http://www.geocities.com/Yosemite/Geyser/3245/librocamino.htm
Con el paso del tiempo y sin percatarnos de ello, la magia del Camino nos ha embriagado hasta tal extremo, que éste se ha convertido numerosas veces en temas de conversación entre amigos, lectura de libros, y de un sentimiento especial de defensa y humildad hacia el mismo. Hasta tal punto que como continuación y complemento de nuestra aventura nos sumergimos en la elaboración de una completa página web sobre el Camino de Santiago cuya dirección de internet es la siguiente:
http://www.geocities.com/yosemite/geyser/3245
Cuando comenzamos su diseño y desarrollamos sus contenidos, allá por el final del noventa y ocho, éramos unos totales inexpertos en esto de la telaraña mundial, y aunque ahora lo seguimos siendo ya que la tecnología avanza más rápido que nuestro aprendizaje, hemos recibido infinidad de correos de apoyo y de agradecimiento a nuestra labor como peregrinos virtuales.
No quedó ahí la cosa, y como colofón final perpetuamos en este libro, la evocación palpable, material y tangible de lo que fue nuestro Camino. Un libro para perdurar en el tiempo, para adornar la estantería de nuestros hogares, para leer durante una tarde de lluvia de invierno,..., y quién sabe si algún día para su publicación.
Este volumen resume las vivencias, anécdotas, aventuras y desventuras que el recorrido de esta histórica ruta nos ha regalado. En el fondo, es nuestro íntimo "diario de viaje", y como tal, algo muy particular. Es nuestra visión personal, fruto de nuestra experiencia, escrita para ser compartida con todos los que como nosotros se sienten peregrinos, con todos los futuros peregrinos que se adentran en un viaje sin retorno, con todos los amantes del Camino, ...
Ya lo dijo Dante, el viajero que va a la tumba de Santiago se transforma en peregrino. Y a propósito, el camino hacia Roma lo siguen los "romeros", hacia Jerusalén los "palmeros", y hacia Santo Toribio de Liébana los "cruceros", pero eso es otra historia.
¡Aventura!, ¿por qué lo hemos llamado aventura? se preguntarán. Somos conscientes de que en ningún momento nos hemos sentido aventureros, sino peregrinos hacia Santiago de Compostela. Pero ..., cierto. Aventura. ¡Qué alguien busque en un diccionario! SUCESO EXTRAORDINARIO. Indudable nuevamente, fue la sensación que nos embargó durante muchos instantes en el recorrido del Camino, que se convirtió en una procesión interior de sucesos extraordinarios.
El mes de San Fermín de 1.997 transcurría tórridamente, inusual en tierras galaicas, pero esperanzador para los espíritus alicaídos por la humedad del riguroso invierno celta. Con la bonanza climática estival como baluarte de nuestro ánimo, toda nuestra pandilla nos disponíamos a organizar una agitada y apretada agenda de días de asueto, diversión, recreo y descanso. Así, durante ese mes de julio habíamos disfrutado desde un fin de semana de camping en las Rías Bajas gallegas, pasando por una dura jornada deportiva descendiendo el asturiano Sella en piragua, hasta una ruta de senderismo por la Reserva Natural de Muniellos en Asturias. Un preludio perfecto para alcanzar las tan ansiadas vacaciones de agosto, que ese año, consistían en una semana de viaje por el Norte para visitar toda la belleza de Cantabria, los Picos de Europa, Potes, Fuente Dé, Santander, Santillana del Mar, etc.
Pero antes había por medio unos días, tediosos para unos que trabajaban, y anodinos para otros, afortunados, que podíamos estrenar el anhelado ciclo de ausencia de la rutina laboral.
–¿Qué os parece hacer el Camino de Santiago en bicicleta?- planteó Jesús. Era final de julio, y estábamos en el fragor de una cena en el Mesón La Penela, un conocido restaurante en la Plaza de María Pita de La Coruña.
–¡El Camino de Santiago,..., no es una mala idea!- comentaron Ramiro y Quico en medio de una gran algarabía, y mientras el resto de la panda de amigos devoraba una sabrosa tortilla de Betanzos haciendo caso omiso a la idea recién alumbrada.
La salva se había disparado pero todavía no había tomado cuerpo.
Sábado 2 de agosto de 1997, día de senderismo por Muniellos. Se avecinaba una sofocante jornada por la reserva asturiana. El calor era tan extremo que ni las lagartijas asomaban por entre las piedras.
–¡Hace exactamente siete años, los iraquíes invadieron Kuwait!- manifestó Jesús en alto. Aunque los demás no pensaban así, el comentario no se debió a un aturdimiento neuronal consecuencia del bochorno, simplemente era una muestra real del patrón patético de conducta de su paquidérmica memoria.
–Fue gracioso porque por entonces yo tenía acciones de Minero Siderúrgica Ponferrada- prosiguió Jesús- y su cotización subió como la espuma. Los mercados pensaban que nos quedaríamos sin petróleo y que volveríamos al carbón.
Jesús podía aburrir a propios y a extraños hablando de bolsa o economía, al fin y al cabo estudió empresariales y era su tema. Deportista nato, al menos en su adolescencia, trataba de mantenerse en forma y evitar el inminente crecimiento de la curva de la felicidad tras su reciente matrimonio. Para él, hacer el Camino en bicicleta representaban unas vacaciones sanas y deportivas. Aunque por nacimiento era natural de Navarra, su vida había transcurrido siempre por tierras de Compostela, y aunque siempre le gustaba decir que era navarro, el paso del tiempo lo había convertido en un gallego más. Pero algo en su carácter le debía a su tierra natal, Jesús podía tener un ejército de personas gritándole que por ahí no, que no era así, que lo dejase ya; pero él iría por donde querría, lo haría a su manera, y seguiría hasta que quisiera, un genuino cabezota, cabezón de la ribera Navarra. Era un buen chaval, de esos que en los que puedes confiar, de los que siempre puedes buscar como apoyo, aunque a veces pecaba de ser demasiado transigente con la gente evitando siempre los enfrentamientos. Su vida gira en torno a los viajes, aficción descubierta en cuanto tuvo alguien con quien compartirlos, su eterna amiga y ahora esposa Cheché.
Las provisiones de agua, deficientemente calculadas, se terminaron a mitad del día, y la ausencia de manantiales claramente libres de amebas durante varios kilómetros nos obligó a caminar con el único objetivo de llegar. Muniellos se convirtió en algo más duro que un paseo, y algunos lo pasamos realmente mal durante los dieciocho kilómetros de subidas y bajadas por los montes, sufriendo por los mosquitos, el calor, las piedras y la deshidratación. Como contrapartida, tras una reconfortante ducha nos esperaba una suculenta cena, auténtica reverberación en forma de celebración gastronómica astur que aplacaba nuestra hambre leonina.
Naturalmente que no vimos osos, ni tampoco otro tipo de avifauna, pero lo que siempre recordamos es que aquí se fraguó definitivamente el proyecto del Camino de Santiago. Dicho y hecho, decidimos que podíamos hacer la ruta en bici comenzando en Roncesvalles y hacer tres etapas hasta Burgos.
Llegamos de Muniellos el domingo día 3 casi de madrugada, y el lunes día 4 nos reunimos los tres futuros peregrinos: Ramiro, Quico y Jesús, para organizar la partida.
Ese lunes resultó un día muy estresante. Nuestra idea era tomar un tren desde La Coruña a la mañana del día siguiente, y en ese lunes tuvimos que hacer multitud de cosas como llevar las bicicletas a un taller para ponerlas a punto; comprar alforjas y portaalforjas, que estaban casi agotados por la ciudad; comprar ropa de ciclista, culottes y maillot, e incluso para después de la bici, como la camiseta estampada marca "Mito To The Limit" y el pantalón de "guiri" que era nuestra indumentaria oficial; enviar las bicicletas a Roncesvalles a través de una empresa llamada Nacex, subcontrata del sistema ferroviario estatal de nuestro país, RENFE, que presta este servicio de transporte a los peregrinos; hablar con el albergue de peregrinos para que nos recibieran las bicicletas, cosa que fue imposible, y tuvimos que usar como recepción en un hostal en el que nos quedamos a dormir; comprar los billetes de tren de ida y vuelta para martes y viernes respectivamente; preparar el equipaje; conseguir documentación sobre el Camino y las credenciales del peregrino para sellarlas en los lugares de paso; ... y otras tantas cosas más.
Aún no sabemos cómo, pero fuimos capaces de hacerlo todo ese lunes, que quedó grabado en nuestra vida como un día de ajetreo y angustia supremos.
–Oiga señor- gritó Quico exasperado- aquí no se puede fumar esos puros. ¿No ve que es un vagón de no fumadores?.
–Oye chaval, no te enseñaron educación en el colegio- respondió de forma colérica el hombre que se estaban ganando la enemistad de todo el vagón.
Sí, se formó un tremendo altercado, y por un momento pensamos que iban a llegar a las manos. Seguramente si en el vagón viajasen sólo Ramiro y Jesús no hubiese pasado nada, incluso sabiendo que Jesús odia a muerte el tabaco, pero las reacciones de Quico eran imprevisibles. Una amalgama de caracteres en una sola persona, era preciso convivir con Quico en diferentes facetas de la vida para conocerlo bien, y de eso Jesús podía hablar bien porque se conocían desde pequeñitos. Era el auténtico santiagués del trío, nacido y criado en Compostela, un legítimo "picheleiro" cautivado por la medicina, su verdadera pasión a la que le dedica prácticamente las veinticuatro horas del día entre guardia sí y guardia no. Quico es un personaje entrañable muy querido por todos, allá donde va deja amigos, espontáneo y capaz de entrar en un quirófano en plena operación con una peluca azul, asombrando con su corpulencia y estatura a cualquiera. El límite de su vergüenza está por debajo de la media, y a su demostrada sociabilidad se le contrapone un gusto y un deseo por la vida casera, por ese momento de placer tirado en un sillón viendo un partido de baloncesto sin que nadie le moleste, ni siquiera su mujer. Seguramente comenzaba el Camino por la insistencia y ánimo de Jesús que es el que suele tirar a la hora de organizar este tipo de actividades.
Llegamos a Pamplona sobre las cinco de la tarde, cogimos las alforjas, o sea, el equipaje, y un taxi nos acercó hasta la estación de autobuses de la ciudad. El recinto y las instalaciones rayaban casi en lo tercermundista, o al menos esa fue nuestra impresión, ya que podía ser desde más limpio hasta más acogedor. Multitud de autobuses y compañías, con nombres muy característicos, como La Burundesa, La Roncalesa, La Tafallesa, ... y varias "...esas" más, pero la nuestra, la que nos llevaría hasta el punto inicial de nuestra ruta, era la mítica Montañesa.
El autobús iba plagado de jóvenes y no tan jóvenes que subían al Pirineo, unos para hacer rutas de montaña, y otros para comenzar la ruta jacobea. El viaje duró casi hora y media, y sobre las siete de la tarde ya estábamos allí, en Roncesvalles. Nos imaginábamos encontrar un pequeño pueblo, pero realmente, lo que hay es un conjunto de edificios aislados al borde la carretera que sube hacia Francia.
No quedamos indiferentes ante la belleza sin par de este enclave legendario, pero la triste realidad de nuestra ignorancia no provocó emociones especiales por aquel lugar fundado en el siglo XII para dar cobijo a los peregrinos tras el duro paso de los Pirineos. Quizás era el cansancio del largo viaje en tren y autobús, o probablemente la ligera llovizna que comenzó a caer cuando llegamos, pero, impropio de un enamorado del Camino, no fuimos conscientes de que los doscientos veinte centímetros yacientes del propio Sancho El Fuerte, bramaban por un ápice de consideración hacia la magna obra que habían legado nuestros antepasados. Quizás, el héroe navarro debió erguirse de su sepulcro, para tomar las cadenas arrebatadas a los moros en la batalla de las Navas de Tolosa, y perseguirnos hasta expulsarnos hacia Francia. En realidad, nuestra preocupación era conocer el estado de nuestras máquinas, las bicicletas.
Así, lo primero que hicimos fue asegurarnos que nuestro caballo para la batalla había llegado hasta aquí en perfecto estado. Acto seguido, nos dirigimos hacia el único lugar de pago para hospedarse donde dejamos las alforjas. Aún teníamos cosas que organizar ese día, y rápidamente nos encaminamos hacia el refugio de peregrinos donde nos darían finalmente la Credencial del Peregrino, que nos serviría para poder alojarnos casi gratuitamente en los numerosos albergues del Camino. Además, habría que ir sellándola todos los días por los diferentes lugares de paso: albergues e iglesias, para, una vez llegado a Santiago, obtener la Compostela.
Cuántas veces habíamos oído hablar de la Compostela, y ahora emprendíamos el Camino para conseguirla, después de miles de peregrinos que desde el siglo XIII ya la han obtenido.
–Escuchad, voy a leer algo referente a la Compostela, es muy interesante- dijo Jesús mientras cruzaban la explanada desde el Hostal. "A lo largo de los siglos IX y X, la peregrinación a la Tumba de Santiago se institucionalizó adquiriendo determinadas consideraciones sociales y religiosas, así fue necesario acreditar haberla cumplido. Primero, se utilizaron insignias que se adquirían únicamente en Santiago consistentes en la venera o concha de vieira, y se convirtió en algo que podía significar haber estado en Santiago, y poderlo probar. Ante la facilidad de falsificar esta rudimentaria certificación, hecho que sucedió efectivamente, los prelados de Compostela y el mismísimo Papa se vieron obligados en el siglo XIII a instituir las cartas probatorias, y que son el origen directo de La Compostela, la actual acreditación que te otorgan en la oficina del peregrino en Santiago al recorrer al menos los últimos cien kilómetros pie o doscientos en bicicleta."
–¿Hay que poner el motivo de la peregrinación?- preguntó Ramiro al hombre que regentaba el refugio y que nos acababa de entregar tres credenciales de peregrino.
–Sí, pero para obtener la Compostela hay que peregrinar por motivos religiosos- afirmó contundentemente aquel bigotudo personaje.
–¿Se puede poner más de un motivo?- inquirió Jesús, que obtuvo una respuesta afirmativa pero con tono de haberle mostrado importunio. Podíamos elegir los culturales, los deportivos, los espirituales, los religiosos, y marcamos casi todos.
–¿Vais a dormir en el refugio?- preguntó el buen hombre, a lo que negamos con vergüenza.- ¡Ah, dormís en el Hostal!. Seguro que lleváis tarjeta de crédito, teléfono móvil,... sois peregrinos pijos- continuó con aire despectivo e irónico. Un sentimiento inicial de culpabilidad invadió nuestro escaso espíritu de peregrinos.
–¿A qué hora es la Misa del Peregrino?- preguntamos, en lugar de contestar al tan poco agradable comentario anterior.
–Pero, ... si vosotros no vais a asistir a la Misa- prosiguió de forma claramente calumniadora, en un arrebato, pensamos, típico de persona resentida con su trabajo.
Ramiro se enfadó mucho con ese comentario porque él sí que quería asistir a la Misa con la devoción de un cristiano. A fin de cuentas había estudiado con los Jesuitas en San Sebastián, su tierra natal, y seguro que marcó el motivo religioso con más seguridad que Jesús. A este donostiarra afincado en La Coruña ya se le había pegado el acento gallego tras seis años de estancia por motivos laborales. Era el segundo economista del grupo, y el más joven de los tres aunque sólo por un año. Ramiro es la perfección personificada, el hombre que toda mujer desearía tener como marido. Su casa siempre arreglada y limpia, impecable en la vestimenta, correctísimo en el trato con la gente, y lo mejor, en la cocina siempre le hemos llamado Chef Ramiro. Seguro que el día que se harte de su estresante trabajo como ejecutivo se montará un restaurante de categoría como sus compatriotas Arzak, Arguiñano o Subijana. Su voluble carácter hace que pase de una felicidad absoluta a la irritación total manteniéndose siempre radical en sus comportamientos, siempre se dice a sí mismo que cuanto mayor se hace más insociable se vuelve y le echa la culpa a vivir solo. Como Ramiro se apunta a todo lo que organicen los demás ha tomado la idea del Camino con mucha ilusión.
Definitivamente, el primer contacto con personas relacionadas con el Camino fue nefasto. Injustamente, nos habían adjetivado, calificado negativamente, y ese individuo no era quién para juzgarnos, ni cómo lo hizo.
Eran casi las ocho, y tras haber contemplado y fotografiado la Colegiata, excelente muestra del más fino gótico francés del siglo XIII, y la Capilla de Santiago del siglo XII, asistimos a la Misa del Peregrino en la Capilla del Sancti Spiritus o Silo de Carlomagno también de la misma época. Dentro había unas cien personas, y allí escuchamos la Misa oficiada por varios sacerdotes. Al término, todos nos acercamos hacia el altar para recibir, en un emocionante acto, la Bendición del Peregrino en varios idiomas.
Lo recordamos como la primera aventura, el primer suceso extraordinario, y sentimos que estábamos ante algo más que una simple ruta en bicicleta. Roncesvalles, tras el duro paso de los Pirineos, se ha convertido a lo largo de la historia en uno de los principales puntos de partida de los que inician el Camino de Santiago, y nosotros nos hallábamos ahí para iniciarlo. No fue algo premeditado, quizás una casualidad, pero el destino quiso que El Camino invadiese nuestro interior con una fuerza desmedida, que iría creciendo conforme Santiago se acercaba.
Ya instalados en el Hostal La Posada, el resto de la tarde, por necesidad, tuvimos que dedicarlo a instalar los portaalforjas de Ramiro y arreglar la correa del freno de su bici. La cena en el mismo hostal resultó suculenta y el trato de los camareros ejemplar. Mantuvimos una agradable conversación con Ana, la chica que nos atendió durante el deleite de la gastronomía navarra.
Le comentamos nuestro pequeño incidente con el tipo del albergue, al cual justificó, ya que al parecer, los que viven alrededor del Camino, sufren bastante por los conocidos "peregrinos basura". Nos habíamos dado cuenta que los peregrinos tenían sus clasificaciones, así los "basura" eran gentuza que hacía el camino (con minúsculas) y que pretendían que el Camino les sirviera sólo por el hecho de recorrerlo. Gentuza que iba en su coche y que al llegar a un refugio, recorría los últimos metros andando para apropiarse de una cama gratis en un albergue de peregrinos, o gentuza que no pagaba en los mesones porque exigían hospitalidad al creerse peregrinos.
A nosotros, esto nos pareció muy triste, pero era parte de la realidad. Hay mucha gente volcada en todo esto que recibe malos tratos y agradecimiento nulo.
–¿Qué tipo de peregrinos somos nosotros entonces?- le preguntamos a Ana entre plato y plato- ¿Acaso somos unos peregrinos "pijos", por lo que nos dijo el del albergue?.
–La verdad es que todavía no sé qué tipo de peregrinos sois, pero realmente sois distintos- respondió Ana tratando de seguirnos la corriente, pero a la vez hurgando en nuestras mentes y comparándolas con las de cientos de peregrinos con los que se habría tropezado anteriormente.
Ana y sus compañeros se habían sorprendido mucho con nuestra forma de comportarnos, incluso se reían, sobre todo cuando incorporamos a nuestra cena, ya en el postre, a un chiquillo que, huyendo de sus padres, como hacíamos todos en nuestra infancia cuando nos aburríamos de las conversaciones de adultos y curioseábamos las actitudes de otra gente, había fijado su vista en una sabrosa tarta de queso que había pedido Quico. La mente del pequeño cavilaba entre las advertencias paternas sobre lo que le ofrezcan los extraños, la glotonería infantil o que en el fondo estos señores no parecían extraños. Es parte del aprendizaje humano.
Al final de la cena, la sencillez y cordialidad en el trato con Ana y el resto del personal del Hostal nos permitió establecer un trato de confianza y libertad improcedente según los estándares de servicio al cliente de cualquier restaurante. Cierto que el carácter gallego que tenemos impregnado no estaba acostumbrado a la afabilidad y llaneza de los navarros.
Nos despedimos de Ana, porque a la mañana siguiente ya no la veríamos, y nos quedamos con la duda del tipo de peregrinos que éramos. Al menos, nos confirmó que pertenecíamos a una clase especial de peregrinos simplemente diferentes. Era su forma de decirnos que le habíamos caído bien. Faltaban dos días para conocer realmente nuestro definitivo adjetivo, que aún por entonces ni lo sabíamos, ni lo podíamos imaginar, pero sería el nuestro.
Subimos a descansar. La habitación, pintada de blanco, tenía dos alturas; la de arriba, donde durmió Quico, era abuhardillada, y se accedía mediante una escalera con barandilla de madera. Resaltaba la decoración basada en muebles rústicos, y con ventanas, también de madera, inclinadas con el tejado. Era un habitáculo perfecto que nos permitiría disfrutar de un tranquilo letargo en esta primera noche del viaje. Además, al acogedor ambiente de la habitación, se le añadía la esotérica estampa de un pueblo a merced de las tormentas pirenaicas. Esta peculiaridad a priori embriagadora se transformaría en una pesadilla infernal, primero por el ruido que originaba sobre el tejado que nos impedía adormecernos, y segundo, por la expectativa de una mañana lluviosa y con caminos embarrados.
Tumbados en cama en silencio y con la luz apagada, el rugir de los truenos se hacía aún más sonoro. Poco a poco, nos mecimos en un profundo sueño, un sueño en el que los tres aparecimos ante el Apóstol Santiago como sus discípulos. En la fantasía ensoñadora nos encontrábamos con nuestro querido juez calificador, que nos negaba el refugio en Roncesvalles.
–Santiago, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y lo consuma?- clamamos de forma apasionada.
–Boanerges, hijos del trueno- pensó Santiago y luego dijo- Esta noche no dormiréis en el refugio. Lo haréis en el hostal como los peregrinos pijos, y el cielo rugirá para que recordéis que yo Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo, recibí fuertes reprimendas de mi Señor por mi carácter impetuoso, me llamó Boanerges, Hijo del Trueno, igual que a mi hermano Juan el Evangelista.
Avanzada la madrugada, los truenos cesaron y los sueños también.
El despertador sonó temprano, sobre las siete y media de la mañana, pero el cansancio y el estrépito impenitente de la lluvia contra el tejado, provocaron que la decisión de continuar en cama fuera unánime y, sobre todo, telepática porque no nos dijimos ni una palabra. Finalmente, nos levantamos sobre las ocho y media y con calma nos fuimos a desayunar y a preparar las cosas. Nuestra habilidad para vestirnos con la indumentaria ciclista y para montar las alforjas podría haber hecho reír a muchos, y debía mejorar muchos enteros.
Seguía lloviendo, aunque la intensa lluvia había cesado y daba paso al clásico "chirimiri", "orballo" o "calabobos" al que nuestra Galicia nos tiene tan acostumbrados.
–¿Qué hacemos? ¿Salimos con esta lluvia?- nos preguntábamos, pensando que en nuestro ideal de viaje no figuraba la posibilidad de semejantes lluvias en agosto.
–¡Venga, vámonos ya!- fue la espontánea respuesta- Se hace tarde y son las diez de la mañana. Poneos los chubasqueros y carretera.
Sobre las diez y media y en dirección a Burguete comenzó nuestra aventura, que bien podría escribirse:
"Bajo la lluvia, que se filtra entre los árboles que cubren a ambos lados el primer kilómetro de carretera, tres peregrinos ignoran la magia que irradia el Camino en todo aquel que lo emprende con humildad. Una magia que provoca un deseo, un anhelo, una esperanza de repetir esta magnífica experiencia cuando todavía está inacabada.
Sabíamos que el Camino estaba ahí a nuestra vera, desde hacía siglos, imperturbable. Sabíamos que el hombre no había hecho el Camino, sino que el Camino estaba ahí para ser recorrido. Sabíamos que la mano del hombre modificó sus trayectos, pero era imborrable. Y sabíamos lo más importante, no teníamos a Santiago como la meta del Camino, sino al mismo Camino, El Camino de las Estrellas."
Nuestros enturbiados pensamientos se dirimían entre comenzar por su senda originaria o por la carretera. La idea de iniciar el Camino de aquella forma hubiera llevado a nuestras bicis a hundirse irremisiblemente en el fango, y hubimos de tomar el asfalto como medio principal para nuestra ruta. Hasta los peregrinos que iban a pie optaban por caminar por la carretera. Demasiada agua para una noche, y no era la primera en la semana. Las tormentas de verano, frecuentes por estos lugares, habían dejado prácticamente intransitables los caminos y senderos.
Los chubasqueros de propaganda que vestíamos impedían mostrar nuestro maillot. Días atrás habíamos elegido en El Corte Inglés la maglia rosa de líder del Giro de Italia como maillot común para identificarnos en el Camino, y sobre todo por el color llamativo que nos protegería del tráfico.
–Por favor, ¡resérveme toda la sección de deportes!- exclamábamos entusiasmados el ajetreado lunes ante el temor que se agotasen las existencias como había sucedido con las alforjas. La elección no atendió a más razones que el escaso surtido de prendas ciclistas en la sección de deportes por la ya muy avanzada temporada de verano.
En el primer kilómetro se halla un gran símbolo del Camino: la Cruz de los Peregrinos. Construida en piedra, se yergue inmune al paso de la historia, desde el siglo XI muchos peregrinos le han pedido suerte. La emoción del inicio del Camino, o el destino, no quiso que reparásemos en su presencia, y tanto Quico como Ramiro, pasaron ante ella como una exhalación propiciada por el suave descenso, la lluvia, y el fervor del comienzo. Jesús se percató de su presencia, a su mano izquierda en la carretera, pero sólo le regaló un fugaz vistazo, mas ni tocó el freno al ver que sus amigos se embalaban en la bajada.
Es ahora, cuando escribimos, que nos damos cuenta que el sabor de El Camino no se obtiene en su primer recorrido, sino que al repetir, el peregrino obtendrá nuevas vivencias y sucesos extraordinarios.
En Burguete tuvimos que hacer nuestra primera parada. Sólo dos kilómetros, y el equipaje ya estaba algo descolocado. A Jesús se le torcían continuamente el saco de dormir y la esterilla, y le golpeaba en las piernas en cada pedalada. Ramiro no había conseguido tensar bien su freno, y Quico tenía el pedal de su bici desajustado, y en cada movimiento se le salía. Nuestra experiencia en estas lides era realmente nula, era la primera vez que salíamos en bicicleta, nunca habíamos hecho más de veinte kilómetros seguidos y siempre sin salir de los carriles bici de nuestra ciudad.
Seguía lloviendo. El aspecto de esta primera población, imagen de típico pueblo pirenaico, con sus grandes y cuidadas casonas blasonadas le impactó mucho a Jesús. Incluso se enorgullecía, por su origen navarro, pues es natural de Tudela, ante la belleza de estas tierras. Hasta el siguiente pueblo, Espinal, de similares características, el Camino seguía el trazado de la carretera C-135. En ese pueblo, hicimos un alto en un taller, donde nos arreglaron el pedal y el freno de las bicis de Quico y Ramiro.
–¿Qué pensaran los mecánicos del taller? Seguro, que cuando nos hemos marchado se reían de nosotros y de nuestros escasos conocimientos de mecánica de bicis- comentamos con vergüenza una vez subsanados los problemas técnicos.
El Camino se desviaba a la izquierda atravesando campos y pistas de tierra, y sin dudarlo continuamos nuestro trayecto por el asfalto. Nos habían recomendado que lo hiciéramos así, y no nos planteamos otra alternativa. Desde aquí ya se iniciaba un tramo de subida hasta el Alto del Mezquiriz, y eso que en el plano la etapa es un descenso desde los Pirineos. No era una subida muy difícil, pero para unos pobres ciclistas como nosotros, si podemos llamarnos ciclistas por el hecho de poseer una bici, ya era un buen puerto.
Había dejado de llover y el sol resplandecía, por lo que la situación climática nos motivaba. Se llegaba a unos 922 metros de altura, y durante el escaso trecho de subida y por el maldito peso de las alforjas, al que todavía no estábamos acostumbrados, ya íbamos "haciendo la goma" como se dice en el argot ciclista cuando alguien no sigue el compás de sus compañeros. Cada uno a su ritmo. Era la ley que sin darnos cuenta habíamos tomado, ya que era la mejor forma de dosificarse para lo que nos quedaba. Jesús, en sus tierras navarras, se sentía como Induráin, pero la dureza de la primera subida nos hacía presagiar una ruta plagada de crueldades físicas para nuestros bisoños cuerpos.
Coronar el Mezquiriz fue nuestro primer hito. Estratégicamente, hicimos una parada para celebrarlo y descansar. Las nubes se habían disipado por completo y lucía un sol veraniego, por lo que aprovechamos para hacer unas fotos en el alto. El sudor ya nos había empapado y para no enfriarnos continuamos enseguida, esta vez cuesta abajo. ¡Qué gozada avanzar kilómetros sin esfuerzo! Zigzagueando por la carretera y entre los bosques que dan fin al frondoso verdor pirenaico cruzamos el pueblo de Viscarret, aquel que Aymeric Picaud calificó como pueblo bárbaro, innoble, perverso, malvado,... y muchos más descalificativos. Realmente, Picaud se ensañó con este pueblo fin de la primera etapa del "Códice Calixtino". El famoso clérigo francés se puede considerar el autor de la primera guía turística del mundo, incluida hacia el año 1.140 como libro quinto de su Liber Sancti Jacobi, o Codex Calixtinus. Ahí se describe pormenorizadamente la Ruta jacobea en trece etapas.
Poco antes de Linzoain había un desvío en la carretera para tomar el Camino, pero nuevamente optamos por la carretera para dirigirnos a Erro, donde teníamos el comienzo de nuestra segunda subida.
