(Ultreia e suseia)
Antes de comenzar a tomar estas notas he bajado a la papelería a comprar un cuaderno de una raya, como los del colegio de toda la vida, aquellos que por detrás traían la tabla de multiplicar.
El hijo del dueño del establecimiento, que me conoce, me ha preguntado con cierta sorna si lo del cuaderno tan infantil era alguna forma especial de buscar la inspiración, o alguna manía propia de artista excéntrico.
–Nada de eso, - le aclaré- es que estos cuadernos ocupan poco sitio en la mochila y pueden doblarse. Dame también un bolígrafo bic cristal de los de siempre. Esto más que nada es para que haga juego con el cuaderno.
La verdad es que tal vez tuviese ocultas razones a la hora de elegir tan rudimentarios instrumentos de escritura. Quizá el deseo de abrir uno de estos cuadernos, olerlo, acariciar sus páginas y recuperar no sé qué tiempo perdido.
Pero no me gusta caer en veleidades proustianas. Siempre he querido ser un hombre sin recuerdos. Por otro lado, una mañana de Marzo en Sevilla no deja lugar para ocuparse del pasado. Una ráfaga de olor a azahar me hace instalarme plenamente en el instante en que vivo y disfrutar con toda la intensidad posible de este solecillo bendito, de esta primavera y de esta ciudad a veces tan próxima al paraíso.
Desde que se presiente la estación primaveral van mis paisanos por la calle con mejor cara, les brota una sonrisa a la primera de cambio y ya no se quejan tanto las mujeres en el mercado de los precios, de sus cervicales ni de sus maridos. Me pregunto si serán conscientes de la riqueza que poseen por el solo hecho de vivir en un lugar tan privilegiado. Nacer en un sitio amable, tal como está el planeta, es como para dar todas las mañanas gracias al dios o al infinito azar en el que cada uno crea. Eso mismo debe ocurrirle a los habitantes de muchas ciudades y aldeas, ojalá en todas partes los hombres estuviesen tan enamorados de su tierra como los sevillanos lo están de su ciudad.
Cualquier lugar es maravilloso cuando se le ama, y hay sitios que han sido amados y vividos durante muchos siglos, y en los que la huella del hombre, lejos de destruir, ennobleció el paisaje, lo vistió de leyendas y monumentos sin que por ello perdiese fuerza la desnuda majestad de la tierra.
En estos cuadernos quiero dejar testimonio de amor a uno de esos lugares privilegiados del planeta, donde el hombre y el universo tienen tantas cosas que contarse. Un amor que siento ya, cuando aún apenas lo conozco. Un lugar con forma de serpiente pisoteada, aunque simboliza lo contrario de la serpiente bíblica. El Camino de Santiago es uno de los lugares menos diabólicos y más auténticamente luminosos que existen (y esto lo escribe un sevillano, que acerca de la luz sabe algo).
Pero tan infinita como la luz de Sevilla, del mar de Huelva o de los amaneceres de Sierra Nevada puede ser la íntima vibración de las semioscuras iglesias románicas, y me pregunto qué cosas dirá la luz de los amaneceres de los Pirineos o del monte Irago...
Mi mente, siempre huidiza del presente, siempre incontrolada, vuela estos días a menudo hacia los nortes de España, imaginando mil vicisitudes sobre mi próxima peregrinación y tengo que atraparla y traer mi atención a la realidad de nuevo. No están estos momentos como para perdérselos. En las iglesias de Sevilla los dioses y diosas se preparan para salir a la calle y celebrar la primavera con nosotros y me dispongo a vivir este sueño de colores con la misma intensidad de siempre.
Cuando esta fiesta acabe, aún con la impresión en mi retina de haber visto alejarse a la gran diosa de San Gil bajo el cielo bordado de su palio, volveré otra vez a soñar con el palio infinito de la Vía Láctea sobre mi cabeza.
Va siendo hora de comenzar a hacer los preparativos.
SEVILLANA I
Me voy a hacer un camino
que no conduce al Rocío
sino que va al fin del mundo
por montañas y por ríos.
Un camino sin carretas,
sin bueyes ni simpecados,
humilde con mi mochila,
una vieira y un cayado,
que el que yo hago
es el camino, niña,
que va a Santiago.
Olvidaré mi guitarrra,
el bullicio y mis amigos
para andarlo en el silencio
hablando a solas conmigo.
A ver si así, hablando a solas,
según Machado decía
nazca de mí la esperanza
de hablar a Dios algún día.
Otro camino.
Ya no soy rociero,
sí peregrino.
No he de hacerlo desde el Sur,
que hay otra ruta más bella:
una ruta que se orienta
con el sol y las estrellas.
Sin prisas, sin importarme
el tiempo ni la distancia
bajaré del Pirineo
cual si viniera de Francia.
En tal sentido
el sol y las estrellas
irán conmigo
Tras bajar del tren, preguntamos por el centro a dos señoras y su respuesta es una ofrecimiento amabilísimo a llevarnos en su coche. Nos dejan en la misma puerta del hotel Europa, donde habíamos reservado una habitación. Justamente al lado se encuentra la renombrada calle de la Estafeta con las empalizadas ya puestas para los encierros de los sanfermines, ya que empiezan dentro de unos días. En esa misma calle cenamos en un mesón y nos retiramos pronto.
Dado que sólo hay un autobús diario de Pamplona a Roncesvalles, y este sale por la tarde, disponemos de bastantes horas para pasear por la ciudad al día siguiente.
Así pues, el primer lugar del Camino a Santiago que visito se ha adelantado. Tendré que pasar por aquí dentro de dos o tres días, cuando baje de Roncesvalles, pero podré pasar de largo sin detenerme. Tal vez no me apetezca el bullicio de una ciudad entonces y prefiera pasar la tarde y la noche en un albergue situado en cualquier sitio más pequeño. Esa idea me gusta. Sale el sol y todo está perfecto. Esta última frase se queda en mi mente traducida al inglés y con música de George Harrison ("Here comes the sun). It´s all right").
Continúo canturreando la cancioncilla hasta entrar en la catedral, donde me dedico a ver y escudriñar todo lo que puedo, a degustar el olor de la piedra antigua, del polvo de los siglos que a veces me produce unos estornudos que resuenan en las bóvedas como si tocaran los platillos las esculturas. Descubro una puertecilla abierta y detrás de ella una escalera de caracol. ¿Qué hombre curioso puede resistir semejante tentación? Subo la oscura y pétrea espiral hasta asomarme a una estancia donde unos operarios están reparando el órgano. Observo un momento en silencio y sin ser visto continúo subiendo hasta llegar a los mismos tejados de la nave, a un sobrado sobre las bóvedas en el que un ventanal me descubre un hermoso paisaje verde donde la ciudad termina. Intento imaginarme por donde vendrá el Camino de Santiago, pero en este momento mi sentido de la orientación no es muy notable y una cierta sensación de inseguridad me hace descender de nuevo.
Me llama la atención un altar que hubiese hecho las delicias de Luis Carandell. Está lleno de puertecitas y relicarios y tiene la siguiente inscripción: "Corpus et vas sanguinis sancti inocenti martiris". Si no entiendo mal se trata de trocitos de los cuerpecillos y un vaso con la sangrecilla de aquellos pobres niños a los que Herodes mandó degollar. Es la santa gandinga, que tanto gustaba a la Iglesia antiguamente y cuyo certificado de autenticidad sospecho que ha debido perderse. El Camino de Santiago está lleno de camelos maravillosos como este.
Paseando por la ciudad nos encontramos en una librería a una finlandesa, Mary, que apenas se entiende con el librero pues ella no habla español y el no habla por supuesto finlandés ni tampoco inglés, idioma en el que ella intenta comprar una guía del Camino de Santiago. Manolo y yo nos presentamos y le servimos de intérpretes. Ella busca la guía del País - Aguilar, pero sólo la tienen en español, de modo que le recomendamos la de la editorial Everest, la misma que yo llevo, y de la que sí tienen ejemplares en lengua inglesa.
Después del almuerzo volvemos a encontrar a Mary en la estación de autobuses esperando inútilmente que abran la taquilla. Un letrero dice bien claro: "Venta de billetes en el autobús", pero ella no entendía nada. En cambio, al lado había otro cartel que comunicaba que los sábados el autobús salía a las 16 horas (el resto de los días sale a las 18), y ella supuso que esa hora debería ser la de la venta de los billetes. Consecuentemente se había puesto a las tres y media de la tarde a esperar que abriesen, seguramente pensando que era la primera de una cola que no iba a formarse nunca. Sacamos nuevamente de apuros a nuestra amiga, la invitamos a un café y nos vamos tranquilamente a recoger las cosas a los respectivos hoteles.
A eso de las cinco y media regresamos a la estación de autobuses y nos dirigimos al de la empresa "La Montañesa" que nos llevará a Roncesvalles.
Por allí comienzan a aparecer algunos peregrinos. No tardamos en presentarnos e iniciar la charla unos con otros. Así conocemos a John de California, Peter de Nuevo México, profesor de español, dos señoras palentinas, una de ellas bastante mayor pues tiene un hijo con 43 años y, para más inri, ha sido operada de un tobillo en el que lleva varios clavos...
La primera vez que oí el término "hospitalero" me sorprendió un tanto. Pero en el Camino de Santiago la palabra "hospital" no tiene el sentido de clínica que tiene en las ciudades, sino el de casa de hospitalidad o albergue, y por tanto el "hospitalero" es el encargado de un refugio de peregrinos. Desde el primer momento los hospitaleros despiertan mi atención. He leído en Internet cosas muy contradictorias en torno a ellos y la única conclusión que he sacado es que tengo que hablar con algunos, pues debe haber gente muy interesante en ese gremio.
La tarde se pone de perros y nos miramos unos a otros con cierto terror, como si una borrasca al comenzar el Camino fuese un funesto presagio y no una cosa de lo más normal en el Pirineo Navarro. Pero al entrar en la iglesia desaparece cualquier pensamiento perturbador. La belleza del templo me absorbe por completo. La maravillosa nave gótica posee una iluminación perfecta y las justas proporciones para que el centenar aproximado de personas que estamos allí nos sentemos próximos y nos sintamos más próximos aún. Nos penetra el sonido magnífico del órgano cuyos tubos están situados en los primeros arcos del triforio.
Siete ancianos sacerdotes entonan algo en latín. Los graves del órgano suenan muy bien y la música me parece muy bella. Las voces quieren ser enérgicas aunque a algún fraile ya le tiembla por los años. Al terminar el canto uno de ellos hace una salutación a los peregrinos llegados de diversos lugares, y lee la relación de procedencias de los que allí estamos. Entonces me entero de que en el grupo hay gente de Brasil, Estados Unidos, Noruega, Finlandia, Francia, Australia, Nueva Zelanda... Miro de un lado para otro y veo que todos sienten la misma sorpresa, y hay una sonrisa general y como un escalofrío de emoción que nos recorre a muchos. Nos sabemos cómplices, compañeros de una gran aventura que está comenzando y eso nos reconforta. Cuando en la misa el cura dice: "daos la paz" todos nos deseamos buen camino unos a otros y la energía que nos transmitimos es tan intensa que casi da calambre. Me como el trozo de pan que nos ofrecen, comulgo, claro está. Lo contrario sería como hacerle un feo a los demás, un desprecio al dueño de la casa. Yo no he ido a misa desde que tenía quince años, salvo en alguna boda y en algún funesto día de entierro, y según lo que entonces me contaban he debido cometer un sacrilegio. ¿Sacrilegio? Por supuesto que no, me respondo inmediatamente. He sido empujado a comulgar, y Dios no puede enfadarse por eso. Acaso tendría que enfadarme yo por lo del empujón y decirle: "has sido tú, que te he visto" .
Tras la misa, el sacerdote que ha ido llevando en papel principal de la ceremonia nos lee en varios idiomas un texto del siglo XI en un tono que más que una oración parece que nos está hechizando. Convertido en gran hierofante nos muestra un círculo mágico:
–"Pido a Dios por vosotros -viene a decir- para que, venciendo todos los peligros que os acechen en el camino, lleguéis sanos y salvos a Compostela y luego a vuestras casas con vuestras familias, pero -alza la voz en tono autoritario- cuando lleguéis a Santiago tenéis que ser vosotros los que pidáis al santo y a Dios por mí" .
No es una símple fórmula ritual. Lo dice como una exigencia, estableciendo un pacto, una deuda sagrada, como si las energías que ellos nos transmiten en sus oraciones haya que devolverla al final para que no se pierda. De esa forma se cierra el círculo energético. En una de las sevillanas jacobeas yo había llamado al Camino "río de todos los afluentes" y ahora veo que la imagen era acertada. Me hallo ahora en uno de los nacimientos de ese río, quizá en la fuente principal. De aquí fluye una corriente energética que portaremos los peregrinos, pero este manantial es alimentado por la lluvia espiritual que nos envían desde Galicia, de la misma manera que ocurre con la lluvia y los manantiales de verdad. Alguna energía se perderá en el trayecto (peregrinos que no cumplen la promesa o desertan antes de tiempo), pero el camino es constantemente realimentado por peregrinos que se van incorporando a lo largo de sus casi ochocientos quilómetros. Algunos vienen ya con días de peregrinación a cuestas desde Francia e incluso hay quien viene andando desde algún país norte europeo. Para todos ellos la corriente magnética del camino es más que evidente. Una gran incorporación de caudal se producirá en Puente de la Reina, donde se une el ramal que viene del Pirineo aragonés. Otro gran afluente es la Ruta de la Plata, que se une al Camino principal poco antes de entrar en Galicia.
