Tenía intención de hacer el Camino desde hacía mucho, pero se estaba convirtiendo en una de tantas cosas que están en proyecto y pasa el tiempo y no se hacen.
El pasado año empecé a tomármelo en serio, pero era mal momento por ser Año Xacobeo -multitudes- y tampoco me hacía gracia hacerlo en verano porque no aguanto bien el calor.
Al final, se dieron las circunstancias para poder hacerlo en invierno. No fue premeditado. Tocó así.
Aunque tuve suficiente tiempo como para hacer sin prisa los preparativos, llegó la víspera de ir a casa por Navidades y andaba con el tiempo justo para preparar las notas que iba a llevar como guía. Lo que hice fue resumir el contenido de la guía de El País-Aguilar -distancias, referencias, cosas para ver...- y preparar un folio por etapa. Aparte, llevé la guía Consumer con información sobre los albergues.
El invento me resultó de lo más útil, por poder consultar lo que necesitaba con más facilidad -y menos peso y volumen- que si hubiera llevado la susodicha guía.
La credencial me la dieron en la Asociación de Amigos del Camino de Vitoria, donde vivo.
Lo que no hice -ya tuve tiempo de arrepentirme después- fue entrenarme con la mochila a cuestas. Y tampoco terminé de concretar lo que iba a llevar y lo que no hasta la víspera de salir hacia el punto de partida. La mochila pesaba demasiado, las cosas no entraban...
Para la lluvia llevé un plástico grande -de un colchón- en forma de poncho.
Al final, llevé unos 12-13 kg de peso.
23 de diciembre
Tras varios días metiendo horas en ello, termino de resumir el contenido de la guía el día 23 a mediodía.
Ya solo me queda preparar la mochila, que se queda para el final. El mundo al revés.
Intento dejarla lista esa misma tarde, porque a la noche iré a Ordizia para la Navidad, pero no hay manera. Tendré que terminar allí de hacer la selección. Total, que acabo llevando al coche un montón de cosas. La parte superior de la mochila sobresale por encima de mi cabeza como si fuera la de un soldado napoleónico.
El coche, que ya había dado algún aviso anteriormente, se niega a arrancar. Los calentadores -motor diésel- dicen que los cambie. Han elegido ese día y ese momento para declararse en rebeldía.
El soldado napoleónico vuelve a casa físicamente ileso, pero como si hubiera perdido varias batallas de golpe.
Dejo las bolsas y la mochila, llamo a la familia para decir que iré el 24 por la mañana, me tumbo sobre la cama tal cual estoy y me quedo dormido.
Despierto a medianoche y, con la tranquilidad que da haber descansado un rato y sin la prisa de unas horas antes, retomo la tarea de decidir qué cosas voy a llevar.
24-25 de diciembre
Con ayuda de un vecino -Luis- y la de unos cables, durante la mañana del día de Nochebuena salvo momentáneamente la situación con el coche -acaba por arrancar-, cuyo arreglo quedará para cuando vuelva. Por lo menos, podré ir a casa.
Una vez allí, sigo peleándome con la mochila por la tarde.
El resto del día y la mañana del día de Navidad los paso con la familia.
Solo me queda la tarde y la noche del 25 para rematar la mochila.
De vez en cuando, la peso en una báscula de baño -precisión en estado puro- y compruebo que, aunque sea poco a poco, los kilos van bajando hasta irse acercando a lo aceptable.
De todas formas, no le recomiendo a nadie andar así, con el agobio de tener que terminar con eso como sea y sin dejarme nada importante.
Aún no he empezado a caminar a Santiago, pero los pasos previos que estoy dando están resultando bastante preocupantes.
Me quedan cosas pendientes, como sujetar la concha de vieira a la mochila, pero he solucionado lo principal.
26-12-1999
He decidido empezar en Saint-Jean-Pied-de-Port a pesar de que un amigo que lleva varios años haciendo el Camino desde Vitoria en verano me dijo que le habían contado que esa etapa es un engaño. No me aclaró si se lo dijeron en referencia al recorrido que pasa por Valcarlos o al que va por la montaña.
El domingo día 26 salgo, por fin, hacia el punto de partida.
Para ir de Ordizia a Irún utilizo el tren de Cercanías de Renfe.
De Irún a Hendaya voy a pie -está cerca-, más que nada para empezar a experimentar el peso de la mochila.
Cuando pido el billete al de la taquilla en Hendaya me llevo la desagradable sorpresa de que el tren que pensaba coger -a las 11:15- no existe -algo así le entiendo- y que la alternativa es un TGV -tren de alta velocidad- a las 14 y algo. A cambio, en lugar de los 82 francos que -según tenía entendido- me iba a costar el trayecto, me cobra 78.
Hago tiempo paseando por un andén, por otro... ambientándome y esas cosas.
Me empiezan a molestar los hombros por el peso de la mochila. Todavía estoy de camino al Camino, pero me estoy cubriendo de gloria a base de bien.
A escasos minutos para la salida del TGV, este no solo no está aún estacionado en el andén, sino que ni siquiera está. Cuando aparece, largo como él solo, empiezo a mirar la numeración de los vagones para saber por dónde queda el mío y dirigirme hacia él.
Viendo lo que pone en los de cola -los primeros en ir llegando-, echo a andar a toda prisa, porque el mío estará bastante adelante.
Llego a la cabecera sin verlo...
En esto, corrigen la numeración y se produce el caos. Se ve que éramos unos cuantos los que estábamos maniobrando para ir cuanto antes hacia nuestros respectivos vagones y, durante un momento, los pasajeros nos movemos por el andén como pollos sin cabeza, hasta aclarar hacia dónde tenemos que dirigirnos definitivamente, y subimos a toda prisa al tren, porque ya es la hora de la salida.
Finalmente, partimos con retraso y se disculpan por megafonía. Muy bien, pero tengo que hacer trasbordo en Bayona y el margen disponible, que ya era escaso, ahora lo es más.
Al llegar a Bayona y coger la mochila de donde la había dejado, cae una pieza de plástico al suelo. Nervioso como ando, estoy por dejarla, pero la acabo cogiendo. Menos mal, pues es de las que sirven para abrochar las correas.
Voy deprisa a otro andén, subo al pequeño expreso, veo al revisor, le enseño el billete, dice que C'est bien, me siento y comienzo el proceso de descompresión.
El trayecto contribuye muy mucho a tranquilizarme, porque el recorrido es muy bonito -todo el País Vasco francés lo es.
Me llama la atención en particular el nombre de una parada: Pont Noblia. Hago propósito de volver algún día a ese lugar.
Conviene llegar con tiempo para ver St-Jean-Pied-de-Port. Yo ya conocía la ciudad y voy derecho a la rue de la Citadelle.
Tal y como dice la guía, Madame Debril parece un tanto harta de la cantidad de gente que, sin ser peregrinos, pasa por su albergue -lo que es el albergue propiamente dicho está cerrado en invierno- echándole cara para dormir gratis. Dice que los canónigos de Roncesvalles controlan incluso más que ella si la gente que pasa por allí son realmente peregrinos o no. Resulta bastante seria, pero correcta.
Me enseña fotografías de las montañas por las que pasaré mañana. Se supone que lo hace para que me sirvan de orientación si hace mal tiempo, pero las fotos, en blanco y negro, son más o menos de cuando se hicieron los Pirineos. Le digo que hay carretera hasta cerca del collado de Bentartea. No se lo cree. Se lo repito, al tiempo que le muestro las notas que lo confirman, pero sigue sin convencerse.
Me insiste en que mañana vaya por Valcarlos porque en invierno es fácil que haya niebla en la montaña. Incluso me acompaña hasta la puerta y, señalando al cielo cubierto, me dice que me acordaré de ella y de su recomendación en caso de ir finalmente por la montaña.
Siguiendo sus indicaciones, me dirijo al albergue (gîte d'etape) de Mme. Etchegoin, junto a la carretera que va a Bayona. El francés que aprendí en la escuela lo tengo bastante oxidado, pero nos entendemos en euskera.
Cuesta 1.250 pesetas -no tiene mayor problema en cobrar en pesetas- y está bastante bien, aunque no tiene calefacción. Seguramente por el frío no se ha quedado una pareja -no eran peregrinos- que han venido después.
Según venía para aquí ha empezado a llover y sigue haciéndolo durante la noche.
Me entretengo sujetando la concha a la mochila y haciendo otras pequeñas tareas.
Anoche tardé mucho en dormirme, me he despertado bastantes veces durante la noche y espabilo antes de que suene el despertador. Deben de ser los nervios de los comienzos.
El albergue tiene un libro en el que los usuarios han ido dejando comentarios. Leo algunos, todos favorables, y me siento poco menos que obligado a escribir algo en la misma línea, así que pongo que alojarme en ese lugar es un buen comienzo de cara al Camino de Santiago. No me habrá quedado muy original, pero bueno.
Cuando salgo sigue lloviendo, así que estreno el sombrero impermeable y el plástico-poncho. Trato de controlar este último con un palo que llevo, porque a veces le da por girarse y quedo más expuesto al agua.
Sigo el camino de la montaña -camino Napoleón-, tal y como tenía previsto, porque parece evidente que si abajo está tan cerrado arriba estará despejado.
Llueve durante la primera hora y luego escampa.
El paisaje es una maravilla. Todo el País Vasco francés lo es. Da igual repetir el comentario, porque es así.
La subida es constante y, tal y como esperaba, la lluvia y las nubes van quedando abajo.
Lo que no imaginaba es lo que aparece después: el viento. Más que viento, un vendaval, exagerado. Dos horas irreales de lucha contra un obstáculo invisible que un par de veces me impide avanzar, otras tantas me hace retroceder y en incontables ocasiones me desplaza como un pelele del borde derecho de la carretera al centro de la misma o de ésta a la cuneta izquierda.
La banda sonora la pone un bosque que queda abajo y que suena de forma impresionante.
Se va por una carretera estrecha hasta las cercanías del collado de Bentartea, así que no es mucho el terreno en el que la niebla puede crear problemas -al menos, eso parece viéndolo en un día despejado.
Me cuesta tres intentos vencer la resistencia del viento y dejar la carretera para seguir el difuso camino. A partir de Bentartea termina ese problema, salvo un momento, en el collado de Lepoeder, donde también hace su aparición en el camino la nieve.
La pesadilla del vendaval me ha dejado bastante cansado y el descenso a Roncesvalles por el hayedo tiene bastante pendiente, así que hago una parada, hasta que empiezo a quedarme frío y sigo hasta el final de etapa.
No han abierto aún el refugio y me quedo esperando por allí, sentado en un lugar apenas resguardado, hasta que unas mujeres que pasan comentan entre ellas que mejor estaría un servidor en la iglesia, por el frío.
Pues allá voy. Dentro hace una temperatura muy buena y hay mucha tranquilidad, porque no hay casi nadie.
Años atrás, acabé tomando la costumbre de parar en Roncesvalles de regreso a casa al término de la excursión de turno en bicicleta por el País Vasco francés.
Ya de noche, la historia del lugar, el entorno, la silueta de algún peregrino que se movía entre los edificios... me inspiraban la idea de hacer algún día el famoso Camino de Santiago.
Bueno, pues ya estoy aquí como peregrino. Eso sí, dadas las circunstancias en las que se ha desarrollado la etapa, la realidad resulta ser más cruda, con mucha menos mística que cuando me proyectaba hacia el futuro -ya presente-. Suele pasar.
Me sella la credencial uno de los canónigos. Un tipo curioso. El hombre comenta que este año aquello ha sido bastante caótico, hasta que fueron los del Ejército a instalar la base de acampada para peregrinos.
Antes de que me acompañe a la parte del refugio que tienen abierta en invierno llegan otros dos peregrinos. Son de Benicarló. Uno de ellos ya hizo el Camino desde Burgos y quería conocer esta zona. Quieren hacer tres etapas, hasta Pamplona. También han empezado en Saint-Jean-Pied-de-Port. En el albergue al que fueron -al que les llevó el del taxi desde Roncesvalles- pretendían cobrarles 2.000 ptas. a cada uno, protestaron y se lo dejaron en 1.500 ptas. por cabeza.
El viento ha tirado al suelo a uno de ellos una vez y al otro le ha perdido el sombrero.
En la guía pone que en el refugio no hay calefacción, pero hay unas placas eléctricas que calientan lo suficiente. En cambio, en las duchas hace bastante frío.
Lavo algo de ropa y pronto me doy cuenta de que no voy a hacerlo muy a menudo, porque a ver cuándo se seca esto.
Llegan otros dos peregrinos, de Gandía. También en este caso, uno de ellos ya conoce un tramo del Camino. Tienen intención de llegar a Estella, en principio para Nochevieja.
Se me ha pasado la hora y me pierdo la visita al museo -claustro, sepulcro de Sancho III, cadenas de la batalla de las Navas de Tolosa...-. Lo vi una vez, pero ya hace bastantes años.
Vamos a la misa de las ocho y recibimos la bendición de peregrinos. Aparte de nosotros cinco y los tres canónigos, solo hay una mujer y un hombre.
La ceremonia religiosa termina con el Salve Regina, que aprendí precisamente en la época en la que vi el museo de Roncesvalles. Todavía lo recuerdo y resulta un momento único participar con los canónigos -con estos vueltos hacia la imagen de la Virgen- en su canto en semejante contexto.
Cuando íbamos a la iglesia estaba nevando y la nieve empezaba a cuajar. A la vuelta la cosa sigue por el mismo estilo, así que ya nos imaginamos lo que nos espera mañana.
En el bar no venden pan. Los de Benicarló han ido después y les han dicho que el viento ha tirado árboles y ha obligado a cerrar aeropuertos -durante el día ha habido rachas de 160 km/h-. El que ya hizo el Camino me habla de la posibilidad de ir desde Larrasoaña hasta Puente la Reina, porque hasta Pamplona es etapa corta.
El ambiente entre los cinco es muy bueno. Frank, uno de los de Gandía, dice varias veces:
–Esto es un cachondeo.
Como el primer día, anoche me costó mucho dormirme y me he despertado muchas veces.
Amanece nevado y nevando. Los de Benicarló son los primeros en salir.
Tardo bastante en preparar la mochila y salgo con Eddy y Frank, los de Gandía. Se definen como taoístas.
El paisaje, como es habitual cuando nieva, es muy bonito y vamos muy animados.
Frank, que en realidad ha venido a acompañar a Eddy hasta Estella, a los diez minutos de salir dice que va hasta Santiago. El hombre está todo entusiasmado. Habrá que ver si sigue con la misma idea después de unos días.
Les llaman la atención unas instalaciones ganaderas junto a las que pasamos y estamos un rato allí, comentando con las vacas las últimas incidencias.
En Espinal, en cuyo bar encontramos a los de Benicarló, salgo un momento para comprar algo en la tienda del pueblo en un momento en que parece que no nieva. Pronto me arrepiento de haber dejado en el bar el sombrero y el poncho de plástico. Se pone a nevar fuerte, la tienda queda algo alejada y acabo como Copito de Nieve.
En la panadería del pueblo venden pan hecho in situ, muy bueno.
La nieve se va alternando con la lluvia. Cuando se combina con el viento resulta muy molesto.
Aprovechamos uno de los escasos momentos en que los elementos están descansando para hacernos una foto Frank y yo. Eddy hace de fotógrafo, el mismo Eddy que antes -o después- se ha hecho una foto junto a la puerta de un cementerio. Cuestión de gustos.
En las zonas más bajas, donde no hay nieve, los caminos llevan bastante agua y no es plan, como nos sucede tras el cementerio de Viscarret. Acabamos pasando del camino -intransitable- a un pastizal y este está inundado. Salimos como podemos.
Más adelante, después de Lintzoain, nos despistamos tras lo que la guía define como trocha descarnada y estamos un rato dando vueltas por una zona bastante embarrada hasta que Eddy retrocede y encuentra el desvío que nos hemos saltado.
La subida a Erro, nevando, ofrece un ambiente de lo más evocador.
Le dejo el palo a Eddy un par de veces para salvar zonas muy embarradas.
El descenso hacia Zubiri se hace largo y algo peligroso, por el agua y el barro que campan a sus anchas y que, además de haber logrado calar ya las botas, amenazan con provocar algún resbalón.
Me despido de Eddy y Frank, que se quedan allí, donde dicen tener alguna cita, y continúo solo hacia Larrasoaña.
En las cercanías de una fábrica de piensos me salen al paso un par de perros grandes, pero bastante tranquilos. Al dejar atrás la fábrica veo un cartel -colocado para que lo vean los que van hacia la fábrica-: Cuidado con los perros.
En Larrasoaña me lío. Entro en el edificio donde se encuentra el refugio y me da la impresión de que este se halla en el primer piso. En una puerta no contesta nadie, pero en la otra me dicen que lo que busco está en la planta baja.
Me reencuentro con los de Benicarló, que ya se han duchado. El hospitalero y alcalde del pueblo, Santiago Zubiri, nos muestra su credencial de cuando hizo el Camino y comenta cosas del mismo con el de Benicarló que también lo hizo. Yo me he quedado más bien frío y no me entero de la fiesta.
El alcalde trae periódicos para ayudar a secar las botas por dentro.
Los castellonenses comentan al rato que han decidido dejarlo sin hacer la etapa hasta Pamplona porque tienen la ropa mojada y ya han visto prácticamente lo que querían, así que suben a Roncesvalles en el autobús de La Montañesa para recoger el coche y salir por la mañana hacia su tierra.
Cuando vuelven, cuentan que arriba hay mucha nieve, que han visto algún coche en la cuneta y que ellos han bajado muy despacio, con mucho cuidado.
Entretanto, he descubierto mi salvación en la pequeña cocina del albergue. Aprovechando el mismo quemador -cocina de gas- que he utilizado para preparar la cena voy secando la ropa con relativa rapidez y, de paso, recupero el ánimo.
Me entero de que el refugio de Pamplona está cerrado -lo ponía en la guía Consumer, pero no me había fijado- y, aunque está abierto el de Cizur Menor, decido seguir la sugerencia del de Benicarló y juntar la etapa de Pamplona, que es corta, con la siguiente, hasta Puente la Reina.
A ver cómo amanece mañana.
En el dormitorio hay unos trajes para un desfile o algo así.
Hoy tampoco he dormido gran cosa.
Después de sacar anoche todas las cosas de la mochila y extenderlas para que se fueran secando, ahora toca irlas recogiendo por aquí y por allá.
Los de Benicarló se despiden. Dicen que seguramente volverán en otra época.
Salgo poco después de marcharse ellos. Cierro la puerta y echo la llave en el buzón de una casa cercana, como nos dijo anoche el alcalde.
El día amanece con algo de niebla. Pronto hacen acto de presencia el barro y el agua. Menos mal que al borde del camino hay piedras grandes, colocadas evidentemente para caminar sobre ellas cuando se forma tanto barro como hay ahora. Sólo que en un tramo esas piedras grandes están desplazadas de su sitio y el barro es inevitable. No se me ocurre nada mejor que pensar que alguien lo habrá hecho adrede.
Un dedo de un pie empieza a dar señales de avería.
En algún momento echo de menos algo más de señalización.
Como el dedo no deja de incordiar, miro a ver qué le pasa: aparentemente poca cosa, pero el calcetín está ensangrentado. A ver si aprendo que si hay síntomas de avería hay que parar lo antes posible, para evitar males mayores.
Más y más barro, desesperante por momentos. Es que hay mucho y de una consistencia tal que se agarra con una facilidad pasmosa a las suelas. Será suelo arcilloso.
Eso sucede en particular nada más pasar Zabaldika, tras un espacio con mesas y bancos. Si te paras a quitar el pegote de tierra se va el tiempo de mala manera y en cuanto das otro par de pasos estás de nuevo como antes. La alternativa es avanzar contra viento y marea con ese peso extra. Guatemala o Guatepeor.
El paso por las poblaciones más importantes -Burlada y Villava- no me resulta muy agradable, pero se ve compensado por la espectacular entrada en Pamplona.
El tránsito por sus calles se convierte en un slalom entre gente y más gente que anda de compras. Hago lo propio: pan y unos imperdibles.
La calle Mayor está levantada, por obras, y la sensación -entre el gentío y la maquinaria- es un tanto caótica. Igual resulta que no había tanta gente y todo es cuestión de contraste entre la calma de los pueblos y la actividad de la ciudad.
Me acerco a ver un belén en el parque de la Taconera.
Camino del alto del Perdón, lo que la guía menciona como rodadas por las que hay que desviarse desde un camino son, más bien, el enésimo barrizal de la jornada. Paciencia.
Los generadores de energía eólica los había visto muchas veces, pero nunca tan de cerca. Parecen gigantes. De hecho, al coronar el alto se ve a la derecha a un grupo de desafortunados peregrinos que quedaron petrificados -más exactamente, metalizados- tras ser alcanzados por sus aspas.
El descenso es bastante incómodo, por las muchas piedras sueltas. Los pies protestan, los hombros amenazan con dejarlo... Algún día me enteraré de que la mejor forma de acostumbrarse al peso de la mochila no es, como de hecho estoy haciendo, llevarla mucho tiempo seguido sin quitarla, sino descansar de vez en cuando para que los hombros se recuperen.
Me gustan los pueblos por los que se pasa, como Uterga, Muruzabal, Obanos... también Zariquiegui -antes-, aunque solo sea por lo tranquilos que parecen. De puertas para adentro habrá de todo, como en botica.
No me desvío para ver la iglesia de Eunate porque ya la vi en otra ocasión y porque se me haría de noche si voy allí.
En Puente la Reina se ve luz en el refugio, pero parece cerrado. Voy al edificio de los Padres Reparadores para sellar y pagar -300 ptas.- y me dicen que el refugio está abierto, que hay otros dos peregrinos, que empuje fuerte la puerta.
Pues es verdad, estaba abierto. Al entrar, la primera impresión es de suciedad; la segunda, de preocupación: al dejar la mochila no puedo levantar los brazos, los hombros me duelen bastante. Saludo sin mucho entusiasmo a los dos peregrinos, José Antonio -gaditano- y Carlos -venezolano afincado en Brasil-. Se conocieron en Roncesvalles.
Me quedo un rato sentado, sin ganas de hablar ni de hacer nada, pensando que mañana estaré mejor, que no volveré a hacer etapas tan largas y que, si el tiempo se mantiene como hoy, el barro irá desapareciendo. No me acabo de convencer.
En esto, el venezolano habla con el gaditano de ir al pueblo a comprar cosas para hacer una ensalada y le pregunta:
–¿Te provoca?
El gaditano no parece comprender el sentido profundo de la pregunta -yo tampoco-. Carlos se la repite y José Antonio entiende -yo también- que equivale a ¿te parece bien?
Al comentar de dónde venimos cada uno y dónde hemos empezado el Camino, el venezolano -que también lo empezó en St-Jean-Pied-de-Port- dice que Mme. Debril no le quiso dar la credencial -no la había conseguido antes de venir a España- porque no se creyó que realmente fuera a hacer el Camino. En cambio, en Roncesvalles, donde Mme. Debril decía que tenían mucho más control sobre los intereses reales de los que por allí pasan, se la dieron sin más.
Le pregunto por el albergue de Cizur:
–Excelente -suena algo así como ecseleeente.
El agua caliente de la ducha parece tener un efecto balsámico en los hombros, que hasta empiezan a dar señales de movilidad.
Tras volver ellos de hacer compras, me acerco a ver la iglesia del Crucifijo -frente a los Reparadores- y leo su historia en un folleto.
Doy un paseo por el pueblo, sin andar mucho -por el frío y porque no estoy para muchos trotes-, hago las pertinentes compras y vuelvo al refugio.
Preparo unos spaghetti en una cocina que está a tono con el resto: tiene el aspecto de no haber visto pasar una escoba desde hace semanas.
Carlos y José Antonio se empeñan en encender fuego en la chimenea -el refugio no tiene calefacción-, a pesar de que no hay mucho material aprovechable. Tras varios intentos esperanzadores acaban por dejarlo.
Un papel en la pared avisa del cierre del albergue de Estella en Nochevieja y Año Nuevo. Como llegaremos mañana, día 30, no hay problema.
Otro más recuerda los servicios que ofrece el albergue de Torres del Río -ya vimos un anuncio similar en Larrasoaña- y añade que está abierto, aunque en Los Arcos os digan lo contrario.
Después de dormir bastante bien -ya era hora-, voy amaneciendo poco a poco.
José Antonio y Carlos se ponen en marcha. Como no tengo ninguna prisa por volver a cargar con la mochila y hoy no hay muchos kilómetros por delante, me dedico a barrer el refugio -empezando por el barro que les he quitado a las botas- para suavizar así la impresión que uno se lleva al entrar. Con solo eso y pasar la fregona por las duchas aquello parece otra cosa.
El dedo que se me averió ayer está hinchado, pero no molesta mucho.
Me tomo la caminata con calma. Hay algunas zonas con bastante barro, pero van quedando atrás.
Se me ha olvidado poner vaselina en los pies, por lo que paro en Mañeru para hacerlo. No sé si este tipo de pueblos son muy bonitos, pero a mí me gustan.
Más aún me gusta Cirauqui.
Hago una parada en Lorca y una mujer me pregunta si quiero café. Explica que lo ha preparado esta mañana para dos peregrinas a las que el cura ha acabado llevando en coche hasta Estella porque una estaba mal. Imagino que serán dos hermanas catalanas que empezaron el Camino en Roncesvalles y de las que leí alguna cosa que escribieron en el cuaderno de peregrinos de allí.
El café no lo tomo -no tengo mucha costumbre cafetera-, pero cojo agua en la fuente del pueblo.
Unos chavales andan jugando con un balón y este se les escapa en dirección hacia mí. Ningún problema. Lo paro con un par de golpes con el palo y se lo devuelvo con un toque preciso con el pie, pura técnica... que luego se traduce en apuros para mantener el equilibrio, afectado por hacer lo que normalmente no se hace con una mochila a cuestas.
En Villatuerta me fijo en una estatua, junto a la iglesia, que resulta ser reciente y en la que está representado San Veremundo, nacido en 1020, Patrón del Camino de Santiago en Navarra.
La parte del Camino que sigue el trazado del GR es, como dice la guía, muy agradable. En un momento dado, unas señales amarillas de plástico inducen al error, pues tiran, como la cabra, al monte. Me quedo dudando y espero a que baje hasta donde estoy un hombre que viene cargado con un saco. Aclara que esas señales son de una carrera que hubo días atrás y que no las quitaron cuando terminó. Lo que lleva en el saco son aceitunas negras, para hacer aceite -de oliva, claro.
El albergue de Estella está muy bien y la ducha, tal y como dice la guía, también. José Antonio le otorga -a la ducha- el título de zuhtancioza, por lo bien que sale el agua.
Las que no están son las catalanas, por la sencilla razón de que no son ellas las que andaban con problemas -de hecho, han salido de allí esta mañana-, sino un par de chicas jovencillas, de pelo semi rapado y que dan la impresión de cargar con muchas cosas innecesarias.
Había recogido del suelo -no recuerdo en qué punto- un pantalón de chándal, pensando que sería de José Antonio o de Carlos, pero no es suyo. Allí se quedará, por si le hace falta a alguien.
Salimos José Antonio, Carlos y yo a comprar algunas cosas y acabamos separándonos, por entrar uno en una tienda, el otro va a ver una cosa en otro comercio, etc.
Al rato, coincido con José Antonio y damos una vuelta por la zona más céntrica, para ver el ambiente. Hay bastante animación, se nota que estamos en vísperas de Nochevieja.
Durante la cena comentamos cosas varias con la familia que lleva el albergue. Viven allí mismo y están entretenidos con Iago, su segundo hijo, de cuatro meses. Majo el chaval.
El hospitalero fantasea con la posibilidad de hacer algún día el Camino sentado en la pala de una excavadora -Caterpillar, especifica-. Iría saludando a los peregrinos, alguno de los cuales podría quedar aplastado, llegado el caso... Nos reímos, pero repite el comentario más tarde, así que vete a saber si es solo una fantasía.
Resulta que el vendaval del día 27 fue, según dicen, generalizado e, incluso, provocó varios muertos por caída de árboles. Pues vaya...
Me entero también de que el famoso santuario del Puy -de Estella- es de origen medieval. Lo creía más reciente.
Carlos me toma el pelo diciendo que, por lo visto, ayer me dolía hasta la cara, porque no era capaz de sonreír. Como ahora me encuentro bastante bien no me parece que ayer estuviera tan mal como me pinta.
Mientras desayunamos, el hospitalero -que también se llama Carlos- nos dice que somos unos privilegiados por poder hacer el Camino en invierno. Cuenta lo que ha sido este verano de multitudes y nos reímos bastante con algunas de las escenas que describe.
Dice que la gente llega nerviosa, por el calor y por la incertidumbre de no saber si han llegado a tiempo para coger sitio o si ya está todo completo. Algunos, tras la buena noticia de que quedan plazas para ellos, suben y, al poco, bajan para protestar por la cola que hay en las duchas, porque alguna cosa está sucia o por lo que sea.
Por las mañanas temprano, como el cuadro de control de las luces está fuera del alcance de la soldadesca, la cocina parece una mina, por los peregrinos que deambulan por ella con linternas frontales para desayunar lo antes posible y salir pitando en cuanto se abren las puertas del albergue. Alguno ha debido de haber -al parecer, un francés- que, incapaz de esperar a la hora de apertura, abrió la puerta -a pesar de estar cerrada con llave- tras soltar los anclajes de la misma y se marchó al galope en busca del siguiente refugio.
Le dijo a un periodista local si quería venir al albergue a entrevistar a los últimos peregrinos que pasaban por allí este año, pero se ve que no le interesó mucho.
Le comento lo del aviso que hemos visto en Puente la Reina, según el cual el albergue de Torres del Río está abierto, aunque en Los Arcos os digan lo contrario. Su versión es la de que, como tanto el de Torres como el de Los Arcos son refugios privados, en Los Arcos igual dicen que el otro está cerrado para que la clientela se quede allí.
La extraña pareja de peregrinas sale antes que nosotros, pero nos las encontramos sentadas junto a un crucero antes de Iratxe, fumando. Anoche, viendo la serie Los Simpson, se reían como locas. Además de las mochilas, llevan alguna que otra bolsa de plástico con las compras que hicieron ayer en Estella. Hasta luegooo...
Yo no llevo bolsas de plástico suplementarias, pero me parece que también me he cargado con bastante peso tras las compras -comida, fundamentalmente- que hice ayer.
José Antonio se anima a probar el vino de la fuente de Iratxe, pero solo obtiene unas gotas.
Poco después, comenzamos a disgregarnos y a marchar cada cual a su aire.
Nos reunimos poco antes de Villamayor junto a lo que la guía define como una fuente medieval. Nos gusta mucho. José Antonio dice que es un aljibe y que en Andalucía se construyen mucho para utilizarlos como piscinas y burlar así la normativa -donde la haya- que prohíbe la construcción de piscinas propiamente dichas.