El Alto del Erro es más duro que el Mezquiriz, sin embargo se nos hizo más llevadero. Fue una lástima no haber disfrutado de los bosques de robles y hayas que se atraviesan en la dura subida por el Camino real, quedará para otra ocasión. Continuamos todo el Camino por carretera pasando por Zubiri, el pueblo del puente según la traducción del topónimo en euskera, con su famoso Puente de la Rabia; y por Larrasoaña, antigua sede de las Cortes de Navarra y donde hay un albergue de peregrinos. A partir de aquí el Camino se hizo algo incómodo. La razón es que habíamos perdido por completo la senda originaria del Camino. El barro que nos hizo ir por la carretera nos privó de un comienzo más memorable. De momento, nuestra orientación se basaba en la señalización vertical de las carreteras forales navarras que indicaban hacia Pamplona.
Restaban veinte kilómetros hasta la ciudad de los Sanfermines, pero el denso tráfico propio de la entrada en la capital, el ruido de los camiones, el jaleo de los barrios periféricos residenciales, y sobre todo el calor de estas tierras de interior, nos hacían pedalear sin más entusiasmo que el de llegar a Pamplona para comer. De repente, una indicación cambió nuestro rumbo. El letrero de "Olatz 2 km." en la carretera hizo que Jesús convenciese primero a Quico y luego a Ramiro para desviarse un par de kilómetros, bajo el sol del mediodía de agosto, hasta esta pequeña población residencial vecina de Pamplona. La pasión inusitada que despertaba la figura del mítico Miguel Induráin sobre Jesús era tan fuerte que había que ir allí por encima de todo. Llegamos, aunque creemos que más bien fueron 4 kilómetros, y preguntando a los del pueblo nos presentamos en casa de Miguel Induráin, un sencillo chalet para un tipo sencillo que ha ganado cinco Tours de Francia. Llamamos al timbre pero... ¿quién va a estar en verano en Navarra con el calor que hace? Fue un sueño que no se culminó, queríamos que Induráin nos diese suerte en nuestra andadura ciclista.
Pedaleamos de vuelta hasta el desvío para dirigirnos hacia Pamplona y descansar. La llegada al centro histórico de la ciudad discurre por una empinada avenida que nos dejó noqueados. El calor del asfalto a las dos de la tarde, los kilómetros acumulados, el peso de las alforjas y la falta de comida nos obligó a parar varias veces. Hicimos una foto. No porque el paisaje fuese merecedor de ello, sino porque mostraba de forma realista nuestro estado en ese instante de esfuerzo.
Entramos en Pamplona por el Camino real, bordeando la muralla y llegamos a una fuente que sació nuestra sed tras el esfuerzo. El pequeño parón alivió nuestro cansancio. Durante un buen rato pedaleamos suavemente por el casco histórico de la ciudad. Aprovechando el fresquito de las sombras que caracterizan a muchas zonas viejas de España, y entre un silencio en el que sólo se percibía el eco armónico de la bicicleta al dejarnos llevar sin pedalear, contemplamos la Catedral, el edificio del Ayuntamiento, la calle de la Estafeta y la Plaza del Castillo. Continuamos poco a poco por las calles de la ciudad, que está marcada por flechas amarillas que facilitan la tarea de orientación al peregrino. Allá por los años 80, el párroco Elías Valiña en un esfuerzo de recuperación de la tradición, y con ayuda de las Asociaciones de Amigos del Camino, cubrieron todo el trazado de la ruta con flechas amarillas. Es casi imposible que el peregrino se pierda, ya que están pintadas en piedras, árboles, cruces, casas,...
Pensamos en parar en algún sitio a comer, pero finalmente entramos en un supermercado e hicimos unas compras para el momento. Como no íbamos bien de tiempo, nos sentamos en un banco en la acera próximo al supermercado, y comimos unas chocolatinas, dulces, y barritas energéticas varias, también bebimos Isostar y cosas de esas que habíamos comprado. Todo muy rápido, mal y arrastro para seguir pedaleando. ¡Craso error!.
Justo cuando retomábamos el Camino se nos acercó un cura con sotana para charlar con nosotros.
–¡Qué espectáculo más lamentable!- pensamos todos tras un rato de conversación.
El señor cura nos echó un rollo rarísimo que no entendimos. Al hablar se le trababa la lengua y se le escapaba la saliva, además desprendía un desagradable efluvio a alcohol y todo él olía que apestaba. ¡Increíble! Nosotros que pensábamos que el cura nos iba a contar cosas sobre la fe cristiana en el Camino de Santiago, y se dedicó a reírse como un borracho, a escupirnos y vitorear las hazañas del ciclista navarro Induráin. ¡Cómo está la Iglesia!.
Salimos de Pamplona sobre las cuatro de la tarde, con unos ardientes treinta y un grados centígrados. Dejando la urbe atrás el Camino retornaba a las sendas entre campos apareciendo por primera vez la tierra seca. La ausencia de charcos y barro a primera vista nos animó a seguir la ruta verdadera, la única en realidad, y aquélla en la que las vivencias son más intensas y memorables. Y no era para menos, ya que tras dejar atrás Cizur Menor, se levantaba con gallardía a nuestra izquierda la estampa de Genduleain, un pequeño pueblo en una loma entre campos de trigo recién cosechado. A lo lejos, se divisaban los montes de la Sierra del Perdón, flanqueados por una hilera de más de cincuenta generadores de energía en forma de molinos de viento. Es discutible, pero en este caso la mano del hombre engrandece todavía más el paisaje.
Nuestro primer contacto con las piedras, la tierra y los desniveles del Camino fue frustrante. A pesar de la belleza singular de Genduleain, del Perdón y de la iglesia de Zariquiegui, el Camino hasta este último pueblo nos destrozó. Más bien debió ser que a estas alturas de la jornada ya teníamos muchos kilómetros en las piernas, que poco a poco dejaban de responder. La parada en Zariquiegui nos mostró la imagen dura de la ruta. La fuente frente a la iglesia no saciaba nuestra sed, y aunque nos remojamos la cabeza y el cuerpo, solamente el hecho de mirar hacia arriba, hacia el Perdón y ver lo que nos esperaba, nos cansaba todavía más. La guía que llevábamos decía que el Alto del Perdón no se podía subir en bici por la cantidad de piedras que había en el Camino. ¡Qué fácil nos lo ponía!. El cansancio, nuestras ganas de llegar a Puente La Reina y la tarde ya muy avanzada hizo el resto, nos dirigimos hacia la carretera para completar la jornada rodando por el liso y ardiente asfalto.
Ahora que escribimos nos damos cuenta de la desdicha de no recorrer el verdadero Camino, no hay que marcarse metas sino caminar o andar en bici hasta donde se llegue. En fin, que la carretera nos llevó hasta el alto, que tampoco fue fácil, claro que no, yo diría que resultó la puntilla para rematar al animal que llevábamos dentro. Cada uno a su ritmo, fuimos llegando. Primero Jesús. En uno de sus arrebatos de esfuerzo, y pese a perder el buen ritmo que llevaba tras caérsele el saco de dormir, llegó no muy agotado, eso sí con calambres en las piernas. Quico llegó poco después; y Ramiro, definitivamente, estaba tocado de la rodilla. Desde el alto, ya sólo nos importaba llegar al albergue cuanto antes, y la bajada nos animaba a ello. Por fin, ya no habría más subidas.
Y tuvimos suerte porque tanto en el descenso como incluso en el llano ni tuvimos que dar pedales. Una brisa imperceptible nos llevó en la silla de la reina hasta el Puente de la misma. En las afueras del pueblo había un hotel.
–¡Mirad tíos, yo me paro aquí, soy un peregrino con Visa y me da igual todo!, ¡quiero descansar ya!- exclamaba Ramiro exhausto. Quico y Jesús tuvieron que convencerlo para que no se parase ya allí. Eran ya ochenta y cinco kilómetros para un primer día en las piernas de unos novatos como nosotros en las artes del pedaleo.
Finalmente, llegamos al albergue sobre las ocho de la tarde. ¡Genial,...! No. Estaba lleno, pero podíamos dormir en el suelo. Había mucha gente haciéndose sitio en los pasillos para dormir, y no había agua caliente. Después de todo el día de esfuerzo era lo que había, aunque nos dieron a elegir otro lugar que nos gustó más y allá fuimos. Era el pabellón polideportivo o frontón municipal del pueblo, y podíamos usar las duchas de los vestuarios y dormir en los graderíos. El ambiente del albergue nos gustó tan poco que optamos por echar nuestros cuerpos en el frío suelo de cemento de las gradas. Teníamos todo el pabellón para nosotros, y por tanto la elección del lugar exacto para colocarnos fue difícil, nos reímos bastante con el hecho, probando el suelo, limpiando las gradas de colillas y polvo, evitando las goteras, y huyendo de las corrientes de las ventanas que no cerraban. Al menos, las duchas tenían agua caliente y estuvimos media hora relajándonos bajo el reconfortante fluido vital.
Una vez aseados y vestidos con nuestra vestimenta original a conjunto, pantalón flojo estampado de "guiri", camiseta "Mito To The Limit" y sandalias, dimos un pequeño paseo por el pueblo antes de cenar. Ya era de noche y comenzaba a llover, así que nos dispusimos a reponer las energías gastadas en el día en un mesón de la villa. Había más peregrinos en ese local, una mesa con dos chicos y dos chicas, ellos eran del país, y ellas de la vecina Francia.
–¡Oye!, ¿qué tipo de peregrinos serán esos cuatro?- preguntó Jesús en el fragor de la cena.
–Pues por lo que hablan, es evidente que se acaban de conocer. Y por su aspecto, lo que llevan bebido de vino, y su comportamiento deduzco que son el arquetipo de peregrino "follador"- contestó Ramiro.
–Peregrino "pijo", peregrino "follador", peregrino "basura", ¡ja, ja, ja,...!- reía Quico- ¿Y nosotros qué tipo de peregrinos somos, eh?.
Ciertamente, las risas salían solas. Estábamos felices por haber llegado hasta Puente La Reina, donde se unen el Camino Aragonés y el francés. Este pueblo de Navarra nacido por el fenómeno de las peregrinaciones, cuenta con un bello símbolo del Camino, su puente, el Puente de los Peregrinos. No lo habíamos visto aún, nos lo reservábamos para el día siguiente.
Eran casi las once de la noche y teníamos que volver ya al frontón. Terminaban los partidos y lo iban a cerrar toda la noche, pero surgió un contratiempo. El agosto en Navarra es un mes de tormentas, y la que había empezado poco antes de cenar era de las buenas. Los truenos sonaban como si partiesen un árbol a tus espaldas, y la lluvia arreciaba de tal forma que las calles empedradas de la villa estaban cubiertas con un palmo de agua. No paraba y teníamos que tomar una decisión porque se hacía tarde.
Fue la guinda para culminar una jornada esplendorosa en nuestro primer día en el Camino de Santiago. Nos remangamos los pantalones y hundimos los pies en el agua, que nos pasaba los tobillos. Así anduvimos unos trescientos metros, con los pies empapados y calándonos el resto del cuerpo por la intensa lluvia. Ya en el frontón nos secamos un poco y para entrar en calor pedimos unos batidos calientes de leche y cacao en la cafetería, que afortunadamente aún no había cerrado, ante el asombro de los paisanos del lugar que se remojaban el gaznate con algo de más graduación.
No éramos los únicos en el frontón, habían llegado dos peregrinas extranjeras que dormían en una esquina, no muy lejos de nosotros. Era hora de dormir. Nos metimos en el saco y tras unas vueltas para acostumbrar el cuerpo al duro cemento, caímos dormidos por el cansancio. No fue fácil alcanzar la fase de somnolencia profunda, porque de vez en cuando la tormenta arremetía contra la uralita del techo, y el ruido de la lluvia se hacía ensordecedor.
–¿Quién sería el culpable de todo esto?- nos preguntábamos- ¿Sería Júpiter, el dios romano del trueno?, ¿sería Santiago, el mismísimo Hijo del Trueno?, ¿tantos pecados teníamos que redimir?. Seguro que había alguna explicación adicional a la científica y meteorológica que nunca llegaríamos a comprender.
¡Bárbaro! Cada uno de nosotros en ese oscuro lugar y en silencio, meditaba en medio del ruido sobre la razón que nos había llevado hasta ahí. Tras recorrer casi noventa kilómetros subiendo y bajando montes, pasando frío por el remojón tras la cena, acostándonos en un "colchón" ocho en la escala de dureza de Mohs y con expectativas de poco sueño, y a sabiendas que al día siguiente nos tocaba otra dura jornada. Quizás pensábamos en que eran vacaciones alternativas, pero ahora tenemos unos recuerdos imborrables de ese primer día, el día del descubrimiento, el del encuentro con el Camino de Santiago.
Durante esa noche tormentosa nos despertamos varias veces, tanto por el estrépito del agua sobre el tejado del pabellón, como por la rigidez de nuestro colchón. No sabíamos si era mejor levantarse cuanto antes y dormir menos, o romper nuestra espalda definitivamente hasta la hora señalada de las siete.
–¡Qué diablos hacíamos ahí!- nos preguntamos cuando nuestras cabezas asomaron de los sacos de dormir. Las risas matutinas se confundían con el asombro de tal peripecia.
–Pero, ¿cómo le explico yo a mi abuela que después de bregar todo el año me tomo una semana de vacaciones para pedalear como un animalito y dormir en el suelo?- se reía Ramiro mientras nos desperezábamos- Me dirá, pero ¿es que no tienes dinero para dormir en un hotel?.
Habíamos sido más rápidos en la preparación de la segunda salida pero todavía se podía mejorar. Nuestras compañeras de alojamiento ya se habían marchado. Logramos salir del pabellón poco más tarde de las ocho, y nos fuimos a desayunar a un bar cercano. Antes de partir, compramos en un ultramarinos un poco de fruta y bebida para el camino. Teníamos las bicis apoyadas en la pared de la tienda, y un hombre amargado nos echó una bronca tremenda. ¡Qué manera de empezar el día! Creíamos que todo eran sonrisas para el peregrino pero desgraciadamente no. Sin inmutarnos, y sin darle importancia le deseamos al señor un feliz día y le dijimos con tono sincero que se alegrara, pero a pesar de nuestra predisposición positiva todavía se puso más violento.
El comienzo del pedaleo nos hizo olvidar el ligero altercado, y al final del pueblo nos encontramos con uno de los símbolos del Camino: el Puente de los Peregrinos, de estilo románico, construido en el siglo XI sobre el río Arga. Estuvimos un cuarto de hora disfrutando de aquel momento, recreándonos ante el histórico fenómeno de las peregrinaciones, y pensando en la cantidad de mortales que habrían cruzado este pedazo de piedra. No todo era perfecto, porque las aguas del río Arga daban realmente asco, imaginamos que por los vertidos de alguna empresa no respetuosa con el medio ambiente.
No llovía, pero por si acaso nos vestimos con los impermeables para también protegernos del fresco matinal. Dejando atrás Puente La Reina, comenzamos a rodar de forma continua en esta segunda etapa ya pasadas las nueve de la mañana. El Camino discurría prácticamente paralelo a la carretera, y con lo que había llovido, no nos remordió demasiado la conciencia el optar por el cómodo asfalto. En verdad, el agua había hecho de las suyas y el barro inundaba también hasta la carretera, lo que obligó a la policía foral de Navarra a regular y ralentizar el tráfico. El día seguía gris y amenazando lluvia, pero afortunadamente pasamos secos los primeros pueblos.
Mañeru, localidad de la Orden de San Juan; Cirauqui, famoso porque conserva los restos de unos quinientos metros de calzada romana; Urbe, ya desaparecido en los mapas actuales; Lorca y Villatuerta, ambos antaño con hospitales de peregrinos; así hasta llegar a Estella, la antigua Lizarra. Al llegar a esta gran villa, nacida también gracias a la ruta jacobea y que era reconocida como de muy buena acogida por Aymeric Picaud en su Códice, ya habíamos hecho veintidós kilómetros. El bueno de Aymerico no fue tan condescendiente con los pueblos navarros como lo fue con Estella. Así, tildó a los navarros con todos los adjetivos descalificativos que pueden encontrarse en un diccionario: pérfidos, lujuriosos, crueles, pendencieros, borrachos, agresivos,...
Estella, tierras húmedas y fértiles, de excelentes uvas y caldos, revive el floreciente fluir de peregrinos de la Edad Media, cuando la ciudad se convertía en último estandarte del reino de Navarra que se resignaba a sucumbir a las órdenes de Castilla. Nuestra llegada coincidía con el fin de las fiestas. Se veía a los habitantes deambular por las calles sin haberse acostado todavía. El olor a zurracapote, una mezcla local de vino y frutas, emanaba de las alegres gentes que nos íbamos cruzando. Recorrimos el pueblo tranquilamente con las bicis y compramos unos carretes de fotos. Antes de abandonar la antigua Lizarra, cruzando el puente sobre el río Ega, vimos también el desfile de los gigantes y cabezudos típico en muchas fiestas de los pueblos de Navarra.
–¡Buen Camino! -exclamó un hombre que estaba en la puerta de su casa.
–¡Gracias! -contestamos nosotros contentos cuando la gente nos animaba en nuestro peregrinar.
No era la primera vez que nos saludaban, en el poco tiempo que llevábamos en la ruta jacobea, nos habíamos dado cuenta que habían un sentimiento de apoyo y solidaridad hacia los peregrinos, incluso entre los peregrinos había siempre un momento para el saludo y el ánimo. Al principio y por nuestra parte era siempre un simple hasta la vista, hasta luego, nos vemos o adiós, pero existía un saludo oficial que aprendimos. Desde entonces, saludaríamos con el efusivo ¡Buen Camino! como señal de comprensión y aceptación de la simbología jacobea.
Reemprendimos la ruta. Nuestros músculos ya se habían enfriado, pero cuando vimos que la carretera se empinaba fuertemente y perfilaba a lo lejos continuos toboganes, ese frío recorrió también nuestras venas. Con mal gusto y pesar decidimos aplazar sine die la visita al Monasterio visigótico de Irache, que dejamos a nuestra izquierda en la falda carlista de Montejurra, donde los episodios sangrientos se han mantenido hasta nuestros días, en plena transición española hacia la democracia.
Seguimos pedaleando hasta Azqueta mientras comenzaba a salir el sol, pero las nubes de tormenta seguían ahí e incluso habían descargado algunas gotas. La luz engrandecía un paisaje plagado de viñedos, de terrenos fecundos lindantes con La Rioja.
A partir de Azqueta, casi en el kilómetro treinta de etapa, no había muchos pueblos y tras estudiar la guía decidimos seguir hasta Sansol, unos veintidós kilómetros más adelante, para comer algo. Seguimos por la carretera, rodando en fila india y hartos hasta las narices de los coches y de los continuos repechos. La etapa no estaba resultando dura en cuanto a desniveles pero el cansancio del día anterior se notaba en las piernas. Pasando el pueblo de Los Arcos, donde un estudioso del arte enajenaría al ver en su iglesia parroquial elementos distintos del románico, gótico, gótico-flamígero, barroco, plateresco, manierista, renacentista y tardogótico, comenzó un calvario para todos, aunque más para unos que para otros. Pudo haber sido un accidente, pudo convertirse en noticia para la hoja parroquial y el pregonero del pueblo podría haber anunciado la tragedia. La descripción de una imagen de nosotros en aquel instante bien podría ser:
"Una carretera solitaria hacia un pueblo solitario que se yergue allá arriba. Dos del mediodía, sol abrasador. Planean a quinientos metros de altura tres parejas de buitres leonados con su nítida envergadura bajo el cielo azul. Tres errantes ruedan sobre el asfalto de la carretera, distanciados unos doscientos metros entre sí, sudando, sudando, sudando. Al límite. La glucosa bajando sus niveles de forma frenética, y los pensamientos revueltos, muy revueltos. Hemos llegado a Sansol."
–¡Llama a una camioneta de Seur!, que yo facturo la bici y me voy con él de vuelta, no puedo más- exclamaba Ramiro, con la seguridad en sus palabras de que todo había acabado. Estaba literalmente extenuado.
–Venga hombre, vamos a comer, te ha dado un pajarón, no ves que nos hace falta comer- respondió Jesús, al que las fuerzas si no le flaqueaban eran ya muy escasas. Quico se abstuvo de hacer comentarios, ahorrando cualquier tipo de esfuerzo para poder recuperarse un poco.
Sansol, kilómetro cincuenta de la segunda etapa. Este pequeño pueblo navarro había marcado lo que no son las pautas a seguir como peregrino. Decididamente no se deben realizar concesiones alegres a unos cuerpos poco preparados, el sol del mediodía es traicionero, y como bien aprendimos, hay que comer cuando no hay hambre, beber cuando no hay sed y descansar cuando no se está cansado. Era el día de la penitencia.
Comer, esa era la cuestión. En Sansol había un bar, pero no había bocadillos. Había una farmacia que nos vendió crema para el sol, también teníamos quemaduras leves en las partes de mayor exposición: brazos y rostro.
–¿Será negocio aquí la farmacia?- sentenció Jesús desde su mente economicista. Quico se rió mientras Ramiro se untaba de crema con la mente todavía ausente. Al fin y al cabo era una chica joven que había apostado allí su suerte y no había más farmacias en varios kilómetros a la redonda.
Cerca había un lugar donde le vendieron el pan a Jesús.
–Buenos días, ¿puede darme una barra de pan de ésas?- pidió el navarrico al ver que con su tamaño podrían prepararse tres bocadillos- ¿Cuánto es?.
–Quédese la vuelta- respondió Jesús tras darle setenta y cinco pesetas al hombre que le había dicho que costaba setenta pesetas.
¡Cómo es la gente de los pueblos!, Jesús tuvo que aceptar el duro de vuelta porque el señor no lo quiso al considerarlo mucho con relación al precio de la barra. ¡Qué contraste con la ciudad!.
Nos habían dicho en el bar que el pan se compraba en Sansol, y ya lo teníamos, pero que el fiambre lo vendían en Torres del Río dos kilómetros abajo. Increíble pero cierto, para meter algo al cuerpo aún tuvimos que esperar un rato más y Ramiro desfallecía. Cogimos otra vez las bicis y pedaleamos hacia el siguiente pueblo que se veía desde lo alto. Afortunadamente, era todo bajada en medio de barrancos. Fuimos disparados a buscar la tienda, que estaba en una casa particular. Compramos salchichón, queso, aguas, fruta,... ¡COMIDA!.
Aparcamos las bicis al sol, tendimos los maillots del día anterior para que se secasen, y nos preparamos unos tremendos bocadillos. Fue un verdadero placer hincar el diente de forma leonina y saciar nuestro voraz apetito. La sombra que nos proporcionaban las viejas casas del pueblo nos permitió descansar hasta recuperar totalmente el aliento perdido.
En Torres del Río se levanta una iglesia del siglo XII de planta octogonal con influencias mudéjares y bizantinas, algo insólito pero bello en este Camino románico. Antes de recrearnos con la visita a la iglesia era obligado hacer una digna digestión, y mientras Ramiro y Jesús descansaban sentados a resguardo del sol, Quico incluso fue capaz de echar una siesta acostado en los peldaños de unas escaleras de piedra.
¡Qué paz se respiraba en Torres del Río!. De vez en cuando cruzaba la plazoleta un peregrino despistado. Fueron momentos de reflexión pero a la vez instantes de felicidad al sentirnos otra vez vivos y listos para seguir. Quedó demostrado que los avatares del Camino nos llevarían a atravesar una y otra vez la frontera entre el cielo y el infierno, y que una vez alcanzado el ardiente averno había que sufrir lo indecible para regresar de nuevo a la gloria del firmamento. Rara era la vez que el espíritu se sentía impasible ante dicha dualidad, pero esto era uno de los retos del Camino, un camino lleno de pasiones y padecimientos, de júbilo e infortunio, de amistad, solidaridad y concordia, y a veces de reprobación, calumnias y falsedades.
Poco antes de retomar el Camino nos pasó por delante un coche negro viejo, el típico coche que se asocia con algún desaprensivo, y los ocupantes de su interior tenían pinta de delincuentes. No nos dijimos nada pero todos pensamos que en este lugar perdido cualquier cosa podía pasar.
De nuevo al pedal. Ya sólo quedaban unos dieciocho kilómetros hasta Logroño. El comienzo era un duro repecho, pero para asombro de los tres, la facilidad de manejo de los piñones y platos nos aupó airadamente hacia arriba. Seguía cayendo el sol a plomo y sudábamos la gota gorda pero esta vez nuestro cuerpo estaba quemando la leña fresca del reciente ágape. En la subida, nos adelantó el coche de los "quinquis", y otra vez pensamos que nos podían estar esperando más adelante para robarnos. Por suerte, no era esta su intención y no les volvimos a ver el pelo.
Todavía transitábamos por tierras de Navarra y hasta Logroño no había más pueblos que Viana, el último pueblo navarro en el Camino, población con privilegios monárquicos en la época, ya que el heredero de la Corona Navarra, era el Príncipe de Viana. La carretera que seguimos era tranquila y con poca circulación lo que nos permitía pedalear en paralelo charlando. El cielo estaba completamente azul hacia poniente, pero lo que llevábamos a nuestras espaldas era una tormenta en ciernes. Continuaba el calor infernal que se alternaba con la presencia de algunos goterones que hacían salir humo del asfalto, y avivaban el olor a tierra mojada allí por donde pasábamos. Sin embargo, nuestras piernas avanzaban más rápidas que el viento que empujaba los nubarrones y nos salvamos de una ducha de espanto. La etapa estaba próxima a su fin, que resultó menos traumático que la jornada anterior.
Llegamos a Logroño sobre las cuatro de la tarde, cruzando el río Ebro por el histórico Puente de Piedra, y poco después nos topamos con el albergue de peregrinos. Allí estaban, comiendo melón y descansando, una pareja que había salido a la vez que nosotros de Puente La Reina. Recordamos el albergue como muy acogedor pero estaba lleno y no pudimos quedarnos a dormir. Seguimos la ruta jacobea hasta llegar a la Plaza del Mercado donde está la Catedral de Santa María La Redonda, y ahí marcamos punto y final de nuestra segunda etapa, y de nuestra primera parte del Camino hasta Santiago.
Nuestra idea inicial había sido pedalear un día más y llegar hasta Burgos, pero visto lo visto era mejor dejar las cosas así. Parar en Logroño a una hora prudente, descansar y disfrutar de la ciudad. A la postre resultó lo mejor, aprendimos que no deben marcarse metas y que se debe dejar que discurran las cosas a su manera.
Con este cambio de planes y las consecuentes alteraciones en el viaje, lo primero fue ir a la estación de tren para modificar los billetes comprados en La Coruña. Como siempre, el monopolio ferroviario estatal mostró lo mejor de sí mismo, y después de estar hasta en el despacho del jefe de estación nos cambiaron los billetes para tomar el tren desde Burgos e ir en bus desde Logroño por la mañana del día siguiente. El empleado de ventanilla estuvo más de tres cuartos de hora para cambiar todavía no sabemos qué en nuestros billetes.
El siguiente paso era buscar alojamiento. Ya estábamos más contentos porque habíamos llegado, y el resto era disfrutar de la tarde. Tras recorrer las calles de la capital riojana nos encontramos con el Hotel Ciudad de Logroño, un buen hotel de tres estrellas que nos merecíamos tras el esfuerzo de los dos días. ¡Viva el peregrino con Visa!. A partir de aquí todo fue sobre ruedas. Nos dieron una habitación triple, embalamos los trastos de la bici en cajas de cartón que cogimos de un supermercado, llamamos a una empresa de transporte, facturamos a La Coruña las bicicletas y las cajas con todo lo que nos sobraba y nos refrescamos con una soberana ducha.
¡Qué cambio! Ayer en el suelo de un frontón, y hoy en un hotel moderno y funcional. Fue nuestro homenaje a nosotros mismos por haber llegado al fin de la primera parte de nuestro Camino. No quedó ahí la cosa, y la celebración continuó poco más tarde
–Bueno, y ahora que estamos duchados, y los asuntos logísticos arreglados, ¿qué hacemos?- preguntó uno de nosotros.
–Pues nada tíos, está claro, damos una vuelta, tomamos algo, cenamos tranquilamente y a dormir para mañana salir temprano para La Coruña.
Nada fue cierto, pues no sabíamos que Logroño nos iba a rendir su propio homenaje a nuestra proeza, y bajo la protección del dios Baco, recorrimos la calle Laurel y la calle del Peso una y otra vez, pidiendo primero unos cortos de cerveza por equivocación y luego demandando cosecheros (vinos del año), y "cojoncillos", champiñones y demás delicias de los bares. Con nuestra indumentaria uniforme a conjunto todo el mundo se nos quedaba mirando, y nosotros, con una felicidad implícita al riego del tintorro y como colofón de dos días de pedaleo por la ruta milenaria, disfrutando como nunca.
Ya no cenamos, pues con tantos pinchitos y tapas en los bares se nos había pasado el apetito. Nos fuimos sobre las once de la noche a tomar unos cafés a una terraza de la plaza junto a la Catedral. Era la Cafetería La Fama, regentada por José Antonio, de Ponteareas, la famosa villa pontevedresa conocida por sus alfombras florales. Nos atendió amablemente y luego nos invitó a unos chupitos. La noche estaba templada y se estaba genial allí sentados en manga corta. Como era casi la una de la madrugada fuimos a buscar un pub de copas, no había mucho donde elegir nos dijeron, porque al ser un jueves no había mucha gente. Finalmente nos metimos en un pub próximo a La Fama llamado el Anticuario.
¿Quién nos iba a decir que aquí íbamos por fin a saber qué tipo de peregrinos éramos? Sólo sabemos que estuvimos en el mismo pub El Anticuario hasta las cuatro de la mañana. Esa noche había una promoción de una marca de ron, y a nosotros nos dieron una camiseta, unas maracas, un gorro de paja y compacto de música merengue.
Había nacido el PEREGRINO TROPICAL, ahí en Logroño, bailando con un grupo de reclutas al son de la canción "Re-sis-ten-cia, Re-sis-ten-cia", agitando las maracas y con el gorro de paja puesto mientras rociábamos el gaznate con copas de cubata de ron. ¿Patético? ¡No!. Fue la consecuencia natural de dos días en el Camino, llevando nuestros cuerpos al límite, comiendo mal, y descansando poco.