Tras la arcaica oración iniciática se entona una salve en latín con la iglesia a oscuras. Me sorprende el que casi todos la conozcan perfectamente y me llama la atención la forma de pronunciar la vieja lengua imperial que tienen los extranjeros según su país de origen. Detrás de mí un muchacho canta con voz melodiosa, conociendo el texto a la perfección pero pronunciando con un inconfundible acento inglés, y al otro lado una familia lo hace con acento germano, y más allá otros lo hacen con acento francés. El latín resucita hermosísimo en este mágico lugar y nos hace pensar a muchos y comentar después si no ha sido un paso atrás en la historia de Occidente y del mundo la renuncia que a finales del siglo XX ha hecho la Iglesia romana de su sagrada lengua.
La ceremonia, unida a lo infernal que se presenta el clima, nos deja a todos algo impresionados, y en el restaurante hacemos comentarios sobre nuestro entusiasmo y también sobre nuestras incertidumbres. Nos sirven una aceptable sopita, (quién me iba a decir que me iba a sentar tan bien a finales de Junio) y posteriormente una trucha frita. Brindamos con vino tinto. Finalmente nos dirigimos al dormitorio.
Pronto apagan las luces y comienza una desconcertante sinfonía de ruidos. El cercano reloj de la abadía suena fortísimo cada cuarto de hora, las literas crujen por todas partes y los que consiguen dormir roncan como truenos. Se oye afuera rugir el viento de forma amenazadora y no consigo pegar ojo. Me levanto varias veces para ir a unos aseos que quedan alejadísimos, en otro dormitorio, pongo de vez en cuando la radio (un pequeño transistor con auriculares) y así va pasando la noche mientras voy oyendo las horas, los cuartos, las medias y, cuando apenas queda un rato para que amanezca sé que me espera una dura jornada para la que apenas tendré fuerzas, ya que mi descanso ha sido nulo.
En siete lenguas distintas
se recibe el primer día
de los siete sacerdotes
una fuente de energía.
En el umbrío Roncesvalles
con una oración muy vieja
rezan por los caminantes
para que Dios los proteja.
Es un arcano
que en su rezo desvelan
los siete ancianos.
Por la mañana
la incertidumbre entra
por la ventana.
Muy duros son los comienzos
y el alma se convulsiona
entre miedos y fantasmas
antes de alcanzar Pamplona.
Pero una fuerza segura
nos impulsa hacia adelante:
acaso aquella plegaria
de los siete hierofantes,
una energía
que ayuda en el trayecto
de cada día.
Al salir encuentro a un muchacho brasileño que me dice que tiene miedo de ir solo entre la niebla y perderse.
–¿Puedo caminar al lado de usted?
–Claro. Yo también me sentiré un poco más seguro siendo dos. Parece que está cesando la lluvia.
Entonces veo la primera flecha amarilla.
–Mira -le digo- ahí comienza nuestro Camino.
Pocos metros más allá aparece otra flecha y otra más. El pobre brasileño me da una y otra vez las gracias por enseñarle lo de las flechas. Se trata de un perfecto ignorante en todo lo relacionado con el Camino.
–Gracias, señor. Ahora estoy más tranquilo, con usted no me perderé. Muchas gracias, señor, obrigado, gracias.
A mí lo de "señor" y lo de "usted" me sienta como un tiro, pero debo entender que el chaval sabe poco español y el tuteo le resulta muy difícil.
Una nueva flecha amarilla nos interna en la espesura de los bosques encantados de hayas, y ese momento no es para contarlo sino para caminar fascinado a pesar de la intensa niebla, para sobrecogerse en silencio, aunque este es constantemente interrumpido por mi compañero:
–¿Cree usted que habrá animales salvajes, señor?
–No tengo ni idea -respondo- A lo mejor hay jabalíes, osos, perros salvajes, ¡qué sé yo! Pero no te preocupes, que nunca se han comido a ningún peregrino, que yo sepa.
El muchacho me mira con los ojos aterrorizados:
–¿Y lobos? ¿Cree usted que hay lobos?
–No lo sé, pero esto no es el zoológico sino el Camino de Santiago. De todas formas vamos a coger unas estacas que sirvan como bastones y además de ayudarnos a caminar nos servirán como armas en caso de que aparezca nuestro peor enemigo.
–¿Qué enemigo, señor?
–El temible inspector de hacienda gris, por ejemplo.
–No comprendo señor.
–Que como mucho a lo mejor tenemos que apartar del Camino alguna vaca lechera, que de aquí a Galicia hay un montón.
Pronto encontramos dos buenos palos. Se despeja el cielo y no se pueden soportar los impermeables. En un descampado donde un grupo de tres o cuatro peregrinos descansan y comen algo nos paramos a guardarlos en la mochila y entablamos charla. El brasileño se despide:
–Ya no tengo miedo, señor. Voy a seguir caminando.
–Buen Camino.
–Gracias, gracias, muchas gracias...
Y se aleja haciendo reverencias. Yo me quedo tomándome alguna cosilla con los otros. Después Camino acompañado de un muchacho de Murcia. Se llama José Antonio, tiene veinticinco años y me va relatando la historia de su vida. Su madre ha muerto no hace mucho de esclerosis múltiple, lo ha dejado su novia y ha venido a ponerse en orden interiormente. Le está buscando sentido a su vida y cree que aquí va a encontrarlo. Hablamos acerca del Camino y de los buscadores. Le saco a relucir la teoría de que en el mundo hay dos clases de personas, los que creen que hay que buscar un tesoro que está escondido en algún sitio y los que no se plantean tal cosa.
Él se considera a sí mismo perteneciente al primer grupo, claro está. Le digo que en ese caso está condenado a buscar toda su vida. Nos divierte la idea de ser buscadores del tesoro, piratas buenos, o algo así.
Claro, que a continuación surgen las lógicas preguntas sobre cuál es el contenido de ese tesoro y dónde puede hallarse.
–Para responder a eso estamos aquí -me atrevo a decirle-. Plantéatelo como un juego o una especie de película de piratas. El plano del tesoro está roto en trocitos pequeños, esparcidos por ahí. La misión de los jugadores o de los protagonistas es ir encontrando los trocitos del mapa que faltan, intercambiarlos con los otros buscadores cotejando la información que cada uno encuentre para que cada cual vaya completando su puzzle personal, el mapa que le conduzca a encontrar su tesoro, el suyo propio. Lo fantástico es que en esta historia ha de haber un tesoro para cada uno o, mejor dicho, un tesoro común que por más gente que lo encuentre nunca menguan sus partes, un tesoro-manantial en el que de verdad hay para todos, y ojalá todos lo encuentren.
–¿Y tú crees que se encuentra en el Camino de Santiago?
–No lo sé, pero estoy seguro de que muchos peregrinos poseen fragmentos del mapa. Tenemos que ir copiando los que nos falten. La recomposición sólo es posible mediante el buen entendimiento de los jugadores, el buen rollito, como se dice ahora.
José Antonio entiende plenamente el lenguaje en el que le estoy hablando, y nuestra conversación continúa por derroteros profundos. Ambos nos damos cuenta de que estamos en lo cierto y de que efectivamente se ha producido entre nosotros un intercambio de pistas.
Hace ya casi veinte años escribí este poemita que ahora transcribo:
Nos encontramos a veces
en un lugar cualquiera del camino
y nos sentamos juntos
sabiéndonos marcados de un destino.
Nos llamamos amigos
en una confianza necesaria
y nos reconocemos
como dos gaviotas solitarias.
Claros como el sol
nuestros ojos se vuelven dos espejos,
hondos como el mar
aunque nadie se sepa ver en ellos.
Nos sentimos dichosos
cuando abrimos el cofre más cerrado
en donde se conservan
los anhelos del estigmatizado.
Comprobamos papeles
e intercambiamos pistas del tesoro,
y otra vez las guardamos
como oro en paño y como paño en oro.
¡Hijos de la mar,
buscadores de la isla misteriosa!
¡Locos por la luz
ocultos en el tiempo y en las cosas!
Y después nos miramos
convencidos de no volver a vernos,
nos damos un abrazo
y regresa cada uno a su silencio.
Vemos un bar abierto en Mezquiriz y entramos a tomar unos cafés con algo sólido. Van llegando peregrinos: los americanos John y Peter, Mary la finlandesa, con la que al parecer Peter ha trabado amistad. Hay una chica noruega muy joven pero con unos pechos de un volumen sorprendente. Nos hacemos alguna foto todos juntos, bromeamos, descansamos un ratito y vuelta a caminar. Se han barajado los personajes y un poco después me veo acompañado de una chica llamada Fabiola que habla y habla de sus muchísimos problemas. Sus padres son mejicanos muy pobres y ella está adoptada por una rica familia norteamericana y estudia en USA. Tiene un lío entre sus dos culturas, entre sus dos lenguas, entre sus dos familias a las que quiere de forma diferente. Tiene además un novio que se ha quedado paralítico y dice vivir en un ambiente en que lo único importante es el dinero y eso le horroriza. Yo a veces trato de decirle algo que pueda calmarla un poco pero creo que de momento lo que necesita es desahogarse. Habla sofocada, a veces llora y echa de menos a "todos mis padres", como ella dice, expresión que a mí me hace mucha gracia. De pronto me dice que yo le recuerdo mucho a su padre verdadero y eso ya no me hace tanta gracia, vaya por Dios. Hay una generación entre ella y yo, veinte o treinta años de distancia y me lo acaba de recordar sin ninguna malicia, cariñosamente incluso, pero me ha puesto en mi sitio. Un sitio que no me gusta nada, esa es la verdad, y en el que ya me había puesto el temeroso chico brasileño que me trataba de señor y de usted. Pero es que Fabiola también me trata de usted, y eso ya no lo consiento más. Me cuesta trabajo que me tutee y de vez en cuando se le sigue escapando el usted. Habla con un español de culebrón centroamericano y constantemente llora y pide perdón porque llora.
–Todos mis papás me dicen que una mujer no debe llorar nunca en presencia de extraños y están preocupados por mí, pues creen que una chica en un país extranjero está expuesta a muchos peligros. ¿Tú eres soltero?
Parece como si su cerebro hubiese relacionado la supuesta peligrosidad de la situación con mi posible soltería, por lo que la tranquilizo de inmediato:
–No, no. Tengo una mujer y una hija maravillosas.
–Seguro que tu esposa debe ser maravillosa. Segurito que lo es.
Afirma ella, como si conociera a Luisa de toda la vida.
–Bueno, claro. Siempre lo son para nosotros los seres que queremos. ¿No te parece?
–Sí, Sí. Mi papá es maravilloso.
Y llora otra vez. Y pide perdón por haber llorado. Se pone a cantar canciones que de niña le cantaba su mamá y nuevamente le da la llantina. Y nuevamente me cuenta su inadaptación a la vida materialista de los yanquis, y llora y pide perdón y canta y llora y se acuerda de todos sus padres y llora y...
Después de dos o tres horas comprendo que hay que separarse. Ya necesito cambiar el ritmo de mis pasos, oír al campo nada más. Quiero ser delicado pero la interrumpo y le digo que deje de recordar a su familia, que no ha venido al Camino de Santiago a eso, y acaso con cierta solemnidad autoritaria le indico:
–Las flechas amarillas apuntan siempre hacia delante. Camina y no vuelvas tanto la cabeza, que te vas a caer. Ahora tienes que practicar el silencio para que puedas concentrarte en los paisajes y en el canto de los pájaros.
Ella se para en seco y comienza a llorar de otra forma. Muy dramáticamente me dice:
–Comprendo. Creo que debo caminar sola. Usted me ha herido.
–Siento mucho lo segundo. -le respondo algo apenado- pero lo primero te vendrá muy bien. Yo también quiero seguir en silencio aunque tenga que privarme de tu compañía. Que tengas buen Camino.
Y continúo mientras ella queda atrás quieta y vertiendo sus últimas lágrimas.
Entre unos y otros siento que me han robado mi primera mañana, que las pocas fuerzas que tenía me están fallando, que llevo ya muchas cuestas, muchas rampas subidas y bajadas, que parecía invierno al despertar y ahora hace un calor sofocante y que apenas puedo ya con la mochila ni conmigo mismo. Las empedradas pendientes rompepiernas comienzan a imponerme respeto, pues siento algunos temblores, y me duelen horrorosamente las puntas de los dedos de los pies de tanto ir frenando. Sudo muchísimo. El Camino se vuelve maldito de repente, insufrible, odioso. Necesito llegar a cualquier lugar donde haya una sombra, algo fresco... y parece que no llego nunca.
Por fin, al límite de mis fuerzas llego a Zubiri donde puedo sentarme en un bar y pedir una jarra de cerveza San Miguel que bebo con auténtica ansiedad, en plena pájara, sin saber si me voy a desmayar al segundo siguiente. Con otro peregrino me reparto un bocadillo de chistorra.
Unos minutos después parece que comienza a pasar el peligro. Todo ha sido excesivo, la falta de sueño, la caminata (van siete horas de subir y bajar cuestas) y sobre todo el haber tenido que ir al ritmo de otros, por lo que decido ir a ver el albergue que hay aquí en Zubiri, y no completar la etapa en Larrasoaña como tenía previsto. Son sólo siete u ocho quilómetros más, pero ya soy incapaz de andar cien metros.
Al llegar al albergue compruebo que está lleno de gente conocida. John, Peter, la finlandesa, la noruega, las dos señoras palentinas que iban ayer en el autobús y Manolo Bueno, mi sobrino. Bromeo con las palentinas.
–Hombre, mis amigas palencianas.
–No somos palencianas, sino palentinas.
–Y los de Valencia ¿Qué son?
–Valencianos.
–No señor. ¿No han oído hablar del actor Rodolfo Valentino? Tendría que llamarse, según vosotras, Rodolfo Valenciano.
