le falta tener sonido para escuchar la placidez de su sueño porque, por lo demás, basta con verle la cara para saber que está viajando por el séptimo cielo, el que se reserva para las siestas de los campeones.

A esa plazoleta daba la salida trasera de uno de los albergues privados del pueblo y aprovechamos la coyuntura para pedir permiso para usar sus baños. Gerardo necesitaba dejar algo de lastre antes de reanudar la marcha. Como había sucedido hasta ese momento, los propietarios del albergue fueron amabilísimos y no pusieron pega alguna a nuestro ruego. Como también tenía bar, mientras el colega liquidaba su particular negocio, Geli y MariMar aprovecharon para tomarse un café y así justificamos un poco nuestro uso de sus instalaciones.

Pasaban unos minutos de las tres cuando estuvimos listos para volver a la carretera. La fuerza del sol había seguido aumentando en intensidad y a esa hora del día caía a trozos sobre el asfalto así que nos aligeramos de ropa, nos embadurnamos de crema protectora y reemprendimos la marcha. La etapa vespertina estaba dividida en dos partes exactamente iguales de quince kilómetros cada una. La primera finalizó en Melide y pasó sin pena ni gloria con el único aliciente de la continua pelea contra los toboganes. Cruzamos de un tirón el pueblo de la famosa pulpería que un montón de peregrinos se afana en visitar y describir en sus relatos de Camino pero ni eran horas de tomarse una tapa ni tampoco era una cosa que nos volviera loco a ninguno de nosotros. Hablo de los ciclistas ¡eh!, que desconozco lo que opinan Víctor y los suyos del pulpo a feira.

Las cosas siguieron igual durante la segunda quincena pero iban a cambiar de forma radical antes de llegar a Arzúa. Creo que no he dicho que, poco antes de llegar a Palas de Rei, abandonamos las pequeñas carreterillas de aldea y nos metimos en la N-547, carretera que ya no abandonaríamos hasta Santiago. La llegada a Arzúa por esta nacional es muy característica ya que tiene dos amplísimas curvas encadenadas a derecha e izquierda, ambas en un plano ascendente medianamente exigente, y, justo después de la segunda, una recta que finaliza a la entrada de este pueblo famoso por sus quesos de tetilla. Pues bien, acabábamos de sortear la primera de las curvas y nos disponíamos a trazar la segunda cuando de pronto, desde un alto a la izquierda, escuché una especie de grito. Sin dejar de pedalear, levanté la mirada y vi a alguien gesticulando con los brazos. No prestamos mayor atención y seguimos a lo nuestro que era pelear con la cuesta. Enseguida volvieron los gritos, unos gritos ininteligibles, pero tan insistentes que volví a mirar. Quienquiera que fuera aquella persona parecía estar empeñada en llamar nuestra atención moviendo los brazos, dando saltos, gritando,... Parecía claro que era a nosotros a los que llamaba porque en aquel momento no había nadie más en la carretera. Seguí mirándole pero ahora tratando de reconocer a alguien supuestamente conocido y entonces me di cuenta de que aquella persona estaba haciendo un gesto muy característico con la mano derecha. Estaba poniendo un signo en uno de sus ojos, concretamente el de la "C". Entonces lo reconocí. Era José Alfonso, el marido de Bea. Pero no era posible, ¿qué puñetas iba a hacer José Alfonso allí, en medio de la carretera, subido a aquel montículo? Volvió a gritar algo que tampoco entendí y echó a correr. Vi que se metía en un coche y arrancaba. Desapareció de nuestra vista durante un momento pero enseguida volvió a aparecer. Venía hacia nosotros por una carreterilla paralela a la N-547. Se detuvo unos metros antes de alcanzarnos, bajó del coche y caminó hacia el triciclo. Accioné los frenos y nos paramos.

- Javier, ¿por qué nos paramos? -preguntó Gerardo.

- Es una sorpresa -le dije justo en el momento en que Alfonso llegaba a su lado y le cogía las manos para hablarle.

- ¿Quién es?, Javier, ¿quién es? -preguntó dos veces seguidas siguiendo su costumbre de duplicar o triplicar siempre las frases cuando era presa de los nervios y no le contestábamos suficientemente rápido para calmar su ansiedad.

- José Alfonso -respondió sin hablar el propio José Alfonso cogiendo con las suyas las dos manos de Gerardo y usando en lenguaje de signos adaptado a los sordo-ciegos.

- ¡¡¡Es José Alfonso!!! ¡¡¡Javier!!! ¡¡¡Es José Alfonso!!! ¡Ha venido a verme! -dijo loco de contento y se abrazó a él.

Alfonso respondió al abrazo con una intensidad y un sentimiento que me paralizaron. Se separó un momento para decirle que era un valiente y volvió a fundirse en un nuevo abrazo. Gruesas lágrimas de emoción rodaban por sus mejillas mientras repetía una y otra vez con su voz quebrada de persona sorda: "eres un valiente." Finalmente se separaron y Alfonso se me acercó, me rodeó también con sus brazos y dijo: "gracias". Ese gesto suyo quebró las pocas defensas que me quedaban. Me apreté contra su hombro y, sin poder contenerme, me eché también a llorar.