Carlos camina a buen paso y se adelanta, y eso que anoche andaba pinchando ampollas y remendando agujeros en los calcetines.
También tira para adelante José Antonio -que venía por detrás- mientras paro para que descansen los hombros, que me están dando guerra.
Luego, José Antonio se salta una señal y camina hacia quién sabe dónde. Como voy detrás, lo veo y le grito, pero no me oye porque está algo alejado y sopla algo de viento en contra. Menos mal que Carlos, que está sentado un poco más allá, en el camino correcto, también ha visto la jugada, le silba fuerte y lo devuelve al redil.
Se paran a descansar y comer algo y yo continúo, porque tengo intención de llegar a Torres del Río.
Cuando llego a Los Arcos paro un rato junto al refugio privado -el otro está cerrado- para descansar y, de paso, espero un poco por si llegan José Antonio y Carlos, que tienen pensado quedarse hoy allí.
En esto, aparece en un balcón la del refugio y me pregunta que a ver si es que he llamado y no me ha oído. Le digo que no, porque no me voy a quedar, que los que tienen intención de hacerlo son dos que están a punto de llegar. Me dice que bien, que cuando quiera entrar que llame al timbre.
Más tarde, vuelve a asomarse y se repite el malentendido. Se ve que no me he explicado.
Al final, como estos no aparecen, continúo hacia Torres del Río.
El recorrido hasta allí resulta fácil y me gusta el paisaje solitario que se contempla, aunque hay un punto algo confuso -o así me lo parece- tras dejar la pista agrícola por la que se viene desde Los Arcos, donde la guía dice desvío por senda.
Y hay que cruzar una carretera Entre Sansol y Torres del Río que tiene cierto peligro, por estar en curva y no haber mucha visibilidad.
Ya en el pueblo, paso junto a la famosa ermita octogonal -que pretendo ver después- y encuentro cerrado el refugio.
Llamo al número que figura en la guía Consumer y se produce un desvío de llamada que me parece que pago yo -cosa rara-. Se oye a un contestador automático, con acento estadounidense, que dice lo que suelen decir casi todos los contestadores automáticos.
Pasa una vecina y pregunta si soy peregrino. Le digo que sí, claro, pero con la duda de si llevar recorridas unas pocas etapas es suficiente como para considerarse como tal.
Comenta que ya tenía idea de que aquello estaba cerrado, que igual es que no están -por lo visto son un matrimonio- en el pueblo. Me sugiere que vaya a confirmarlo a la casa donde viven.
Dejo la mochila junto al refugio y voy para allá. La casa en cuestión está más cerca de Sansol que de Torres. Al menos, lo que veo según me acerco invita a la esperanza: humo por la chimenea, ropa tendida y un coche delante de la puerta.
El timbre no funciona -así lo indica un papel-. Doy unos golpes en la puerta. Nada. Segundo intento. Nada. Y, sin embargo, hay humo, ropa, coche... Por tercera vez llamo a la puerta. Nada.
Estoy por dejarlo, pero lo intento una vez más. En esta ocasión, se asoma una cabeza de hombre por una ventana del primer piso:
–¿Qué quieres?
–Que a ver si me puede abrir el refugio.
–Hoy está cerrado. Estamos esperando a... mira la fecha que es...
–Pues vaya.
–Tienes un autobús a las seis para Viana y Logroño.
Se ve que expresiones como perdona o lo siento no figuran entre su vocabulario.
La impresión que me causa el individuo y su trato es peor que mala.
Vuelvo junto al refugio. Me entero de que en el pueblo no hay hostal, solo bar. Doy una vuelta por la parte alta y localizo la iglesia parroquial. En una zona del atrio no sopla casi viento...
A ver si, al menos, veo la ermita, que tiene similitud con la de Eunate. Carlos, el hospitalero de Estella, nos ha dicho por la mañana que la llave la tienen en la casa que queda enfrente; pero también hay una especie de cartel que indica que para verla hay que preguntar por... -el nombre de una vecina-. Pregunto dónde vive y llego a la casa: cerrada. Me dicen que está en Bilbao. Pregunto si, en ese caso, hay alguna posibilidad de visitar la ermita y me dicen que pregunte, precisamente, en la casa que nos había indicado Carlos.
Al rato, baja una mujer y la abre: una maravilla, no todas las impresiones que me llevo en este pueblo son malas.
Entre la información que recojo de unas y otras vecinas figuran comentarios sobre los del refugio, en el sentido de que son muy especiales. Al parecer, eso de cerrar sin previo aviso cuando les viene en gana o no les interesa porque, como ahora en invierno, no hacen mucho negocio -es un refugio privado- lo hacen muchas veces.
Por lo visto -por lo oído, mejor dicho- él es de Madrid y ella, de Milán.
Recojo la mochila y subo a la iglesia parroquial.
Pretendo dar una vuelta por la parte alta del pueblo y me meto por una calle en cuyo final diviso lo que, en un primer momento, me parece un perro grande. Pero luego lo pienso mejor y digo que no, que no puede ser un perro tan grande y sigo adelante.
Pues lo es y, al acercarme, se pone de pie. Es muy grande. Con la mayor naturalidad, doy media vuelta...
Seguro que era un animal de lo más pacífico y sociable, pero con el humor de perros que llevo encima prefiero no tentar a la suerte.
Monto una especie de improvisado campamento y ceno por última vez en este año. Tengo unos spaghetti que preparé ayer a sabiendas de que hoy no iba a poder cocinar.
Mi saco de dormir no es precisamente de invierno, así que llevo en la mochila un plástico -de envolver colchones, como el que llevo para la lluvia- para por si acaso y con él envuelvo el saco. Me pongo bastante ropa y trato de dormir. El caso es que lo consigo.
A medianoche espabilo con las primeras campanadas y me como las doce uvas -pasas, pero uvas al fin y al cabo- que he dejado preparadas previamente.
Eso sí, me he enterado de las campanadas de fin de año mejor que nadie. Hasta las nueve de la noche -creo- las campanadas se repiten en esa iglesia; a partir de esa hora solo suenan una vez.
Pues ya estamos en el famoso 2000, el último del siglo XX.
Después de tan histórico momento y de oír en la lejanía algunos fuegos artificiales, tardo en volver a dormirme.
A partir de las cuatro -más o menos- ya no hay manera, por el frío -que ya se mete por todas partes- y por la dureza del colchón.
La espera hasta las siete y cuarto, hora en que me levanto, se me hace bastante larga.
Me pongo en marcha en cuanto puedo, a ver si voy entrando en calor.
Antes de salir, hago una foto del espacio en el que había montado el mini poblado nómada, pero no se verá nada en ella porque no se me ocurre utilizar el flash y todavía no había suficiente luz para impresionar la película.
Y antes de dejar el pueblo, me acerco a la puerta del refugio y dejo en ella una madera y un par de ceniceros que había fuera. Vamos, que empiezo el año en plan resentido, rencoroso y vengativo.
Lamentablemente, mucho me temo que, a pesar de mis esfuerzos, el hospitalero dirigirá sus sospechas a los entusiastas trasnochadores de la víspera, de modo que lo único que habré conseguido con mi inocente trastada habrá sido perder el tiempo. No somos nada.
En uno de los momentos en los que el Camino atraviesa la carretera veo a uno que va caminando cuesta arriba, empujando una bicicleta. Parece peregrino. Me ve, parece ponerse nervioso y acelera el paso.
Me tomo con calma las sucesivas y anunciadas subidas y bajadas.
Descanso un rato donde, según un cartel, hubo antiguamente un poblado llamado Cornava. Hace bueno y quito algo de ropa.
Llego a Viana con intención de ver la tumba de César Borgia, pero en ese momento hay misa en la iglesia y me quedo sin verla por no saber que se encuentra junto a la entrada del templo, pero por fuera, en plena calle.
Cojo agua en una fuente cercana.
A eso de las once y cuarto el paisaje es el típico de las mañanas de Año Nuevo: poca gente por la calle y alguno que otro que aún no se ha acostado, como tres que vienen por la calle principal. Lo de vienen es un decir, más bien van dando bandazos de un lado a otro de la calle.
Sigo camino. Según estoy comiendo unos cacahuetes, está a punto de caérseme la cajita en la que los llevo. Hago un movimiento instintivo para evitarlo y, a diferencia de lo sucedido en Lorca al patear un balón, esta vez el peso de la mochila consigue desequilibrarme de mala manera y, tras girar sobre mí mismo, acabo en la cuneta. No me he hecho daño físicamente, pero vienen dos parejas a no mucha distancia y no sé qué habrán pensado de un servidor. Al cruzarnos no dicen nada, tal vez porque no me creen en condiciones de mantener una conversación...
Bonito espectáculo el que he dado, me temo.
Se acaba Navarra y empieza La Rioja.
Un tramo bastante pedregoso hace sufrir a las plantas de los pies, que ya habían empezado el día un tanto tocadas.
Al llegar a un pinar -indicado en la guía-, cerca de la carretera nacional, las señales no parecen muy claras. Acabo atravesando una parte del pinar y aterrizo en la carretera. Las flechas siguen por el otro lado de la misma, de nuevo por pinar. Me gusta, pero llevo los pies cada vez peor.
En las cercanías de Logroño, oigo:
–¡Madre, un peregrino!
y sale con bastante ímpetu de una casa una señora mayor que resulta ser la célebre señora Felisa (Higos, agua y amor).
Dice que soy el primer peregrino que pasa por ahí en el recién estrenado año.
Me pide la credencial para sellarla y para poner mis datos en un libro que tiene para ello. Le doy la credencial, aunque la idea que tenía cuando empecé era la de poner únicamente los sellos de los refugios en los que hiciera final de etapa. En todo caso, le digo que no lo ponga en el primer hueco que se ve libre -queda reservado para cuando vuelva a pasar por Torres del Río, donde al final me quedé sin sello-. Dice que ella me lo pone donde yo quiera, pero acaba poniéndolo precisamente ahí.
En el libro de registro que tiene veo que en los días anteriores han pasado algunos extranjeros de los que no teníamos noticia.
La mujer tiene un montón de perros y gatos, bastante bonitos.
Dice que el refugio de Navarrete está cerrado, con lo que me rompe los esquemas de ese día. Será cuestión de terminar la etapa en Logroño.
Al llegar al refugio, este está cerrado. Tomo nota del número que alguien ha puesto en la puerta y llamo desde una cabina telefónica. El hospitalero dice que en ese momento está fuera de la ciudad y pregunta si tenía pensado ir en ese momento a comer. Le digo que pensaba hacerlo en el refugio y contesta que, en ese caso, espere un cuarto de hora, para darle tiempo a llegar. Aprovecho ese margen de tiempo para llamar a casa y felicitar el nuevo año: la mitad de la familia está con gripe.
La gente está saliendo de misa, toda endomingada, y me siento en fuera de juego.
De vuelta a la puerta del refugio, me sorprende la cantidad de gitanos que pasan por la zona.
El hospitalero aparece en el tiempo previsto. Majo hombre. Dice que dentro hay otro peregrino, enfermo desde ayer, y que él volverá a la tarde para tomar los datos y demás. Me deja una llave del refugio e insiste en que no abra a nadie. Si viene algún otro, que le llame por teléfono como he hecho yo.
Le digo que, probablemente, llegarán más tarde otros dos a los que conozco. Dice que, siendo así, que les conozco y que son de confianza, que les abra; pero solo a esos dos.
Pues bueno.
El refugio está muy bien y la ducha, tras dos días sin probarla, sienta de maravilla.
Hay dos cocinas eléctricas, de las que solo funciona una. La otra fue víctima de las hordas estivales, que la inutilizaron a base de emplearla para secar ropa que ponían encima, en un tendedero plegable.
Por primera vez, hago una comida en un albergue -hasta ahora todo habían sido cenas.
Hasta lavo algo de ropa. Lo de lavar no es problema, la historia es secarla.
Llegan Carlos y José Antonio y bajo a abrirles al oír sus golpes en la puerta -el timbre no funciona.
Intercambiamos batallitas. Les cuento lo que me pasó en Torres del Río y ellos hablan de Viana. Esta mañana han llegado allí con ganas de comer algo -en la mochila no llevaban nada- y en los bares donde han preguntado no les han servido comida y les han dicho que no tenían pan. Lo único que hacía la gente era beber y beber.
Salgo con ellos a ver si encontramos un bar abierto para que coman, pero todo está cerrado en esa zona.
Según volvemos al refugio -tendrán que resignarse a comer spaghetti-, mira por dónde hay una pequeña tienda abierta muy cerca del mismo, en la otra acera. José Antonio dice:
–¡¡¡Una tienda!!!
como el vigía que divisa tierra tras varios meses de travesía marítima. Nos reímos. Es que llevaban sin comer nada desde ayer a las siete de la tarde.
Además de las típicas chucherías para chavales, hay verduras, fruta, conservas, algo de pan -de ayer, claro-, etc. Y no resulta caro. Increíble.
Tal y como había dicho, el hospitalero regresa a la tarde. Al ver que la credencial la obtuve en Vitoria, dice que él también pertenece a la Asociación de Amigos del Camino de Álava. Pero es que también es miembro de la de Valencia, creo.
Le preguntamos cómo es eso de pertenecer a varias Asociaciones. Resulta que, aparte de ser posible, él es el vicepresidente del invento a nivel nacional y este año ha hecho unos 70.000 km por cosas relacionadas con el Camino -conferencias, etc.-. Como peregrino, lo ha hecho ya nueve veces.
Entre otras cosas, comenta que este año han muerto unos siete peregrinos por infartos, accidentes... A uno de ellos, tras llegar a Finisterre y agacharse para coger agua del mar con la concha, se lo llevó una ola.
En el libro donde la gente escribe sus impresiones hay una con fecha de hoy cuyo autor anuncia que lo deja, que ha pasado muy mala noche y que, además, tampoco podía continuar por problema de fechas. Imagino que es el que está enfermo, pero no. El que ha escrito eso ya se ha marchado y el otro, que acaba por levantarse, más o menos recuperado, es mallorquín y mañana continuará caminando.
José Antonio comienza su comentario escrito con un Hoy he pasado mucha, mucha, mucha hambre de lo más expresivo. También ha otorgado, poco antes, el título de zuhtancioza a la ducha de este refugio, como ya hizo con la de Estella.
Por el libro de marras nos enteramos de que las hermanas catalanas también lo tienen que dejar dentro de un par de días porque se les acaban los días disponibles, ya que una de ellas es abogada y tiene un juicio en breve. El mallorquín las conoció y dice que son majas, habladoras.
Nos vamos quedando sin referencias cercanas en lo que a peregrinos que van por delante se refiere.
A la noche, como no sé si el Camino pasa por él y lo podremos ver mañana, me acerco a ver el Juego de la Oca en el suelo de una plaza. Estoy un rato, recorriéndolo despacio.
De vuelta al refugio, me acuerdo de que el timbre no funciona. Como los otros están en la cocina -en el primer piso del refugio-, empiezo a tirar piedras pequeñas contra el cristal de la misma. No se asoma nadie y me quedo sin piedras, pues solo había encontrado dos y acabo perdiéndolas.
Voy a la Policía Municipal, que está al lado mismo, a ver si tienen algún palo largo o alguna cosa con la que poder golpear en el cristal, pero no parecen prestar mucho interés y me sugieren que trepe por el enrejado de la ventana de la planta baja.
Dicho y hecho, tras esperar un poco a que no pase nadie por los alrededores. Esta vez consigo que se asome José Antonio y baje a abrirme. Dice que sí que oían los golpes en el cristal, pero pensaban que serían chavales.
Hacia las 22:30, tras oír varias veces un ruido como de una puerta corredera que atribuyo a algún almacén, aparece José Antonio diciendo que son golpes en la puerta del refugio. Se trata de un individuo con aspecto de inmigrante de procedencia incierta. No habla castellano y no hay manera de que entienda -o que quiera entender- que allí no puede entrar. El tío aporrea la puerta con fuerza cada poco tiempo.
José Antonio llama por el teléfono móvil a los municipales, que no aparecen. Subimos a la habitación, desde donde se ve lo que ocurre abajo. El hombre sigue sacudiendo la pobre puerta cada dos por tres hasta que una mujer que sale de un portal cercano le dice algo, el otro le contesta y la mujer le indica la dirección de la Policía Municipal. Nuestro hombre, tras mirar a la ventana en la que nos encontramos y hacer un gesto despectivo, desaparece en el edificio municipal.
Al rato vuelve a asomar, esta vez en compañía de un par de policías que le indican -según deducimos- por gestos la dirección del albergue de transeúntes. El sujeto en cuestión parece entender, se marcha y fin del episodio.
Por algo insistía el hospitalero en que no se abra la puerta a nadie que no haya hablado previamente con él.
Para variar, tardo bastante en preparar la mochila y en estar listo. Carlos y José Antonio salen antes.
Cuando yo lo hago todavía no se ha levantado el mallorquín convaleciente. Ayer nos explicó que no tiene ninguna prisa por terminar el Camino. Prácticamente, sus etapas transcurren de un refugio al siguiente más próximo.
José Antonio se ha dejado olvidado el palo y lo recojo.
Al cruzar una calle en la larga salida de la ciudad un coche me da un buen susto al desviarse en dirección hacia mí al acercarse. El caso es que toca la bocina, para y hace signos para que me acerque.
–¿Peregrino?
–Sí.
Y me da la mano efusivamente. Dice que es (...) -no recuerdo el nombre-, el amigo de los peregrinos, y que suele recibir cartas de peregrinos de todo el mundo. Hace unos días, por ejemplo, le ha llegado una desde Japón.
Añade que tiene una bodega según se sale de Logroño, que es donde suele tratar con los peregrinos que pasan.
Tiene un montón de pitufos y otras figuritas en la parte delantera del coche, por dentro.
Le comento que por delante van un gaditano y un venezolano.
Se despide con un ¡Machotes, cojonudos! Un auténtico entusiasta del Camino.
Cuando alcanzo a José Antonio y Carlos les cuento lo sucedido y pasamos un buen rato, sobre todo les hace gracia lo de la despedida.
Caminamos juntos hasta el parque de La Grajera. La gente que anda paseando es simpática y saluda más de lo que estamos acostumbrados a ver hasta ahora.
A partir del parque me adelanto. Carlos parece que tiene problemas con los pies.
Llegando a Navarrete, paro un momento en las ruinas de un monasterio.
Para llegar al pueblo hay que cruzar una carretera en cuesta y en curva, sin mucha visibilidad.
A la salida, junto al cementerio hay un monumento a una peregrina muerta.
La etapa resulta de lo más tranquila, con una temperatura muy buena para caminar -está nublado y hace fresco-. Además, los supuestos tramos de asfalto han sido sustituidos por andaderos.
Se repite aquí y allá la escena de gente trabajando cortando los sarmientos de las vides, aunque se les ve bastante relajados, a fin de cuentas es domingo.
Se ve nieve en el monte San Lorenzo.
Subiendo el alto de San Antón hay muchos pequeños montones de piedras en equilibrio, obra -presumiblemente- de muchos peregrinos de espíritu constructivo.
En Nájera -Peregrino, en Nájera najerino-, el refugio está cerrado. En el bar que indica la guía para esos casos me dicen que el hospitalero vive enfrente mismo y, efectivamente, al poco baja y lo abre.
Al entrar, hay que quitarse las botas y dejarlas en unas estanterías, y utilizar otro calzado.
Como he llegado poco antes de las 16, tengo tiempo de ducharme sin prisa e ir a ver Santa María la Real -en invierno el horario de visitas es hasta las 18-. La entrada propiamente dicha cuesta 200 pesetas, pero cobran algo más, no recuerdo si 300 ó 400, porque dan con ella un folleto del monasterio; acabada la visita, si uno no quiere llevarse el folleto, lo devuelve y recupera la diferencia.
La visita vale la pena. Además, según estoy viendo la iglesia, aparece una guía avisando de que va a explicar lo del coro. Pues allá vamos todos, detrás de ella. La mujer tiene bastante salero y hace entretenida la visita. Aquello es una maravilla, hay que ver el trabajo que tiene, como tantas y tantas otras obras de arte que hay en este país.
Y todavía queda tiempo para ver con calma las tumbas de diversos reyes y reinas y la cueva que dio origen a todo aquello.
Cuando salgo -tras hora y media de visita-, el hospitalero está en la calle y nos ponemos a hablar. Vista la hora que es, las seis menos cuarto, cree que José Antonio y Carlos -le he dicho que venían por detrás- se habrán quedado en Navarrete. Yo más bien creo que llegarán hasta aquí.
Aparecen al poco, junto con otro peregrino, un señor de Barcelona que ha venido en autobús para reemprender desde aquí el Camino, pues tuvo que interrumpirlo en otra ocasión por problemas físicos. El hospitalero se acuerda de él.
Al que no esperábamos y también hace acto de presencia es el mallorquín. El hombre pensaba quedarse en Navarrete, en un hostal; pero estaba cerrado, así que ha tenido que pegarse una paliza para llegar a Nájera antes de que oscureciera.
El albergue es bonito, por la combinación entre piedra y madera, aunque hace algo de frío porque no hay calefacción.
A la noche, hablando sobre cosas del Camino con José Antonio y el hospitalero -es hombre serio, pero con el trato se va abriendo-, este nos dice que el de Logroño no es el vice sino el presidente a nivel nacional.
También nos cita el caso de uno que hace el Camino con cierta frecuencia y que, en vez de recurrir a los albergues, pasa las noches en atrios de iglesias, al raso, etc. (peregrino-peregrino); y el de otro -no recuerdo si ese mismo- que, cuando llega, deja las cosas y sale otra vez al Camino a ofrecerse a cargar hasta el albergue con la mochila de algún peregrino que venga cansado.
Afirma que es mejor caminar solo que ir de cháchara con otros. Dice que hay que sentir el Camino.
Se ve que el hombre lo vive.
A la noche ha hecho frío. Me he defendido la mar de bien con las dos mantas que había cogido.
Para no ser menos, el día también amanece frío y con niebla.
Me he levantado el primero y he tardado menos que otros días en preparar las cosas. Mejorar mis marcas anteriores era fácil.
Ya desde antes de salir nos desperdigamos. El barcelonés se pone en marcha, mientras Carlos y José Antonio van a un supermercado y yo a otro distinto. El mallorquín saldrá más tarde.
La guapa cajera de la tienda, Blanca, me encarga que le dé recuerdos al apóstol Santiago. Tomo nota.
La niebla desaparece pronto, en cuanto se empieza a subir saliendo de Nájera, pero el día sigue nublado.
En Azofra, me acerco al refugio para ver la piedra procedente de la catedral de Colonia que hay junto a su entrada.
Aprovecho para descansar junto a la iglesia y ver qué le pasa a un pie que protesta algo: se me ha hecho una rozadura en la articulación de un dedo. Una tirita y a correr.
En Cirueña vuelvo a parar y espero a ver si llega José Antonio, pues me ha parecido que era él quien venía a no mucha distancia un rato antes. Un gato, entre mimoso y pesado, hace entretenida la parada.
Como no aparece nadie y ya me he quedado frío, continúo.
El recorrido es cada vez más llano.
En Santo Domingo de la Calzada me dirijo al refugio con intención de dejar la mochila mientras voy a ver la catedral. Está cerrado y me encuentro al barcelonés, que está esperando al hospitalero, a quien ha llamado por teléfono. Este llega al poco y enseguida se marcha. Se hace un poco raro subir un par de pisos hasta lo que es el refugio en sí.
En la catedral, una de las entradas conduce a la tumba del santo y es gratuita. Como es lo que quería ver, por allí entro. La otra entrada es de pago y es para visitar la catedral en su conjunto.
Espero ilusionado que el gallo diga algo, pero parece que está echando la siesta.
De vuelta al refugio, recojo la mochila y me despido del catalán. Dice que quiere hacer algún día la ruta jacobea en su totalidad; mientras tanto, aprovecha cuando tiene varios días libres para escapar de la vida rutinaria y venirse al Camino.
Tras algunas dudas a la salida de Santo Domingo, por la deficiente señalización y las obras en el puente, hay un tramo de asfalto que deja paso más adelante a otro andadero.
La guía recomienda seguir por el arcén y no dejarse engañar por el efecto óptico de una pista que parece acortar distancias hasta Grañón, pero el andadero continúa por esa pista y prefiero seguirlo a probar el sabor del tráfico.
Tras una última parada en algo así como una mini área de descanso, amenizada por el canto de numerosos pájaros, llego a Grañón con una sensación no muy agradable porque el día insiste en seguir nublado y no sé si tengo algo de fiebre. Sin embargo, nada más llegar al pueblo la gente se muestra acogedora y las malas sensaciones desaparecen.
El refugio está cerrado. Unos chavales que andan jugando me acompañan a casa del cura, que es el que tiene la llave; pero está en Santo Domingo, según una nota que hay en la puerta.
Mientras esperamos -los chavales se quedan haciendo compañía al forastero-, llega José Antonio. Dice que en Santo Domingo se ha perdido, en parte por la mala señalización y en parte porque se ha despistado, y le parece incomprensible que, precisamente en una ciudad tan importante en el Camino, no esté todo mejor indicado.
Otro grupo, en este caso de chavalas, se acerca a casa del cura y espera por allí. Como nuestro hombre sigue sin aparecer, nos dicen que vayamos con ellas al salón parroquial, donde estaremos más calientes. Lo agradecemos, porque el frío no es lo más saludable cuando se está parado al final de una etapa.
Un rato más tarde, alguna de las chavalas se ha encontrado con el cura y vuelve con la llave del refugio, al que se entra por una puerta que está al lado mismo de la sala donde estábamos esperando.
Total, que nos abren, entran embaladas y desaparecen por una puerta que no sabemos a dónde conduce.
El aspecto del refugio es bastante atípico. Aquello parece más bien una vivienda habitada y bien cuidada.
Nos gusta mucho. Además, tiene calefacción.
Vamos a ver qué hay tras la puerta por la que han desaparecido nuestras anfitrionas y resulta ser el acceso al campanario por una escalera de caracol. Al parecer, el cura no les deja subir por ella, así que aprovechan ocasiones como la actual para hacerlo.
Acabo por estrenar mi linterna frontal -soy minerooo...- y nos fotografiamos mutuamente José Antonio y yo bajo una de las campanas.
La linterna sirve después para alumbrar mientras las mozas intentan pegar con pegamento instantáneo la manilla metálica de una puerta que han roto los mozos al intentar entrar en el salón parroquial, valientemente defendido por ellas.
En la panadería de la calle Mayor, en el mismo obrador, compro pastas de avellana que hacen allí mismo. Todo muy auténtico. Están dando forma a la masa para hacer los roscos de Reyes.
Cenamos felices. José Antonio, como ya hiciera en Puente la Reina, se anima a encender la chimenea, con bastante éxito. Incluso asa unas castañas.
En el frigorífico hay bastantes tarros con mermelada casera de higos, además de muchas más cosas. Increíble.
Según le ha dicho a José Antonio la de un supermercado al que ha ido, el refugio lo han hecho entre la gente del pueblo, de forma desinteresada, aportando cada cual lo que podía, bien en mano de obra o materialmente.
Se duerme en el suelo -de madera-, sobre colchonetas, y, si se quiere, intentando mirar al cielo a través de alguna de las claraboyas traslúcidas.
Dormimos muy bien. José Antonio amanece a la voz de: ¡¡Uaaah!! ¡Qué bien he dormido!
Barremos el refugio, desayunamos y nos marchamos sin sellar. Ya dice en un dibujo el ángel vacilador que en ese albergue no tienen sello. Anoche pensábamos que sería broma y que ya aparecería el cura o quien fuera a sellar, pero parece que va en serio.
Compramos pan en la panadería de ayer. Dicen que lo hacen como se ha hecho siempre, sin echarle cosas raras.
En el Ayuntamiento no hay nadie, así que recurrimos al estanco para que nos pongan un sello.
Casualidad, cuando salimos del estanco nos encontramos con el cura, que va a abrir la iglesia. El hombre anda con lumbago. Nos confirma que no tiene sello, porque dice que en verano es un engorro el continuo goteo de peregrinos que pasan únicamente para que se les ponga el sello y después continúan.
Le decimos que nos ha gustado mucho el refugio, que más parece una casa habitada, y dice que así es.
Acompaño a José Antonio al bar, donde quiere tomarse un café. Volvemos a sacar el tema del buen estado del refugio y la mujer nos dice que la parte de albañilería la hicieron unos señores mayores de San Sebastián que venían cuando tenían tiempo libre.
Hoy también hace frío y hay niebla, pero salimos muy animados después de una de las mejores experiencias que hemos tenido desde el comienzo.
Para José Antonio, estas son sus primeras vacaciones en diez años, desde que murió su padre. Trabaja en un hotel familiar, en turnos de mañana y noche, con su hermano y su madre.
A un hombre de su pueblo, de familia humilde, se le cayó al agua un motor nuevo que con mucho esfuerzo había comprado para la barca. Desesperado, fue a pedir ayuda sin señalizar previamente el lugar del incidente. El propio José Antonio hizo algún intento de búsqueda, sumergiéndose en el agua con traje de buzo, pero no lo encontró.
Entramos en Castilla-León.
En Viloria, preguntamos a la de Correos -va en moto repartiendo las cartas- por si sabe a quién le tenemos que preguntar para ver la iglesia del pueblo: vive al lado mismo de donde estamos.
En ese momento estaba almorzando, pero baja al poco. Es un señor de 71 años.
En la iglesia, nos enseña la pila bautismal en que fue bautizado santo Domingo. Nos cuenta cosas sobre la labor del santo por aquellas tierras, los milagros que ha hecho y que sigue haciendo -fructificaron los campos...-, y nos hace ver las reliquias del mismo.
En otro orden de cosas, también nos muestra la calefacción de gasoil que han instalado y cuyo consumo -714.000 pesetas- absorbe la mayor parte del presupuesto de la parroquia.
Sin pedírselo nosotros, prepara el sello y nos lo pone en la credencial. A diferencia del día de la señora Felisa -Logroño- y aunque prefiero limitarme a los sellos de los refugios en los que acabe las etapas, en este caso no me importa nada y se lo agradecemos.
El hombre lleva haciendo esa labor desde hace muchos años de forma desinteresada, por amor al santo.
Cuando salimos de la iglesia ya luce el sol.
Como le preguntamos si se conserva la casa natal del santo, nos la muestra. Está cerca de la iglesia, en estado ruinoso, y es de un particular que pide demasiado dinero por ella, así que, de momento, no hay restauración.
Al pasar por Villamayor, una chica está tendiendo ropa junto a un club de carretera vestida con un camisón corto. Una propaganda de lo más gráfica.
En el andadero, que sigue obedientemente paralelo a la carretera, hacemos una parada y José Antonio comparte conmigo algo de fruta, que entra muy bien.