Ellas no saben muy bien a qué carta quedarse, y me explican el equívoco como si yo lo hubiese dicho en serio. Que los de Valencia se llaman valencianos, y yo que no, y finalmente para rematar les digo que yo tengo un amigo en Valencia que no se llama Valenciano, sino Vicente. Así que no les queda más remedio que darme por imposible y reírse. Con estas y otras tonterías pasamos un buen rato
Llega la hospitalera, me inscribe, me pone el sello en la credencial y me dice que el albergue cuesta tres euros. Es una cantidad casi simbólica, prácticamente ajustada al gasto que uno hace de agua caliente, papel higiénico o luz eléctrica. Tomo una litera, coloco el saco de dormir sobre el colchón de abajo para que se sepa que el sitio ya está ocupado y me dirijo a unos aseos algo cochambrosos pero de cuyas duchas sale una maravillosa lluvia de agua caliente a buena presión. Siento que resucito, que entro en la gloria y me vuelvo a la litera, donde me dedico un rato a masajearme los pies con una mezcla de Trombocid y esencia de romero. Este mejunje me lo recomendó antes de salir de Sevilla mi vecina Mercedes, que hizo el Camino un año antes que yo. Mano de santo, sí señor. ¿Cómo describiría yo el placer de este momento? Compruebo que algunos otros peregrinos también se untan alcoholes y cremas en los pies y me encanta ver las caritas de felicidad que se les pone. El ritual, además de efectos terapéuticos, tiene un algo de autoerotismo.
De todas formas, me levanto y dedico un ratillo a lavar los calcetines, calzoncillos y camiseta sudada. Los dejo tendidos al sol, en unos tendederos que hay fuera, y hasta tomo algo de fruta antes de descansar un rato. Echarse en el colchón es maravilloso... y el sopor... va llegando... poco... a... poco... zzz.
Me despierto cerca de las seis. Aún hace bastante calor. Ya han abierto el supermercado de la aldea y me hago una pequeña provisión: un par de manzanas, unas guindas, un par de plátanos, pan y fuagrás.
Un rato después me dirijo a un restaurante en el que está todo el grupo de extranjeros ya conocidos, a los que se han unido un par de escoceses. Casi todos están ya en plena cena y les pregunto por la calidad de los platos. Estoy hambriento. Uno de los escoceses me dice que la ternera que se está comiendo está buenísima. Entonces no se hable más. Me siento al lado de Peter y pido la ternera y una botellita de vino navarro. Hablamos de gastronomía. Le explico que a los británicos no hay que hacerles nunca caso en cuestión gastronómica salvo cuando hablan de carnes y que por eso hice caso al escocés. La verdad es que el filetón tiene un sabor exquisito y el de Nuevo México abandona el bebistrajo que se estaba tomando y se apunta al vino que yo he pedido. Brindamos por el Camino, cómo no, y varios extranjeros más lo prueban y piden más botellas. Eso está mejor. ¿Qué estaban bebiendo antes las criaturas?
Un rato después estamos acostados, y la verdad es que el buen vinillo de la tierra ayuda a dormir profundamente.
SEVILLANA VI
Se ha desconectado todo;
no hay radio o televisión.
Ya no existen otras voces
que roben nuestra atención.
Tantos días por delante
de sosegado viaje
sin encender otra cosa
que el alma ante los paisajes,
sin otro son
que el que acompañe al ritmo
del corazón.
Mientras que tus pies caminan
por la tierra o el asfalto
el alma también se mueve
con alas, hacia lo alto.
Deja atrás viejas ideas,
pon poco peso en tu espalda
que alma y cuerpo han de ir
aligerados de carga.
Sería un desastre
Pretender elevarse
Con mucho lastre.
Mi vieira tiene un nombre,
la llamaban sanfonina
cuando la encontré una tarde
en el mar de Isla Cristina.
Y mi bordón es de abeto
nacido en Sierra Nevada.
De él cuelga la vieira
a otro bordón engarzada:
!Qué hermosa amarra
la que cantaba un día
en mi guitarra!
Cuando abran el albergue conoceré al famoso Santiago Zubiri, cuyo apellido recuerda al pueblo del que salí esta mañana, y que parece ser una institución en el camino navarro. He leído acerca de él en los foros jacobeos de Internet y hace cosa de un par de meses le envié por correo un ejemplar de las "sevillanas jacobeas". Al terminar esos poemillas hice un par de envíos, uno a él y otro al párroco de Triacastela, al que espero ver cuando llegue a Galicia. No sé muy bien por qué lo hice pero tengo la impresión de que en el Camino nada carece de sentido. Después de todo nadie va a molestarse por recibir unas coplillas y a lo mejor sirven a alguien.
Poco después de la una y media me dirijo al albergue, bastante más decente y con mejores servicios que el de Zubiri. Allí conozco al famoso hospitalero. Nos atiende uno a uno, cobra cinco euros por cabeza y pide a cada peregrino que escriba lo que quiera en el libro. La recepción del albergue es todo un despacho con una gran mesa antigua y buenas sillas de madera tallada y cuero. Tiene un cierto aire oficial el sitio, con banderas, escudos y algún bastón de mando por las paredes. Es que Don Santiago ha sido durante muchísimos años el alcalde del pueblo y eso debe imprimir carácter.
Me hace sentarme y lo primero que hace es cobrarme. Mientras busco el dinero le digo:
–No sé si habrá recibido unos poemitas que le mandé hace algún tiempo.
–¡Hombre! -exclamó sorprendido- ¿Tú no serás...? -y hasta se acordaba de mi nombre- ¿Tú no serás Maldonado?
–Sí, señor, encantado.
–Pues tenía yo que escribirte, porque tengo aquí algunas direcciones de peregrinos que me han pedido una copia de tus sevillanas y no sabía yo si podría sacarlas a multicopista.
–Dispón de ellas como quieras -le respondo-. Como si fueran tuyas.
La palabra multicopista me sonó a algo prehistórico, a mi época de estudiante. Observo que Santiago duda un momento a la hora de cobrarme, pero se guarda el dinero y, como queriendo disculparse, me da una innecesaria explicación:
–Es que estos tíos del gobierno de Navarra no nos dan ni un céntimo de subvención, y esto cuesta mantenerlo. Te voy a regalar un pin.
El detallito del pin le hace sentirse generoso. Me regala un peregrinito color estaño que coloco en mi sombrero.
Santiago no es ya el personaje desinteresado que según cuentan había sido en su época de alcalde. Entonces el albergue era municipal y no se cobraba a nadie. Atender bien a los peregrinos era en cierto modo hacer campaña, y que su nombre llegara a sitios insospechados. Ahora es su albergue, su negocio, y en él tiene su pequeña tienda de víveres, donde todo cuesta el doble de lo normal. Pero Santiago no ha perdido su carácter afable y dicharachero, y se pasa el día dando consejos para el camino, del que es buen conocedor. Charlamos un rato y entre otras cosas me habla de Felisa, la de los higos. Conozco al personaje de oídas. Es una anciana de noventa y dos años que vive en una casita en el campo, cerca de Logroño. El Camino pasa junto a su casa, y ella está todo el día en la puerta ofreciendo higos y agua a todos los peregrinos que ve pasar. También les pone un sello en la credencial que dice "Felisa: agua, higos y amor". Santiago Zubiri ha oído decir que han ingresado a la pobre señora en un hospital.
–No sé si estará viva o no, pues es muy mayor, pero si cuando llegues a la Rioja la ves, dale recuerdos míos.
Por la tarde vuelvo a ver a Paco en el albergue y charlamos largamente. Es un hombre apasionado de los caminos, el único superviviente de una asociación que organizaba peregrinaciones a distintos santuarios marianos. Ha hecho ya varias veces el Camino de Santiago y lleva escrito varios diarios. En una libretita tiene apuntado al detalle cada céntimo que se gasta, y deduzco que debe ser un hombre de recursos limitados, a juzgar por los comentarios que me hace sobre la carestía de todo. Pero después de unas cuantas bromas se va descubriendo detrás del guasón a un ser finísimo, frágil y espiritual, como no podía ser menos tratándose de un viejo peregrino. Le haría una ilusión enorme que alguien leyese alguno de sus diarios.
–He intentado que lo lean mis sobrinos -me comenta- Pero ellos no me toman muy en serio porque dicen que yo soy su tito el loco. En mi familia no le interesa a nadie lo que yo escriba.
–¿Y por qué no cuelgas tus diarios en Internet? -le pregunto.
Paco me mira como el que ve a un marciano. Me comenta que él no sabe nada de ordenadores. Le explico un poco la cosa y le hablo de los diarios que los peregrinos cuelgan en la red y de cómo hay muchas personas a las que nos interesa leer las experiencias de los otros. Se le abren los ojos y me dice que tiene una hija que sí entiende de estas cosas.
–Ella podría ayudarte. O posiblemente en la asociación de amigos del Camino de San Sebastián te podrían echar una mano -le sugiero, pues dice que él pertenece a la misma-. Te aseguro que hay muchos como yo en el mundo que lo leeríamos con muchísimo interés.
Me da la impresión de que a Paco se le quiere escapar una lágrima. Creo que la posibilidad de que cualquiera pueda leer sus cosas le emociona. Sí, decididamente se ha emocionado. Se dirige a su mochila nerviosamente y busca un recorte de periódico que me enseña y donde él aparece. Por lo visto le van a dar la Vieira de Plata dentro de un mes, el 25 de Julio. Le prometo que cuando termine el Camino y llegue a Sevilla enviaré un email a su asociación de amigos del Camino, felicitándole y pidiéndoles que le echen una mano con lo del diario en Internet. (1)
(1): (NOTA: Posteriormente compruebo que la asociación de amigos del Camino de San Sebastián no tiene dirección electrónica, o al menos yo no la he encontrado, por lo que he tenido que cumplir mi promesa con una carta por el correo de toda la vida).
Las australianas son madre e hija, Anna y Johana. La madre tiene cincuenta y tres años y es una mujer enormemente jovial y alegre. La verdad es que parecen hermanas, y a ella le encanta que yo se lo diga. Protagonizan una hermosísima historia de reencuentro amoroso. Hace tiempo que viven separadas y apenas tienen ocasión de estar juntas. De pronto deciden quitarse el síndrome de abstinencia, pues la una necesita su dosis de hija y la otra su dosis de madre, y planean tomarse una dosis masiva donde nadie las moleste, en las antípodas, que para ellas está más o menos aquí, en la lejanísima España donde han oído decir que existe un caminito mágico. Todo esto es fascinante. De pronto se detienen, se miran una a la otra y se cogen de la mano llorando de felicidad o se dan un abrazo, y luego se disculpan ante mí como si el amor necesitara disculpas, como si no me estuviesen regalando el más bello de los espectáculos en el más bello de los sitios. A veces las observo y me tiemblan los cimientos personales. Me gustaría más que nada en el mundo poder mirar otra vez los ojos en que me vi desde niño y que perdí para siempre hace sólo tres años. Y hasta en algún momento creo sentir junto a mí una presencia que mi mente lógica rechaza pero que me llena de consuelo.
Nos paramos en las fuentes, en ciertos prados o miradores. Anna sabe dosificar el esfuerzo, y cada hora u hora y media nos detenemos cinco o diez minutos, nos aflojamos las botas y comemos algo de lo que llevamos encima. Hablamos de ellas, del Camino, de mí, de mi familia. Les enseño las fotos donde Luisa e Isabel están guapísimas y así llegamos a Villaba, muy cerca ya de Pamplona. Hemos pasado por el albergue de la Trinidad de Arre, que aún está cerrado, pues son las doce más o menos, y continuamos hasta dar con un bar que tiene al fondo un patio tranquilo donde nos sentamos, pedimos unos cafés con alguna cosita sólida y nos quitamos las botas un rato. Por todas partes hay pintadas y carteles en vascuence, de claro contenido antiespañol, y la bandera vasca se ve con frecuencia. Las australianas me preguntan y yo apenas puedo explicar la superficie de un problema tan poco razonable. Cuando viene el camarero Johana pregunta que si todos ellos se quieren separar de España, cosa que me veo obligado a traducir. El camarero las mira y responde:
–¿Y quién coño nos va a quitar del mapa?
Después de un rato vemos que estamos en Burlada, sin campos por en medio, con autobuses urbanos y teniéndonos que parar en los semáforos como peatones urbanitas. Un autobús que se para a pocos metros de nosotros va al centro de Pamplona. Nos subimos y poco después estamos en la Plaza del Castillo, donde las llevo al café Iruña. Ellas van a quedarse en Pamplona, pero yo pienso continuar hasta Cizur Menor, a sólo cinco quilómetros, así que tomamos una granizada para despedirnos y les recomiendo que almuercen en el mismo local, donde hace unos días me pusieron un cordero excelente.
A medida que voy atravesando la ciudad se van amontonando los recuerdos como si estos tres días hubiesen sido años. Estoy cansado y hace calor. Atravieso la ciudad universitaria y me invade una especial desolación que se va haciendo más y más insufrible.
Sé que llegaré a Santiago
aunque a veces acuchilla
mi corazón la nostalgia
por mis niñas de Sevilla.
Si el pan se volviese piedra
y el vino se hiciera hiel
sería mejor que estar lejos
de Luisa y de Isabel.
Pero me alegro
contemplando sus fotos
con su recuerdo.
Al llegar al albergue de la orden de Malta en Cizur debo tener un aspecto deprimente, pero me recibe un ser amabilísimo, María Julia, la hospitalera:
–Hace mucho calor y vienes muy agotado. Date una ducha y luego me enseñas la credencial. Instálate tranquilamente y dejemos los trámites para después.
Media hora después soy otro hombre tras una maravillosa ducha, un buen afeitado y un cambio de ropa. Dejar las botas después de ocho horas de marcha y ponerse las sandalias de goma es algo tan confortable como nunca había podido imaginar. El albergue asimismo es confortable y está impecablemente limpio, y apenas hay cuatro o cinco peregrinos, por lo que están casi todas las camas libres y puedo elegir un rinconcito apartado donde me prometo un prolongado descanso. María Julia me recomienda un bar de comidas a cien metros.