Cada vez que recuerdo ese momento me pregunto qué fue lo que me rompió por dentro de aquella manera y dejó que salieran a la superficie todas las emociones contenidas durante aquellos días de dura y hermosa ruta. Está claro que no fue el hecho de que hubiera venido a recibirnos, ni la intensa demostración de cariño que tuvo primero con Gerardo y luego conmigo, ni aquella emocionada forma de darnos las gracias por algo que, en definitiva, no le afectaba a él de ninguna manera, o al menos eso pensaba yo, ni la alegría de Gerardo al verle y el orgullo que se traslucía en su voz al leer una y otra vez la palabra "¡Valiente!" pronunciada sílaba a sílaba conforme recibía el mensaje de Alfonso. No fue ninguna de esas cosas por separado y, si me apuráis, tampoco creo que fuera el conjunto de todas ellas. Pienso que lo que verdaderamente quebró mi fachada de control e indiferencia fue, lo que significaba la presencia en aquel lugar de nuestro común amigo; que José Alfonso estuviera allí significaba muchas cosas es cierto, pero, por encima de todas, lo que indicaba era que estábamos a punto de conseguir nuestro objetivo, a punto de llegar a Santiago, a punto de que Gerardo hiciera realidad su sueño.

Tan pronto pudimos, y me refiero a eso tan prosaico de sonarse los mocos y secarse la cara, hicimos las presentaciones de rigor y reanudamos la marcha. Al poco de salir de la última de las curvas de las que antes os hablé hay una recta con una gasolinera, justo antes de entrar en Arzúa. Conforme nos íbamos acercando a ella me di cuenta de que había un grupo de ciclistas parado a la entrada de la zona de surtidores de combustible. Parecían estar esperando algo, expectantes, mirando hacia la carretera. Cuando estuvimos cerca de ellos rompieron a aplaudir y a vitorear. Al principio no supimos qué era lo que les pasaba pero al pasar a su lado nos dimos cuenta de que era a nosotros y más concretamente a Gerardo al que jaleaban entusiasmados.

- ¡¡¡Bravo!!!

- ¡¡¡Campeón!!!

- ¡¡¡Ya falta poco!!!

- ¡¡¡Venga, ánimo que lo conseguís!!!

Cogí la mano de Gerardo y le dije que saludara. Me preguntó quién estaba allí y se lo expliqué. Como respuesta nos obsequió de la mejor manera posible. Se rió como sólo él sabe reír, a carcajadas, fuerte y sonoro, como dice MariMar, con una risa profunda, llena de sentidos.

El albergue lo encontramos siguiendo a José Alfonso. Resultó que él ya había estado con Geli y Mar, y juntos habían ido al albergue a registrarse y era allí donde nos esperaban en compañía de Bea. Los abrazos que Gerardo le dio a Bea eran para verlos. Bea es un verdadero encanto y, cuando está con Gerardo se desvive por él y es por eso que siempre está en boca de nuestro compañero de fatigas. Bea por aquí, Bea por allí; Bea me dijo esto o lo otro. Forma una bonita pareja con José Alfonso.

La señora que nos recibió, encargada o dueña, no sé muy bien qué relación tenía con el establecimiento, era una mujer muy amable y enseguida nos facilitó todo lo que necesitábamos. Quedó asombrada de la alegría de Gerardo y nos dijo que le pidiéramos cualquier cosa que pudiera hacernos falta. Guardamos el triciclo en una casa antigua de la que también eran propietarios y de la que sólo utilizaban las habitaciones del piso superior quedando toda la planta baja como garaje. Tuvimos que desmontar la parte de delante para poder meterlo y nos costó un poco guiarlo por el estrecho pasillo y hacer el giro hacia la cocina pero, una vez allí, quedó estupendamente resguardado. Nos dio una llave para que pudiéramos salir a cualquier hora al día siguiente. El único requisito era dejarla después en un cenicero de la recepción del albergue.

Una vez que Gerardo habló todo lo que quiso y un poco más con sus amigos Bea, Geli y José Alfonso, tiempo que los demás aprovechamos para descargar los trastos y preparar las camas, le ayudamos a subir a la habitación para irnos a la ducha. Al ascender por las escaleras comenzó a quejarse de un dolor en la parte alta de la pierna izquierda. Cuando llegamos arriba busqué una silla para que se sentara y le pedí que me explicara qué era lo que sentía. Quiso la suerte que en nuestra habitación estuvieran alojados dos peregrinos holandeses, ciclistas también, y que uno de ellos fuera masajista deportivo. Y para más potra, los dos estaban en el cuarto mientras Gerardo me contaba lo que le pasaba. En un momento dado se nos acercó y me preguntó qué era lo que le sucedía. Se lo dije y, después de explicarme a qué se dedicaba, se ofreció a echar un vistazo a la lesión y, en función de lo que detectara, tratar de aliviarla con un masaje de descarga o lo que fuera más conveniente dentro de sus posibilidades. Por supuesto que le dijimos que sí y se lo agradecimos de antemano. Quedamos en vernos en la planta baja del albergue cuando termináramos de ducharnos y así lo hicimos. El buen hombre lo estuvo explorando y dijo que lo único que le veía era un poco de sobrecarga. Le dio un buen masaje y le regaló una crema calentadora para usar al día siguiente antes del esfuerzo. Al incorporarse después del masaje Gerardo, muy contento, dijo que ya no le dolía y le agradeció muchísimo la atención que le había dispensado el compañero bicigrino. Un ángel más que añadir a la ya enorme lista de buenas personas que nos fuimos encontrando a lo largo de la aventura.