Nos lo habíamos pasado de miedo esa noche, bailamos y saltamos a pesar de los setenta kilómetros de pedaleo de ese día. Nos hicimos fotos de las que tenemos unos mágicos recuerdos. Era el peregrino tropical, nuestra forma de ser era esa, una conjunción perfecta de pasión por el Camino, duro esfuerzo en la bici, solidaridad y compañerismo en la ruta y diversión. Logroño definitivamente nos había regalado un homenaje y al fin nos habíamos encontrado. Casualmente, en un libro sobre el Camino escrito por un famoso escritor brasileño, el peregrino sucumbe a los aromas etílicos y pasa una noche de fiesta en Logroño.
Pocas horas después y con una ligera resaca, nos levantamos sobre las siete de la mañana, fuimos directamente a la estación de autobuses a desayunar, y allí tomamos el bus de las ocho y media hacia Burgos. Solamente Quico se mantuvo despierto observando el puerto de La Pedraja, y dibujando el perfil de esa futura etapa que iba a ser plato fuerte para el año siguiente en el Camino. Por fin en Burgos, caminamos hacia la estación de tren con nuestro equipaje, que sorprendentemente lo componía una pequeña bolsa de plástico con el neceser y una muda, todo lo habíamos facturado el día anterior.
En el tren estuvimos en un típico vagón de segunda de toda la vida con más gente, y nos reímos durante todo el trayecto recordando los hechos recién vividos. Al llegar a La Coruña estaban Cheché y Susana esperándonos, la primera parte del Camino de Santiago había concluido. El aprendizaje había sido útil para el siguiente año, y ya teníamos ganas de emprender de nuevo las aventuras del peregrino tropical.
–¿Dónde están las llaves del coche?- dijo Quico cuando estábamos metiendo las bicis en el coche. Empezamos perdiendo las llaves en las ranuras del coche de alquiler, cuando nos disponíamos a salir en busca de Ramiro. ¡Vaya susto!
–Quico, ¿no te habrás olvidado la credencial de peregrino?- exclamó Jesús mientras arrancaba el coche. Menos mal que lo dijo porque sí, se la había olvidado.
La salida de casa de Ramiro fue sobre las once menos cuarto del sábado. Hicimos una primera parada en Villafranca del Bierzo para desayunar, pero una tormenta había cortado la luz y no había nada caliente para comer. Seguimos de camino hasta Ponferrada, donde tomamos un bocata de tortilla y un café en un hotel en una curva justo a la salida de la villa templaria.
En el área de servicio de Burgos, y con medio millar de kilómetros recorridos, repostamos gasolina. Fue una parada técnica para liberar nuestros esfínteres, y tomar una ración de tortilla, unas bebidas y unos hojaldres. Había demasiadas empleadas tras la barra para atender a no muchos clientes, y se hacían un lío entre ellas tremendo. La que nos atendió se llamaba Marta y aunque inicialmente fue amable al final perdió los papeles como las demás. Había llovido durante gran parte del camino, y el olor a tierra mojada en la zona de parada era el característico de los días de verano tormentosos. Se repetían algunas escenas del año anterior.
El viaje duró poco más de siete horas, y sobre las seis de la tarde, habíamos llegado a Logroño. Seguía lloviendo aunque estábamos a veintidós grados y hacía bochorno. Quizás por la festividad del día no había nadie por la calle en la ciudad. Entramos directos al centro y fuimos reconociendo poco a poco la zona donde habíamos estado el año pasado: las zonas de ambiente nocturno, la zona de la plaza del Mercado,...
Elegir el hospedaje fue decisión ejecutiva. El primero que vimos ya nos lo quedamos, y a las siete menos cuarto, ya teníamos alojamiento cerca de la plaza de la catedral y de la zona de vinos (calle Laurel, calle Peso). Era el "Hostal Sebastián". Guardamos las bicis en la casa de Sebastián y nos dimos cuenta de que a aquellas horas aún estaban de sobremesa bebiendo whisky en su casa.
Dejamos el coche en la calle Gran Vía, al lado de una farmacia, y depositamos las llaves en un lugar indicado en la puerta de la empresa de alquiler. A Sebastián le extrañaba que viniésemos de Coruña con un coche matrícula de Madrid, y también que preguntásemos por una gasolinera para dejar lleno el depósito del coche alquilado. Sebastián era un hombre atípico, se cuestionaba cualquier cosa por peregrina que fuese y todo en nosotros le extrañaba.
–Umm,... peregrinos, gasolinera, bicicletas, coche de alquiler, ¿Madrid, Coruña?- cavilaba la mente de Sebastián. Un tipo simpático, con sus enormes gafas de pasta con unos cristales de hipermétrope que le resaltaban los ojos y acentuaban su aspecto despistado, un personaje para el recuerdo.
Esa noche fuimos de vinos por las calles típicas y tomamos un café en la plaza del Mercado, en la cafetería "La Fama", donde José Antonio de Ponteareas nos atendió muy amablemente otro año más. El resto de la larga noche discurrió según los avatares del peregrino tropical y los detalles se mantienen secretamente en nuestro recuerdo. Se volvían a repetir escenas del año anterior.
El despertar fue duro. Lo tomamos con gran parsimonia, y no nos dimos prisa en comenzar la etapa. Salimos a la calle ataviados con la indumentaria ciclista a conjunto, nuestro querido maillot rosa, y desayunamos unos deliciosos bocadillos en el bar de abajo del hostal. Preparamos nuestras alforjas, quedaba por recoger la habitación y preocuparse de no dejar nada olvidado, pues el desbarajuste del día anterior había sido monumental. Sebastián nos abrió la cochera donde estaban las bicicletas, nos colocamos el casco reglamentario, cada uno de un color distinto pero del mismo modelo, ajustamos los guantes y el cuentakilómetros a cero, montamos sobre las bicicletas y comenzamos a pedalear hacia el albergue de la calle Rúa Vieja, justo donde habíamos llegado el año anterior.
Doce del mediodía. Había comenzado una nueva aventura por la ruta milenaria. Era un día despejado, de calor, y nuestro espíritu estaba repleto de ánimos e ilusiones. Salíamos de Logroño, urbe en la que por dos veces encontramos nuestro arquetipo de peregrino. Lo hicimos por la calle de Barriocepo y cruzando por la histórica Puerta del Camino, también llamada del Revellín o de Carlos V.
Tomamos dirección Burgos. Entrábamos en tierras de epopeya, lugares de quimera, campos de batallas imaginarias, de resistencia a la invasión musulmana. Clavijo, ligeramente fuera de la ruta, muestra los restos de su castillo en lo alto de una montaña. Nuestro Hijo del Trueno, espada en mano, se apareció en medio de la lucha entre moros y cristianos decidiendo la batalla a favor de las huestes de Ramiro II rey de la Corona de Castilla, y la leyenda añadió un nuevo nombre a su persona, Santiago Matamoros. Quiso la historia cristiana convertir al apóstol en guerrero, en Santo adalid, patrón de las Españas, mitificando la célebre frase Santiago y cierra España.
Seguramente, nuestras mentes iban pensando en cosas más baladíes que quiénes derramaron su sangre mil años atrás. Probablemente, el interior de nuestro cerebro estaba en estado de recomposición neuronal, y con los baches de la ruta en los primeros kilómetros, además de la mochila que se le cayó a Quico, con ella también nos cayeron unos cientos de neuronas viles víctimas de traición por asfixia etílica.
A unos nueve kilómetros de Logroño, en Navarrete, y tras atravesar el Embalse de La Grajera, el sofoco de calor era mortal, así que nos planteamos tomar un primer tentempié para reponer fuerzas adecuadamente. Apoyamos las bicicletas en el albergue de peregrinos para sellar las credenciales, donde nos habían advertido que hasta el siguiente pueblo, Nájera a dieciséis kilómetros, no podríamos conseguir agua.
Decidimos comprar unos bocadillos en un bar próximo, beber algo, descansar un poco y avanzar hasta Nájera para comerlos allí.
–Hijos, los he hecho de lomo y les he puesto unos "pimienticos" para que se os hagan más jugosos- dijo la dueña del bar tras hacerlos con el esmero de una madre mientras nos los envolvía en papel de aluminio.
Una procesión en honor a San Roque pasaba por las calles de Navarrete mientras esperábamos nuestro bocadillo. El responsable del albergue, un hombre muy agradable, quizás rayando en lo afeminado, nos invitó a conocer las instalaciones. No le hicimos mucho caso y entramos poco más que al rellano. Hicimos una foto en las calles típicas de este pueblo en fiestas y mientras Quico apartaba un contenedor de basura que estropeaba la foto, una vecina del pueblo empezó a vociferar pensando en que lo queríamos robar.
Salimos de Navarrete. En ese momento discurríamos por el arcén de la N-120, entre el kilómetro 11 y 16, donde algunas señales engañan al peregrino para que se dirija a localidades cercanas que no pertenecen al Camino, ya sabíamos de los intereses turísticos de la gente pues en las guías actuales hasta vienen indicadas estas falsas referencias. La tranquilidad de nuestro pedalear nos permitía parar para saborear la fruta de los árboles ajenos, para discutir sobre qué cultivos había en uno u otro sembrado, o para charlar con un pastor, con su rebaño de ovejas bien dirigido, que llevaba en sus brazos un pobre corderillo muerto.
El Camino asciende entre campos de labor hasta un collado donde paramos a contemplar las vistas, muy cercano al Poyo de Roldán, lugar de leyendas épicas. Algunas veces el legado de la historia es tan ingenioso y ocurrente que se aproxima a lo humorístico. He aquí una muestra de ello, pues en el lugar donde nos hallábamos, Roldán, un valiente caballero de Carlomagno, tomó una piedra y la lanzó fuertemente hacia el castillo de Nájera, donde estaba sentado el gigante sirio Ferragut, que más fuerte que Goliat tenía atemorizada a la población. Ferragut cayó derribado y murió.
Desde este cerro es todo bajada hasta cruzar, sobre unas tablas de madera, el angosto cauce del río Yalde. Tras pasar los restos de una antigua explotación petrolífera y una montaña de grava, tomamos dirección equivocada hacia Huércanos por una larga recta cuesta abajo. La sensación de avanzar un par de kilómetros sobre una pista asfaltada y sin pedalear nos relajó tanto que no nos percatamos de nuestro error. Algo contrariados tuvimos que desandar el tramo ahora ligeramente cuesta arriba.
Llegamos a Nájera, del árabe lugar entre peñas, donde hicimos una parada junto al río Najerilla a una hora estratégica, la de comer. A la fresca de los árboles disfrutamos de los sabrosos bocadillos que nos habían preparado. Entre bocado y bocado, en silencio, contemplábamos a nuestro lado a otros ciclistas. Había un par de chicas, una francesa y otra japonesa, ambas un tanto peculiares, y con las bicis llenas de bultos hasta los topes, llevaban mucho más peso que nosotros. No éramos los únicos que descansábamos en un lugar tan apetecible. Incluso extendimos las esterillas para tumbarnos en el césped y la modorra tras la comida retrasó un rato la reanudación del camino.
Hubiera sido más instructivo emplear el tiempo visitando las innumerables obras arquitectónicas que los siglos han dejado aquí, pero escogimos en su lugar el descanso y un remojón en el río. No llegamos a bañarnos de todo pues teníamos la comida justo encima, pero sí nos mojamos los tobillos y nos salpicamos un poco. Además, era necesario refrescarse tras haber dormido poco la noche anterior que había sido de jarana.
Salimos de Nájera por una pista terrenal en continuo ascenso, el calor era agobiante y a esta dureza se unió la tensión nerviosa que nos provocó un perro. Al tiempo que subíamos la empinada cuesta el perro rondaba a un lado y otro de las bicicletas enseñándonos los dientes y ladrando ferozmente. Menos mal que un motorista se cruzó un poco más arriba de nuestra altura y con el ruido de la moto se llevó al perro con él.
Nada más pasar Azofra nos desviamos hacia San Millán de la Cogolla, fuera del itinerario jacobeo. Un sol implacable nos hizo sudar como fuentes hasta el punto de que veíamos pendientes impresionantes que realmente no existían. Mirábamos el velocímetro y nos costaba superar los quince kilómetros por hora. Nos preguntábamos si sería un falso llano, o un viento imperceptible en contra, o el cansancio. Paramos en una fuente a beber y el agua nos sabía mal, no podíamos calmar la sed. Por fortuna faltaba poco para llegar a San Millán y el final era todo bajada.
Una vez allí nos deleitamos con la contemplación de los Monasterios de Yuso y Suso. Hicimos una visita al Monasterio de Yuso (el de abajo) con un guía muy dinámico y muy expresivo en sus comentarios. Recordamos sus explicaciones, la del alabastro, hecho con agua, yeso y cal en proporciones similares; la atemporalidad de los sucesos descritos en un cuadro donde estaba Santiago Matamoros; el simpático fascitol, mueble donde se colocaban los libracos de la época y se giraban para su lectura; el modo de elaboración de las hojas de los libros; y cómo han hecho para que no se caiga la iglesia inyectando cemento a presión hasta cincuenta metros de profundidad en la base de las columnas. ¡Qué culturales! Sin embargo, casi al final de la visita, la elevada temperatura existente en algunos de los habitáculos en los que entramos nos provocó, según Quico, el médico del grupo, una "reacción vagal" a los tres. En términos populares fue una bajada de tensión brutal consecuencia del esfuerzo que llevábamos encima. Tuvimos que abandonar la visita, salir de allí e ir al retrete tan pronto como pudimos. Evidentemente era el día de la resaca.
Al retomar el pedaleo casi nos vamos de bruces al suelo, una especie de canaleta en medio del carril trababa la rueda de la bici si no estábamos atentos a ella. Era tarde y teníamos que llegar a Santo Domingo pues estábamos en el medio de nada, y la situación corporal nos impedía tomar aliento positivo. Nos imaginábamos que salir de allí sería muy difícil puesto que unos ocho kilómetros serían de subida, los que habíamos bajado antes, y luego quedaban otros diez más en llano hasta llegar a Santo Domingo de la Calzada.
Increíblemente avanzamos mucho más cómodos de lo que pensábamos, por lo menos en las primeras rampas. Más tarde, Ramiro tuvo que bajarse de la bici para subir alguna cuesta que otra, mientras Jesús y Quico, a duras penas, subían con un "11", en nuestro argot plato más pequeño y piñón más grande, casi a la misma velocidad que Ramiro andando. Fue un final de auténtico suplicio.
–¡Ehhh!, ¿dónde vais, que es aquí?- gritaron desde el albergue de peregrinos de Santo Domingo cuando nos vieron pasar delante del edificio como una exhalación.
Alegría. Llegamos al albergue. Mejor dicho nos pararon ellos, porque tan ciegos íbamos que ni lo vimos. Era muy tarde, sobre las ocho y media, y ya no quedaban camas, pero nos daba igual. Nos alojamos en un pabellón del edificio donde se daba cobijo en el suelo a otros 30 peregrinos más. Había tableros de aglomerado para no sentir el frío cemento y el resto lo harían nuestra esterilla y nuestro saco de dormir.
Aprovechamos las instalaciones para lavar y tender la ropa y tras una ducha, fuimos a cenar a "Las Teresitas", una Hospedería de la Orden del Císter de Nuestra Señora de la Anunciación del siglo XVII. Las monjas nos dieron muy bien de cenar, los platos eran muy abundantes e incluso se podía repetir, era el menú del peregrino, y nos sentíamos dignos de recibirlo. Cuando las monjas nos llenaban el plato se apreciaba en ellas una actitud de ánimo y deseo de reconfortarnos tras nuestro esfuerzo. No todo era altruismo porque pagar claro que pagamos, pero la sensación era semejante a la de llegar del colegio a casa y tener la cena hecha por tu madre. Durante la misma, ya relajados, nos carcajeábamos otra vez de nuestras andanzas del Camino, y entre otras cosas nos reíamos porque sin darnos cuenta estábamos soltando palabrotas muy poco apropiadas para la compañía que habíamos elegido.
Pronto volvimos al albergue y nos fuimos a dormir, mejor dicho a descansar de forma horizontal, ya que casi no pegamos ojo por un roncador crónico que dormía cerca de nosotros. Eran los inconvenientes de dormir en grupo, pero un vecino de "cama", nos recomendó poner papel higiénico en los oídos para amortiguar el ruido del ronquido. Funcionó, a Dios gracias, y rendimos nuestros cuerpos al sueño profundo.
Nuevamente en ese sueño volvíamos a aparecer los tres ante Santiago esta vez Matamoros, vestíamos según los estándares del peregrino tropical, con pantalón de guiri a conjunto, camiseta estampada, las maracas, el gorro de paja, y una copa de cubata de ron en la mano.
–¡Vosotros, osados peregrinos, infieles transgresores de la tradición jabobea!- exclamó Santiago Matamoros a lomos de su caballo blanco encabritado y blandiendo una afilada espada con sangre sarracena en su hoja- ¡Sabed que a partir de ahora vestiréis la famosa y típica indumentaria del peregrino, con sus siete elementos según manda la iconografía jacobea: sombrero de ala ancha, para protegeros del sol y la lluvia; abrigo con esclavina, por el frío y la nieve; calzado resistente, para pisar las infinitas piedras del camino; bordón, para apoyaros e incluso defenderos de algún que otro zorro; calabaza, para guardar el vino y el agua; zurrón, para la comida y otros enseres; y la concha venera o vieira, prendida en el sombrero!.
–¡No, eso no, como Zapatones no, clemencia!- suplicábamos al imaginarnos vestidos como un viejo conocido de la ciudad de Compostela que actúa de reclamo para los turistas.
Santo Domingo de la Calzada dormía, hasta que los gallos nos despertaron de nuestras fantasías a las cinco de la madrugada.
Amanecimos en otro enclave histórico. "Santo Domingo de La Calzada, donde cantó la gallina después de asada". Leyenda triste de amores con rencores y progenitores llenos de fe, famosa historia conocida en toda España y transmitida de padres a hijos.
Idónea fue la elección del lugar para desayunar, el mismo local de las monjas Teresitas, que nuevamente nos brindaron su humilde ayuda al peregrino a tan temprana hora. Emprendimos ruta hacia las ocho de la mañana, tras dedicar unos minutos a inflar la rueda de la bicicleta de Ramiro. A nuestro lado, unos andaluces que conocimos en el albergue estaban haciendo fotos a una moza. Sí, sí, a la "moza de La Rioja", como aquí llaman popularmente a la grácil torre barroca de setenta metros de la Catedral.
Atrás quedaba Santo Domingo que abandonamos recorriendo el empedrado de su calle Real. La espesa niebla de esa mañana había rebajado las temperaturas matinales más de lo normal, y aunque salimos bien abrigados con chubasqueros, tardamos en entrar en calor. El que vestía Ramiro tenía aberturas para la transpiración, pero lo que era inicialmente un avance técnico de la prenda, al final se convirtió en un colador de frío cierzo.
Avanzamos los primeros siete kilómetros entre una neblina que se licuaba en agua y nos empapaba desde la cabeza a los pies. Entre incómodos y desagradables sudores fríos, provocados por el tejido del impermeable, llegamos hasta un pueblecito llamado Grañón, donde hospitalariamente nos ofrecieron un suculento desayuno. El segundo de la mañana, y todavía sin haberlo merecido.
Un grupo de gente vinculada con el Camino y que ya lo habían hecho en otras ocasiones, mostraban lo mejor de sí mismos para ayudar a los caminantes y ciclistas. Casi todos los peregrinos que llegaban, paraban a reponer fuerzas. Frente la iglesia del pueblo, y bajo unos soportales, habían instalado una larga mesa, y ahí había café, leche, galletas, bollos y sandía para aquel que lo necesitase. El verdadero significado del altruismo lo encontramos en Grañón, en aquellas gentes que disfrutaban sirviéndonos, hasta hacernos sentir algo violentos por lo inusual de esta actitud. Profusamente, agradecimos su gesto, que no se percibía como un servilismo devoto o piadoso, sino como una manera de compartir momentos y vivencias entre amigos del Camino.
Aquí conocimos a Miriam, una joven navarra de Vera de Bidasoa que hacía el Camino sola. Estaba acostumbrada a practicar descensos en bicicleta de montaña y dábamos fe de ello por las gruesas piernas que tenía.
No nos fuimos de Grañón sin sorprendernos todavía más. Cuando montábamos en las bicicletas para reemprender la ruta, vimos una pequeña arquilla con billetes y monedas y un texto escrito sobre una cartulina que decía: "Peregrino, deja lo que te sobre y toma lo que te haga falta".
Confusos por estas circunstancias, salimos del pueblo por la bajada hacia Redecilla del Camino, donde casi perdemos la senda buena. Unas peregrinas también algo perdidas nos pararon y nos indicaron la dirección correcta. Continuamos bajo un cielo todavía gris hacia Belorado, "Belforatos, lugar hermoso y angosto", y entre pedalada y pedalada y por los constantes e innumerables botes y saltos que dábamos, se rompieron las mochilas de Quico. Encima, la rueda delantera de Ramiro perdía aire y daba aspecto de pinchada. Aparecían los primeros problemas técnicos.
En Belorado paramos cerca de una hora para reparar la mochila y cambiar la rueda. Ramiro, que llevaba quejándose del peso de sus alforjas desde que salimos de Logroño, aprovechó para soltar lastre y facturó por correo a su casa casi tres kilos de bultos innecesarios de su mochila, incluido un sillín de repuesto que traía.
Hicimos la parada en la gasolinera, quizá el lector se imagine un moderno complejo de surtidores y tiendas del cuasimonopolio español, pero no, era un sórdido bloque de cemento de cuatro metros con una única manguera, y manchado de aceite y grasa por todo su alrededor.
–¿Vais a estar toda la mañana aquí?- nos dijo el gasolinero en un perfecto tono de tosquedad y grosería. Llevábamos un rato con las bicicletas apoyadas en la pared de su bloque, y quizás le estábamos espantando la clientela, o no le gustaban los llamativos colores de nuestros maillots.
Habíamos perdido casi una hora en estos menesteres, y encima no fue de descanso, sino de agobio por la cantidad de camiones que pasaban a nuestro lado, y un sol justiciero que empezaba a calentar. Hartos de ese infortunio fuimos a comprar un poco de fruta al supermercado. Había una cola interminable, pero un kilo de manzanas y un rollo de cinta aislante, así como nuestra cara de prisa fue suficiente para que nos dejasen colar.
Aún nos quedaban cuarenta y cinco kilómetros para llegar a Burgos, y continuamos camino hacia Villafranca de Montes de Oca. Enclave fundamental del Camino y frontera oriental de Castilla. El terreno hasta aquí es muy seco y pajizo, se discurre entre calurosos campos de cereales poco propicios para el avance de los tubulares, pero sí para arriesgarse a un pinchazo.
Dicho y hecho, pincha la rueda de la bicicleta de Jesús. Al menos, sólo estábamos a medio kilómetro del pueblo, y aprovechamos la parada, además de para reparar el pinchazo, para comer un tremendo bocadillo de tortilla con jamón.
Apoyados contra la pared de una casa, y a la sombra de un sol que a esa hora, serían casi las dos del mediodía, fundía el asfalto y bloqueaba las maniobras de cualquier organismo vivo, nos vimos obligados a descansar para afrontar con garantías el Puerto de la Pedraja, a 1.150 metros sobre el nivel del mar. No era el lugar apropiado, ni fue de nuestra elección, carecía del idílico río y arboleda de Nájera, pero teníamos lo imprescindible, comida, bebida y sombra, para recuperar las energías necesarias.
Al igual que en Belorado, el ruido de los camiones que cruzaban Vilafranca, la villa de los francos, añadía la nota discordante, y el enrarecido ambiente, mezcla de polvo y humareda de carburante, estaba adherido al sudor de nuestro cuerpo.
Pusimos a secar la ropa del día anterior. No teníamos prisa de retomar un camino que la guía describía como de extrema dureza. Curiosamente, subiríamos estos fríos montes, antiguamente habitados por temidos bandidos, pero no los bajaríamos, ya que entrábamos en la llanura de Castilla, el pequeño altiplano español.
La subida a La Pedraja por carretera debía ser muy dura por lo que vimos el año anterior en el autobús pero por el Camino fue matadora. El trecho inicial de subida tenía rampas del once por ciento, pero las lluvias caídas desfiguraban el perfil del terreno formando surcos y lo hacían impracticable. No hay posibilidad de montar en bicicleta y pedalear por el abrupto camino en unos cuatro kilómetros que recorrimos caminando y tirando de la bici hacia arriba. Sudábamos hasta la extenuación, sin embargo, en poco tiempo alcanzamos un nivel de elevación considerable y como recompensa bien merecida a ese esfuerzo las vistas panorámicas hicieron su aparición para gozo de nuestros sentidos.
Llegamos antes de lo previsto a la Fuente de Mojapán, donde teníamos pensado parar para descansar y beber un poco. Hicimos unas fotos y Ramiro, aprovechando las ventajas de mil años de progresos en la historia del Camino, llamó por teléfono a Borja, un compañero de trabajo, al que le comentó las aventuras y desventuras de nuestro peregrinar. Desde aquí el trayecto sería más suave. Quedaba el punto más alto que no coincidía con el puerto, señalado por la Cruz de los Caídos en honor a los muertos en la Guerra Civil española, y que pasamos con la ilusión de que la subida se acababa.
Nos las prometíamos felices y fue entonces cuando Ramiro pinchó de manera espectacular su rueda trasera. Bajo un sol calcinante, nuevamente otro pinchazo, el segundo a arreglar en el día, además de la rueda de Belorado. Resignados, seguimos adelante tras tremendas bajadas y subidas continuas, estábamos casi en la cima de la Pedraja, se veía la carretera abajo, y... ¡válgame Dios!, de nuevo la rueda trasera de Ramiro, la misma de antes pero ahora con la cubierta herniada. La cámara se salía por fuera de la cubierta y los pinchazos caerían irremediablemente uno tras otro si no arreglábamos pronto este desaguisado.
Aunque podíamos cambiarla, tanto salto y mal camino, nos auguraban un nuevo pinchazo en menos que canta un gallo, y Ramiro siguió pedaleando lentamente sobre la cubierta dañada. Seguimos así durante cuatro kilómetros hasta llegar al Monasterio de San Juan de Ortega, un lugar privilegiado, otro enclave mítico del Camino, y un paraje estupendo tanto natural como artístico. La soledad de este conjunto monumental convierte al monasterio en el lugar en que cualquier mortal se pararía para meditar durante horas y horas.
Dicen de este lugar que se construyó para apoyar a los peregrinos en su ruta, pero lo realmente increíble es el faraónico cálculo que hicieron los arquitectos de la época para conseguir que un rayo de luz apuntase directamente sobre una imagen de la Anunciación, situada en un capitel románico de una columna del interior del templo, justo y únicamente el día del equinoccio de primavera, es decir nueve meses antes del día de Navidad.
–¿Tienen algo de beber?- dijo Jesús al entrar en un bar que había en el recinto del monasterio.
–¡Por supuesto, esto es un bar!- contestaron de forma jocosa los chavales que estaban allí.
–Bueno, pues ponme tres latas frías de té con limón- replicó Jesús tranquilamente y sediento.
–¡Ay!, esas cosas tan modernas, no- dijo el del bar ignorando a qué nos referíamos. Nos dieron unos refrescos de los clásicos y sanseacabó.
En el monasterio reparamos el pinchazo con calma, mientras Jesús se enteraba por dónde había tiendas de bicis en Burgos, y de paso como discurría la contrarreloj de la Vuelta Ciclista a Burgos. Ante el apremio de la hora, era primordial llegar a la capital burgalesa cuanto antes para encontrar una tienda abierta y poder cambiar la machacada cubierta y también para comprar unas alforjas para Quico. Este percance técnico fue el motivo que nos desvió de la senda original, y optamos por las fáciles pistas asfaltadas para evitar nuevos pinchazos. Hicimos los dieciocho kilómetros que nos restaban hasta Burgos por carretera. Nos dio mucha pena no poder seguir el itinerario del Camino y pasar por Atapuerca donde está el mayor yacimiento del mundo de restos de nuestros antepasados. En el fondo, no incumplíamos la ruta milenaria porque en San Juan de Ortega se dividía en tres ramales que llegaban a Burgos, pero el de Atapuerca había sido el elegido por Aymeric Picaud y a la postre el más recomendado en las guías.
Llegamos a Burgos sobre las siete de la tarde, once increíbles horas después de la salida, y con tan sólo cinco horas y media de pedaleo. Llevábamos apuntada en una nota la dirección de una tienda de bicis a la entrada de la ciudad, en la Plaza de San Bruno, y allí fuimos. El amable dependiente nos cambió la rueda, Ramiro compró una cubierta de calidad no fabricada en Taiwan, y nos hicimos acopio de cámaras de recambio, un chubasquero para Ramiro, y unos manguitos de lycra para Quico y Ramiro. La anécdota fue que al llegar al albergue, Ramiro ya había perdido sus manguitos recién comprados, y luego Quico le vendió los suyos, al mismo precio evidentemente.
De camino hacia el albergue nos cruzamos con otra tienda de bicis a la vera del río. Quico compró finalmente unas alforjas para sustituir las destartaladas desde Belorado. Cruzar Burgos no fue tarea cómoda, pues el cansancio de la etapa y la lluvia que comenzaba a caer tras muchas horas de sol, ponían la guinda para un final lleno de dificultades.
El albergue, al final de Burgos, estaba atendido por voluntarios que organizan las tareas de recepción y acogida a peregrinos. Eran dos chicos alemanes un poco despistados, imbuidos en su carácter germano de cabeza cuadrada, con los que después de hablar un cuarto de hora, no llegamos a ningún entendimiento, ni admitían ningún tipo de flexibilidad en horarios de llegada.
–¡Qué diablos hacen unos "guiris" regentando el albergue! ¿Acaso no hay españoles voluntarios para hacer esto?- exclamó Jesús harto de que los tozudos teutones repitiesen que las bicicletas no quedarían a buen recaudo y que nos las podían robar.
