http://www.amigosdelciclismo.com/vivac/home/vivac1/d01s1099.htm
El tren sale a las 8:00h para Sevilla. Ayer pasamos el día preparando las bicicletas: todo metido en bolsitas individuales, el peso perfectamente distribuido, revisión final para no olvidar nada, los pulpos bien sujetos, la bomba, que no se olvide, porque seguro que hace falta más de una vez, los carretes, la cartera, ... La sensación al salir de casa ya es conocida. Estamos bien limpitos, afeitados y con un corte de pelo militar. Nuestras bicis pesan como un muerto pero pronto nos acostumbraremos. A estas horas Jaén está desierto y mientras bajamos por el Paseo de la Estación nos vamos adaptando a nuestra nueva condición de peregrinos. Por suerte en los trenes de Andalucía Express no dan problemas para llevar las bicicletas. El primer vagón tras la locomotora está preparado para colocarlas y engancharlas con los pulpos para que no se vuelquen. Llegamos a la estación de Santa Justa (Sevilla) a las 11:00 h tras un cómodo viaje, por un paisaje bien conocido. Lo primero que hacemos es dirigirnos a la estación de autobuses. ¿Por qué?. Olvidé decirlo, no queríamos salir de Sevilla, aunque esa fuera la ruta original. Estamos demasiado habituados a pedalear entre olivos. Nos apetecía un cambio y el trayecto de Sevilla a Mérida no parecía ofrecer aliciente alguno. Sin embargo sí pretendíamos dormir esta primera noche en Mérida para poder visitar la ciudad por la tarde. Así que poco después estábamos en la ventanilla de LEDA S.A., sacando los billetes para las 14:40 h:
-Juan- "Hola buenas tardes. Queremos ir a Mérida, pero vamos con dos bicicletas, ¿habrá algún problema?"
-Taquillero 1- "Hola buenas tardes. No, no hay ninguno. ¿Para qué hora los quiere?"
-Juan- "Pero, ¿Está usted seguro? Tomaremos el de las 14:40 h."
-Taquillero 1- "Por supuesto, no hay problema."
-Taquillero 2- "Además a esa hora hay pocos viajeros así que no se preocupe."
No es capricho la inclusión de este diálogo. Luego se verá qué ocurrió antes de salir. Ya con los billetes en la cartera, disponíamos de dos horas y diez minutos para conocer Sevilla y comer. Preferimos primero buscar una tienda de bicicletas aprovechando que se trata de una gran ciudad. La bolsa de manillar que compramos ayer mismo, nada más sacar las bicis del tren se rompió. Si es que el dinero del mezquino anda dos veces el camino. Hubiera sido mejor gastar algo más en una bolsa de mejor calidad, en vez de tener que comprar ahora otra, y tener dos bolsas mediocres, una de ellas medio rota. Por cierto que ninguna de las dos tiendas que vimos era buena. Se ve que el MTB no tiene mucho arraigo por aquí. A continuación, dimos una rápida vuelta: la Giralda, ... mmmh, preciosa, la Catedral, ... qué bonita, venga Javier que no comemos, ¡hombre! la plaza del Ayuntamiento, si está aquí... Definitivamente esta no es forma de visitar una ciudad. Además hace un calor bochornoso, más bien propio de ciudades costeras. Decimos que algún día volveremos pues parece una bonita ciudad. Comemos un bocata tortilla y llegamos con algo de tiempo a la estación. Media hora antes de salir, metemos con cuidado las bicis en el maletero, desmontando las ruedas delanteras. Nos quedamos al lado, vigilándolas. Un rato después, aparece el conductor. Malhumorado, me pregunta si las bicis son mías. Le respondo que sí y él me dice que por qué no le he pedido permiso antes. Le explico con calma lo ocurrido en la ventanilla unas horas antes; de muy malos modos, dirigiéndose a mí sin el debido respeto, me reprocha que las haya metido sin consultarle antes, argumentando que pueden estropear el equipaje del resto de viajeros. ¿Y qué pasa, que nuestras bicicletas no son equipaje?. Ni siquiera había equipaje suficiente en el maletero como para ocuparlo entero. Con sosiego y educación le hice ver que la habíamos colocado con mucho cuidado, en una zona donde estaban recogidas, amarrándolas con los pulpos para evitar que se movieran durante el trayecto. No muy convencido y con cara de perro se fue y nosotros entramos en el autobús, enfadados por el mal trato recibido. Tres horas y diez minutos después de salir, a las 17:50 h, llegamos a Mérida, provincia de Badajoz. Hace un calor sofocante. Montamos las bicicletas y ya listos, entramos a la ciudad por los 792 m del impresionante puente romano sobre el Guadiana. Entre pitos y flautas nos dan las siete menos cuarto y media hora más tarde cerraban todos los monumentos. Nuestro gozo en un pozo, porque teníamos pensado visitar los magníficos teatro y anfiteatro romanos. En realidad ya los conocíamos de un viaje anterior, por lo que no quisimos quedarnos a dormir en Mérida.
Decidimos avanzar para buscar un sitio donde dormir. Pasamos por un camping, pero la recepción estaba vacía y tampoco nos gustaba demasiado. Continuamos por la carretera hasta toparnos con el embalse de Proserpina; nos apartamos del asfalto para ir por un camino de tierra. En la orilla del embalse se veían unos chiringuitos. Al pasar junto a uno, vi sobre la arena el reflejo de una cinta reflectante, como las de las alforjas de una bicicleta. Nos acercamos más y al lado de las tres bicicletas, un grupo de jóvenes de unos veintitrés a veinticuatro años discutían sobre un mapa de carreteras de España. Se presentaron como David, Rafa y Pablo, sevillanos; salieron desde Sevilla y siempre por carreterillas tenían pensado ir a los Picos de Europa, para luego terminar en Santiago. No sabían que existía la Ruta de la Plata, sólo iban hacia el norte. Nos invitaron a quedarnos con ellos, a cenar y pasar la noche. Nos pareció bien, pero no sabíamos dónde nos estábamos metiendo. Eran tres juerguistas de cuidado (si leéis esto, por favor no os molestéis y que nadie se sienta ofendido). Caraduras simpáticos que nos tuvieron hasta las doce y media de la noche tonteando con unas niñas de quince años. Acabamos cenando de noche, con las linternas y acostándonos muy tarde en un chiringuito cerrado.
Aunque el despertador de los sevillanos sonó a las 6:10 h (pretendían salir a las siete los condenados), alguien lo apagó y seguimos durmiendo una horita más. A las 8:30 h de una fría mañana partimos en la que sería nuestra primera etapa de la ruta. ¡Cómo tiran los sevillanos! Nos llevan con la lengua fuera, supongo que porque su idea era llegar a Cáceres a las once (de la mañana). Tras los primeros ajustes de alforjas del viaje, seguimos, dale que te pego a los pedales, más quemados que la moto de un hippie, hasta que por culpa de un pinchazo de Juan nos quedamos muy atrás y los perdemos de vista. La verdad es que no nos preocupamos mucho, porque habíamos quedado con ellos en Alcuéscar. Pero llegamos allí y no estaban, así que decidimos seguir por nuestra cuenta, esta vez a un ritmo más tranquilo -incluso nos paramos a la sombra de una encina y dimos buena cuenta de un fuet que traíamos-. Y así, como quien no quiere la cosa, nos plantamos en Casas de Don Antonio.
Cruzamos su bonito puente romano y comimos en un bar de la plaza del pueblo. Esto de ir a la plaza de los pueblos es algo que haríamos con frecuencia a lo largo de nuestra aventura, pues allí se encuentran los bares, las fuentes, los parques para descansar y los abuelos, entre otras cosas. Después de una reparadora siesta en un camino a las afueras del pueblo, a las 17:15 h continuamos, con el objetivo de llegar a Cáceres ese mismo día.
Tomamos un polvoriento camino, que transcurre paralelo a la N-630, y a los 3 km nos paramos para ver un miliario romano que se conserva aún en pie, y nos llevamos una pequeña sorpresa. En una especie de hornacina que había en el monolito, un tal Juanpe había dejado una nota diciendo que iba para Cáceres, y que iba a dormir en el convento de los hermanos de la Cruz Blanca (ya hablaremos de ellos). También había firmado un malagueño que estaba haciendo el camino al revés, -qué tío- y nosotros, como no podía ser menos también escribimos algo (esta nota dio mucho juego, al parecer. Pero no adelantemos acontecimientos).
No nos entretuvimos más y seguimos la marcha. Varios km después nos desviamos a Aldea del Cano para coger agua, pues la nuestra estaba calentucha. Un amable hombre nos surtió del preciado y fresquito líquido, que nos sentó de maravilla.
Un rato después, cruzamos un campo de vuelo (lo cruzamos literalmente, por en medio), y otro poco después nos encontramos a un francés en bicicleta. Según nos contó, había venido de vacaciones para practicar el vuelo con ultraligero, y vivía en unas tiendas de campaña, que precisamente habíamos visto al pasar por el campo de vuelo, con unos veinte amigos más. Por lo visto, aquella zona era la mejor de Europa para practicar el vuelo. Esa tarde se dirigía al cercano Valdesalor para bañarse en la piscina municipal. Tenía una pinta cachonda: iba sin camiseta, con un móvil en el bañador, con unas chanclas surferas y un sombrero de paja. Nos costó hacerle entender por qué estábamos allí y qué era eso del peregrino.
Al llegar al citado pueblo nos despedimos, pues la piscina estaba cerrada y él se iba a un lago cercano. A las 20:30 h llegamos a Cáceres, reventados, tras más de 80 km de sufrimiento. Era nuestro primer día y nunca nos habíamos hecho "tantos" km. He entrecomillado la palabra tantos porque a lo largo del viaje nos haríamos unos cuantos más.
Como decía, ya en Cáceres, paramos en el Paseo de Cánovas a descansar. Preguntamos a un matrimonio por los hermanos de la Cruz Blanca, y nos dijeron que estaban en el casco antiguo y que acogían peregrinos (Ja, Ja, Ja). Dicho y hecho, hacia allí nos dirigimos. Pero el destino nos reservaba otra sorpresa. Al llegar a la preciosa Plaza Mayor, nos esperaban los sevillanos, sentados en las escaleras. Habían llegado a las 14:00 h, por la nacional, haciendo relevos y todo, para ir más rápido. Les hablamos de lo de la hermandad y les gustó la idea, así que encaminamos nuestros pasos hacia allí.