Aprovechamos para hacer algo que habíamos comentado ya varias veces: sopeso su mochila, la mía, otra vez la suya y otra vez la mía. A pesar de que me parecía -y me sigue pareciendo- que la mía pesa bastante, la suya es aún más pesada; pero no se lo digo, porque es lo que habíamos acordado.
Según tiene entendido, durante el Año Xacobeo diversos medios de transporte hacían descuento a los peregrinos en el viaje de vuelta. Cree que Iberia continúa haciéndolo, a pesar de que el Xacobeo ha terminado. Habrá que informarse.
En Belorado, entramos en una panadería porque José Antonio quiere comprar alguna cosa que sea típica de este pueblo.
Antes de nosotros, uno pide una barra y la dependienta le dice que ya no quedan, que solo hay medias -o pequeñas, no recuerdo-. El cliente se lleva lo que hay, que resulta ser una pedazo barra de considerable tamaño.
Le preguntamos a la chica a ver, entonces, cómo son las normales:
–Pues el doble.
Lástima, nos hemos perdido el espectáculo.
A partir de Belorado me adelanto porque José Antonio tiene algún problema muscular y va con calma.
En Tosantos, de una de las últimas casas del pueblo, justo antes de coger un desvío a la izquierda, sale un perro pequeño que se acerca, se sigue acercando, enseña los dientes y empieza a gruñir insinuando lo que parecen ser malas intenciones. Le apunto con el palo y el bicho sigue en sus trece y no se aleja. Tras un buen rato que a mí se me hace largo, me deja en paz.
Vuelve a nublarse y vuelve a hacer frío. Espero a José Antonio en Villambistia y me quedo algo frío. Le pregunto que qué tal con el perro de Tosantos y dice que sí, que ha visto al perro pequeño que le describo, pero que a él no le ha molestado; que será que ha gastado todas sus energías conmigo.
Tenía interés por ver Espinosa del Camino, por la descripción que hace de dicho pueblo la guía. Es una pena el estado en que se encuentran muchas de sus casas, pero el hecho de encontrar gente tanto al llegar como al salir de allí suaviza la impresión.
Vuelvo a esperar a José Antonio en las cercanías de las ruinas del monasterio de San Felices y hacemos juntos el último kilómetro.
Como nos hemos acostumbrado a los caminos y andaderos, el contacto con la carretera, aunque solo sean unos cientos de metros, resulta algo violento, sobre todo por los camiones que pasan a toda velocidad y levantan bastante polvo.
En Villafranca-Montes de Oca sorprende la peligrosidad del primer tramo del pueblo que es atravesado por la carretera.
Pasamos por delante del antiguo hospital de peregrinos, que sigue cerrado a pesar de su rehabilitación, y vemos que las flechas siguen monte arriba. No hemos visto ninguna señal que haga referencia al refugio actual, pero no tardamos en encontrarlo.
Está junto a una especie de parada de autobús muy bien diseñada para resguardarse del frío viento que, como en el momento en que llegamos, sopla; solo que no es una parada de autobús. La hospitalera -a quien encontramos en su casa- dice que no saben para qué lo han hecho.
Según nos va abriendo las puertas, la mujer ya nos advierte de que los aseos no están en muy buen estado. Tampoco hay cocina, lo que es una decepción, pues no coincide con lo que anunciaba la guía Consumer.
Eso sí, la calefacción nos reanima mucho. Parece ser que el mérito de que cuente con semejante lujo un refugio tan austero lo tiene el hecho de que encima del mismo esté el Club de Jubilados.
Como no me resigno a cenar frío, propongo a José Antonio ir a comprar una tortilla de patatas a algún bar y acompañarla con las cosas que llevamos en la mochila.
Vamos a un bar que queda a la entrada del pueblo. Según se llega, de los dos que hay en esa zona, el más alejado de la carretera.
Nos atiende una chica joven. Le pedimos para llevar la mitad de una tortilla que ya está hecha. Se la lleva y tarda un rato en volver. Es que por propia iniciativa la ha calentado y envuelto en papel de aluminio. José Antonio se empeña en pagar él y le dice a la chica que es guapa. Ella se lo toma con bastante naturalidad.
Guapa, simpática... La moza nos ha causado buena impresión y, aunque ella no lo sepa, según vamos de regreso al refugio José Antonio le otorga merecidamente el título de hacendoza.
Al poco de empezar a cenar, aparece un lugareño que ha venido al refugio acompañando a un peregrino: ¡es Carlos! Ha hecho por carretera un buen tramo, una vez que ha oscurecido.
Hoy habrá caminado unos 32km. Para acortar distancias no ha pasado por Viloria, porque ya había decidido llegar hasta Villafranca. Le contamos lo que hemos visto allí.
Tenemos buen ambiente. Carlos no para de decir ¡chamo! cada vez que inicia una frase -equivale al tío ibérico-, y no para de repetir que qué buena decisión la de llegar hoy hasta aquí. A veces, dice sólo ¡chamo! sin más palabras de acompañamiento.
Nos acostamos con la tranquilidad que da saber que al día siguiente nos espera una etapa corta, ya que iremos hasta Olmos de Atapuerca.
José Antonio y Carlos van a desayunar al bar de anoche y quedamos en juntarnos allí; pero el bar está cerrado y los encuentro en el otro, el más cercano a la carretera.
La etapa comienza con una subida constante. No tenemos ninguna prisa. Aunque voy a ritmo tranquilo pronto me adelanto.
Disfruto mucho con estos Montes de Oca, por su soledad y sus historias de bandidos.
Lástima que el silencio exterior no se vea acompañado del todo por el interior, que es el que importa.
El único cuidado que hay que tener hoy es vadear los grandes charcos congelados, por si acaso. El barro, afortunadamente, está bastante duro gracias al frío.
Lástima que más adelante se oiga el ruido del tráfico, aunque en muy pocos momentos se llega a ver la carretera.
Llego a San Juan de Ortega de un tirón y feliz por la tranquilidad de la etapa y la facilidad del recorrido -exceptuando el principio, claro.
Me llama la atención el contraste entre este lugar -más bien aislado, con pocas casas, donde ahora mismo no se ve a nadie- y Santo Domingo de la Calzada, aunque los méritos de los santos que dieron lugar a ambos lugares sean similares.
La iglesia está abierta. Es impresionante el silencio en su interior, donde la luz que entra por un ventanal ilumina el mausoleo.
Bajo a la cripta y, como no encuentro el interruptor de la luz, espero a que los ojos se acostumbren a la oscuridad. Finalmente, surge como de la nada un sarcófago de piedra. Tremendo.
Cuando llega José Antonio me sugiere que busquemos el interruptor con la linterna. Así lo hacemos y lo encontramos: según se baja por las escaleras de la izquierda al primer rellano, está a la izquierda, arriba.
Debe de haber otro sarcófago más en la cripta, mucho más trabajado, pero parece que actualmente está en la exposición de las Edades del Hombre.
Una vez que nos hemos juntado los tres, le pedimos a un chico que está trabajando que nos haga una foto. Resulta que es colombiano. Tiene las manos bastante estropeadas por el trabajo.
Carlos le insiste en que reúna -ahorre- para volver a su tierra con suficiente dinero para vivir bien.
José Antonio dice que él ha pasado sobre los charlos helados del camino.
Según las notas que llevo sobre la etapa, el refugio de Olmos de Atapuerca está ligeramente desviado del Camino y empezamos a especular sobre la conveniencia de ir allí, a pesar de que hoy hemos caminado poco y parece que es también poco lo que hay que desviarse. De todas formas, tampoco tenemos mucha alternativa.
En el bar, el chico nos dice que en ese momento no está su madre, así que no hay mucho disponible. Tampoco es que a nosotros nos quede gran cosa en la mochila.
Según estamos sentados al sol, medio vegetando, medio comiendo algo, hace su aparición Frank, el de Gandía con el que coincidí en mi segunda etapa -la primera para él.
Viene como una moto. Lo primero que dice es que tiene la rodilla izquierda destrozada, pero que sigue con su decisión -tomada a los diez minutos de salir de Roncesvalles- de llegar a Santiago. Como tiene que estar de vuelta en Gandía para el 24 -para sellar la tarjeta del INEM-, no tiene más remedio que hacer etapas largas.
En Estella estuvieron dos días. Lleva ya varios días caminando mucho -eso le ha dañado la rodilla-. Hoy viene de Belorado y piensa llegar a Burgos.
Se sienta un rato con nosotros a comer algo y nos quedamos todos más bien en silencio, dándole vueltas a la cabeza. Se nota cierto nerviosismo...
Se me ocurre decir que yo también voy a Burgos, y Carlos y José Antonio también han tomado la misma decisión.
Total, que a las 2 de la tarde salimos zumbando hacia allí. Ya sabemos que llegaremos de noche, la cuestión es llegar a Villafría antes de que oscurezca, porque desde allí se sigue la N-1, lo que significa que habrá iluminación.
Me pongo a rueda de Frank, intentando seguir su marcha. Mal que peor le sigo. José Antonio y Carlos se lo toman con más filosofía.
Encontramos algo de barro.
Es la primera vez desde el principio que camino con cierto agobio y no es nada agradable esa presión del tiempo. Empezamos a calcular la velocidad a la que caminamos para asegurarnos de que vamos bien. Por momentos, alcanzamos los 6 km/h, bastante forzados. En ese plan subimos también un alto que hay después de Atapuerca.
Una vez arriba, lo vemos con más tranquilidad y damos por hecho que llegaremos a Villafría con luz. Mejor, porque caminar acelerados es bastante desagradable y tiene poco que ver con lo que debería ser el Camino.
Descansamos un poco, lo que nos deja el frío viento que sopla en ese momento.
La guía insiste en continuar de frente a partir del alto, aunque parece como si el camino tuviera que continuar hacia la derecha; pero no, hay que seguir la recomendación y no alejarse mucho de la alambrada de la izquierda.
Nos gusta el paisaje amplio que se divisa camino de Villalval.
El contacto con el asfalto empieza a castigar la planta de los pies. Durante un buen rato, tras Cardeñuela-Riopico, dudamos sobre si vamos por el camino correcto porque no se ve ninguna señal.
Frank coincidió con las chavalillas que encontramos en el albergue de Estella. Se refiere a una de ellas como la hindú. Un día, poco después de llegar él a un albergue, se las encontró dentro del mismo, a pesar de que horas antes iban por detrás a bastante distancia. Le dijeron que habían cogido un atajo.
De todas formas, a él le parecieron bastante inteligentes, por lo menos la hindú, que quiere ser astronauta o algo así.
Llegando a Villafría, una zona en obras nos despista porque hay una piedra con una flecha que está desplazada de su sitio. Dejamos en un hierro una cinta amarilla señalizadora. Llevaba un par de ellas desde Larrasoaña, donde nos las dio su alcalde y hospitalero.
Al llegar a la N-1, Frank, tal y como había comentado de camino, se queda a esperar el autobús que une Burgos con Villafría porque su amigo Eddy así se lo aconsejó para evitar la supuesta peligrosidad de la carretera y porque está bastante averiado físicamente.
El tramo hasta la ciudad se me hace realmente duro. Pronto anochece, experimento el primer contacto serio con el frío (entre 0ºC y -1ºC), el entorno industrial y el tráfico no animan mucho y las plantas de los pies arden, pero no dan calor.
Para hacer un estiramiento, me agarro a la alambrada que rodea una de las empresas junto a las que se pasa. No se me ha ocurrido mirar previamente si pasaba alguien y luego veo a un hombre que debe de haber sido testigo de la escenita.
Al llegar a los primeros bloques de casas no veo ninguna señal y empiezo a preguntar por la calle Juan Ramón Jiménez, que cita la guía en el mapa de la etapa. No se me ocurre preguntar directamente por el refugio, que debe de quedar todavía bastante lejos.
Como esa tarde va a tener lugar la Cabalgata de Reyes, se ve movimiento de gente hacia lo que supongo que debe de ser el centro.
Para evitar el gentío, sigo lo que creo que son calles paralelas a las que la guía cita.
Tengo la sensación de estar bastante perdido.
Paso junto a un supermercado y entro a comprar provisiones.
Nada más salir, oigo detrás de mí:
–¿Vas al albergue?
Es mi Ángel de la Guarda en la figura de un hombre que ha sido hospitalero allí y que ha hecho el Camino desde Burgos el pasado verano. Ha salido a ver la Cabalgata, pero se ofrece a acompañarme hasta el centro. Dice que ya la verá pasar desde cualquier otro sitio.
Pronto nos topamos con la susodicha, el hombre se abre paso educadamente entre la gente y atravesamos la calle delante de las mismísimas barbas del Rey Gaspar -¿o era Melchor?-. A paso ligero recorremos calles y más calles. Menos mal que tengo la ayuda de este hombre porque la travesía urbana de Burgos parece bastante larga.
Le pregunto cómo le fue de peregrino y por las etapas que vienen a continuación.
Luego, se refiere a su experiencia como hospitalero. Entre otras cosas, dice que la gente estaba bastante formal en el albergue mientras estaban presentes los encargados del mismo; pero a las mañanas, como estos no solían aparecer, aquello era un sálvese quien pueda por salir cuanto antes y nadie se molestaba en limpiar lo que ensuciaba en la cocina, así que esta quedaba hecha una guarrada.
Mi providencial guía se despide en las cercanías de la catedral y me dice que tome como referencia el río y que pregunte, si tengo que preguntar a alguien, por El Parral, que es el parque en el que se encuentra el albergue.
Entro un momento a ver la catedral, que está en obras. En su interior no hay nadie, salvo las personas que se encuentran en misa en una capilla.
Un monumento al peregrino que se halla en el exterior me recuerda a la de un torero, también sentado, que hay en Vitoria.
Desde la catedral hasta el albergue no sé cuánto hay, pero se me hace eterno por el frío que hace en el parque junto al río, el cansancio... todo.
Por fin, llego a El Parral; pero no se ve ningún edificio. Pues nada, a andar hacia donde sea. A la escasa luz de las farolas se distingue alguna que otra flecha amarilla.
Por fin, ahora sí, aparecen las luces del albergue. Son las 20:15. Allí están el hospitalero y Frank, que ha llegado poco antes. Comentamos lo duro que se nos ha hecho llegar desde el centro.
El hospitalero nos muestra unas anotaciones efectuadas por una peregrina -de nombre Onintze- en el libro de peregrinos este verano, según las cuales el hospitalero de Olmos de Atapuerca se propasó con ella verbal y físicamente. A continuación, un peregrino que iba con ella confirma los hechos descritos por la chica. Así que, de haber ido hoy allí, nos habríamos encontrado con ese elemento.
Según el hospitalero, la chica y el otro peregrino fueron a casa de la alcaldesa -que, en principio, es la hospitalera-, pero esta no quiso saber nada. Parece ser que es pariente del sujeto en cuestión.
El albergue es bonito, todo de madera, pero hace mucho frío. El hospitalero saca de un cuarto un calefactor que es de su propiedad, como otro que tiene puesto en la entrada. Desde que una peregrina estuvo a punto de provocar un incendio al utilizarlos para secar ropa, los suele retirar a una determinada hora. El de la entrada hace su efecto -en parte, porque lleva ya un rato en marcha-, pero el que pone en la habitación tiene una función puramente psicológica.
El hospitalero se propone adivinar mi edad... y acierta. Dice que se fija en los ojos.
El hombre suele preparar desayunos si la gente así se lo pide y Frank le dice que bien, que a él sí le interesa.
En las duchas hace aún más frío y hay que echarle algo de valor. Las ventanas -traslúcidas- dan al parque, pero es bastante improbable que a estas horas y con esta temperatura haya algún voyeur contemplando cómo se ducha la silueta de turno.
Cerca de las diez de la noche llegan Carlos y José Antonio. Los perros del hospitalero ladran al verlos llegar. Como a mí no me han ladrado ni me he enterado de su presencia.
El hospitalero, que se había ido a su casa -vive justo enfrente del refugio-, oye a los perros y viene otra vez. Pero los recién llegados están más preocupados por si queda agua caliente en la ducha -Frank se está duchando en ese momento- que de prestarle mucha atención. El hombre trata de tranquilizarles diciendo que hay dos termos, así que pueden utilizar el de las duchas de las chicas; pero ni así consigue que le presten mucha atención.
De pronto, su actitud cambia y se vuelve más seco.
Es que todo depende del punto de vista. Un peregrino que llega a las tantas al refugio, cansado, es comprensible que no esté como para hacer muchas reverencias a nadie. Y si el encargado de turno está acostumbrado a que la gente le diga lo simpático que es y estos no se lo dicen pues no le hace gracia.
Tampoco es que el gaditano se ponga a dar saltos de alegría cuando se entera de que Frank se ha dejado olvidado su palo -se lo prestó en San Juan de Ortega- en la parada del autobús. Dice que era de su padre, quien lo tenía desde hace tiempo.
Me acuesto pasada la medianoche. A la luz de una vela que tiene encendida Frank mientras se pone una pomada veo el vaho del aliento. Estando ya en la cama se hace raro. Menos mal que hay suficientes mantas.
Por la mañana no hay muchas ganas de salir de entre el saco y las mantas, pero hay que hacerlo.
Día va, día viene, desde ese momento hasta entrar en calor a base de andar, estaremos tiritando y medio encogidos. Lo tenemos asumido.
Viene el encargado, con una actitud intermedia entre el incordio y la simpatía, y dice que no va a preparar desayunos, a pesar de lo que dijo anoche.
Añade que a medianoche vio que aún había alguna luz encendida en el refugio -era yo, escribiendo esto- y que hay que acostarse antes.
Carlos, José Antonio y Frank quieren tomar un café y buscamos un bar abierto de entre los que hay en las cercanías del parque. Solo uno va a abrir en ese momento.
En la calle hace frío, pero parece que el sol va a lucir durante el día.
Nos tomamos la etapa con mucha calma. Menos mal que es bastante llana.
A las afueras de Burgos, pasamos por una zona de bosque que me gusta.
En Tardajos hacemos una breve parada y aprovecho para curarme una rozadura que me ha salido en la articulación de un dedo del pie.
Una mujer que vuelve de misa y que vive en la casa junto a la cual estamos sentados nos ofrece café -como la de Lorca- y dice que los peregrinos que pasan por el refugio -cerrado en estas fechas- del pueblo suelen quedar muy contentos con el trato de la hospitalera, una chica joven.
Saliendo de Rabé, un hombre con el que nos cruzamos le pregunta a Frank que si piensa llegar así a Santiago. No es que camine de una forma muy aparatosa, pero se nota que va fastidiado.
José Antonio y Carlos van por detrás.
Nos topamos con unos cuantos tramos con mucho barro, del que se agarra enseguida a las suelas.
Paramos junto a una fuente que figura en la guía. El agua hay que sacarla dándole a una palanca. Sale algo turbia y preferimos no arriesgarnos. Lo malo es que estamos casi sin agua.
En Hornillos no vemos a nadie, aunque se oye alguna voz procedente del interior de algunas casas. Lo que sí hay es fuente, junto al refugio.
Frank se queja bastante de dolor en las rodillas.
Llegando a las cercanías de Arroyo San Bol caemos en la cuenta de que andamos justos de tiempo para llegar a Hontanas, a pesar de que íbamos muy bien, sin prisas ni agobios. Vaya sorpresa.
Aceleramos y nos encontramos, por enésima vez, con el barro. Hay que fastidiarse.
Tras una ligera subida y atravesar una carretera tenemos por delante una amplia meseta. El sol, un día más -y van...- nos ha ganado la partida y empieza a retirarse de la escena.
Gracias a los apuntes que llevo sobre la etapa sabemos que todavía tenemos que caminar un buen rato y no nos desesperamos al ver que la meseta no se acaba y que no aparece el pueblo.
Hartos del barrizal, salimos del camino y avanzamos caminando sobre un pequeño e irregular muro de piedra paralelo al mismo.
Andar a esas horas haciendo equilibrios no es muy normal, cierto. Por eso mismo acabamos bajando al camino... del que volvemos a subir al muro porque el barro sigue empeñado en frenarnos de mala manera.
Y vuelta a bajar al camino, porque vamos a acabar cayéndonos del muro y nos vamos a desgraciar.
Llegamos a Hontanas todavía con luz, aunque el sol ya se ha metido. La última cuesta descendente hasta el pueblo le hace ver las estrellas a Frank.
Al llegar al refugio, unas mujeres nos sugieren que vayamos al bar del pueblo porque también hospeda a peregrinos y, al menos, no pasaremos frío.
La primera impresión que tengo es la de que no tienen muchas ganas de abrirnos el refugio.
No nos hace ni mucha ni poca gracia desandar unas decenas de metros hasta el bar, que está cerrado, y otras tantas para volver al refugio y decírselo a las mujeres. Parece mentira que nos siente tan mal caminar unos pocos metros más.
Además, a modo de lección, resulta que la sugerencia de ir al bar era de lo más bienintencionada, porque el refugio es muy frío.
En verano tiene que estar muy bien porque no hace mucho que rehabilitaron el edificio, antiguo hospital de peregrinos, y ha quedado de maravilla.
La hospitalera es maja. Lo de atender el refugio funciona por turnos y ahora le toca a ella. Todavía estoy arrepintiéndome de haber pensado mal al principio cuando le comenta a su hermano que nos traiga algo de leña para encender la chimenea. Le acompaño -viven al lado- y el hombre se muestra de lo más generoso cogiendo madera de unos montones que tiene bien organizados. Y se toma la molestia de encender él mismo la chimenea.
Tras ducharnos, la apariencia de las duchas es la de una sauna. Entre el agua caliente y el frío ambiental se las han arreglado para condensar el vapor y que esté todo mojado.
Los alrededores de Hontanas estaban hace años llenos de olmos, hasta el punto de que el pueblo ni se veía a cierta distancia, por la cantidad de árboles.
Recuerdan que este verano no hacía más que pasar gente, peregrinos, por la calle del pueblo. Ahora, en invierno, no hay vida allí. Pero, por lo que dicen, lo ideal no es ninguno de los dos extremos.
Lo que ya nos preocupa más es el comentario de que, seguramente, el refugio de Arroyo San Bol estará cerrado. Es que dábamos por hecho que es donde se habrían quedado Carlos y José Antonio.
Por lo visto, en verano se dio algún caso un poco raro, como el de un peregrino que llegó a Hontanas de noche y llorando porque el de Arroyo San Bol poco menos que lo echó sin darle explicaciones.
Así como otros días he dado por hecho que Carlos y José Antonio llegarían, aunque fuera tarde, aunque fuera quemados, pero que llegarían, esta vez no estoy tan seguro porque aquí no hay farolas como en la N-1. Mal asunto.
Me acerco al bar a ver si ya ha abierto -así es- y le digo al dueño, Victorino, de parte de Frank -que no ha llegado muy bien- que luego irá un peregrino a cenar. Dice que no hay problema, que hay de todo y que cuando vaya ya le preparará lo que sea.
En la cocina del refugio hay pocos cacharros, pero los suficientes para preparar spaghetti. Me pongo a la tarea y hete aquí que llegan José Antonio y Carlos. Dicen que han venido por carretera -la que cruza el camino después de Arroyo San Bol-, iluminándose a ratos con un mechero. Qué tíos.
José Antonio se promete no volver a llegar de noche ningún otro día. Dice que un día -Burgos- puede ocurrir, dos días -Hontanas- ya no es muy normal y que sería de muy tontos que la historia se repitiera una vez más.
Se van los tres al bar y al poco vuelven Carlos y José Antonio. Según cuentan, nada más entrar en el bar el tal Victorino ha empezado a soltar palabrotas dirigidas a los del albergue por haber ido tarde a cenar. Debe de haber sido un recital de barbaridades.
Ellos dos no lo han aguantado, por dignidad, y han preferido marcharse. Frank no vuelve. Según José Antonio, tendrá mucha hambre.
Por algún detalle de lo que ha debido de decir el diplomático hostelero deducimos que lo que menos le ha gustado ha sido que no nos hayamos alojado en su establecimiento.
Todo ha sido cuestión de unos minutos: cuando hemos ido allí al llegar estaba cerrado y él ha debido de regresar al poco.
Cuando vuelve Frank dice que el cabreo se le ha pasado relativamente pronto y que le ha atendido muy bien. Se ve que suele preparar cena para varios hombres del pueblo también. Le ha cobrado 1.000 ptas.
Así que el tal Victorino debe de ser hasta majo, todo es cuestión de pillarle de buenas.
Cuando Frank le dice al hermano de la hospitalera que es de Gandía se entera de que el Gordo del sorteo del Niño ha caído allí. A ver si estamos ante un nuevo millonario... Pero no, aunque su madre suele jugar a la lotería no ha tenido suerte.
Antes de salir, Frank prepara una infusión de hierbas que sienta muy bien.
Nos encontramos con que anoche el hermano de la hospitalera cerró con llave la puerta del refugio. La abrimos soltando los anclajes de la mitad que normalmente no se abre.
Ha helado con ganas. Estamos a -2,6ºC según el termómetro del reloj de Frank. Lo lleva sujeto a una correa de la mochila, para que el calor del cuerpo no falsee la temperatura. El paisaje, con algo de niebla y con los árboles y plantas blancos por la helada, tiene algo de mágico y enigmático. Para no desentonar, se nos han puesto blancos algunos pelos de la cabeza.
En semejante contexto, las ruinas del monasterio de San Antón hacen impresión.
No me he acordado de leer los apuntes y no me he fijado en las alacenas en las que los monjes dejaban pan para los que llegaban tarde.
Carlos empieza a preguntarme cosas: que por qué hago el Camino, que si estoy metido en algún grupo, etc. y luego dice que si quiero que me diga mi cuento.
Total, que, a partir de los datos que le he dado, hace un esbozo de lo que ha podido ser mi vida. No es que le quede mal; pero, como le he contado lo que le he contado y no le he contado lo que no le he contado, la cosa queda algo coja.
Parece que cada vez hace más frío. Que se lo pregunten a una señal de tráfico -bastante maltrecha- de la que cuelgan unos carámbanos que parecen exagerados.
Un día más, José Antonio y Carlos se quedan atrás. José Antonio se queja de que le duele la corva. Lo de Carlos es una historia de ampollas que no se curan.
Voy por delante al llegar a Castrojeriz. Me parece que hemos llegado muy pronto. También es verdad que es un pueblo muy largo, aunque lo creía más grande.
En esto, un perro que está en medio de la calle a cierta distancia me ve y echa a correr hacia mí. Es un pastor alemán. Me asusto. Una de las preocupaciones que tenía de cara al Camino era el tema de los perros. Tal y como había leído en los consejos de un médico-peregrino, le apunto al morro con el palo, pero el animal termina por acercarse como si nada. Parece amistoso.
Pocos metros detrás viene Frank y tampoco a él le hace nada.
Frank va a buscar una farmacia para comprar una tobillera, porque ha ido coleccionando averías y ahora le molesta un tobillo. Quedamos en reunirnos junto a la iglesia de San Juan, que debe de estar algo más adelante.
La iglesia en cuestión está cerrada. Me llama la atención una estrella de cinco puntas invertida.
Mientras espero a Frank veo que el perro que nos ha salido al encuentro es el amo del lugar. Aparece un socio suyo y, sin tocarlo, lo amenaza hasta que el otro se pone patas arriba. Menos mal que no hace lo mismo con las personas.
Como Frank tarda en aparecer, se me ocurre rodear la iglesia y, claro, entretanto pasa Frank y sigue adelante, pensando que no le he esperado.
Lo veo a distancia y voy tras él. Y lo mismo hace el perro. Pues bueno.
Hay señales que indican la presencia de un castillo, pero con la niebla no se ve si está lejos o cerca.
Subiendo el alto de Mostelares disminuye el frío -parece que tendría que ser al revés-. Se nos hace largo el ascenso porque no vemos cuánto nos queda por delante. La pendiente es bastante fuerte.
Una vez arriba, parece que va a asomar el sol, pero no hay manera. El que sí hace acto de presencia es el barro. En fin.
El descenso nos sorprende por ser bastante más pronunciado de lo que esperábamos y Frank vuelve a pasarlo mal. Le dejo el palo para que las rodillas no sufran tanto.
A todo esto, el perro sigue acompañándonos. Está ágil. Frank le da algo de comida y agua y el animal se muestra todo agradecido y cariñoso. Vemos que en la placa que lleva al cuello pone un nombre: Berni. Ya sabemos cómo llamarle.
El tío no para. Tan pronto desaparece entre la niebla por la derecha del camino como reaparece por la izquierda cuando le llamamos. También se mete alguna vez en un canal de agua que va paralelo al camino. ¿Pero este no tiene frío?
Paramos junto a la Fuente del Piojo, pero a los árboles del área de descanso les ha dado por el deshielo y no es plan. Seguimos.
Llegamos a Puente Fitero, frontera entre Burgos y Palencia. Sabemos que lo cita el Codex Calixtinus. Cruzarlo entre la niebla resulta impresionante, más incluso que la imagen del convento de San Antón.
Cada vez estamos más a gusto con el perro, pero ¿qué hacemos si sigue con nosotros hasta Frómista?
Frank está dispuesto a llevárselo a Gandía.
Todo tiene explicación...
En Boadilla del Camino interpretamos mal una flecha y seguimos de frente en vez de girar a la derecha.
Al poco, nos encontramos con la escena de un individuo junto a un caballo que está pastando. Al pasar junto a él nos pregunta si ese no es el perro de Castro -Castrojeriz-. Le decimos que, efectivamente, viene acompañándonos desde allí.
Mira por dónde, es el perro del hospitalero de Castrojeriz, Resti -su refugio está cerrado estos días, al parecer por obras-. El animal tiene por costumbre acompañar a los peregrinos. Nos recomienda que le riñamos al salir de Boadilla para que regrese a su casa.
Aparte de aclararnos el misterio del perro nos dice que nos hemos equivocado de dirección y nos señala la zona hacia la que nos dirigíamos: aquello tiene muy mala pinta, hay unos cuantos perros que no parecen ni mucho menos tan amistosos como el bueno de Berni.
Añade que él pertenece a varias Asociaciones de Amigos del Camino, entre ellas la de Álava. Es más, con su hermano -son Mario y Pepe, no sabemos quién es quién- ha hecho un refugio para atender a los peregrinos que lo necesiten en caso de no tener sitio en el otro que hay en el pueblo, aparte del refugio municipal -del que dice que está tan mal como indica la guía.
Puesto a informar, nos saca de dudas respecto al albergue de Frómista. La versión de El País-Aguilar es que está bastante bien -muy completo-; pero la de Consumer le da un regular. Resulta que el que está en funcionamiento es el refugio viejo, que está bastante mal, según nuestro hombre; hay otro, nuevo, pero no tiene permiso de apertura porque la inclinación del tejado no es la correcta.
Decidimos llamar al refugio de Población de Campos cuando lleguemos a Frómista, para ir allí en caso de que esté abierto.