Frente al albergue hay una preciosa iglesia románica en cuya torre ondea la bandera de la orden de Malta. Dentro está toda llena de pendones medievales y retratos de caballeros de la orden, y una fila de sillones está dispuesta en círculo como para un ritual masónico o algo parecido.
Por la aldea me encuentro con Prudencio que se ha descolgado de Paco y el grupo con el que estaba en Larrasoaña.
Durante la comida no dejo de dar vueltas y discutir conmigo mismo sobre la veracidad de mi "revelación" en la cuesta de Cizur. Me hago muchas preguntas y finalmente decido tratar de olvidarlo, pensar que todo ha sido una especie de alucinación motivada por el sol y el agotamiento. Pero ni yo mismo me creo ese razonamiento, sobre todo cuando al cabo de un rato me encuentro con un hombre que dice haber tenido una experiencia del mismo orden.
En el albergue hay cuatro o cinco personas intentando entender a un hombre de unos cincuenta años que sólo habla francés. Por fin, una chica americana que resulta perfectamente políglota nos sirve de intérprete y nos enteramos de la historia que el peregrino galo trata de contarnos. Bernard, que así se llama, tuvo un accidente. Se cayó de un balcón y estuvo dos años en coma. Al despertar se había muerto su único hijo con 25 años de edad. Entonces, solo en el mundo y con una pensión del gobierno francés, se pone a caminar desde el norte de Francia en dirección a España, pero algo le ocurre poco antes de cruzar los Pirineos, cuando llevaba recorridos casi mil quilómetros. Según él tuvo una aparición y se convirtió al Cristianismo (era musulmán). Bernard sonríe con cara de beatitud y dice que se ha bautizado en el Camino de Santiago hace cuatro o cinco días pues ha visto a Dios. Aquí estamos todos locos o en el camino pasa algo realmente milagroso. Observo a Bernard tras su historia. No para de sonreír como una persona feliz, o como un tonto, que ya no sé si es lo mismo.
De noche en la cena vuelvo a coincidir con el mismo grupo. Mientras cenamos, Bernard habla, la americana traduce y el exmusulmán no para de hablar de su felicidad, de su aparición y de lo maravilloso que es Dios.
También aparecen por allí Paco y su grupo. Paco está algo malhumorado pues va a tener que interrumpir su camino para ir a una boda en Salamanca.
–Y encima mi mujer me va a obligar a ponerme una corbata, y yo ni siquiera sé cómo se pone eso.
Finalmente, antes de acostarme me quedo un rato charlando con la hospitalera que me cuenta muchas cosas en torno al Camino. Ella es voluntaria y va a estar en Cizur 15 dias, tras los cuales se pondrá a caminar con su marido.
Muchos peregrinos tras hacer el Camino se ofrecen para echar una mano en los albergues y de esa manera devolver algo de lo mucho que recibieron durante la peregrinación. Qué hermosa resulta la gratitud cuando sale de forma tan espontánea. La única condición que se exige para ser hospitalero voluntario es la de haber hecho el Camino previamente. Lo normal es que la gente preste ese servicio una quincena corriendo los gastos de viaje y de manutención por cuenta de los interesados. Se paga por ayudar a los otros, cosa insólita en nuestro materializado mundo.
La charla con Julia se prolonga hasta más allá de las once y media. Le prometo que le enviaré las coplas jacobeas cuando llegue a Sevilla. Julia me deja su dirección y su correo electrónico y me recomienda unas webs de Internet en una nota que termina diciendo: "muchas gracias por tu alegría. María Julia Teixeira".
Y es que en el transcurso de esta tarde he recuperado las fuerzas y me he vuelto el andaluz dicharachero que suelo ser. A lo mejor resulta que el maestro de Prudencio tenía razón y el humor es lo más importante.
Los molinos del Perdón
de cerca son los gigantes
que aguardan a Don Quijote
a lomos de Rocinante.
Pero desde aquella cima
a donde la vista alcanza
no se acerca el caballero
ni tampoco Sancho Panza.
Sólo adivino
a lo lejos, la imagen
de un peregrino.
Sin embargo, nada más sobrepasada la cumbre cesa el viento por completo. La ladera por la que se desciende queda resguardada por la propia montaña y comienza una difícil rampa llena de piedras rodantes que obliga a ir con sumo cuidado para no dar un traspiés y desnucarse uno. Se hace largo el descenso, mucho más penoso que la subida, y al rato una punzada de dolor amenaza mi rodilla derecha. Disminuyo el ritmo, me ayudo cuanto puedo del bordón para aliviar de peso la pierna que amenaza con fastidiarse. Bajo ningún concepto podría permitirme ahora abortar la peregrinación por una rodilla. Lentísimamente voy descendiendo la interminable rampa empedrada. Acaso tardo dos horas en llegar a una verja en donde se lee: "¡ULTREYA!" y donde alguien escribió el mantra sagrado: "O mani padme om". Al otro lado de la verja se acaban las piedras y el camino se vuelve placentero, discurriendo entre hermosos trigales y colmenas.
De nuevo todo es un bucólico paseo. Comienzo a silbar alegre la Pastoral de Beethoven al ritmo de mis pasos y a disfrutar de la espléndida mañana que hace en este lado de la montaña. Los molinos gigantes van quedando lejos.
Un peregrino que viene atrás con el paso más veloz me saluda al llegar a mi altura:
–Hola, buen camino.
–Buen camino.
Y reduce la velocidad para ir a mi ritmo. Es extranjero, anglosajón por el aspecto y el acento. Parece que quiere pegar hebra, de modo que me presento:
–Me llamo José María -y le extiendo la mano.
–Soy el reverendo Brenan -replica con un tono que me parece un tanto altanero, como si lo de reverendo fuese algo muy especial. Es un jovencillo veinteañero con aspecto de empollón, delgado y con gafas, rubiales y algo descolorido.
Entonces recuerdo que en Cizur me había contado María Julia, la hospitalera, que había un curilla recién ordenado de Canadá que llegó ofreciéndose para decir misa a los peregrinos, pero que finalmente tuvo que decirla para sí mismo, pues no acudió nadie a la iglesia.
–Tú debes ser el cura que ayer le pidió permiso a la hospitalera para decir misa en la iglesia de la Orden de Malta.
–Apenas hablo español y no entiendo bien lo que dices.
Comenzamos entonces a charlar en inglés. Es, en efecto, canadiense, tiene veinticinco años y acaba de ordenarse sacerdote. Ha comenzado el Camino de Santiago en Pamplona el día anterior y parece algo orgulloso. Habla de que viene al Camino con una misión y deduzco que no tiene mucha idea de lo que por aquí se cuece, pero por hablar de algo le comento que a principios del siglo veinte hizo la peregrinación a Santiago el joven Giuseppe Roncalli, que más tarde se convertiría en el papa Juan XXIII. Brenan desconocía esa historia y parece que le sorprende mucho.
–Es cierto -le aseguro-. Así que tu estás comenzando tu carrera igual que él. Quién sabe si algún día llegas a papa.
Continuamos caminando juntos en dirección a Puente la Reina. En Óbanos pregunto a unos guardias civiles por algún bar abierto y en cuanto uno de ellos me contesta le descubro el acento andaluz.
–Tú eres paisano mío -le digo.
–De Villaverde del Río, en la provincia de Sevilla. -me responde con la natural alegría.
Nunca había visto a un guardia civil alegrarse tanto de ver a alguien, ni derrochar más amabilidad. La vida de estos hombres en estas tierras semivascas es especialmente dura. No los quieren, y sus vidas están constantemente amenazadas por los terroristas. Se emociona cuando le digo que he estado en su pueblo hace veinte dias camino de la ribera del Huéznar. Nos despedimos calurosamente y sigo el camino con el reverendo.
A medida que conversamos me voy dando cuenta de lo crudo que está el muchacho. Cree que viene al Camino como una especie de salvador, con una "misión" en el sentido más misionero del término, como si su presencia fuese necesaria para los demás.
–Tu presencia en el Camino -me atrevo a aclararle- es importante sobre todo para ti, y tal vez muchos peregrinos puedan ayudarte.
Esto le desconcierta, lo cual a mí me encanta. No es soberbia, pero nunca he soportado el aire de superioridad de ciertos americanos del norte. Éste no es de Estados Unidos, pero casi. Y para nosotros, españoles que fuimos hace quinientos años a aquel continente convirtiendo a los indígenas a cristazo limpio, el hecho de que un americanito venga de sabelotodo religioso a estas alturas de la Historia es simplemente ridículo. De todas formas hablo sin malicia alguna. Me siento un ser bondadoso desde que me puse en el Camino aunque, eso sí, tengo más mili a cuestas que él. Y el doble de su edad.
Pacientemente le explico que en el Camino todos nos ayudamos unos a otros, y que el hecho de haber estudiado teología no significa nada aquí. Él parece algo integrista, muy tridentino en sus conceptos, algo poseído de su supuesta misión. Le cuento mi querida metáfora de los piratas, cómo los peregrinos vamos buscando un tesoro e intercambiándonos pistas, fragmentos del mapa.
–De modo que aquí puedes encontrar a peregrinos que tengan pistas que a ti te faltan, y tú puede que tengas pistas que les faltan a otros. No es una cuestión de que tú nos evangelices como si fuésemos salvajes ignorantes -y concluyo- sino de aprender de todo y de todos. Se trata de un intercambio.
Pero Brenan está demasiado poseído como para admitir su igualdad con los demás. Entonces sentencia como quien pronuncia un axioma:
–¡Es que yo sí tengo una misión porque yo soy padre!
Y me sale de dentro:
–¡El único padre que hay aquí soy yo, que tengo una hija de once años! ¡Coño!
El coño lo digo en español, pues no domino el inglés como para decir tacos, aunque creo que ha entendido cuando menos el sentido concluyente que daba a la frase. El pobre parece contrariado y veo que suda más de la cuenta. De manera que suavizo la cosa. Yo también voy sudando, pero es que ya pasó el mediodía, estamos a finales de Junio y el sol está apretando, y supongo que el pobre canadiense está menos acostumbrado que yo a los rigores de nuestros veranos. Estamos haciendo un esfuerzo innecesario por entendernos, ya que a mí me resulta difícil manejarme bien con el idioma inglés, y a él no digamos con el español. Los peregrinos tenemos claro que cuando hay síntomas de agotamiento físico lo primero que se debe hacer para ahorrar energías es guardar silencio y buscar cada cual el ritmo en el que vaya más cómodo. De todas formas, y antes de callarme le suelto una carga de profundidad:
–¿Quieres que te dé una pista? Yo te puedo dar un trocito del mapa del tesoro, para que vayas completando el puzzle.
Y él me mira con esa cara de lelo que se nos pone cuando no entendemos lo que se nos dice, pero esta vez no es una cuestión de idiomas. Se lo digo en un inglés claro y perfecto:
–El dios que buscamos y del que tú hablas tanto a la gente creo que está aquí, en el Camino de Santiago. Algunos de los que van con la mochila lo andan buscando o lo han encontrado ya. Tenemos que aprender de casi todos ellos.
Luego sigue un largo silencio y no hablamos más hasta ver unas huertas próximas a Puente la Reina, aunque ya la conversación versa sobre las hortalizas, legumbres y frutales que nos vamos encontrado junto al camino. Ahora recuerdo que en Cizur me habló Paco de un nuevo albergue que han inaugurado a la salida del puente, a unos trescientos metros, y cuyas instalaciones al parecer son mejores que las del viejo albergue de los Padres Reparadores. Le comento esta cuestión a Brenan. Hay también un tercer albergue privado a la entrada del pueblo. Supongo que en Puente la Reina debe aumentar el flujo de peregrinos, pues es ahí justamente donde se unen el Camino por el que vengo de Roncesvalles y el Camino que viene del Pirineo Aragonés a través de Jaca.
Posteriormente, Manolo presencia, participando poco, ciertas conversaciones entre el hospitalero Ángel y yo que están llenas de complicidad. Poco después charlamos con el reverendo Brenan, que ha llegado al albergue, pues al parecer en el seminario han debido decirle que se busque la vida como todo el mundo. Pero hay un momento en que Brenan nos cuenta que ha estudiado en un colegio muy relacionado con la Universidad Católica de Navarra, e hilando un poco descubrimos su pertenencia al Opus Dei. Le explico que para la mayoría de los españoles esa no es una organización precisamente querida.
–¿Cómo que no? -pregunta sorprendidísimo- El papa va a hacer santo a su fundador.
–¿Y qué? El papa está en manos del Opus, y si va a canonizar a Escrivá es un escándalo. O está chocheando.
Brenan se horroriza, creo, de estos comentarios y la conversación con él y su compañía están a punto de acabarse. No hay brusquedad, pues todos conservamos un tono amable, pero ya no es como antes, y a los pocos minutos el reverendo desaparece.
El hospitalero Ángel, que no ha estado en esta conversación con Brenan, llega un rato después quejándose:
–¡Caray con el curita canadiense! Sin pedir permiso a nadie ha cogido una habitación de las que tengo cerradas y se ha instalado en ella para no tener que dormir con los demás en el dormitorio colectivo. Al señorito habrá que limpiarle mañana su habitación privada.
–Ah, pero ¿allí no se puede dormir? -le pregunto-.
–Esa habitación está para cuando llega algún enfermo, no para los señoritos como este, que salen del seminario y se creen los dueños del Camino.
–Bueno, este muy humilde no debe ser -le comento-. Al parecer es del Opus Dei. Por otra parte Manolo ha observado que el pobre curita iba a instalarse en el dormitorio común, pero vio a una chica que iba o venía de la ducha envuelta en una toalla y salió horrorizado a esconderse. Ya sabes cómo son para estas cosas.
–Pues esta tarde, cuando lleguen los ciclistas le mando unos pocos a la habitación, y unas cuantas extranjeras, para que se le quiten las tonterías.