Aún no habían dado las ocho cuando Richi apareció por el albergue. Llegaba chorreando de sudor y con cara de cansado y es que, según dijo, se había pasado con el ritmo, con el peso de la mochila y con la valoración de los perfiles. Se acercó a Gerardo y le colocó sobre la cabeza el signo que el propio Gerardo le puso y que le sirve de identidad entre las personas sordas. Es algo que puede dar lugar a algún malentendido si no se fija uno en la sonrisa que se dibuja en el rostro de los dos implicados o si no sabe el por qué de su elección. Consiste en poner los cuernos mirando hacia uno mismo, es decir, con los dedos índice y meñique de la mano derecha sobre la cabeza de forma que las yemas de esos dedos toquen el pelo deslizándose hacia atrás hasta que los nudillos de los dedos corazón y anular choquen con la frente. La historia de ese signo proviene del empeño de Gerardo en tener un casco con cuernos como los que tenían los vikingos. Ese deseo, poco práctico para un casco de ciclista, derivó en una broma permanente entre ellos dos y terminó por ser el signo de nuestro amigo Richi. Cuando Gerardo notó los cuernos sobre la cabeza se quedó parado, como confundido, pero enseguida reaccionó y, gritando el nombre de Richi, se abrazó a él.

- ¡¡Es Richi!! ¡¡Ha venido Richi!! ¡Mira Javier, Richi ha venido a verme! ¿Vienes a verme como pedaleo muy fuerte cuando voy a Santiago? ¡He trabajado mucho con la bici! ¡¡Ya tengo poca chicha!! Mira toca; tengo poca ¿verdad? -decía entusiasmado y casi sin respirar.

Richi fue contestando poco a poco a toda aquella avalancha de preguntas y lo hizo como un verdadero profesional del alfabeto dactilológico, construyendo en su mano las palabras letra a letra con los símbolos de la Lengua de Signos Española. Las había aprendido en el folleto que Gerardo le dio en una de las muchas visitas que hicimos a Anca en aquellos últimos meses y, con alguna pequeña duda, las recordaba casi a la perfección.

- Sabes hacer muy bien con las manos. ¡Eres muy listo! -le dijo y enseguida nos lo contó a los demás-. ¡Javier, Mar!, Richi es muy listo. Sabe hacer muy bien con las manos.

- Sí -le contestamos-, no tiene un pelo de tonto.

- ¿Por qué dices eso? ¿Es una broma?

- Sí, es una broma. Ya sabes que Richi se afeita la cabeza y por eso no tiene pelo, ¿verdad?

- Tú dices muchas tonterías -dijo muy serio, dudando si a su amigo le enfadaría que nos metiéramos con su "peinado".

En torno a las nueve llegamos a un barecillo que nos recomendaron en el albergue para cenar algo caliente. Fuimos nosotros cinco más Geli, Bea, José Alfonso y Richi. Aquella iba a ser la última cena del Camino ya que, si no sucedía alguna catástrofe, el día siguiente por la mañana llegaríamos a Santiago. El ambiente era verdaderamente estupendo y la cena fue muy divertida. Pasó rápidamente entre las preguntas de los recién llegados, el relato de las anécdotas más curiosas de lo que nos había ido sucediendo a lo largo de la ruta y la puesta al día de las novedades respectivas de la vida de cada uno. Parecía que hacía un siglo que no nos veíamos y en total no habían pasado ni quince días desde que lo habíamos hecho por última vez. En el ambiente flotaba un sentimiento general de alegría por estar a punto de terminar mezclado con cierta dosis de tristeza porque todo aquello llegara a su fin. Podríamos decir que vivíamos una especie de esquizofrenia de sentimientos, algo así como un "sí pero no", "un menos mal pero qué pena" o "un quiero pero no del todo". Vaya, como la vida misma.

Estábamos a punto de terminar cuando llegaron Víctor y los suyos buscando sitio para su cena. Aprovechó para recordarnos que al día siguiente vendría Paula a las seis para filmar el despertar de Gerardo y la rutina de levantarse, asearse, vestirse, etc... Quedamos en que me llamaría al móvil para que bajara abrirle la puerta.

A las diez y media pasadas nos metimos en los sacos y veinte minutos más tarde volví a salir del mío para coger los tapones y sellarme los oídos. Resultó que había un doctor Jekyll y un míster Hyde en la pareja de holandeses. Mientras que uno de ellos había sanado a Gerardo, el otro estaba empeñado en no dejarnos dormir. ¡¡La madre que lo parió!! Hacía años que no oía a alguien roncar tan fuerte ni de forma tan estridente. Era algo tan exagerado que daba la impresión de que el autor de los ronquidos estaba despierto imitando el ruido a voz en grito sólo para jorobar. Apreté los tapones de cera todo lo que pude y aún así seguía oyendo aquel puñetero run-run. Menos mal que, como dice el refrán, "no hay mal que cien años dure" y en algún momento debí quedarme dormido. Lo siguiente que recuerdo es al pobre Gerardo zarandeándome para que me levantara a llevarle al baño. Debí haber apretado tanto los tapones que no pude oírle cuando me llamó.