Hemos tenido mucha suerte encontrándonos con Mario o Pepe. Tal y como nos ha aconsejado, poco después le decimos a Berni que es hora de que vuelva a casa, pero ni caso. Es de esos animales a los que solo les falta hablar, así que no lamentamos que siga con nosotros, aunque lo suyo sería que regresara a Castrojeriz.
Comentamos la suerte que estamos teniendo hasta ahora con los perros, teniendo en cuenta que es uno de los problemas que más preocupan, aparte de los de carácter físico. Le cuento a Frank lo del perro pequeño de Tosantos y dice que su amigo Eddy -con el que empezó en Roncesvalles- también le comentó que tuvo problemas con un perro que, por las características que le dijo, bien podría ser el mismo.
Llegamos al Canal de Castilla y pasa una furgoneta. Ya es casualidad -o causalidad-, porque casi no hemos visto vehículos en todo el día.
Más que pasar, se detiene. Es que sus ocupantes, faltaría más, también conocen al celebérrimo Berni y su afición a acompañar a los peregrinos. Y así nos despedimos, tras 20 km juntos, y con una mezcla de alivio y de pena, de nuestro inesperado y simpático acompañante, que se va en la furgoneta. Adiooós, Berni.
Nos hemos hecho a la idea de que acabaremos en Población de Campos, así que empezamos a caminar algo más rápido, para no tener que hacerlo mucho tiempo a oscuras después.
Las esclusas del Canal, a la entrada de Frómista, son de lo más espectacular.
Tal y como ya nos ha ocurrido alguna otra vez en un final de etapa, nada más empezar a ver casas nos entran prisas por ver inmediatamente indicaciones, flechas y señales que le aclaren todo al peregrino.
Pero las prisas se acaban en cuanto llamo al teléfono del refugio de Población de Campos mientras Frank ha ido a comprar una tobillera -no la encontró en Castrojeriz-: está cerrado.
Bueno, por lo menos ya sabemos lo que nos espera en el de Frómista.
La iglesia de San Martín es una maravilla. La vemos por fuera.
La impresión que nos causa el refugio es mala, claro. Encontramos en él a un peregrino francés, ya de cierta edad, que va de vuelta.
Hay humedad. Buscamos mantas y hay pocas. Según el termómetro del reloj de Frank, en el interior estamos a 2ºC, lo que concuerda admirablemente con la sensación que tenemos.
Salimos a comprar algo y nos encontramos con Carlos y José Antonio, que llegan en ese momento al pueblo. Por tercer día consecutivo acaban la etapa de noche, aunque hoy ya estaban en el casco urbano para cuando ha oscurecido del todo. Les ponemos al corriente del estado del albergue y acabamos llamando -por el teléfono móvil de José Antonio- de nuevo a Población de Campos, donde vuelven a decir que está cerrado, y a un hostal del pueblo cuyo teléfono figura en la guía El País-Aguilar -José Antonio la lleva-, preguntando lo que nos costaría pasar la noche en una habitación para cuatro. El precio que nos dan -9.000 ptas.- nos parece excesivo y acordamos dormir en el refugio.
No sé cómo nos las habríamos visto camino de Población de Campos a esas horas.
Aunque no solucionamos nada, utilizamos el recurso al pataleo quejándonos entre nosotros por la absurda realidad de un refugio nuevo con un tejado insuficientemente -o excesivamente, no sabemos- inclinado.
El trío se va a cenar a un bar y yo hago lo propio en lo que debió de ser una cocina normal -solo queda el fregadero y el calentador- y ahora es un recinto pequeño, cutre y frío, muy frío.
A la hora de ducharnos no hay problemas de esperas. Es que el agua solo sale templada y el cuerpo no está para muchas alegrías. En vez de terminar una etapa y descansar y recuperarnos para la siguiente lo que hacemos es quemar energías luchando contra el frío.
El único valiente que pasa por el trago es el chamo Carlos. Y sobrevive.
Hacemos el recuento de las mantas que hay y de las que necesita cada uno: están justas, ni una más ni una menos.
Le cambio una de las mías a José Antonio, porque una de las suyas está bastante mal. Como utilizaré tres, pondré esa entre las otras dos y santo remedio.
Frank lleva un saco de dormir bueno, adecuado a esta época. A cambio, pesa más y le lleva más tiempo meterlo cada mañana en su funda.
Hoy también tiene lugar el milagro del saco: frío ambiental, saco de dormir frío, pero a los pocos minutos se entra en calor.
Habría que llamarlo milagro del saco y de las mantas, pero así no habría ni milagro, ni misterio, ni nada.
Después de haber dormido bien -cosa importante- me animo a ducharme nada más levantarme. En todo caso, nada que ver con el arrojo y valentía del chamo anoche, que era cuando tenía mérito la cosa.
Carlos y José Antonio salen un poco antes porque quieren tomar algo en un bar.
Frank y yo buscamos a alguien que nos selle la credencial. Preguntamos a un guardia civil que anda por allí y nos señala al cura, que viene por la calle en ese momento. Nos pone el sello y tan contentos.
Nos acercamos a la iglesia de San Martín, pero está cerrada, a pesar de que, según el horario que hay en la entrada, debería estar abierta.
Pues ya que no podemos verla por dentro nos hacemos recíprocamente una foto ante ella. Frank se ha agenciado una de esas cámaras fotográficas desechables. Parece un buen invento. La que llevo yo es ligera y tiene flash, pero le falta algo tan útil como es el disparador automático.
Al igual que ayer, salimos con niebla y frío. En el andadero, la mayoría de las conchas de cerámica que adornan la entrada a los caminos de parcelaria están arrancadas o rotas. Sin comentarios.
Muy de vez en cuando, surge de la intensa niebla algún coche, despacio, como si se tratara del Buque Fantasma.
En Revenga de Campos paramos un rato y nos cuesta encontrar un lugar medianamente seco porque la niebla lo humedece todo.
Entramos en Villalcázar de Sirga, aunque solo sea por la mención que hace la guía de la iglesia de dicho pueblo. El caso es que es imponente, sobre todo la entrada. Pero está cerrada.
Voy al bar de enfrente a ver si saben quién puede abrirnos y me dicen que le pregunte al cura, que está allí mismo tomando algo. Dice que enseguida viene.
Así lo hace.
Confiesa que en el bar estaba tomando un vermú, algo que llevaba seis meses sin hacer.
Como la situación se presta para tomarse las cosas con calma, el cura nos explica unas cuantas cosas. En Villalcázar se encuentra una talla de la Virgen a la que Alfonso X dedicó varias cantigas; también, está enterrado un Gran Maestre del Temple, Juan Pérez, junto a las tumbas de unos infantes -uno de ellos, hermano de Alfonso X-; el retablo es de estilo flamenco y es de mucha categoría -el cura tiene el detalle de echar una moneda para iluminarlo.
Nos fijamos en unos capiteles que se apartan del estilo general de los del resto de la iglesia y el cura explica que, según unas investigaciones que hicieron, esa es la zona de mayor concentración de energía de toda la iglesia.
Nos cuenta que en verano suele poner música de fondo y que la gente que entra a ver la iglesia suele respetar el ambiente de silencio.
En esas circunstancias se hace bastante raro imaginar ese lugar con mucha gente, turistas, peregrinos, etc.
Le comentamos lo mucho que nos ha gustado la iglesia de Frómista. Dice que sí, que llama la atención, pero es porque la han restaurado no hace mucho y, además, su aspecto actual no es el original, porque modificaron algunos elementos para levantar algo más las dos pequeñas torres de la fachada.
En cambio, esta iglesia de Villalcázar fue restaurada respetando al máximo su apariencia original. Por eso se ven todavía, por ejemplo, los agujeros en los que se supone que sujetaban los Templarios sus estandartes.
Tengo interés por coger alguna postal de la Virgen de las Cantigas y el cura nos regala una a cada uno. Pues muchas gracias, por la postal y por las explicaciones.
En Carrión, el albergue está cerrado. Llamo al timbre de la casa del cura, que está al lado, y no abre nadie.
En esto, pasa uno que hizo el Camino en bicicleta. Va con su familia: la mujer y las dos hijas. Los cuatro tienen grandes ojos azules y parecen muy majos. Al hombre se le ocurre llamar también a la misma puerta donde ya lo he hecho yo y se ve que él tiene más arte para esas cosas, porque al poco le abre la hermana del cura. Menos mal, porque ya nos estábamos quedando bastante fríos.
El refugio no tiene cocina ni calefacción, pero resulta -faltaría más- mucho más acogedor que el de Frómista.
Llega el chamo. En cambio, José Antonio no aparece hasta más tarde: ha preferido quedarse en el albergue de las Clarisas y viene de visita.
Un breve paseo por el pueblo me permite contemplar el pórtico de la iglesia de Santiago y una placa en la casa en la que nació el primer Marqués de Santillana, informando de tal hecho.
Llega al refugio un peregrino en bicicleta. Es argentino, de Buenos Aires, y se llama Román. Tiene familia en Galicia e irá a verles.
Todavía aparece alguien más. No parece peregrino y tiene pinta de vivir de modo errante. De todas formas, la hermana del cura le abre también, aunque luego nos dice que andemos con ojo con él. Román dice:
–También allá tenemos gente poco instruida. Gauchos les llamamos.
Le cuento a Román el chiste sobre cómo ladran los perros argentinos -Esto... ¡guau! -y dice que no ve los subtítulos.
Como suele ser habitual en estos casos, nos hace gracia su forma de hablar, más que nada por las expresiones que utiliza.
Dice que estos días se le enfriaban mucho las manos.
Mañana tiene previsto llegar a Sahagún. Pronuncia Sahaún, aspirando la hache. Ante el inminente riesgo de asfixia le aclaramos la pronunciación correcta.
Como otros días, Frank comprueba con la brújula la orientación de las camas, para dormir -si es posible- orientados hacia el norte o hacia el este.
Llamamos varias veces al teléfono del refugio de Terradillos de los Templarios, pero no contesta nadie.
Desayunando, Román me da un consejo:
–Tomen sítricoh.
No le entiendo y me lo repite, señalando una naranja.
Viene el cura, un señor mayor, majo. Tengo la impresión de que su hermana es una entrometida.
Lo que no es una mera impresión, sino la pura realidad, es que la mochila pesa mucho. Ayer hice compras en un supermercado del pueblo -a pesar de ser sábado, estaban abiertas las tiendas- y eso se nota.
Román se despide. Antes de salir, el chamo le empieza a tomar el pelo utilizando expresiones típicas argentinas. Román dice:
–Este ya me está cargando...
Tal como quedamos anoche, le hemos llamado a José António al móvil para avisarle de que estábamos listos. Salimos los cuatro juntos y así seguimos, hablando de los Templarios y de temas afines, casi hasta el inicio del andadero que sigue el trazado de la antigua calzada romana Burdeos-Astorga.
Por fin, tras dos días de niebla aparece el sol y podemos contemplar la extensa llanura palentina. Había oído hablar de ella y tenía muchas ganas de verla.
Entre que hace algo de calor -o eso parece al ir andando- y que quiero ir solo para disfrutar de tanto espacio y tanto silencio, me voy quedando atrás y pronto José Antonio y el chamo -Frank se ha adelantado- no son más que unos puntos pequeños en la distancia.
Es una de las ventajas de caminar en invierno. Imagino que en verano tiene que ser bastante distinto y que, así como en esa época está garantizado de sobra el contacto con otros peregrinos, no parece que tiene que ser fácil encontrar las condiciones para la reflexión, el encuentro con uno mismo y demás experiencias para las que el Camino parece estar hecho a propósito.
También es verdad que, con relativa frecuencia y aparte de reflexiones propiamente dichas y del itinerario en sí, suelo hacer largas excursiones a Babia y, cuando vuelvo y pasa el rato y no veo señales ni peregrinos en lontananza, me entran dudas sobre si me habré saltado un desvío sin darme cuenta.
En casos así, se agradece ver una simple mancha amarilla en una piedra cualquiera. Alguien la puso en su momento, sin tener ni siquiera espacio para dibujar una flecha, y eso basta y sobra para saber que vas bien.
En un punto de la calzada hay un coche parado a unos metros de la misma. Dentro, una pareja. No están sentados en los asientos delanteros. Que cada cual piense lo que quiera.
Nos reunimos en Calzadilla de la Cueza, donde paramos un rato. Esto de las paradas tiene el inconveniente de que, al reemprender la marcha, son inevitables varios minutos de dolores en los pies hasta que estos entran en calor.
Al salir del pueblo, vemos unas señales que proponen diversos itinerarios para ir a Lédigos. Ninguno de ellos tiene la denominación Camino de Santiago, pero uno sí está marcado con flechas amarillas, así que pensamos que será ese, aunque la dirección que toma no parezca la más breve. Lo seguimos Carlos, Frank y yo. José Antonio sigue por el que va junto a la carretera.
El chamo no parece ir muy bien. Lo de sus ampollas es una historia sin final a la vista.
El camino no parece tener más lógica que la de recorrer un bosque en su primera parte y poco más. Poco a poco, a medida que se suceden los cruces sin señalización o aquellos en los que la flecha de marras apunta hacia donde menos parece que debería hacerlo, me voy enfadando. Y cada vez hace más calor.
En un momento dado, me parece ver a José Antonio en la distancia. Si es él, no va en dirección a Lédigos.
Tras el enésimo rodeo, en el que decido continuar lo que señala la flecha, aunque parezca absurdo lo que indica, veo que Carlos ha tirado derecho hacia lo que parece ser ya Lédigos. Pues ha acertado.
El enfado inicial es ya un considerable cabreo. Si proponen recorridos alternativos y los bautizan con distintos nombres, no parece que sea pedir mucho que se especifique cuál es el que sigue el Camino. Y lo que clama al cielo es que uno de ellos, que va dando vueltas por aquí y por allá, lo señalicen con flechas amarillas.
¿De quién habrá sido la idea, de uno solo o de varios? ¿Dónde viven?
Según me acerco a la carretera que va de Lédigos a Terradillos, veo a un lugareño de esos que se quedan plantados viendo pasar al forastero de turno. No tengo ganas de hablar precisamente y espero que se limite a cruzar un buenas tardes.
Pues no. Va y se pone a hablar.
Pero, mira por dónde, cuenta detalles interesantes. El hombre dice que en Lédigos solo hay una tienda y este verano ha habido sus más y sus menos entre el dueño -o dueña- y diversos peregrinos a los que pretendía cobrar precios abusivos. Añade que en Terradillos también hay tienda, pero en este caso es de la misma que regenta el albergue de peregrinos.
Llega Frank y barbarizamos a cuenta de los rodeos que hemos dado. El chamo, que ha alcanzado la carretera más cerca de Lédigos que nosotros, en vez de dirigirse al pueblo viene hacia donde estamos. No les encuentra sentido a nuestras quejas porque, según dice, ya se veía en el último cruce cuál era el camino que conducía derecho al pueblo y le ha extrañado que hubiéramos seguido por el que indicaba la flecha. Como lo repite, le contesto que, ya que estaba tan claro, por qué no lo vio así a la salida de Calzadilla en vez de esperar al último cruce.
Total, que se crea algo de tensión. Lo que nos faltaba.
El chamo dice que se va a Terradillos, que cree que estará abierto el refugio que hay allí, que es una cuestión de feeling.
Frank y yo no nos sentimos tan inspirados y decidimos ir a Lédigos y hacer un último intento llamando al teléfono de Terradillos. Si no contestan o nos dicen que está cerrado nos quedaremos ahí. No estamos para aventuras.
El chamo se va a un palomar cercano, de forma circular, y se pone a captar energía. Ya hizo algo similar en San Juan de Ortega y en el monasterio de San Antón. En estos dos últimos casos puede tener sentido, pero lo del palomar... Sospecho que no sabe de qué se trata.
Frank y yo seguimos algo alterados y me sale el comentario de que estará invocando al Gran Palomo.
José Antonio no aparece por ninguna parte. ¿Será que era él el que he visto a lo lejos antes?
En Lédigos hay un solo teléfono público y está en un bar que, casualidad, están cerrando cuando llegamos. Les decimos que queremos llamar a Terradillos y contestan que dicho refugio está abierto con toda certeza. Pues una buena noticia.
Para cuando aparecemos por Terradillos, Carlos ya ha localizado a la hospitalera -es refugio privado- y esta se lo ha abierto. La chica parece cansada, tiene ojeras y dice que quiere cerrarlo durante una temporada para hacer limpieza, pero sigue pasando gente. No contesta al teléfono porque este está dentro del refugio y ella no suele estar en él en invierno.
Pagamos religiosamente las 1.000 pesetas por dormir en camas con sábanas -qué raro se hace-. La posibilidad de hacerlo en el suelo por 500 ptas., como indican los de Consumer, queda reservada para el verano, cuando aquello se llena.
La chica dice que de aquí a El Burgo Ranero hay algo menos que los 31 km que indica la guía. Lo mismo debe de suceder con lo que dice respecto a la etapa El Burgo Ranero-León.
El refugio nos gusta mucho. Tiene radiadores, pero la calefacción está apagada, cosa comprensible al pasar poca gente y no todos los días. De todas formas, no hace mucho frío porque hoy ha hecho buen tiempo.
Este lugar tiene que ser una gozada en verano, del mismo modo que el recorrido de la etapa de hoy tiene que ser un infierno a pleno sol. No deja de tener su mérito la marabunta veraniega.
Carlos y Frank hacen algunas compras en la tienda del refugio, que lo es también del pueblo. A la noche, al tiempo que preparamos la cena, intentan encender una vieja estufa que hay junto a la cocina, pero sin mucho éxito. Ha enfriado mucho.
Nos entretenemos un rato mirando lo que nos falta hasta Santiago en un mapa grande que hay en la pared. Parece mucho.
Ponemos la tele -se nos hace raro- y estamos atentos a la previsión meteorológica. Acostumbrados a fijarnos en otras partes del mapa de España, ahora nos toca mirar los símbolos que hay sobre el noroeste de la península.
Inesperadamente, hace su entrada en la cocina un perro enorme. El puñetero tiene ganas de jugar. Habrá entrado abriendo la puerta con una de sus patazas. Qué pieza.
Hoy no hemos tenido que rehacer la mochila, porque la víspera no tuvimos que sacar de ella el saco de dormir, así que pronto estamos listos para salir.
Lo de andar a vueltas con la mochila cada mañana tiene sus pegas, pero también puede servir para hacer un repaso de las cosas que se llevan. Para eso es imprescindible llevar cada cosa siempre en el mismo sitio, así no hay que volverse loco cada día pensando cómo meter todo dentro.
Hoy, al no tener que repetir el proceso habitual, no he echado en falta nada y me he dejado olvidada la toalla.
Al abandonar el refugio, Frank no tiene cuidado y deja salir al perro del recinto en el que estaba. No hay manera de que el muy bruto vuelva adentro, anda corriendo por todas partes como loco. Suerte que unos obreros que llegan entonces nos dicen que no hay problema si anda suelto por ahí.
Salimos con -1ºC, así que se agradece cuando la temperatura empieza a subir.
Carlos camina de forma extraña, forzada. Se ve que lo hace para evitar la molestia de las ampollas, pero eso mismo provoca que le salgan otras en lugares donde antes no las tenía. Se va quedando atrás.
Tiene algo especial el chamo, un punto de estoicismo. Lo está pasando mal, un día sí y otro también; pero no se queja. En ese sentido, es casi el extremo opuesto a Frank, aunque tampoco es que este esté llorando todo el día.
No paramos hasta Sahagún -o Sahaún, como repetimos, recordando a Román.
De camino para allá, antes de cruzar la carretera para llegar a la ermita de la Virgen del Puente, una gran piedra muestra una flamante flecha amarilla que nos recuerda a las de la víspera. Para mayor similitud, tal y como está colocada no aclara nada respecto a la dirección a tomar en la bifurcación a la que se llega, en la que hay que tirar a la derecha.
En Sahagún, Frank sigue adelante mientras yo me quedo para hacer algunas compras y ver algo de la ciudad y las iglesias del románico pobre, llamadas así por estar hechas con ladrillo, en vez de con piedra.
Poco antes de continuar, me encuentro a Carlos en un banco de un pequeño parque. Está tratando de arreglar sus averías en los pies. No tiene tiritas y le doy las que me quedan.
Tras Sahagún el andadero va paralelo a la carretera durante unos kilómetros. Después se separa de la misma.
Hago una parada, a ver si se recuperan las plantas de los pies, que me molestan bastante.
Cerca de Bercianos del Camino Francés, un sencillo monumento recuerda a un peregrino muerto. En el pueblo, un autobús escolar descargando chavales recuerda que se han acabado las vacaciones de Navidad.
No voy nada bien y paro otro rato al salir de Bercianos. Hoy también hace buen tiempo, pero sopla un viento más bien frío que no permite estar mucho tiempo parado.
Alcanzo a Frank, que también va tocado. Se nos hace inacabable el final de etapa.
Ya en El Burgo Ranero, a la entrada, una flecha señala la dirección del refugio; pero yo, que soy muy listo, digo que no puede ser, que en la guía pone que el refugio está junto a la plaza, y la plaza, lógicamente, tiene que estar en el centro del pueblo, es decir, junto a la Calle Real por la que vamos y tal y cual... Así que caminamos varios cientos de metros de propina.
Al menos, la tontería sirve para apreciar lo larga que es la calle en cuestión y lo bien que vendría para hacer un duelo de pistoleros en plan Lejano Oeste.
El refugio parece cerrado, pero un señor mayor dice que está abierto, que lo que pasa es que la puerta roza algo -o sea, como en Puente la Reina-. Efectivamente, el buen hombre la empuja con fuerza y la abre. Nos da conversación un rato y se va. A Frank le ha recordado a su difunto abuelo.
La impresión que nos causa el refugio es muy buena. Además, al haber todavía sol todo parece más agradable.
El chamo llega algo así como tres cuartos de hora después. No está nada bien.
Entretanto, ha venido el hospitalero. Le preguntamos por el origen del nombre del pueblo y dice que puede tener que ver con las ranas.
También sale el comentario de los muchos árboles que se plantan al borde del Camino y que, al parecer, se secan de un año para otro. Será que no son de las especies más adecuadas para que aguanten.
El refugio tiene ya unos cuantos años, pero se conserva muy bien. Tiene chimenea, pero no hay leña. El hospitalero dice que el otro día vio un tronco en el frontón del pueblo y nos sugiere que lo cojamos.
Salgo con Frank en busca de leña. Carlos se ha quedado tumbado en la cama, tratando de recuperarse.
Hace mucho frío y, además, sopla viento. No se me ha ocurrido coger los guantes y se me están quedando tiesas las manos.
Acabamos en el frontón y localizamos el tronco famoso, además de unas ramas cortas que pueden venir bien para poner en marcha el invento.
Volvemos en procesión al refugio con el tronco a cuestas, con gran solemnidad. Empieza a oscurecer.
Aparece otro lugareño que nos sugiere cómo trocear el tronco, al menos en sus partes más delgadas. Pues nada, otra vez el tronco al hombro para meterlo entre las ramas de un árbol y hacer palanca entre ellas. La cosa funciona hasta donde es posible.
El proceso continúa partiendo los trozos que hemos obtenido. El método consiste en apoyar uno de sus extremos en el bordillo de la acera y arrojar contra ellos una piedra grande que hay por allí. Todo muy primitivo pero eficaz.
Frank trae periódicos de un bar cercano y conseguimos hacer fuego, solo que no calienta mucho.
Tras ducharme, me seco con una camiseta y con el ligero calor que sale de la chimenea. Ya compraré una toalla mañana, en León.
En el refugio hay una cabina telefónica igual que la que había en Carrión de los Condes y que, según nos ha dicho el hospitalero, consume bastante.
Hago una llamada desde otra cabina que hay en la calle, muy cerca del refugio. Hace mucho frío.
El chamo baja de la habitación y trata de reanimar el fuego. Tras lograrlo durante un rato, allí se queda el tronco, con una punta chamuscada dentro de la chimenea.
En las habitaciones, en vez de ponerles techo han dejado a la vista el tejado. Queda más auténtico, más todo, pero hace más frío.
Por lo menos, hay bastantes mantas y son buenas. El hospitalero nos ha dicho que en verano se han llevado unas cuantas. Es que los hay tan listos que van con coche de apoyo para llevar no solo las mochilas, sino también las mantas -y quién sabe qué más- que cogen de los refugios.
Como somos así de chulos, cada uno nos instalamos en una habitación diferente de las tres que hay.
Queremos salir en cuanto amanezca para no caminar con prisas, porque es etapa larga y porque estaría muy bien llegar a León con tiempo para ver la catedral con luz natural.
Por una vez, Frank y yo salimos antes que Carlos. Es que este no tiene muy claro hasta dónde llegará hoy. Mala señal.
Hace mucho frío. Saliendo del pueblo hay una charca grande y está helada. El termómetro de Frank marca -4,7ºC. Un rato más tarde, cuando el sol ya ha salido y empieza a subir a nuestras espaldas, tengo la sensación de que hace aún más frío. Otros días ya había entrado en calor a estas alturas, así que no sé si soy yo el que no va bien o qué pasa. Estoy por comentárselo a Frank, pero no llego a decirle nada porque él se me adelanta:
–Estamos a -6ºC.
Aclarado. Ya me encuentro mejor.
A lo largo de la etapa vamos viendo pintadas que reivindican la independencia de León respecto a Castilla -Lleon solu, sein Castiella.
En Reliegos dejo de ver a Frank, que va por delante. ¿Dónde se habrá metido? ¿Y dónde están las señales? Me he despistado y hago un poco de turismo rural hasta que un camionero me indica por señas a distancia por dónde sigue el Camino.
Voy alternando entre el camino -porque carretera como tal no es- y el andadero, tratando de evitar las piedras pequeñas que paso a paso me están fastidiando.
Un par de lugareños, primero uno y después otro, me dan un susto al aparecer por detrás en bicicleta por el andadero y no oírles hasta que están cerca y dan unas voces. Adiós, adiós.
En Mansilla de las Mulas es día de mercado y la plaza está bastante animada.
Hace buen tiempo y hasta ha empezado a calentar. Poco después de Mansilla paramos en un área de descanso y resulta que de calor nada, pero tampoco sopla mucho viento. Vemos pasar a gente mayor en bicicleta, con toda la tranquilidad del mundo. Se ve que van al mercado o vuelven de él. Es una tranquilidad contagiosa.
Hemos llegado de un tirón, siguiendo la teoría de Frank según la cual es preferible hacer la mayor parte de la etapa en las primeras horas, descansar y que quede ya poco para después.
A medida que nos acercamos al puente sobre el río Porma aumenta el interés por verlo y también la inquietud, porque la guía lo señala como un punto muy peligroso. Una vez allí, se comprende la advertencia, sobre todo por lo que se refiere al último tramo, en el que desaparece la estrecha acera.
Poco después, el Camino se aleja de la carretera. Empiezo a sudar y a renegar, por el calor y por las piedrecillas que me están incordiando.
Paramos en Arcahueja. Luce el sol y hace muy buena temperatura. Es la primera vez desde que empezamos que estamos parados sin miedo a enfriarnos. Qué bien. Un abuelo nos cuenta que ha conocido varias ciudades de España.
Estamos tan a gusto -y tan cansados- que nos quedaríamos mucho más tiempo, pero aún quedan ocho kilómetros hasta León.
El camino continúa algo apartado de la carretera, con lo que se evita el corredor industrial que anuncia la guía hasta que, cerca del Alto del Portillo, hay que seguir por el arcén de la carretera. Hay mucho tráfico.
Ya en León, vemos un plano de la ciudad en una oficina de turismo que está cerrada. Por un aviso que había en El Burgo Ranero sabemos que el refugio de las Carbajalas está cerrado y por el plano nos enteramos de que el refugio municipal queda cerca de donde estamos.
Unas mujeres nos dicen que si vamos a Santiago y preguntan si eso no se había terminado ya a fin de año.
El refugio tiene calefacción, lo que no nos ocurría desde hace una semana. Eso permite ducharse con agua fría sin mayores problemas. Debe de haber agua caliente, pero tarda muchísimo en salir.
En la habitación hay una mochila de otro peregrino, pero él no está en ese momento.
Frank ha quedado con un amigo suyo que hará varias etapas con nosotros a partir de aquí, así que me voy a ver la ciudad.
Se me ocurre ponerme las zapatillas de deporte. Pronto me arrepiento. Son lo mejor para descansar en el refugio, pero no para seguir andando, aunque sea sin mochila.
El reencuentro con la vida de la ciudad, como en otros casos, me resulta desagradable.
Llego a la catedral todavía con luz. Hacía años que quería verla y allí estoy, por fin. Tal y como sucedía con la de Burgos, está en obras.
Cuando voy a entrar veo a otro que lo está haciendo en ese momento: ¡es José Antonio! Vemos juntos la catedral. No se aprecian muy bien las vidrieras porque está atardeciendo.
José Antonio dice que el día de Terradillos llegó hasta Sahagún y ayer terminó en Mansilla de las Mulas. Se ha alojado en un hostal cercano al monasterio de las Carbajalas. Sus problemas con la corva no han mejorado y mañana se quedará en León, a ver si el médico le arregla algo.
Quedamos en que le llamaré al móvil dentro de unos días para saber por dónde andamos cada uno y nos despedimos.
Consigo un plano en la oficina de turismo, que está frente a la catedral. Veo una exposición en un museo cercano que tiene como tema Ultreia y trata sobre el Camino.
Voy a San Isidoro, donde están en misa. Espero a que esta termine y busco el panteón real, pero lo han cerrado pocos minutos antes. Me lo he perdido por no saber que se entra al mismo por un acceso distinto del de la iglesia.
Doy unas cuantas vueltas por el Barrio Húmedo. Hace frío, pero me gustan esas calles. La Plaza Mayor está en obras.
Para no volver por el mismo camino acabo saliendo de la zona antigua por una calle que está medio a oscuras, entre murallas, hasta reencontrarme con la civilización. Para entonces, me ha dado tiempo de sobra a pensar varias veces cómo he acabado metido en un lugar así.
Hago algunas compras y me encuentro con el chamo en la calle. Esta mañana ha llegado a pie a Mansilla, donde ha cogido el autobús hasta León. Ha dejado la mochila en el refugio y ha salido a comprar cosas.
Lo deja. Dice que ya ha encontrado las respuestas que buscaba cuando decidió hacer el Camino y que se va a visitar a su familia en Venezuela, a la que no ve desde hace tiempo -vive en Brasil.
Así que nos quedamos sin el chamo, después de sufrir día tras día por sus averías físicas sin quejarse.
Compro una toalla barata y ligera, poco voluminosa.
En el edificio en el que se encuentra el albergue hay diversas asociaciones y clubes deportivos y se nota bastante movimiento a esa hora.
En la guía pone que el albergue cuenta con un microondas y preguntamos por él, aunque nos imaginamos la respuesta. Acertamos: la masa se lo cargó durante el verano.