–¡Vaya albergue! Te advierten que han robado bicicletas y enseres de peregrinos, y que, además, no hay vigilancia; eso sí, estos siguen con la sonrisa estúpida en los labios como quien se cree hacer la labor humanitaria del verano en un albergue de peregrinos español- ironizaron Ramiro y Quico.
Además, el hacinamiento en este albergue era total, y un poquillo mosqueados decidimos buscar un hostal en el centro, para así, poder tener más tranquilidad y ver un poco de Burgos sin límites horarios. Preguntamos por alojamiento a un policía municipal, nos miró con cara de asco y no nos ayudó. Entonces, nos buscamos la vida como pudimos, habíamos preguntado en varios hostales y hoteles sin suerte, y para colmo seguía lloviendo, y esta vez a mares. Al final, por la calle San Cosme, encontramos el Hostal Temiño. Ahí nos dejaron subir y guardar las bicicletas por un módico precio.
Nos regalamos una merecida ducha en el hostal que contaba con todas las comodidades mínimas. Otra vez nos ataviamos con nuestra usual vestimenta a conjunto, y fuimos a cenar a la Plaza de España. Esta vez salió a relucir el peregrino acaudalado, y entramos en un restaurante a la carta, el "Mesón Rincón de España". La elección fue fácil, tomamos un delicioso cordero de Burgos, típico de la zona, con un buen vino, además el servicio fue exquisito. De la factura se hizo cargo Quico, que invitó en un canto alegórico a la amistad, un brindis por Quico.
Para digerir la extraordinaria cena vagamos campechanamente por las callejuelas burgalesas, mojándonos las sandalias y los pies por la intensa lluvia todavía acumulada en forma de charcos, y contemplando con admiración la Plaza del Ayuntamiento, la Puerta Real, y como no la Catedral, la archiconocida Catedral Gótica de Burgos. Esta ciudad, la ciudad del Cid Campeador, Don Rodrigo Díaz de Vivar, también peregrino como cuentan los cantares, se fundó como defensa del reino de León de la ofensiva mora, y se desarrolló como la gran urbe que actualmente es por los miles de peregrinos que, volviendo de Compostela, no regresaron a sus hogares eligiendo la hospitalidad burgalesa como lugar para pasar el resto de sus días.
A la hora bruja nos metimos en cama tras otro día de bicicleta rodando por la senda milenaria. Y si el día anterior, el cansancio hizo mella en nosotros por la resaca de la noche de llegada a Logroño, esta jornada había sido la de los problemas mecánicos y logísticos, que supimos resolver sin problemas, pero que nos privaron de alcanzar instantes de felicidad que otros peregrinos habrían encontrado ese día. Pero no pecamos de egoístas, y daban fe de ello los comentarios de última hora antes de dormir, que no eran para esas pequeñas incidencias, sino para el Camino. Estábamos tomando la conciencia real del viaje, y faltaba muy poco alcanzar la plenitud del mismo.
Quisimos alargar el placentero descanso en un blando colchón y deliberadamente programamos el despertador para más tarde de lo habitual. Tomamos el desayuno en un bar bajo el hostal, cuyo dueño pensaba ingenuamente que éramos ciclistas profesionales que participábamos en la "Vuelta a Burgos". En la alternancia diaria de vestimenta, aparecimos esa mañana los tres a juego enfundados con el maillot rosa, y al buen hombre lo confundimos.
–Venga chavales, llevaros estos bocadillos para que los "jamones" os respondan bien sobre la bici- exclamó el del bar.
–No gracias, con esto tenemos suficiente- respondió Ramiro tras haber pedido algo de bollería fresca, cafés dobles y zumo natural para los tres.
–¿Hasta dónde vais hoy?- preguntó el dueño del bar, calculando el recorrido oficial de la Vuelta.
–No lo sabemos, cuando lleguemos a Castrojeriz, ya veremos hasta dónde podemos llegar- respondió Jesús.
–Pero,... ¿cómo que no sabéis?,...- preguntó extrañado por nuestra respuesta- Pero, ¿no sois de la "Vuelta"?
–Umm, ...,no, claro que no, .. ¡ja, ja, ja!, somos peregrinos y vamos a Santiago- respondimos al unísono.
Con anécdotas comenzábamos el día, ya que seguidamente fuimos al supermercado de al lado a comprar algo de fruta para el camino, donde nos encontramos a la dependienta y a una clienta hablando de Galicia.
–¡Qué bonito!, ¡y qué temperaturas tan agradables este año!, yo me iré a morir a Galicia- dijo la clienta. Ciertamente no pudimos quedarnos callados y metimos baza al oír la conversación, tratando de vender todavía más la imagen de "Galicia Calidade", hablando de sus playas, de la gastronomía, de Santiago y de La Coruña.
Antes de arrancar, Quico se dirigió a una estafeta de correos para facturar las mochilas rotas. Al fin, tras inmortalizarnos con las fotos de rigor en la ciudad que baña el río Arlanzón, retomamos la ruta jacobea a las..., ¡las 11:30 h!.
Era nuestra quinta etapa real en el Camino, y su inicio y final coincidía con el de la sexta etapa fijada por Aymeric Picaud en su Códice Calixtino. Solamente había una diferencia crucial, mientras el peregrino de la época viajaba con la firmeza de su caminar, nosotros, espejo del progreso, pedaleábamos sobre máquinas que te transportaban a doble e incluso triple velocidad.
–Es imposible, ¿cómo podrían los peregrinos medievales recorrer el Camino en trece jornadas?- manifestó Quico, incrédulo ante lo que Ramiro estaba leyendo en la guía- Además, las dificultades orográficas o logísticas eran mayores que las actuales.
–La verdad es que es muy difícil, pero lo hacían- contestó Jesús- y no me extraña, porque yo sé de alguien que se aproxima mucho a ello. Un familiar por parte de mi madre que vive en Navarra, al que apodan el "Patillas", ha recorrido andando el Camino de Santiago más de diez veces, y en una de las veces llegó a Santiago, a casa de mis padres, tras dieciséis jornadas de marcha.
–¡Dieciséis días!- exclamó sorprendido Ramiro- Pero si casi tarda lo mismo que nosotros en bicicleta.
–Lo mismo pensé yo cuando me lo dijo mi madre- dijo Jesús- pero este "Patillas" está acostumbrado a caminar y no hay quien le gane, incluso cuando se celebra la Javierada en Navarra se recorre cien kilómetros de un tirón.
Resignados y a la vez indiferentes por las hazañas ajenas cruzamos nuevamente por la explanada donde estaba el albergue que habíamos rehuido el día anterior, y escapamos de la zona urbana rodando por la carretera N-120 en dirección a Tardajos, a escasos seis kilómetros de la capital. Aquí abandonamos la carretera por una pista que nos llevó hasta Rabé de las Calzadas.
–"De Rabé a Tardajos no te faltarán trabajos. De Tardajos a Rabé, libéranos Dominé"- leyó Ramiro en nuestra compañera de viaje, una guía del Camino que habíamos fotocopiado y que llevábamos enrollada dentro del hueco de la esterilla. El lugar más apropiado y práctico para extraerla y guardarla multitud de veces, todas las que fuesen necesarias para no pasar como maletas por los pueblos sin enterarnos de nada.
–¿Qué dices Ramiro?- preguntaron Quico y Jesús, que estaban preparando la cámara de fotos para hacer una instantánea automática en una fuente estilo Gaudí, en el centro de la villa de Rabé de las Calzadas.
–Es un dicho popular originado por las labores que ocasionaban las crecidas del río Urbel que anegaban estas tierras y dificultaba la marcha de los peregrinos- explicaba Ramiro, después de leerse la historia, mientras Quico le estaba dando de comer un poco de fruta a un perro que jugueteaba por allí.
Este pueblecillo nos maravilló, y alargamos placenteramente la parada. Seguíamos aprendiendo cómo se debía hacer el camino, y esta vez no nos equivocábamos.
–El peregrino para cuando no está cansado- frase del día que sentenciamos convencidos y plácidamente apoyados sobre aquella fuente de Rabé. Todavía estábamos en el kilómetro trece de etapa y eran ya las dos del mediodía, otrora motivo de preocupación y generador de prisas no consejeras.
La continuación de la ruta fue dura, continuas subidas y bajadas de complicadas rampas, infinidad de cantos y guijarros de tamaño suficiente para que la rueda tuviera que esquivarlos en vez de pisarlos, profundos baches provocados por la acción del agua. Dábamos saltos de forma incesante, y la pericia en la conducción era el arma a usar en este trecho, incluso Jesús se llegó a caer de la bici por lo despacio que avanzábamos, no se hizo daño, más bien se tronchaba de risa por lo infantil de la caída. Quico estaba algo flaco de fuerzas en el principio de esta etapa y le costaba mucho digerir todas las penurias del itinerario bajo el insoportable calor reinante. Fue también curioso, pero resultó el día que más peregrinos a pie encontramos.
La dificultad de tránsito se veía recompensada por la belleza de los paisajes. En lo alto de una colina, donde un peregrino italiano nos hizo una preciosa foto, se divisaba el pueblo de Hornillos del Camino. Llegar hasta él suponía enfrentarse a una pronunciada bajada de poco más de mil metros que casi ni los frenos podían contener. Era muy peligroso coger velocidad ya que las piedras sueltas y las roderas de los tractores hacían estragos en la dirección siendo muy fácil ir de bruces al suelo y estrenar el casco. Afortunadamente, no caímos en esta pendiente, pero sí nos encontramos por el suelo un montón de piezas de fruta, rastro de unos peregrinos ciclistas que nos habían adelantado anteriormente. Eran los andaluces que habíamos conocido en Santo Domingo.
El día estaba totalmente despejado y hacía mucho calor, calor de Castilla en agosto. Seguían los ligeros repechos que hubieran sido más fáciles de remontar con un firme más liso. Con tanto traqueteo, lo que más nos dolían eran las muñecas, prácticamente no aguantábamos más de dolor, y las relajábamos en cuanto podíamos.
Al poco rato y antes de llegar a Hontanas, nos encontramos a tres mujeres a la sombra de un pequeño arbusto en medio del dorado paisaje de Castilla. Vernos encima de las bicis con el rostro apergaminado, cargando con pesadas alforjas por aquellos escarpados caminos, provocó en ellas un sentimiento de compasión. Al fin alguien se apiadaba de nosotros. Casualmente, ellas también habían comenzado el Camino el año anterior y no tenían intención de terminarlo hasta el siguiente como nosotros. Hacían el Camino a pie, sin prisas, disfrutando en cada metro de la belleza de un árbol, de un riachuelo, o de una avecilla. Seguíamos aprendiendo del Camino.
Había otra fuerte bajada hasta Hontanas, muy pronunciada y peligrosamente arriesgada, y otra agonía para nuestras castigadas muñecas. La fortuna siguió a nuestra vera, y poco después hacíamos un bien merecido descanso.
–"Esta es la fuente de la Estrella, no encontrarás en el Camino ninguna como ella y en la agonía te acordarás de ella"- fue la pequeña historia que un lugareño nos contó cuando nos disponíamos a llenar los bidones en esa fuente de dos caños, de la que manaba un agua muy fresca y abundante. Este pueblo, en el kilómetro treinta y dos de etapa, es famoso por sus fuentes, que han saciado la sed de muchos peregrinos.
Así hicimos y descansamos un cuarto de hora antes de continuar la marcha. A la sombra, con los pensamientos desvaídos y en silencio, contemplábamos la fuente, hipnotizados por el melodioso rumor del agua. Un peregrino extranjero estaba recostado en el borde de la fuente, con un sombrero que le cubría parte de la cara y la cabeza para protegerse del sol, la fuerza de los caños le salpicaba de vez en cuando. Inmóvil desde que habíamos llegado, ni se inmutaba cuando la gente bebía o llenaba sus garrafas, convirtiéndose por momentos en parte pétrea de la fuente. Era su instante de felicidad, y también el nuestro al ver en el alma ajena las sensaciones que brinda el Camino. Seguíamos aprendiendo.
Proseguimos. El Camino discurría paralelo a una pista sin tráfico asfaltada hasta Castrojeriz. Pedaleábamos a la par ocupando toda la carretera, a lo largo de una arboleda de plátanos de paseo plantados a ambos lados que nos proporcionaba sombra y un agradable frescor; la uniformidad del asfalto nos devolvió un poco del necesario descanso. En el trayecto se atraviesa literalmente el Monasterio de San Antón de estilo románico y en ruinas. Jesús se paró y se puso a leer sus características en la guía. Las bóvedas de las ruinas hacían eco y magnificaba la voz de Jesús, de tal manera que un halo de grandiosidad convirtió aquel momento en otro instante de felicidad en el Camino.
Poco antes de llegar a Castrojeriz, población que llegó a tener hasta siete hospitales en su época esplendorosa, contemplamos la Colegiata de Nuestra Señora del Manzano, cuyo origen se remonta al siglo IX. Castrojeriz está situado en una alta colina que subimos hasta arriba para buscar nuestro descanso y comida. Paramos en la "Taberna", un edificio del año 1.794 reconstruido que ahora servía de bar en el pueblo. Al cuñado de la dependienta, el que nos hizo los bocadillos, se le fue la mano con el jamón, y nos pusimos las botas. Estuvimos charlando un rato con el dueño, que mostraba mucha ilusión por hacer el Camino en el futuro, y en el fondo hasta sentíamos que le dábamos algo de envidia. Mientras tanto, su hijo nos estaba todo el rato preguntando si éramos del "Depor", el equipo de fútbol coruñés. Habíamos tendido la ropa a secar antes de comer y nos habíamos puesto las chancletas para descansar los pies. Teníamos ya la logística dominada y el sol iba a secar todo enseguida.
Con el estómago lleno podíamos pensar con sentido en lo que se nos avecinaba. Iniciamos el descenso hacia la planicie para divisar en la distancia el siguiente hito del Camino: el Teso o Cerro de Mostelares, una subida muy pronunciada de más del trece por ciento de pendiente sobre un camino de tierra y piedras.
Antes de la subida nos encontramos a los andaluces que a primera hora de la mañana nos habían adelantado al salir de Burgos. Nos hicieron unos comentarios que nos parecieron a los tres un signo de jactancia y de chulería. Pretendían dormir la siesta después de una comida regada con vino.
Estábamos un poco atemorizados con la impresionante subida al Teso. Ramiro y Quico se bajaron de antemano, se echaron crema para el sol, e iniciaron la subida andando y tirando de la bici sudando como fuentes. Por el contrario, Jesús, en una de sus cabezonadas e histerismos de máximo esfuerzo, intentó subirla enteramente montado en la bici y tramo a tramo lo consiguió. Lo cierto es que el empeño bien merecía la pena por el paisaje que se contemplaba desde lo alto. Fue curioso durante la lenta subida el ver que el suelo estaba lleno de mica, unos pequeños trocitos de mineral que reflejaban el sol.
Ahí arriba la visión es espectacular, la vista alcanza más de treinta kilómetros y el horizonte sólo se limita por la esfericidad del planeta. Son apenas 1.200 metros de subida pero es uno de los repechos más duros del Camino de Santiago, y en pocos lugares como éste, uno tiene la posibilidad de afirmar con certeza que tiene el mundo bajo sus pies. Jadeando del sobrehumano esfuerzo y todavía presos de la soberbia panorámica en 360 grados inmortalizamos el momento mediante una fotografía memorable.
Azafranada, áurea, implacable, es la llanura de Castilla, el paisaje nos transforma, divisamos a lo lejos una línea serpenteante entre campos de trigo cosechado que nos lleva hacia Santiago, ¡es el Camino, qué día!. No hay palabras para describir las increíbles sensaciones que recorrieron nuestras venas durante la media hora que permanecimos allá arriba, y escribir sobre ello es de una audacia y temeridad propias del que no lo ha vivido.
Tras pasar un rato arriba, se cruzó el diablo sobre nuestra estampa.
–¡Caray con la cuestecita!- dijo un solitario ciclista que subiendo el Teso como una exhalación, ni se paró un segundo a disfrutar de la contemplación.
Y decimos ciclista porque lo suyo no era el Camino sino el pedaleo. Todavía no podemos comprender lo absurdo de su actitud. Pensamos entonces que no era humano, y quedó calificado como el diablo, y teníamos que enfrentarnos a él para superarnos. Ya por la mañana, también nos había adelantado a primera hora y sin saludarnos.
Continuamos la ruta, pero la bajada era aún más impresionante y peligrosa. Todo lo que habíamos subido en zigzag, lo bajaríamos casi en línea recta por una pista llena de piedras y surcos erosionados por el agua.
–Y luego dicen Cheché y Susana que quieren hacer el Camino en bici- le comentaba Jesús a Quico al pensar que lo más seguro era que se cayesen sus respectivas medias naranjas.
Una vez abajo, y ya en medio de la llanura, continuamos un buen rato por caminos de tierra, saltando sobre el sillín por los continuos desniveles, hundiendo las ruedas en el fango y salpicando de barro absolutamente todo, así hasta la Fuente del piojo, donde repondríamos agua una vez más.
Entramos en tierras palentinas tras cruzar un río por un milenario puente de siete arcos, el puente Fitero. El Pisuerga, afluente del Duero pero con categoría de río, se convierte durante un largo tramo de su curso en frontera natural de las actuales provincias de Burgos y Palencia, como lo fue también en su día de los viejos reinos de Castilla y León. Ahí hicimos una foto que por su preparación bien era merecedora de participar en un concurso. En la foto no aparecíamos nosotros como protagonistas, sino que la atención la fijábamos sobre un típico mojón de piedra que marcaba la ruta jacobea, adornado con nuestros tres cascos y las bicicletas apoyadas sin un orden precisado.
Nos desviamos por un liso camino de tierra con continuos tramos de lodazal flanqueado por sauces y chopos. La seca llanura se quebraba por la humedad y fertilidad de la cuenca del Pisuerga que poco a poco dejábamos atrás. En un momento determinado nos adelantó un camión que circulaba a poca velocidad. Levantó tanta polvareda que tuvimos que taparnos los ojos con las manos y esperar un rato para continuar. Poco más tarde, nos encontramos con obras en el camino, tuvimos que saltar a los sembrados de los laterales, y en el intento casi nos matamos.
Pasamos por Itero de la Vega con ya cincuenta kilómetros en las piernas, circulamos unos cinco kilómetros pegados a un canal de riego, y al rato llegamos a otra zona de obras de mantenimiento de caminos donde nos paramos. Aquí nos rebasaron los andaluces que iban con prisa y pisotearon el camino que estaban arreglando los operarios.
–¡Qué maleducados!- pensamos. Nosotros, para no entorpecer las labores de los obreros, tuvimos que hacer equilibrios y subir con la bici a cuestas un terraplén de más de dos metros. Aún así cogimos pronto su estela y compartimos unos kilómetros de pedaleo, comentando hasta dónde pensábamos llegar. Se apreciaba en el ambiente un cierto aire de orgullo por su parte, y la prueba evidente era que la velocidad que marcaba el cuentakilómetros cada vez era más elevada. De hecho, se despedían una y otra vez, como quién piensa que guarda más fuerzas y puede seguir ruta dejando atrás a los demás.
Al final, llegamos todos al mismo tiempo a Frómista, y menos mal, porque caía la tarde y los mosquitos que revoloteaban por el Canal de Castilla, que acompaña fielmente al Camino durante el último par de kilómetros, casi nos comen vivos. Sobre las ocho menos cuarto cruzamos por un puente de hierro estrecho junto a una compuerta que salva el canal, y avanzamos por el pueblo hasta el albergue de peregrinos, donde Paula, la joven chica que lo regentaba, nos dijo que no había sitio en camas, sólo en los suelos.
Al igual que en Puente la Reina la idea no nos hizo mucha gracia. Ni siquiera en el suelo dispondríamos de espacio suficiente para esparcir nuestros bártulos y estar algo tranquilos, como hicimos en Santo Domingo o en el frontón. Los andaluces siguieron la ruta para probar suerte en el albergue del siguiente pueblo a pocos kilómetros. Por el contrario, decidimos buscar otro alojamiento, y así encontramos la Hospedería Fonda Marisa, donde cenamos, dormimos y desayunamos estupendamente.
La habitación triple que nos ofrecieron estaba en la última planta de la casa. Contaba con un balcón con vistas, por supuesto que no eran al mar ni a la montaña, sino que ni más ni menos hacia una obra cumbre del románico en Europa: la Iglesia de San Martín de Frómista del siglo XI. Es el ejemplo más representativo del románico español, y su conservación es magnífica. Ha poblado páginas y páginas escritas por alumnos que se examinan cada año de las pruebas de acceso a la Universidad, ya que no era raro que la pusiesen como pregunta en el examen de Historia del Arte. Y es que la suave proporción de sus líneas, su uniforme y clara tonalidad exterior, la precisión de sus acabados con todo tipo de simbología, y su austeridad interior, la muestran como románico puro en esencia, una explosión del arte en plena llanura palentina. Imperdonable perderse esta maravilla, y como era tarde, nos apresuramos para visitarla y gozar otra vez con el suntuoso legado artístico disperso por la ruta jacobea.
Y qué decir de la cena en Fonda Marisa. La señora, Marisa, nos atendió de forma ejemplar y nos preparó una ensaladilla y unos filetes de ternera que devoramos como leones. Nos guardó las bicis en un garaje que tenía cerca, y en comparación, la estancia se convirtió en como ir a casa de la abuela, absoluta confianza y derroche de humildad. Tanta familiaridad que usamos su balcón para tender la ropa y uno de los calcetines de Jesús se cayó al balcón de la casa de la vecina.
Nos fuimos a dormir pronto porque queríamos madrugar al día siguiente, sin embargo, en la habitación estuvimos charlando sobre todo lo acontecido en el día y no nos dormimos hasta pasadas las doce.
La jornada había resultado perfecta, sin problemas técnicos ni cansancio, con momentos duros superados de forma muy positiva, con momentos para la reflexión, momentos regados con una perfecta dosis de sublimes cuadros pictóricos de la madre naturaleza. Frómista marcó un hito en nuestro devenir como peregrinos, y al igual que su topónimo recuerda la abundancia de cereales, a nosotros nos recordará la abundancia y sucesión de instantes de felicidad en ese tercer día.
Culminaba el proceso de aprendizaje. Ya teníamos plena conciencia de la realidad del Camino, y ya estábamos inmersos en la magia del mismo.
Amanecimos muy temprano, quizás eran las seis y media de la mañana. El embrujo de esa magia había llegado tan lejos que teníamos hambre de Camino, avidez de nuevas ilusiones. La señora Marisa, que también había madrugado para servir a otros peregrinos, nos preparó un calentito desayuno, y luego nos acompañó hasta su cochera a buscar las bicicletas.
Eran las siete de la mañana, la oscuridad de la noche resistía impunemente el estallido del alba, como si quisiese mostrarnos su Camino en el firmamento en la Vía Láctea, pero el triunfo de la luz acaecería como máxima del orden universal y confirmación de la futilidad de la raza humana.
El canto de los grillos rompía ese silencio celestial y la frescura de la mañana nos obligó a abrigarnos bien. Empezamos a pedalear lentamente, dejando atrás la silueta nocturna y fantasmagórica de San Martín.
–¡Qué hermosura!- pensábamos abstraídos por ese instante en un mutismo absoluto.
A la salida del pueblo tomamos dirección hacia Carrión por una pista de tierra salpicada de peregrinos que discurría paralela a la carretera. Un rojizo disco solar surgía lentamente en el horizonte, nos paramos y nos volvimos a levante, a nuestras espaldas. A lo lejos entre las nubes, fuimos partícipes de la contemplación del bello amanecer de la llanura castellana. Nuestra vida diaria en Galicia no estaba marcada por los crepúsculos matinales, sino más bien por ocasos y puestas de sol sobre el océano, y esta visión desataba enormemente nuestra atención.
Hacía bastante fresco y la sensación térmica descendía a medida que alcanzábamos la velocidad de crucero. Nos costó mucho entrar en calor. Jesús, incluso tenía los dedos congelados, Ramiro, que estrenaba sus manguitos y el chubasquero en el instante adecuado, mantenía a duras penas el cuerpo tibio de la mañana, y Quico, con su abrigo corporal, no se quejaba demasiado.
El pedaleo era constante gracias a la llanura del terreno pero todavía no era muy alegre. A la altura de la pequeña población de Villalcázar de la Sirga, otro día más, nos cruzábamos con el "diablo". Esta vez iba acompañado de otro personaje, vestido como un ciclista profesional, al que nos habíamos encontrado también el día anterior en Burgos. No cabía duda que estos dos tipos iban a las carreras, y poco les importaba que aquí, en Villasirga, se puede admirar la espléndida iglesia gótica de la Virgen Blanca, parada obligada para el peregrino. Gastronómicamente hablando, este pueblo de Tierra de Campos es también merecedor de un alto para reponer fuerzas en el famoso Mesonero Mayor del Camino. Desdichadamente, tan tempranas horas no eran propicias para ninguna de las visitas y continuamos camino.
La primera parada de la jornada la hicimos sobre las nueve de la mañana en Carrión de los Condes, llevábamos casi veinte kilómetros y ya teníamos necesidad de volver a llenar el estómago con un segundo desayuno. Estratégicamente acertada, esta parada nos permitió continuar con fuerza en el largo trayecto que nos quedaba hasta León, y sobre todo porque el mediodía llegaría pronto y aparecería el calor, que presagiábamos sofocante ya que el cielo permanecía azulado y ausente de nubes.
Carrión es una profusión de obras del arte románico: la Iglesia de Santa María del Camino, la Iglesia de Santiago y el Monasterio de San Zoilo. Sin duda, lo que más nos sorprendió, fueron las tallas y esculturas de la Iglesia de Santiago, un Cristo Pantocrátor con sus tetramorfos, y unas arquivoltas representando los veinticuatro oficios, una obra maestra de la escultura románica que podría incluso competir con nuestro querido Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago.
–Es una lástima la desafortunada ubicación de esta obra- comentó Ramiro mientras aparcaba su bicicleta en la angosta callejuela donde se erguía la iglesia- Le hacía falta un marco más agraciado, no sé, una plazoleta quizás, porque estoy seguro que la mitad de los peregrinos pasan por aquí sin enterarse de esta maravilla.
–Oídme, la guía pone que es la obra cumbre de la escultura románica- leyó Jesús- Pero, ¿qué se cree este tío?, acaso no ha estado en Santiago y ha visto el legado del Maestro Mateo- Quico se reía mientras hacía ademán de subirse a la bici para continuar.
Durante un largo recorrido los verdes maizales y los crecidos girasoles fueron nuestra única contemplación. Avanzábamos muy deprisa. También nos ayudaba el hecho de que muchos tramos de la carretera nacional coincidiesen con el Camino, pasando así por villas y pueblos palentinos marcados por la vida rural, Calzadilla de la Cueza, Lédigos, Terradillos de los Templarios, Moratinos, San Nicolás del Real Camino.
El límite provincial entre Palencia y León no deja de ser una señal administrativa, pero atrás queda ya la Tierra de Campos de Antonio Machado, y nos acercamos al páramo leonés. A las puertas de Sahagún, el primer pueblo leonés, cruzábamos el río Valderabuey en medio de unos chopos, donde se levanta la Ermita de la Virgen del Puente del siglo XII. Sobre las once en punto de la mañana llegábamos al punto final de la séptima etapa del Códice Calixtinus, en esa sexta jornada real nuestra intención era recorrer la séptima y la octava etapas marcadas por Aymeric.
Hicimos un descanso en el albergue de peregrinos donde sellamos nuestras credenciales como prueba de nuestro paso. A estas alturas de viaje ya teníamos estampada casi la mitad con originales sellos de iglesias y albergues. En la Iglesia de la Trinidad se había reconstruido un edificio anexo que servía de refugio ideal para los peregrinos, allí nos encontramos a Miriam, la chica navarra que conocimos en Grañón.
–Hola Miriam- saludamos todos a la jovencita, que ya había hecho migas con un solitario peregrino como ella que iba también en bicicleta- ¿Desde dónde vienes hoy?.
–Ay, hola, ¿qué tal?,..., venimos de Calzadilla de la Cueza, pero nos perdimos por unos prados,...- respondió mientras bebía de su bidón.
Retomada la marcha, pensamos que perderse era lo menos difícil en este indicadísimo Camino.
–Ja, ja. Se perdieron por unos prados, ya- sonrió Ramiro- Estos lo que pasa es que han encontrado su particular camino.
Quién sabe si ellos encontraron algo más, quizás mantienen una amistad fraguada por la ruta, o tal vez son una pareja de novios formal, pero seguro que no se olvidan el uno del otro. Como nosotros, que nos acordamos de ellos, al igual que nos acordamos de un grupo de tres peregrinos que vestían también con maillots rosas, ¡qué casualidad!.
Deambulábamos por las calles de Sahagún siguiendo las flechas amarillas. Nuestras cabezas solamente pensaban en volver a repostar. Compramos unas barras de pan artesano tiernas y recién salidas del horno, nosecuantos gramos de finas lonchas de jamón serrano, unos tomates de la huerta y aceite de oliva.
Al salir del supermercado nos percatamos de que la rueda trasera de la bici de Jesús estaba pinchada. Sin embargo, la suerte estaba de nuestro lado porque a cincuenta metros encontramos una tienda de bicicletas, y ni siquiera tuvimos que molestarnos en repararlo nosotros. Mientras Jesús esperaba a que terminasen el arreglo, Ramiro y Quico se dirigieron hacia una tranquila plaza arbolada, para preparar a conciencia unos bocadillos de tamaño chaval en edad de crecer que íbamos a devorar y degustar tranquilamente sentados a la sombra.
–Esto sabe mejor que una fuente de percebes- musitó Jesús entre bocado y bocado. Nos dieron las doce, pero aquel mayúsculo bocadillo de jamón con tomate había sido de ensueño, siempre lo recordamos como un instante de felicidad gastronómico en nuestro periplo de romería.
En esa plaza, donde otrora se erigía el Monasterio benedictino de San Facundo, sacamos a nuestra compañera de viaje guardada en la esterilla de Jesús, y leímos que Sahagún, fue siempre una villa impulsora del Camino, y foco artístico del llamado románico mudéjar, conocido también como el románico del ladrillo, siendo las iglesias de San Tirso y de San Lorenzo su máximo exponente.