[subir]

Arzúa - Santiago

Domingo 30 de Agosto
46 km en 3,30 horas

"¡¡Y, por fin, el último día!!", escribía Rafa en los apuntes que tomó para que me sirvieran de guía para este diario, y tal cual él lo pensó y lo puso, así mismo lo transcribo yo ahora. Y lo hago porque eso era lo que yo también pensaba y sentía: "¡¡Por fin el último día!!". Dicho así no puede saberse con qué ánimo lo escribió Rafa ni tampoco cuál era y es el mío, ¿verdad? Cuál de las dos partes de la esquizofrenia de la que hablaba ayer es la que domina a la hora de escribir estas líneas y cuál era la que dominaba mi espíritu en el momento de salir del saco y dejarme atrapar por ese pensamiento de final. Debería darme vergüenza revelar el motivo por el que lo pensé aquél domingo treinta de Agosto pero mucho me temo que, después de más de ciento sesenta páginas de confesiones, iba resultar un poquitín absurdo ruborizarme ahora por esto. Juro que en aquel momento mi "por fin" era un por fin de inmenso alivio, de quitarte un peso de encima, de "¡menos mal!", de "una vez y nada más", de "no vuelvo a meterme en otra de éstas en mi vida" y de hecho así se lo dije a Estela cuando volví a casa. Realmente fue mucho: mucha tensión cada vez que subíamos al triciclo para que no le pasara nada a Gerardo; mucho desgaste físico y mental en cada cuesta, en cada descenso, en cada curva cerrada, en cada tramo mal peraltado, en cada trecho de asfalto irregular, en cada zona de tráfico denso,...; mucha exigencia para dar puntual y cumplida respuesta a Gerardo, a todas sus inquietudes, dudas, curiosidades, preguntas complicadas, preguntas sencillas pero mil veces repetidas,...; de nuevo mucha tensión, cercana al stress, para mantenerle siempre atendido y a salvo;... Y doy gracias una y mil veces a MariMar por haber sido nuestro primer y principal Ángel de la Guarda porque, si hubiésemos tenido que hacer nosotros solos toda la ingente labor de aprovisionamiento, intendencia y limpieza que ella hizo por el grupo, hubiera sido definitivamente mortal.

¿Y ahora? ¿Qué es lo que pienso ahora? ¿Cuál es el significado de ese "por fin" que acaba de salir del teclado del ordenador a golpe de dos de mayo de 2010, algo más de ocho meses después de haberlo pronunciado por primera vez? Para qué vamos a engañarnos. De todos es sabido que la cabra tira al monte y hacia allí es hacia donde tiro yo también. Una vez recuperado de la fatiga de la ruta; después de haber visto una y mil veces las fotos que nos hicimos y de haber comentado las aventuras y desventuras de aquellos días en otras tantas ocasiones; después de escuchar a Gerardo pletórico de felicidad por lo que habíamos hecho y lleno de esperanza e ilusión por lo que pueda venir en el futuro; después de oírle decir hasta la saciedad que somos amigos y que tenemos que seguir saliendo en bicicleta a entrenar para perder "chicha" y para estar listos para el próximo Camino, el del verano entrante; después de haberle puesto la miel en los labios al enseñarle lo que significa la libertad de rodar sin meta fija, de sentir el aire y el sol sobre la piel, la sensación de velocidad y de vértigo de los descensos, de poderío y de fuerza en las subidas,... Está claro que, después de todo eso, no quedaba más remedio que seguir adelante pero no por aquello de "pobriño él" sino porque, como he dicho en alguna ocasión, no hay nada comparable a lo que se siente al poder ser los ojos y los oídos de alguien. Además, somos amigos, lo digo yo también, y sé que él también lo haría por mí. Pero bueno, de los planes de futuro hablaremos al final. Baste decir que, efectivamente, aquel treinta de Agosto fue el último día de nuestro primer Camino de los Sentidos y que el segundo está ya en el horno.

Me levanté a las seis menos diez para estar listo cuando sonara la llamada de Paula. Dejé que Gerardo siguiera durmiendo hasta que llegara ella con la cámara para que pudiera captar su cara de sueño y su energía al salir del saco. Se hicieron las seis y diez y las seis y cuarto y ni sombra de Paula. Le había dado a ella mi número para que me llamara y poder abrirle la puerta pero yo no me había anotado el suyo, ¿para qué? Me pareció que esos quince minutos de cortesía habían sido más que suficientes así que lo desperté y le di la ropa para que se fuera vistiendo. Íbamos ya hacia el baño para que se aseara cuando apareció Paula. Tenía tanta cara de sueño como de vergüenza por el retraso.

- Por favor perdóname. No sé cómo he podido quedarme dormida pero no me he enterado del despertador. Lo siento muchísimo.

- Está bien -le dije bastante seco-. Voy a volver a meterlo en la cama para que puedas grabar cuando sale del saco y luego le cambio la camiseta para que lo tengas vistiéndose.

- Muchas gracias Javi. Si Víctor se entera seguro que me mata.

Hasta ese momento habíamos ido alternando la ropa de los distintos colaboradores pero poniéndonos los tres siempre lo mismo. Los primeros días llevamos la del Club Ciclista Vigués, después la de la Fundación Óscar Pereiro y los últimos la de Caixanova. Pero este día iba a ser especial porque sería el de la llegada y, como se suponía que habría gente esperándonos, no queríamos dejar a ninguna de las personas que nos habían ayudado sin el poco o mucho de publicidad que pudiera surgir de la entrada en la Plaza del Obradorio. Como mínimo teníamos aseguradas las fotos de las familias y de los miembros de las asociaciones de sordos así que decidimos que cada uno llevara una de las equipaciones para que los tres clubes tuvieran las mismas posibilidades. Adolfo eligió la de Óscar Pereiro, yo la del C.C. Vigués y a Gerardo le dejamos la de Caixanova.