-Juan- (llamando a la puerta). ¡toc, toc!
-David- "Quillo, aquí no hay nadie"
-Rafa- "No sé tío, llama otra vez"
-Juan- ¡¡TOC, TOC, TOC!!
(se asoma un joven a un balcón, extrañado)
-Joven- "Hola, qué pasa"
-Juan- "Hola, ¿es aquí donde acogen peregrinos?"
-Joven- "Mmm... No sé, espera un momento" (se mete dentro y esperamos)
(Al rato se asoma un hombre, joven también. Supongo que era un hermano)
-Joven 2- "Hola, ¿en qué puedo ayudaros?" (¡¿Ayudarnos?!)
-David- "Sí, buenas noches. ¿Aquí acogen peregrinos?."
-Joven 2- "No... Creo que no... Esperad un momento. (también se mete dentro)
(Poco después, sale)
-Joven 2- "¿Qué vais, a Santiago?"
-Todos- "Pues sí"
-Joven 2- "Un momento" (Vuelve a desaparecer)
(Unos minutos después reaparece de nuevo)
-Joven 2- "Lo siento, no puedo ayudaros"(Mentira cochina)
-Rafa- "Pero si nos habían dicho que aquí acogían peregrinos"
-Joven 2- "Lo siento, pero no puedo hacer nada. Lo que podéis hacer es hablar con la Policía, y ellos os ayudarán"
-Joven 2- "Adiós, buenas noches"
Así que nos fuimos, sin más dilación, a buscar la comisaría más cercana. Preguntamos a alguien y nos mandó a una comisaría en las afueras. Una vez allí, nos dijeron que preguntáramos en otra comisaría que había en el centro. Y después de muchos rodeos, llegamos por fin allí, donde los policías nos trataron bien -que todo hay que decirlo- y nos dieron unos vales, subvencionados por Cáritas y el Ayuntamiento, para dormir en una pensión. Aunque eran las 23:00 h, Juana, la dueña de la pensión Márquez, (sita en la calle Gabriel y Galán, en la misma plaza mayor) nos ofreció un par de habitaciones. Una de ellas tenía tres camas y estaba vacía; la otra, con cuatro camas, estaba ocupada por dos tipos un poco raros. Los sevillanos se asustaron y decían que no se atrevían a dormir allí, que preferían dormir en la calle antes que ahí. Nosotros nos quedamos en la habitación vacía, algo cutre y pelagrera, pero tampoco podíamos pedir mucho. Además pudimos dejar las bicis dentro, aunque nos costó Dios y ayuda subirlas por las escalerillas. Nos despedimos de David, Rafa y Pablo, y bajamos a cenar a un mesón de la Plaza Mayor. Un paseíto y una limonada, y a dormir.
A las 8:30 h ya estábamos en pie. Hicimos el equipaje y nos marchamos de la pensión (que olía a pis). Desayunamos en el Paseo de Cánovas, unos batidos y unas magdalenas que compramos en un supermercado. Teníamos previsto descansar esa mañana, y visitar el casco antiguo de la ciudad, pero ¡oh, sorpresa!. ¿Dónde demonios está el casco de Juan?. Como eso es algo imprescindible, decidimos comprar otro, a pesar del cariño que le tenía, pues lo llevaba desde hacía ocho años. Como también necesitaba unos guantes y unas cámaras, fuimos a la Boutique Flequi (es una tienda de bicicletas, aunque no lo parezca). Allí no había más que dos cascos marca nisu, no tenían guantes y ni preguntamos por cámaras. Encontramos dos peregrinos que iban a comprar una tija nueva, pero no eran muy locuaces. Con las manos vacías, fuimos al centro comercial Ruta de la Plata, de la cadena EROSKI, a comprar comida.
A pesar de su nombre, no nos dejaron pasar con las bicicletas, y tras una pesada discusión con la guarda jurado, nos invitaron amablemente a salir. Y eso que éramos peregrinos de la Ruta de la Plata. No entiendo qué puede molestar alguien que lleva una bicicleta de la mano. Un carro abulta más, se controla peor, y a nadie le molesta que se paseen con él por en medio (me refiero al centro comercial, no al supermercado).
Dimos una vuelta por el casco antiguo y nos sellaron la credencial en la Concatedral de Santa María, donde además, el sacristán insistió en que nos pasásemos por el Monasterio de San Pedro de Alcántara, porque era muy bonito y era año jubilar (lo que ocurre cada cien años). No nos pareció mal la idea, y realmente mereció la pena.
Tras eso volvimos a la Plaza Mayor a comer, y a Juan se le ocurrió preguntar en la pensión por el casco. En efecto, allí estaba. Por lo visto se lo había dejado en la otra habitación que nos enseñaron, y la dueña lo había guardado. Menos mal que no compró otro. Solucionado el problema, comimos y echamos una siesta en el (cómo no) Paseo de Cánovas.
Más o menos a las 17:30 h salimos para Casar de Cáceres por la comarcal; la idea era llegar temprano al embalse de Alcántara para darnos un baño, como los del artículo de BIKE y dormir por allí. Pero si algo hemos aprendido, es que raras veces las cosas salen como se planean. Pasado el pueblo, ya por una pista de tierra, se nos echaban encima unos negros nubarrones. Poco antes de que empezara a llover, paramos a un pastor que volvía apresurado con su rebaño. Al preguntarle dónde podíamos resguardarnos, nos dijo que no lejos de allí había un cobertizo de madera, donde se guardaba ganado; podíamos estar allí mientras durara la tormenta pero debíamos tener mucho cuidado en cerrar bien la valla al salir. Le hicimos caso, y allí nos plantamos, justo en el momento en que empezó a caer un aguacero. Nuestra presencia asustó a un nutrido rebaño de ovejas, que, durante el tiempo que nos quedamos, no se atrevió a entrar.
Como nada es eterno, paró de llover, y nosotros proseguimos nuestro camino, buscando las flechas amarillas. Estas flechas, pintadas por los miembros de las asociaciones de amigos de la Ruta de la Plata, son las que indican la dirección a Santiago, pasando por un camino, que por Extremadura llaman "cordel de la Plata". Más de un disgusto nos llevamos por la señalización del camino... Pero ya contaré eso más tarde. Como iba diciendo, continuamos pedaleando, cruzando enormes dehesas, y abriendo y cerrando puertas de vallas continuamente, para que no se escapara el ganado. Un tramo por la N-630 nos lleva al embalse de Alcántara, inmenso, que atravesamos por unos puentes, enormes también. Algunos coches nos saludan y nos animan. La verdad es que nos hubiera gustado darnos un baño, pero el día que hacía y la hora que era no lo aconsejaban. Así que nos resignamos y continuamos, hasta que llegamos al hostal-restaurante Miraltajo, un poco después de un club náutico. Como ya pronto iba a anochecer, decidimos dormir allí. Pero rápidamente cambiamos de idea, pues el dueño (un desagradable) no nos dejaba entrar las bicis.
Afortunadamente, no hay mal que por bien no venga, y gracias a eso, al volver a la carretera, vimos de nuevo las flechas amarillas, perdidas desde que entramos en la carretera. Varias veces pensamos en parar y quedarnos a dormir en cualquier sitio, pero, animados por unas huellas de bicicleta recientes, seguimos hasta Cañaveral, a donde llegamos ya de noche y a punto de ponerse a llover otra vez. Como ya era costumbre, preguntamos a unos paisanos dónde nos podíamos alojar, y nos dijeron que el alcalde, un hombre muy agradable según sus palabras, nos ayudaría. Mientras tanto, estaba empezando a llover. Hablamos con él en el bar Fontanita, que él mismo regenta, y no nos hizo ni caso. Nos dijo que no disponía de ningún lugar para albergarnos y ni siquiera parecía importarle lo más mínimo. Así que optamos por ir al hostal Málaga, donde el trato fue mejor, claro que, pagando. Al ir a guardar las bicis en el almacén del local, vimos que había varias bicis de otros peregrinos, a los que por cierto ni les vimos el pelo. Una reparadora cena y una buena ducha nos hicieron olvidar las penurias del día, y nos dejaron el cuerpo y la mente listos para afrontar el día siguiente. Un día, por cierto, nada agradable.
Después de desayunar en el hostal, preparamos las bicis y nos marchamos a las 9:15 h. Según el libro que llevábamos -que comentaremos más adelante- teníamos que dirigirnos a la iglesia de San Cristóbal, donde había una fuente con agua fresca. ¿Agua?. Cosas del verano; la fuente hacía tiempo que se había secado, así que nos aguantamos sin agua fría y encaramos un cortafuegos, por el que tuvimos que subir a patita, empujando las bicis, con las alforjas y todo. Se nota que todavía no estábamos acostumbrados. Mientras subíamos, no parábamos de oír un sonido parecido al crepitar del fuego, o más bien al de la lluvia cuando cae. La verdad es que nos tenía extrañados. Pero no tardamos en averiguar de qué se trataba. Al parecer, era debido a la electricidad al pasar por los cables de alta tensión de las torretas bajo las que estábamos justo en ese momento. Era un ruido un tanto inquietante, por lo que nos dimos un poco más de prisa en subir, no fuera a ser que algún cable se rompiera...
Superado el cortafuegos, traspasamos un bosquecillo de pinos, que, tras un corto descenso, desembocaba en un cruce, ya con asfalto. Como queríamos visitar el monasterio de El Palancar, cogimos por error (o por intuición) una carretera cuesta arriba, que nos llevó a un repetidor de telecomunicaciones. Volvimos sobre nuestros pasos, o mejor dicho, sobre nuestras pedaladas hasta el cruce de antes, y preguntamos a un matrimonio que andaba paseando por allí. Había que seguir la carretera hacia Pedroso de Acim, y poco antes de llegar a este pueblo, tomar el desvío al monasterio, que estaba indicado con un cartel. Así lo hicimos, y no lo lamentamos. Era curioso que a lo largo de toda la subida hubiera un Via Crucis. Lo cierto es que subir por aquella carretera se nos hizo algo pesado, -como una penitencia- pero mereció la pena hacerle una visita a ese lugar. Rodeado de montes y dehesas, se alza un rústico monasterio, construido en un principio por San Pedro de Alcántara sobre un terreno que le fue donado por unos amigos. Posteriormente se edificó sobre él el actual conjunto, aunque respetando el edificio primitivo. Como curiosidad diré que tiene el claustro más pequeño del mundo, con sólo cuatro columnas, y unos 4 metros cuadrados más o menos. También se conservan las antiguas dependencias del convento, incluida la minúscula celda del santo extremeño. Todo esto nos lo enseñó el padre Antonio, un sencillo y amable fraile, que posó divertido en una foto que le hicimos en la ridícula cocina.