–Pobrecillo, déjalo, que está empezando, hombre. Creo que ya se ha llevado algún que otro palito, alguno de mi parte sin proponérmelo.
–Es que estos curas son la leche. Hace unos días, con el albergue lleno se empeñaron unos curitas en querer organizar una misa en el dormitorio a las diez y media de la noche, y no tuve más remedio que enfrentarme a ellos y mandarlos a dormir y a dejar dormir a la gente, que tienen que levantarse a las seis para caminar, coño. A las diez se apagan las luces para todo el mundo, y si eres cura y te da el cuelgue te esperas a las seis que la gente se levante.
Posteriormente nuestra conversación deriva hacia muchos aspectos del Camino, sobre los hospitaleros voluntarios, los diferentes tipos de albergues y de peregrinos, sobre el boom turístico que puede constituir una amenaza para el espíritu de la peregrinación y sobre el aterrizaje que al parecer está haciendo el Opus en la Ruta de Santiago. Según Ángel, el Opus quiere controlar esto también, de la misma manera que controla el Vaticano. Ángel es un espíritu independiente al que no le gusta eso.
–En cualquier caso -le digo- a ti no creo que pueda controlarte ni el Opus ni nadie.
–Y si lo intentan hay muchos otros caminos. El Camino Francés no es el único, y afortunadamente bastan unas botas y una mochila para practicar la experiencia de la libertad, y eso se puede hacer en cualquier parte.
Ángel tiene muy claras las cosas. Debe tener una edad parecida a la mía y ha caminado mucho. Conoce muchas rutas. Nuestra conversación se prolonga por la noche durante y después de la cena, en el mismo albergue, y me quedo charlando con él y tomándonos una botellita de delicioso tinto navarro. Me da una fotocopia donde están todos los albergues del Camino, muchos de ellos subrayados por él y con anotaciones suyas con los nombres de los hospitaleros a los que conoce y me indica sitios en los que debo quedarme, los sitios donde hay cocina, o donde se respira mejor ambiente. Esta lista la guardaré como oro en paño y seguiré en la medida de lo posible sus indicaciones.
El primer hospitalero
que me enseñó ciertas cosas
sobre el Camino a Santiago
se llama Ángel Espinosa.
Una lista que me dio
de sitios y gente amable
fue causa de que viviese
ciertas tardes memorables.
¡Gratos instantes
eludiendo las turbas
de veraneantes!.
De esa forma mi camino
no fue una partida loca,
pues fui de amigo en amigo,
es decir: de oca en oca.
A todos yo saludaba
y con todos quise hablar
por aprender del camino
cada día un poco más.
Ahora yo quiero
vivir algunos dias
de hospitalero.
Cuando me levanto a las seis de la mañana, Ángel no está. No puedo despedirme de él, pero caigo en que tengo en la mochila un ejemplar de las "sevillanas jacobeas". Escribo en él una breve dedicatoria y se lo dejo en su mesa, en la recepción del albergue. Salgo a caminar solo, sin aguardar a que nadie se levante, decidido a disfrutar del amanecer, del canto de los pájaros, agradecido y feliz por todo lo que estoy viviendo, silbando una melodía que no existía antes y que quiere ser una nueva canción.
A lo lejos se ven por el camino dos figuras que se acercan. Vienen en sentido contrario. A medida que se van haciendo más próximas las reconozco y me reconocen:
–¡José María!
–¡Anna! ¡Johanna! ¿Qué hacéis andando para atrás?
Las dos australianas, madre e hija, se miran con cara de espanto y se echan a reír.
–Ya pensábamos que era muy raro que no veíamos ninguna flecha amarilla.
–¿Cómo que no? Ahí hay una y como podéis ver apunta en sentido contrario del que veníais vosotras. Además, cuando tengáis alguna duda mirad al sol. El Camino desde ahora va siempre hacia el Oeste. Por la mañana debemos llevar el sol a nuestra espalda, a mediodía en la mejilla izquierda, y por la tarde en la frente.
Esta última frase me la había dicho literalmente Ángel Espinosa. Precisamente, yo venía dándole vueltas a un poemilla que se me estaba ocurriendo sobre la orientación en el Camino cuando me he encontrado con las australianas y, ya que en el Camino de Santiago estas cosas se comprenden, les digo que luego nos veremos, pero que quiero caminar solo, y a ellas les parece muy bien, como no podía ser menos.
De modo que sigo con mi rompecabezas poético encajando los versos y parándome de vez en cuando a tomar nota de las estrofas que me van surgiendo:
Mi sombra por la mañana
una brújula parece
que el camino me señala
desde que el sol amanece.
Como una señal amiga
que me quisiera guiar
si voy siguiendo a mi sombra
no me perderé jamás.
Es mi sombrero
quien elige entre varios
el buen sendero.
Si me salgo del camino
para atravesar un prado
basta con seguir mi sombra
para estar bien orientado.
Es mi cabeza
la que apunta a Santiago
por la maleza.
Y si se hace de noche
y desaparece ella
basta con mirar al cielo
y seguir a las estrellas,
pues está escrito
el camino a Santiago
del infinito.
Aunque no hubiese señales
y se te nublara el cielo
sigue tu instinto y camina,
que este mundo es un pañuelo.
Te juro, hermano,
que veremos Santiago
tarde o temprano.
De repente, comienzan a caer grandes goterones. Un impresionante trueno y chaparrón encima. Estoy en un monte donde no hay el más remoto lugar donde guarecerse. Lo más rápido que puedo me quito la mochila y comienzo a buscar el chubasquero, el pantalón de plástico, el otro plástico para proteger la mochila. Demasiadas cosas que buscar y que ponerse y el agua arrecia. Con los nervios me vuelvo aún más torpe y se me caen unas pocas cosas al suelo. Me estoy poniendo pingando y lo único que se me ocurre pensar en este momento es que si Luisa me viese en esta situación se troncharía de risa. Y me río yo también. Soy un peregrino loco que se ríe de sí mismo en medio del campo y mira hacia arriba para recibir esta lluvia no como algo molesto, sino como agua bendita que me purifica y me bautiza en esta antigua religión del peregrinaje jacobeo.
Cuando al fin consigo ponerme todos los plásticos deja de llover. Por ahí arriba deben estar de cachondeo conmigo pero todo está bien. Aquí viene el sol, here comes the sun, it´s all right.
Por fin nos llega el turno. Dentro hay sitio de sobra en el amplio recibidor como para que nadie tuviese que estar mojándose en la calle, pero parece que a estos del Opus les encanta la mortificación (de los otros, en este caso). El hospitalero no quiere barullo junto a él, así que esperen en la calle, llueva o truene. No parece un albergue, sino un colegio mayor o algo así, con la escalera de mármol y una decoración un tanto universitaria El hospitalero trata de gastar una broma a la chica que me antecede pero ni ella entiende bien el español ni la broma tiene gracia, de modo que el único que se ríe es él. Mi trato con este hospitalero no va más alla del trato con cualquier recepcionista de cualquier pensión.
–Son cinco euros, y si mañana quieres desayunar son tres más que debes pagar ahora.
Subo a ocupar una litera y a darme una ducha. La instalación del albergue es pulcra. No me hubiese hecho falta que me dijeran que aquello era del Opus, pues al bajar veo a un curita absolutamente inconfundible, impecable, estirado, como de buena familia, diciéndole a Carlos que avise a los que necesiten confesarse o si hay alguno que precise dirección espiritual.
Esto me hace recordar a cuando yo tenía catorce o quince años. En mi clase había unos cuantos del Opus y, como yo sacaba buenas notas, me invitaban a veces a ir a un piso perteneciente a esa organización. Allí estudiábamos por las tardes y de vez en cuando un curita llamado Don Rafael nos llamaba en privado y nos daba eso que ellos llamaban "dirección espiritual" y que por aquel entonces consistía en que la cabeza de arriba tenía que estar obsesionada en lucha permanente contra la cabeza de abajo. Llamaban a eso pureza.
Voy con Manolo Bueno a un bar donde pedimos unas raciones. Pasará mucho tiempo y seguiré recordando los caracoles de Estella y su salsa perfecta al paladar. Buen vino nunca falta en Navarra para remojar estas suculencias.
El barrio de San Pedro está en fiestas, ya que mañana es precisamente el día de San Pedro. Muy cerca del albergue está esa maravilla románica, entre iglesia y fortaleza, que parece desde abajo San Pedro de la Rúa. Cuando entro a visitarla está a punto de celebrarse una misa solemne. El edificio me deja fascinado nada más entrar. En la parte de atrás junto al órgano hay un banco con algún hueco libre, varios peregrinos y una coral junto al organista. ¿Quién va a perderse esto? Me instalo inmediatamente y miro a mi alrededor y a las tres columnas trenzadas que hay a la izquierda del altar, sublime diablura de los genios anónimos medievales. Y comienza la ceremonia. Y comienzan los navarros a cantar y a rezar y a mostrar lo mejor de sí mismos. Y por segunda vez en el Camino me ofrecen una comunión que no rechazo porque eso sería un pecado aún mayor que el supuesto sacrilegio que cometo al comulgar. En cualquier caso, yo sé que lo del sacrilegio es mentira, y después de las palabras que el cura nos ha dedicado a los peregrinos, que se nos han saltado las lágrimas, y de las bendiciones que nos ha echado ¿quién no se siente ahora limpio y reluciente como una patena? ¿Quién no participa con esta gente en lo que ellos quieran? ¿Cómo va a enfadarse Dios, si está otra vez aquí, feliz por lo bien que canta este pueblo? Siempre recordaré la jota navarra con la que termina esta ceremonia. Toda la iglesia la entona emocionada con el coro. Debe significar mucho para ellos porque la terminan llorando, mientras los peregrinos iniciamos un aplauso que va invadiendo la nave, de todos hacia todos. Ese aplauso es un abrazo colectivo, y por un momento es posible soñar con la utopía.
Tras una visita al impresionante claustro, donde otras tres columnas se dan la media vuelta como si las piedras bailaran, bajamos a la plaza donde se baila de verdad. Un dúo de tamboril y dulzaina toca joticas mientras todo el mudo bebe sidra o vino tinto. Aparece por allí el joven Gabriel y nos ofrece tinto de una botella que ha comprado con unos amigos. En la plaza nos quedamos un rato disfrutando de las músicas regionales y del ambientillo festivo y agradable, y comemos algo hasta que se acercan las diez de la noche, hora de cierre del albergue.
Media hora más tarde estoy atravesando Estella con mi mochila y mi bordón siguiendo las señalizaciones y flechas amarillas que me sacarán de la ciudad. En otro barrio me vuelvo a encontrar a los auroros que acaban de cantar por allí y llevan mi misma dirección, de modo que voy un trecho con ellos. Me dirijo a dos señoras que están a mi lado de la mejor manera que puedo para caerles bien.
–¡Qué maravilla, señoras! Me han dado ustedes el despertar más bonito de mi vida. ¡Qué alegría de ciudad!
Y enseguida ellas me explican, dicharacheras:
–Pues ya ves, hijico, ella tiene setenta y tres años y yo setenta y dos, y así todos, porque a los jóvenes esto ya no les interesa y la tradición se va a perder.
–¡Qué tragedia! Algo tan hermoso...
–Pero es que ya somos muy viejos.
Entonces no puedo evitarlo. Me sale el andaluz zalamero:
–¡Qué van a ser viejas ustedes! ¡Ustedes llevan la juventud en esa alegría que despiden! Les voy a dedicar unos versos de un poeta sevillano que se llamó Fernando de Los Ríos:
–¡Ay, qué majico que es! -le dice una a la otra, y me pide que se lo repita, pues se lo quieren aprender. A la segunda vez se emocionan aún más. Lo repiten ellas y les gusta tanto que se ponen a llorar, a decir que yo soy un ángel, y a echarme toda clase de bendiciones:
–Que Dios te bendiga, hijo, que va contigo.
–Que San Pedro te lleve a Santiago con salud.
–Dale un abrazo al santo por nosotras.
–Claro que sí, señoras, y gracias por las canciones.
–Hermoso, que se te ve a Dios en la cara.
Y se quedaron llora que te llora como dos niñas felices mientras yo me alejaba también feliz y llorando también. En el camino a Santiago están muy fáciles las lágrimas de alegría, el repeluco interno, las pequeñas y las grandes revelaciones.
Amaneciendo en Estella
escucho con alegría
a una ronda de vecinos
que nos dan los buenos días.
Auroros llaman aquí
a estos coros matinales
que, ya ancianos, aún saludan
las albas dominicales.
Gente muy bella
la que tan de mañana
canta en Estella.
Me encuentro con José Alberto, del barrio sevillano de Triana, que comenzó ayer el Camino en Pamplona y se hizo en un día los más de cuarenta quilómetros hasta Estella. Hoy se resiente de los pies, como es lógico. Viene con Llorenç, un profesor de lengua catalana. Le damos a la charla y a los chistes durante un buen trayecto. Nos sentamos a descansar un rato en la Fuente del Moro, por tierras de Villamayor de Monjardín. Y todo es un agradable paseo hasta divisar Los Arcos, donde nos quedaremos.
Antes de llegar al albergue municipal se pasa por una panadería que se anuncia como albergue. Entramos y presenciamos una escena bastante desagradable. Los dueños son una pareja joven y ella recibe a unos peregrinos sin ninguna amabilidad, casi groseramente. Les engaña diciendo que no hay otro albergue hasta dentro de muchos quilómetros. Se niega a poner el sello en la credencial a unos extranjeros que no van a quedarse a dormir. Todo de muy malos modos, muy nerviosa y malencarada. Los peregrinos se marchan ante las malas vibraciones de la mujer. Sin embargo decido quedarme. Son seis euros, y el desayuno aparte que hay que encargar ahora para que de madrugada hagan los croissants correspondientes. El trianero y el catalán se quedan también.