Conocemos al peregrino cuya mochila vimos en la habitación. Es mallorquín, de edad indefinida. Viene de vuelta de Santiago. A la ida, pasó varios días en este albergue por un problema en la rodilla. Dice que los hospitaleros -son objetores de conciencia- se acuerdan de él porque estuvieron cuidándole aquellos días.
El día del vendaval -27 de diciembre- le tocó atravesar el puente de Portomarín con otros peregrinos. Según cuenta, tardaron tres cuartos de hora en cruzarlo, porque la mayor parte del tiempo tuvieron que estar agarrados a la barandilla para que no se los llevara el viento.
Tiene previsto reiniciar el Camino dentro de unos meses. A saber a qué se dedica.
Nos informa de detalles que pueden ser interesantes, sobre todo por lo que se refiere al estado de los refugios que tenemos por delante.
Por lo que conoce, en Galicia pasaremos bastante frío, porque en esta época pasan cada vez menos peregrinos y van quitando la calefacción incluso en los refugios que la tienen.
Encontraremos cientos de perros, a los que es mejor no hacer caso y seguir adelante.
Media Galicia huele a caca de vaca.
Hay hospitaleros y hospitaleras que están quemados tras el aluvión veraniego y se muestran poco amables; alguno de ellos no saca mantas aunque las haya en el refugio.
En varios de los refugios que cuentan con cocina no hay cacharros o la cocina está estropeada.
En Ponferrada, el hospitalero es un cura que, según el día que tenga, te abre o no. En ese sentido, dice que hemos tenido suerte en Carrión de los Condes, porque la que nos abrió, la hermana del cura, es un poco rara y ha habido casos de peregrinos a los que no les ha dejado entrar. Dice que la llaman la jesucrista, por lo que manda.
Que no se nos ocurra quedarnos en el refugio de Ribadiso da Baixo -la guía lo pone muy bien-, porque nos congelaremos, tiene las duchas poco menos que al aire libre.
El albergue de Santiago no es recomendable porque tratan mal al peregrino y ha habido robos de mochilas.
Pues eso: desolador.
El caso es que León era algo así como una meta intermedia, como si llegando aquí ya estuviera hecho lo peor -el ecuador kilométrico ya lo hemos pasado- y la cercanía de Galicia fuera a suponer un estímulo definitivo y no sé cuántas cosas más. Y va el mallorquín y nos enfría los ánimos.
Conozco también a Héctor, el amigo de Frank. Dice que no nos acompañará muchos días. Parece majo.
Hablando y hablando se nos ha hecho tarde -medianoche- y apagan las luces. Las vuelven a encender y las vuelven a apagar, y así varias veces. Captamos el mensaje y nos vamos a dormir.
Antes, miro a ver si se ha secado la ropa que he lavado a la tarde: aún no. Pues a ver si por la mañana está lista, con ayuda de los radiadores.
Me parece que tengo algo de fiebre, pero igual es solo una mezcla de cansancio y el calor de la calefacción.
Carlos se prepara y se va pronto. El único que estaba levantado para entonces era Frank, del que se ha despedido a la voz de nos vemos en el camino de la vida.
Desde hace unos días tenía las orejas hinchadas y me dolían -deben de ser sabañones-, pero ya empiezan a volver a la normalidad.
Durante las últimas etapas el palo lo llevo poco menos que de adorno, pero dice el mallorquín que en Galicia me será muy útil. Nos despedimos de él.
La salida de León se hace larga, aunque la primera parte, a lo largo de un paseo junto al río, está muy bien. Nos cruzamos con un grupo de escolares y una de las últimas nos pregunta si vamos a Santiago y nos desea suerte. Pues muchas gracias, maja.
Vemos por fuera el antiguo hospital de peregrinos de San Marcos, cruzamos el puente y empieza la parte más fea de la salida de la ciudad.
Una mujer me dice si no hace mucho frío en estas fechas como para hacer el Camino. Yo pensaba que esta gente, que vive en ciudades frías en invierno, estaría acostumbrada y lo vería como algo normal, pero se ve que hay de todo. Lo mismo le pasaba al que me guio por Burgos, que decía que era friolero.
Frank y Héctor no se veían desde hace unos meses, en Londres, y van recordando batallitas londinenses, lo caras que son la vivienda, la comida y el transporte; lo fácil que es encontrar algún trabajo, la gente que conocieron, etc.
Llegamos al punto en el que hay que elegir entre ir por Villar de Mazarife o por Villadangos del Páramo. Cuando preparé en casa las notas sobre el recorrido pensé ir por Villar de Mazarife, pero acabamos decidiéndonos por el otro itinerario, por ser más corto.
No sé cómo será por Villar, pero por Villadangos es un continuo ver y oír coches, aunque se vaya por un andadero y no por el arcén -como pone en la guía-. Además, parece que Frank se encuentra recuperado y va algo acelerado, y nosotros detrás.
Tras los recuerdos a dúo de su estancia conjunta en Londres, ahora es Frank el que le habla a Héctor en un largo monólogo que me deja impactado. El tema lo conozco -no diré de qué se trata-. Como que tiene mucho que ver con mi situación personal.
Habrá quien tenga muy claros los motivos por los que se lanza a hacer el Camino.
Del mismo modo, los habrá que se pongan a caminar sin una idea muy definida del porqué. Ningún problema. En algún momento lo comprenderán. En cierto modo, eso es lo que me ha pasado, y ha tenido que suceder en la que está siendo la etapa de recorrido más soso, insulso y aburrido.
Al pasar por un pueblo, vamos riéndonos -o casi- por algún comentario y Héctor sugiere que pongamos cara divertida al cruzarnos con la gente, para que piensen que tiene que estar bien eso de hacer el Camino.
Años atrás, en un viaje en tren por Italia, un uruguayo dijo Me palpita que estamos llegando y, si no, estará raspando -el acento le daba una gracia especial-. Lo dije una vez -no recuerdo en qué etapa-, tuvo éxito y lo repetimos cuando nos parece.
Paramos largo rato en Villadangos y nos lo tomamos con más calma después, porque hasta entonces ha sido una de las peores etapas.
Unos kilómetros más adelante, tras un pueblo pequeño, nos encontramos con la posibilidad de seguir por un camino que se aparta de la carretera, pero no vemos suficientes señales y acabamos de nuevo en el andadero por el que veníamos.
Se me hace algo largo hasta Hospital de Órbigo porque se me ha metido en la cabeza que faltaban ocho kilómetros desde Villadangos y son doce o trece.
En el andadero están sustituyendo los árboles que se han secado. Preguntamos a los operarios por las especies que están poniendo: acacias. Lo que quitan son arces y plátanos, además de otras dos especies que no recuerdo.
Nos gusta mucho el puente de Hospital de Órbigo. Recordamos la historia de don Suero de Quiñones, grabada en uno de los monolitos que hay en el centro del puente.
Compramos pan en la panadería Alonso. Al preguntar si lo hacen allí nos enseñan el obrador, que está al lado mismo. La señora, muy maja, nos regala unos bollos.
Al salir, nos cruzamos con dos chicas que resultan ser unas peregrinas alemanas de las que teníamos referencias por los libros que suele haber en los refugios.
El refugio es un tanto original. Tiene un patio muy bonito. En verano tiene que estar muy bien. Aunque no tiene calefacción, hay una estufa de leña bastante efectiva.
Los hospitaleros son un matrimonio -alemán y venezolana-, que hicieron el Camino desde Países Bajos, además de recorrer también la Vía de la Plata desde Sevilla. Dejaron todo para venirse a vivir a este lugar, donde forman una especie de mini comunidad con un cura al que no llegamos a conocer.
Se mantienen gracias a la huerta, los donativos de los peregrinos y lo que de vez en cuando les da la gente del pueblo.
Nos dan referencias de las etapas que tenemos por delante -nos aconsejan hacer un par de etapas cortas antes de afrontar la Cruz de Ferro- y de unos brasileños de los que también teníamos noticias por los citados libros. Según la mujer, los brasileños hacen etapas largas, caminan concentrados, van a lo que van.
Frank y Héctor van con las alemanas a cenar a un bar. Yo me arreglo con la cocina de gas que hay en el patio, al aire libre. Es un tanto surrealista cocinar en esas circunstancias, pero a todo hay que adaptarse.
Según estoy cenando, el hospitalero viene un momento, empieza a toser y explica que lleva varios días con catarro. Dice:
–Es la vida que hemos elegido.
Llevan allí desde mayo.
Cuando vuelve el cuarteto, Frank me cuenta que la más joven de las alemanas, Karina, de 13 años, es delincuente y está haciendo el Camino como forma de rehabilitarse y como condición previa para poder regresar a Alemania.
La otra chica, Veronika, es una asistente que acompaña a Karina.
El cielo está despejado y se ven muchas estrellas.
Por la mañana, Karina le da la pelmada a Héctor para que se levante. Es como un osito de peluche con vida. A pesar de su edad, se nota que ha pasado por muchas experiencias y no todas buenas, precisamente. Sobra decir que, de no haber sabido por qué motivo se encuentra ella en el Camino, igual no me resultaría tan evidente lo anterior.
Salimos más tarde que nunca. A fin de cuentas, la etapa de hoy es corta.
Esta vez toca elegir recorrido nada más salir del pueblo. Después de lo de ayer, tengo más que claro que voy a ir por donde pensé que lo haría cuando preparé las notas: por Villares de Órbigo, Santibáñez, etc. Al final, vamos todos por ahí.
Frank me cuenta interesantes batallitas de la mili. Le tocó en Paracaidistas, aunque no llegó a saltar de ningún avión, porque le hicieron cabo.
Empieza a llover, pero solo lo justo para que despliegue el plástico, me lo ponga y se moje algo. Pues mejor.
Encontramos algo de barro al principio, pero me parece un recorrido muy bonito, con algo de niebla que le da un toque misterioso.
Puede que solo sea por el contraste con la lamentable etapa de la víspera, pero me gusta mucho. Me paro cada dos por tres para contemplar el paisaje.
Como no tengo ni idea de inglés no tengo mucho de qué hablar con las alemanas, a pesar de que Karina se pone a decirme no sé qué.
Nos vamos desperdigando y disfruto con la soledad de estos parajes. A ratos no se oye nada, como en los Montes de Oca.
En un corral que cita la guía y que surge entre la niebla hay un perro que parece bastante asustado. El mallorquín de León ya nos comentó que, en varios casos, se encontró con perros que literalmente huían al ver peregrinos, como consecuencia de las caricias recibidas de manos de la turba estival.
Ahora sí que se oye, a la izquierda, ruido de tráfico; pero con la niebla no se ve ningún coche. Es como estar en otra dimensión.
Nos juntamos poco antes de San Justo de la Vega.
Llegando a Astorga empieza a llover. Es un sirimiri persistente.
Localizamos el refugio, que parece cerrado. Voy a buscar al hospitalero, neerlandés, al centro social Las Cinco Llagas, que queda cerca.
Cuando vuelvo con él los demás ya están dentro: les ha abierto un peregrino estadounidense, James, de Chicago, que llegó ayer con los brasileños de los que nos hablaron en Hospital de Órbigo y que se ha quedado un día más para recuperarse. Los brasileños le esperarán en Rabanal del Camino.
El refugio tiene calefacción. No hay cocina.
Me ducho después de hacerlo Frank y no queda suficiente agua caliente, así que termino con agua fría.
Un artículo de prensa fotocopiado habla de la gran afluencia de peregrinos que ha habido este verano y de los problemas que eso generaba, y cita el caso de una peregrina local que decidió dejarlo al llegar aquí, cansada de que cada etapa fuera algo así como una angustiosa contrarreloj para conseguir sitio en los refugios.
Tengo ganas de ver Astorga, pero también bastante pereza, y eso que la etapa ha sido como un paseo. Al final, salgo. Está lloviendo, pero no voy a dar la nota con el plástico y lo dejo en el refugio.
La catedral está en obras. Rodeo el Palacio Episcopal, obra de Gaudí.
Según un plano que me han dado en Turismo, hay en la ciudad un Museo del Chocolate y voy a verlo. El encargado del mismo ha sido presidente de la Asociación local de Amigos del Camino durante diez años, hasta hace poco. Está preparando un libro -el segundo que escribe sobre el tema- sobre el chocolate. Resulta que Astorga fue pionera en la fabricación del mismo en España. Compro una tableta de 250 grs. -300 ptas.- que contiene un 50% de cacao. El hombre dice que, aunque en otras marcas ponga que tienen más porcentaje de cacao, seguro que no es tan puro como el de las que se venden ahí.
Lo que antes era lluvia ahora es nieve, que cae con fuerza.
Quiero comprar unos tomates, pero lo único que encuentro son carnicerías y charcuterías, charcuterías y carnicerías. Y vuelta a empezar.
Compro unas postales para enviar a la familia en las que se ve el paisaje que rodea a Astorga y que no hemos podido ver por el mal tiempo.
Vuelvo al refugio por la zona de las murallas. Ya ha oscurecido y la nieve ha cuajado enseguida.
Los demás no se han enterado ni de la lluvia ni de la nieve, porque no han salido.
Ha llegado una pareja -alemán y húngara-, de vuelta de Finisterre. Confirman lo que nos dijo el mallorquín acerca del seminario menor de Santiago. El alemán dice que son unos arrogantes y que no les gustan los peregrinos. Además, el pabellón destinado a los inocentes peregrinos que por allí se aventuran es poco acogedor.
Cuando les digo que está nevando fuerte al principio no se lo creen. Más bien no se lo quieren creer, sobre todo las alemanas, hasta que se asoman como niños a la puerta de la calle y lo comprueban.
Me quedo con el alemán y la húngara -la procedencia de ella me resulta de lo más exótica- en el refugio mientras los demás se van a una pizzería.
Resulta ser uno de los ratos más tranquilos de estas semanas. Ceno con toda la calma del mundo, escribo las postales y preparo unas sujeciones para el plástico-poncho para que no se mueva al caminar, en previsión de lo que nos podemos encontrar mañana.
Antes de salir pongo sebo a las botas -ya lo he hecho otros días-. James se pone en marcha el primero. Nos veremos en Rabanal.
Héctor ya anunció ayer que nos deja. Vino para unos días y no le acaba de atraer mucho la dinámica de caminar un día sí y otro también para llegar a un lugar y de allí a otro y a otro.
Nos hacemos una foto los cinco en una plaza antes de que se vaya a la estación de autobuses y me despido de él -hasta cuando sea- y de los demás -hasta luego-, porque voy a Correos a poner sellos y algún código postal que me falta en las postales. Hecho lo cual, me pongo el plástico y a caminar.
Voy atento al suelo, para evitar resbalones y no meterme mucho en la nieve, no vaya a ser que calen las botas y...
–¡¡Peregrino!!
La voz viene de una gasolinera. Tanto mirar al suelo y me he saltado una señal. Menos mal que el operario se ha dado cuenta. Pues muchas gracias.
Desde luego, no me puedo quejar de la suerte que he tenido hasta ahora en materia de despistes.
En algún momento veo a lo lejos a Frank y a las alemanas. Nieva con relativa intensidad. Lo peor es cuando a la nieve se le une el viento. Hoy no voy muy fino.
Hay un tramo, antes de Murias de Rechivaldo, en el que parece haber dos andaderos paralelos. Pero, al estar cubiertos por la nieve, no se sabe a ciencia cierta qué es cada cosa.
Al salir de Murias, veo que han desaparecido las huellas del trío y solo se ven las de una persona. Imagino que serán de Frank. No sé qué les habrá podido pasar a las alemanas.
Caminar sobre nieve es más cansado que hacerlo sobre tierra o asfalto y casi empiezo a sudar, en parte porque el terreno es ascendente, así que, para evitarlo, voy un poco más despacio y me encuentro mejor.
Me empieza a doler un hombro. A ver si voy a empezar como en las primeras etapas...
Procuro aliviarlo poniendo las manos a la espalda para empujar hacia arriba la mochila, pero es una solución provisional. Aún no me he enterado -ni lo haré en el resto del Camino- de que hay que ajustar más la mochila a la cintura para que sean las caderas y no los hombros los que lleven el peso -nunca mejor dicho- de la carga.
Tras cruzar una carretera desaparecen también las huellas del que me precede: ha sido más listo y se ha pasado a la carretera para seguir las rodadas de los pocos coches que habrán pasado por ella. Hago lo mismo y la cosa va mucho mejor.
La llegada a Santa Catalina de Somoza se convierte en una de las imágenes del Camino gracias a la nieve, las casas y la espadaña de la iglesia como fondo y el pasillo de árboles que hay entre la carretera y el pueblo.
Si no estuviera nevando haría una foto, aunque es sabido que las fotografías no suelen reflejar ni la mitad de lo que son los paisajes bonitos.
Nada más entrar en El Ganso, uno que anda llevando unas vacas me dice que más me valdría dar media vuelta. Como no añade lo de forastero, entiendo que es un comentario sobre el tiempo. Dice que antes ya ha pasado otro peregrino.
Al poco, una señora mayor que está haciendo un camino en la nieve con una pala me dice que vaya tiempo más malo para hacer el Camino; pero que, claro, cuando se ha hecho una promesa... La veo tan convencida que no le aclaro que no es esa exactamente la razón.
Pienso en sentarme en algún sitio y descansar un poco, pero no me siento muy cansado y no quiero arriesgarme a quedarme frío, así que continúo. Claridad de ideas, que se dice.
Poco después de El Ganso me cruzo con un peregrino francés, jovencillo, con una mochila que me parece pequeña. También este va de vuelta. Dice que ya ha visto al de Chicago.
Vaya, me había olvidado de James, así que son suyas y no de Frank las huellas que sigo.
Como me temía, llevo uno de los pies mojado. A ver si en Rabanal puedo secar la bota.
Llegando allí me reciben un par de perros, pero no son agresivos. De hecho, uno de ellos me acompaña casi hasta las casas.
La señalización que hay a la entrada no está muy clara, porque parece indicar que para ir al refugio que está abierto en invierno -el de la Virgen del Pilar- hay que seguir hacia la izquierda una carretera a la que se llega en ese punto. Lo hago durante un rato, hasta que veo que no puede ser, y retrocedo y sigo después derecho hasta el pueblo.
Tampoco veo ninguna señal del albergue ni a nadie que me pueda decir dónde está hasta que aparece un chaval y me orienta.
Hay bastante nieve acumulada. Es un refugio privado. Hay otros dos, a pesar de que es un pueblo pequeño, pero cierran en invierno. La hospitalera, Isabel, es maja y acogedora.
En verano suelen utilizar otra parte del refugio, pero en invierno, como pasa menos gente, es suficiente con una habitación de diez literas que hay junto a una sala en la que están la cocina y una chimenea moderna.
Me ducho nada más dejar las cosas y pongo a secar la ropa y las botas.
En ese momento no hay nadie, porque los brasileños y James han ido a comer fuera. Vuelven al poco.
También aparece con ellos un gallego, de Santiago precisamente, que ya hizo el Camino a pie en el 94 y ahora lo está haciendo en bicicleta. Llegó ayer y hoy no ha podido salir por culpa de la nieve. Dice que es bastante distinto hacerlo en bicicleta.
También habla de Manjarín, cuyo hospitalero sale a veces por el campo con una túnica templaria y una espada. Al parecer, en verano su refugio se convierte en cualquier cosa -técnicamente, utiliza el término puticlub-, con el ambiente templario entendido quién sabe cómo...
Llega un conocido -¿o pariente?- de la hospitalera trayendo las mochilas de Frank y las alemanas. Viniendo en coche los ha visto, ya cerca del pueblo, y se ha ofrecido a ayudarles ahorrándoles ese peso.
Al poco, llega el trío. Frank habría preferido venir más rápido, pero lo ha hecho al paso de las alemanas para no dejarlas solas. Sus huellas desaparecieron en Murias de Rechivaldo porque habían entrado en un bar.
Y yo creyendo que Frank había dejado a las teutonas desfallecidas en algún lugar seguro del pueblo antes de reemprender la marcha.
Karina viene como una rosa, pero Veronika tiene problemas con ampollas. Ya tenía alguna o algunas en Astorga y le ha salido otra, bastante hermosa por cierto.
Isabel nos adelanta que no nos hagamos ilusiones de cara a mañana. Los de Protección Civil le han dicho que no salga nadie de allí si no pasa el quitanieves esta noche o mañana. Pues vaya.
Por la tarde llegan dos belgas. No son peregrinos, van a una comuna que hay por los alrededores. Total, que ya está llena la habitación. Es el día que más gente nos hemos juntado en un refugio.
El que ha traído las mochilas del trío viene más tarde con unos juegos, tipo solitario, de ingenio. Y así estamos un rato entretenidos. Solo que la cabeza está a medias en el solitario y a medias en lo que haremos o podremos hacer mañana.
Lo anterior es una forma como otra cualquiera de decir que no resolví el artilugio que tuve entre las manos. Para mayor vergüenza, debo añadir que lo conocía de años atrás, y que entonces sí di con la solución. Pues ni por esas.
Los belgas ponen al calor de la chimenea una hogaza grande de pan y se dedican a hacer con hilos de colores unos objetos pequeños que venden después en los lugares a los que van.
Frank me cuenta que Veronika le ha dicho que se está preguntando qué hace ella allí, en medio de la nieve, con ampollas, acompañando a una pequeña delincuente. Pobre Veronika.
Los americanos y el gallego se van a cenar al único bar del pueblo, El Mesón.
El más joven de los belgas se lía a dentelladas con la pobre hogaza que habían puesto al calor de la chimenea y luego también se va con su compañero al mesón.
Y lo mismo hago yo, a ver si tienen algo de pan. Recorrer esa corta distancia se convierte en toda una aventura por la mucha nieve acumulada y la ventisca.
Una chica muy maja me vende un cuarto de hogaza, lo que compensa el esfuerzo de la ida y me ayuda a sobrellevar también la vuelta.
Frank y yo preparamos spaghetti y entonces me doy cuenta de que una lata de sardinas que llevaba en la mochila se ha abierto -es de las de abrefácil- y ha llenado de aceite el compartimento en el que la llevaba. Paciencia.
Me pongo a sacar cosas y a quitarles el aceite.
Le pedimos a la hospitalera a ver si nos puede traer algunas especias, y nos surte de orégano, perejil...
Cuando ve lo que he sacado de la mochila se sorprende por la mucha comida que llevo en ella. Ya lo sé, ya. La explicación -al menos en parte- tiene que ver con que no paramos a comer durante las etapas, sino que lo vamos haciendo mientras caminamos. Además, conviene llevar alguna reserva por si surgen contratiempos y acabamos algún día en un lugar en el que no se puede comprar nada.
Según estamos cenando, nos da por hacer comentarios chistosos y no hacemos más que reírnos. Me temo que mucha culpa de ese estado espiritoso lo tiene el tema meteorológico, que nos lleva rondando la cabeza desde hace horas, y hemos encontrado una válvula de escape con nuestras divertidas ocurrencias.
La hospitalera nos había dicho al poco de llegar que en el pueblo hay tres monjes benedictinos y que se puede ir a la iglesia a oírles rezar. Son de los de Silos y han decidido venir a vivir aquí, donde les han cedido una casa junto al templo, para asistir a los peregrinos.
Nos hemos saltado el rezo de Vísperas porque a esa hora era cuando estábamos preparando la cena. Puro paganismo.
Quedan las Completas y a eso sí asistiremos.
Acabamos de cenar y vamos para allá.
Al salir del refugio vemos al quitanieves en la plaza. Buena señal, aunque no para de nevar y de soplar viento.
En la iglesia nos juntamos con James, los brasileños y la hospitalera.
Los monjes cantan en un tono muy agudo los rezos de Completas, nos dan la Bendición del Peregrino -según Isabel, los brasileños se emocionaron ayer al recibirla- y luego se quedan solos, rezando. Es otra de las imágenes del día. Como si el tiempo se hubiera detenido.
Tiene algo de surrealista la escena -en otra época del año, con más gente en la iglesia, parecerá más normal-, como la que protagonizamos de vuelta al refugio, de noche, en medio de la ventisca, poco menos que dando saltos entre la nieve.
El que ya no está es el quitanieves. De todas formas, Isabel nos advierte de que, aunque limpien la carretera ahora, si sigue nevando durante la noche por la mañana estará otra vez igual y no podremos salir. No es cuestión de que los de Protección Civil tengan que salir en busca de unos irresponsables.
Frank y yo retomamos los comentarios graciosos y estamos venga a reírnos. Los rezos no han conseguido que volvamos a la senda recta.
Él saca su colchón de la habitación y se pone a dormir en el salón-cocina. Lo mismo hace Karina.
Los brasileños y James salen a las 9, aunque antes que ellos ya lo ha hecho el gallego.
Preparo una rudimentaria protección para las botas con un par de bolsas de plástico para que no se meta nieve en las mismas.
Frank y yo nos despedimos de las alemanas, que saldrán más tarde y no tienen intención de llegar, como nosotros, hasta Ponferrada.
No nieva y la carretera está limpia de nieve.
A medida que vamos ascendiendo hace más frío. Pasamos de los 0ºC de la salida a -1,7ºC. A eso se le añade la niebla, con lo que el panorama se asemeja a la pantalla de un cine antes de que empiece la película.
Al menos, se nota por dónde va la carretera -solo faltaría-, a pesar de que cada vez aparece más blanca.
El viento sopla fuerte, pero de espalda, así que ayuda bastante. Hasta en eso parecen haberse aliado las circunstancias en nuestro favor. Lo principal era poder hacer la etapa y estamos en ello.
Me pongo las gafas de sol porque tengo más difícil coger otras que llevo que son transparentes, de plástico, y quiero sacar lo menos posible las manos de los bolsillos del pantalón. Así parece que he ido a esquiar.
A la altura del histórico pueblo de Foncebadón -donde se celebró un concilio- nos cruzamos con dos todoterrenos. Hay que tener ganas para conducir en esas condiciones.
Por las huellas, vemos que el gallego ha tenido que echar pie a tierra unas cuantas veces, tanto subiendo como bajando. Se ve que es hombre prudente.
La carretera deja de subir y empieza a descender.
Vemos un desvío que sale por la derecha con postes a los lados, de esos que sirven para saber la altura de la nieve, y deducimos que conduce a la Cruz de Ferro, que imaginamos perdida entre la niebla.
Entendemos que ha llegado el momento de dejar las piedras que llevábamos para depositar al pie de dicha cruz. Yo cogí la que llevo en la primera etapa.
La de Frank es de jade y prefiere que no la toque, por estar cargada con su energía.
Sin grandes ceremonias, las lanzamos en lo que entendemos que es la dirección de la cruz.
Más tarde, resulta que la carretera vuelve a ascender...
En un momento dado, me fijo -a la derecha de la carretera- en una forma redondeada de la que sale un poste. Sin más.
Vuelvo a fijarme, sigo con la mirada el poste en cuestión y, no sin dificultad, descubro una cruz en la punta: ¡¡la Cruz de Ferro!! Así que estaba al lado de la carretera.
Le doy una voz a Frank, que ha pasado de largo sin verla.
Aunque durante ese tramo vemos algunas más, esa es la que coincide con la fotografía que aparecía en la guía; además, la forma redondeada que se adivina al pie debe de ser el montón de piedras que los peregrinos han ido dejando.
Y, algo apartada, vemos la silueta de lo que bien puede ser una ermita que la guía sitúa por esa zona.
Bueno, hemos tirado las piedras que llevábamos donde no era, pero lo que importa es la intención, y al final hemos visto la Cruz, que, por cierto, hace bastante impresión en esas circunstancias.
Aparece otro todoterreno, que para al llegar a nuestra altura. Van en él el hospitalero de Molinaseca y otro individuo. Han salido a ver en qué condiciones está el Camino y si había peregrinos en tránsito. Han visto al trío de americanos y les decimos que por detrás deberían de venir las alemanas.
Comentamos entre nosotros que ojalá recojan a Veronika y a Karina y se las lleven en coche a Molinaseca.
La carretera comienza a descender definitivamente y empieza a aparecer el hielo y, con él, los resbalones. Tengo la impresión de que tarde o temprano nos la vamos a pegar, pero tenemos suerte y no llegamos a caernos, aunque supone una tensión considerable.
En un momento dado, según voy por el lado derecho, le miro a Frank, que va por la izquierda y un par de pasos más adelante, y coincide que resbala. Se desliza medio metro -es un decir- y, cuando se ha detenido, nos miramos sin decir nada. Y a seguir.
Si uno piensa que basta un mal paso, un esguince, cualquier avería que impida caminar... Mejor no pensarlo.
Por poder, uno se puede romper la crisma por un resbalón en cualquier sitio, empezando por la propia vivienda. Lo malo del descenso que estamos haciendo es que el riesgo, acentuado por la pendiente, se mantiene latente durante bastantes kilómetros.
La niebla va disminuyendo, pero todavía hay bastante cuando llegamos a Manjarín. Parece un pueblo fantasma, además de abandonado -eso es lo que es, aunque una casa esté habitada por el célebre Tomás-. Coincide que sale una chica de uno de los edificios y nos dice que dentro están James y los brasileños y que si queremos entrar a tomar un café. Frank está por aceptar, pero a mí no me convence mucho la idea, porque no soy aficionado al café, no sabemos el tiempo que vamos a estar si nos enrollamos y quiero salir de la niebla, la nieve y el hielo cuanto antes para ver las cosas más claras, aunque parece que lo peor ya ha pasado.
Suena una campana un par de veces. Debe de ser la que toca el hospitalero -Tomás- los días de niebla para guiar a los peregrinos. Mientras hacemos unas fotos aparece el susodicho -hoy viste normal, sin túnica-. Majo el hombre. Nos recomienda no dejar la carretera en ningún momento, ni siquiera en la parte baja, porque el camino estará mal.
Como también hemos visto unos perros por allí, bastante amistosos, le digo a Frank que se trata de peregrinos que aceptaron una invitación como la que nos han hecho para tomar café y que acabaron hechizados por Tomás y la chica que hemos visto, y convertidos en perros, tal y como les sucederá también a los brasileños y a James.
Según se lo cuento, casi acabo por creérmelo.
Por dos veces el viento me tira el sombrero y tengo que meterme en la cuneta, con nieve hasta la rodilla, para recuperarlo.
Otras dos veces me lo tiró en la primera etapa y también pude recuperarlo.
Vuelve a pasar el todoterreno de los de Molinaseca.
Lo oigo acercarse y me giro. Frank viene detrás, está escuchando música con auriculares y no se ha percatado de la jugada. Le doy una voz para que se aparte.
Tal y como queríamos, llevan con ellos a las alemanas. Adiooós, adiooós. Nos alegramos de verlas a salvo.
Una vez que dejamos atrás la niebla disfrutamos con el amplio paisaje montañoso que divisamos.
El Acebo es muy bonito.
Entre la pendiente que hay en algunos tramos y el hielo da la impresión de que casi se va más seguro a pie que en coche, aunque sea un todoterreno.