Abandonábamos el pueblo dejando atrás el Arco renacentista de San Benito y la Iglesia gótico-mudéjar de la Peregrina. Antes nos habíamos untado la cara y los brazos con crema solar y fue aquí donde salió a relucir un nuevo elemento a añadir a nuestra indumentaria poco jacobea. Habíamos dicho temporalmente adiós al casco, y en su lugar nos colocamos unos pañuelos en la cabeza anudados por la parte de atrás, con la misión no ya de proteger la testa de los golpes sino del inexorable astro rey.
Tomamos dirección León por la hoy en día conocida "Autopista del Peregrino". Algunos operarios se encontraban reconstruyendo el Camino, alisando el terreno, flanqueándolo con árboles y colocando bancos, para que el peregrino camine con toda la comodidad. Nos sentíamos pletóricos pero era un fenómeno normal porque llevábamos el depósito lleno de gasolina de alto octanaje, derivado de embutido ibérico y aceite de oliva engrasador de huesos. Hicimos un pequeño alto para atender las necesidades fisiológicas de Ramiro y Quico y continuamos la marcha con tesón y perseverancia.
El páramo leonés era implacable. Transitábamos por solitarios parajes, bajo el aplastante sol castellano en su cénit, sin ningún árbol alrededor y levantando polvo bajo nuestras cubiertas. Nuestra osadía no fue castigada en absoluto, sino todo lo contrario.
Cruzamos por las calles reales y mayores de pueblos en mitad de la nada, Bercianos del Real Camino, El Burgo Ranero, Reliegos. Y entre estos pueblos, por otros tantos arroyos de sonoros y pomposos nombres, Valdelaguna, Calzada, del Olmo, Buen Solana, Untielga, Valdeviñas, Santa María, Cenia, Grande, pero siempre de escasas aguas para los rebaños que transitan por las abundantes cañadas de trashumancia. Solamente los pastores rompían la soledad de la llanura.
–Caramba, mira ahí arriba, ¡un "coso" de cigüeña!- exclamó Ramiro, mientras reponíamos líquido, sentados a la sombra de la calle real de El Burgo Ranero.
Quizás el sofoco mientras bebía su refresco le impidió encontrar la palabra nido en su cerebro que bullía de calor. Mientras tanto, a una pobre mujer peregrina la venían a buscar desde León porque llevaba los pies ensangrentados.
–¡Qué dolor!- decía Quico, el médico del grupo- Hay gente realmente ignorante que no se da cuenta que está sometiendo su cuerpo a excesos físicos no tolerables que no merecen la pena.
–Tienes razón- respondió Ramiro- pero seguro que tenía muchos pecados que redimir y por eso se sometió a ese sufrimiento.
–Yo no entiendo muy bien esto- prosiguió Jesús- pero ayer oí a un peregrino decir que le había salido un pie en la ampolla, y casi me parto de risa.
Retomamos el Camino. De nuevo la autopista del peregrino. Eran las dos de la tarde y nuestro pedalear era incansable, plato grande, plato mediano, otra vez plato grande. Nos caía el sudor a chorros y habíamos guardado los maillots en las alforjas, dejando que nuestros cuerpos se cubriesen con una mezcla de polvo y sudor cada vez más densa. Circulábamos en fila india por la estrechez de la pista y la pericia era necesaria para pasar entre los mojones que había cada medio kilómetro. A veces pasábamos al otro lado del camino, más ancho pero a la vez más pedregoso, para poder rodar en formación y charlar.
No nos cruzamos con nadie en este tramo, la hora no era propicia para el caminante, ni tampoco debía serlo para el ciclista, pero definitivamente era nuestro día. Nos sentíamos fuertes, y nuestras vigorosas piernas nos llevaban en volandas cuando alcanzábamos casi los cien kilómetros recorridos hasta el momento.
Como un crujido que nos crepitaba de forma incesante en los oídos, el ruido de las cubiertas sobre la gravilla marcaba la ligereza de la marcha. Con ritmo armónico y cadencioso, dábamos pedales con gran ímpetu, como aunados por la fuerza wagneriana del coro de peregrinos de la ópera Tannhäuser. Ramiro, luego Quico, otra vez Ramiro, después Jesús, tirábamos del grupo arañando metros y metros al Camino sin piedad.
Llegamos a Mansilla de las Mulas, que al igual que Sahagún es un núcleo rural desarrollado y con bastante población que presta los servicios básicos a los pueblos circundantes. Es el último de estas características antes de llegar a León, a donde sólo quedaban diecisiete kilómetros. Precisamente estos últimos kilómetros se nos hicieron un poco pesados, no tanto por la leve subida que había hasta el Alto del Portillo desde donde se divisaba León, sino porque el acercamiento a la gran urbe y la coincidencia del camino con la carretera se convertía en tráfico rodado de coches y camiones odiado por cualquier ciclista o caminante.
La llegada a la ciudad fue dramática. Continuos cruces, coches a alta velocidad, ruido, semáforos, paisaje urbano caótico. Estábamos acostumbrados a la serenidad y sosiego de los pueblos del páramo, donde el bienestar absoluto se alcanza delante de un humilde plato de sopa de ajo, mezcla de sabores, sobras de pan de hogaza con el poder ancestral de los ajos, para calentar el cuerpo en el frío y seco invierno.
Llegamos a León sobre las cuatro de la tarde, y al ver un puesto de información turística nos lanzamos a preguntar por las piscinas. Era una idea que nos había rondado al final de la etapa a sabiendas de que llegaríamos temprano. Nos dieron un plano de la ciudad para orientarnos, localizamos el albergue y allí fuimos para sellar nuestras credenciales. Nuevamente los horarios eran tan estrictos que nos impedían disfrutar y conocer la ciudad como deseábamos, queríamos salir por León a cenar tranquilamente, por lo que reservamos alojamiento en un céntrico y asequible hotel, el Hotel París. Algo nos contó la chica que regentaba el albergue sobre unos juegos que iban a preparar entre peregrinos, quizás demasiado infantil para nosotros, y lo dejamos para otra ocasión.
Una vez arreglado el problema del descanso nocturno nos dirigimos hacia las piscinas. Allí nos reímos un rato con las chicas que atendían la piscina municipal, puesto que no éramos el prototipo de cliente que suele frecuentar el recinto. Amablemente nos guardaron las bicis y las alforjas en el almacén de material deportivo, y nos indicaron la localización de los vestuarios y todos los procedimientos para el acceso a la piscina, que si el gorro, que si los enseres para guardar, los de no guardar, ¡qué lío nos armamos!.
–Pedís más que protección social- dijeron de forma agradable y riéndose.
Nosotros les decíamos que al tener mar en nuestra tierra nunca íbamos a las piscinas y desconocíamos esta parafernalia tan simpática. Les pedimos disculpas, y al final, incluso nos prestaron unos gorros de baño.
–Mira Quico- gritó Jesús subiéndose a unas espalderas- voy a colgarme para relajarme algo, como en los entrenamientos en el equipo de juveniles de baloncesto.
La imagen de Jesús colgado de las espalderas estirándose la espalda después de todo el día de esfuerzo todavía provocó más risas entre las chicas de la organización. Debieron tener tema de conversación para el resto del día, porque veníamos sucios, sin afeitar, negros como chamizos del sol, y con una simpática marca de bronceado por las tiras de los hombros del culotte, además nuestros reflejos estaban torpes por el bajón de tensión tras tanto esfuerzo en la bici y difícilmente reaccionábamos con lucidez a lo que nos indicaban. Seguro que hasta pensaron si veníamos ebrios, aunque lo que sí llevábamos encima era una borrachera de kilómetros.
–¡Ja, ja, ja, qué putada, aquí no hay playa, ja, ja, ja!- dijimos al entrar en el recinto y ver a todo el mundo con sus toallas extendidas en la hierba y el cemento.
¡Qué placer y qué relax!. A pesar de que el agua estaba más fría que nuestro Atlántico, nos bañamos y nadamos un rato. No nos llegó con el pedaleo e hicimos un par de largos para relajar totalmente los músculos. Una vez finalizada la sesión vespertina de playa de interior, nos despedimos agradecidos, cogimos las bicis y pedaleamos hacia el hotel a través de los jardines que bordean el río Bernesga. Era el pulmón de la ciudad, una zona verde peatonal que toda urbe que se precie guarda en su interior, con zonas de esparcimiento para la práctica de deportes, como el baloncesto.
–Un balón- le señaló Quico a Jesús- ¡venga!, entremos a echar unos tiros a canasta.
Nos detuvimos porque Quico y Jesús cayeron en la tentación de jugar un poco al baloncesto con unos chavales. Habían sido muchas las horas, no cientos sino miles, que ambos habían robado a su adolescencia para entregarse a este deporte que todavía era capaz de hacer brotar algo de nervio de unos cuerpos exprimidos por la extenuante jornada.
El hotel París estaba muy céntrico, a un paso de la Catedral y en la zona peatonal cercana al Barrio Húmedo. Lo habían reformado meses antes y nuestra habitación, una triple en el ático, era amplia y confortable. Aquí tuvimos tiempo y espacio para nuestro quehacer diario de lavandería, y poco después, una vez arreglados y con la indumentaria singular a conjunto, salimos a dar una vuelta para celebrar tan magnífica etapa.
Cenamos en el Húmedo, como aquí llaman a la zona de vinos, en una terraza de la Plaza de San Martín, en pleno casco histórico, y luego tras tomar un par de refrescos nos retiramos a acostarnos sobre la una y media de la madrugada.
Indiscutiblemente habíamos realizado una auténtica proeza física, una gesta impecable para nuestro palmarés de ciclistas, y un episodio de genuina belleza para nuestra suerte de peregrinos, sin duda. Nunca hubiéramos imaginado recorrer casi ciento veinte kilómetros a una media de veintiún kilómetros por hora. Inequívocamente, fue el día de la superación física, donde se hizo honor a la ciudad de León que nos cedió su felino tronío. Nuestras expectativas iniciales de hasta donde llegaríamos en nuestro segundo año habían sido alcanzadas, y todavía nos quedaban dos días. Mejor dicho, tristemente ya sólo nos quedaban dos días.
De nuevo nos solapábamos con el bueno de Aymerico. Séptima en nuestro contador, novena para el Códice Calixtino, desde la antigua sede del viejo reino de León hasta Raphanellus, nos aguardaba una dura etapa.
Nuestro propósito no era madrugar este día, nos merecíamos un buen descanso, y damos fe que lo conseguimos. Comenzamos el pedaleo sobre las diez de la mañana, después de desayunar tranquilamente en el café París, donde los camareros, embebidos de una pasmosa lentitud, no entendían de prisas y ni siquiera del voraz apetito matutino.
Iban y venían, en bandejas humeantes, las colocaban a toda velocidad sobre la barra del mostrador, como el tráfico de las ocho de la mañana cuando todo el mundo llega tarde al trabajo, pero ninguna, ninguna de las tostadas con mantequilla que conducían en medio del atasco los trajeados empleados llegaba a nuestra mesa. Los tres, segregando sustancias orgánicas, como en la experiencia de los perros de Pavlov, sentados y vestidos con nuestro maillot rosa a conjunto, aguardábamos con miradas satánicas el preciado desayuno.
–Por fin, la madre que los ...- rugimos en nuestro interior mientras una tras otra se posaban delante de nuestras narices- Por favor, vaya trayendo otras cuatro, y rápido.
Otro día más lucía un intenso azul en la bóveda celeste. Otro día luminoso, para engrandecer el interior de la caja gótica de cristal que jalonaba nuestra ruta, la teníamos enfrente, la Catedral de León, la "pulchra leonina", esbelta y armoniosa, con su colorido conjunto de vidrieras restauradas de merecida fama mundial.
Recorrimos la Ruta Real a través de las calles de la ciudad. En León, las flechas amarillas para orientar al peregrino son sustituidas por figuras de bronce incrustadas en el suelo con forma de concha, la concha del peregrino. Contemplamos con admiración otros grandes legados del arte en la ciudad, la Colegiata de San Isidoro, el Hostal de San Marcos, La Casa del Peregrino,..., era un auténtico repertorio artístico digno de una ciudad bimilenaria y con tanta trascendencia histórica.
Al llegar al Hostal, hoy Parador de lujo, tuvimos que cruzar el río Bernesga por un puente con mucho tráfico, el Puente de San Marcos. Las obras para transformarlo en una fantástica zona peatonal no estaban terminadas, de este modo se reconvertiría otra vez más, como ya hicieron los romanos, las gentes del medioevo, o los neoclásicos en su tiempo. Al menos, no tuvimos que cruzar el río en barca como hacían los peregrinos en el siglo XIV.
Con nuestra lenta marcha entorpecíamos el tráfico en tan angosta vía, y a los muchos enfervorizados conductores que nos pitaban les recomendábamos relajación y que hiciesen el "Camino de Santiago", aunque eso no provocó más que cólera en ellos.
La salida de León fue laberíntica, demasiada saturación de ciudad, barrios periféricos y muchos cruces, por encima y por debajo de autovías. Además el recorrido en sí del Camino era un auténtico rompepiernas que no esperábamos encontrar. Fue un tramo muy poco reconfortante y deseábamos que terminase cuanto antes. El peregrino que llevábamos dentro necesitaba aire libre, secas llanuras sin confín, escarpados montes, bosques frondosos, ríos y fuentes para saciar su sed, y de vez en cuando, la sombra de un árbol, un refugio, una iglesia, un monasterio,... y cómo no, también necesita del bullicio nocturno evitando caer en estado catatónico, y sacar nuestro espíritu de peregrino tropical.
El Camino pasaba por pueblos con característicos nombres compuestos, Trobajo del Camino, Valverde de la Virgen o San Miguel del Camino, todos ellos a pie de la carretera nacional, pero aún podía considerarse que estábamos en las afueras de León. Poco después, tomamos una senda que no estaba indicada en nuestra guía. Nos habíamos salido aparentemente del itinerario del Camino, pero seguíamos viendo indicaciones jacobeas. Así, llegamos hasta el pueblo de Villar de Mazarifes, una curiosa localidad en la que habitaba Monseñor de Villar de Mazarifes, peculiar personaje de baja estatura que comerciaba en su tienda con artículos con reminiscencias del arte y pintura románicos. Nos quedamos con ganas de comprar, pero en nuestras alforjas no podíamos cargas con tan delicados objetos de artesanía, y prometimos volver en el futuro a ese entrañable lugar.
Fuera de la tienda seguimos conversando con Monseñor, pero una amable señora, que se inmiscuyó sin motivo, se empeñaba en saber dónde habíamos dormido el día anterior en León. El carácter curioso e inquisitivo de estas gentes de pueblo seguía topándose con la discreción urbanita que prevalece todo el año en la ciudad, donde cada uno cohabita sumido en luchas individuales, competencias laborales y envidias sociales.
Bajamos hasta el centro del pueblo. Un alto estratégico para comprar fruta y bebida en el autoservicio "Comestibles Julia", dura competencia del análogo "Superspar" en el otro lado de la plaza. La señora Julia era muy salerosa y probablemente se llevaría los pocos clientes de Mazarifes. Los habitantes de este pueblo se mantienen en protesta y crítica continua reivindicando el paso del Camino por sus calles. Aunque el trazado real del Camino original pasa por esta localidad, hay un trazado reconstruido que es el que aparece en la mayoría de las guías actuales, y que discurre por el arcén de la carretera que va de Astorga a León. La verdad es que merece la pena seguir el antiguo y pasar por esta pintoresca villa, aunque sólo sea por saludar a Monseñor, pero cada vez más peregrinos se desvían por otros caminos.
Ya éramos lo suficientemente afortunados recorriendo la senda milenaria pero, buscando la fortuna capital, antes de marcharnos, aprovechamos para echar un boleto de lotería semanal, del que a la postre no nos tocaría ni un número.
Avanzamos hasta llegar a Hospital de Orbigo, pueblo que debe su nombre al antiguo Hospital de Caballeros de San Juan y a su río, el Orbigo. Su cauce se salva por un hermoso puente de piedra que evoca una caballeresca leyenda de antaño. Por entonces, corría el año jacobeo de 1434, el caballero leonés Suero de Quiñones organizó un torneo, por un compromiso ante una dama, en el que se batió en duelo y rompió trescientas lanzas, dando pie al nombre del Paso Honroso. Una verdadera locura de amor.
Otra vez cruzábamos un río, y cada cual con su pequeña historia. A lo largo de los siglos, los puentes y los ríos marcan leyendas y sucesos que permanecen en su lecho. ¡Qué lejos había quedado el Puente de la Rabia en Zubiri y el Puente de los Peregrinos de Puente La Reina ambos sobre el río Arga; o el Puente de Piedra en Logroño sobre el Ebro; o el Puente Fitero sobre el Pisuerga; y hacía poco el Puente de San Marcos sobre el Bernesga en León!. Y otros tantos que no recordábamos pero que sin ser tan famosos, seguro que tenían algo que contarnos.
Y así fue que nosotros también tendríamos algo que contar de este puente sobre el Orbigo. No lo cruzamos de un tirón, el empedrado impedía avanzar con seguridad y nos detuvimos para hacer una foto. De repente, apareció la estampa de un hombre que nos recordó al cura de Pamplona. Se nos acercó pasito a pasito con total descoordinación motriz en sus piernas propia de una senilidad avanzada, totalmente canoso el pelo, se empeñaba en decirnos que el recorrido del Camino estaba impracticable y que no podríamos ir por él, indicando que nos desviásemos por la carretera. Este buen hombre por varias veces nos explicó cómo seguía el Camino delante de nosotros. Sin embargo, por mucho que le dábamos las gracias y nos despegábamos de él para preparar la foto, volvía una y otra vez para guiarnos.
Definitivamente, este puente vuelve locos a los hombres, pensábamos cada uno de nosotros en nuestro interior, pero en esta ocasión, pues no era la primera vez que nos topábamos con extraños personajes, seguro que era un "ángel del Camino".
Al salir del pueblo, volvimos a la carretera, y tras un par de kilómetros regresamos nuevamente a los deseados caminos de tierra hasta llegar al Crucero de Santo Toribio, situado en lo alto de una loma. A esta altura de la etapa a Ramiro le dolía un poco su rodilla. Desde ahí, la vista era magnífica. Se divisaba toda la fértil vega del río Tuerto, y a lo lejos se podía contemplar la silueta de la Catedral de Astorga, y más a la izquierda los Montes de León y el mítico Teleno que se encaramaban cual guardianes del valle.
Caía el sol a plomo y aprovechamos para descansar. El hecho de ver Astorga representaba para unos gallegos como nosotros el acercamiento a nuestra tierra. Astorga representó siempre el primer punto de parada en cualquier viaje en coche desde Santiago o La Coruña hacia la meseta. En realidad esto era, ni más ni menos, un sentimiento de que estábamos llegando.
Un solitario peregrino deambulaba por el pedregoso camino con decisión y paso firme. Contemplamos durante unos segundos su peregrinar. La imagen de este peregrino apoyado en su bastón y cargado con su mochila, descendiendo hacia el valle y con Astorga en el horizonte Astorga, hizo brotar nuevamente en nosotros otro de esos instantes de felicidad. Tuvimos pensamientos unánimes, teníamos que volver a recorrer el Camino pero caminando.
Ese peregrino quedó inmortalizado en una foto, foto de las que uno mismo emplea para su meditación personal y para recordar que los momentos buenos pueden volver a vivirse con un simple devaneo de la mente hacia el pasado.
Un apunte, si por casualidad este peregrino leyese este libro el dato de referencia es que pasó solitario por el Crucero sobre las dos de la tarde del día 20 de agosto de 1998 y llevaba una visera roja, le mandaremos su foto con sumo gusto.
Ya era hora de comer cuando poco después llegábamos a la capital de la maragatería, Astorga. Astúrica Augusta, también capital de las mantecadas, donde muy pocos gallegos habrán vuelto a su tierra tras sus vacaciones sin haber parado a comprar las típicas cajas de mantecadas de aquí. Comimos en una terraza de un bar de la Plaza del Ayuntamiento. Un camarero superamable recogía todas las peticiones que le cursábamos pero luego no atendía ninguna. Lento como ninguno, incluso más que los de la mañana, provocó que hasta nos fuésemos a la heladería de al lado a comprar un cucurucho mientras esperábamos la cuenta.
Fue un descanso más bien largo, para dejar pasar las horas duras de sol, escuchamos varias veces el repique de la gran campana de bronce que Colasa y Perico golpean arriba en el Ayuntamiento. Es una obra barroca muy popular cuyas dos estatuas representan dos figuras de maragatos, antigua tribu con costumbres ancestrales muy peculiares. Cuando ya eran casi las cinco partimos hacia Rabanal del Camino. El viento soplaba en contra y encontramos el asfalto hiperpegajoso.
–Los que nos vean dirán: "mira lo que sufren esos tres pobres peregrinos, pero el que más pena me da es el gordito del final"- fue éste el sonado autocomentario de Quico y que tanto recordamos cuando hablamos del viaje.
A causa de la poca benevolencia del dios Eolo, teníamos que dar pedales hasta en las bajadas y sólo alcanzábamos doce o catorce kilómetros por hora. Por encima, Ramiro se quejaba cada vez más de su rodilla y cada pedalada le costaba muchísimo esfuerzo y dolor. Entramos poco después por unos polvorientos caminos de tierra donde tampoco se avanzaba gran cosa. Por indicación de la guía, decidimos entonces desviarnos a Castrillo de Polvazares para ir con más calma y hacer algo de turismo. Castrillo es un precioso pueblo maragato, quizás uno de los más bonitos de España, con su característica arquitectura popular. Su visita nos supuso un gran agasajo, pero también un considerable retraso en la etapa, tanto que nos alcanzaron varios peregrinos de a pie, bien es cierto que mereció la pena conocer el declarado conjunto histórico-artístico nacional.
Estábamos muy cansados. Los parones no hacían más que enfriarnos. Ramiro con el dolor en su pierna, y Jesús y Quico acusaban negativamente la larga etapa anterior. El trayecto de veintidós kilómetros que separaba Astorga de Rabanal ya no era como la llanura palentina o el páramo leonés, y en el momento más inoportuno, nos adentrábamos en tierra de montañas donde las pendientes volvían a hacer su temible aparición.
El Camino discurría prácticamente por la carretera, no obstante se preveía la construcción de una pista de tierra en el arcén, y aunque el asfalto era rugoso y con muchos badenes al menos no había prácticamente tráfico. En la localidad de El Ganso, ya a seis kilómetros de Rabanal, aprovechamos para lavar las bicis en una fuente, y poco antes de llegar pasamos por otro gran símbolo del Camino, el roble centenario del Peregrino.
Llegamos a Rabanal. Y digo llegamos, porque fue un final de etapa muy duro, el deseo de llegar se unía a la dificultad del pedaleo y sobre todo al dolor de rodilla de Ramiro. Estaba claro que el sobreesfuerzo del día anterior lo estaba pagando con una sobrecarga en el tendón rotuliano. Estaba tan preocupado que hasta se preguntaba si podría salir al día siguiente. Al llegar al pequeño pueblo, y último donde se puede encontrar dónde dormir antes de abordar la montaña, Ramiro se fijó en que las bicis de la gente, los otros peregrinos, llegaban impolutas a los albergues. Como ejemplo, el tándem de una pareja de Vic que habíamos conocido, sin una salpicadura de barro. Esto nos hizo pensar que la gente realmente no iba por el Camino sino por la carretera.
En Rabanal del Camino, fin de la novena etapa del Códice Calixtino, nos alojamos en el albergue privado de Nuestra Señora del Pilar, donde Isabel Rodríguez atendía amablemente a los peregrinos por poco más que la voluntad. En el pueblo había otro albergue conocido por el albergue de los ingleses, pero estaba repleto y además esperaban hasta horas más tarde a que llegasen los peregrinos a pie.
Estábamos en un cuarto no muy grande con cinco literas y espacio para diez personas, pero no para mucho más, costaba revolverse entre los bártulos de cada uno. Organizar el equipaje entre etapa y etapa era una tarea ardua, y antes de acostarnos, Ramiro ofreció su testimonio particular con el mete-saca-quita-pon de ropa y enseres en las bolsas de plástico de las alforjas. A oscuras en el dormitorio la gente se reía a carcajada limpia como pensando lo duro que era la profesión de peregrino que tiene que llevar su vida entera en una mochila o en pequeñas alforjas, mezclando el cepillo de dientes con un calcetín sucio, o una pieza de fruta con las chancletas de ducha, y nunca encontrando a la primera algo de extrema necesidad.
Esa noche habíamos cenado en el único bar de Rabanal, un pueblo típicamente jacobeo de tradicional hospitalidad, a medio camino en la ascensión al monte Irago, donde el mismísimo Felipe II descansó en su peregrinar a Santiago. En la televisión echaban una carrera de 1.500 metros lisos en la que ganó la medalla de oro Andrés Díaz y Fermín Cacho el bronce. Había mucho ambiente turista, con gente de ciudad que pasa aquí los veranos. La cena la bajamos dando un corto paseo por el pueblo, que no tenía más que la calle central empedrada, ¡cómo no calle Real!, unos cuantos edificios históricos, y curiosamente, muchas casas en venta.
Había que estar en el albergue en cama a las once de la noche, y así cumplimos, con una etapa más, con una etapa menos. Ya quedaba poco en ese segundo año. El tramo final había resultado un auténtico martirio, y todos pagamos el exceso del día anterior, aunque Ramiro el que más por su maltrecha rodilla.
Ese pueblo tenía un encanto especial, en el albergue se respiraba un ambiente amigable, desde Isabel la dueña hasta el resto de peregrinos. Ya nos conocíamos casi todos, la pareja del tándem, un chico con su hija, y otros más. Conversábamos contando las aventuras de cada uno, momentos clave, situaciones difíciles, compartiendo el jabón para lavar la ropa en el lavadero de piedra, haciendo hueco en los tendales para que otros colgasen sus ropas recién lavadas. Eran tareas y circunstancias ya rutinarias en varios días de peregrinar, que te hacían sentir un veterano en la ruta. Sí, orgullosamente veteranos pero sin arrogancia, nosotros veníamos desde Roncesvalles, y atrás habían quedado más de seiscientos kilómetros.
La estadística no solía fallar y en los lugares donde compartíamos techo siempre aparecía un resollador de la noche que quebraba el silencio del descanso, era otro roncador crónico en la habitación. Además, a las cuatro de la mañana se levantaron cinco peregrinos.
–Pues, yo creo que si salimos antes de las cinco llegaremos para ver amanecer en la Cruz de Hierro- les habíamos escuchado el día anterior. Y así hicieron, rompiendo el reposo del resto de compañeros de ruta, arrancaron su temprana jornada.
Luego otros dos se fueron a las seis, y nosotros casi los últimos nos levantamos a las siete de la mañana. Con calma fuimos desperezándonos, y tras desayunar, la salida definitiva se produjo sobre las ocho y media. En ese albergue quedaron muchas cosas, entre otras un par de calcetines nuevos de ciclista de Jesús que había lavado y tendido el día anterior, pero también quedaron buenos recuerdos de la vida tan peculiar de los albergues.
La salida de Rabanal ya comienza con una dura pendiente, primero por caminos de maleza y luego por la carretera. Hacía bastante fresco y es que ya partíamos a unos 1.150 metros de altura desde un pueblo que gran parte del invierno permanece nevado. Volvía el verano a regalarnos otro día despejado y de sol, inaudito en nuestra Galicia, donde cuatro días seguidos sin que aparezcan las nubes o la lluvia suele ser una fortuna, y no es un tópico.
Iniciamos la dura subida del Monte Irago, hacia la Cruz de Hierro, a 1.504 metros de altura. Las rampas eran continuas y no había momento de descanso. Aunque no eran muy empinadas, como máximo de un siete por ciento, la media era de casi un seis, y así de forma constante durante casi nueve kilómetros.
No había lugar a dudas de que el principio iba a ser la parte más difícil de esta etapa. Y además, comenzar el esfuerzo físico prácticamente en frío sin poder rodar unos kilómetros antes era un condicionante añadido. Jesús tenía problemas porque su cuerpo necesitaba entrar en calor y romper a sudar antes de acometer esfuerzos importantes. Mientras tanto, Ramiro y Quico seguían hacia arriba en busca de la cima con más soltura pero también con dificultades.
El Camino discurre por la carretera durante seis kilómetros hasta el primer pueblo. Por estos lares y a esas horas, el tráfico rodado es prácticamente inexistente, lo que nos ayudaba a sobrellevar la monotonía del cansino pedaleo. De todos modos, nos lo tomamos con calma, y entre unos devaneos sobre si llevar el jersey puesto o no, fuimos avanzando entre sudores fríos y con malas sensaciones, síntomas de que hubiéramos preferido acometer la subida en otra situación.
Y llegamos a Foncebadón, un pueblo fantasmagórico en estado de ruina. El absoluto desaliño en que lo encontramos teñía de gris la típica apariencia colorista de los pueblos maragatos, y convertía al otrora pueblo-refugio de peregrinos de la alta montaña, parangón de Roncesvalles y O Cebreiro, en una estampa patética. El mítico y abandonado Foncebadón está ahora habitado por poco más que un par de familias de Madrid que juegan al pueblo. Imaginamos que el marketing turístico había provocado esta huida hacia el mundo rural, y este lugar, por lo menos sí que ofrecía un total aislamiento de la rutina y del estrés de la gran ciudad.
Atravesamos Foncebadón por sus calles empedradas y llegamos hasta las ruinas de una torre por un camino de tierra y piedras, tramo donde cada uno de nosotros cogió una piedra del Camino. Habíamos abandonado la carretera y llegaríamos enseguida hasta la legendaria Cruz. A pesar de la inexorable inclinación de las rampas, el cuerpo se amoldaba a la bicicleta, el movimiento pendular de cabeza y hombros, la rítmica respiración, la vista fija a cinco metros de la rueda delantera, en definitiva, buscábamos involuntariamente una rutina que ayudara, con la cima próxima a su fin, a sentirnos cada vez menos fatigados dejando atrás el punto de inflexión de la línea imaginaria de las penurias.