Les comento a mis compañeros de jornada que estoy decidido a dar una lección a esa terrible hospitalera. Pienso decirle que es la primera persona realmente desagradable y antipática que he visto en el Camino.
Vamos a una sidrería donde se come a lo vasco y donde, si no quieres una botella, te dan un vaso y te animan a que tú mismo lo llenes tantas veces como tu cuerpo aguante, siguiendo el ritual de acercarte al grifo de la bota y llenarlo desde lejos. Al principio se derrama bastante, pero enseguida se le coge el truco y el gusto. ¿Cuántas veces nos levantamos a llenar los vasos? ¿Quince? ¿Veinte? ¡Qué sé yo! En la pared hay un mapa de un supuesto país al que llaman Euskal Herria y que abarca parte de Francia, Navarra, el País Vasco, el condado de Treviño y yo diría que parte de Santander, todo con nombres en vascuence muy complicados especialmente después de la primera docena de vasos. Evidentemente, ese mapa no está hecho por ningún peregrino. Para nosotros no existen las fronteras y no usamos los idiomas para separarnos de nadie, sino para intentar entendernos. Nuestra única bandera es la blanca, a veces en forma de calzoncillos tendidos en la mochila con un imperdible para que se sequen al sol mientras caminamos. Brindamos por todo lo habido y por haber. Buena siesta nos espera.
Por la tarde la dueña del albergue está algo más relajada y entablo una conversación con ella y su marido. Me cuentan que son pobrísimos, que llevan catorce años casados sin descansar un solo día, levantándose a las cinco y media de la madrugada, que están asfixiados por las trampas, y que tienen un hijo de once años al que apenas pueden atender. Han reformado el albergue-panadería y no pueden pagarlo, pues los peregrinos prefieren quedarse en el albergue municipal, cien metros más adelante, con el que no pueden competir en precio. Ella me dice casi llorando que nunca ha podido hacer un viaje, que nunca tiene un dia de descanso, que está desesperada.
Paso la noche pensando en esa pobre familia. Por la mañana soy con ellos todo lo amable que puedo, les doy ánimos, les digo que saldrán a flote, que se les llenará el albergue todos los días...Llorenç, que ha oído la conversación, me dice que lo he hecho muy bien, y decide caminar conmigo esa mañana. Grato camino, sí señor, en el que me aprovecho de mi acompañante para obtener información sobre cultura catalana, gastronomía, literatura...
De la conversación con Llorenç saco el firme propósito de leer a Josep Plá, a Quim Monzó y a otros autores catalanes. Pero no sólo es profesor de Literatura Catalana sino un experto gastrónomo, por lo que le pido algunos consejos y recetas, entre ellas la de la maravillosa salsa de calçots.
Pasamos por Torres del Río y ¿cómo no? visitamos la Iglesia del Santo Sepulcro y nuestra animada charla se prolonga hasta Viana, donde tomamos unas cervezas y yo decido quedarme en el albergue. Llorenç continúa hasta Logroño. Nos damos nuestras direcciones y así termina de momento esta breve pero grata amistad.
Dedico el resto del día a curarme un poquito los pies, la cara requemada por el aire, y a descansar y dar algún paseo por Viana.
Las tardes son de tertulia,
con todos hablo a diario
pero en los amaneceres
yo camino solitario.
Gimnasia de las mañanas
que cuerpo y mente dispone:
el cuerpo a su caminata,
la mente a sus reflexiones.
Con cuerpo y mente
el alma se ejercita
conjuntamente.
Cuando más absorto estoy en mis pensamientos me interrumpe una vocecilla:
–Ven a sellar -me dice.
Levanto la vista y veo a una anciana en la puerta de una casa junto al camino. En una mesa bajo una higuera tiene una cesta con higos que me ofrece y una manguera por si necesito agua para la cantimplora. Es ella, no se puede tratar de otra persona.
–¡Felisa! ¡qué alegría verla! -exclamo como si la conociese de toda la vida.
Ella me mira con sus ojillos vivarachos. Me saluda igual, como si me conociera. Al fin y al cabo está acostumbrada a los peregrinos. Lleva toda la vida ahí, ofreciendo higos a los caminantes.
–Frescos te puedes comer uno, pues apenas quedan -me advierte-, pero secos, todos los que quieras, ya que tengo varias cajas que he ido secando durante el invierno.
Creo que nunca en mi vida me habían sentado tan bien unos higos. Siento que estoy cumpliendo un ritual. Se acerca un grupo de sudamericanos, cuatro chicos entre los que hay dos mejicanos a los que los otros llaman "los panchitos", muy simpáticos, y todos disfrutamos del humilde festín que Felisa nos brinda. Recuerdo los comentarios que oí en Larrasoaña y le digo a Felisa:
–Me habían dicho que estaba usted enferma y que la habían ingresado.
–Sí, sí -me confirma-. Estuve veintidós días en el hospital, pero ya estoy bien, gracias a Dios.
–Me dio recuerdos para usted Santiago Zubiri, el hospitalero de Larrasoaña.
–Ah, sí. Santiago es muy amigo mío -afirma muy orgullosa-. Él y yo fundamos el Camino de Santiago.
Eso me hace gracia y le replico:
–Bueno, creo que el Camino es un poquitín más viejo, ¿ no le parece?
–No creas. Yo soy de mil novecientos diez.
–Pues entonces no se hable más. Al fin y al cabo ¿qué importan unos milenios más o menos? Ojalá viva usted otros noventa y dos años.
–Ya me queda poco, hijo mío.
Antes de marcharme contemplo feliz el famoso sello de Felisa en mi credencial, y quiero despedirme de la forma más simpática que se me ocurre:
–Pero Felisa, mire, su sello dice: "agua, higos y amor". Me ha dado usted agua e higos. ¿Y el amor?
La mujer me mira con cara de no entender y me pregunta:
–¿Qué quieres decir?
–Pues que me deje usted darle un beso antes de irme.
Felisa pega un brinco y me estampa un besazo en la mejilla.
–Adiós, hermoso, y que tengas buen Camino. Pídele al santo por mí cuando llegues a Santiago.
–Claro que lo haré, no se preocupe. Hasta el año que viene.
(NOTA POSTERIOR: como es sabido, Felisa muere apenas dos meses después de esta anécdota. En el anexo final incluyo la coplilla que escribí en su memoria.)
Logroño es una ciudad en la que yo había estado anteriormente de viaje y en la que no pretendo quedarme, de modo que prosigo, nuevamente solo, atravesando sus calles. Una simple parada en un bar para tomar un cafelillo con algo sólido y adelante. En una frutería veo unas cerezas de impresionante tamaño y un rojo irresistible. Compro medio quilito que el frutero amablemente me lava en agua fresquita y cuelgo la bolsa de una de las anillas del correaje delantero de la mochila. De ese modo voy paseando por la ciudad metiendo una y otra vez la mano en la bolsa. Están buenísimas.
De pronto, se dirige hacia mí un individuo de unos treinta años, con pinta de colgado y me pide un cigarrillo:
–Pero que sea rubio, tú ya me entiendes. El negro no me sirve para lo que yo lo quiero.
–Pues ni rubio ni negro -le digo- porque yo no fumo. Lo que te puedo ofrecer es unas cerecitas que están de escándalo.
El individuo me mira insistentemente al pantalón. No es que sea homosexual, o al menos no lo parece. Más bien me creo que busca dónde puedo llevar la cartera. Al menos esa es la sospecha que tengo. Si en ese momento me la quitase y saliese corriendo sería imposible alcanzarle con el peso de la mochila. De todas formas yo no pierdo la sonrisa y a él debe gustarle mi expresión:
–Joder, tío. Yo nunca como frutas, pero me la has ofrecido con esa cara tan amable que me voy a comer una. Además, quiero invitarte a una cerveza, porque me has caído de puta madre.
–Que va, lo siento -le respondo-. Acabo de desayunar y tengo que seguir andando, que voy pa Santiago y aún me queda una mijilla.
El individuo insiste. Aparentemente va de buenas, pero mira demasiado para abajo y en algún momento trata de darme la vuelta, me temo que para mirar mis bolsillos de atrás, de modo que yo también giro, sin perderle el frente. En un momento, fingiendo amabilidad pero contundentemente levanto el bordón con mi mano derecha -a medias entre un saludo y una amenaza- y le digo decidido:
–Adiós, colega. Tengo que seguir. Que te vaya bien.
El tipo mira al palo en alto y comprende perfectamente. De ese modo deja de insistir y se despide.
Tal vez juzgué demasiado precipitadamente al chaval, qué sé yo.
Continúo siguiendo las flechas amarillas que me sacan de la ciudad por un horrible polígono industrial, hasta que por fin estoy de nuevo en el bendito campo, esta vez por un camino de lo más mono, lleno de bancos y arbolitos recién plantados, más propio para que las tatas paseen a los niños en los cochecitos que para los peregrinos, pero en fín, alguien cortaría una cinta el día que se inauguró este tramo y saldría en la tele autonómica muy orgulloso diciendo alguna tontería sobre el interés de las autoridades por proteger y mejorar el Camino y esas cosas que suelen decir los buscavotos.
Así llego al pantano de la Grajera, donde un amable vejete que está de pesca me instruye sobre las especies que allí se capturan. Todo es un agradable paseo hasta divisar Navarrete. Son las dos de la tarde, por lo que no será mal sitio para quedarse.
Junto al albergue hay un bar en el que tienen platos combinados, pero me dice la dueña que si lo prefiero pruebe sus lentejas que, al parecer, son famosas en toda la zona. Por supuesto que acepto la sugerencia y tras probarlas he de decir que yo mismo contribuiré humildemente a aumentar su fama, y si alguien lee estas páginas recuerde esta recomendación, pues pocas veces en mi vida he comido unas lentejas más suculentas.
Por la tarde visito el hermoso pueblo y pido información sobre La Rioja en una oficina de turismo. Las chicas que atienden son monísimas, pero unas perfectas analfabetas. No saben absolutamente nada de Sto. Domingo de la Calzada, excepto que hay allí un Parador, y al preguntarles por San Millán de la Cogolla, donde creo que hay obras, me dice una:
–Hay un monasterio cerrado al público, pero ese no tiene interés ya que es muy viejo, románico creo, y tuvieron que hacer otro más nuevo que sí puede visitarse.
–Ah, ya -le subrayo sorprendido-. De modo que no tiene interés.
–Bueno, es que a mí las cosas románicas no me interesan.
–Yo no te he pedido tu opinión y más vale que no se la vuelvas a dar a nadie -me enfado de pronto, es intolerable la incompetencia de la muchacha y decido reñirle-. Tu debes estar aquí por enchufe, ¿verdad? Debería pedirte la hoja de reclamaciones o escribir a algún periódico de La Rioja pidiendo que te quiten de este puesto inmediatamente. Hay mucha gente preparada que debería estar aquí en lugar de ti. Por favor, muchacha, estudia. No se puede informar a la gente siendo una ignorante. O dile al que te ha enchufado que te cambie de puesto a donde no puedas hacer el ridículo.
Ella se pone coloradísima. Me siento de pronto un cascarrabias, pero no he podido evitarlo. Después me doy arte para suavizar las cosas y acabamos bromeando. Hasta le cuento algún chiste. No obstante, antes de irme le recuerdo:
–A ver si cuando vuelva otra vez por aquí te has enamorado por fin de las maravillas de tu tierra. Y de camino se lo cuentas a la gente.
Esa tarde estoy un buen rato de cháchara con Bernardette y Lourdes, que me ven escribiendo y se interesan. A la francesa le encantan unas coplillas que le dejo y me enseña revistas sobre el Camino. Me dice que de vez en cuando se celebran concursos literarios y que debería presentarme a alguno. Ya veremos.
Termino el día haciendo mis deberes. Llevo el diario un poco atrasado, y cada vez escribo más a vuelapluma y más sintéticamente. Me gustaría reflejar cada instante, cada conversación, cada sentimiento de esta experiencia única, pero cada vez tengo menos tiempo para escribir.
¿Cómo contar las vivencias de cada mañana, el sonido de los diferentes campos al amanecer, el olor de La Rioja al despertarse, el amable saludo de los peregrinos al despedirse o al coincidir, las sonrisas de todos?
Observo a muchos, algunos de ellos de muy avanzada edad. Desde Roncesvalles vengo observando a un anciano con aspecto de alemán al que le falta un brazo, de modo que por el lado izquierdo la correa de la mochila se le sale algunas veces y tiene que esforzarse en colocársela de nuevo sobre el muñón. Siempre va a las duchas con una toalla sobre ese hombro para que nadie vea la cicatriz que supongo tendrá. Camina solo y, pese a que debe tener como mínimo ochenta años, va a mi ritmo. No es que yo sea ningún correcaminos, pero debo ser por lo menos treinta años más joven que él. Hay varias personas muy viejas y casi todas tienen una expresión amabilísima y una resistencia que me sorprende.
De modo que me invitan a sentirme como un najerino más aunque sólo sea por unas horas. Es famosa la hospitalidad de esta gente. El pueblo es precioso, y el río Najerilla está lleno de flores que flotan y tiene un precioso césped para echarse a leer en sus orillas. Es temprano, poco más de las diez de la mañana, pero hoy está claro que no voy a caminar más. Cuando llego al albergue están a punto de cerrarlo. Pido permiso para dejar allí la mochila hasta que abran de nuevo, a lo que no ponen ningún impedimento los hospitaleros, una pareja de vascos muy agradables y simpáticos. Me dicen que el ayuntamiento de Nájera invita a todos los peregrinos a la piscina municipal y me dan un vale para que entre gratis.