De hecho, en un par de puntos en los que a una cuesta fuerte le sigue una curva miro con temor por si se ven huellas de algún coche que ha patinado y salido despedido sin poder tomar la curva.
Frank lo está pasando mal -cada vez peor- con el largo y, por momentos, pronunciado descenso.
Por mi parte, físicamente voy bien, pero llega un momento en que me paro, giro hacia la derecha con precaución y me pongo a buscar entre la niebla algún camino -libre de nieve, por supuesto- que tiene que haber por ahí.
Nada preocupante, un trastorno ligero, algo pasajero.
Pero es que más tarde repito la operación -con el mismo resultado, se entiende-. Nada, el trastorno, que se ha crecido un poco. Puede que eso tenga hasta nombre en Psicología.
Comentamos la conveniencia de hacer alguna parada, por ejemplo en Riego de Ambrós; pero cuando llegamos nos encontramos con que la carretera no pasa por en medio del pueblo y que, para entrar en el mismo, tenemos que meternos por alguna que otra escalera con nieve y hielo, así que seguimos bajando.
Pasa el quitanieves cuesta abajo. Tiene su cosa verlo pasar, por el ruido que hace y por la actitud del conductor, atento al borde de la carretera.
En los últimos kilómetros antes de Molinaseca la carretera traza unos amplios zig-zag para salvar el desnivel. Esos metros de más son el precio que hay que pagar a cambio de la seguridad que no ofrecería hoy el camino normal.
Frank empieza a insinuar que se quedará en Molinaseca. El pueblo en cuestión nos gusta desde la misma entrada, con un puente sobre el río. Tiene un montón de bares, tabernas, cantinas, mesones...
A pesar de que le he dicho a Frank que el refugio está algo alejado -según la guía-, el hombre se desespera porque se está acabando el pueblo y aún no aparece.
Por fin, llegamos y allí están las alemanas, que salen a recibirnos bastante animadas.
El refugio es muy bonito y tiene cocina y chimenea. La presencia de las germanas termina por convencer a Frank y decide quedarse. Dice que tiene las rodillas fatal.
Me encarga que le compre Bálsamo de Tigre y Ungüento del Peregrino en Ponferrada. De lo primero ha ido usando desde el principio y quiere probar también lo otro, a ver si obra algún milagro en sus rodillas.
Después de descansar un rato y volver a despedirme -por segunda vez este día- de Karina y Veronika, sigo hacia Ponferrada.
Al poco, un matrimonio me llama desde la otra acera y me recomienda que cambie de lado porque por donde voy, al estar más en sombra, puedo encontrar hielo. Les agradezco el consejo, porque estoy bastante harto de resbalones y de los consiguientes sustos.
Además, me dan otra información muy buena: la acera llega hasta Ponferrada. De cine.
Es sábado y hay gente paseando por las afueras de la ciudad. No me dan muy buena impresión, parece gente muy seria.
Como contraste con lo que ha sido la mañana, luce el sol y tengo calor. Las que también brillan, pero por su ausencia, son las señales amarillas. Pregunto a un matrimonio por la dirección del castillo -la guía lo sitúa cerca del refugio-. El hombre dice por dónde tengo que seguir y lo repite, y luego hace lo propio la mujer. Pues gracias, gracias y gracias.
Las indicaciones -o, al menos, el tono- me han parecido algo artificiales, pero gracias a ellas vuelvo a ver flechas y, tras lo que me ha parecido un recorrido urbano inacabable, veo por fin el castillo y su imponente entrada.
El mallorquín de León nos dijo que estaba en obras -y lo sigue estando, según unos paneles-, pero anda gente entrando y saliendo. A ver si va a estar abierto...
Camino del refugio, paso junto a una oficina de turismo. Pido un plano y pregunto por las visitas al castillo: está abierto y se puede visitar hasta las seis. Fenomenal. Son las cinco. Con un poco de suerte podré verlo con calma.
El refugio está cerrado y tiene mal aspecto -ya nos lo advirtió el mallorquín de marras-. En un papel que hay en la puerta pone que las llaves se pueden pedir bien en la Oficina del Peregrino bien en la parroquia.
En el despacho parroquial de la iglesia cercana -digo yo que será ahí- no hay nadie. La que sí está, también esperando al cura, es una monja con un par de chicos con guitarras. La monja echa pestes contra el cura por no tener fundamento. Asegura que es la última vez que va allí con sus muchachos. Mal panorama.
La Oficina del Peregrino está cerca, pero también está cerrada. Unos lugareños me dicen que, como es sábado a la tarde, seguramente no abrirán el refugio. No fastidies...
Aparece un chico con acento portugués y me dice que espere al cura, el cual me llevará al refugio nuevo.
El tiempo va pasando y empiezo a pensar en ir a ver el castillo con la mochila a cuestas.
Vuelve a pasar el portugués y me dice de nuevo que espere. Y yo espero, pero me estoy quedando frío y cada vez más nervioso.
Finalmente, llega un cura joven y majo, palotino -es una congregación italiana, explica-, que estuvo estudiando en Vitoria durante diez años. Tenemos a algún conocido común. Qué cosas.
Se llama Benito, hace pocos meses que ha vuelto de Sudamérica -Bolivia y Uruguay- y aún no ha aterrizado psicológicamente en España -aunque es español.
Me lleva al albergue viejo, el que he visto por fuera, porque el nuevo aún no está en uso. No importa, la cuestión es que lo del alojamiento ya está arreglado.
Está en un primer piso. Como me había hecho a la idea de que estaría en muy mal estado -así nos lo pintó el mallorquín-, al verlo por dentro no me lo parece tanto. Además, tiene una estufa de gas. Algo es algo, porque la guía ya ponía que no tiene calefacción.
Benito se marcha, aunque dice que luego volverá. Me deja la llave del refugio.
Más tarde, recuerdo lo que nos dijo el mallorquín acerca del cura de Ponferrada y sus impredecibles decisiones a la hora de abrir el refugio a unos y no a otros. Evidentemente, no se trata de Benito.
Salgo pitando hacia el castillo y tengo tiempo de verlo sin demasiada prisa. La entrada cuesta 250 ptas. Fue de los Templarios, como la iglesia de Villalcázar de Sirga. Aunque está mayormente en ruinas me hace mucha ilusión estar allí. Lo mejor, la torre, desde la que se divisa la ciudad y todos los alrededores. De paso, controlo desde ella la entrada del refugio por si aparecen los brasileños y James.
De vuelta al mismo, pongo mis datos en el libro de registro, echo el sello -enorme- en la credencial y el donativo en la hucha y, visto que estos no llegan todavía, salgo a comprar algo de comida.
Una vez más me cargo con bastante peso. No espabilo.
Lo que no consigo comprar es lo que me ha pedido Frank porque las tiendas donde podría encontrarlo están cerradas.
Recordando la incertidumbre que teníamos anoche, sin saber si podríamos salir de Rabanal, me parece mentira estar en Ponferrada y haber podido ver el castillo.
Las duchas del refugio son lo más parecido a una cámara de gas. A la escasa luz que llega a las duchas propiamente dichas descubro una hermosa ampolla donde días atrás tuve una rozadura. Notaba cierta molestia, pero tampoco pensé que fuera gran cosa.
Apenas he terminado de secarme y empiezo a vestirme cuando llaman a la puerta -a golpes, como en Logroño, porque no funciona el timbre-. Bajo y me encuentro a los brasileños y a James. Hace rato que ha anochecido -son casi las 19:30-. Se ve que no les han hecho efecto los conjuros de Tomás, el de Manjarín.
Más tarde aún, vuelven a llamar a la puerta: se trata de una peregrina alemana a la que ha acompañado hasta el albergue un lugareño. La moza sube y se mete en una de las habitaciones pequeñas como si conociera el terreno. También esta viene de vuelta y seguramente pasó por este refugio a la ida.
Hago cena fría porque por falta de bombonas de gas hay que optar entre usar el butano para cocinar o emplearlo para ducharse con agua caliente. Luego, resulta que solo se ducha uno de los brasileños, pero ya no voy a ponerme a preparar los recurrentes pero muy recomendables spaghetti.
Cenando, el frío me recuerda las peripecias vividas en Frómista. Al volver a la sala se agradece el calorcillo de la estufa.
La alemana ha firmado como Sybille y es de Fegernau.
James decide dormir en la sala, con el colchón en el suelo, porque dice que está teniendo molestias en la espalda y que le vendrá bien dormir así. El hombre se defiende bastante bien en castellano.
Uno de los brasileños ronca ligeramente, pero no molesta mucho.
Se llaman Dinael y Joao Batista. Dinael ya hizo el Camino desde Sevilla -la Vía de la Plata- hace unos años.
Les hablé anoche del castillo templario y han pensado ir a verlo esta mañana.
La alemana ha preparado café de puchero.
Como la ampolla me molesta bastante termino por pincharla. No lo hice ayer con la esperanza de que mejorara durante la noche y no tuviera necesidad de pasar por el ritual de la aguja y el hilo.
Eddy, el amigo con el que empezó Frank en Roncesvalles, me dijo que, si es posible, no hay que pinchar las ampollas. Con otra que me salió hace ya unos días no tuve que hacerlo porque la causa era una uña y, recortada esta, ya no molestaba y ahí la dejé.
Llevo ya varias semanas como peregrino y sigo tomando como dogma de fe cuanto Frank ha venido diciendo como proveniente de Eddy. Es lo que tiene ser un novato y ver al que ya ha hecho el Camino -da igual que solo fuera una parte- como un experto.
Al ir a salir por la puerta del piso, me quedo atascado a causa de los bolsillos laterales de la mochila. Me ayuda Sybille.
Después de la etapa de ayer, esta viene a ser de transición entre dos de los puntos míticos del Camino: la Cruz de Ferro y la subida al Cebreiro. La empiezo con calma, algo preocupado por la posibilidad de encontrar barro, pero no es el caso.
En las afueras de Ponferrada las flechas conducen al peregrino hacia un poblado de Fenosa, bastante bonito, con zonas ajardinadas y tal. Lo que no parece tener mucho sentido es una flecha que apunta directamente a una de las casas. Resulta que hay que atravesarla por unos soportales.
Después de lo de ayer y con el incordio de la ampolla -después del ejemplo dado por el chamo no me puedo quejar ni mucho ni poco-, se agradece el terreno por el que discurre la etapa, bastante fácil.
Esto es El Bierzo y en bastantes casas se pueden ver los típicos tejados de pizarra.
El sol empieza a calentar y yo, a sudar. No es la primera vez que tardo más de la cuenta en parar para quitarme algo de ropa. Entretanto, pasan unos cuantos a caballo.
No puede faltar un tramo embarrado, para no olvidar las buenas costumbres.
En Cacabelos, pretendo pasar sin entrar en la famosa Casa Prada porque me temo que inviten, como dicen, a vino -que no tomo- y que alguien se empeñe en poner el sello del establecimiento en la credencial, con lo que se repetiría lo sucedido con la señora Felisa, de Logroño. Eso sí, me habría gustado conocer al dueño del local porque dicen que es muy majo.
A cambio, entablo conversación con un hombre que parece ilustrado. Vamos caminando por la calle principal, que me gusta mucho, y, llegando a una iglesia de ábside románico, explica que el hijoputa del cura mandó tirar el resto para construir otra más moderna. De la original solo quedó dicho ábside y una imagen pequeña de la Virgen, que está sobre la puerta de entrada.
Majo hombre también este.
Después de Cacabelos hay que continuar durante unos kilómetros por asfalto, por el estrecho arcén de una carretera que, tal vez por ser domingo, no tiene mucho tráfico. Mejor.
Hoy le ha dado al sol por calentar y sigo sudando. El asunto me molesta bastante. A eso se suma, poco después de abandonar la carretera, un tramo embarrado y, sobre todo, una zona de hierba que está literalmente inundada. No se ve hasta estar metido en ella.
En parte por no retroceder y en parte porque espero que solo sea una parte del hierbal la que esté así, lo atravieso en su totalidad, renegando de mala manera. Si no fuera por la ayuda del palo todavía estaría allí.
El mal trago me ha hecho sudar aún más y llego a Villafranca del Bierzo de no muy buen humor.
Lo primero que veo al llegar al refugio del Jato, antes de entrar incluso, es al propio Jesús Jato.
A partir de ese momento entro en un túnel de irrealidad del que no saldré hasta varias horas después.
Yo quería ducharme lo antes posible, pero el Jato me pregunta que si quiero sardinas.
–¿Eh?
Es que, según dice, ha comido de más y le andan dando vueltas en el estómago las sardinas que ha comido por gula.
Al poco, me veo sentado a la mesa junto a uno que resulta ser el hospitalero de Ruitelán comiendo sardinas, una especie de caldo -de hecho, lo llaman así- con alubias con un sabor algo raro y compota de peras. Nos lo sirve Laura, la hija del Jato.
Yo ya no sé ni quién soy ni qué pinto allí.
Laura le explica a Luis, el de Ruitelán, lo del sabor de las alubias. Se debe a que echan en la olla un poco de unto, que es grasa de cerdo que al hacer la matanza no sirve ni para manteca, por lo que se hace una bola con ella, se deja que se rancie durante un año y ya está lista para utilizarla como condimento.
Casi mejor si no me hubiera enterado.
Este de Ruitelán tiene plumas para dar y regalar.
Dicen que hacía ya unos días que no pasaban peregrinos.
Aparece Frank, que también acaba comiendo caldo y compota; el de Ruitelán y yo hemos acabado con las famosas sardinas.
También hay una chica brasileña. Según parece, pasó por ahí hace algún tiempo como peregrina y ya lleva en el refugio una temporada.
El Jato nos acompaña a la habitación, en la que también él tiene la cama.
Aparte de la suya, están ocupadas varias más: una es de la brasileña; otra, de un peregrino que va de vuelta y que estaba abajo, aunque no sabíamos de quién se trataba; en otra hay unos libros sobre los chacras, la energía lunar, etc. Deben de ser de la brasileña.
Visto lo visto, sería de aplicación lo de que aquí, el que no corre vuela, referido al personal que frecuenta el Camino en esta época. Lo típico del verano parece ser gente normal que trabaja o estudia el resto del año y que dedica las vacaciones a peregrinar a Santiago.
En cambio, en invierno -por lo que oímos y por lo que se ve- lo típico es el peregrino que en verano sería atípico, gente que está metida en grupos de la más diversa orientación, o que va por libre pero siguiendo ideas un tanto especiales, o individuos desarraigados que a saber qué problemas tienen en sus casas, o qué sé yo.
En la mayoría de los refugios -salvo, por ahora, en este y en el de Rabanal- hemos podido dejar la mochila -y esparcer su contenido- en la litera superior a aquélla en la que hemos dormido. Son las ventajas de hacer el Camino en invierno.
Ya se me han pasado las prisas por ducharme. Nos quedamos solos en la habitación Frank y yo y coincidimos en que nos sentimos en otro mundo y que lo mejor sería acostarse ya mismo y despertar al día siguiente.
Dice que ha ido a pie de Molinaseca a Ponferrada y que allí ha cogido el autobús porque no estaba en condiciones de caminar. Como tampoco tiene ya posibilidad de parar un día en un sitio para descansar y recuperarse, ha recurrido a eso.
Entra en la habitación el peregrino que va de vuelta y empezamos a hablar. Ha hecho el Camino varias veces.
También ha hecho los tramos gallegos de la Vía de la Plata y del Camino Portugués, así como el Camino por Asturias. Dice que en esos itinerarios sí hay albergues, lo que no hay es gente recorriéndolos.
Este verano ha estado de hospitalero en varios refugios. Frank se anima a decirle que a él también le gustaría hacer eso.
Habla muy bien de Alfredo -hospitalero de Molinaseca-, de quien dice que hace el Camino todos los años. Como consecuencia, tiene fatal los dedos de los pies.
Cuando en el refugio de Arroyo San Bol se juntan varias chicas, hay uno de Burgos que se encarga de llevar comida.
En esta ocasión, nuestro hombre había quedado con un sobrino para que le recogiera en Santiago; pero, al llegar, no estaba esperándole el sobrino, así que está volviendo a pie. Claro, claro...
Al llegar a este refugio, como el Jato está ampliándolo y ya se conocen, se ha quedado unos días para ayudarle.
Entre otras cosas, pinta conchas -nos muestra algunas- para que las venda el Jato a los peregrinos.
El nuevo refugio municipal está construido en el lugar donde antiguamente se ajusticiaba a los condenados a muerte -se pasa al lado antes de llegar al del Jato-. En invierno está cerrado.
Tanto ese refugio como el del Jato están cerca de la iglesia de Santiago, cuya Puerta del Perdón suple a la Puerta Santa de Santiago de Compostela en los casos de quienes no puedan llegar hasta allí, con lo que quedaría cumplida su peregrinación alcanzando Villafranca.
Se ofrece a informarnos sobre los refugios que nos quedan hasta el final y lo que nos dice resulta ser más positivo que la versión del mallorquín.
Confirma que hay refugios con cocina pero sin cacharros, y alguna hospitalera amargada por gentuza infiltrada entre la marabunta de peregrinos veraniegos y que se dedicaba a fastidiar por gusto a los encargados de los refugios.
Dice que eso de que en el Hostal de los Reyes Católicos de Santiago dan de comer gratis es tan cierto como que él lo ha experimentado ya varias veces. Hay que hablar con el de la entrada del garaje y él dice por dónde hay que entrar. Se tiene derecho a desayuno -a las 9-, comida -a las 12- y cena -a las 19-. Se come lo mismo que los empleados del Hostal, bueno y abundante. Tienen un pequeño comedor para peregrinos. Ese servicio lo reservan para los diez primeros peregrinos que se presenten con la fotocopia de la compostela, aunque si uno no ha cumplimentado todavía ese trámite la puede llevar después. De todas formas, esto último parece claro que solo será de aplicación en temporadas como esta, en las que llega poca gente y no hay que pegarse por ser uno de los diez afortunados. Habrá que imaginarse lo que pasa en verano.
Estos peregrinos que, después de ir a Santiago, vuelven también a pie deberían estar catalogados como especie protegida. Ya nos hemos encontrado unos cuantos, chicos y chicas, solos y acompañados.
Alguno -el recurrente mallorquín- ya comentaba que no es nada fácil orientarse al llegar a algunos cruces y desvíos, porque la señalización no está pensada para los que van en sentido contrario y tampoco se acuerda uno de todos los lugares.
De todas formas, parece lógico pensar que estos especímenes únicamente se aventuran a caminar en sentido contrario al habitual en épocas como la presente. Es fácil imaginar lo que sería de ellos en caso de osar hacerlo en verano: acabarían pisoteados por la masa, aplastados, como en los dibujos animados.
Cuando se va, Frank pasa a contarme cómo le ha ido en Molinaseca. Dice que se creó buen ambiente entre las alemanas, él y Alfredo, el hospitalero.
Por lo que le ha contado este último, el de Arroyo San Bol es el que, junto con uno de Burgos, prepara el Ungüento del Peregrino cuya publicidad hemos visto en diversos albergues.
El que iba ayer con él en el todoterreno era el alcalde de Molinaseca.
También le ha dicho que en Manjarín no hay agua corriente y que tienen que ir a por ella a una fuente que está a varios cientos de metros del refugio, y luego la almacenan en un depósito del que van cogiendo para todo tipo de usos. Cuando él va de visita les dice que no le preparen nada con esa agua.
Acerca de Victorino, el de Hontanas, su versión es la de que es buena persona y que le gustan las chicas, y piensa que lo que le sentó mal el día que pasamos por allí fue que no nos alojáramos en su hostal.
En cambio, lo de los monjes de Rabanal le parece algo artificial.
Aparte de las opiniones e informaciones que le ha transmitido Alfredo, Frank tiene una anécdota para contar.
Alfredo se puso a tomarle el pelo a Karina, Frank le dijo a esta que es una niña y Karina le agredió en el hombro con un cuchillo pequeño, de esos de punta redondeada que se usan para la mantequilla, al tiempo que le amenazaba de muerte. Lo del cuchillo le ha dejado, efectivamente, una marca.
Cualquiera sabe si lo de la amenaza iba en serio, pero el caso es que, aprovechando que Karina estaba en el aseo, Veronika cogió todos los cuchillos de la cocina y se los dio a Alfredo para que los escondiera.
Frank dice que no ha dormido muy tranquilo y se imagina a Karina en el papel de Freddy Krugger yendo en su busca por la noche.
Echamos cuentas y, salvo imprevistos indeseables, vemos que podemos llegar a Santiago el sábado o el domingo, con lo que Frank tendría solucionado su problema de fechas sin necesidad de hacer de aquí al final ninguna etapa excesivamente larga.
Para cuando -finalmente- me ducho, aparecen James, Dinael y Joao.
Doy un paseo por el pueblo. Las dos etapas cortas -la de Astorga y la que terminó en Rabanal- hicieron maravillas y tengo los pies bastante bien, pero voy despacio y con cuidado de no pisar los cantos rodados de una calle para no hacerme daño en las plantas.
Llamo a la familia desde la cabina de una plaza. Hace frío.
Ceno en el refugio, al igual que Frank. Nos cobran 800 ptas. tal y como pone en la guía. También está la mujer del Jato.
Comentan que, como la capital autonómica de Castilla-León está en Valladolid, es una historia tener que ir hasta allí para hacer papeleos. Les parece una unión rara la de León con esa parte de Castilla y creen que León tiene suficientes recursos, historia y arte como para independizarse de Castilla.
Laura tiene el título de gallego, pero no le hace gracia que se presione para hablar en gallego en Galicia. Es chica espabilada.
Al hacer cuentas de lo que debemos, el Jato le dice a su hija que no nos cobre la comida, por haber sido invitación suya.
El Jato nos recomienda ir mañana por el monte, en vez de hacerlo por la carretera nacional. Él fue quien señalizó esa parte del recorrido. Afirma que no suele haber barro y que más se suelen mojar cuando llueve los que van por la carretera. Además, están desdoblando la nacional y anda mucho camión.
De todas formas, dice que el itinerario original no es ni uno ni otro, sino otro más que va también por monte, pero por otro lado, y que es más largo.
Estamos decididos a ir mañana por el monte.
Los americanos salen pronto. Van a desayunar a algún bar.
La mujer del Jato me dice -como ya hizo la de Rabanal- que llevo mucha comida en la mochila, que no hace falta llevar tanta.
Cierto. No creo que cambie eso de aquí al final.
Apenas hemos empezado a andar Frank y yo, aparece una furgoneta que va hacia el refugio: es el Jato. Cuando se fija en un puñal que lleva Frank cerca del hombro -enfundado, pero bien visible- le echa una especie de bronca. Le dice que le rompa la punta, que a dónde va con eso.
Frank lo lleva como precaución por si aparecen perros agresivos, porque su amigo Eddy pasó por varios momentos difíciles en ese sentido cuando hizo el Camino hace años y le dijo que fuera prevenido.
El Jato repite lo que ya hemos oído otras veces, a saber, que los perros no atacan salvo si se les provoca, que los que tienen que tener cuidado son ellos -los perros- con los peregrinos que les atacan porque sí, que si se acerca un perro con intenciones sospechosas basta levantar el palo a distancia para que dé media vuelta, etc.
Le vuelve a decir que le rompa la punta al puñal o que lo tire:
–Hazte con él para el monte y tíralo.
Y termina con un ¡Sé peregrino! de lo más auténtico.
Total, que Frank guarda en la mochila el puñal -desde luego, con él a la vista más parecía un legionario que un peregrino- y nos despedimos del célebre hospitalero.
Por algo dice la guía que Jesús Jato es uno de los personajes más paradigmáticos del Camino.
Al cruzar el río, a la salida del pueblo, vemos a pocos metros a Joao, Dinael y James, que van por delante. Ayer comentaron que ellos también irían por el monte; pero, para nuestra sorpresa, vemos que siguen por abajo.
Comenzamos la subida y confirmamos lo que habíamos oído: es bastante dura durante un buen rato. No apta para hacerla a pleno sol o con unos cuantos kilómetros encima.
A medida que vamos cogiendo altura el paisaje se va agrandando y disfrutamos con lo que vemos. Por un momento vemos al trío allá abajo, en la carretera.
Una vez superado lo más duro el terreno se suaviza y va llaneando o sube sin excesos.
He empezado la etapa sin ganas de hablar, no sé por qué. Será por el respeto que impone la subida que nos espera hoy. En cambio, Frank está hablador y empieza a contar un montón de cosas. Al principio, como no se trata de dialogar, sino de escuchar, le oigo sin más, pero inesperadamente saca unos cuantos temas muy interesantes, de personas que conoce, y la marcha se hace de lo más entretenida.
Llegamos a una zona de castaños que se convierte en otra de las imágenes para recordar: no se ve la carretera, sino solo montañas y prados, árboles y algunas zonas con nieve. Muy bonito.
Acertamos con las señales. El Jato nos advirtió de que algunas de ellas inducen a bajar hacia la derecha, de manera que el peregrino da un rodeo innecesario y acaba pasando por uno de los pueblos de la zona. Cosas de su alcalde, para aumentar el turismo local.
En la parte más alta caminamos sobre nieve, pero sin mayores problemas.
Tal y como dijo el Jato, prácticamente no hay nada de barro.
Lo peor es descender todo lo ascendido hasta el momento. La cuesta tiene bastante pendiente. En su mayor parte está asfaltada.
Bajamos hasta la carretera nacional y nos reencontramos con la civilización en forma de intenso tráfico y zonas en obras -por lo del desdoble-, con camiones llevando tierra y operarios levantando diversas estructuras.
En La Portela decimos adiós a esa carretera, porque desde ahí se sigue por la antigua nacional.
Aprovechamos para hacer una parada. En ello estamos cuando aparecen los americanos. Ellos ya han parado en otro pueblo y continúan adelante.
James está blanco, como si no se encontrara bien -luego caeremos en la cuenta de que se trata de crema para el sol.
Hace muy buen tiempo y no sentimos frío.
Al retomar la marcha, nos cruzamos con un hombre que prácticamente ni nos mira. Lo hace con Frank -que va unos metros por delante- y repite la jugada conmigo. Frank se gira y gesticula -sin hablar-, como quejándose de semejante comportamiento.
Menos mal que luego nos cruzamos con una señora mayor y hablamos un poco desde ambos lados de la carretera. Dice que ya había visto a los otros.
Frank dice que ayer el hospitalero de Ruitelán le lanzó unas cuantas miradas insinuantes. Pues nada, habrá que pasar por ese pueblo a todo correr.
Cuando estuvo en Londres, los homosexuales le tiraban los tejos en los parques; allí no se cortan nada.
Como lo más significativo, a priori al menos, de la etapa de hoy es lo de O Cebreiro, se me ha metido en la cabeza que toda la etapa es de subida, a pesar de que sé, por las notas que llevo, que el ascenso propiamente dicho no empieza hasta llegar a Las Herrerías. Total, que se me hace larga la aproximación hasta allí.
Como sigue haciendo bueno y prevemos sudada, paramos para quitar ropa. Este pueblo -Las Herrerías- nos gusta mucho.
Pues ya estamos subiendo.
Lo hacemos dignamente, sin arrastrarnos ni acelerarnos. No nos hace mucha gracia tener que descender durante un tramo -la alternativa es seguir subiendo por asfalto- y menos aún meternos en una zona que parece que va a estar llena de barro; pero no es así y retomamos la subida por un bosque un tanto sombrío, con bastantes tramos cubiertos de nieve algo dura.
El recorrido responde a lo que esperábamos y cada vez nos gusta más.
Cuando salimos del bosque y seguimos ganando altura el paisaje se hace cada vez más y más grandioso.
En La Faba -también bonito pueblo- encontramos a James, que está sentado, descansando. Dice que los brasileños están a poca distancia.
Así es. Los alcanzamos en una bifurcación en la que no está nada clara la dirección que hay que seguir. Dinael, que ya pasó por el lugar hace años, no recuerda cuál es el camino correcto.
Al rato, encontramos una flecha en una piedra removida de su sitio; pero es que ni colocándola donde parece que debería estar aclara nada, porque apunta al centro de la bifurcación -me recuerda al día en que pasamos por Sahagún, poco antes de la Ermita de la Virgen del Puente-. ¿Cómo es posible?
Será que hay alguna otra señal oculta por la nieve.
Los brasileños siguen por la izquierda, llaneando, y nosotros lo hacemos por la derecha, subiendo. Ya tendremos tiempo de bajar si nos hemos equivocado.
Al poco, los brasileños suben al camino por el que vamos.
Otro poco y, por fin, aparecen más señales.
En esto, oímos como unos gritos o chillidos que atribuyo a alguna rapaz. Pero Frank dice:
–Es James.
Será que ha llegado a la bifurcación, ha visto huellas en la nieve que continúan por los dos lados y no se aclara. Normal.
Le devolvemos los gritos para que se oriente.
Dinael dice que, cuando él pasó hace años, había mucha más nieve.
En realidad, esta solo está en el camino, que queda algo hundido en el terreno, por lo que no le da el sol.
Vamos los cuatro más o menos juntos hasta Laguna de Castilla. Unos cientos de metros antes la nieve acaba por echarnos del camino y llegamos al pueblo por un prado. Frank desafía a los elementos durante un rato, hasta que ve que no hay manera y se pasa al prado. Es un espectáculo verlo metido en la nieve hasta más arriba de las rodillas. Dinael le hace una foto.
Laguna de Castilla bien podría ser un pueblo de novela, colocado allí, donde parece que no tiene que haber nada, por la imaginación de un escritor. Pero es real y vemos, incluso, a varias personas.
Dinael y Joao se quedan esperando a James.
Al salir de Laguna se le ofrece al peregrino la alternativa de continuar por carretera o por camino. No lo pensamos dos veces y seguimos por el asfalto.
Parece que O Cebreiro tiene que aparecer en cualquier momento, pero hay algo más de dos kilómetros desde Laguna de Castilla. Entre eso y que la carretera tiene una considerable pendiente, se me hace algo largo el final.
Entramos en Galicia. Como hemos llegado por la carretera, nos hemos perdido el gran mojón que señala ese punto.
O Cebreiro está literalmente helado y su única calle está en cuesta, así que hay que andar con cuidado para no irse al suelo.
Siendo el final de la etapa, tratándose de un lugar tan renombrado, esperaba una situación mucho más relajada, apropiada para estar contemplando extasiados el paisaje y el pueblo. Pero no hay nada que hacer. Vuelta a la tensión de caminar con ojo.
En los alrededores del refugio, que está abierto, hay mucha nieve.
Eso de que los albergues gallegos -salvo alguna excepción, creo- dependan de la Xunta y tengan un horario común nos da la tranquilidad de saber que en adelante no tendremos que andar buscando a quien sea para que nos abra.
La impresión que nos causa el interior es muy buena y nos anima mucho.
Por una nota que hay junto al libro de registro nos enteramos de que la hospitalera estuvo por última vez hace unos días, después de no haberlo hecho durante varios más debido a un temporal.