En la fuente del frondoso jardín del monasterio nos refrescamos, y aprovechamos para engrasar las bicis, que ya estaban un poco secas, y probar las moras que había en un árbol.
Nos fuimos de allí, y volvimos al cruce anterior, siguiendo la carretera hasta un "Night-Club" (nuestro libro dice que es un restaurante), cerca del cual vuelven a aparecer las flechas amarillas. Enseguida nos introducimos en un bosque de alcornoques, sin corteza éstos, seco y lleno de baches y piedras. Nuestro libro dice que es "un apacible bosque, donde la imaginación da vida a los duendes impregnándolo de energía". Si algún hipotético lector va alguna vez por allí, -sobre todo en verano, a las tres de la tarde- es probable que maldiga en arameo a los duendes esos. Llegado un momento, las flechas nos confundieron, y por error cruzamos una valla, cortándola con los alicates y remendándola lo mejor que pudimos. Después de dar vueltas por allí, sin saber hacia donde ir, divisé a lo lejos una flecha amarilla en un muro de piedra. Volvimos sobre nuestros pasos, y nos reenganchamos al camino. Un poco más adelante llegamos a una carretera. A pesar de que las flechas indicaban que había que cruzarla, nosotros la seguimos cuesta arriba hasta alcanzar un pequeño pueblo llamado Grimaldo, porque ya eran casi las 16:00 h y no habíamos comido. Y allí, a la sombra de una casa, junto a la carretera comimos y descansamos, para seguir pedaleando más tarde, cuando el calor apretaba menos. Antes de salir, compramos algo de fruta a un vendedor que pasaba por allí con su furgoneta todos los martes. Menos mal que nos lo dijo una mujer que pasó a nuestro lado, porque por lo visto no había tiendas en aquel pueblo. Nuestro siguiente objetivo era Riolobos, pero definitivamente aquél no era nuestro día, y después de atravesar pedregales, veredas de mala muerte, zarzas que nos herían las piernas, y a veces por en medio del campo, volvimos a perder de vista las malditas flechas. Finalmente, encontramos una carretera (eso sí, todo subida) que desembocaba en la N-630. Preguntamos en una gasolinera cercana y nos dijeron que quedaban unos 18 km hasta Plasencia. Hartos de dar vueltas por el monte, decidimos acabar el día en esta ciudad, y gastamos nuestras últimas fuerzas en cubrir esos interminables 18 km. Aquello no se acababa nunca, la carretera era totalmente recta, y nuestro perinech* sufría mucho.
A las 22:00 h más o menos estábamos allí, exhaustos y con hambre. Aunque esto último no fue problema porque cenamos muy bien en un bar de la Plaza Mayor (cervecería El Globo). Por supuesto, después de cenar dimos un paseo nocturno por la zona monumental, aunque en realidad buscábamos una heladería. Dormimos en el hostal Dora, cerca de la muralla. Los dueños eran muy agradables, y tuvieron nuestras bicis bien vigiladas.
* Perinech: periné; región corporal situada entre la zona genital y la anal. Punto débil de los ciclistas.
La verdad es que la gente de Plasencia no madruga mucho. Por lo pronto no pudimos comprarnos algo para desayunar hasta las 9:30 h, hora en que se abrían los comercios. Pero tampoco teníamos prisa, y después del mal trago del día anterior, no nos vendría mal descansar una mañana y hacer un poco de turismo cultural. Aprovechamos además para comprar unos guantes, porque Juan había perdido los suyos en el embalse de Proserpina. Tanto descansamos, que salimos a las 12:30 h del mediodía en dirección a Carcaboso, para seguir el cordel. Este fue nuestro primer error.
Llegamos a este pueblo, a 10 km de Plasencia, y allí un hombre muy simpático nos dio agua y nos habló de la ruta. Nos dijo que no dejáramos de ver el arco romano de Cáparra. En aquel pueblo, también se nos ocurrió la idea (tampoco es muy original) de pedir hielo en un bar, y llenar con él los botes y el camelback*. De esa manera el agua duraría más tiempo fresca. En mi caso esto estaba bien, porque por regla general no pasaban más de 40 minutos hasta que mi agua estaba como la sopa. En el caso de Juan, estaba todavía mejor, porque su camelback era una nevera ambulante, pues aislaba mucho mejor el líquido.
Las flechas amarillas estaban pintadas en los muros de algunas casas, en los postes de la luz y en los bordillos de las aceras. Siguiéndolas, llegamos a un camino que nos llevaba por verdes y fértiles prados donde pastaban vacas, y por donde el agua no faltaba: el canal del Jerte. No sabíamos lo que nos esperaba todavía.
Pasada la zona fértil, llegamos a un paisaje de encinas, muy bonito y agreste. Un muro de piedra nos cerraba el paso, y tuvimos que quitar las rocas, pasar las bicis (que pesaban como un muerto), y volver a colocar las rocas, no fuera a ser que se escapara el ganado. Resulta curioso, pero yo no vi ningún ganado por allí.
Llevados por el buen firme y la anchura del camino que llevábamos, nos despistamos y perdimos las flechas. Dos opciones se nos presentaban. La primera era volver atrás y buscar las flechas amarillas, que nos llevaban justo por la mitad del campo, sin pasar por ningún camino ni nada parecido, y con unos baches tremendos. Y la segunda era continuar por este camino, que iba más o menos paralelo al original (el de las flechas), y que probablemente llevaría a algún sitio. Nosotros fuimos imbéciles y elegimos la primera opción, pues al parecer teníamos ganas de aventura -ya se nos quitarían- y más fe que Manolete, porque cuando ya habíamos cruzado tres o cuatro muros, con sus respectivos rituales de quitar piedras, levantar bicis pesadas como muertos y recolocar piedras, blasfemamos en todas las lenguas semíticas. Pero lo mejor no era eso. También era muy divertido arrastrar nuestras máquinas (¿he dicho que pesaban como muertos?) por aquel, según nuestro magnífico libro "bosque húmedo encantador, silencioso, donde el espíritu se pierde entre tanta tranquilidad". Pero es que ahí no acaba la cosa, porque lo mejor es que la poca agua que nos quedaba estaba tan caliente que casi quemaba, y aún no habíamos comido. Y en medio de este sano ambiente, afloraron nuestros odios, reprimidos hasta entonces, y comenzamos a discutir y a culparnos uno a otro de la situación. Desde luego la confianza da asco.
A las cinco de la tarde, desesperados, cometemos un acto vandálico, y nos cargamos otro muro, que era lo único que nos separaba de una carretera (pedimos disculpas al dueño). Pedaleamos por ella en dirección Este, y averiguamos por un cartel que se trataba de la carretera que unía Ahigal con Valdeobispo. No nos sirvió de gran ayuda, porque nunca habíamos oído hablar de esos dos pueblos, y tampoco llevábamos ningún mapa encima.
Paramos en Ventaquemada, un caserío donde una anciana nos dio una garrafa de cinco litros de agua y nos dijo que el pueblo más cercano era Oliva de Plasencia, que se encontraba a 6 km. Tomamos esta dirección y nos quedamos en ese pueblo. En una tienda, ya a las siete de la tarde, aún sin haber comido, compramos una fanta de limón, un melón, un pan y un bote de nocilla. Nos lo comimos todo (vaya comida) en una fuente junto a la carretera, y nos echamos una buena siesta allí tumbados, ante la curiosa mirada de los habitantes del pueblo que pasaban por delante. Nos daba igual, estábamos muy cansados y cuando eres peregrino, puedes permitirte algunos lujos como éste. Uno de los vecinos, Petronilo, de 77 años (nos enseñó su D.N.I.), se paró a charlar con nosotros. Nos contó que había estado muchos años viviendo en Valencia, y que no recordaba bien su pueblo, pero nos recomendó dormir en un merendero a la entrada del pueblo, recién construido. Mientras yo preparaba las cosas, Juan volvió a bajar a la tienda para comprar algunas cosillas y para que el alguacil sellara las credenciales. Allí le contaron que Oliva de Plasencia estaba a ¡12 km! de Plasencia por carretera. Habíamos hecho más de 40 km dando vueltas por el campo, bajo un calor abrasador para acabar a 12 km del punto de salida. Definitivamente este fue el peor día de todo el viaje. Posteriormente supimos que en otros libros se recomienda saltarse esta parte de la ruta y tirar por la carretera. A buenas horas. Pero también son estos días los que mejor se recuerdan.
Una buena cena nos repuso del esfuerzo, y en un grifo que había en el muro de un colegio, "lavamos" por primera vez la ropa. Luego nos metimos en nuestros sacos y nos dormimos enseguida. O al menos yo lo hice.
* Camelback: mochila especial con una bolsa de tres litros de capacidad para líquidos. Se bebe mediante un tubo de plástico. Tiene la ventaja de que mantiene la temperatura del contenido bastante tiempo.
A las siete de la mañana nos despertaron unos hombres que no tenían nada mejor que hacer que segar la hierba seca del merendero. Al parecer, la gente sí que madruga por estos lares. Tampoco nos vino mal, porque así pudimos salir a las 9:45 h. Aprovechamos también para sacar todo de las alforjas, y volverlo a guardar con más orden.
En Ventaquemada enlazamos con el camino de la plata. Pasamos por debajo del magnífico arco romano de Cáparra, y seguimos avanzando hasta llegar a un túnel bajo la N-630. Lo cruzamos y una puerta cerrada con un candado nos cerraba el paso, a pesar de que las flechas indicaban que había que pasar por allí. Como el candado no lo podíamos romper (porque no teníamos herramientas, que si no...) nos metimos en la carretera nacional y al llegar al restaurante-parrilla "El Trébol" (antiguo "Dominguín") paramos a reparar un pinchazo y a pedir unos hielos. La camarera sólo nos dio cuatro, la muy rácana. En ese punto cogimos una pista perpendicular a la carretera, y al poco tiempo encontramos de nuevo las flechas. Una corta pero dura subida nos dejó en Aldeanueva del Camino. Allí comimos en un bar y sesteamos en el parque, donde hay una fuente con un agua fresquísima. Había un cartel que decía "agua no tratada"* , pero eso no significa nada, pues todo el mundo bebía de allí. De hecho vimos carteles como ése en otras fuentes más adelante, y nunca tuvimos ningún problema.