Desayunamos solos en el comedor del albergue. Bueno, cuando digo solos quiero decir que no había ningún otro peregrino, porque Geli y Richi nos ayudaron a liquidar los restos de los suministros que llevábamos. MariMar había sabido administrar perfectamente los víveres de modo que pudimos llenarnos las barrigas a placer sin que al final sobrara mucha comida. Cuando dimos por finalizado el banquete subimos de nuevo a la habitación para terminar de recoger y lavarnos los dientes, operación que mi copiloto hizo ya en el baño de la planta baja.

Salimos a la calle a buscar las bicicletas en torno a las ocho menos veinticinco, justo en el momento en que llegaban Bea y José Alfonso que la noche anterior habían marchado a dormir a casa de unos familiares que tenían en Santiago. Al despedirse, después de la cena, nos dijeron que vendrían para acompañarnos en los últimos kilómetros de la ruta. Gerardo volvió a ponerse terriblemente nervioso y contento cuando les vio. Nos ayudaron a colocar los trastos y, en el momento de arrancar, se despidieron cariñosamente de nosotros. Su compañía y la de Richi, unida a la de Geli, convirtió nuestro grupo en una hermosa mini-caravana compuesta por ellos tres, Richi en su bici y Geli y el matrimonio cada uno en su respectivo coche, más el triciclo, la bici de Rafa, la de Adolfo con el carro porta-bultos, el coche de Mar, la auto-caravana de Víctor y el coche de Alberto. Un verdadero despliegue que por momentos me helaba la sangre al ver alguna que otra barbaridad hecha por algún descerebrado que pretendía adelantar a todo el grupo de un tirón o, incluso, por los propios miembros del equipo en su afán de obtener buenas imágenes.

¡¡Ay!!, casi me olvido de la pelea. Acabábamos de sacar las bicicletas del improvisado garaje en el que pasaron la noche cuando vi que Adolfo ase levantaba la camiseta en plena calle para que MariMar le diera unas friegas con la pomada anti-inflamatoria que llevábamos para casos de necesidad.

- Mira que eres fantasma. Tienes que venir a enseñar tus musculitos en medio de la calle. ¿No has tenido tiempo suficiente de ponerte la crema en el albergue? -le dije poniendo cara de desprecio.

- ¡Cállate! Que tú eres el único chulito que hay aquí -respondió riendo y lanzándome un puñetazo al brazo que me costó esquivar.

Me separé de él simulando desentenderme de la conversación y volviendo a ocuparme de las bicicletas. Lo que realmente quería era pillarle desprevenido para sacarle una foto mientras Mar le aplicaba la pomada. Lo tenía ya enfocado y estaba a punto de disparar cuando Rafa me vio y se rió. Adolfo se percató del gesto de Rafa y se dio rápidamente la vuelta. Al verme, se giró y se escondió detrás de Rafa. Los rodeé a los dos y enfoqué de nuevo. Él estiró el brazo y trató de tapar el objetivo de la cámara con la mano justo en el momento en que yo disparaba. El resultado final fueron dos bonitos primeros planos: uno del logotipo Kalenji del chubasquero naranja de Rafa y el otro de la palma del guante derecho de Adolfo, aunque, por detrás de este último, se aprecia una sugerente toma de uno de sus pectorales pero resulta que, más que un pectoral, parece una rosada islita volcánica rodeada por un arrecife de pelacos negros enmarañados. ¡¡Ja ja ja ja!! Cuando lea esto me mata de nuevo, seguro.

Antes de perderme por los cerros de Úbeda estaba hablando del momento de la partida y de la cola que montábamos todos nosotros en fila india por la N-547. De esa guisa salimos y nos enfrentamos a la niebla y el frío. Por suerte, poco a poco el sol se fue fortaleciendo y logró hacer desaparecer la molesta neblina aunque la temperatura continuó siendo bajita. Richi pedaleaba a nuestro lado y no paraba de hacer fotos que luego colgó de la página web de Anca, todas ellas con bonitos comentarios de nuestra aventura. Debió ver que íbamos un poco justos de fuerzas porque a cada repecho que tocaba superar se ponía detrás del triciclo y nos daba un empujoncito para ir más ligeros. Quiero que sepas que desde hoy mismo quedas contratado para la próxima. Es un lujo llevar un motor auxiliar de esa potencia y ese buen carácter.

Eran alrededor de las diez y faltaban sólo quince kilómetros para Santiago cuando nos detuvimos a almorzar, parada que Víctor aprovechó para hacer la grabación de lo sucedido en las dos últimas etapas. Me lo propuso entre bocado y bocado de empanadilla y, aunque antes de grabar me había dicho que era la última, cuando empezaron a recoger el material se disculpó y me advirtió que necesitaría otra sesión. Sería ya en Vigo, unos días después de la llegada, cuando todo estuviera reposado, cuerpo y alma. Dijo que sería el momento oportuno para darle un repaso de conjunto a la aventura, la hora de las conclusiones y de la valoración tranquila de lo sucedido.

Arrancamos a las once menos veinte. Lo sé con tanta exactitud porque hay una foto de José Alfonso acompañando a Gerardo hacia el triciclo justo a esa hora. Se pasaron juntos casi todo el tiempo del tentempié con Bea como testigo de su charla. Gerardo no paraba de echarle en cara a José Alfonso lo gordo que estaba. Le cogía con la mano un buen pellizco de "michelín" abdominal y le recriminaba lo mucho que comía y lo poco que se cuidaba. Bea reía a carcajadas celebrando la ocurrencia de su amigo y el fingido apuro de su marido. Por su parte, José Alfonso no dejaba de felicitar a Gerardo por lo mucho que había adelgazado y por el gran trabajo físico que había realizado desde que empezó a entrenar y, especialmente, en los últimos doce días. Era una auténtica gozada verlos tan felices a los tres.