Salimos para ver la iglesia e informarnos de horarios y precios para el viaje de regreso en una oficina de información que nos han dicho que hay en el pueblo.
De paso, a ver si conseguimos alguna herramienta con la que romper una capa de hielo por la que hay que pasar se quiera o no para entrar en el refugio. Ese hielo es el resultado de haber pisado repetidas veces la nieve que conduce a la entrada. Ha quedado un pasillo de medio metro de ancho junto a la pared del refugio, y parece tener malas intenciones.
Antes de llegar a la iglesia pedimos una herramienta a unos albañiles que están arreglando una casa, explicándoles para qué la queremos. Mirando al tendido, nos dicen que echemos sal. Mira que no ocurrírsenos...
La iglesia, cerrada. Una pena, porque debe de ser antiquísima.
Una furgoneta de reparto no puede salir porque las ruedas le patinan en el hielo. Intentamos empujar, pero no hay manera de afirmar los pies en el suelo para hacer fuerza sin que resbalen. El chico pide ayuda a los albañiles salerosos y le dejan algo parecido a una azada. El hombre quita el hielo y consigue salir.
Animados por semejante exhibición de generosidad, hacemos un segundo intento para que nos dejen esa misma herramienta o lo que sea. En este caso, la respuesta es:
–Si es igual, aunque quitéis hoy el hielo mañana estará otra vez igual.
No volvemos a insistir, pero doy por hecho que tendrían más respuestas del mismo pelaje.
La oficina de información, como la iglesia, cerrada. Ha estado abierta hasta las 18, según el horario que pone. De haberlo sabido, habríamos ido nada más llegar.
Al menos, consigo un hacha en uno de los últimos mesones, según se va al refugio. La chica que me la deja no tiene acento gallego. En este pueblo hay muchos mesones y tabernas.
A base de golpes con el lado opuesto al filo -la chica ha aportado ese detalle técnico- consigo romper el hielo -nunca mejor dicho-, que tiene varios centímetros de grosor.
Mientras nosotros tratábamos de confraternizar con los albañiles, de ver la iglesia y de informarnos ha llegado al refugio la hospitalera, Edita, una chica joven. Ha venido en tractor.
Maja la mujer. Nos deja unas cuantas mantas, por si acaso, aunque en cada habitación -de ocho literas cada una- y en los pasillos hay radiadores eléctricos.
Coincide con lo que ya nos han dicho otros, incluido el Jato, en el sentido de que las distancias reales son algo más cortas de lo que indican las guías.
Dice que ha habido peregrinos casi todos los días.
Nos informa de los refugios que están cerrados en Galicia en estas fechas. Son solo dos y no teníamos previsto alojarnos en ninguno de ellos.
Como en El Burgo Ranero, nos instalamos cada uno en una habitación diferente. Hay cuatro en ese primer piso y los dos brasileños se meten en una.
El trío se va a cenar fuera, como siempre.
Frank y yo nos organizamos en la amplia cocina del refugio, en la que encontramos muchos cacharros de cocina, recipientes para llevar comida, etc. Son objetos abandonados por peregrinos que han llegado allí arriba jurando -es un decir- que iban a quitar peso de la mochila en cuanto pudieran.
Cojo media pastilla de jabón, con lo que no tendré que comprar una entera al día siguiente, y una fiambrera de plástico.
Unos dejan, otros cogen...
Nos reímos mucho, como en Rabanal. Será que la nieve nos altera el estado de ánimo.
Lo de Frank se sale de lo normal. Está eufórico, acelerado. A la noche hace varias llamadas a los refugios por los que hemos pasado los últimos días, tratando de localizar a las alemanas, pero no las han visto por ninguna parte. Qué raro. En Molinaseca ha contestado al teléfono Sybille.
A última hora, me insiste en que salga fuera porque dice que lo que se ve parece un belén, con las luces de los pueblos de los alrededores entre la nieve. No tengo ganas de salir con este frío y encima para pisar nieve otra vez, pero me convence y el resultado vale la pena.
Los americanos salen antes, para variar, y se despiden, porque van a Samos y los días siguientes no será fácil que coincidamos.
Nosotros nos lo tomamos con la calma que se va haciendo habitual cuando tenemos por delante una etapa corta.
Antes de dejar el pueblo vamos a la iglesia -cerrada- y a la oficina de información -también cerrada, no abre hasta las 11.
Hoy bajaremos hasta Triacastela. El peregrino de Villafranca del Bierzo nos dijo que el final del descenso hasta allí es malísimo, por el tipo de piedras que hay en el camino; pero nos quedaremos sin comprobarlo porque tendremos que hacer la etapa en su totalidad por carretera, como el día de la Cruz de Ferro.
Hay algo de hielo, pero menos que aquel día, ni punto de comparación.
Me empiezan a doler los hombros.
Tras una curva nos encontramos a una mujer joven sentada en la carretera -el arcén está cubierto de nieve-. Está poniendo una tirita en una rozadura que se acaba de hacer. Es de Bilbao, aunque vive en Denia. Va con zapatillas de deporte y ha empezado en O Cebreiro. Ayer no la vimos porque se hospedó en el mesón donde me dejaron el hacha, cuya dueña también es de Bilbao -por eso no tenía acento gallego.
Dice que ha seguido al pie de la letra los consejos de las guías y ha conseguido que la mochila no pese más de diez kilos. Tiene tres hijos.
Me voy adelantando mientras Frank va hablando con ella -se llama Maite-. Por cierto, Frank ya no va escuchando la radio con auriculares, como ha hecho casi todos los días.
Al rato, Frank me alcanza y se pone a rueda. Como tiene que caminar de una forma no del todo natural debido a sus problemas, pisa con fuerza y hace más ruido del normal, además del que produce el roce de unos pantalones de plástico que lleva por si llueve.
Ese último sonido se me acaba metiendo en la cabeza de mala manera. Es absurdo ir por una carretera por la que no pasa nadie, más solos que la una, y estar oyendo constantemente un fru-fru que te acaba derritiendo las neuronas.
Le digo que tire para adelante, dejo de oír ese ruido y voy mucho más a gusto.
La etapa, una vez superados los altos de San Roque y do Poio, es un constante bajar y bajar, que se hace bastante pesado.
La nieve va desapareciendo hasta no quedar ni rastro.
El que se mantiene al acecho es el hielo, que está a punto de tirarme junto a las últimas casas antes de ver el refugio. Este está en un prado, cerca de un río. Es bonito el lugar.
Inspeccionamos el interior y encontramos una mochila en una de las habitaciones de la planta baja.
–Aquí hay alguien –comentamos perspicazmente.
En el libro de registro vemos el nombre de la bilbaína. Aparece al rato. Ha venido en coche porque le dolía la ingle.
Según lo previsto, el refugio no tiene calefacción, pero sí ratones -también nos lo dijo el mallorquín-. El primero que diviso anda correteando por el otro edificio -son dos construcciones iguales-, pero a lo largo de la tarde y de la noche van apareciendo, sin mucho disimulo ni diplomacia, los que han hecho del edificio en el que estamos su lugar de residencia.
Llegan también dos chicas gallegas. Apuntan sus datos en el libro, se ponen el sello en la credencial y esperan un poco a que una de ellas se recupere de unas molestias. No muestran mucho entusiasmo y parecen bastante cansadas. Cuando la más desfallecida vuelve a estar en condiciones se marchan como almas en pena.
La bilbaína sale con ellas, dice que tiene que llegar hoy hasta no sé dónde; pero regresa al poco, porque no puede casi andar, y termina yéndose a un hostal cercano.
Esta mujer aparece y desaparece a voluntad.
La ducha es de pulsadores y el agua sale o muy fría o muy caliente, según cuál de ellos se apriete. Vaya plan.
Llegan los brasileños, como si quisieran imitar a la bilbaína en sus salidas a escena y retiradas de la misma. Es que hoy han intentado venir por el camino -no especifican si desde el principio o solo algún tramo- y Joao se ha lesionado. Normal.
En cuanto ven que no hay calefacción se van al hostal. Esta gente, acostumbrada a temperaturas más cálidas, no tiene que pasarlo nada bien con el frío y la nieve.
El que sí se queda en el refugio es James, que llega más tarde.
Viene también el hospitalero, Jesús, hombre majo y servicial. Nos da mantas:
-¿Dos me pides? Te doy tres. ¿Una me pides? Te doy dos.
En ese plan.
Dice que el nombre del pueblo -que ya existía hacia el siglo X- deriva de los tres castillos de vigilancia que sobrevivieron a unas inundaciones que acabaron con el pueblo original, que estaba a lo largo del río.
Hace mucho, mucho tiempo, hubo allí un monasterio más antiguo aún que el de Samos -que es del siglo VI-. De hecho, para construir este último utilizaron piedras del de Triacastela, que ya estaba en ruinas para entonces.
En una casa cercana, en la que hubo tres curas hermanos, él llegó a ver unos libros de piel de cabra y placenta de mujer, muy antiguos. Esos libros cayeron en manos de uno que bebía y que, al final, se los vendió por poco dinero a unos que vinieron en un coche con matrícula de La Coruña.
También nos cuenta que en verano hubo un grupo de hospitaleros voluntarios canarios que iban llegando desde su tierra por turnos y, a medida que terminaba cada cual el suyo, continuaban hasta Santiago como peregrinos.
Salgo con Frank a dar una vuelta por el pueblo y comprar algo. Hace frío, sobre todo porque sopla viento.
En la panadería del pueblo, de lo más auténtica, conseguimos un pan de los de toda la vida.
Se me ocurre comprar una caja de coquitos de un kilo en un supermercado. Me parece que me he pasado, pero bueno.
Jesús, el hospitalero, sigue en el refugio cuando regresamos y nos cuenta cosas interesantes de gente que ha pasado por él, ya sea como peregrinos o como voluntarios. Según dice, es habitual que, después de encontrar sitio en el refugio, se le presente la gente diciendo que dejan libre su plaza para otro peregrino porque prefieren dormir al aire libre en el prado que rodea el albergue.
Una vez, hubo quien le pidió para dormir algún lugar apartado, para no molestar a los demás con sus ronquidos. Al marcharse al día siguiente, le dejó su tarjeta: era un colaborador del famoso juez Garzón.
A él le gusta que la gente vuelva, aunque solo sea para saludar. Nos cae muy bien el hombre.
Frank y James se van a cenar al hostal, donde coinciden con los brasileños y la bilbaína. Esta les ha dicho que mañana vuelve a O Cebreiro y que tiene idea de quedarse a vivir allí porque le gustó mucho el pueblo cuando lo vio ayer.
De ser así, no la volveríamos a ver. Fíate...
Cenando, recuerdo que es la última vez que nos encontramos un refugio sin calefacción, porque los que nos faltan hasta Santiago sí tienen.
Mientras estoy escribiendo el resumen de lo que ha sido el día, James está escribiendo también algo. Le digo que coja unos coquitos y dice que sí, que luego cogerá tres para mañana.
Frank vuelve a la carga tratando de localizar por teléfono a las alemanas, sin éxito. Al rato, me dice que cómo es que he tirado coquitos a la basura.
¡¡??
Pues es verdad, en una papelera hay cuatro pobres coquitos que James ha tirado. Pobres coquitos y pobre James, que últimamente está como un cencerro.
Días atrás, mientras íbamos de Lédigos a Terradillos de los Templarios, Frank me habló de que quería aprender capoeira. Como la vida es así, Dinael le ha planteado la posibilidad de ir un tiempo a su casa, en Sao Paulo, para habituarse y para aprender portugués y algo de capoeira; porque si va sin más, sin tener ni idea de lo uno ni de lo otro, no le van a aceptar. Después, podrá seguir aprendiendo capoeira en Salvador de Bahía con un cuñado -profesor de dicha disciplina- del propio Dinael mientras gana dinero dando clases de español.
Como las puertas de las habitaciones -sobra decir que tenemos cada uno la nuestra- son como las de esos saloones del viejo Oeste que salen en las películas, los ratones pueden entrar y salir a su antojo. Como precaución, pongo todas las cosas en la litera superior o en lugares alejados del suelo.
Frank sospecha, por los rastros que ha encontrado, que un ratoncillo se ha colado en su mochila a la noche.
Amanezco con tendinitis en la pierna derecha. Ya empecé a notar algo ayer.
Como en O Cebreiro nos falló el intento de informarnos de los horarios y precios para ir preparando la vuelta, queremos llegar hoy a Sarria antes de que cierren las tiendas a mediodía para preguntar en alguna agencia de viajes.
Salimos en cuanto hay suficiente luz para no tener el tiempo muy justo después.
Hace bastante frío. Me pongo la capucha del chubasquero y la bufanda tapando las orejas.
Vamos por el camino que pasa por San Xil, por ser más corto y bonito -eso creemos- que el de Samos, aunque no sabemos en qué estado estará.
Tras un comienzo suave, por una zona de bosque, pronto encontramos nieve dura y hielo en un tramo en sombra y nos atascamos algo.
El ambiente es rural. Del balcón de una casa cuelgan un montón de calcetines puestos a secar.
A partir de San Xil se acaba la nieve y disfrutamos con el paisaje. Se suceden los pequeños núcleos de población.
En el Alto de Riocabo optamos por seguir por la derecha, por camino, porque dice la guía que es mucho más agradable que seguir por carretera. No sabemos cómo es el otro recorrido, pero el que hemos elegido nos gusta.
En Montán, nos sale al paso un perro y una vez más tenemos suerte: es un samoyedo joven y simpático. No huele muy bien, pero es muy majo. Nos acompaña un rato. Tras quedarse quieto, viéndonos marchar, le llamo, viene y nos sigue otro rato.
El hielo aparece cada dos por tres y resulta peligroso.
También hay zonas embarradas de vez en cuándo. Qué sería de nosotros sin el barro.
En Pintín, coincidimos con un señor mayor que nos habla en gallego, pero nos entendemos.
Ya sabemos que estas paradas tienen como contrapartida un rato de dolor en los pies al reemprender la marcha.
Llegamos a Sarria y nos entran prisas por localizar una agencia de viajes antes de que cierren a mediodía. Preguntamos a un hombre mayor y empiezan a pasar unos segundos interminables en los que parece que está haciendo dibujos en el suelo con el bastón. Empezamos a pensar que igual no se encuentra bien, pero termina por hablar:
–Eso no lo sé yo.
Sugiere que preguntemos en Protección Civil, que está en la parte vieja del pueblo.
Allá vamos, escaleras arriba, aunque ya nos damos cuenta de que en esa zona no hay muchos comercios ni nada y que tendremos que volver a bajar al poco.
En Protección Civil el chico que nos atiende es tan lento o más en contestar que el primer señor al que hemos preguntado. Desesperante. Cada vez nos agobiamos más. Nos señala en un plano muy simple la ubicación de un par de agencias de viajes.
Le preguntamos si podemos dejar allí las mochilas mientras hacemos las gestiones y dice que no, así que se nos ocurre acercarnos al refugio, que queda cerca, con la esperanza de que la hospitalera sea puntual y lo abra, como es norma, a las 13 h, que están a punto de dar.
Así es, por lo que no llegamos a llamar a los números que pone en la puerta. Le explicamos a la mujer lo que hay, dejamos las cosas y salimos zumbando en busca de la agencia de viajes más cercana.
Una vez en ella, nos encontramos con la tercera parte de una misma historia de parsimonia y aparente falta de reflejos. Y eso que la mujer es amable y busca los datos que le pedimos.
Para colmo, los horarios que nos da no nos vienen nada bien -no es culpa suya-. Lo más factible va a ser el avión, aprovechando el descuento que hace Iberia a los peregrinos, de alrededor de un 50%.
Ya hemos aclarado lo que queríamos, pero salimos de allí con muchas dudas.
Al menos, los comercios cierran a las dos y tenemos tiempo para comprar algunas cosas. Más nos vale, porque en Ferreiros no debe de haber nada.
En una frutería, una empleada simpática me pregunta si estoy haciendo el Camino y, ante la respuesta afirmativa, añade:
–¿Con este frío? Qué pasada.
Me recuerda a la mujer friolera de Burgos, pero me resulta más sorprendente lo de esta, porque se supone que por aquí pasan habitualmente peregrinos incluso en esta época.
Ya más tranquilos, dice Frank que esta gente necesita tiempo para que le suba la información al cerebro. El caso es que parece buena gente. La historia ha sido que hemos llegado como hemos llegado, con cara de velocidad y esperando que la información que nos dieran nos lo pusiera todo en bandeja. El contraste con la quietud de estos nativos ha hecho el resto.
Volvemos al refugio y la hospitalera, que solo lleva tres días en el puesto, se ofrece a enseñárnoslo. Está muy bien: madera, piedra, cristal... Dice que una sobrina suya es la hospitalera de Calvor y que ese refugio está muy bien, mejor incluso que este de Sarria.
La mujer, con el entusiasmo propio de los primeros días en el cargo, nos ayuda a ponernos la mochila.
Por lo que tenemos entendido, mucha gente empieza el Camino aquí porque hasta Santiago hay poco más de los 100 km mínimos requeridos para tener derecho a la compostela. Incluso hay quienes lo empiezan en Barbadelo, desde donde hay casi 100 justos.
Pues en marcha otra vez. Vemos la fachada del convento de La Magdalena, famoso en otros tiempos.
Estoy bastante cansado y aprovecho que bajamos a un puente medieval para sentarme y descansar, al tiempo que sustituyo el par de calcetines exteriores por otros que acabo de comprar.
Hace muy buena temperatura, el puente y su entorno están muy bien y dan ganas de quedarse mimetizado en el paisaje.
Frank también ha parado después de pasar el puente y lo veo por delante cuando reanudo la caminata. Se ha saltado una señal y le doy una voz para avisarle.
Según baja hacia el camino correcto atajando por un prado, le digo que no, que iba bien.
–¡¡¡Cabroooón!!! -en lenguaje peregrino, dícese del que te acaba de gastar una simpática broma.
Todo arreglado cuando se entera, definitivamente, de que era verdad.
Lo que viene a continuación es una sucesión de paisajes idílicos, empezando por el bosque autóctono que anuncia la guía y continuando por caseríos diseminados por los que parece mentira que haya pasado todo el gentío que ha habido en verano.
Para que me dure lo más posible el disfrute voy bastante tranquilo, pero sin dormirme.
En una de las aldeas una chica guapa está tendiendo ropa. Ella y una niña pequeña -¿su hija?- tienen ojos bonitos. Parecen objetos fuera de lugar, como si fueran hadas en tareas domésticas.
Tras pasar junto al refugio de Barbadelo, se me ocurre mirar los apuntes y veo que he dejado atrás una iglesia románica que parece tener su interés. Frank no está muy lejos, pero no le grito para decirle que me quedo un rato por ahí.
Dejo la mochila en el refugio -no hay nadie- y voy a ver la iglesia. Está cerrada.
Aparte del pórtico, me llama la atención lo que parece ser una tumba pequeña enfrente mismo de la puerta de entrada. Ya me he dado cuenta de que por aquí lo habitual es que la iglesia esté rodeada por el cementerio.
Cuando vuelvo a por la mochila coincido con la hospitalera, que llega en ese momento. Ha visto a Frank según venía. Me dice que, si quiero llegar a Ferreiros con luz, tengo que espabilar. Agradezco el consejo, aunque me parece que voy bien de tiempo.
A continuación, se suceden las subidas y bajadas y los rincones bucólicos. Cada vez estoy más convencido de que la turba no ha podido pasar por estos lugares.
Algunas corredoiras resultan espectaculares, porque se camina sobre hileras de piedra rodeadas de agua.
Lo malo es que cada vez hay más agua en el camino, y barro y restos de nieve... y entonces ya no voy bien de tiempo. Me acuerdo del mallorquín y de su comentario sobre lo útil que resulta el palo en tierras gallegas. Qué gran verdad.
Paso por el mojón que indica que faltan 100 km a Santiago con más pena que gloria, mirando más al suelo para no llenarme las botas de agua que a las pintadas con que algunos supuestos peregrinos han adornado el mojón.
Fulanito, te espero en tal refugio, Ánimo, Menganita... Mensajes -casi todos ellos- cuya presunta utilidad se esfumó al cabo de unas horas o minutos, es decir, el equivalente al tiempo de vida útil de las neuronas de sus autores, que no encontraron mejor lugar que ensuciar.
El sol se está marchando, no acabo de dejar atrás el barro y Ferreiros que no aparece.
Eso no me impide repetir en algún momento algo que ya he hecho otras veces: me paro y contemplo el paisaje, 360 grados a la redonda, disfrutando de un panorama tan bonito.
Lo de la última corredoira es excesivo. Aquello no es un camino, sino un arroyo por el que baja toda el agua que quiere y en el que apenas sobresalen las puntas de unas pocas piedras. No es plan ponerse a estas horas a hacer equilibrios y busco alguna alternativa.
La hay. Probablemente sea una de las pocas corredoiras que se pueden evitar por un camino paralelo y no me extraña nada, como tampoco me sorprende ver en la hierba del prado por el que voy un ligero trazo, como si no fuera el primero que no ha querido llegar nadando a un final de etapa.
Al pasar una alambrada, no me acuerdo de que la ropa que me he quitado a la tarde la he puesto en la parte alta de la mochila y me quedo enganchado, como una mosca en una telaraña. Menos mal que no me ve nadie...
Aunque el sol se ha metido ya, llego con luz a Ferreiros.
No hay señales que indiquen dónde está el refugio. En realidad, no parece que allí, en un lugar perdido en las montañas de Galicia, pueda haberlo.
Veo a dos hombres que se hablan a cierta distancia en un terreno embarrado en su totalidad. No entiendo nada, esto es otro mundo.
Si las de un rato antes eran hadas -o lo parecían-, a saber qué son estos. No pierdo nada por preguntarles por el refugio. Dicen que lo tengo a 100 metros saliendo del pueblo. Y allí está, sí señor.
Me han entendido la pregunta, me han contestado de forma inteligible y la información ha resultado ser veraz; pero sigo sin entender qué mundo es este.
A diferencia de la mayoría de los refugios, el de Ferreiros consta solo de una planta.
Frank ha hecho todo el recorrido por el camino, es decir, ha pasado por la corredoira-pantano, y se queja incluso más que yo. Dice que la hospitalera le ha dicho que volverá más tarde, pero no lo hace.
Hay calefacción, pero no calienta mucho. Buscamos mantas y no las hay.
Por lo demás, el refugio está bien, aunque en las duchas hace bastante frío y el agua caliente de las mismas no sale de forma continuada sino que se alterna con momentos de agua fría.
Cuando termino de ducharme, Frank me dice que entretanto han venido dos chicos, no peregrinos, fumando; han entrado un momento y se han marchado sin decir nada.
Hemos entrado en un mundo paralelo. Está por ver si nos quedaremos en él o volveremos al que conocíamos.
Como nos dijo el peregrino de Villafranca, en la cocina no hay más que una cacerola bastante baja, un par de sartenes, un tenedor, un cuchillo y algo parecido a un vaso.
Como es la última vez que vamos a poder cocinar, preparo los spaghetti que me quedan. Lo hago de mala manera, porque la cacerola es pequeña, salen más bien mal -Frank no protesta-, como de más por aquello de acabarlos y termino con molestias de estómago. Pues qué bien.
En un periódico -El Progreso de Lugo- veo fotografías de un grupo de peregrinos japoneses que hicieron el Camino desde O Cebreiro y estuvieron en la iglesia de Barbadelo. Así me entero de cómo es la susodicha por dentro.
Ese periódico está formado en buena parte por noticias de crónica social: que si la comida de los trabajadores de una fábrica, que si el bautizo de no sé quién, las bodas de plata de un matrimonio cualquiera, etc.
Llamo a José Antonio, el gaditano, desde la cabina que hay junto a todos los albergues de la Xunta: está en Triacastela, ya recuperado de sus dolencias.
Durante la noche me despierto varias veces, medio sudando y con molestias.
Antes de abandonar el refugio tomo nota de una página web sobre el Camino que alguien ha apuntado en el tablón de anuncios de la entrada.
Salimos con bastante calma y enseguida nos encontramos con que la helada nuestra de cada día ha dispuesto una hermosa alfombra de hielo en la primera cuesta abajo.
Hoy también parece que va a hacer buen tiempo y el paisaje se presenta similar al de los días anteriores, así que muy bien.
En el descenso a Portomarín Frank vuelve a pasarlo mal con sus rodillas. Me quedo con ganas de ver, aunque sea a distancia, el lugar donde estaba el monasterio de Loio.
Cruzando el puente de Portomarín, nos acordamos del mallorquín y nos lo imaginamos agarrado a la barandilla, sacudido por el vendaval. Tratándose de un lugar así, encima de un embalse, debió de pasarlo mal.
Subimos hasta la iglesia que desmontaron piedra a piedra en su lugar original para reconstruirla donde está ahora y salvarla de quedar bajo las aguas. Está abierta y no hay nadie. Nos quedamos un rato en silencio, hasta que suenan las campanadas de las 12.
Tras volver a cruzar el embalse por una pasarela, retomar el camino y cruzar un bosque, continuamos por un andadero que va paralelo a la carretera.
Nos alcanza un peregrino de Teruel que va en bicicleta. Majo hombre. Frank le pregunta si tiene noticias de las alemanas y dice que, estando en Villafranca del Bierzo, llamó por teléfono al refugio una alemana bastante preocupada preguntando por otra compatriota.
Así que Karina se ha escapado. Puede que sea porque ha vuelto con ella la asistente con la que empezó el Camino y que se fue de vacaciones a Alemania porque no aguantaba a Karina. Por eso vino Veronika, con la que parecía llevarse muy bien.
Hoy tenemos bastantes tramos de asfalto y algunos andaderos.
En Castromaior, unas mujeres están haciendo la matanza y tienen sobre una mesa un montón de trozos grandes de carne. Para hacer más llevadera la faena tienen puesta a todo volumen la radio: esquelas.
Tras pasar junto al refugio de Hospital de la Cruz el problema de falta de señalización que menciona la guía ha sido subsanado, seguramente de cara al pasado verano. Para evitar el peligro de una carretera que hay que cruzar cerca de una curva, ahora hay que desviarse unos metros a la derecha para cruzarla por un paso elevado.
No vemos el crucero de Lameiros, con lo que me llevo una decepción. Pero es que tampoco vemos el cementerio de peregrinos que, al parecer, hay en Ligonde.
Al menos, en Eirexe nos acercamos a ver su iglesia románica.
Antes de llegar a dicho pueblo, hemos visto algo adelante a las dos gallegas que pasaron por Triacastela cuando estábamos allí. Iban sin mochila. Al pasar cerca del refugio, vemos que están dentro y deducimos que se van a quedar.
Llevamos ya unos cuantos kilómetros de asfalto y todavía quedan más. Pasan bastantes tractores con remolques con no sabemos qué -¿estiércol?-. Alguno pasa varias veces, como uno conducido por una chica que, en una de las ocasiones, pasa a bastante velocidad muy cerca de Frank.
Y a Frank no le hace mucha gracia, claro.
Aparte de eso, hay poco tráfico en esa carretera.
Desde Avenostre, vamos un rato junto a la carretera hasta que un andadero se aparta de ella y llega hasta Palas de Rei.
Cerca ya del pueblo me encuentro con un hombre que vivió 41 años en Sestao, Bizkaia.
Empieza a describir lo que era ese mismo lugar en el que estamos durante el verano. Gente y más gente, en sucesivas oleadas sin solución de continuidad: la turba en su más genuina expresión. El refugio, lleno; el campo de fútbol, lleno de tiendas de campaña; el polideportivo, lleno; la gente del pueblo, algunos, acogiendo en sus casas a peregrinos que no encontraban sitio en otro lugar... -él mismo tuvo a algún peregrino en su casa-. Y las ambulancias que pasaban cada dos por tres llevando a peregrinos averiados o desfallecidos al cercano centro de salud. Apocalíptico.
Eso sí, dice que en verano aquello está muy bonito, hay flores... y señala al muro que va paralelo al andadero, ahora bastante apagado.
En el refugio de Palas, me fijo en el libro de registro y veo cuatro nombres bajo la fecha de hoy. Entre ellos, los de los brasileños. Llegamos a la conclusión de que han salido todos esta mañana.
Pues no. Los brasileños han llegado, han firmado y se han ido a un hostal -se los encuentra Frank cuando sale a cenar-. Los otros dos que figuran en el libro son un matrimonio argentino que han salido un momento y vuelven pronto.
La ducha es una prueba para desarrollar la imaginación y la paciencia. Es de pulsador único y solo sale agua caliente, a temperatura bastante adecuada; pero hay que estar apretándolo continuamente, en cuanto dejas de hacerlo automáticamente deja de salir agua.
Por la ventana de los aseos veo que vienen más peregrinos: ¡son las dos gallegas! Vaya, vaya. Parecían tener menos aguante y aquí están, a pesar de que el otro día parecían ir mal.
Y, por lo que dicen, siguen bastante tocadas, pero continúan al pie del cañón.
Salgo a comprar algo para la cena. Hace frío y sopla bastante viento.
La empleada de una frutería a la que entro, una chica jovencilla, está medio acurrucada tras el mostrador y no la veo al entrar. Dice que coja yo mismo lo que quiera, que ahí tengo bolsas. Lo dice con el típico acento que se les suele poner a los gallegos cuando se les imita, solo que esto es de verdad. Me hace gracia.
De vuelta al refugio, llega la hospitalera, saluda un momento, pregunta a qué hora pensamos salir mañana, porque tienen una reunión -no hay problema, saldremos antes-, recoge el libro y el sello y se va.
Me pongo a cenar junto al matrimonio argentino. Son majos. Hacen etapas medianas.
Les comento detalles como los que nos dio el peregrino de Villafranca sobre el Hostal de los Reyes Católicos y otros, y me piden la birome para apuntarlos. Así me entero de que el bolígrafo lo inventó un tal Biró -judío de origen húngaro-, y de ahí ha quedado lo de birome, que usan por aquellas tierras.
Él habla alargando la vocal de la antepenúltima sílaba en las palabras llanas. Por ejemplo: Estuvimos prepaaarando la etapa.... Me quedo con la duda de si es típico de su región o es cosa suya.
Este es uno de los refugios que tienen estropeada la cocina.
Como ya va siendo hora de concretar lo del viaje de vuelta, llamo a Renfe y me confirman el horario que me dio la de Sarria: solo un tren, a las nueve de la mañana. Lo mismo pasa con el autobús: solo uno y también a las 9.
Eso supondría hacer noche en el seminario menor de Santiago -qué miedo-, salvo que nos alojáramos en otro sitio.
En Iberia las noticias son mejores. Hay un vuelo a Bilbao a la tarde -el horario no coincide con el proporcionado por la de Sarria- y confirman que se mantiene lo de la tarifa especial para peregrinos, aunque el Xacobeo haya finalizado.