Cuando el sol castigaba menos, partimos de aquel lugar. No quisimos arriesgarnos a perdernos y tomamos la carretera nacional. Un poco después de salir del pueblo, divisamos un cartel de grandes letras que rezaba más o menos así:
"ZONA ALTAMENTE CONTAMINADA. RADIACIONES ELECTROMAGNÉTICAS NO IONIZANTES".
No sabíamos qué quería decir, pero por si acaso nos fuimos rápidamente de allí, buscando la subida hasta Baños de Montemayor. A la salida de esta villa seguimos por un bellísimo tramo de calzada romana, perfectamente conservado, y con una pendiente muy pronunciada. Era difícil de subir, ya que tenía escalones cada pocos metros. Al final hay una fuente, muy bien situada. Como se acabó la calzada, continuamos por la nacional, y subimos por equivocación hasta Puerto de Béjar. Pero no nos vino del todo mal, porque Juan se dio cuenta de que había pinchado de nuevo, e incluso cuál era la causa: unos tacos de la cubierta trasera se habían desprendido totalmente, seguramente debido a la presión que tuvimos que meter a las ruedas para soportar el peso de las alforjas. Esto nos lo dijo un abuelillo cotilla que nos miraba mientras pensábamos qué hacer. Es curioso, el acento de la gente de este pueblo, el último de Cáceres antes de Salamanca, es distinto al del resto de la provincia. Son más finos aunque mantienen lo de "un poquino". En cuanto reparamos el pinchazo, y con la promesa de comprar unas cubiertas nuevas en Salamanca, descendimos velozmente hasta el bar Adriano, en donde son amigos de la Ruta de la Plata.
En cuanto nos vio la dueña, salió a preguntarnos si éramos peregrinos y queríamos un sello para la credencial. Nos ofreció conchas, "pins" de peregrinos y otros artículos. El negocio es el negocio, pensará esta mujer. Como aún no teníamos la concha o vieira, símbolo del peregrino, aprovechamos la ocasión y la compramos. Junto al bar seguía el camino que teníamos que haber tomado antes. Esta vez no erramos, y con precaución, para no volver a pinchar en el caso de Juan, y para no caerme por llevar sólo el freno delantero en el mío, bajamos por un frondoso y mágico bosque (esta vez de verdad) hasta cruzar el río Cuerpo de Hombre. Junto a las flechas amarillas, vemos también el signo de los Grandes Recorridos, que en este tramo coincide con el cordel de la Plata. Pasado el río comenzamos a subir, hasta llegar a Calzada de Béjar, por donde pasamos como alma que lleva el diablo, porque ya estaba anocheciendo y queríamos dormir en Valdelacasa. No era un capricho, sino que venía indicado en nuestro libro como final de etapa, así que con toda lógica tendría que haber un hostal, alguna tienda de comestibles, o lo que sea. Pasamos Valverde de Valdelacasa, desde el que no tardamos mucho en alcanzar Valdelacasa, ya de noche. Pero, ilusos de nosotros, allí no había ni hostal, ni tienda, y prácticamente ni bares, porque en ninguno de los tres que hay en todo el pueblo servían comidas. Es más, en uno de ellos estaban surtidos de todas las clases de bebidas alcohólicas, y no tenían ¡una mísera botella de agua!. Cabreados, cenamos a base de pan con paté, que traíamos en las alforjas, y dormimos junto a la parada de autobús, pegada a la carretera, en la misma acera. Para colmo olía a cuadra en todo el pueblo. Qué lástima terminar de esa manera un día tan bonito. Sobre todo por hacer caso de nuestro dichoso libro.
* Agua no tratada: oficialmente, el agua que no lleva cloro; realmente, el agua de la típica fuente de pueblo, de la que toda la vida se ha bebido.
Nos levantamos llenos de optimismo. Quedaban unos sesenta kilómetros hasta Salamanca, y teníamos muchas ganas de llegar. Por lo tanto salimos de aquel maloliente pueblo muy temprano, a las 8:20 h. Pedaleamos por la carretera que va a Fuenterroble de Salvatierra. Allí cogimos la que va a Casafranca, y a un kilómetro más o menos retomamos la Cañada Real, como llaman por allí al Camino de la Plata.
Después de un buen rato rodando por caminos de tierra y de perdernos unas cuantas veces, para no perder la costumbre, alcanzamos la falda de la Sierra de Frades. Más de una hora tardamos en atravesarla, pues lo empinado y pedregoso del camino nos obligó a bajarnos de las bicis y a arrastrarlas andando, mientras soportábamos el sofocante calor y la asombrosa cantidad de pegajosos insectos que había por la zona. La idea de atravesar esa sierra a saco, es decir, sin dar ningún rodeo y avanzar en línea recta haya lo que haya, no fue nuestra, sino por culpa de las flechas, estratégicamente colocadas, al parecer para espantar a los pocos peregrinos que pasan por allí. No se me ocurre ninguna otra razón.
Pero como nada es eterno, finalmente llegamos de nuevo a la llanura, que por estas tierras es interminable. A partir de aquí circulamos por carreteras comarcales. Paramos en Calzada del Mendigos a pedir un poco de agua, y nos dijeron que quedaban algo más de 20 km para Salamanca. Luego, un poco más adelante, nos topamos con un peculiar pastor, con el que estuvimos charlando un buen rato. Hablamos de bicicletas, de la sequía, de las subvenciones, del aceite de oliva, y de la Biblia en pasta. Lo cierto es que aquel hombre estaba muy bien informado. Era del cercano pueblo de San Pedro de Rozados, donde, según nos contó, iban a construir un albergue. También comentó que el cura de Fuenterroble de Salvatierra estaba muy comprometido con la causa del peregrino, y que nos hubiera dado alojamiento si nos hiciera falta. Bueno es saberlo. Sin duda es muy aconsejable pararse a hablar con las gentes del lugar. Salvo algunas excepciones, son la mejor guía de viajes.
Los kilómetros que nos quedaban transcurrieron apaciblemente, y por fin llegamos a Salamanca, ciudad monumental y rebosante de historia, que no me voy a entretener en contar aquí porque faltaría espacio (y porque no tengo ni idea, que todo hay que decirlo).
Nuestro estímulo para llegar allí había sido el imaginarnos entrando triunfalmente por el puente romano, sueño que teníamos desde que estuvimos allí mismo el año anterior. Por desgracia, estaba cerrado el paso por obras, así que entramos por la carretera, como todo el mundo. Ya eran las dos de la tarde, y nuestros estómagos hacían ruidos terribles, por lo tanto decidimos ir a buscar un bar. Pero cuando íbamos paseando por el extremo del puente más cercano a la ciudad, vimos a lo lejos unas familiares siluetas montadas en bicicleta... y con alforjas.
-Juan- "Oye, Javier, esos de ahí parecen los sevillanos. Me juego el cuello a que lo son."
-Javier- "No puede ser, si iban muy rápido. ¿Seguro que son ellos?."
-Juan- "Pues no sé, pero tengo la intuición, acerquémonos."
Efectivamente, eran los sevillanos, a los que no veíamos desde que nos encontramos en Cáceres. Mientras se hacían unos macarrones, estuvimos un rato charlando con ellos en la orilla del río Tormes, a la sombra de un árbol. Habían estado en la sierra de Las Hurdes, y se lo habían pasado muy bien. Nos contaron que allí aprendieron a pescar y que por lo menos pescaron quince peces, que les regalaron un montón de cerezas, que se bañaron en unas piscinas naturales construidas en el remanso de un río, que Rafa se cayó cuando entraba a 40 km/h en una curva con gravilla y rompió dos radios sólo. Esa noche habían dormido en el albergue juvenil, y salieron de marcha con quince chicas extranjeras. Mientras nos contaban sus andanzas, una chica con aspecto de turista japonesa nos preguntó si podía hacernos una foto para un concurso de la Universidad de Salamanca, de la que era alumna. Debía de ser una estampa curiosa, la de cinco peregrinos recostados en la hierba junto al Tormes, con el puente romano de fondo. Unos cocinando, otro reparando su bicicleta, que estaba boca abajo, otros charlando y las bicis por ahí tiradas. Tan representativa nos pareció la estampa, que le pedimos que nos hiciera esa misma foto, pero con nuestras cámaras.
Nos volvimos a despedir de ellos, aunque nos los encontraríamos mucho más tarde (pero no adelantemos acontecimientos).
Entre pitos y flautas ya eran las cuatro de la tarde, y nosotros sin comer. Fuimos al bar Felipe II, uno de los pocos que quedaban abiertos. Luego vino el problema de encontrar alojamiento. Después de preguntar en dos o tres hostales, nos quedamos en el HS Tormes, que estaba muy bien. Nos duchamos, porque ya llevábamos un par de días sin hacerlo, nos vestimos de paisano (sin el culotte y el maillot) y salimos a dar una vuelta por la ciudad, y a visitar lo que nos diera tiempo. También nos pasamos por una tienda de bicicletas en la calle Toro y compramos dos cubiertas que le hacían falta a Juan.
En la Plaza Mayor saldamos una cuenta pendiente: tomarnos un batido de helado de chocolate en una cafetería. Ya habíamos estado en ese mismo local en otra ocasión, y recuerdo que me dije que alguna vez me tomaría otro batido tan rico. Pues dicho y hecho.
Entramos en la Catedral, donde estaban dando un concierto de órgano. Al salir, nos sentamos en la escalinata de la Universidad Pontificia a escuchar a unos músicos callejeros muy buenos. Y después de cenar fuimos a un concierto de jazz, en la misma puerta del convento de San Esteban. Una forma brillante de terminar el día.
Como ya estábamos un poco quemados, y llevábamos la mitad del viaje, decidimos quedarnos a descansar en Salamanca. Lo primero que hicimos fue desayunar un chocolate con churros en un bar de la calle San Pedro. Después de eso fuimos a que nos sellaran la credencial en la Catedral, y al hostal para hacer el equipaje, cambiar las cubiertas y engrasar un poco las bicicletas. Habíamos quedado con un amigo de Juan a las doce, así que nos marchamos. Con las bicis no tuvimos problema porque las guardamos en la cochera de Echanove (así le llaman al amigo). Dimos con él una vuelta por la ciudad, o mejor dicho, por los bares, para probar los platos típicos. Luego comimos en su casa con su madre, que es encantadora, y nos quedamos allí el resto de la tarde, viendo tonterías en su ordenador nuevo. Por unas horas se nos olvidó por qué estábamos allí y cómo habíamos llegado.