Los últimos kilómetros se nos hicieron eternos, al menos a mí. El tráfico fue haciéndose más denso conforme nos acercábamos a Santiago. Saber que estábamos tan cerca de la meta y que estaban tantas personas esperándonos me ponía tremendamente nervioso. No paraba de pensar en lo terrible que sería tener un percance tan cerca de la meta. Seguimos todos juntos hasta que llegamos a la rotonda en la que coinciden el final de N-547 con el de la N-634 y la Autovía A-54 que une Santiago con el aeropuerto de Lavacolla. Allí los coches nos abandonaron y se fueron a toda velocidad por la autovía para poder aparcar y llegar a tiempo para recibirnos cuando entráramos en la plaza del Obradoiro.

Se fueron sucediendo los carteles indicadores de la distancia que nos separaba de nuestra anhelada meta hasta que, por fin, apareció el que decía que entrábamos en la ciudad. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo cuando nos miramos los unos a los otros y nos hicimos los típicos gestos de victoria, de que todo iba bien, de que estábamos a punto de llegar. Toqué a Gerardo y, cuando me tendió la mano, se la cogí y le señalé el cartel tal y como habíamos acordado.

- ¿Estamos ya en Santiago?

- Sí.

- ¿Toco ya el pito?

- Todavía no. Te aviso yo.

- Vale.

¿Os he hablado del silbato? Creo que no. Hace muchos años le regalé a Gerardo uno de mis silbatos de policía. ¡Mala cosa hice! Lo guarda como oro en paño y lo lleva con él casi siempre que salimos por ahí. Tiene un sonido tan estridente que parece ser que llega a oírlo o al menos eso dice él. Lo cierto es que se pasa enormes ratos tocando ritmos con el puñetero silbato y eso te taladra el oído. Por supuesto, cuando preparó sus cosas para el viaje, una de las primeras que guardó fue el dichoso pito, no fuera a olvidárselo. Creo que fue a partir de la tercera etapa cuando empezó a utilizarlo sin parar. Íbamos pedaleando tranquilamente y, de repente, lo hizo sonar. Él sabe perfectamente que hace un ruido horrible y le divierte enormemente pillarnos desprevenidos. Le dije que no podía tocarlo sin avisar porque podía confundir a alguien haciéndole creer que había sido la policía la que había silbado. Al final llegamos al acuerdo de que, cada vez que le apeteciera tocar, tendría que preguntarme si podía hacerlo o si había algún peligro. Por otra parte, cuando estuviéramos en algún sitio en el que pudiera tocar sin problemas, yo se lo haría saber con un ligero tirón de su oreja izquierda. De esta forma fuimos capeando el temporal de su afición por los conciertos de silbato durante toda la ruta. Aquella mañana me había dicho que quería tocarlo cuando llegáramos a Santiago y por eso me preguntaba si ya era la hora de hacerlo.

Cruzamos la ciudad en un suspiro y llegamos a la Plaza de España. Ya no nos quedaba nada: Juan XXIII, San Francisco y la Plaza del Obradoiro. Fue al final de la calle San Francisco, cuando ya teníamos a tiro de piedra la catedral, cuando le toqué la oreja. Agarró el pito con tanta ansia que casi no logró hacerlo sonar con el primer soplido. Le hice en el hombro el signo de "tranquilidad" y, al volver a soplar, consiguió remover las piedras centenarias con el sonido de su silbato. Se vació en tres largas pitadas y paró. Volví a tocarle la oreja y soltó una de sus carcajadas. Agarró de nuevo el cacharrillo y dejó que toda su alegría saliera a través de los pulmones y se convirtiera en sonido. Cogió el ritmo y tocó y tocó hasta que llegamos al centro de la plaza y los brazos de su madre lo apretaron contra su pecho obligándole a dejar de soplar. Aquello fue inenarrable, apoteósico, una auténtica explosión de sentimientos. Besos, abrazos, lágrimas de felicidad, palabras de agradecimiento, de admiración de sorpresa. La familia de Gerardo, la de Adolfo, los amigos de la comunidad sorda de Santiago, Coruña y Vigo, familiares del equipo de Víctor, curiosos atraídos por los gritos, los signos del lenguaje de los sordos, los pitidos y las pancartas,... Ángeles lloraba, Pío lloraba, MariMar lloraba, la madre de Luis el cámara lloraba y tantos más que no pudimos reprimir nuestra emoción al ver la alegría y la emoción de los demás. Pero aún faltaba el remate.

- Javier, toma, dale esto a Gerardo -me dijo Víctor.

- Pero... ¿y esto? ¡¡Se va a volver loco!! -le dije al ver la copa que me daba para que se la entregara a nuestro coleguilla. Tenía una plaquita que decía "Para Gerardo, el campeón del Camino". Os he hablado de lo mucho que el deporte significa para él pero lo que no sé si os he dicho es la enorme ilusión que le hace ganar medallas en las competiciones. ¿Y una copa? Eso es el colmo para él. No sé qué imagen tendrá en su cabeza de lo que supone ganar una copa pero el caso es que anhela poder ganar una algún día. Llamé a Rafa, Adolfo y a MariMar, cogí a Gerardo de manos de su madre y, cuando estuvimos todos juntos, se la di. La cogió, la tocó durante unos segundos y....