A Frank le ocurre lo mismo: la mejor solución es el avión. Sale algo más caro, pero no mucho más -gracias al descuento-, y es mucho más rápido. Él está decidido y reserva su billete por teléfono.
La cuestión va a ser dormir el sábado en el Monte do Gozo, llegar por la mañana a Santiago y volver a nuestros puntos de origen el mismo domingo por la tarde.
En la cena, los brasileños le han dicho que ayer fueron de Triacastela a Portomarín, lo que supone 40 km -salieron a las 9:30 y llegaron a las 19:30, de noche-. No nos salen las cuentas, sobre todo porque Joao sigue medio lesionado, pero tampoco tenemos motivos para dudar de ellos.
El que ya no sabemos por dónde para es James.
Tardo en dormirme y no paso muy buena noche.
Preparo pronto la mochila y estoy un rato hablando con las gallegas. Resulta que así, descansadas y sin bártulos encima, son bastante más guapas de lo que nos parecieron en Triacastela. Son majas.
No quiero marcharme de Galicia sin probar el pulpo y la empanada. Me recomiendan una pulpería en Melide, Ezequiel. Ellas también pasarán por allí cuando lleguen.
Salgo un momento a la puerta -no recuerdo a qué- y coincide que pasan los brasileños, que iban a desayunar. Como de costumbre, Dinael me pregunta ¿cómo estás? Me pilla con la boca medio llena y mi respuesta -más por gestos que de palabra- creo que ha sido de todo menos clara.
Comiendo una naranja me acuerdo -como muchos otros días desde que lo conocimos- de Román, el de Buenos Aires, y su consejo acerca de la conveniencia de tomar cítricos.
Otra cosa que he venido haciendo todos los días es cantar el Canto de Ultreia, una de las muchas canciones que crearon los peregrinos medievales y que es la que más fama ha obtenido. Aprendí la música gracias a un disco en el que la encontré. No localicé la letra de las estrofas, pero la del estribillo aparece en muchos sitios.
... e ultreia, e sus eia...
Hay que ver el ambiente que da una cosa tan simple.
Nos despedimos de los argentinos y de las gallegas.
Pronto vemos a cierta distancia a Dinael y Joao, que han debido de salir poco antes.
No quiero adelantarles porque prefiero ir solo, siguiendo el consejo del hospitalero de Nájera, el cual decía que hay que sentir el Camino y que lo mejor es ir cada cual a lo suyo, aunque sea a poca distancia unos de otros y luego se coincida en los refugios y en las paradas intermedias, en vez de ir de cháchara.
Frank les alcanza y continúa con ellos. No es que vayan lentos, pero parece que Joao no se ha recuperado de la lesión que se hizo el día de Triacastela. Tiene una forma de andar que recuerda a la de un visitante de un museo. Esto último no tiene ni mucha ni poca conexión con la realidad, se me ocurrió un día viéndole caminar y ya está.
Un día más, y ya van bastantes, tenemos buen tiempo y un paisaje que es una maravilla. Una vez pasan los efectos de la habitual helada todo se presta para disfrutar del recorrido.
En las etapas anteriores por territorio gallego ya hemos visto lugares muy bonitos, pero la etapa de hoy parece diseñada para superar todo lo anterior.
En Casanova, una mujer sale a la puerta de su casa y me dice que si quiero comprar queso. Le compro un trozo. En verano ha vendido bastante a los peregrinos.
En Leboreiro, me sorprende ver a las mujeres con unos panes enormes, redondos, bajo el brazo. Serán para toda la semana.
Veo también el cabeceiro que hay en el pueblo y que viene a ser un cesto grande que tiene la misma función que los muchos hórreos que hay por la zona.
Me reúno con Frank en un área de descanso, poco antes de Melide, donde ha parado con los brasileños y, al verme llegar, me ha esperado. Le digo que pararé en Melide para comer pulpo y se apunta a la maniobra.
Estamos a punto de pasar de largo, pero en el último momento nos damos cuenta de que estamos junto a la pulpería recomendada por las gallegas.
El interior es de lo más auténtico. La jefa es bastante extrovertida. Un chico que está atendiendo a las mesas, muy majo, nos dice que el cruceiro que está casi enfrente de la pulpería, junto a una iglesia, está considerado como el más antiguo de Galicia. No lo tenía en mis apuntes, aunque luego compruebo que sí lo pone en la guía Consumer.
Está troceando unos panes grandes, con forma de rosco.
Yo pido media ración, porque la única vez que comí pulpo anteriormente no me hizo mucha gracia. La mujer dice que me pone algo más de media ración. El caso es que está muy bueno -se come con palillos, en platos de madera-, y el pan también.
Frank, que además está tomando vino, dice que le parece un vino muy bueno, le pregunta al chico de dónde lo traen y le contesta que lo compran en las aldeas de la zona.
Empieza a entrar más y más gente y llegan también las gallegas. Dicen que son de un pueblo que queda a ocho kilómetros y que no conocían esta zona, que también a ellas les ha gustado mucho. Empezaron en Piedrafita con intención de llegar a Santiago en una semana, pero no van a poder, porque el cansancio y la gripe no les han permitido hacer las etapas previstas y hoy tienen que dejarlo por no tener más días disponibles. Pues es una pena.
Empezaron con mucho peso y tuvieron que aligerar las mochilas en uno de los refugios. Entre otras cosas, dejaron queso, del que llevaban bastante cantidad porque la madre de una de ellas -la más habladora- es quesera.
Entra en la pulpería precisamente su madre y les paga la consumición.
Su hija no recuerda el nombre del hórreo con forma de cesto de Leboreiro, así que hago de apuntador, aunque tendría que haber sido al revés:
–Cabeceiro.
–¡Ah, sí! Cabaceiro.
Y lo repite.
Otro mundo.
Dicen que al periódico El Progreso lo llaman El Retroceso, porque es como la hoja parroquial.
Nos volvemos a despedir de las mozas. Ha estado muy bien este nuevo encuentro con ellas. Menudo contraste con la primera impresión que nos dieron en Triacastela.
En el exterior, me hago una foto junto al cruceiro.
Las flechas que encontramos no pasan por la rúa San Antonio, en contra de lo que dice la guía. Nos damos cuenta cuando vemos que estamos saliendo del pueblo, así que no vemos el convento y el hospital de peregrinos con que cuenta Melide.
No me ha hecho ninguna gracia la jugada, como tampoco ayer el hecho de no ver el cruceiro de Lameiros y el cementerio de peregrinos de Ligonde, y me propongo ver como sea, por fuera y por dentro, una iglesia románica que debe de estar cerca y que tiene pinturas en su interior.
Como quiero verla ya, leo a la ligera los apuntes e identifico un cementerio cercano con el que la guía sitúa junto a la iglesia en cuestión. Así que ya está: la iglesia que se encuentra junto a ese cementerio es la de las pinturas.
Está cerrada. Le digo a Frank que siga, que yo me quedo, que voy a buscar a quien me la pueda abrir. Pregunto y me dicen cuál es la casa del que tiene la llave: también está cerrada y no contesta nadie. Pues ya es mala racha.
En esto, aterrizo y me doy cuenta de que la iglesia por cuya llave estoy preguntando no es ni románica ni nada que se le parezca. Releo los apuntes y caigo en la cuenta de que está más adelante. Menos mal que no he encontrado al de la llave.
Efectivamente, unos minutos más tarde llego a la que, sin género de dudas, es la iglesia que quiero ver.
Se repite la historia: está cerrada, pregunto y me dicen cuál es la casa a la que debo dirigirme. Voy hacia ella y me encuentro a un matrimonio mayor. Me dicen que espere unos minutos, porque están esperando una llamada telefónica.
Aprovecho para ir escribiendo el resumen de la etapa hasta ese momento.
Llega un autobús y descarga a unos cuantos escolares. Se ve que los gallegos tienen costumbre de despedirse con un chao -igual que el ciao de los italianos.
Suena el teléfono en el interior de la casa y poco después sale el hombre y le sigo a la iglesia.
La espera ha valido la pena. Si todas las iglesias románicas son una maravilla, esta tiene, además, unas pinturas del siglo XV y una verja de hierro del XII en lo que parece la sacristía; sin soldaduras ni nada, claro.
El hombre me señala una de las piedras, algo desgastada, en la que parece ser que la gente afilaba las herramientas -de ahí el desgaste- durante una época en que aquello estuvo abandonado.
Le agradezco el favor de abrirme y enseñarme la iglesia y pongo rumbo a Arzúa.
Los bosques de eucaliptos, por los que antes no tenía mucha simpatía al no ser un árbol autóctono y por el destrozo que hace en la tierra, a fuerza de verlos me están gustando y ya los asociaré al Camino.
Hago una fotografía en el enésimo rincón bonito, con arroyo, puentecito, etc.
Llego a Ribadiso da Baixo. El refugio está abierto y entro a verlo. No hay nadie. Ando bien de tiempo y hace muy buena temperatura.
El cuarto de hora que paso allí es lo más parecido a la felicidad. Aquello es bucólico, idílico, paradisíaco. Está dividido en varios edificios y voy mirando qué hay en cada uno. Todo me gusta.
Como decía el mallorquín, las duchas están un poco alejadas y si hace frío debe de hacer falta algo más que valor para ducharse, pero en esas circunstancias de atardecer placentero todo parece estar bien y en su sitio.
Las fotografías alusivas al Camino, del mismo tipo que otras que hemos visto en otros refugios, me gustan mucho. Es que el estado de ánimo tiene mucho que ver, ... el color del cristal con que se mira.
En verano ese lugar tiene que ser el no-va-más, con el río al lado... Ahora bien, será poco menos que imposible que haya tanta paz como ahora.
Cuesta arriba hacia Arzúa, me enredo con pensamientos que se llevan por delante buena parte de la calma encontrada en Ribadiso. En fin.
Cumplo el trámite de llegar a destino. Arzúa parece un pueblo relativamente importante.
Llegando al refugio, me cruzo con los brasileños, que salen del mismo en ese momento. Dicen que por dentro está muy bien y así es. Tiene calefacción por el sistema de suelo radiante.
Hay un grupo de jóvenes a la entrada tomando nota en el libro de registro de los datos de los peregrinos que llegan.
Además de los conocidos, hay otro peregrino: Miguel, de Cáceres. Empezó unos días antes en Portomarín. Ya sabe que no podrá obtener la compostela, pero no tenía más días libres para haber empezado más lejos.
Compro sellos para las postales que pienso enviar el domingo desde Santiago.
En una frutería, compro un tomate y me regalan otro. No es época de tomates, por lo que son como son, pero ha estado bien el detalle.
Después de la pulpería de la mañana, encuentro también raciones de empanada en una panadería-pastelería y me llevo una al refugio.
Ya es de noche y hace frío.
Me dispongo a cenar y me doy cuenta de que una lata de sardinas que he comprado no tiene abrefácil. Me peleo con ella un rato y consigo abrirla lo suficiente con los accesorios de una navaja.
Mientras ceno, aparece por el comedor una mujer enseñándoles a otras dos las instalaciones del refugio. Sospecho que ejerzo involuntariamente de elemento decorativo, proporcionándole autenticidad al asunto. Pues bueno.
Me acuesto con la preocupación, compartida por Frank, de si mañana acertaremos a llegar al aeropuerto de camino hacia el Monte do Gozo, sin perdernos y sin perder mucho tiempo. Según Dinael, no queda muy lejos del Camino.
Esta mañana hace menos frío que otros días.
Dejo que Frank se adelante para ir más tranquilo, sin el fru-fru de sus pantalones.
El monumento a un peregrino extranjero muerto en el 93, poco después de Salceda, hace impresión, sobre todo por la botas que se han utilizado como motivo del mismo.
Ese monumento ya lo cita la guía. En cambio, no menciona el de un peregrino español fallecido el mismo año, situado al final de la subida junto a la que está el primero. Y tampoco el segundo tiene tantas piedras -no tiene casi ninguna- como las que han ido dejando otros peregrinos en el primero.
Empieza a hacer algo de calor. O eso parece mientras se camina.
Según los apuntes que tengo, en el alto de Santa Irene habría que seguir por asfalto, pero los coches van bastante rápidos y no es plan. No veo señales. A la izquierda sale una pista y me aventuro por ella.
Llego a Santa Irene sin mayor novedad.
Había quedado con Frank en reunirnos por allí, para tratar de buscar juntos el aeropuerto cuando nos acercáramos al mismo, pero no está. No importa.
Unos cuantos bosques de eucaliptos después y tras haber dejado atrás el último de los mojones kilométricos del Camino, empiezan a oírse aviones y empiezo a ponerme nervioso.
Me reencuentro con Frank, que está más alterado aún. Es que ha buscado a quien preguntar en una pequeña aldea que hay por las cercanías, pero una mujer hacia la que se dirigía se ha metido en casa antes de llegar él. Ha dado unas cuantas vueltas más y no sabe por dónde seguir buscando.
Propongo seguir por la carretera por la que veníamos, dejando de lado el desvío que señala una flecha amarilla.
Llegamos a una curva y no vemos nada. Frank empieza a desanimarse. Ya que estamos allí, decido seguir un poco más, a ver si se ve algo.
Tenemos suerte y aparece una señal que indica la dirección del aeropuerto.
La suerte continúa, porque aquello está relativamente cerca.
El ánimo nos ha cambiado, claro, pero aún no se nos han pasado del todo los nervios. Tal vez por eso reaccionamos como lo hacemos al oír nuevamente el sonido de un avión: en plan peliculero, lo ametrallamos como si fuéramos soldados que defienden una posición del ataque de los cazas enemigos.
Vaya peregrinos estamos hechos.
Según nos vamos acercando, vemos flechas amarillas en el suelo que parecen venir del aeropuerto. Frank dice que serán para los peregrinos que vienen del mismo o que, como nosotros, se acercan a sacar el billete. No me convence mucho la explicación.
En el aeropuerto no hay mucha gente. El empleado que nos atiende en las taquillas no es nada amable y parece de mal genio. Afortunadamente, se pone otro más a vender billetes y le prepara el suyo a Frank, que lo reservó por teléfono desde Palas de Rei, a pesar de que aún no tiene la compostela, que -en principio- es el principal requisito para acceder al descuento de Iberia. El empleado hace una fotocopia de su credencial y ya está.
Animado por semejante éxito, pido otro para mí y también me lo da, con el mismo procedimiento de fotocopiar la compostela. Santiago-Bilbao por 9.940 ptas. Algo más del 50% de descuento.
Me quedo extrañado de la suerte que hemos tenido. Nos ha salido todo muy bien.
Preguntamos por los horarios de autobuses desde Santiago: los tienen en un papel plastificado, encima de la mesa de un conserje -o algo así-, y hay que copiarlos a mano. El hombre aprovecha para comentarnos la cantidad de gente que pasó por allí en verano y el enorme gentío que se congregó en la catedral de Santiago en Nochevieja, con motivo del cierre de la Puerta Santa.
Por algún periódico nos habíamos enterado del escándalo que se montó aquel día cuando, tras entrar en la catedral las autoridades y el obispo, se clausuró dicha puerta sin esperar a que llegara la medianoche. El argumento fue el de que después del obispo ya no entra nadie por aquí, y los peregrinos que llegaron con posterioridad a ese momento y no pudieron entrar por la puerta en cuestión armaron jaleo durante la celebración.
Resulta que Frank tenía razón: las flechas amarillas que hemos visto viniendo son para guiar a los peregrinos hasta el camino que hemos dejado antes. Así que lo retomamos sin necesidad de volver al punto donde lo habíamos dejado.
Justo cuando llegamos al susodicho aparecen Dinael y Joao. Cada vez sintonizamos más con ellos y ya es evidente que llegaremos juntos a Santiago. Les contamos lo bien que nos ha ido todo. Ellos, después de llegar a Compostela, irán en autobús a Finisterre y harán algo de turismo por Portugal.
Vamos un rato los cuatro juntos y volvemos a desperdigarnos. Frank por delante, los brasileños en medio y yo por detrás.
Después de lo del aeropuerto, vuelvo a pensar en cosas que me esperan a la vuelta del Camino y que me están distrayendo últimamente.
Además, y aunque estoy a punto de terminar del Camino, sigo cometiendo el error de no parar un momento a tiempo para quitarme ropa antes de empezar a sudar. Lo vuelvo a hacer en una cuesta prolongada antes de Lavacolla.
Por si fuera poco, me llevo una desagradable sorpresa al comprobar que he perdido la concha que llevaba desde el principio. La tenía sujeta en el exterior de la mochila y no me fijé ayer si seguía en su sitio. El disgusto es grande.
A ver si consigo otra esta tarde o mañana.
Sin pretenderlo, alcanzo a los brasileños y ya seguimos juntos hasta el final. Fieles al tópico, no parecen alterarse gran cosa por nada. Por lo visto, son empresarios en su país.
En el Monte do Gozo, pasamos las casas y el feo monumento que recuerda la visita de Juan Pablo II y empezamos a bajar.
No hemos hecho ni el menor comentario de desviarnos hacia el monumento para intentar divisar desde allí las torres de la catedral.
Lo que tampoco diviso por ninguna parte son los pabellones que dicen que hay. Dinael va tan tranquilo. Le pregunto si vamos bien -tampoco se ven señales- y dice que sí. Pronto aparece el complejo de pabellones. Más bien parecen nichos de cementerio, sobre todo a distancia.
Localizamos el número 12, que es el que hace de albergue de peregrinos en estas fechas. No hay nadie, pero está abierto.
Nos tumbamos en las literas. Aunque aún no hemos llegado a Santiago, tenemos la sensación de que aquello se acaba.
Llega Manuel, el hospitalero, chico activo, de buen humor. Nos abre otra habitación -en cada una hay ocho literas- para que tengamos más espacio.
Al comentarle lo que hemos oído sobre el seminario menor de la ciudad contesta que el albergue oficial de Santiago es este en el que nos encontramos.
No tiene planos de Santiago, pero los traerá para mañana.
En el Monte do Gozo hay, además, una residencia de estudiantes con muchos portugueses -sobre todo chicas- y un hotel. Dice Manuel que entre semana aquello se suele empezar a animar a la noche.
En la habitación, con Frank y los brasileños, nos da por reírnos y pasamos un buen rato.
Llega otro peregrino: Emilio, de Badajoz. Se ve que es hombre enérgico -es militar-. Está haciendo el Camino en bicicleta. Tiene varias conchas de sobra y me da una. Pues ya estoy contento, aunque habría preferido no perder la que tenía desde el inicio.
Emilio coincidió con Sybille, la alemana a la que conocí en Ponferrada. La moza, que iba de vuelta de Santiago, irá después a Roma y de Roma, a Jerusalem.
Sin comentarios.
Salgo a dar una vuelta y llego hasta las casas del pueblo, pero hace bastante frío y viento y no tardo en volver al refugio.
Como ayer, empiezo a pelearme con otra lata de sardinas sin abrefácil, hasta que Miguel, el cacereño, me deja su navaja de la mili y con uno de sus accesorios la abro enseguida.
Yo no me he enterado, pero parece ser que ha andado gente por el refugio a la noche. Dicen que han oído voces de chicas.
Sea quien sea, a Frank le han comido parte de lo que había dejado preparado para desayunar.
Manuel no aparece, así que no tenemos planos, aunque ayer cogí uno de un folleto.
Los brasileños salen antes, como casi siempre, y quedamos con ellos en un bar a la entrada de Santiago que conoce Dinael de la otra vez que hizo el Camino:
–... y el bar fica ben acá -o algo así.
Voy con Frank y Miguel en plan tranquilo.
No encontramos a los brasileños donde nos habían dicho porque ese bar está cerrado. Tampoco los vemos en otros bares de la zona, así que continuamos.
Da la impresión de que hay algo más que los 4,5 km que indica la guía entre el Monte do Gozo y Santiago, al menos por donde nos llevan las señales. Tal vez modificaron algo el recorrido de cara al pasado verano.
Ya en la parte vieja de la ciudad nos cruzamos con Emilio, el de Badajoz, que vuelve al albergue con la compostela, a ver si encuentra cartones para embalar la bicicleta y enviarla por tren.
Llega un momento en que no vemos señales. No las vemos porque no las hay. Será que la inercia que traemos las hace innecesarias a estas alturas, pero resulta incomprensible.
No sabemos cómo vamos a reaccionar al llegar a la catedral. Dicen que hay quien se queda indiferente.
Las dudas se despejan en cuanto nos aproximamos a la plaza de Quintana y vemos la fachada de ese lado de la catedral: impresionante. Nos quedamos algo atontados. Por de pronto, nos detenemos.
Bajamos a la plaza por unas escaleras. Y vuelta a pararnos y a quedarnos mirando hacia la catedral. Desde un bar cercano suena una música muy agradable, como de la Nueva Era. Me siento muy bien. Alguien nos graba en vídeo desde el bar.
Cuando pasamos a la plaza de las Platerías vemos a los brasileños, que acaban de tramitar la compostela y la han plastificado. Nosotros ya iremos a por ella después de ver la catedral desde la plaza del Obradoiro.
Cumplimos con el ritual de las fotografías y entono para mis adentros por última vez el Canto de Ultreia.
Ha sido un buen invento esto de llegar por la mañana, porque no hay casi nadie en la plaza del Obradoiro, tan emblemática ella.
Cuento los escalones que conectan el suelo de la plaza con la entrada de la catedral para confirmar que son 33.
Como están en misa -es domingo-, la puerta principal está cerrada y hay que entrar por una de las laterales para contemplar el Pórtico de la Gloria.
El guía de un grupo de mexicanos me llama y me informa de la posibilidad de obtener la compostela, de que con ella se puede entrar gratis en varios museos y de que se puede comer gratis en el Hostal de los Reyes Católicos, además de poder obtener descuentos en diversos medios de transporte.
El hombre es muy majo y le agradezco la información, aunque le digo que ya sabía todo eso. Dice que seré uno de los pocos que lo sabe antes de llegar a Santiago.
En realidad, antes de empezar solo sabía lo de la compostela y que con ella se pueden visitar gratis varios museos; lo del Hostal de los Reyes Católicos no acababa de creérmelo.
Pero me deja sorprendido cuando añade que hoy sacarán el botafumeiro. Como eso sí que no lo sabía y me haría mucha ilusión prefiero no creérmelo del todo hasta verlo.
Probablemente sea ese grupo el que ha pagado para ello y por eso está tan seguro ese hombre.
Voy con Frank a por la compostela y nos acompaña Miguel. Es una pena que por unos pocos kilómetros no pueda volver a casa con ella, aunque eso no sea lo principal a la hora de hacer el Camino.
Pretendo entrar con la mochila, pero tengo que dejarla en una especie de sala de espera porque se repite la historia de Ponferrada y me quedo atascado en el quicio de la puerta.
Se repite el tema de los excesos de este verano. En esa oficina han tenido mucho trabajo y han tenido que indagar en ocasiones para averiguar si toda la gente que asomaba por allí había hecho realmente 100km -al menos- a pie o 200km en bicicleta, y no en coche, por ejemplo.
El pasado año tramitaron unas 155.000 compostelas, lo que viene a ser unas seis o siete veces más que el número de peregrinos que pasaron por refugios de Navarra o La Rioja. Se ve que la mayoría empiezan a caminar en la misma Galicia o desde Ponferrada o León.
Tras comprar unas postales y recuerdos vamos los cinco a una cafetería. Los brasileños tienen el antojo de tomar chocolate con churros porque es algo que hizo Dinael en su anterior peregrinación. Me parece muy bien, salvo por la hora que es. La Misa del Peregrino a la que vamos a asistir es a las 12, no queda mucho tiempo y lo que van a tomar no es algo que se termina de un trago en caso de prisa, como puede ser el caso de un vaso de agua -o de whiskey, como los tipos duros de las películas.
Además, no es solo por llegar puntuales, sino por un detalle importante, como lo es el de que al comienzo de la misa leen la relación de peregrinos que han llegado en las últimas 24 horas, hasta las 11 del día en curso. Como hemos pasado por la Oficina del Peregrino antes de esa hora, formaremos parte de dicha relación. Y no me lo quiero perder.
No tomo nada en el bar, me dedico a escribir las cosas que han pasado durante el día hasta ese momento... y a mirar el reloj.
La hora de la misa se está acercando peligrosamente mientras los brasileños siguen engullendo churros con chocolate con parsimonia.
La situación me resulta cada vez más violenta, pero los demás parecen estar tan tranquilos.
Si no espabilo lo voy a lamentar después, así que ahí los dejo y salgo disparado hacia la catedral. Ya nos veremos allí.
Atravieso la plaza del Obradoiro renegando por no haberme puesto en marcha antes.
Llego a tiempo por poco, de churro.
Ellos, no. Se lo han perdido de churros.
El cura ha leído la lista diciendo el lugar en el que se ha iniciado la peregrinación -empezando por los más lejanos-, el modo en que se ha realizado y el lugar de residencia del peregrino.
Pues ya está.
Aparte de los pocos que hemos coincidido estas semanas o días, hay bastantes más que han llegado hoy o ayer por la tarde y de los que no teníamos noticia. El grupo de mexicanos cuyo guía me ha dado las explicaciones figura también entre los peregrinos citados, aunque hayan venido en avión.
En el sermón, el cura hace bastantes referencias al Camino, lo que se agradece, y dice que ultreia significa más lejos y sus eia -o esuseia o como sea- quiere decir y más arriba. Eran gritos de ánimo entre los peregrinos.
Cuando la misa parece que se acaba sin botafumeiro, aparecen los canónigos con él a cuestas. La gente se acerca al crucero para verlo mejor.
El cura recuerda que se saca en honor a los peregrinos y explica las razones -desodorantes- de su utilización original.
Una cosa es verlo en televisión, pero en vivo es otra historia. Parece que va a golpear el techo en cualquier momento.
Termina la misa y, casi de inmediato, empieza otra. Estamos recogiendo las mochilas cuando llega... ¡¡¡José Antonio!!!
Se ha pegado una buena paliza estos últimos días y ahí está. Increíble. Está eufórico.
Me había fijado en un chico que andaba de aquí para allá, como buscando a alguien. Se trata de su hermano, Agustín, que esperaba encontrarlo entre nosotros cuando hemos entrado.
Estoy terminando de asimilar el hecho de que José Antonio esté allí cuando me vuelve a descolocar:
–¿Perdiste tu concha?
Y va y me la da.
La encontró en Ferreiros, el refugio desde el que le llamé a mediados de semana, aunque no utilizó la litera en la que dormí yo. A partir de entonces, no durmió en ningún otro refugio por el que hubiéramos pasado nosotros. La reconoció gracias a las etapas en las que habíamos coincidido.
Sin palabras.
El bueno de Agustín se queda vigilando las mochilas mientras vamos a dar el abrazo al apóstol. Luego vemos su tumba y damos toda la vuelta a la catedral, deteniéndonos una vez más en el Pórtico de la Gloria y repitiendo los gestos y ritos que han hecho miles de peregrinos antes y harán otros muchos después.
También me acuerdo de los que me encargaron que diera recuerdos de su parte al santo.
Unas cuantas fotos más y vamos en procesión a Casa Manolo, cerca de la plaza de Cervantes. Nos recomendó ese lugar el peregrino de Villafranca del Bierzo.
Tal y como nos dijo, el menú cuesta 750 ptas., sin incluir bebidas que no sean agua. Hay unos doce platos a elegir tanto de primero como de segundo, más el postre.
Tenemos que esperar un rato, porque está lleno.
Dinael recuerda que ya estuvo en ese local la otra vez.
Comiendo, cuando el vino que toman varios va haciendo su efecto, me temo que damos las mismas voces y repetimos los mismos comentarios y chistes que ya habrán oído por estos lares a multitud de peregrinos satisfechos por haber llegado.
Lo de mañana a Roncesvalles, a empezar de nuevo suena a disco rayado, pero es lo que hay.
De Casa Manolo vamos a otro local -bar Jacobus- invitados por Frank, que mañana cumple 25 años.
José Antonio dice que estos últimos días él sí ha tenido problemas con los perros, al menos dos veces.
Y al salir empiezan las despedidas. Primero son los brasileños. No sé cuándo volveremos a vernos, pero que les vaya bien.
Como Agustín ha traído la furgoneta del hotel familiar que tienen en la provincia de Cádiz, se ofrecen a llevarnos a los lugares en los que tomaremos nuestros respectivos medios de transporte para abandonar la ciudad.
Para ir al aparcamiento a por la furgoneta hemos vuelto a atravesar la plaza del Obradoiro, la misma que sirve de escenario para el momento mágico de la llegada. El caso es que al volver a pasar por ella por tercera vez el efecto ya no ha sido el mismo, lógicamente. Qué cosas. Será por la teoría de la relatividad.
Miguel se queda en la estación de autobuses y Frank y yo lo hacemos en el aeropuerto, donde nos despedimos de los dos hermanos.
Hemos ido coincidiendo, separándonos, reencontrándonos... a medida que se sucedían las etapas. Perdimos al chamo, José Antonio reaparece en el último momento... Como en la vida misma.
Tenemos tiempo de sobra hasta la hora del vuelo. Un operario nos comenta la posibilidad de plastificar las mochilas -por 500 ptas.- para evitar que se enganchen las correas en algún sitio mientras las manipulan. Ya nos ha dado una idea para entretenernos un rato, recogiendo las correas y sujetándolas para que no den problemas.
Al facturar la mochila veo que pesa 11 kilos. Mucho me temo que he llevado unos cuantos kilos de más durante este mes. Pero he utilizado prácticamente todo lo que metí dentro.
Como consuelo, la mochila de Frank y la de José Antonio pesaban aún más.
El vuelo de Frank sale antes -va a Madrid, de donde continuará en tren- y nos despedimos.
Hago tiempo escribiendo unas postales, que echo allí mismo al buzón, y en un avión de hélices, que parece de juguete, inicio el regreso a casa.
De Frank tuve noticias por carta -intercambiamos algunas fotografías- y, más recientemente, por teléfono. Le han quedado secuelas físicas, por caminar tantos días estando lesionado. Va a intentar arreglarlo con acupuntura. Si no resulta, tendrá que pasar por el quirófano.
Mantiene algún contacto con Dinael.
Estuvo con Karina, la alemana, en el centro de rehabilitación que tiene el organismo que se ocupa de ella en Girona. Le pareció curioso el tipo de vida que llevan allí. Posteriormente, Karina volvió a escaparse con menos de 1.000 ptas. en el bolsillo.
A Héctor, que fue con nosotros desde León hasta Astorga, le he visto hace unas semanas y está bien.
Ni de Carlos ni de José Antonio he vuelto a tener noticias.
No sé si volveré a hacer el Camino, porque lo veía como algo que se hace una vez en la vida -aunque nunca se sabe-, pero me ha quedado un buen recuerdo de esta experiencia.
Un abrazo a todos los peregrinos y hospitaleros. Ultreia.
Javier
javierserrano.ins@gmail.com