Tras hacernos las fotos de rigor en la Plaza Mayor y despedirnos del bueno de Echanove, partimos otra vez, hacia nuestro destino. Aunque vista la hora que era (las nueve de la noche) no llegaríamos muy lejos. Y así fue, pero al fin y al cabo era un día de descanso. En Calzada de Valdunciel, que está a 15 km de Salamanca, dimos por acabada la jornada, y cenamos en un bar junto a la carretera (bar El Pozo). Plantamos los sacos de dormir en un campito de trigo segado pegando al camino con las flechas amarillas, y a la cama.
Nos levantamos muertos de frío y empapados dentro de nuestros sacos, por la humedad. Parece mentira que haga tanto frío por aquí en pleno verano. Cuando el sol empezó a calentar un poco salimos de allí por el camino, que estaba al lado. En un momento dado cogimos la N-630, y no la abandonaríamos en todo el día, exceptuando un desvío que tomamos a unos kilómetros de Calzada de Valdunciel, para ver el castillo de Fonseca o del Buenamor. Pero desgraciadamente estaba cerrado por obras, y en la señal que hay en la nacional, justo en el desvío hacia el castillo, escribimos un aviso para que no le pase lo mismo a algún incauto. En Villanueva del Campeán nos paramos a tomar un aperitivo, sentados en un banco de la plaza, al lado de una fuente con agua no tratada, mientras observábamos la divertida discusión entre un grupo de jubilados.
Y sin nada más que reseñar entramos a Zamora, una ciudad preciosa pero un poco apagada, porque cuando llegamos no había nadie por la calle, y tampoco era muy tarde (las 15:00 h). En uno de los pocos bares que quedaban abiertos tomamos unas tapas, aunque no teníamos mucha hambre. Vimos un poco el casco antiguo y nos fuimos a un parquecillo al lado del río Duero a echar una siesta y arreglar un pinchazo.
A la seis de la tarde abandonamos la ciudad, y a los siete kilómetros pinché nuevamente. El trayecto por la nacional, que transcurre entre trigales, era monótono y aburrido. Seguimos hasta el cruce con la N-631 en dirección a Puebla de Sanabria. A pesar de que era allí hacia donde teníamos que ir, seguimos por la N-630, guiados por nuestro instinto. Y no nos falló. Al poco de pasar el cruce encontramos las flechas amarillas, que nos llevaron por la ladera de un monte que rodea al pantano del Esla. Aquello era muy bonito y todo eso, pero nos hartamos del camino y nos volvimos a meter en la nacional (desde luego nos habíamos vuelto unos carreteiros* de mucho cuidado). Y como quien no quiere la cosa fueron cayendo los kilómetros, y por fin llegamos a Fontanilla de Castro, un pueblo la verdad que bastante pelagrero
Pero sus habitantes no lo eran, y tres de ellos, tras preguntarnos si éramos peregrinos, nos aconsejaron que siguiéramos hasta Granja de Moreruela, y que allí fuéramos al bar Cle-Bis, que estaba muy bien y era muy barato. Estábamos muy, muy cansados, y maldita la gracia que nos hacía pedalear otros diez kilómetros más, pero nos resignamos y mal que bien llegamos. Agotados, pero llegamos. Eran las diez de la noche, y preguntamos a un abuelillo por un albergue del que nos habían hablado en Fontanilla. El abuelo nos llevó a casa de la concejala, que por lo visto era quien llevaba ese tema. Pero no estaba y salió su madre, que nos contó que su hija ya no era concejala, porque perdió su partido. Nos mandó a hablar con Mercedes, la teniente-alcalde, ya que el alcalde se encontraba en Zamora. Resultó ser que Mercedes era la cocinera del bar Cle-Bis, así que los vecinos de Fontanilla no se equivocaban al aconsejarnos. Por poco dinero, 700 ptas, nos puso de cenar unos huevos fritos con un pincho moruno, patatas fritas, coca-cola, mosto y un twister. En ese bar eran amigos de la Ruta de la Plata, y firmamos en su libro de visitas. Al mirar quién había firmado hasta entonces, vimos que el día anterior habían pasado ¡21 peregrinos andando y tres en bici!. Nos dieron un mapa de los alrededores del pueblo, para que no nos perdiéramos al salir al día siguiente. Esto era porque en Granja de Moreruela se bifurca la ruta en dos sentidos: uno va a Astorga y enlaza con el camino francés, y el otro es el que se dirige a Orense, y lo llaman camino sanabrés. Este último es el que tomamos nosotros.
Y por último, Mercedes nos dejó las llaves de la Casa de la Cultura, que está a la entrada del pueblo, a mano derecha. Aprovechamos y lavamos la ropa, tendiéndola en los pulpos, ingeniosamente unidos a modo de tendedero. Además de la ropa, también nos lavamos a nosotros mismos, que estábamos un poco guarretes. Estas complicadas operaciones nos debieron de llevar tiempo, porque nos acostamos a la una y media de la mañana.
* Carreteiro: también conocido como depileitor. Dícese de aquel ciclista de carretera, obsesionado por los marcados músculos de sus depiladas piernas y los kilómetros que hace.
Pelagrero: cutre, sucio, mugriento, hediondo, inmundo, cochambroso.
Aquel día hicimos un agradable descubrimiento, o mejor dicho, un redescubrimiento. Desayunamos pan untado con nocilla. No parece gran cosa, pero detrás de su oscura y pringosa cara, se esconde un alimento muy energético, ideal para viajes como éste. Con la de calorías que tiene podríamos usarlo para hacer fuego, y se digiere bastante bien. Además está muy rica y nos recordaba a nuestra niñez, por eso digo lo de redescubrimiento.
Dejando a un lado este sabroso tema, nos marchamos de allí a las once de la mañana, cuando la ropa se secó, guiándonos con el mapa que nos habían dado la noche anterior. Al principio seguimos las flechas, pero, como de costumbre, las perdimos de vista al poco rato. Sin embargo nuestro instinto nos decía que íbamos por el buen camino, y pocas veces nos fallaba. Miento, nuestro instinto nos fallaba la mayoría de las veces, pero esta vez le hicimos caso, y no nos fue mal. El caso es que llegamos a una carretera local recién asfaltada, que nos llevó por un puente sobre el río Esla, y que pasaba por Faramontanos de Tábara, desembocando en la N-631, a su paso por Tábara (sin Faramontanos). No es por ser impertinente, pero la verdad es que Tábara no nos gustó. Sobre todo porque allí la gente es más siesa y malasombra. Prueba de ello es lo mal que nos trataron en una gasolinera a la entrada del pueblo. La situación es la siguiente: llegamos allí con la inofensiva intención de inflar una rueda. Así que nos acercamos al cartel que hay en todas las gasolineras, en el que pone Agua-Aire. Al parecer no se podía usar el compresor porque le faltaba el tubo para que saliera el aire. Fuimos a preguntarle al gasolinero (si es que existe esta palabra) y con desprecio, nos mandó a otro compresor. Allí fuimos, pero éste no funcionaba. Hartos de dar vueltas decidimos largarnos, y al salir, vimos a un hombre que estaba limpiando los filtros de su coche con el compresor al que le faltaba el tubo. Pero ese hombre sí que tenía tubo, y probablemente se lo habían dado en la gasolinera.
Olvidado el incidente, compramos unos melocotones en una tienda, y nos fuimos a una fuente a comérnoslos. Debía de ser algo fuera de lo normal ver a dos personas comiendo melocotones, porque allí había unos cuantos niños que nos miraban con descaro, sin abrir la boca. Así de simpáticos son en ese pueblo.
A la salida de Tábara vimos una zona de recreo, en un paraje llamado La Folguera, junto a la carretera, y nos quedamos en ese lugar a comer.
A las seis de la tarde salimos en dirección a Bercianos, por la N-631. Tomamos el desvío para Litos, y pasado éste, aparecieron las flechas amarillas. Nos llevaron por un buen camino hasta una vega plagada de chopos y maizales, surcada por el río Tera. Las flechas las debía de haber pintado la concejalía de Turismo, porque nos hicieron dar una curiosa (y estúpida) vuelta en forma de "S", digo yo que para que viéramos mejor la comarca. Aunque tampoco importa demasiado, pues aquella tierra es bonita.
En Villanueva de las Peras nos dijeron que no quedaba mucho para Sª Croya de Tera. Tiramos por una comarcal y llegamos a este pueblo, que está a cien metros de Sª Marta de Tera. En este último hay una iglesia románica preciosa, con un cementerio a su vera.
Puede parecer una tontería, pero en Sª Croya de Tera, que está separado de Sª Marta por un puente sobre el río Tera (obviamente), todo el mundo iba en bicicleta, o eso me pareció a mí.
Tras pasar estos dos pueblos seguimos por un camino paralelo al río. Aquella zona era muy rica y frondosa, pero como teníamos ganas de avanzar nos metimos en la nacional.
Aún así, la carretera no tenía ningún tráfico, seguramente por la recién construida autovía hasta Orense. Por esta razón fuimos muy a gusto, pudiendo contemplar tranquilamente el paisaje y no teniendo que estar pendientes de los coches.
De esta manera pasamos Camarzana de Tera, Pumarejo de Tera, y finalmente paramos en Calzada de Tera. Allí, fuimos a preguntarle a una mujer que estaba sentada junto a una casa por un sitio para pasar la noche, pero resultó que era filipina, y no tenía ni idea. Vaya ojo que tenemos... Unas chicas nos indicaron un paraje pegado al río para acampar, llamado "Las Barranquitas", a unos 500 metros del pueblo, donde los jóvenes iban a bañarse. Nos quedamos allí, y montamos la tienda de campaña por primera vez en todo el viaje, porque aquella zona era muy húmeda y estaba infestada de mosquitos. Nos echamos Aután a saco y preparamos la cena, al calor del fuego (no es una licencia poética; de hecho encendimos un fuego). Cuando éste se apagó, notamos el frío y nos acostamos, pero después de cubrir las bicicletas con plásticos, por la humedad.