- ¡¡¡UNA COPA!!! ¡¡¡GANÉ UNA COPA!!! ¡¡¡SOY UN CAMPEÓN!!! ¡¡¡GANE UNA COPA!!! -gritó extasiado mientras levantaba los brazos al cielo y rompía a reír con la carcajada más sonora que recuerdo haber escuchado.

[subir]

Epílogo

Habían pasado ya dos meses desde la despedida de Víctor y los suyos en la plaza del Obradoiro. Lo último que le dijimos fue algo así como... "¡¡avísanos cuando lo tengas terminado!!". La verdad es que teníamos una tremenda curiosidad por ver qué era capaz de hacer con todas aquellas horas de grabación y por eso se me aceleró el pulso cuando vi su número sonando en la pantalla de mi teléfono.

- ¡¡Hombre, Víctor!! ¡Qué alegría! ¿Cómo va todo?

- Hola Javier. Bien, va bien.

- ¿Ya lo has terminado?

- Todavía no pero tengo montados los primeros quince minutos y me gustaría que los vieras para conocer tu opinión. ¿Cuándo puedes venir hasta casa para verlo?

Fui tan pronto como pude, por supuesto, y me encantó.

- ¡¡Precioso!!

- ¿De verdad te gustó?

- De verdad. Es genial.

- Me alegro porque tengo que pedirte un último favor.

- Miedo me das pero... dime.

- Tengo casi todo listo. No montado como lo que acabas de ver pero casi. Sólo falta encajarlo con la música y afinarlo. Pero me falta algo. Me falta el remate y para tenerlo necesito grabarte cinco minutos en los que envíes un mensaje a la gente. Un mensaje que les deje muy claro qué es lo que va a pasar con Gerardo a partir de ahora, qué es lo que le espera, qué es lo que él espera, qué es lo que tú esperas. Tiene que ser algo fuerte, algo que llame pero sin exageraciones. Simplemente la verdad, la conclusión del por qué hemos hecho esto. ¿Me sigues?

- Sí, creo que sí.

- ¿Y estás dispuesto?

- ¿Después de todo lo que me has explotado ya? La verdad es que un poco más no importa -le dije riendo-. ¿Cuándo quieres que sea?

- Lo antes posible.

Quedamos en mi casa una tarde después del trabajo. Vino con Rubén y Carla, los dos jóvenes que había contratado para la edición del vídeo, para que le ayudaran con las cámaras. Víctor rompió el hielo con una pregunta y comencé a hablar.

¿Cómo me gustaría que la sociedad los mirara? Realmente lo ideal sería que la sociedad los mirara o, mejor, que no tuviera que mirarlos de ninguna manera especial. Me refiero a que fueran considerados gente normal de modo que ya no fuera necesario plantear una pregunta como la que me acabas de hacer. Lo que pasa es que, por mucho que queramos que lo sean y por mucho que a ellos les gustara serlo, sabemos de sobra que no son gente como los demás. El problema es que Gerardo, en su interior, se siente una persona completamente normal y aunque pueda estar mal o pueda sonar feo o discriminatorio decir que no es una persona normal, esa es desgraciadamente su realidad. Tiene unas carencias enormes contra las que lucha continuamente con su forma de ser, con sus deseos y con su alegría. Son carencias que, los que le rodeamos, nos hemos comprometido con él y con nosotros mismos a paliar, a rellenar los huecos que las provocan. Pero no nos es posible llenar todos esos huecos y los pocos que conseguimos tapar no llegamos a hacerlo del todo. Además, hay algunos que, desgraciadamente, hoy por hoy, no podrán llegar a ser llenados. Porque Gerardo, por ejemplo, muy difícilmente, por no decir de forma imposible, podrá llegar a tener algo que desea con toda su alma. A menudo lo dice como si se tratara de una broma, que en el fondo no lo es. Gerardo desea tener una novia, desea tener una vida normal, completamente normal, desea tener un trabajo... Sabemos que es muy fácil que la gente se enamore de Gerardo. Yo sé de chicas que están enamoradas de él; están enamoradas de la forma de ser de Gerardo, pero no con el amor que te lleva a comprometerte, a unir tu vida a otra persona. Gerardo no lo ve así. Él necesita, necesitaría, quisiera tener esa persona que le acompañara toda la vida y que le entregara su vida entera. Concretamente, su frase, bueno, una de sus frases, es "yo quiero una novia que tenga coche". Ya sé que suena a broma pero en definitiva no lo es. Él ve que no tiene posibilidad de ser autónomo en sus movimientos y, por eso, el hecho de que la deseada novia tenga un coche y lo pueda llevar de aquí para allá para él es importante.

Esa es una de sus más grandes carencias y fuente de mucho sufrimiento para él. ¿Qué se puede hacer para llenarla? Siempre hemos dicho que el Camino realmente no terminó el día 30 de agosto porque no puede haber un punto y final. Porque Gerardo no es un producto que se consuma y que tenga una fecha de caducidad establecida a 30 de agosto por algún desalmado fabricante. No. El 30 de agosto se acabó el camino con minúsculas, el que nos llevó en bicicleta desde Roncesvalles hasta Santiago de Compostela. Porque Gerardo continúa; su vida, sus deseos, sus ilusiones,... continúan adelante, afortunadamente. Y esas ilusiones son las que lo van a mantener alegre, despierto y activo. Son, en definitiva, las que lo van a mantener con vida. Porque en el momento en que pierda su risa, su alegría y sus ganas de hacer cosas, tristemente Gerardo se apagara y se convertirá en uno más de esos montones de minusválidos o discapacitados que están aparcados en un rincón esperando que pase el tiempo sin ningún tipo de..., sí, por qué no decirlo, sin ningún tipo de ganas de vivir.