En ese estado de mortecino alivio alcanzamos el punto más alto de todo el trazado de la Ruta jacobea, los 1.504 metros de la Cruz de Hierro. Nos bajamos de las bicicletas, y con la humildad y el respeto, y cómo no decirlo, la satisfacción de haber llegado hasta aquí, nos acercamos hasta la cruz y depositamos nuestra piedra, al igual que habían hecho siglos atrás miles y miles de peregrinos.
La Cruz de Hierro es uno de los símbolos del Camino, y su belleza reside en su sencillez. No es más que una modesta cruz de hierro clavada en un poste de madera de unos cinco metros de altura que está sujetado por una base cónica de piedras, piedras como la nuestra, de unos veinte metros de circunferencia y unos cuatro metros de altura.
En ese momento habría sobre veinte peregrinos descansando y contemplando el gran símbolo. Otro instante de felicidad recorría nuestras venas, ¿quién nos hubiera dicho que llegaríamos hasta aquí en este segundo año? Nuestros cálculos no eran muy certeros pues habíamos pensado llegar más o menos hasta León.
La felicidad del momento era sublime. No nos cruzamos palabras entre nosotros, y ni siquiera el viento se atrevía a romper el silencio respetuoso de ese rincón. Al mismo tiempo, la cima ofrecía a la vista una panorámica espectacular, hacia oriente en la lejanía el páramo ya casi imperceptible, hacia el norte, como una muralla levantada a propósito para evitar la dominación musulmana, la Cordillera Cantábrica, y hacia poniente, hacia Santiago, la sierra del Caurel y los Ancares, y en medio O Cebreiro, el siguiente hito del Camino. Sólo restaba mirar hacia el sur, ahí estaba el Teleno, dominador de una amplia sierra que definitivamente dejamos atrás. Conmovedor.
A dos kilómetros del alto, en plena bajada, nos encontramos con Manjarín, primer pueblo de El Bierzo y también abandonado. Ahí habitaba Tomás, un hombre de barbas que se ha cosechado en los últimos tiempos cierta fama y popularidad y que se hace llamar a sí mismo el último templario. Ya conocíamos su historia y nos paramos. Todavía no habían pasado ni cinco minutos tras abandonar la cima de la Cruz de Hierro, y el estado de catarsis allí alcanzado se prolongó en este mágico emplazamiento.
El hogar del último templario, ofrenda para el peregrino necesitado, rezumaba purificación. Quizás una visión más superficial, pudiese catalogarlo como puro oportunismo y mercadeo, pero no fue esa nuestra percepción, y lo que nuestra memoria retendría para siempre sería la sensación de armonía y concordia que allí vivimos. Embriagados por unas melodías que evocaban a la religiosidad, o al menos a un sentimiento de recogimiento y misticismo, continuamos inmersos en nuestro silencio particular. Un silencio que aceleraba el torbellino de ideas que volaban sobre nuestras cabezas, que te devolvía a la realidad de la vida, que te hacía ver que las cosas no son como siempre las vemos. Taciturnos y melancólicos, nuestras mentes se sumieron en crítica autoconfesión con el propósito de enjuiciar unos valores artificiales, programados por la sociedad para cegar el espíritu e impedirnos ir más allá, buscando qué hacemos en la faz de la tierra.
Cuando en Roncesvalles nos hicieron cubrir aquel formulario, habíamos puesto un aspa en la casilla de motivos espirituales y religiosos, y aquí los habíamos encontrado.
En fin, la parte sensible de la etapa había terminado, y ante nosotros se apareció un vertiginoso descenso. Como también habíamos marcado los motivos deportivos en aquel impreso de fines estadísticos, increíblemente avanzábamos a velocidades superiores a los 60 kilómetros por hora. Podíamos oír el ruido de los mosquitos al aplastarse contra nuestro casco y el cristal de nuestras gafas, y sentir también la repulsiva sensación de tragarnos algunos de ellos.
El miedo a la caída nos hacía tocar continuamente el freno, pero nos divertimos de lo lindo bajando a tumba abierta asumiendo riesgos innecesarios. Nos imaginábamos ases del Tour, Gimondi, Hinault, Induráin, recordábamos sus gestas, arañando segundos en los descensos para afrontar los puertos con ventaja, rozando el arcén con las cubiertas traseras, adoptando posturas increíbles sobre la máquina. Sin embargo, el Camino real atajaba en línea recta por senderos en la montaña, cruzando la carretera en numerosas ocasiones, con pendientes hacia abajo de a veces el 25% y por tanto no era recomendable ir en bicicleta y menos con una de tipo híbrida como las nuestras.
Sin darnos cuenta, habíamos cruzado el Acebo, un típico pueblo de montaña, y nos quedamos helados al ver, al final de la calle central, un monumento dedicado a un peregrino ciclista alemán que había fallecido en las peligrosas pendientes. Con algo más de calma, continuamos la bajada por la carretera, pasamos Riego de Ambrós y llegamos a Molinaseca, ya a 600 metros sobre el nivel del mar, donde unos hombres realizaban un reportaje fotográfico.
Este pueblo, de fértiles huertas regadas por el río Meruelo, es digno de mención por sus muchos atractivos. En sí mismo, la villa es preciosa, cuenta con numerosas bodegas que pueblan los fines de semana los habitantes de la ya cercana urbe berciana, con estrechas rúas medievales y casas blasonadas, su iglesia y su magnífico puente medieval de piedra de los peregrinos, otro puente más a nuestras espaldas. Es un auténtico pequeño oasis, un pueblo donde prometimos volver de excursión en el futuro.
Llevábamos veintiséis kilómetros recorridos de etapa, y los ocho restantes hasta Ponferrada, fueron bastante cómodos a excepción de un primer repecho rompedor nada más salir de Molinaseca. El trazado de la ruta nos llevó directamente hasta el Castillo de los Templarios, que nos recordó, como a todos los que fuimos niños en los setenta, al genial juguete recreativo del Exin Castillos.
De aquí sale una ruta hacia el sur, hacia el Valle del Silencio, un lugar de ensueño para retirarse, con el pueblo de Peñalba de Santiago como exponente máximo de la tranquilidad que encontró el ermitaño San Genadio. La influencia del Camino siempre fue grande, y la iglesia de este pueblo, de estilo mozárabe, está dedicada al Apóstol Santiago.
Tierra de eremitas y también de templarios, descendientes de los nueve Caballeros del Temple con Hugo de Payns a la cabeza en plena época de las Cruzadas contra el Islam, cuando ser caballero era una profesión en años de continuas guerras. Defendían el camino entre Jaffa y Jerusalén y su sola presencia bastaba para desanimar a los asaltantes de la ruta. Pronto se expandieron por toda Europa, fundándose la Orden Militar del Temple en pleno siglo XII.
En España, apoyaron militarmente el proceso de reconquista de los territorios invadidos por los musulmanes, y precisamente aquí en tierras bercianas ejercieron su dominio y función de vigilancia de los caminos, entre ellos el que iba a Santiago. Cuenta la leyenda que al Castillo de los Templarios construido en Ponferrada se le atribuye un aura entre lo sagrado y divino por haberse encontrado durante su construcción la imagen de una virgen, la Virgen de la Encina, patrona del Bierzo.
Aquí nuestro objetivo era localizar una farmacia para comprar medicamentos para la rodilla de Ramiro.
–¿Paramos a tomar algo?- preguntó Quico- Ya sabéis que el peregrino para cuando no está cansado y come cuando no tiene hambre.
–Y bebe cuando no tiene sed- respondieron Ramiro y Jesús que ya estaban apoyando las bicis delante de un bar de la plaza del Ayuntamiento.
En ese momento cruzaban la plaza dos peregrinos ciclistas, un joven que viajaba con su hija, que durmieron con nosotros en Rabanal y que ya habían hecho el Camino en una anterior ocasión.
–Está en la sartén, a punto de salir, ¿esperáis?- contestó el dueño del bar cuando Ramiro y Jesús preguntaron al unísono si tenía tortilla. En una jugada del azar, el recuerdo mutuo de los descansos de media mañana en una cafetería coruñesa llamada Reloj cuando trabajaban juntos, les vino a la mente al entrar en esa taberna de la también llamada Plaza del Reloj.
Humeante, perfecto equilibrio entre huevo y patata, ligeramente jugosa y sobre todo sabrosa, cumplimos con esmero con el mandamiento más atinado del peregrino, el que le ayuda a seguir con tesón y perseverancia en su caminar o pedalear.
Esta población industrial era de gran extensión. Entre semáforos y tráfico rodado nos llevó mucho tiempo cruzarla. Al final de la ciudad, el Camino atraviesa una zona de chalets donde habitan los directivos de las empresas mineras que han desarrollado esta comarca. Antaño los romanos con el oro y el hierro, ahora los contemporáneos con una decadente minería. La imagen que siempre hemos tenido de Ponferrada ha sido la de una ciudad gris y contaminada, aunque en esta primera vez que la cruzábamos por su casco urbano, nos sorprendió con algunas bocanadas de aire fresco.
Salimos de Ponferrada en dirección a Villafranca del Bierzo, pasando por Columbrianos, Fuentes Nuevas y Camponaraya, y en medio de paisajes pródigos en abundantes viñedos. Era una zona con mucho cruce de caminos y carreteras y había que estar pendiente de no equivocarse. Doce kilómetros después de Ponferrada llegamos a Cacabelos, donde paramos en el famoso restaurante "Prada A Tope", aquí entramos literalmente hasta la cocina para llenar nuestros bidones con agua. Fue una lástima no probar los excelentes caldos de esta tierra, el vino del Bierzo probablemente era el mejor desde las lejanas tierras riojanas, pero el calor apretaba y la deshidratación sólo nos pedía agua, agua y agua.
El sol caía a plomo y empezábamos a tener hambre, nuestro objetivo era Vilafranca, pero para colmo, un rato antes de llegar se pinchó la rueda de Ramiro. Por encima, los caminos por los que transitábamos era pedregosos y estrechos, incluso las alforjas rozaban con la maleza, y nos retrasaba la hora de llegada para comer. Entramos en la villa bajando por una empinada cuesta y dejando a la derecha el albergue de peregrinos.
–¿Qué iglesia es ésa?- preguntó Quico apoyado en la puerta de entrada del albergue, señalando con una mano y con la otra bebiendo agua con exasperación.
–Te leo de la guía- respondió Jesús- Es la Iglesia de Santiago, estilo románico del siglo XII, donde se concede la indulgencia plenaria a los peregrinos que por enfermos, exhaustos o incapacitados no pueden llegar a Santiago. Es la única en el Camino de Santiago con esta bula, y su puerta, conocida como del Perdón, se abre todos los años santos como la de la Catedral de Santiago.
–¡Ah, entonces paramos aquí!- gritó Ramiro a voz en cuello, que venía del albergue de sellar nuestras credenciales.
Quien paraba aquí eran los que seguían el itinerario de Aymeric, pues Vilafranca era fin de la décima etapa del Códice Calixtino.
Bajando por la calle del Agua, alcanzamos la plaza central donde comimos unas pizzas. Allí coincidimos con la pareja que iba en tándem que durmieron también en Rabanal. La imagen de nuestras bicis con los maillots extendidos para secarse al sol no era nada seductora pero la logística exigía romper con algunos estereotipos de educación.
Descansamos plácidamente conversando con unos chicos que hacían el Camino a pie en etapas de veinticinco kilómetros. Nos gustó Vilafranca, la gran riqueza artística de este pueblo, otrora capital de la provincia del Bierzo, fue el legado de los francos. Hoy es una villa rica dedicada al vino y a la ganadería y con mucho que visitar.
Al finalizar el tentempié, gestionamos la compra de los billetes de autobús de Piedrafita hacia La Coruña. Nos hizo falta tiempo y esfuerzo porque la señora que vendía los billetes no se aclaraba en absoluto, sobre todo por lo inusual del transporte de bicis. Al día siguiente ya terminaba la aventura. ¡Qué triste!.
Avanzamos desde aquí en dirección a Vega de Valcárcel, nuestro siguiente destino, por el tramo, sin duda, más peligroso del Camino: la Nacional VI. El recorrido alternaba tramos por asfalto por el arcén de la misma carretera en obras, con descansos por pistas rebacheadas en las entradas y salidas hacia algunos pueblos como Pereje, Trabadelo, Portela y Ambasmestas.
Este tramo resultó de los que peor recuerdo nos quedó en todo el Camino. Por un lado, porque eran sobre las cuatro o cinco de la tarde, con un sol de chamusquina y un asfalto que desprendía fuego cual hoguera de San Juan; y por otro, porque los camiones y coches pasaban a dos metros de nuestras frágiles bicicletas, y dejaban una mezcla de polvo y olor de gasóleo que corrompían nuestros pulmones. Pese a todo, el descanso y la comida nos había sentado fenomenal y movíamos el plato grande con total autoridad.
En Ambasmestas cambiamos a la izquierda para retomar la antigua carretera que cruzaba la frontera con Galicia. Estábamos en la vega del río Valcárcel y llaneábamos paralelos al río mientras veíamos como la carretera nacional sexta se alzaba allá arriba ayudada por monumentales viaductos, que ya se han quedado obsoletos por el creciente tráfico de camiones.
Llegamos a Vega de Valcárcel. Nuestras piernas, a estas alturas de Camino ya esculpidas según los cánones griegos, acumulaban en ese día casi ochenta kilómetros. La canícula, la sudoración excesiva, el pegajoso asfalto, la distancia recorrida, ya no eran elementos hostiles sino aliados. Las alforjas se habían convertido en un apéndice más de la bici y no dificultaban el hábil manejo de la montura. Experimentamos una sensación de fuerza pletórica, como en la etapa del páramo leonés, y llegábamos al final de la etapa como coloquialmente se dice, sobrados.
El albergue estaba ya ahí, a cincuenta metros, al final de una rampa de un veinte por ciento de unos diez metros de longitud, y llegamos hasta arriba pedaleando con el plato grande en una exhibición de poderío que ni nosotros mismos dábamos crédito. Incluso pensábamos que estábamos en la forma óptima para continuar hasta la cima de O Cebreiro, aprovechando el brío del momento, pero pasaban las seis de la tarde y no teníamos prisa.
Cuando llegamos al albergue estaba repleto. Ya había llegado todo el mundo, nos referimos a todos los que coincidían con nosotros en el Camino. Tocaba dormir en el suelo y la hospedera nos aconsejó avanzar hasta Herrerías de Valcárcel, tres kilómetros más adelante, hacia O Cebreiro. Allí tendríamos que preguntar por doña Adelita, la dueña de un supermercado, que nos daría hospedaje muy gustosamente. Y así fue que realmente haríamos turismo rural sin quererlo.
Llegar a Herrerías del Valcárcel era como abandonar el perdido mundo y sumergirse en un remanso de paz. Eran pocos los vecinos aquí, y Adelita tenía una casa desocupada encima de la tienda que hacía a la vez de bar y locutorio telefónico en la aldea. Era una señora muy agradable, que al llegar nos ofreció unas claras para saciar nuestra sed. Guardamos las bicicletas junto con las gallinas, y nos enseñó la casa, nuestra casa.
Toda la planta de arriba era para nosotros, y teníamos una habitación para cada uno. Qué decir que todo era muy rústico, el suelo inclinado rechinaba hasta hacerte temer su hundimiento, los interruptores de luz en forma de pera como en la casa de nuestras abuelas, y el baño o la ducha sin agua caliente. Las ventanas medio rotas, por las que entraba un frío tremendo, daban a la huerta donde cultivaba Adelita sus repollos. Estábamos encantados, y tras ducharnos salimos a dar una vuelta por el campo.
Eramos el espectáculo del pueblo. Todos nos miraban cuando paseábamos por el valle con la vestimenta a conjunto, pantalón y camiseta estampada. Deambulamos por la diminuta aldea, y algo escuchamos a unos niños sobre el parto de una vaca y de otra que tenía los cuernos hacia abajo, los mismos niños que enloquecían a los pobres animales por el campo. Disfrutábamos viendo como el sol se escondía entre las montañas escuchando el suave ruido del río Valcárcel que sorteaba las localidades de la vega.
También conocimos a un tal Serafín, un lugareño de estrambótica personalidad que durante casi una hora nos resumió su vida, nos contó unas extrañas historias de su perro, de una hermana medio loca que tenía y que se murió, y de su inusitado amor por estas tierras. Ya se hacía tarde y nos fuimos a cenar.
El bar de Adelita era pequeño, tenía unas seis o siete mesas, y con toda la confianza de las buenas gentes del lugar, disfrutamos de una cena casera a base de huevos fritos con patatas, chorizo y ensalada. Un excelente remate para una jornada épica. A las once y media estábamos en cama pero un ruido espantoso bajo nuestros pies procedente del bar no nos dejaba dormir. Aún así conseguimos caer sumidos en un profundo sueño sin problemas.
Otra etapa más, a cada cual mejor, todas distintas, todas con algo que contar, que sufrir, que gozar. Habíamos recolectado un increíble cúmulo de buenos momentos, y éramos conscientes de ello. Sabíamos que el segundo año del Camino nos iba a dejar un sabor excelente.
La ducha matinal no fue hábito en esa mañana de agosto, pero el frío del alba y la inexistencia de agua caliente en Casa Adelita podrían perdonarnos un último voto a la cochambre. Listos para salir enseguida Adelita nos sirvió un ligero desayuno a base de magdalenas, para estar a poco más de las ocho y media de la mañana en marcha.
Otro día más teníamos la sensación de que siempre salíamos los últimos, de hecho cuando sacamos las bicicletas para montar las alforjas, pasaban peregrinos a pie y en bici. Nuestro camino ciertamente no era el de los madrugadores.
Nos llevó poco más de hora y media subir hasta O Cebreiro, pasando por un par de aldeas con rasgos más gallegos que leoneses como La Faba y Laguna de Castilla. La etapa del día era muy corta, unos nueve kilómetros, pero realmente dura. Quizás podríamos haberlos terminado por inercia en la etapa anterior, pero habíamos previsto terminar de esta forma, llegar pronto a O Cebreiro y tomar un bus de vuelta a casa a mediodía.
Sudamos en abundancia durante la subida, y en su parte inicial, más sombría, el frío se apoderaba de nuestros cuerpos y nos impedía pedalear a gusto. Teníamos que echar pie a tierra de vez en cuando para descansar, y como no teníamos prisa no nos importaba ir caminando y disfrutando del soleado día, como alargando una etapa predestinada para placeres o padecimientos efímeros. No hubo ni un falso llano, ni unos metros de tregua para aliviar el respiro, era una ascensión implacable entre las típicas corredoiras gallegas, aunque aún estábamos administrativamente en tierras leonesas. Casi recorrimos siete kilómetros a pie, y difícilmente hubiéramos aventajado en mucho a la gente que subía caminando.
El Camino era impracticable para las bicicletas y había tramos en que era difícil tirar de la bici para que avanzase entre las piedras. Sin embargo, los paisajes bien merecían la pena, y en esa mañana despejada todavía más. Esta etapa de montaña era distinta a la anterior de la Cruz de Hierro, porque aquí el Camino se desviaba totalmente de la carretera, y ésta no era alternativa para el autoengaño del que a veces pecamos. Vimos mucha gente subir por la carretera nacional y era un error absoluto, hasta nos dieron pena porque pese a que el asfalto pueda ser más liso, no tenía sentido evitar la belleza del Camino, del barro, de las piedras, de los pueblos, del silencio y de los paisajes de estas tierras casi ya gallegas.
El último kilómetro fue el más fácil, la pendiente rebajaba sus porcentajes y la ansiada meta nos daba bríos ostensiblemente renovados. Ausentes de prisa, nos inmortalizamos junto a la piedra que simboliza la entrada a Galicia, nuestra tierra. Para unos gallegos como nosotros, bien natales o de adopción, representaba un verdadero símbolo del encuentro del Camino con su próximo fin.
Encontramos bastante gente a la llegada a O Cebreiro, numerosos grupos de turistas y de peregrinos en un bonito sábado de agosto. Una señora francesa nos hizo una foto en el crucero que captó toda la esencia del momento. Aquí nos encontramos descansando a muchos de nuestros compañeros de viaje.
La segunda parte del Camino había terminado.
–¡Hola, que tal!, ¡vaya subida, eh!- nos decían alegres- ¿Hasta dónde vais?, nosotros pararemos en Sarria.
–Bueno, nosotros..., ejem..., no sabemos..., quizás avancemos un poco más- contestábamos con tanta falsedad como pesadumbre en nuestras palabras.
Un despiadado sentimiento de desazón y amargura se desató en nuestro interior mientras los veíamos marchar, pues sabíamos que nosotros ya no avanzaríamos más. Nos dio mucha pena tener que abandonar así el Camino, y en cierto modo, sin quererlo, criticábamos nuestra idea inicial de hacer el Camino en tres años. Estaba claro que en este segundo año y durante ocho días seguidos habíamos conseguido desconectar totalmente de nuestra vida rutinaria y habíamos sucumbido a la magia del Camino.
Nos hallábamos inmersos en un fuerte deseo de llegar a Santiago y tener que dejarlo nos supuso una triste decepción. Seguro que hubiéramos llegado ese día hasta Portomarín y con un poco de esfuerzo en otro día más a Santiago, nos encontrábamos en la forma física idónea para cumplir ese objetivo sin dificultad, pero no podía ser. Teníamos que pensar de forma optimista ya que nuestra idea inicial era llegar más o menos a León y eso lo habíamos sobrepasado con creces. Así que tocaba regresar tras una semana de libertad con nuestros compromisos maritales.
Como ya no había más que hacer, nos escondimos de nuestros compañeros para evitar las explicaciones, y con rostro pusilánime entramos en la Posada de Aurillac para almorzar antes de partir de vuelta a casa.
El desenlace final de la etapa fue de impresión sólo en el aspecto gastronómico. El sensacional tarugo de mantequilla que preparan aquí, untado en unas tostadas como platos, puede recomendarse a cualquiera. Y tras lo dulce, atacamos al salado, a unas impresionantes lonchas de jamón con pan en aceite.
Al poco rato y con el estómago lleno, bajamos hacia Piedrafita do Cebreiro por cinco kilómetros de sinuosa pero amplia carretera. Los últimos kilómetros acomodados en nuestras fieles monturas, ya domesticadas tras largas horas de convivencia mutua, que obedecían dócilmente cargadas con las alforjas en la espectacular bajada a más de cincuenta por hora. Allí esperaríamos el autobús de línea que nos devolvería a la cruda realidad. El tráfico era intenso, todavía algunos tramos de la autovía que uniría Galicia con la Meseta eran sólo planos en despachos de ingenieros. En la espera tuvimos tiempo para pinchar una rueda, esta vez la de Ramiro, pero ya no había ganas para arreglarla, una eventualidad adicional que acentuaba la confirmación del remate de la aventura.
Y sin saberlo, nos esperaba otro lance más con el conductor del autobús. El buen hombre venía con retraso desde Ponferrada y la parada para recogernos en Piedrafita no sería instantánea al tener que meter las bicicletas en el maletero del ómnibus.
–Las bicicletas van sin embalar, no podéis subirlas- sentenció con autoridad el chófer al vernos.
–Pero, ¿qué dice usted?- contestamos airadamente los tres- Tenemos los billetes comprados desde ayer, con la reserva hecha para transporte de tres bicicletas, y nos han asegurado que no es necesario embalarlas.
Al final, tras una larga discusión en la que se inmiscuyó hasta el dueño del bar de enfrente de la parada tomando partido por el conductor, éste entró en razón. No hubo más problemas, pero definitivamente las sensaciones e instantes de felicidad que nos daba el Camino se habían desvanecido, nos tropezábamos con la tensión del día a día, con la inmoralidad de una persona capaz de dejarnos tirados en la carretera.
El autobús venía casi lleno y hacía mucho calor en su interior. Era la una de la tarde, y poco tardamos en quedarnos dormidos por el sopor. De hecho, el único trayecto que recordamos fue la bajada desde el puerto de Piedrafita hasta el pueblo lucense de As Nogais. El descenso en la vertiente gallega estaba plagado de continuas curvas que nos mecían en un letargo profundo y placentero que desembocó en un sueño, el último sueño de ese segundo año.
Aparecimos los tres veinte años atrás, sentados en un modesto pupitre de las escuelas de los setenta, donde un maestro despótico, rayando casi en lo feudal, con enorme gafas cuadradas de pasta negra, y una regla de metal desgastada por el roce continuo de sus manos y las de sus alumnos en forma de correctivo, entonaba la lección del día con la voz modulada de un militar de rango supremo.
–Señores alumnos- prosiguió el maestro al concluir la lección- les informo que en este fin de semana deberán preparar una redacción de máximo dos folios, en el que deberán describir un pueblo o ciudad que ustedes conozcan.
–¡Qué rollo!, nunca se me ocurre nada- le comentó Jesús a Quico y a Ramiro, mientras metía los libros en la mochila.
–Si queréis quedamos en mi casa, mañana sábado- contestó Quico- y la hacemos juntos, ¿os parece?.
Al siguiente lunes, el azar y la fortuna hizo que el maestro no nos escogiese para leer nuestra redacción. Le tocó a otro compañero de clase. El muchacho cogió un par de folios, se levantó de su pupitre, salió a la palestra, y leyó:
Fatigado, el peregrino se aproxima a O Cebreiro. Muchos vienen desde Roncesvalles y exclaman con júbilo: ¡por fin, tierras de Galicia!; otros inician aquí su camino, y otros vienen sólo a conocer el lugar, pero para todos O Cebreiro representa un mito, un lugar único digno de conocer.
O Cebreiro es una diminuta aldea situada en una serranía entre los Ancares y el Caurel. Auténtico mirador geográfico a 1.300 metros de altura que descubre la verdadera esencia paisajística gallega. Curiosamente, de las entrañas de estas montañas brotan los manantiales que alimentan las aguas del río Navia, el único en el Camino que arroja sus aguas al Cantábrico.
La aldea alcanza su máxima belleza en invierno, cuando las nieves obstaculizan las puertas de las casas de turismo rural que pueblan O Cebreiro. El adverso elemento blanco permite disfrutar de la tranquilidad de este paraje, que se convierte en lugar turístico en el resto del año.
Aquí son características las "pallozas", un tipo de construcción de piedra en planta elíptica con techo recubierto de paja, donde el hombre y su ganado compartían el espacio vital desde antes de que a los romanos se les ocurriese venir a buscar oro a Galicia. Se pueden visitar algunas en su estado original a modo de museo. O Cebreiro vive actualmente del turismo, y las construcciones se han multiplicado, conservando el estilo autóctono, para dar servicio al denodado viajero.
La Iglesia de Santa María de O Cebreiro, santuario prerrománico del siglo IX y X, conserva un relicario donado por los Reyes Católicos. Junto a la iglesia se encuentra la Hospedería de Aurillac, donde el visitante todavía puede rememorar los tiempos en que los reyes católicos Isabel y Fernando pernoctaron en septiembre de 1486 en el antiguo hospital, así como degustar un apetitoso desayuno a base de mantequilla casera, queso de O Cebreiro,... y demás viandas caseras.
O Cebreiro ha sido y es un enclave histórico en el Camino de Santiago. Hoy en día dispone de una buena capacidad de acogida para los visitantes, y dispone de un moderno y amplio albergue oficial para peregrinos.
No puedo dejar de mencionar un suceso vital, leyenda o mito para unos, realidad para otros. El milagro del Santo Grial sucedió, allá por el 1300, durante una misa celebrada por un sacerdote de poca fe. La Hostia se transformó en carne y el vino en sangre. El visitante puede contemplar en el santuario el cáliz milagroso, la copa del carpintero donde se produjo la divina intervención.
Sin embargo, el milagro de O Cebreiro lo viven día tras día los miles de visitantes, turistas y peregrinos, que se maravillan de su entorno, que disfrutan de una jornada rebosante de instantes de felicidad, y que sin duda ocupará una página principal en su álbum de viajes."
El muchacho acabó su lectura y se quedó de pie, esperando disciplinado las órdenes de su tutor. El resto de los alumnos aprovechaban la coyuntura para jugar a los submarinos, o leer algún que otro tebeo bajo los libros. El maestro no se inmutó, quedó en silencio durante varios minutos, como petrificado, con la vista clavada en los folios que colgaban de la mano del chico, y de repente, el autobús frenó ante un semáforo ya en la ciudad de La Coruña y lo despertó de un gran instante de felicidad.
–¡Ya hemos llegado!- exclamó Quico- Hemos estado durmiendo todo el trayecto.
–Sí, ha sido un sueño reconfortante, ¿verdad?- apuntó Jesús- Aunque soñé con el colegio y los deberes... y un maestro alelado.
–Ahí tenéis a Cheché y Susana- dijo Ramiro señalando por la ventana del autobús que entraba lentamente en la estación- Os están esperando a ver si llegáis sanos y salvos.
–¡Caray, estáis negros!- exclamó Susana- Os ha cogido el sol una barbaridad y tenéis la marca de las gafas. ¡Qué gracia!.
–Pero, ¿no os veo muy cansados?- preguntó extrañada Cheché- ¿Qué habéis estado haciendo, gamberros? Seguro no habéis pedaleado nada.
Todo fueron sonrisas, sensación de júbilo y euforia, deseábamos contar los variados episodios y anécdotas de nuestra aventura, pero eran tantos, que nos atropellábamos en el orden natural o cronológico de los hechos.
Al hacer recapitulación de este segundo año, es difícil saber qué escribir. ¿Qué fue lo más llamativo?. Quizás que estas siete etapas y medio millar de kilómetros han alimentado las charlas de cafés de las que no han podido librarse nuestros amigos, y han sido motivo de ilusión para comenzar un gran proyecto que nos llena de satisfacción, un dominio en internet dedicado al Camino de Santiago, la página web del peregrino tropical.