Menos mal que dormimos en tienda y cubrimos las alforjas con sacos de plástico. Allí por el Norte hace más frío por las noches, y en la ribera de un río hay una humedad bestial. Aún así al despertarnos la tienda estaba empapada por dentro, pero nosotros dormimos bien en nuestros sacos.
A las diez más o menos salimos, pero nos tuvimos que parar a los quinientos metros. El portaequipajes de Juan se había salido, pues le faltaba un tornillo (al portaequipajes, no a Juan). Reparada la avería, seguimos, por carretera como de costumbre últimamente.
Al pasar por el cruce a la presa del embalse del Tera, el dormido instinto ingenieril de Juan despertó, y quiso ir a ver la central hidroeléctrica. Casualmente encontramos las flechas amarillas, y las seguimos por una carreterilla que bordea una parte del pantano, hasta Villar de Farfón, una aldea de la que parte un caminillo que, cruzando una serrezuela, nos dejó en la nacional de nuevo.
Como teníamos muchas ganas de llegar a Puebla de Sanabria, subimos el ritmo, lo que no impidió que parásemos en Mombuey para comprar un señor pan y unos señores chorizos (los mejores del pueblo, y no es por presumir, sino que nos lo dijo la mujer de la panadería).
Continuamos rodando por la carretera, a un ritmo infernal, y nos plantamos en Palacios de Sanabria, donde un chico nos consultó sobre componentes de bicicletas porque quería comprarse una, y nos habló de una excursión muy bonita por el lago de Sanabria, a la laguna de los peces. También pasó un grupo de cicloturistas, que no saludaron ni se pararon a charlar. Los primeros peregrinos que vemos en doscientos kilómetros y son unos desagradables. Eso sí que es mala suerte. Afortunadamente más adelante conoceríamos a otros mucho más simpáticos. Pero eso es harina de otro costal.
Como decía, habíamos parado en Palacios para coger agua, pero las fuentes estaban secas. Incluso las de los pueblos de alrededor estaban secas, así que nos vimos obligados a comprar un par de botellas en un bar. Luego continuamos y paramos en Remesal a comer. Es un pueblo minúsculo, y muchas casas están casi derruidas. Sin embargo su iglesia -San Mamés- no tiene desperdicio. Es un sencillo templo románico, con un campanario al que se puede subir por una angosta escalera de caracol. Nosotros no pudimos evitar la tentación de hacerlo, y el gamberro de Juan tocó la campana y todo. En medio de aquel medieval entorno comimos y descansamos, hasta las seis de la tarde, hora a la que salimos. Pedaleamos tres cuartos de hora más y llegamos a Puebla de Sanabria. Este precioso pueblo está en lo alto de una mole de piedra, a 960 m de altitud, vigilado por un impresionante e inexpugnable castillo del siglo XV. Los tejados de pizarra de sus casas más nuevas recuerdan a una estación de esquí. En la parte baja, un montón de gente se bañaba en el río Tera, que pasa por allí mismo con un gran caudal.
En el mismo castillo, entramos a una exposición de fotografías sobre el Camino Francés y disfrutamos de una de las mejores vistas de la provincia desde sus torres. En la bella iglesia románica de Nª Sª del Azogue, en la plaza mayor, nos sellaron las credenciales. Hicimos unas compras en un supermercado, y nos marchamos hacia el Lago de Sanabria (parque natural), porque ya teníamos pensado hacerle una visita y descansar allí.
La subida al lago no es tal, sino más bien una sucesión de toboganes, que se nos hizo un tanto pesada (sobre todo a Juan, que hasta vació las botellas de agua para quitar lastre). Nos pasamos por Ribadelago Nuevo, que se llama así porque hace años hubo una riada que destrozó el Ribadelago primitivo, y construyeron el actual, unos kilómetros antes. Como apunte escabroso, -para el que sea morbosillo- diré que los cadáveres de los que murieron ahogados aún están en el fondo del lago. Cansados ya del duro día, nos quedamos a dormir en el camping "Los Robles", donde pusimos la tienda de campaña por segunda y última vez en todo el viaje.
Puede parecer una broma, pero aquella mañana la pasamos en la playa, con arena y todo. Concretamente en una de las pequeñas playas que rodean al lago por su parte más turística. La verdad es que no hay mucho que contar. Estuvimos toda la mañana tumbados, leyendo los periódicos y descansando las piernas, y Juan se dio un paseo en piragua por el lago. Comimos en Ribadelago. Juan probó el famoso "chuletón de Sanabria", mientras que yo opté por la paella, porque no tenía mucha hambre. A la comilona le siguió un siestón en otra playita, y por la tarde nos marchamos de aquel precioso lago, que bien merece una visita. Sus casi 3,5 km2 de extensión y 55 m de profundidad rodeados de montañas y vegetación, invitan a quedarse más tiempo, pero estábamos ya casi en Galicia y sentíamos muy cerca nuestro destino.
Volvemos a Puebla de Sanabria, y nos dirigimos por la N-525 hasta Requejo, desde donde abordamos los ocho kilómetros de subida del Padornelo. Subimos asustados, porque nuestro libro decía que eran ¡¡veinticuatro!! de subida. Desde luego teníamos que haber tirado el maldito libro hace ya tiempo a la basura. No lo hicimos porque era lo único que teníamos, aunque en adelante no lo volveríamos a abrir.
Después de pasar por un túnel, llegamos al Puerto de Padornelo, desde donde al fin se avistaban tierras gallegas. Emprendimos el descenso, ilusionados por lo cerca que estábamos de Orense, y nos desviamos hacia Lubián, para pasar la noche. En la carretera que va hacia allí, nos paramos un rato a charlar con un pastor que, según nos contó, era de Lugo. Como estaba anocheciendo, y aquella es tierra de lobos, nos dimos un poco de prisa en llegar. Una vez allí compramos unos sellos para mandar unas postales, y hablamos con unos simpáticos chavales, que nos guiaron hasta la casa del alcalde. A pesar de que ya era tarde, nos recibió muy bien. Nos proporcionó información sobre los posibles caminos que podíamos seguir, y nos dejó las llaves de la escuela para dormir. Esa misma tarde había llegado una familia de peregrinos cicloturistas y les había dejado el ayuntamiento. Después de estar con el alcalde fuimos a charlar un rato con ellos. Eran un matrimonio (Inés y Eduardo) y su hija (Yunia), de Torrelavega (Cantabria). Estuvimos conversando hasta muy tarde, pues nos acostamos a las dos de la mañana. Nos contaron que habían salido de Sevilla, unos días antes que nosotros, y que habían ido casi todo el viaje por caminos, siguiendo las flechas y ¡sin perderse!. Eso sí que tiene mérito. Pero ellos tenían en su poder un libro editado por la Asociación de Amigos de la Ruta de la Plata de Sevilla, otro libro del camino a su paso por Galicia, y varios mapas. Y nosotros únicamente llevábamos un maldito libro, y encima malo.
También resultó que conocían a los sevillanos, pues se los habían encontrado en Salamanca. Por lo visto esta familia y nosotros nos habíamos ido cruzando a lo largo de todo el camino y nunca nos habíamos encontrado. Vieron nuestra nota en el miliario de Cáceres; en Calzada de Béjar les dijeron que habíamos pasado el día anterior, y en Granja de Moreruela vieron nuestros nombres en el libro de visitas del bar Cle-Bis. Cuando nos desviamos al Lago de Sanabria para descansar, nos adelantaron y al final nos encontramos en Lubián. Según nos dijeron, nosotros éramos los únicos peregrinos que habían visto, aparte de los sevillanos.
Los tres eran muy sanos y deportistas. De hecho Eduardo había hecho el camino francés cuatro veces, tres de ellas con sus alumnos del instituto (la última a principios de este verano) y otra con su familia.
Intercambiamos impresiones, y coincidimos en varias cosas: lo desagradables que eran en Zamora (no todos, por supuesto), lo mala persona que era el alcalde de Cañaveral, lo que nos dolía el trasero de montar tanto tiempo en bici, etc.
Nosotros les contamos que nos perdimos varias veces en Extremadura, sobre todo el día que salimos de Plasencia. Pero ellos no tuvieron ese problema, porque su libro aconsejaba hacer esa etapa por la carretera, ya que el camino estaba mal señalizado.
Nos despedimos de ellos -nos los encontraríamos a día siguiente- y nos fuimos a dormir. Tenía gracia pasar la noche en una clase de párvulos, llena de dibujitos muy chulos, de plastilina, y de mesas y sillas pequeñitas.
Lo malo de acostarse tan tarde es que por la mañana no hay quien se levante. Nosotros lo hicimos a las diez, y salimos a las once, batiendo nuestra marca personal de preparación de los bultos. Empezamos a subir la Portela da Canda, por la tranquila carretera nacional, y una vez arriba, paramos a descansar en un merendero recientemente construido, junto a una refrescante fuente. Allí había un hombre que estaba refrescando unas cervezas en el chorro de agua; se dirigía a trabajar en las obras de la carretera nacional. Nos dijo que hacía unos años estuvo trabajando en Jaén, en Vilches, en Granada y en Almuñécar, donde aún conservaba buenos amigos. Nos deseó suerte y comenzamos a bajar, atentos, para coger el desvío a Vilavella, por donde seguía el camino. En aquel pueblo, un niño de unos tres años, sin que le preguntásemos nada, nos dijo "¡Por ahí!" mientras señalaba la dirección de las flechas. Es un hecho que en Galicia la gente es más simpática.
El camino por el que íbamos estaba en muy mal estado, lleno de barro y piedras. Seguimos así unos pocos kilómetros, hasta que llegamos a un pequeño prado donde estaba la familia de Torrelavega descansando. Nos ofrecieron algo de comer y nos quedamos con ellos (no porque nos dieran algo de comer, no somos tan interesados) el resto del día... y del viaje.
Comimos en un bar de A Gudiña, junto a una gasolinera. Después de un café y una agradable tertulia volvimos a nuestras monturas.