La otra gran dificultad que existe para llenar esas carencias de las que estoy hablando, está en el tiempo y en la necesidad de compañía para ocuparlo. Hay que tener en cuenta que un día tiene muchas horas y un año tiene muchos días, así que imaginaos la de horas que hay por delante en una vida. Y aunque es cierto que él está en un centro, en Aspavi, que ha sido la salvación, para él y para otros muchos como él, Aspavi sólo ocupa una mínima parte de esas horas. Él está en el centro desde la mañana hasta media tarde, hora en la que regresa a casa, y allí queda aparcado un montón de tiempo. Luego también están los fines de semana y los festivos y las vacaciones en las que, por mucho que su familia se esfuerce y lo cuide y lo saque de paseo y haga cosas con él, que lo hacen, aún así restan muchas horas muertas en las que se queda sentado, sólo; en las que está parado y su cabeza funciona. Y es en esas horas muertas en las que reside el peligro. ¿Recordáis lo que os conté que sucedía en los largos tiempos de pedaleo silencioso durante el camino? ¿Os hablé de sus repentinas carcajadas y de lo que las provocaba? ¿De cómo en el silencio revivía lo que había hecho, lo que le habían dicho, lo que había conocido, lo que había sentido el día anterior? Eso es realmente lo que sucede. Ante la imposibilidad de estar viendo la televisión o escuchando música o leyendo, va recordando en su cabeza, disfrutando las experiencias adquiridas. ¿Entendéis lo que tenemos que hacer los que estamos con él y a lo que nos hemos comprometido? Se trata de poner los medios para que su cabeza se llene de imágenes, de recuerdos, de sensaciones que luego, en esos tiempos muertos de silenciosa soledad, pueda recordar y rumiar, como si su cerebro fuera igual que el estómago de una vaca y... bueno, pueda, en definitiva, ser feliz con esas memorias. Y ahí es donde interviene la gente, cualquiera. Y ahí es donde nace su grito, su continua llamada pidiendo voluntarios, gente que le eche una mano. Sin ir más lejos, si en estos momentos hubiera alguien que pudiera recogerle donde le deja la furgoneta del centro dos días a la semana y acompañarlo a la asociación de sordos, estaría allí un par de horas recibiendo más instrucción en lenguaje de signos lo que le permitiría poder comunicarse más fácilmente con las personas sordas. Independientemente del hecho de que, durante esas dos horas, estaría con amigos y amigas, ocupado en llenarse de vivencias y cosas, compartiendo historias y, a buen seguro, recibiendo y dando un par de besos a "chicats guapats".

Pero bueno, no penséis que es sólo Gerardo el que tiene este problema. Hay mucha más gente, muchísima más. En concreto en Galicia hay en torno a 40 sordo-ciegos de todas las edades. La más pequeña es Lucia, una niñita de 8 años que tiene exactamente el mismo problema que Gerardo: es completamente ciega y casi sorda, aunque oye un poquito gracias a unos potentes audífonos que lleva en sus dos oídos. Hoy por hoy aún no habla. Se hace entender pero no habla. Yo tengo la esperanza de que, en cualquier momento, algo en su interior haga un "click" y rompa a hablar. Eso le abrirá un campo enorme de posibilidades pero de momento sólo se comunica y se entiende con la gente que trabaja con ella: sus padres, sus mediadores sociales, sus profesores,... Bueno, pues toda esa gente, Lucía y Gerardo incluidos, necesitan alguien a su lado que les eche una mano, que les ayude a sacar un poco de ese fruto que tienen en su interior pendiente de madurar.

Yo creo que en este camino que hemos hecho con Gerardo ha quedado bastante patente de lo que son capaces, lo que necesitan y lo que pueden darnos las personas como él. La gente que lo ha conocido, aparte de flipar con su forma de ser y con lo que ha sido capaz de hacer con todas sus limitaciones, se han encontrado con un chaval genial y han quedado marcados. Sé, porque ellos me lo han dicho, que el equipo que nos acompañó también quedó marcado en ese aspecto, igual que nos sucedió a los que le conocimos hace ya un montón de años y hemos seguido trabajando con él. Lo que pretendíamos al dejarnos acompañar por un equipo de televisión, que al principio no dejaba de ser un coñazo porque pensábamos que habría que aguantar a esas personas todos los puñeteros días y al final resultó ser una maravilla porque nos ayudasteis un montón. En fin, lo que pretendíamos, y pensamos que se ha conseguido y se puede seguir consiguiendo, era que, por un lado, la gente viera que no son muebles, que son gente con sentimientos, con vida, con mucha vida, y que tienen derecho a seguir avanzando y progresando y que, por supuesto, tienen derecho a ser felices. Y, en segundo lugar, que necesitan y merecen y merece la pena que se les eche una mano en aquellas cosas en las que se les pueda ayudar para que continúen avanzando en su particular lucha por lograr la felicidad. Esta es nuestra llamada. El camino terminó, pero Gerardo sigue ahí. SU CAMINO CONTINÚA. ¿ALGUIEN QUIERE ACOMPAÑARLE? RECIBIREIS MUCHO MÁS DE LO QUE DEIS.

Vigo, 23 de mayo de 2010