Por varios motivos, a los tres nos hacía mucha ilusión esta tercera y última andadura en el Camino de Santiago. Primero, por ser días de vacaciones, y que en cierta manera es para lo que te vale, para distraerte un poco; segundo, por el hecho en sí de hacer algo diferente a la rutina habitual de todos los fines de semana precedentes; y tercero y el más importante, porque representaba nuestro inicio del fin del Camino de Santiago.
Desde días atrás dudábamos de la posibilidad de que nuestras tres bicicletas, las mochilas, nosotros y el taxista cupiésemos en un taxi-monovolumen que habíamos alquilado para que nos llevase hasta el punto de inicio en O Cebreiro. Lo cierto es que, aunque un poco justos, resultó fenomenal para nuestros propósitos.
El taxista, un hombre muy educado, no se entrometía nunca en la conversación que mantuvimos durante las dos horas de trayecto, aunque ocasionalmente se le daba pie para ello. Por dentro, los tres pensábamos que debía tener envidia sana de lo que estábamos haciendo e íbamos a continuar.
Esta vez, el comienzo del Camino no suponía gran alejamiento, ya que desde casa hasta O Cebreiro es casi todo autovía y sobran dos horas de coche. Habíamos salido un jueves tres de junio a las seis de la tarde en un día nada primaveral tras la jornada laboral. El tránsito mental de la rutina profesional al espíritu de peregrino no iba a ser fácil aún llevando varios meses esperando el momento. Llegamos hasta el linde entre las comunidades de Galicia y Castilla-León sobre las ocho de la tarde, aún de día, y minutos después nos deteníamos junto al crucero de entrada en la aldea. Sacamos todos nuestros bártulos del taxi y nos despedimos del buen hombre para comenzar nuestra última aventura.
Mil trescientos metros más arriba que en La Coruña, pero quince grados menos, no preveíamos semejante frío de montaña en esta época, unos siete u ocho grados, y tampoco habíamos traído ropa de abrigo.
Habíamos reservado alojamiento con antelación ante la previsión de la masificación que finalmente sucedió ese verano. Dejamos las bicicletas ya medio preparadas delante del Mesón Antón donde dormiríamos esa noche, quedaron al aire libre esperando a que más tarde Antón las guardase en un cobertizo a pocos metros de su posada.
Antes de que cayese la noche nos acercamos al albergue de O Cebreiro para sellar las credenciales del peregrino. A estas alturas de viaje, habíamos recopilado un sinfín de estampados en tinta de los sellos de iglesias y albergues a lo largo del Camino, y que nos acreditarían para recibir la Compostela.
Un tanto huraños nos preguntaron si íbamos a continuar en ese instante, y eran las nueve de la noche, el Camino de Santiago. Por supuesto que no, pero visto lo visto, estas gentes habían experimentado ya de todo y se esperaban cualquier cosa de los peregrinos. Lo cierto es que a nosotros no nos pusieron cara graciosa precisamente, y eso que les contamos con franqueza nuestra situación. En los aledaños del albergue habían instalado unas veinte tiendas de campaña del ejército para servir de techo a los miles de peregrinos que rebosarían los caminos en este Año Jacobeo.
Tomamos unos vinos y una tapa de empanada en "La Venta Celta" un local del nuevo Cebreiro donde las pallozas típicas del lugar dan paso a nuevos locales del sector hostelero y turismo rural que harían el agosto en este año y venideros. Allí, no estaba Irene Alkorta, una chica que nos había animado virtualmente durante nuestro Camino y que en el día de paso por su local, precisamente se ausentó. Supongo que al ver nuestras fotos en la página web se lo pensó mejor y se escabulló.
Poco después, nos fuimos a cenar a la "Posada de Auryllac", donde almorzamos en nuestra última etapa, y nos dimos cuenta de que realmente estábamos en tierras gallegas.
–¿Qué queréis para beber?- nos preguntaron.
–¿Qué nos sugiere, por favor?- contestamos sin saber qué elegir.
–¡Depende!, si os queréis emborrachar, o no- fue esa la mágica contestación a la gallega.
–Somos gallegos- contestó Ramiro mientras trinchaba el chorizo.
–¡Vaya!,... y yo os estoy hablando en castellano- contestó la sonriente camarera.
Poco después Jesús le comentó a la señora que había estado otras veces en la "Pousada de Auryllac", incluso hacía un par de semanas.
–No os conozco, de lo contrario os estaría hablando en gallego- contestó nuevamente la camarera.
La cena estaba resultando la mar de divertida, y continuó así cuando unos tipos de la televisión, del Canal Satélite Digital, se dedicaron a grabarnos mientras cenábamos. Íbamos con nuestro típico atuendo de otros años, el pantalón de "guiri" y la camiseta a conjunto.
–¡Vinde para eiquí que vos van a ensinar unha rata!- nos dijo más tarde en un cerrado gallego tratando de que fuéramos a ver una rata.
Menuda diversión se traían con un ratón gigante que había detrás de un oscuro mostrador. Esta gente era muy peculiar y amigable. También lo eran en el Mesón Antón, donde tomamos unos cafés.
–¿Qué tal están apareciendo las mañanas?- preguntamos para mentalizarnos de cómo sería el día siguiente.
–"As mañás van frescas, non se pode madrugar moito"- nos contestó Antón- Aguardiente de hierbas y del normal para tomar después de una buena cena y un café antes de irse a dormir.
Los chupitos de aguardiente nos los ofreció amablemente Antón sin pedírselos nosotros. El trato con la gente de O Cebreiro es cordial y amistoso, no existe la relación cliente-empresario, ni el concepto de servicio total al cliente. La paciencia y la tranquilidad se asume por defecto en esta aldea perdida en las montañas, y el estrés es una palabra que no existe en su diccionario.
Ahí estábamos, al filo de la madrugada, y próximos a emprender el final de una historia que a la postre, es triste que llegue a su fin.
Amaneció temprano, pues estábamos cerca del solsticio de verano, pero siguiendo los consejos de la gente del lugar no madrugamos, al fin y al cabo estábamos de vacaciones. Los cristales de la habitación estaban totalmente empapados de rocío, muestra de que la mañana era fresca, propia de un pueblo de montaña como era O Cebreiro. Lucía un sol espléndido y la luminosidad a primera hora era absoluta, presagiando la inminente llegada del verano. Con calma y sosiego nos duchamos y bajamos a desayunar unas deliciosas tostadas de pan con mantequilla.
Inmersos en la operación salida, la imagen era la de tres peregrinos afanados en la correcta colocación sobre la bicicleta de toda la diversidad de pertrechos y aparejos necesarios para estos días de ruta, el cuentakilómetros, los bidones de agua, las alforjas, ganchos para atar la esterilla y el saco de dormir, el bombín, y cómo no, la vieira o concha venera.
Fue en una lejana cena de las navidades del año noventa y siete, meses después del primer contacto con el Camino, donde los entrantes eran unas exquisitas vieiras al horno, plato típico en muchas casas gallegas. Nos comimos cada uno la nuestra y guardamos la concha, la que nos acompañó en el noventa y ocho y colocábamos estéticamente sobre la bicicleta al salir del Cebreiro.
Listos para retomar la ruta jacobea en la puerta del mesón, nos encontramos a dos parejas, dos matrimonios de madura edad, ellas conducían los coches y ellos, hacían la ruta en bicicleta. Con bastante descaro nos trataron de decir que llevábamos un equipamiento muy flojo para pedalear por los duros caminos. Comentarios similares los habíamos escuchado varias veces, pero la comparación era absurda, diríase que acababan de salir de la sección de deportes de un centro comercial, con materiales último modelo y bicicletas de marca. Al menos nos confesaron que ellos irían por carretera asfaltada y con el coche escoba que cargaría con todo su equipaje.
Ciertamente, necesitábamos un cambio de bicicleta, por lo menos Ramiro y Jesús. En el primer año incluso Quico, que no tenía bicicleta por entonces, llevó una que le prestó su cuñada Cheché, la esposa de Jesús, no es que Quico y Jesús fuesen hermanos sino que estaban casados con sendas preciosidades hermanas entre sí. Anecdótico pero forma parte de otra larga historia. En la fiesta de Reyes del noventa y ocho Quico recibió una gran sorpresa, una bicicleta para continuar el Camino, no cabía de gozo, parecía un niño con zapatos nuevos cuando la desembaló.
Ramiro había comprado la suya de segunda mano, un par de tallas más grande de lo que necesitaba pero le había salido bien de precio y era de calidad. Además, tenía la ventaja de que esa bicicleta ya había recorrido el Camino anteriormente. La bicicleta de Jesús no era de marca conocida, pero era resultona, la había comprado en un hipermercado en una oferta junto al stand de los detergentes y las lechugas casualmente en el anterior año jacobeo del noventa y tres.
Si habíamos llegado hasta aquí con ellas, estábamos seguros que lo que realmente importaba era pedalear con ilusión y esfuerzo, y si hacía falta bajarse de la bicicleta para afrontar los tramos más complicados del Camino pues lo hacíamos, pero lo que teníamos claro era que las carreteras no formaban parte del Camino, y todo lo que fuese pedalear por el asfalto no significaba hacer el Camino sino recorrer un camino, con minúsculas, hacia Santiago.
–Es sorprendente la necesidad que tiene la gente en esta sociedad de tener que compararse con todo el que se encuentra por delante sea conocido o no- exclamó Ramiro rotundamente.
–En el fondo son carestías de la personalidad humana, que se disfrazan mediante una representación continua de la reafirmación del ego personal- contestó Jesús- Por ejemplo, nos os habéis fijado que la gente cuando pide un café por las mañanas, nunca dicen: ¡Un café por favor!. Cada uno tiene su estilo personal, su modelo privado característico y diferenciador de los demás, como una competición, unos piden un simple café y si está hirviendo se callan y no dicen nada, otros añaden que lo quieren en vaso largo, incluso los hay que piden descafeinado de máquina, con un par de gotas, con una nube de leche fría, cortado, más leche que café,... hoy en día los camareros deben ser los mejores psicólogos.
–Ya Jesús, ya- se rió Quico pensando que le habían sentado mal las tostadas- pero es que tú nunca tomas café y eso sí que es ser raro en esta sociedad.
–Venga, arranquemos de una vez, son casi las once- cortó Ramiro que ya se había puesto el casco y estaba montando en su bicicleta.
El comienzo de etapa fue muy suave, un par de kilómetros ligeramente en descenso por la carretera hasta Liñares, fenomenal para calentar las piernas sin casi esfuerzo y acostumbrarse, un año después, al peso de las alforjas.
Al poco, comenzaba el Alto de San Roque, aquí nos volvieron a filmar los de Canal Satélite, era un suave repecho de poco más de un kilómetro con varias curvas como punto ideal para forzar una fatiga todavía inexistente que diese realidad a las imágenes que estaban grabando.
–No miréis hacia la cámara..., respirad fuerte, jadeando,... como de cansancio- nos decían para filmarnos en plenitud de esfuerzo.
Fue la anécdota del día. Antes de subir la cuesta nos habían avisado y nos dijeron que respirásemos profundo, como de agotamiento, cuando la pendiente todavía nos pillaba fríos y no era para tanto. Era año jacobeo y la publicidad que se le estaba dando al acontecimiento ese año era espeluznante, tanta que casi se tenía miedo de que un aluvión de turistas y peregrinos rebasase las previsiones y provocase una merma en la calidad de servicio. En esas fechas de primeros de junio, en algunos hospedajes de O Cebreiro tenían reservadas todas las camas hasta final de septiembre y no daban crédito a la avalancha de llamadas que tenían todos los días.
Cruzamos por las aldeas de Hospital de la Condesa y Padornelo antes de acometer la dura subida al Alto do Poio a 1.337 metros y punto más alto del Camino en Galicia. La subida no era demasiado larga lo que la hacía fácilmente sufrible, pero el último trecho, los últimos cien metros eran para subir con una polea.
–Ja, ja, ja, aquí deberían poner escaleras mecánicas- bromeó Quico- Seguro que más de un peregrino se ha caído para atrás por el peso de su mochila.
Estratégicamente situado un bar servía refrescos y comidas en el alto. Era punto para hacer un necesitado descanso y así hacían muchos peregrinos que, sentados en el exterior, contemplaban el paisaje con la aldea de O Cebreiro al fondo ya muy atrás y viendo aparecer de vez en cuando como de la nada a una hilera de esforzados caminantes.
A partir de aquí, el Camino estaba totalmente salpicado del barrillo gallego, una mezcla de tierra, agua y excremento de vacas. El bidón de agua, muy cercano al suelo, daba realmente asco y cuando queríamos beber ignorábamos la cantidad de bacterias con las que estábamos en contacto. Para colmo, una multitud de pegajosas moscas se nos adherían continuamente al cuerpo, a los brazos, a las piernas. Incómodos por la situación quitábamos continuamente la mano del manillar lo que era un riesgo añadido al pedaleo.
Pasamos Fonfría y llegando a Biduedo, todavía a más de 1.000 metros de altura se abría la panorámica espectacular de un valle dominado por el multicolor minifundismo gallego. El descenso era inminente hasta Triacastela, la tremenda pendiente de los siguientes kilómetros infringía un castigo inmerecido a nuestras muñecas todavía no acostumbradas al traqueteo. Este firme no era el mejor para un primer día de pedaleo, y empezábamos a dudar si las bicicletas romperían definitivamente en los irregulares caminos gallegos.
Estaba siendo una bella etapa de carácter rural. Llegamos a Filloval, As Pasantes y Ramil, cruzando imponentes bosques de castaños centenarios, por caminos entre carballos y avellanos, por casas de piedra y granito, por explotaciones ganaderas y entre paisanos de la tierra, de la Galicia rural, la Galicia profunda que tanto habíamos oído y que pocas veces veíamos, la tierra de las gentes con almas escépticas y titubeantes, del gallego desconfiado y de comportamientos incoherentes, del gallego que no se sabe si sube o si baja de la escalera.
Gentes que te miran con extrañeza como si fueses el primer peregrino que pasa por aquí, como si todavía no se hubiesen enterado de esta superlativa epopeya del Camino de Santiago. Pero sí, sí que lo saben, y con aire socarrón sin malicia, seguirán trabajando, guiando sus vacas, recogiendo las patatas, y a lo sumo, brindándote un tímido pero noble saludo.
Al llegar a Triacastela paramos a sellar nuestras credenciales en el albergue. Igual que en O Cebreiro, también habían instalado unas cuantas tiendas de campaña del ejército para peregrinos en un prado próximo. Todavía era temprano, llevábamos unos veinte kilómetros, y paramos a tomar unos bollos de chocolate que compramos al final del pueblo.
Muchas poblaciones castellano-navarras se han desarrollado y crecido siglos atrás amparadas por el fenómeno de las peregrinaciones, pero Triacastela lo ha hecho en el último decenio. El despegue definitivo del Camino de Santiago de los últimos tiempos se produjo en el año jacobeo del noventa y tres, fruto de una exhaustiva planificación y alegre dispendio de los organismos gallegos. El Camino, en su tramo gallego, ha hecho reverdecer pueblos que seguirían empobreciéndose por el éxodo rural si no fuese por este resurgir turístico.
–Bueno, y ahora, ¿por dónde seguimos?- preguntó Ramiro cuando estábamos en la bifurcación del Camino en Triacastela.
Aquí había que decidir por dónde seguir, bien por Samos para tener la opción de visitar su monasterio benedictino, o por el Camino real.
–El Camino no pasa por Samos, cruza el monte- contestó Jesús tras asegurarse leyendo la guía.
Dada nuestra procedencia, Samos había sido frecuente lugar de turismo de fin de semana y conocíamos a la perfección todas sus maravillas históricas, arquitectónicas y gastronómicas, véase el famoso chuletón de Samos. Por lo que sin dudarlo, y ya lo teníamos casi previsto, seguimos por la senda real que atraviesa la montaña.
Así abandonamos Triacastela por una pista asfáltica hasta llegar a la aldea de Balsa, en medio de un precioso paraje verde, una pequeña vaguada con bosques de castaños que nos resguardaban del sol. La humedad del invierno todavía no había desaparecido y el barro dominaba los caminos. Desde aquí el Camino se empinaba hacia arriba por un angosto y embarrado sendero. Pie a tierra fue la consigna para gran parte de la etapa.
Sin embargo, la dificultad de la marcha se veía recompensada por la belleza de este rincón, paraíso de las reses y vacunos, donde se respira naturaleza verde y húmeda de Galicia. Era la subida a San Xil, al Alto de Riocabo, un punto donde nuevos instantes de felicidad y sucesos extraordinarios recorrían bulliciosamente la médula del peregrino tropical.
El siguiente punto de referencia era Sarria, villa de gran riqueza en la comarca, y punto de partida de numerosos peregrinos ávidos de conseguir su Compostela al estar situada a poco más de los mágicos cien kilómetros necesarios para ello. Otro punto archiconocido por nosotros, definitivamente jugábamos en casa y hasta nos era fácil orientarnos. Hicimos una corta parada en el albergue para sellar las credenciales y seguimos camino cruzando el pueblo y los ríos Ouribio y Celeiro que flanqueaban la localidad cabecera de comarca.
A la salida, nada más cruzar el último río, y paralelos a la vía ferroviaria nos alcanzaron dos peregrinos ciclistas de Madrid que nos hablaron de los dos señores que citamos en el Mesón Antón. Nos contaron que eran unos prepotentes, ¡qué gracia!, al menos no éramos los únicos que pensábamos así. Por cierto que uno de ellos se cayó cuando intentamos cruzar la vía del tren, recordándonos la fragilidad con la que nos movíamos en estos rudos senderos. Siguieron con nosotros hasta llegar a Rente, donde nos separamos.
Llegar ahí no fue fácil, faltaba otro duro y sombrío repecho tras Barbadelo, y presionados por el voraz apetito la marcha y el estiramiento del actual grupo de cinco se acrecentaba. Seguía impuesta la consigna pie a tierra, o más bien pie a barro. Y finalmente, en Rente paramos a comer. Era una casa de turismo rural muy bien conservada donde nos sirvieron tremendos bocadillos de queso y unos refrescos. Nuestro estómago se sació, pero el cansancio de los más de cincuenta kilómetros recorridos sobre el barro y las piedras nos había desgastado de tal manera que sólo pensar que quedaban casi veinte kilómetros nos deprimía.
El problema añadido era la bajísima velocidad media que llevábamos, unos doce por hora, mucho menor que cualquiera de las etapas anteriores. Por consiguiente todavía nos faltaban como mínimo dos horas incluyendo paradas técnicas.
Retomamos el Camino con más tedio y hastío que empeño y ilusión. Mucho firme rompepiernas cubierto con barrizal y charcos que cubrían todo el trazado y que verdaderamente hacían muy difícil ir en bicicleta. Las subidas y bajadas eran continuas y confirieron de una dureza espectacular al final de la etapa.
–Yo me paro aquí, estoy harto de tanta piedra- se quejó Ramiro fruto de una reflexión lógica después de subir caminando un trecho absolutamente impracticable, en medio de cantos rodados del tamaño de sandías puestos sin orden ni concierto.
–Es increíble- contestó Jesús- pero ¿dónde está el camino?, esto son "corredoiras" para cabras, a este paso no llegamos a Portomarín ni a medianoche.
–Creo que la guía poco puede ayudarnos en Galicia- dijo Quico- porque donde pone llano en el plano, en realidad es un sube y baja de aúpa. Esta Galicia me parece que va a ser la parte más dura, ¿no os parece?.
Y como dicen en esta Galicia, "nunca choveu que non escampara", o lo que es lo mismo, siempre hay un instante en que para de llover, o como en este caso de sufrir las tortuosas veredas. Llegamos a un alto conocido como O Cruceiro, y desde ahí vimos Portomarín a lo lejos, en verdad que lo agradecimos todos.
En la ladera del Monte de Cristo se ha reconstruido el nuevo Portomarín, una vez que el embalse de Belesar sobre el río Miño, inundase el viejo Portomarín allá por el año 1962. Antes de llegar al pueblo nos tomamos unas instantáneas en el viaducto sobre el río Miño, hubiese sido más simbólico cruzar como hacían los peregrinos de antaño sobre el puente de cuatro arcos, la Puente Miña, pero la modernidad y el progreso han ido modelando el trazado a su conveniencia, quebrando la historia. En aquel momento pasó un autocar y con el rebufo, tiró al suelo dos de las tres bicicletas que habíamos apoyado en el arcén de la carretera. Es el Camino del tercer milenio, y el peregrino debe saber convivir con el estridente ruido de los coches, el pestilente humo de los camiones y autocares, y con el turismo. ¡Quién puede imaginar el Camino hoy día sin la infraestructura turística! Nuevamente, Portomarín, al igual que Triacastela, debe mucho a esta senda milenaria que ha realzado su historia.
Eran ya las siete y media de la tarde cuando llegamos, menos mal que los días de junio eran muy largos y la claridad era total. Llegamos a nuestro primer fin de etapa destrozados. Jesús y Ramiro quemados por el sol. Quico extenuado y con un derrame en un ojo, Ramiro se había clavado la cadena de la bici en una pierna. Fueron cinco horas y media de pedaleo, a poco más de doce a la hora, y más de ocho horas de viaje por los embarrados toboganes de Galicia.
Después de esta etapa, ya no nos planteábamos objetivos en forma de destinos. Tan agotados quedamos que pensábamos que no seríamos capaces de terminar el Camino en el tiempo previsto. Pero no nos importaba, sólo disfrutaríamos cada momento de felicidad que fuésemos teniendo. Eso es lo que habíamos decidido.
Como autoregalo al esfuerzo en este día, dormimos en la "Pousada de Portomarín" un magnífico hotel de cuatro estrellas de calidad inusitada para una población como ésta. En realidad ya lo habíamos planificado, y como dijimos antes, al ser de la tierra, jugábamos con ventaja a la hora de elegir. Guardamos las bicicletas en un espacioso garaje de coches, que al día siguiente nos permitiría, entre otras cosas, reparar un inoportuno pinchazo de primera hora de la mañana y a buen resguardo de la lluvia. Aprovechamos para lavar las bicicletas con la manguera del garaje y dejarlas limpias de todo el barro acumulado.
Después de hacer la colada y tender la ropa de forma poco apropiada con relación al lujo del hotel, fuimos a cenar.
–Hola señora, ¿dónde podríamos cenar esta noche?- preguntó Jesús en un comercio donde habíamos aprovechado para hacer unas pequeñas compras para el día siguiente.
–Ay, chicos,... mirad, en Bodegas Pérez se cena bien, pero el de la plaza no está mal...- contestó de forma muy diplomática- de todos modos, a mí no me gusta recomendar,... todos somos vecinos y nos ganamos el pan como podemos y no quiero líos con los comerciantes, así que no digáis que yo os lo he dicho.
Simbiosis de sencillez, humildad y desconfianza se mostró en esta señora, el típico carácter de las gentes de esta tierra, del que a veces hasta nosotros mismos nos aburrimos. En Bodegas Pérez había muy poca gente, algunos extranjeros y nosotros. Era un lugar sencillo con ambiente muy familiar, de comida casera, idóneo para evaluar nuestro regreso al camino de las estrellas.
Había sido la primera toma de contacto con el Camino en la parte gallega, y dos eran las sensaciones vividas que lo diferenciaban sobremanera del resto de la ruta jacobea. Sensación corporal y física por la extrema dureza del terreno, era sin duda la parte más problemática para rodar en bicicleta y había que empujar de ella a pie muchas veces. Por otro lado, sensación interior emocional, los paisajes y rincones que atraviesa la ruta son extraordinariamente hermosos y más agraciados que la soledad castellana. Era curioso, porque aún conociendo sobradamente la geografía gallega, nos quedamos impresionados del encanto de los pueblos y la naturaleza que habíamos recorrido.
El día había sido en general soleado, incluso nos había cogido el sol y estábamos ligeramente bronceados. La conjugación de un día primaveral, presumiendo a estival, rodeados del manto verde gallego y la humedad de sus tierras otorgó una singularidad única a esta etapa.
–Yo estoy hecho polvo- dijo Quico- tenía que haber entrenado algo más, pero es que llevo un año de trabajo demoníaco, tanta guardia aquí y allá, me paso el día en la carretera.
–Aquí el único que ha entrenado es Jesús- se rió Ramiro- nos llevas ventaja y eso no vale. Te vamos a poner un lastre para compensar.
–Hombre, la verdad es que la bicicleta no la he sacado mucho porque siempre está lloviendo- contestó Jesús- pero he ido bastantes días a correr por el paseo para coger fondo. Además he perdido un par de kilos para ir ligero y creo que lo he notado considerablemente con respecto al año pasado.
–¡Ja, ja!- carcajeó Quico con sarcasmo- deben ser los que he cogido yo, porque me pesa la bici, la noto extraña, no sé, tengo menos agilidad que el verano pasado.
–Además, ¡qué importa!- dijo Jesús- no vamos a ir a las carreras, lo importante es lo que ya hemos dicho, ir tranquilos y sin fijarnos objetivos y cuando estemos cansados pues nos paramos, y si no también. Venga, tomar el caldo que se enfría.
Un nuevo descubrimiento a nuestra ignorancia llegó a los postres. Imperdonable. Tras vivir muchos años en Santiago de Compostela, y saborear la famosa tarta de almendra de Santiago, nos tuvimos que enterar que era aquí, en Portomarín, de donde son originarias. Probablemente lo supiésemos pero son las típicas cosas que por rutinarias se vanalizan y quedan para conocimiento de los foráneos, como tantas otras cosas que estamos aprendiendo en este Camino que nos lleva a Santiago, a nuestra Compostela de toda la vida, al menos a la Compostela de Quico y Jesús.
Así terminamos una jornada larga y emocionante, conversando, compartiendo momentos, brindando, ajenos a los problemas diarios, riendo, y sobre todo, peregrinando. Sólo echábamos en falta una cosa, no es que la deseásemos, pero mirando hacia el brillante añil del horizonte nos extrañaba que no hubiese hecho acto de aparición el elemento más característico de esta región: la lluvia.
¡Qué pereza!. Eran las ocho y media cuando sonaba el despertador. Mucha pereza, demasiada, incluso para decidirse a poner el pie al suelo y abrir las ventanas de la habitación. Estaba lloviendo.
Aunque no lo deseábamos, sí que lo esperábamos y sería la tónica habitual prácticamente hasta llegar a Santiago. La lluvia gallega, el tópico gallego más realista nos invitaba al desafío.
Asomados a la ventana, sin desperezarnos y todavía en pijama veíamos como el resto de los peregrinos ciclistas que había en el hotel se ponían ya en marcha.
–Siempre somos los últimos, ¿algún día podremos madrugar algo más?- repitió Ramiro otra mañana más, bostezando y haciendo ademán de entrar otra vez entre las sábanas.
–Me pido el último en ducharme- instó Jesús de forma solícita pensando en que así podría regocijarse más en el agua caliente- además soy el que más tarda.
–Tú lo que eres es un jeta- contestó Quico- tenías que haber hecho la mili para saber lo que es levantarse con prisa.
–Vale, hombre- contestó Jesús- ha hablado el que se ha librado de ella por pies cavos, y fuiste deportista casi profesional.
–Menudos indisciplinados estáis hechos- intervino Ramiro- así no vais a llegar a ningún lado, ni siquiera a Santiago. Por cierto, no se duerme mal en este hotelito ¿verdad?. Me estoy acordando de la célebre frase de nuestro amigo Alfonso: ¿qué puta es la vida?.
Seguimos sin apresuramos porque el desayuno que nos esperaba no se lo perdería nadie. Cada uno a su ritmo, y sin prisa, llegamos los últimos al comedor. Aunque no tenía mantel, nos sentamos en una gran mesa circular cercana a los platos del buffet, y pronto nos prepararon todo para disponernos a romper el ayuno diario de la forma más pantagruélica posible. No estuvo mal la suntuosa elección, la más regia que hasta ahora nos habíamos permitido, pero obviamente nos dejó la tarjeta de crédito temblando.
Prestos para tomar la salida, Jesús observó tragicómico la rueda trasera de su bicicleta pinchada, que cambiamos con una soltura casi de profesional. Nos preparamos concienzudamente como si fuese a diluviar y gracias a Dios no pasó de unas pequeñas gotas bastante soportables, un ligero orballo que refrescó completamente el ambiente y encharcó aún más los embarrados caminos gallegos.
Al salir del pueblo, paramos en la gasolinera para inflar las ruedas. El aire a presión estaba estropeado, al igual que el retrete, y tampoco nos dejó la manguera para terminar de limpiar la bicicleta del barro del día anterior. Nos quedó la duda de si realmente se trataba de un hombre un poco resentido que realmente no estaba por la labor de prestarnos su ayuda.
Las noticias de la radio de la gasolinera se oían en la calle y nos enteramos de que el líder del Giro de Italia, Marco Pantani, había dado positivo en un control antidoping al finalizar una de las etapas de la vuelta que acababa de comenzar. Sátiras de la vida, vestidos igual que él con los jerseys rosas identificativos del líder de esa carrera. Y todo por un hematocrito superior a lo normal.
Pasadas las diez y media empezamos la etapa en dirección hacia Gonzar. El inicio fue subiendo, y aunque inicialmente duro para calentar unos músculos todavía entumecidos era el mejor modo de romper a sudar y luchar contra la húmeda climatología. Los primeros cuatro kilómetros discurrían por empinadas pistas de tierra que coronan la parte más alta de este trecho mucho antes que la carretera, que lo hace zigzagueando.
Después son casi doce kilómetros de subida continua, con algunos falsos llanos y sin lugar para el resguardo de la lluvia, salvo un albergue de peregrinos y un pequeño bar de carretera. Los coches circulan muy cerca del camino, y no es lugar para la tranquilidad ni el sosiego, el orballo remoja un pensamiento que nos mantiene fijos en nuestro pedaleo. Para romper la ya inclemente monotonía, tras cruzar Gonzar y al llegar a Castromayor aparece como por arte de magia, o de brujas-las meigas gallegas-, un repecho muy empinado de casi un kilómetro. Ahí coincidimos con un grupo de ciclistas que venían de la costa mediterránea con un coche de apoyo.