A partir de aquí, dejamos olvidado nuestro libro. Aconsejados por el alcalde de Lubián, fuimos por otro camino a Orense, más bonito según él. En efecto, iba pasando por lo alto de las pequeñas montañas, y de esa manera disfrutamos de unas vistas preciosas del embalse das Portas y de los verdes alrededores. El paisaje ha cambiado mucho. Cruzamos pequeños pueblos (de siete habitantes alguno), anclados en el pasado y muy pobres. Después de una interminable y divertida bajada, con pinos a la izquierda y precipicio por la derecha, llegamos a Laza, donde nos quedamos a pasar la noche. Gracias a la labor de Protección Civil pudimos dormir en los vestuarios del Polideportivo, habilitados con literas para unas quince personas, además de seis colchones, un montón de espacio libre para poner más sacos y duchas. Firmamos en el libro de visitas, y vimos que mucha gente había pasado por allí los últimos años. Es muy buen sitio para pasar la noche.
Nos levantamos más temprano de lo que veníamos haciendo los últimos días, así que antes de las ocho ya estábamos todos en pie, desayunando y preparando las cosas. A las diez partimos hacia nuestro cada vez más cercano destino. Al principio fuimos llaneando por una carretera, pero las flechas amarillas nos meten por caminos que nos devuelven a la realidad. Una brutal y técnica subida nos hizo bajarnos de las bicicletas y caminar. Ya en la carretera otra vez, Eduardo pinchó, y paramos un rato a descansar. En el último pueblo antes de Xunqueira de Ambía, los viejos del lugar nos aconsejaron que no siguiéramos por el camino, que estaba muy mal para ir en bici, y que cogiéramos el cómodo asfalto. La oferta era tentadora, pero teníamos ganas de marcha (unos más que otros) y marchamos por la senda.
Efectivamente, el camino no podía estar peor, sin embargo el optimismo de Eduardo nos animó a continuar. Lo malo fue que Inés se cayó encima de unos brezos, y se llenó la mitad del cuerpo de minúsculas espinas, dolorosas y difíciles de quitar. Un poco más adelante fue Juan el que se cayó, no sobre brezos, pero no podía levantarse, porque la pesada bici le bloqueaba los movimientos.
Es justo decir que en Galicia, aunque los caminos se encuentren en mal estado algunas veces, están muy bien señalizados. No faltan las flechas amarillas en los puntos clave, y hay una gran cantidad de mojones de la Xunta cada ciertos kilómetros. También han puesto unas curiosas esculturas con los elementos representativos de la peregrinación a Santiago: la vieira, el bastón y la calabaza. Su autor es un orensano llamado Carballo.
Pero todo eso no pudo evitar que nos perdiéramos, y que al final acabásemos en una cantera, de la que afortunadamente salía una pista que nos llevó a la carretera. El resto de la jornada no nos despegamos del asfalto. Finalmente llegamos a Xunqueira de Ambía, a las cinco de la tarde. Como no habíamos comido compramos pan y unos embutidos y nos los comimos en unas mesas junto a la piscina municipal. Juan y yo ya estábamos acostumbrados más o menos a eso de perdernos y comer tan tarde, pero a Inés y a Yunia no pareció gustarles mucho (a Eduardo le daba igual porque es el hombre de hierro) a juzgar por sus cansadas caras. Ahora que lo pienso, nuestras experiencias por los campos de Extremadura nos ayudaron a sobrellevar la situación, y nos endurecieron. Fanfarronadas aparte, decía que comimos junto a la piscina y nos tumbamos en el césped, a descansar un rato, que nos lo merecíamos.
Luego proseguimos nuestra marcha, esta vez por carretera, hasta Orense. En este trayecto pinché las dos ruedas, y tuvimos que parar un momento.
En Seixalvo nos detuvimos a charlar con unos niños, y un poco más adelante, frente a una parroquia, con una señora que nos dio un buen rato de conversación. Nos habló, entre otras cosas, de Las Burgas, una fuente de la que mana agua ardiendo, en el mismo centro de la ciudad.
Ya en Orense, nos dirigimos al albergue de San Francisco, que estaba recién inaugurado, y allí dejamos las bicis y el equipaje, para irnos a cenar. Este albergue tiene unas cuarenta plazas en literas, y está situado junto a un antiguo cementerio, que por cierto, estaba siendo desmantelado. A la entrada, un cartel nos avisaba:
El término de la vida aquí lo veis, el destino del alma según obréis.
El guarda era muy majo y nos dejó volver más tarde de las once. Cenamos en el bar Saibo, y nos pusimos morados de churrascos, a un precio muy barato, que Eduardo gorroneó con maestría. Cuando nos terminamos la carne, la camarera venía con ¡otra fuente más!. Pero ya no podíamos más, y pedimos el postre. Eran tan simpáticos, que hasta el cocinero vino a hablar con nosotros. Luego dimos un paseo por el casco antiguo, que allí está ocupado por la zona de marcha, y volvimos al albergue, a las dos de la mañana.
El guarda nos despertó a las ocho, porque se tenía que ir a las nueve. Abrimos las ventanas para ver que tal día hacía, y la macabra visión del cementerio junto al albergue, nos recordó que sólo estamos de paso en esta vida.
Desayunamos unas cosillas que habíamos comprado en un supermercado, y nos fuimos a hacer turismo. Metimos la mano en el "fresco" chorro de agua (80ºC) de las Burgas y vimos la catedral. Estando allí, en la catedral, nos dimos cuenta de algo: mañana era domingo veinticinco, día del santo y faltaban tan sólo unos ciento veinte kilómetros para Santiago. Estábamos tan cerca. Todo el viaje tratamos de no llegar precisamente este día, por miedo a que la ciudad estuviera abarrotada, pero una fuerza tiraba de nosotros. ¿Por qué no?. A lo mejor no está tan mal y merece la pena. Si poniendo tanto empeño en no conseguirlo lo veíamos tan cerca...
Planteamos estas inquietudes a Eduardo, Inés y Yunia y también sentían lo mismo: ¡Vámonos de aquí ahora mismo!.
Así que nos fuimos de Orense a las dos de la tarde, una hora un poco mala, pero llenos de espíritu.
Un poco después nos plantamos ante la cuesta más bestial y salvaje de nuestra vida. Los cachondos de los gallegos la llaman "Costiña de Canedo", antigua vía romana, que supone un kilómetro y medio con una pendiente del 25% por lo menos. Nunca he sudado como lo hice subiendo aquella rampa. Los chorros de sudor caían, salpicándolo todo. Tuvimos que subir con el plato chico y el piñón grande, y encima haciendo "eses". Eso sin contar con el peso extra de las alforjas.
Cuando llegamos al final, nos refrescamos en una fuente, ligeramente mareados y todavía temblorosos por el esfuerzo. Comimos en la mesa de la terraza de un bar que había en la carretera, al final de la "costiña" y luego nos quedamos adormilados encima de la mesa. Desde luego subir aquella cuesta nos sentó como un tiro.
Descansados y repuestos del esfuerzo, continuamos nuestro viaje, por caminos frondosísimos y muy técnicos, con subidas y bajadas continuadas.
Nos detuvimos en Cea, pueblo famoso por su pan, y compramos una empanada para la cena y algo de merendar. Inés estaba ya cansada y Eduardo tenía problemas con su rodilla, que se le trababa continuamente. Yunia no se quejaba (nunca lo hacía) así que seguimos a un ritmo suave. Estaba haciéndose tarde y no sabíamos dónde dormir. En una de las muchas paradas que hicimos para charlar con la gente, nos dijeron que en el monasterio de Oseira nos acogerían, pero que cerraban a las nueve. Faltaban unos cinco minutos así que Juan y yo nos adelantamos.
A las nueve y cinco llegamos a Oseira, y nos acercamos al monasterio a preguntar si nos podían dar cobijo. El monje encargado dijo que no sabía si podría ser, porque estaban esperando a cincuenta portugueses que habían reservado previamente (y que nunca aparecieron). ¡Cincuenta portugueses!. ¿Dónde estaban?. Nosotros no nos cruzamos con nadie hacía siglos. Nos olía a chamusquina, a que esta gente camina un poco y luego se montan en autobús para llegar hasta los albergues.
Vista la hora que era, nos dejaron dormir en un refectorio muy amplio. El monje iba con prisa, porque quedaban cinco minutos para la novena. Nos invitó a ir, pero si nos adecentábamos algo. Las mujeres se pusieron pantalones largos y nosotros nos pusimos las sudaderas para disimular. A las nueve y media en punto, después de oír las campanas, empezaron a entrar monjes, en el coro de la capilla. Vestían sotanas blancas con amplios capuchones y una cuerda ceñida a la cintura. Escuchamos los cánticos del siglo doce que aún conservaban y al terminar, el mismo que nos recibió nos enseñó rápidamente algo del monasterio, conocido como "El Escorial gallego". Después nos fuimos a cenar la empanada que traíamos, en una de las larguísimas mesas del refectorio. Eduardo tenía capricho de leche de vaca auténtica de postre, así que nos acercamos a un bar del pueblo, donde todos terminamos tomando leche.
Yunia y Eduardo se acostaron sobre las mesas, y el resto pusimos algunas tablas sobre el suelo para aislarnos del frío y la humedad. Juan se quedó hasta tarde escribiendo en el diario, con la escasa luz de una vela, mientras los demás dormíamos.
Nuestra última jornada amaneció con mucha niebla. La humedad se podía ver en el aire, y nos mojaba la ropa y las gafas. Pero nos gustaba porque nunca antes habíamos montado en bicicleta con estas condiciones.
El día anterior, uno de los frailes nos había contado que en realidad el camino no pasaba por Oseira, sino que seguía por Cea, pero los peregrinos que estaban muy enfermos se desviaban hasta el monasterio para ser atendidos e, incluso, para morir allí.
Al principio tomamos una vereda, indicada por las flechas, pero en vista de lo poco que avanzábamos (1 km en una hora) y de que nos hacía ilusión llegar ese mismo día a Santiago, nos metimos en la primera carretera que cruzamos, hasta dejarnos en la N-525. Si ni siquiera era éste el camino original, para qué torturarnos tanto. Además la niebla impedía ver más allá de unos diez metros.
De esa manera hicimos fácilmente muchos kilómetros, parando en Silleda para comer en un bar. Por cierto, la camarera que nos atendió tenía una cara de muerta que aburría.
Descansamos en nuestra penúltima siesta como peregrinos, y nos pusimos en marcha.
El resto del trayecto hasta nuestro ansiado destino fue coser y cantar, aunque a Inés se le hicieron un poco largas las últimas subidas. No me extraña que estuviera harta, porque llevaban casi tres semanas correteando por el campo.