Dedico la mañana a pasear por el pueblo, llevo a revelar un carrete de fotos y las envío a Sevilla por correo junto con el primer cuaderno de este diario, ya completo. Cualquier peso de más por pequeño que sea es bueno eliminarlo. Asimismo visito el monasterio de Santa María la Real, una joya en penoso estado de conservación por culpa de la invasión napoleónica. Los franceses a principios del diecinueve hicieron auténticas barbaridades en los monumentos del Camino, pero lo que del monasterio perdura es inolvidable, tanto el claustro de los Caballeros como la iglesia y la cueva con su virgencita a la que siempre le tienen puestas unas azucenas frescas en recuerdo de la leyenda que dio origen al monasterio.
Allí coincido con una pareja de chilenos y decidimos hacer un arroz por la tarde en la cocina del albergue. De modo que me encargo de la intendencia. Compro pollo y cerdo troceados, las verduras y el arroz. Incluso encuentro azafrán auténtico. Guardo esas cosillas en el frigorífico del albergue y me voy a pasar un rato a la piscina municipal.
Por allí anda Manolo Bueno, muy fastidiado de los pies pero absolutamente fascinado por un individuo extrañísimo llamado Carlos, con un ojo estrábico pero muy poseído de sí mismo. Camina muy erguido y los pelos del pecho los tiene afeitados en forma de cruz. Presume de ligar alemanas y se ríe muchísimo de todo lo que dice. Habla y ríe sin parar, y Manolo no para de soltar carcajadas por cualquier tontería que al otro se le ocurre, y hay que decir que las suelta una detrás de otra. En realidad, todos nos reímos de él. Posiblemente es uno de los payasos mayores que haya pisado el Camino. Su forma de beber cervezas es también para batir records.
Por la tarde me dispongo a preparar el arroz. Va a ser la primera vez que me cocino algo en serio, pues hasta ahora sólo he utilizado las cocinas para calentar alguna lata de conservas o para hervir una pasta. En realidad, la mayoría de los peregrinos se inflan de esas cosas, sobre todo de pasta. Además cuecen grandes cantidades, pues el paquete mínimo es de 250 gramos y todo el que se prepara un plato tiene para invitar a algún otro (nadie va a guardarse un paquete de pasta abierto en la mochila, digo yo, o una lata abierta de tomate frito salvo que sea un caso excepcional de ridiculez). A veces, llegas a la cocina de un albergue con ánimo de preparar algo y salen dos o tres peregrinos ofreciéndote platos de macarrones con tomate frito, espaguetis con alguna salsa prefabricada, o mezclados con cualquier lata de fabada, lentejas, albóndigas o qué sé yo. En general, los peregrinos, y especialmente los extranjeros, se contentan con unas cosas que causarían el horror de cualquier paladar en otras circunstancias. Pero no han venido al Camino por cuestiones culinarias, sino por otros motivos muy diferentes y a veces muy profundos, y conciben el alimento y la bebida como aporte energético necesario para funcionar, no como un placer.
Pero lo cortés no quita lo Pizarro, y yo soy de los que piensan que a la verdad debe llegarse por el camino más alegre posible, de modo que no me privo ni de los buenos platos que los restaurantes ponen por estas tierras ni de sus buenos vinos. Así que lo primero que hago en la cocina es abrirme una botella de riojita de las tres que teníamos compradas y ponerme un vaso de vino al comenzar a preparar el sofrito en la olla más grande que encuentro.
Esos ajitos y esos pimientitos friéndose invaden al momento de agradable olor la cocina del albergue y atraen sobre mí a dos matrimonios de habla francesa que comienzan a hacerme preguntas.
–Pardon -me excuso-. Je ne parle pas francais. ¿Parlez vous Spagnol o English?
Una de las señoras comprende un poquito de inglés, de modo que entre ese idioma y el lenguaje universal de las señas les explico que voy a hacer un arroz con pollo y con cerdo.
–Ah, oui, oui. La paellá -dicen inmediatamente.
Entonces salen corriendo a buscar una libreta y se me instalan los dos matrimonios, uno a cada lado, dispuestos a tomar nota. Me dispongo a dar una clase magistral de gastronomía española. Los chilenos que habían pactado el arroz conmigo llegan a la cocina dispuestos a ayudar en lo que puedan, y de camino a aprender a hacer una paella, o sea, que tengo dos pinches a mi servicio.
Lo primero que hago es ofrecerles a todos un vasito de rioja, mientras les explico que no se trata ni de paella ni de paellá como decía la francesa, sino de un arroz en olla, ya que paella es el nombre de un utensilio de cocina, y no el de un guiso, a lo que el chileno me corrige diciéndome que el utensilio se llama paellera.
–No, señor -le aclaro muy doctoral-. Una paellera será en todo caso una señora que guisa un arroz en una paella, o la señora que fabrica o vende paellas, pero el arroz con carne es el arroz con carne se guise en cacerola, olla de barro, paella o cataplana portuguesa.
En cuestiones lingüísticas siempre está la apelación al sentido figurado para llegar a un acuerdo, y por más que yo intente lo contrario los franceses siguen llamando a aquello la paellá, así que ¿para qué discutir? Hoy vamos a cenar paellá. Lo importante es que salga bien.
Yo, muy en mi papel de maestro de cocina, voy encargando faenas a mis pinches. A ella le encomiendo ir machacando el azafrán con un poco de sal y, como no hay mortero, se pone pacientemente a hacerlo en un plato ayudada de una cuchara. Previamente, hago un golpe de efecto. Tuesto un poquito las hebras de azafrán en una sartén y moviendo la misma en airoso vaivén me la acerco a la nariz y aspiro el aroma. Pongo una expresión placentera y exclamo en tono de éxtasis:
–¡¡¡Mmmmm!!!
Mi auditorio, en semicírculo a mi alrededor, me mira asombrado. Incluso alguno me pregunta que qué es eso. Estoy convencido de que ellos creían que el azafrán era una fuchina amarilla simplemente, o no habían visto azafrán de verdad en su vida. En caso contrario no me explico sus miradas de asombro. Muy toreramente voy pasando la sartén por delante de sus narices y todos ponen expresión de sorpresa. Parece que a sus... de 50 a 70 años (los chilenos son jóvenes) han descubierto de pronto que el azafrán tiene olor. Hay división de opiniones. Unos están de acuerdo conmigo y convienen:
–¡Mmmm!
Mientras que otro sector muestra a su pareja su descubrimiento y lo expresa moviendo afirmativamente la cabeza y exclamando:
–¡¡Ohhh!!
Esto merece una copita, de modo que lleno los vasos. Siento que hoy estoy sembrado, gracias entre otras cosas al vinillo de la tierra. Un brindis por los peregrinos y otro por Santiago.
Se acercan curiosos y hablan mucho en francés entre ellos. Y todos ponen unas expresiones y unas sonrisas muy beatíficas. Mientras voy haciendo el sofrito y añadiendo la carne ellos van apuntándolo todo en sus libretas, me van haciendo preguntas y aclarando sus dudas y dando sorbitos a los riojas. He tomado hasta la precaución de comprar unas aceitunas, las cuales también colaboran a aumentar la alegría del momento. Creo que le hemos cogido el puntito a la tarde. Cambiando el orden de las palabras, creo que esta tarde hemos cogido el puntito. O al menos lo estamos cogiendo.
A la hora de echar el arroz me alegro de haber sido tan previsor. Había comprado un paquete de un quilo. Menos mal que agarré una buena cacerola. Adentro todo y, tras darle unas vueltecitas, una latita de guisantes y otra de pimientos morrones en tiras con su caldito y todo, su agua (aquí una breve lección sobre la cantidad aproximada de agua con respecto al arroz que ellos anotan palabra por palabra), sus toques mágicos de azafrán y sal... y a esperar.
Finalmente, el arroz acaba saliendo bastante mejor de lo que yo mismo esperaba, como para notable, jugosito y sabroso, y lógicamente, una vez servidos los presentes pongo la olla a disposición de quien la quiera. Gran fiesta y algarabía, y la olla acaba limpia como una patena.
Lo sorprendente del caso viene a la mañana siguiente. Los hospitaleros han preparado café, pues son unos encantos. Hay pan y bizcochos. Pero una familia de extranjeros se está tomando el café con unas racioncitas del arroz que han tenido guardadas durante toda la noche en unas bolsitas de plástico y se lo comen ahora, con el arroz helado y hecho un engrudo. Se me revuelve el estómago nada más verlos, pero ellos me miran con expresión felicísima de peregrino lelo y me exclaman:
–¡Voilá la paellá! ¡Magnífica!
Poco después del desayuno me encuentro en el Camino de nuevo, dispuesto a ver amanecer un día nublado y fresco que, si no rompe en aguas, será ideal para caminar.
Tras un buen rato encuentro un bar abierto en Azofra, donde pido un café con algo sólido y pega la hebra conmigo un italiano, Roberto Faiman, que ya no me abandona en toda la mañana. Nos entendemos cada cual en su lengua y charlamos de música italiana, lo mismo de Vivaldi o Puccini que de Franco Battiato o Angelo Branduardi. De vez en cuando nos topamos con algún peregrino descansando y más de una vez me dicen al verme:
–¡Paella very good!
Al llegar a Santo Domingo, mi compañero decide seguir caminando y yo decido quedarme, por lo que nos despedimos hasta siempre, lo que normalmente quiere significar hasta nunca.
De los dos albergues que existen en el pueblo, elijo el de la casa del santo. Seguramente el de las monjas estará muy bien, pero en este me recibe una pareja de hospitaleros maños que son deliciosos. Él es maño de pueblo, con su boína en la cabeza y un acento cerradísimo, precioso. Le está curando el pie a un peregrino que viene con unas enormes ampollas. Es ella la que toma nota de mis datos y me sella la credencial.
Al llegar al dormitorio me llevo la grata sorpresa de que no tiene literas, sino camas individuales. Hoy nadie me moverá la cama, qué maravilla. Me doy una rápida ducha con lavado simultáneo de calzoncillos, calcetines y camiseta dentro de la misma ducha, me pongo la ropa limpia, las sandalias, y a ver el pueblo. Visito la maravillosa catedral, donde paso un largo rato. Allí coincido con un señor americano, alto y canoso, de unos ¿sesenta? años y que no sé por qué me recuerda al Gary Grant de mayor. Debe de ser profesor, pienso para mí cuando le veo tomar notas ante los altares y rincones de la catedral. Entonces me dedico a buscar los interruptores de la luz y a iluminar las diferentes zonas o retablos por los que pasamos. Él me da las gracias cada vez que consigo iluminar algo y se dedica a sus observaciones y sus notas. Entra en la Catedral José Alberto el trianero y descubrimos una puertecilla que a través de una escalera de caracol nos lleva hasta una azotea junto a un enorme rosetón. Cómo me gusta escudriñar por las catedrales, qué poder irresistible ejercen los pasadizos, triforios, puertas, escalinatas...
Un rato después estamos en un restaurante Manolo, José Alberto y yo y entra el señor americano buscando una mesa para almorzar. Entonces le invito a ocupar la silla libre que hay en nuestra mesa y a comer con nosotros, a lo que él accede encantado. Se llama Benet y es profesor de español en un colegio de Nueva Jersey. No habla un español perfecto y se disculpa diciendo que sólo enseña a los niños que empiezan. Es un hombre educadísimo. Se sorprende con el menú y con su precio. Pedimos la insustituible botella de vino de Rioja y pasamos un rato espléndido. Benet parece feliz en nuestra compañía y además nos lo recuerda una y otra vez con agradecimientos innecesarios.
Por la tarde andamos de curas en los pies. El hospitalero maño no da abasto en su afán de ayudar a la gente, pero otros nos dedicamos a curarnos solos. Yo tengo ya mi primera ampollita en mi pie izquierdo, en la intersección del dedo gordo y el siguiente. De momento es poca cosa, nada en comparación con los pies de Manolo Bueno o de Alberto el trianero, que van por el Camino como auténticos inválidos, pero es molesto y puede ir a más. Tomo la aguja y el hilo y ¡hala!, la atravieso y le dejo el hilo con un nudo para que no se caiga y vaya drenando. Un poco de Betadine y ya está, a esperar un ratito que seque.
Ya han empezado los primeros extranjeros a calentarse las pastas. Los hay que cenan antes de las siete, pero hoy no acepto invitaciones, y menos de espaguetis, que ya tuve bastante de Italia esta mañana, pues estuve todo el camino oyendo hablar italiano a mi compañero de jornada. He comprado un gazpacho de esos que vienen en cajas de cartón y los ingredientes para hacerme una inmensa guarnición de pepino, tomate, pan y huevo duro. No es que esos gazpachos de fábrica sean nada del otro mundo, pero en el frigo se ponen bien fresquitos y dan el avío si tiene buenos habíos. (Joder, qué sutileza ortográfica).
En Belorado encontramos un primer albergue poco apetecible, pues se trata de un refugio provisional en un barracón con el suelo de tierra y unas condiciones higiénicas, cuando menos, dudosas. No es que los peregrinos exijamos nada especial, pero nos dicen que hay un poco más hacia adelante otro albergue privado que está mucho mejor, así que vamos a echarle un vistazo, y la verdad es que nos convence bastante. Tiene hasta un jardincito trasero con una barbacoa, lo que hace que nos miremos con aire de complicidad. Trato hecho. Los catalanes organizan una colecta y se encargarán de comprar las carnes en una carnicería que hay a pocos pasos. Esta noche, carnecita a la brasa.
Hay allí un peregrino de Granada, Luis, que hacía el camino en bici, pero le ha entrado una tendinitis y lleva dos dias en Belorado sin atreverse a seguir. Es de los que cuando hablan del Camino se les empañan los ojos. Ha debido tener experiencias íntimas muy profundas, y le dejo la copia que tengo de las sevillanas jacobeas. El hombre se entusiasma con ellas y, como no tengo ningún otro ejemplar, me pide permiso para copiarlas él a mano.
–Son un poquito largas -le respondo-. Tu verás.
Y lo dejo entregado a su labor de copista.