–Bueno, a Jesús le ha dado un arrebato- le comentó Quico a Ramiro mientras subían la cuesta caminando y tirando de la bicicleta con dificultad.
Jesús, no tanto por una saludable forma física sino por su tozudez y empecinamiento, mezcla de orgullo personal y satisfacción por la victoria, deambuló de lado a lado de la pista, subiendo de un tirón toda la cuesta sobre la bicicleta, y adelantando a todos los alicantinos que salpicaban de multicolor el gris asfalto. Ya arriba los esperó comiendo un plátano para reponer la energía gastada en tan supremo, y a la vez insensato esfuerzo.
–¡Se te ha ido la "olla"!- gritó Quico cuando estaban a pocos metros de Jesús.
–No me hagáis caso- contestó Jesús- necesito exprimirme de vez en cuando y llegar al límite, es como una liberación física.
–Ay, yo no tengo tantos pecados que redimir- dijo sarcásticamente Ramiro- y puedo subir andando.
Pero la subida no había terminado, continuaba otra vez paralela a la carretera aunque con menor porcentaje. Así hasta llegar a un alto, poco más allá de Ventas de Narón, en la llamada Sierra de Ligonde, y línea divisoria de las cuencas del Miño y del Ulla. Hacía bastante frío y habíamos llegado empapados de sudor. El viento soplaba con fuerza en esta zona al abrigo de la nada. Percibimos el peligro de coger un resfriado, ya que nos esperaba una prolongada bajada de tres kilómetros hasta Ligonde, y nos abrigamos bien.
Por enésima vez, las fotocopias de la guía del Camino de Santiago se fueron al suelo. Tanto saltito, tanta vibración con la velocidad, no hizo más que tirar una vez más al suelo el fajo de papeles envueltos que nos guiaban tan eficazmente.
En Ligonde ofrecían café a los peregrinos. Una chica americana llamada Beth había venido a España a pasar un año, había estado ocho meses en Valencia y le dio la locura de venirse a Ligonde a ver pasar peregrinos por el Camino de Santiago. No era la primera vez que veíamos extranjeros involucrados con más altruismo que los españoles en tareas de ayuda a los peregrinos.
Mientras nos calentábamos con el café de Beth, escuchamos atentamente a un peregrino asturiano, un machote que había hecho la Ruta de la Plata en bicicleta, también había subido el puerto de Pajares, y también... También nos dijo algo de unas polainas que no llevábamos puestas, y nos advirtió que ciertamente íbamos muy mal equipados.
–¡Pero bueno, en la vida tiene que haber de todo!- pensábamos los tres ante tal altanero personaje- ¡Qué manía de autoafirmación personal! Los sevillanos, los señores de O Cebreiro, ahora este individuo.
Seguimos avanzando hacia Palas de Rei que estaba a unos diez kilómetros. Sobre el plano no parecía muy duro pero los toboganes gallegos aparecen súbitamente para atajar la felicidad de la marcha, y hacerte hasta bajar de la bici en más de una ocasión.
Nuevamente en Palas habían acondicionado un espacio para las tiendas de campaña del ejército, e incluso habían habilitado el pabellón de deportes para usarse en verano como refugio provisional alternativo. Nos acercamos al albergue para sellar, ya teníamos un montón de sellos, y la credencial había adquirido una tonalidad y tacto propio, curtida en cientos de kilómetros y muchos días de peregrinar.
Tomamos dirección contraria y cuesta abajo para acercarnos a un taller para hinchar las ruedas, sobre todo la de Jesús, y luego continuar camino hacia Melide.
El mecánico del taller nos hablaba en castellano pensando que no éramos gallegos hasta que se dio cuenta y luego se nos sinceró contando un par de aventuras.
–"¿E qué carallo fago eu falándovos en castelán?"- asintió el orondo mecánico cuando se percató de que entendíamos el gallego.
Nos contó que él tenía una moto de campo, de las de escape libre que aterrorizan al vecindario en los momentos de la siesta, y que se iba con ella por el Camino de Santiago desde Palas de Rei a Melide adelantando a los peregrinos y riéndose de ellos porque los veía como subiéndose por las gabias. Curiosa actitud, y a la vez simpática porque no lo hacía con mala idea.
Hacia Melide volvimos a entrar en pistas forestales, un largo trecho rompepiernas y de altibajos constantes de unos quince kilómetros que nos llevó recorrerlo casi una hora y media. La belleza natural del tramo, para deleite del peregrino, compensa el esfuerzo, y sólo lo trunca un deslucido polígono industrial carente de empresas y naves ya casi en las proximidades de la villa del pulpo y los melindres. Un momento cumbre sucedió poco antes de entrar en Melide, en la parroquia de Furelos donde, sobre el río del mismo nombre, se yergue un soberbio puente románico del medievo de cuatro arcos que ya citaba Aymeric Picaud en su Códice. Tras cruzar ese simbólico puente, nos tropezamos con una pequeña iglesia parroquial donde se encuentra el único Cristo en el mundo que tiende su mano hacia abajo para ayudar al peregrino. En los lugares más insólitos aparecían hallazgos únicos.
Eran las cuatro de la tarde cuando paramos a reponer fuerzas para la etapa vespertina en un bar en el centro de Melide, todos los domingos se ubica la feria aquí, en el cruce de carreteras y foco principal de esta villa de fama reconocida. En diversas pulperías se puede degustar mejor que en las localidades costeras este molusco. Curiosamente, es en tierras de interior donde mejor se prepara este típico plato gallego, y aquí los turistas peregrinos extranjeros, vacilan a la hora de comerlo, y con poca mesura algunos se piden una fuente para cada uno, y otros, grupos de ocho piden una ración para todos.
Sellamos otra vez las credenciales en el albergue y continuamos dirección hacia Arzúa en otro auténtico tobogán, cruzando frondosos bosques y aldeas como Raído, Parabispo, A Peroxa y Boente, partido por la carretera, donde había una pequeña iglesia sin grandes alardes, pero con un párroco que bien valdría para representante comercial de la obra de Escrivá de Balaguer.
Ya empezaban a verse los bosques de eucaliptos, más que verse su olor característico anunciaba su presencia, y surgía la tan acostumbrada conversación y controversia sobre las ventajas y desventajas de este tipo de plantación traída de las antípodas. Tras atravesar uno de ellos se divisaba el vasto y apacible valle del río Iso, y en el fondo en lo alto los aledaños de Arzúa, la tierra del queso.
Teníamos que bajar una fuerte pendiente hasta su curso, donde nos encontramos con uno de los mejores albergues de peregrinos de todo el Camino, el albergue de Ribadiso. Era como una casa rural de piedra, con prados y río para bañarse, muy bucólico pero siempre lleno en época de más afluencia de peregrinos. Paramos para visitarlo y hacer un descanso antes de emprender la pronunciada subida que nos esperaba hasta Arzúa.
Este repecho se nos hizo interminable, tuvimos que hacerlo a pie. Ya con más de cincuenta kilómetros en las piernas y avanzada la tarde era el momento menos propicio para tales batallas, además coincidía con tramos de carretera nada agradables lo que extremaba el sufrimiento. Cansados y ligeramente irritables llegamos a la villa de Arzúa, ya muy cerca de Santiago y lugar de paso muy típico y conocido por nosotros. Aquí nos quedaríamos a dormir.
Las cosas fueron a peor, ya que tuvimos problemas con el alojamiento. El hostal que habíamos reservado muchos días antes y donde íbamos a dormir nos vendió nuestras reservas a pesar de que se lo habíamos confirmado el día anterior. Totalmente exacerbados por la situación, y por la villanía de tan malas personas, por no mencionar adjetivos más mezquinos, intentamos conectar con otro hostal en Arca pero fue imposible pues salía un fax. Entonces, decidimos continuar camino puesto que todavía quedaban un par de horas de luz, y malo sería que no pudiésemos encontrar dónde dormir.
Desprendíamos un aura negativo, y como en muchas ocasiones suele juntarse el hambre con las ganas de comer, no terminó ahí la cosa. En esto del pedaleo, ya no del Camino, hay que tener en cuenta la peligrosidad de las personas que, ajenas a las carreteras, también son ajenas a la peligrosidad que conlleva cruzarse delante de unas bicicletas cargadas con alforjas, y con peregrinos cansados de pedalear, máxime cuando te ven venir, pero se les ocurre situarse frente de ti y además quedarse quietos hablando con los vecinos de enfrente.
–¡Se quieren apartar de la carretera!- gritó Quico enfervorizado- ¡No ven que ahí estorban la circulación!.
La tensión acumulada nos hizo gritarles con desprecio, pero realmente parecía que les importaba un comino que tuviésemos que pegar un brusco frenazo para evitarles. Quizás nos encontrábamos algo antisociales pero era la cruda realidad.
Luego, nos encontramos con unos valencianos en un todoterreno muy próximos a la salida del pueblo.
–¿Qué sois, portugueses?, ¿de dónde venís?- nos preguntaron con total ignorancia. Ignoramos qué les llevó a asimilarnos a gente de nuestro vecino país luso.
–De Roncesvalles- contestó Quico con determinación.
–¿Eso está muy lejos?- preguntaron con total torpeza, porque la palabra ignorancia se queda corta.
–Pues, a unos setecientos cincuenta kilómetros- respondió Quico con arrogancia.
–¡Ah!, muy bien!, ¡ánimo!- aclamaron los valencianos.
Inmediatamente nos encontramos con el albergue de peregrinos de Arzúa a la salida del pueblo. Lamentable. Situado incómodamente en una curva de la carretera con ruido de los coches y en una vaguada. Pegajoso hacinamiento y aglomeración de personas. Nada recomendable. Pronto terminarán el nuevo albergue y se erradicarán situaciones infrahumanas como ésta.
Dejamos definitivamente atrás Arzúa, pero el inconveniente era el cansancio. Avanzamos con cierta prisa hacia Arca y aprovechamos que el Camino coincidía unos kilómetros con la carretera general Lugo-Santiago para imprimir más rapidez a la marcha. Posiblemente en algún tramo podríamos haber ido por el propio Camino sólo con desviarnos de la general unos doscientos metros, pero con el apremio nos desorientamos y perdimos la senda original. A pesar de que el Camino discurría por algún sitio muy próximo paralelo a la carretera nos daba lo mismo. En esos ocho o diez kilómetros no estábamos para disfrutar, sino para llegar hasta algún sitio donde dormir antes de que se hiciera demasiado tarde.
Llegamos al Alto de Santa Irene, último escollo de otra dura jornada, cuando ya eran las ocho y media de la tarde. Ante nosotros se avecinaba una prolongada bajada por la carretera donde aproximadamente en su mitad se levantaba un pequeño edificio que hacía de albergue. Nuestro albergue. Estaba a pie de carretera, amplio en habitabilidad para unas cuarenta personas en literas, con calefacción, buenas duchas y hasta cuadras. En aquel refugio sólo estábamos seis peregrinos. Lo tomamos literalmente todo para nosotros. ¡En buena hora habíamos decidido dejar atrás el albergue hacinado de Arzúa!.
No había corriente eléctrica en el edificio, y justo enfrente del edificio al cruzar la carretera, unos hombres vestidos de mono azul intentaban reparar una avería desde hacía unas horas. Esa era la versión de la hospitalera, que con aire entre escéptico y estoico no parecía preocuparle mucho.
Luego nos enteramos que había fiestas en Arca, y comprendimos la actitud de la chica hacia nosotros, que trataba de tener las menores molestias posibles con el fin de escaparse cuanto antes a las fiestas en un sábado de jolgorio.
Cuando volvió la luz nos duchamos en caliente, pues la caldera dependía de la electricidad, y nos instalamos en la habitación. Nos había cogido algo el frío y estábamos destemplados, de hecho, encendimos la calefacción en nuestra habitación. Teníamos un cuarto con tres literas para nosotros solos pero por la forma en que desplegamos todo nuestro equipaje nos hubiera hecho falta más espacio todavía.
Estábamos en medio de la nada, en un triste y lóbrego edificio a merced de la suerte de un camión que se quedase sin frenos en la carretera, con muy pocas casas alrededor, más bien ninguna, en una zona frecuentada por lobos y zorros. Alrededor de las diez de la noche, ya aseados y amos de llaves del albergue, salimos al exterior. Estaba oscureciendo rápidamente, y desandamos el Camino subiendo la cuesta hasta el mismo Alto de Santa Irene. Justo en el cruce del alto, había un restaurante de carretera donde cenamos.
La corta caminata se nos hizo eterna, lo que nos hizo intuir que estábamos absolutamente agotados. Otro día más habíamos hecho una ridícula media de unos doce kilómetros y medio a la hora, en casi seis horas de pedaleo durante setenta y cinco kilómetros. Refrendamos nuestra idea que la parte más dura del Camino era la parte gallega.
Poco hablamos durante la cena, algún comentario ordinario sobre la hija de la dueña del bar. Era muy mona, y la estaba esperando el novio para irse de fiesta de sábado, de vez en cuando nos traía cosas a la mesa, pero cuando hablaba nos horrorizaba el fortísimo acento gallego que tenía.
Sobró casi toda la comida, no pudimos comer nuestras raciones habituales por una especie de agotamiento digestivo. Según explicó el médico Quico, la fatiga acumulada en el día se extendía hasta nuestras vísceras donde un estómago gruñón se negaba a trabajar después de tan dura etapa.
Volvimos a nuestro nido en una noche cerrada y tenebrosa, caminando a tientas por el arcén izquierdo de la carretera que tenía bastante tráfico de coches ese sábado de fiesta. Precisamente, los coches eran los que nos iluminaban el asfalto y nos permitían guiarnos con cierta seguridad porque la visibilidad era nula.
Era ya medianoche. ¡Qué situación tan cómica! Estábamos a pocos kilómetros de nuestras casas, durmiendo en un albergue a pie de carretera. Era sábado y ni siquiera nos planteábamos salir a dar una vuelta, nuestras mentes estaban centradas en el día siguiente, el día de la llegada a Santiago. El cansancio nos ayudó a dormir muy bien aquella noche, en nuestra habitación particular y en caldeado ambiente gracias a las calefacciones conectadas todavía en pleno junio.
Ya quedaba poco para terminar nuestra andadura, ¡qué lejos estaba aquel agosto del noventa y siete!, habían transcurrido veintiún meses, tiempo suficiente para la gestación de un elefante, teníamos más arrugas, la barrera psicológica de los treinta años nos había hecho mella, quizás hasta habían aparecido nuevos valores en nuestras vidas.
–Es hora de dormir que mañana hay que madrugar- dijo Ramiro- y abrigaros bien que vamos a pasar frío esta noche.
En silencio fuimos sumergiéndonos en un nuevo sueño común, el penúltimo sueño, ahí estaban tres personajes, eran gigantes, tan grandes que podrían aplastarnos con las yemas de sus dedos. Sentados en unos incómodos taburetes discutían acaloradamente.
–Mueve peregrino, Santiago, es tu turno- increpó Aymeric- y deja de discutir.
–¡No, no, no y no!, te digo que a mí en el tímpano no me pones, yo quiero salir en el parteluz, y sin nadie al lado, que más vale solo que mal acompañado- el genio del hijo del trueno salió a relucir cuando le discutía al Maestro Mateo donde quería que lo colocase en su próxima obra del Pórtico de la Gloria.
–Mira Santiago- contestó Mateo- a mí me han encargado la obra de principio a fin, y si continuas en esta tesitura, convenceré a Aymeric para que en su Códice ponga que no te cargaste a ningún moro.
–Queréis mover peregrino- volvió a vociferar Aymeric- a este paso nunca terminaremos la partida.
–Venga, ... un cuatro, un, dos, tres y cuatro, de puente a puente y tiro porque me lleva la corriente- carcajeó Santiago con su suerte en esa partida del juego de la oca- Vuelvo a tirar. Un dos, ja, ja, uno y dos. Y de oca a oca y tiro porque me toca.
–Quico, Jesús,...¿dónde estáis?- gritó asustado Ramiro- he pasado del Puente de la Rabia en Zubiri hasta el Puente del Río Orbigo como por arte de magia, y ahora estoy en Manjarín con las ocas del último templario.
–Es mi turno- dijo Aymeric- Un seis, ...¡diantre!, del laberinto al treinta.
–Treinta, otra vez treinta- suspiró Jesús- ¿por qué nos tienen que repetir tantas veces que ya hemos cumplido treinta años?
–Tu turno Mateo- clamó enfurruñado Santiago- como te toque un tres, te vas a quedar sin mover peregrino durante tres turnos.
La partida duró horas y horas, y como marionetas nos movían en el tablero, incluso veíamos las próximas jugadas y tanteábamos nuestras posibilidades pero teníamos dudas, muchas dudas, a veces queríamos ir a parar a la casilla de la calavera para volver a empezar, en Roncesvalles, y otras veces nuestro deseo era llegar al final a Compostela.
Sonó el despertador a las siete de la mañana y cuarenta minutos después salimos en bicicleta tras cumplir con las órdenes que nos encomendó la hospitalera del día anterior. Nos aseguramos que no hubiese nadie en el albergue, lo cerramos con llave y dejamos ésta en el buzón de correos al salir. Como ya calculábamos que seríamos los últimos en salir del albergue no nos importaba asumir tan exiguas responsabilidades.
Estaba orballando, término gallego que se refiere a la lluvia muy ligera pero que moja.
–¡Qué suerte! Llegar a Santiago lloviendo, donde la lluvia es arte- decíamos para dar el toque positivo a esta última etapa.
La etapa final iba a ser corta, de poco más de veinte kilómetros, pero tampoco nos íbamos a librar de la dureza de los toboganes gallegos. Los bosques de eucaliptos siembran el paisaje en este último tramo, y entre sus pelados troncos se respiraba la humedad del ambiente de esa fresca mañana. Pasamos el pueblo de Arca y el Amenal, y tras cruzar la carretera general nos adentramos nuevamente en un frondoso bosque, atravesado por una pista de tierra, monte arriba.
Durante casi dos kilómetros tuvimos que hacer el último gran esfuerzo del Camino, el último de tantos sufrimientos y martirios físicos que nos había deparado la ruta, tantos eran, que cada metro recorrido era una victoria que habría de permitirnos el lujo de decir con sano orgullo "Yo he hecho el Camino de Santiago".
Quico acusó la baja forma con que había llegado a esta tercera parte, pero se portó como un campeón subiendo sin bajarse de la bici. La pendiente era constante, sin gran desnivel pero con pocos descansos. Al llegar arriba nos encontramos en los límites de la zona del aeropuerto. El final de la pista de aterrizaje ocupa el firme que hace siglos cruzaban los peregrinos, hoy en día tenemos que bordearla por una alambrada hasta llegar, nuevamente en la senda originaria, a la pequeña aldea de Sampaio tras cruzar otra vez la carretera general. Precisamente, es el final del Camino la parte más afectada por las numerosas carreteras y obras que efectuaron en el pasado en las afueras de la capital de Galicia. Es el inapelable paso del progreso.
–¿Cuándo paramos a desayunar?- clamaba Ramiro al cielo por su necesitado café.
Poco después hicimos un alto en el pueblo de Lavacolla, en la bajada desde el aeropuerto hacia Santiago y justo antes de la última pendiente del Camino. Tras los primeros kilómetros en ayunas un reconstituyente desayuno a base de tostadas con mantequilla fue ideal para afrontar el tramo final con impulso y vehemencia.
Retomamos el pedaleo siguiendo el trazado original del Camino que desgraciadamente coincidía con la carretera. En este año jacobeo han desviado a los peregrinos por medio del monte para evitar accidentes, sin embargo como era domingo temprano y no había tráfico optamos por la senda original. Realmente no fue una decisión, ya que nos dimos cuenta de esto a posteriori, y menos mal porque la carretera de Lavacolla a San Marcos, aunque era más larga, tenía menores porcentajes que el nuevo trazado alternativo.
Ya estábamos llegando a Santiago, y conocíamos palmo a palmo por donde pedaleábamos. Jugar en casa tenía ventajas pero a la vez nos produjo sinsabores, además, a medida que nos acercábamos sentíamos que todo se terminaba.
Seguía orballando, y tras atravesar las instalaciones de un cámping y de los estudios de televisión española nos acercamos al épico lugar donde se gestó el afamado grito de Ultreya.
Habíamos oído muchas veces ese término, lo vimos escrito en los albergues, en las camisetas con motivos jacobeos. Es el nombre de la canción más antigua de la peregrinación, inspirada en el grito de guerra santa de las Cruzadas. En su estribillo: ¡Herru Sanctiagu, Gott Sanctiagu, Ultreya, e suseya, Deus adjuva nos!, cantado por los francos al llegar al Montjoi, Monte del Gozo en Santiago, Herru quiere decir Señor, Gott es buen, y Ultreya quiere decir ¡Adelante! y Esuseya, ¡dale para arriba!.
El Monte del Gozo nos sirvió como último alto y descanso. Volver a montar en la bicicleta era ya para terminar el Camino, ya no habría más paradas hasta llegar a la Catedral de Santiago. En el alto del monte, se erige un monumento dedicado al Camino de Santiago levantado durante el último año santo del 93, de esa época era también el desmesurado y funcional centro de acogida de turistas y peregrinos. Tal muestra de modernidad quebraba la carga histórica y espiritual que pesa en el que desde Roncesvalles lleva días caminando o pedaleando.
–¿Desde dónde venís?- nos preguntó amablemente un matrimonio extranjero entre las muchas personas que se fotografiaban junto al monumento- ¿de dónde sois?.
–Somos de Santiago de Compostela, y venimos en bicicleta desde Roncesvalles- respondimos con naturalidad, y con la complicidad del que sabe que nuestra respuesta los iba a dejar atónitos.
¡Qué ironía la nuestra!. Desde las afueras divisábamos la estampa de pueblo venido a más de Compostela, su zona vieja y la esbeltez de las torres barrocas de su espléndida catedral, una imagen archirrepetida en nuestras retinas, y que ahora debía significar algo distinto. Queríamos sentir algo nuevo, queríamos disfrutar de un instante de felicidad, de un nuevo suceso extraordinario, pero no era un acto mental voluntario. Nuestro deseo de magnificar tal momento se truncó con la idea preconcebida de llegar al lugar donde vivimos. Quizás Ramiro no se sentía así, pero Quico y Jesús habían pasado un cuarto de siglo en las calles de Compostela, y como tales, eran auténticos "picheleiros".
Entrando en la ciudad, un frustrante sentimiento de pena compartida rondaba nuestros pensamientos. La lástima de ver como las vivencias alargadas durante tres años se esfumaban sin remedio era el detonante de nuestra baja emotividad, recorríamos las calles con lentitud, con la mínima posible para no caernos de la bici, para dilatar aún más nuestra experiencia.
Pedaleamos por la recién estrenada Rúa de San Pedro ya peatonal, entramos por Puerta Real, llegamos a la Plaza de Cervantes, calle Azabachería y... la Plaza de la Quintana.
Ahí. Arriba en las escaleras, frente a la casa de la Parra, nos detuvimos. Era el punto y final de nuestra aventura. No hubo saltos, ni lágrimas de alegría, enmudecimos, incluso el alboroto de turistas y peregrinos abajo en la plaza se tornó para nosotros en un silencio sepulcral, segundos después un sentimiento de júbilo recorrió nuestras venas, nos miramos y nos abrazamos y luego todo fueron expresiones de que al final lo habíamos conseguido, de lo increíble de la experiencia,... de la magia del Camino.
Abajo, en la Plaza de la Quintana, había una agitación increíble de visitantes, una interminable cola que se retorcía hasta lo imaginable para entrar por la Puerta Santa que se había abierto el treinta y uno de diciembre del noventa y ocho para inaugurar el Año Santo Jacobeo 99, año de indulgencias plenarias.
Lo primero que hicimos fue dirigirnos hacia la Archicofradía, en el número uno de la Rúa del Villar. Allí dejamos aparcadas las bicicletas y, sudorosos, nos cambiamos las ropas como pudimos. En el segundo piso presentamos la credencial de peregrino debidamente sellada y nos entregaron la "Compostela" con nuestros nombre en latín. ¡Qué regocijo!, por fin teníamos plasmado en papel el premio a nuestra peregrinación. En la tienda de al lado nos la plastificaron para que no se estropeara.
Eran poco más de las diez de la mañana, y habíamos conseguido llegar a una hora prudente, para poder asistir a la Misa del Peregrino de las doce.
La Catedral estaba abarrotada, no entraba ni una mosca, había colas por todos los lados, para abrazar el busto del Apóstol tras el altar mayor, para confesarse, para salir por la Puerta Santa, para dar los "croques" en la cabeza del Maestro Mateo, para hendir los dedos en la columna central -el árbol genealógico- del Pórtico de la Gloria,... sin embargo, no había nadie para visitar la cripta del Apóstol Santiago. No dábamos crédito a tal hecho, quizás Boanerges había tronado y había espantado a los curiosos justo antes de nuestra llegada, para así bajar a contemplar con paz y sosiego la urna de plata donde yacen los restos del culpable de todo esto.
Apretujados entre la gente nos dirigimos hacia el ala oeste para buscar un sitio para sentarnos. Seguro que seiscientos o setecientos años atrás algún otro peregrino apoyó su espalda en la columna en la que descansamos mientras comenzaba la liturgia. A sabiendas, nos habíamos ubicado en el sitio idóneo para una perfecta contemplación del remate triunfal del día, el botafumeiro.
Con mucho cariño el cura oficiante recordó, como en todos los principios de la ceremonia, a los peregrinos recién llegados a Compostela. Fuimos nombrados como un pequeño grupo de peregrinos de Coruña que venían desde Roncesvalles.
Nos gustó mucho oír aquello, fue otro premio más, un reconocimiento al tesón de pedalear y pedalear tantos kilómetros, tantos charcos, tantos baches que te clavan el sillín, tantos pinchazos, tantos sudores,... pero también tantos buenos momentos con excelentes compañeros de viaje.
El colofón de la Misa, como sucede en los años jacobeos, sería el último de los sucesos extraordinarios que le puede suceder a cualquier peregrino. Es algo indescriptible, cada uno siente algo especial durante los cinco minutos que dura el espectáculo del botafumeiro, y nosotros a pesar de que ya lo habíamos vivido decenas de veces, nos produjo una cálida sensación de hormiguillo en el cuerpo. Un placer para los sentidos, el humo saliente embriagador del gran incensario, el majestuoso himno del Apóstol y el regio órgano de la Catedral en perfecta armonía, el vaivén del botafumeiro a más de ochenta kilómetros por hora a lo largo de todo el eje de la cruz latina hasta lo alto de las bóvedas, y los ocho "tiraboleiros" acelerando y frenando mediante enormes cuerdas la acción de tal ingenio mecánico, que anecdóticamente servía en su tiempo para eliminar el mal olor que dejaban los muchos peregrinos que visitaban la Catedral.
Tras la Misa, nos reencontramos con Cheché y Susana, que otro año más esperaban al término de nuestro viaje, y como en un domingo cualquiera nos fuimos a la zona de vinos de la Raíña, como unos compostelanos más, a tomar unos aperitivos. Más tarde, calentamos el cuerpo con las deliciosas pizzas del Oasis en la calle Nueva del Ensanche, otro lugar de muchos recuerdos durante nuestra vida en esta ciudad. Cuando volvimos a la Archicofradía donde teníamos las bicicletas nos dimos cuenta que habíamos perdido las "Compostelas". Afortunadamente aparecieron sin problemas, se habían quedado en la pizzería.
Y así fue como un domingo seis de junio de 1999 los tres peregrinos tropicales pusieron punto final a una aventura que había comenzado tres años atrás. En las fotos de recuerdo hasta se puede apreciar el paso de los años, esto es,..., más barriga, menos pelo,... ¡qué vamos a decir!, algo que todo el mundo sufre cuando cruza la treintena. Dejamos las bicicletas en casa de los padres de Quico y volvimos a La Coruña los cinco en coche.
Esa noche dormimos cada uno en su casa, en su cama, pero como un mecanismo en perfecta sincronía, fruto espontáneo de las horas pasadas juntos, fuimos sumergiéndonos en el último sueño común. Ahí estábamos los tres, cual asteroides flotando y vagando a velocidades medidas en años luz por el universo infinito, gravitando en torno a Andrómeda, una galaxia gigante en forma de espiral, se oían voces remotas y con eco.
–Aunque somos la reina de la familia- contaba una estrella de Andrómeda- debemos estar atentas a la fusión de las Nubes de Magallanes que les harían cobrar relevancia en el Grupo Local.
–Incluso Pegaso y la Enana de Sagitario están aumentado su fama- contestó otra estrella de la misma galaxia.
–A mí la que realmente me preocupa es nuestra querida Vía Láctea- replicó otra- cuentan muchas leyendas sobre ella. Por cierto, ¿quiénes son esos tres asteroides que gravitan perdidos?- refiriéndose a nosotros.
Atentos a la conversación entre las estrellas de Andrómeda y conscientes de haber sido descubiertos les contamos una leyenda.
–Cuentan que en la Vía Láctea- empezó con voz serena Jesús- en uno de sus múltiples brazos llamado Brazo de Orión, muy cerca del sistema Alpha Centauri, hay una estrella amarilla común, dicen que esa estrella se llama Sol.
–Alrededor de esa estrella Sol- continuó Ramiro- giran en órbitas regulares nueve planetas. En uno de ellos que llaman Tierra dicen que hay vida, son seres humanos que caminan y se comunican.
–Peregrinos les llaman- prosiguió Quico entre las miradas atónitas de las estrellas de Andrómeda- que llevan unos mil años caminando hacia un lugar que llaman Campo de Estrellas o Compostela, y que cuando llegan a ese lugar se convierten en estrellas jóvenes y brillantes que ascienden al Brazo de Orión para iluminar el Camino a los que lo siguen en la Tierra, y así cada vez que un peregrino llega a Compostela la Vía Láctea se hace más luminosa.
Súbitamente, despertamos al unísono del sueño, un sueño que ya se había hecho realidad, habíamos hecho el Camino de Santiago.
FIN
Diciembre 2000