El privilegio de sufrir el último pinchazo del viaje me correspondió a mí, cuando quedaban catorce kilómetros. A decir verdad no fue el último, porque Juan pinchó a sólo dos kilómetros, pero sí que fue el último que reparamos, pues él siguió con la rueda casi desinflada. Tales eran nuestras ganas por llegar.
Mientras dábamos nuestras últimas pedaladas, íbamos pensando en todo lo que habíamos pasado; en los lugares en los que habíamos estado; en la gente que habíamos conocido; en las dehesas extremeñas; en lo cargados que íbamos; en la belleza de Sanabria; en lo mala que estaba el agua caliente; en lo buena que estaba la nocilla...
Sentíamos alegría por entrar a Santiago, pero también sentíamos tristeza por terminar nuestra aventura. Y así fue pasando el tiempo, entre estos pensamientos y entre los gritos de ánimo de los conductores que nos adelantaban.
Y a las siete horas y veinte minutos de la tarde del domingo, veinticinco de Julio de mil novecientos noventa y nueve, tras desviarnos por la que pensamos que era la última flecha amarilla, llegamos a Santiago de Compostela, donde acababan nuestras penalidades, pero no los buenos ratos.
Tampoco acababan nuestros problemas de orientación. Al entrar en la ciudad, Juan y yo nos picamos, a ver quién llegaba antes al Obradoiro. Mientras subíamos aquella calle en cuesta con todas nuestras fuerzas, las piernas nos ardían, quemando el poco glucógeno que a estas alturas nos quedaba en los músculos. El pique lo gané yo, pero porque a Juan se le enganchó un pulpo en los piñones de la rueda. Con las prisas y la emoción no sabíamos como llegar a la Catedral. Por fin, después de bajar andando por unas escaleras con las bicis a cuestas, entramos a la Plaza del Obradoiro, eufóricos. Era impresionante la cantidad de gente y de peregrinos a pie y en bici que pululaba por allí. Continuamente iban llegando oleadas de gente cargada con mochilas y bastones. Unos habían hecho el camino francés desde Roncesvalles. Otros -la mayoría- desde mucho más cerca. Y algunos locos habían venido por la Ruta de la Plata, como nosotros.
Juan alzó su brazo en señal de victoria, en silencio, al ver de frente la catedral. De repente oímos unos aplausos. Eran los sevillanos, que estaban sentados en mitad de la plaza, con otros amigos. Habían llegado el día anterior, por la tarde, después de recorrer parte del camino francés desde León. Sabíamos que estarían allí.
En ese momento apareció Yunia corriendo, diciéndonos que fuéramos a la Oficina de Atención al Peregrino, donde nos esperaban sus padres, para recoger la "Compostela".
Luego un periodista de la COPE entrevistó a Juan. También salieron ese día en la radio Eduardo, Yunia, y los sevillanos, que cantaron e hicieron palmas y todo. Esa cinta hay que conseguirla.
Resulta difícil describir lo que sentíamos. Las palabras me limitan. Alegría, satisfacción, júbilo. Pero también sosiego, paz, confusión y un fondo de tristeza por ser el final del viaje. Recorrimos muchos kilómetros, pasamos por muchos pueblos y grandes ciudades, sufrimos, disfrutamos, comimos bien, otras veces no comimos; nos perdimos, nos encontramos; nos trataron bien, a veces no tan bien; pasamos calor, frío, sudamos, nos picaron los bichos, tuvimos sed, nos enfadamos, discutimos; nos cayó una tormenta, no nos bañamos; nos cansamos, descansamos; fuimos a conciertos, a una misa casi medieval; redescubrimos la nocilla y el tang, tomamos muchos helados y mucha coca-cola; subimos cuestas, las bajamos; nos caímos, hablamos con los pastores, con la gente del campo, con los habitantes de los pueblos; conocimos a otros peregrinos. Todo esto nada tenía que ver con Santiago. Al principio estaba demasiado lejos como para pensar en eso. Pero al llegar allí después de todo lo pasado, nos sentíamos auténticos peregrinos y nada ni nadie nos podía quitar eso.
Cuando pasaron esos momentos de júbilo y de confusión, nos marchamos todos al Seminario Menor, a buscar sitio para dormir. Por quinientas pesetas por persona y noche nos dejaban quedarnos hasta tres días. Pagamos dos porque queríamos estar un par de días en la ciudad. Nos tuvimos que conformar con dormir en el suelo de una clase (antes era un colegio), debido a la cantidad de gente que había, y que ocupaba las camas. Nos duchamos y salimos a cenar, a Casa Manolo. Es un sitio en el que por 750 se come muy bien, por lo que tuvimos que pedir hora, y acabamos cenando a las doce.
Luego dimos una vuelta por la Rua do Franco, donde está todo el ambiente y nos acercamos a una verbena donde tocaban salsa en directo. No nos gusta ese tipo de música, y después de un breve bailoteo nos marchamos, dando un paseo hasta el seminario. Inés y Eduardo se habían adelantado un poco y los perdimos de vista. Yunia, Juan y yo nos perdimos por el laberinto de calles de Santiago, mientras charlábamos sobre cuestiones trascendentales y religiosas. Preguntamos a unos policías, pero se explicaban muy mal, y a las cuatro de la mañana llegamos al albergue, por instinto.
Se nos hizo un tanto extraño levantarnos y no tener que coger la bicicleta para seguir avanzando en nuestra ruta. También era más cómodo no tener que estar pendientes de nuestra montura, y poder caminar libremente.
Dedicamos aquel lunes a relajarnos y hacer turismo. Visitamos la catedral, el sepulcro del apóstol, asistimos a la bonita misa del peregrino, y dimos muchas vueltas por la ciudad. Nos quedamos sorprendidos al ver cómo la gente aplaudía después del rito del botafumeiro, como si fuera un espectáculo. Compramos unos recuerdos en la tienda oficial de la Catedral (como en los estadios de fútbol), y comimos otra vez en Casa Manolo.
La siesta que nos echamos en el suelo de la Plaza del Obradoiro fue sin duda la mejor de todo el viaje. Y la tarde que nos pasamos allí sentados, viendo ir y venir a la gente, tampoco tuvo desperdicio. Nos sentíamos muy cómodos en aquella plaza, sentados en el suelo, sabiendo que nos merecíamos estar allí.
A la diez más o menos nos sentamos en las escaleras de la Praza da Quintana, y nos comimos una empanada que habíamos comprado, mientras montaban el escenario de un concierto que iban a dar luego, y al que nos quedamos. Me parece que eran un grupo argelino, o algo así. Tocaban una música un poco rara, pero interesante.
A la una de la mañana volvimos al seminario, porque cerraban antes, y nos despedimos de los de Torrelavega en el servicio. Nos dio mucha pena porque habíamos pasado muy buenos ratos con ellos, y congeniamos muy bien. Fueron como nuestra familia, y los días de los que mejor recuerdo guardamos son sin duda los que estuvimos con ellos.
Nuestros amigos de Torrelavega se marcharon a las cinco y cuarto de la mañana, para coger el tren, que salía a las seis y media. Juan y yo nos levantamos bastante más tarde. Esa última noche pudimos ocupar algunas camas que quedaban libres, y dormimos algo mejor. Aunque a estas alturas nos daba igual dormir donde fuera.
Esa misma mañana nos despedimos de los sevillanos, con los que también pasamos buenos ratos.
Fuimos a desayunar a un autoservicio en el Monte do Gozo, que nos habían recomendado los sevillanos. Sólo valía trescientas pesetas, y estaba bien. También fuimos por ver el ambiente que había, por la gente que hacía el camino francés. Tanto habíamos oído del Monte do Gozo que teníamos que ir. Lo cierto es que nos decepcionó algo, porque lo imaginábamos de otra manera, más alejado de la ciudad, más alto y salvaje, pero no era así; es un urbanizado montecito al lado de la ciudad, lleno de módulos iguales para albergar a los peregrinos. Muchos de ellos cogían ahí mismo un autobús urbano para acercarse a la ciudad, con sus mochilas y bastones. Vaya caminantes, para cuatro kilómetros que les quedaban.
Al volver, nos sentamos otro rato en la plaza del Obradoiro, a leer el periódico y a pensar lo que íbamos a hacer. Juan había quedado con Arantxa, una amiga de El Ferrol, a las tres en la estación de autobuses. Antes de ir, pasamos por Renfe. Sólo hay dos trenes para Madrid, a las 13:45 h y 21:30 h. Ninguno nos viene bien para luego volver a Jaén y encima no nos dejan llevar las bicicletas. Nos vamos a la estación de autobuses y allí sacamos dos billetes para Madrid en la empresa ALSA, que permite hasta cuatro bicicletas por autobús; delante de nosotros otros dos peregrinos se nos adelantan y ocupan las dos últimas plazas libres para bicis.
Después de comer, volvemos a la Plaza del Obradoiro, donde Juan había quedado con otra amiga de La Coruña, Patricia. Estuvimos el resto de la tarde con ellas, y visitamos la exposición del Camino de Santiago Virtual.
Facturamos las bicis para Jaén, a través de la empresa Nacex, recomendada por la Oficina del Peregrino. Nos entristeció separarnos de ellas. Nos sentíamos vacíos sin nuestras monturas. Eran nuestra casa con pedales. Para nosotros se había convertido en una costumbre cargar a todos lados con ellas, y se nos hizo raro andar por ahí sin estar pendiente de dónde las dejábamos; llegar a Jaén sin ellas desvirtuaba algo la vuelta. Lo cierto es que llegas a sentir cariño por tu máquina.
Patricia nos había ofrecido su casa en La Coruña para que conociéramos la ciudad, pero el viaje se había acabado en Santiago. Perdimos el estímulo, la motivación para ir a algún otro sitio. Desperdiciamos la oferta. Sólo queríamos volver a casa.
Después de despedirnos de Patricia y Arantxa, nos montamos en el autobús, rumbo a Madrid, donde cogeríamos otro para Jaén. Nos esperaban más de trece horas de viaje, y muchas de noche, así que nos dormiríamos.
Y así, nos fuimos de Santiago, la ciudad del campo de las estrellas, donde acaba el camino, pero donde para muchos comienza otro.
Y decidimos que volveríamos allí, el año siguiente, haciendo el camino francés.
Y nos dimos cuenta de que es verdad, que es cierto que en Santiago comienza otra vez el camino. Pero eso sólo lo entiende quien lo ha vivido.
Fuengirola, a las 19:33 horas del sábado, 4 de Septiembre de 1999.