Caminante, sí hay camino;
lo hicieron los caminantes,
los miles de peregrinos
que ya lo anduvieron antes.
Mas no creas que el buen maestro
se equivocaba en sus versos,
pues dos en la misma senda
viven caminos diversos,
sendas secretas
que en el mismo camino
van a otras metas.
Poco a poco van llegando los cojos y rezagados. Para el almuerzo nos vamos a un restaurante que ofrece menús del peregrino por 6 euros y nos sentamos en la calle, bajo unas sombrillas, Manolo Bueno, José Alberto el de Triana, Isidoro el ertzaina, Benet el profesor de Nueva Jersey, Luis el ciclista de Granada, los catalanes Albert, Mar, alguno más y yo.
Aparece por allí Gabriel, el hermoso muchachillo medio hippy y medio cristiano antiguo que conocí en Estella, acompañado de un personaje curiosísimo.
Se trata de un bretón escuálido que camina calzado con unos coturnos de cuero, un gorro con una pluma y un enorme paraguas en la mochila, de ojos saltones y melenita, aunque con algo de calvicie por arriba, cosa que descubriré más adelante, pues sólo se quita el sombrerito para dormir. Sólo habla francés, como buen francés (aunque él diga que los bretones no son franceses), y por tanto utiliza los servicios de Gabrielillo como traductor.
El bretón tiene una mímica excepcional. Nos monta un verdadero espectáculo mientras esperamos la comida y tomamos unas cervezas. Nos explica la utilidad de la pluma de su sombrero, o de su sombra, como indicativo de la dirección del Oeste en los amaneceres, y posteriormente comienza a hablar de sus sandalias romanas y de su paraguas. Despliega éste y nos demuestra cómo puede convertirse en una rudimentaria tienda de campaña bajo la que puede dormir protegido del sol o del aire, se enrosca bajo él, se levanta, salta, lo cierra y lo abre, lo convierte en bastón para las cuestas, arma de defensa, lo clava en el suelo para sentarse a meditar a su sombra o lo amarra a su mochila para que no le moleste cuando no lo va a usar. Todo ello con una gesticulación que me hace pensar que es un actor. Se lo pregunto a Gabriel, pero éste, con un aire muy místico, me dice que no, que se trata de un hombre que sabe cosas muy profundas y que está a punto de convertirse en un druida. Al parecer, le falta un grado para alcanzar ese nivel y convertirse definitivamente en Panoramix.
Al poco de salir del pueblo se pone a llover y me refugio en una gasolinera a buscar los plásticos en la mochila. Mientras me coloco los impermeables van apareciendo otros peregrinos, que se colocan igualmente los arreos para el agua. Seguimos un ratillo caminando bajo la lluvia, pero aproximadamente en Tosantos escampa y cuando llegamos a Villafranca Montes de Oca hace ya una mañana decididamente espléndida. El camino, pese a la cuesta arriba, transcurre maravilloso entre robles y coníferas y la lluvia de hace un rato ha dejado un olor en el campo intenso y revivificador.
El único problema es que mi pie izquierdo, al que ya curé una ampolla, empieza ahora a doler por el meñique. Me quito las botas y continúo con las sandalias de goma. Es superior el disfrute del paisaje que el dolor de un estúpido dedo. Un descanso sentado en cualquier lugar del camino para comer medio bocadillo hace que se congreguen unos cuantos conocidos y se unan al pequeño festín. Hablamos de lo maravillosos que son los robledales que nos rodean, del famoso milagro de la luz de San Juan de Ortega, lugar donde pronto llegaremos. Estamos en los montes de Oca, una de las ocas en el juego del camino. Me pregunto a qué casilla saltaremos desde aquí, qué paso interior nos aguarda hacia más allá o hacia más arriba, ultreia o suseia, y miro a mi alrededor y al cielo casi percibiendo en la brisa el aliento infinito de quien mueve las fichas.
En la recepción del albergue del monasterio nos atiende un hombre mayor, aparentemente de salud frágil, con aspecto algo cansado, pero muy amable. Luego sabré que se trata de Don José María, el cura, y que efectivamente pasa por una racha delicado de salud.
La hermana del cura no quiere encender el agua caliente porque dice que los peregrinos son muy tacaños y con las propinas tan escasas que dejan no llega para pagar el gas. En este albergue no se pide ningún dinero por dormir, aunque hay una hucha a la entrada para que se aporte lo que se quiera. Parece ser que se quiere aportar más bien poco. El agua está realmente helada y cuando cae sobre la espalda dan ganas de salir gritando, así que me apaño con un lavado casi gatuno.
A la puerta del monasterio ha llegado una furgoneta vendiendo unas cerezas de aspecto lujurioso. Muchos peregrinos nos aprovisionamos con un quilito de las rojas delicias. El bar tiene unas mesas al sol y sirve unos platos combinados abundantes en morcillas y otros colesteroles exquisitos. ¿Quién ofrece más?
Por la tarde vamos a la iglesia y asistimos a la misa de Don José María. Qué poco tienen que ver las misas que he visto en el Camino con las que yo recuerdo en mi infancia o con aquellas a las que he tenido que asistir en ciertos compromisos. Es como si las mismas palabras significasen algo distinto, como si algo mágico flotase por encima del ritual. No es la reunión del barrio, de la parroquia o de los conocidos que cumplen una obligación, sino una representación de gentes de todo el mundo que buscan encontrarse a ellos mismos y que de pronto entran en una misa por el gusto de estar unidos, de gozar juntos unos momentos de espiritualidad, sin necesidad de ser católicos siquiera. Por eso, tal vez, es por lo que Don José María cuando habla no hace mención a dogmas o creencias con las que muchos podríamos no estar de acuerdo. Hace referencia a algo que estamos comprobando todos los días y que nadie discutiría: la felicidad que podría haber en el mundo y que los peregrinos estamos saboreando diariamente. La homilía del cura de San Juan de Ortega es un anti-telediario, pues sólo habla de cosas agradables. El gran titular es que hay mucha más gente buena en el mundo de lo que parece, y el Camino de Santiago es un imán que las atrae. ¿Cómo no se nos va a poner cara de tontos si miramos a nuestro alrededor y comprobamos que ese titular, además de ser hermoso, es cierto? Esta es la buena noticia, el único evangelio que nos interesa. Este es el salto de oca a oca en la jugada de esta tarde. Creo que a todos se nos está alimentando una fe en la humanidad que teníamos algo famélica por culpa de las otras noticias, las de los telediarios y los periódicos. ¿Por qué no hablarán de esto también?
Hago mi tercera comunión "sacrílega". ¿Quién no comparte el pan y lo que sea con este hombre y con esta gente maravillosa?
Al terminar la misa, el cura despide a los feligreses habituales y pide a los peregrinos que, si quieren, se queden en la iglesia con él. Por supuesto que queremos. Don José María cierra las puertas del templo y comienza a explicarnos los detalles fundamentales de la construcción y especialmente su joya especial, el capitel con la vida de María que se ilumina por un rayo de sol cada equinocio, lo que llaman "el milagro de la luz". En sus palabras hay un amor por el lugar que nos envuelve a todos. Nos enseña el claustro del monasterio, en estado bastante lamentable aunque con la promesa de una restauración. El hombre sueña con convertir San Juan de Ortega en un centro importante de peregrinación.
Un rayo de sol penetra
hasta un bordado en la piedra
puntual, cada equinocio
de Invierno y de Primavera.
Un románico milagro
conocido en el Camino
que por los montes de Oca
se cuentan los peregrinos.
San Juan de Ortega
es un mágico templo
para el que llega.
Finalmente, nos lleva a un refectorio donde tiene dispuestas unas mesas para ofrecernos una sopa de ajos que él y su hermana han preparado. Quien nunca haya tomado una sopa de ajos con Don José María no sabe hasta qué punto lo más humilde puede convertirse en un auténtico lujo. No se trata, claro está, de la sopa en sí, aunque esté muy buena. Se trata una vez más de ese privilegio de la alegría interior que en ciertos puntos y momentos del Camino se intensifica de un modo tan palpable que daríamos lo que fuese por poderla guardar y llevarla a nuestra vida diaria. Hoy siento en mi piel y en toda mi persona el contacto con esas energías positivas que recorren esta sagrada senda. Creo que esto es lo que los católicos llaman Gracia con mayúscula, y tiene gracia con minúscula el que yo esté escribiendo de eso, con lo racional que siempre he sido. Debe ser el efecto de alguna hierba que Don José María ha puesto en la sopa.
En San Juan de Ortega se despide de nosotros Isidoro el ertzaina, al que ha llamado su novia para quedar citados en Burgos. Una calurosa despedida en la que le deseamos toda la suerte del mundo.
Si quieres ser más feliz
presta atención un momento:
amar la tierra que pises
es tu primer mandamiento,
amar tu tierra y la mía,
el terruño y el planeta.
¡Corazón de todas partes
radiante como un cometa!
Tú bien lo sabes
que en el amor a todo
está la clave.
A la mañana siguiente comienza un hermosísimo camino de descenso. Delante de mí una nube se ha posado sobre un valle dejando ver sólo los tejados de la villa de Ages. Dejo atrás Atapuerca y me encamino a Burgos en compañía de los catalanes, especialmente de Mar, pues su marido, Albert, camina mucho más veloz y lo perdemos de vista. El meñique de mi pie izquierdo molesta cada vez más y la entrada en Burgos es terrible, a través de unos espantosos polígonos industriales interminables y con un calor asfixiante. Si fuese un día laborable tomaría un autobús para saltarme estos quilómetros de fábricas, pero hoy es domingo y no hay servicio.
Cuando por fin llego al albergue de Burgos, situado en un parque, mi pobre dedo está rodeado de una ampolla enorme. Me hago la cura clásica y lo vendo, aunque me hace temer seriamente por el día de mañana. De momento hoy andaré poco, con las sandalias y el dedo bien protegido.
Por lo demás, en el parque se está bien, incluso duermo un rato al aire libre con la esterilla extendida en el suelo a la sombra de un árbol.
Hemos ido un buen grupo de amigos (Benet, los catalanes, Manolo Bueno, José Alberto) a comer al restaurante Azofra, por recomendación de Albert, donde nos hemos dado un auténtico festín a base de cordero asado y vino de la Ribera del Duero.
Por la tarde nos invitan a dar un paseo por la ciudad en un trenecito que el Ayuntamiento de la ciudad dispone a tal efecto. El casco antiguo de Burgos es precioso, y para qué decir nada de la catedral, pura filigrana de piedra. La restauración la está dejando maravillosa.
Las piedras, siempre presentes
a lo largo del viaje,
en el camino, tiradas,
y en Burgos haciendo encajes.
De piedra son las montañas
y las grutas ancestrales,
de piedra las escaleras
o las altas catedrales.
De las más bellas:
una piedra trenzada
que hay en Estella.
Tengo la sensación de que se cierra la primera parte del Camino para mí. Mi sobrino y algunos amigos a los que he estado acostumbrado estos días desaparecen todos. La tormenta de Burgos ha dispersado a la gente y comienzo a sentirme otra vez rodeado de caras nuevas. El tramo de Camino que hoy no andaré termina en un lugar donde comienza la meseta castellana pura y dura. Según la lista que me dio el hospitalero de Puentelareina debo dirigirme al albergue regentado por un personaje llamado Restituto, Resti para los amigos.
¡Que suerte la de tener un nombre propio! El mío es un nombre tan común...
A eso de la una compruebo que en la puerta del albergue de Resti hay grupos de peregrinos esperando. Entro en un bar cercano donde descubro en la barra, leyendo el periódico, al personaje que ya había visto en alguna foto en Internet. Podría ser, por el aspecto, un líder marxista de los de antes, o un hippie irreductible, con pinta de gigantón aunque no sea demasiado alto. Me acerco a él.
–Hola, tú eres Resti, ¿verdad?
Él me mira tratando de acordarse de mí sin conseguirlo, claro, y sin atreverse a decirme que no me conoce. Lo saco de dudas:
–Tú no me conoces. Simplemente quiero traerte un saludo de parte de Ángel Espinosa, que estaba el otro día de hospitalero en Puentelareina.
–¿El del bigote?
–Sí, ése.
Resti sonríe, me pregunta por él y se interesa por mi cojera.
–Una simple ampolla sin importancia, pero que me ha impedido hacer esta jornada.
–Pues si vas a quedarte en el albergue, en veinte minutos estaré a tu disposición.
Veinte minutos después Resti abre el albergue. Me sorprende ver cómo se combinan en él, a partes iguales, la amabilidad y la rectitud. Advierte a todo el mundo que él nos despertará a las seis, pero que nadie intente salir antes, pues no se debe hacer ruido y hay que respetar el sueño de los otros. En el albergue hay colgados letreros con normas de conducta, pero la hucha está como escondida, en el dormitorio. Lo normal es que la hucha esté junto al hospitalero, de esa forma todos se sienten obligados a dar una limosna más o menos razonable. Resti la ha puesto donde no puede controlar quién colabora y quién no. Cada peregrino allá con su conciencia. Este detalle dice algo del personaje.
Uno por uno nos lleva a nuestra litera. El dormitorio es cómodo, pues está dividido en compartimentos con cuatro camas cada uno y espacios empotrados para poner los bártulos. Las literas son de obra, por lo que no se mueven y así no se molestan unos a otros.
Coincido en el dormitorio con un tipo que se pone a hablar de Resti. Según él se trata de un hospitalero muy especial. Un puro del Camino. Para detectar a los turistas que se cuelan en el albergue a veces se da una vuelta por los alrededores del pueblo y toma la matrícula de algún coche que le parezca sospechoso. Luego da una falsa alarma entre los peregrinos:
–Por favor. De parte de la Guardia Civil se busca al propietario del coche marca tal, con matrícula número tal.
Naturalmente, si está, el dueño aparece inmediatamente a ver qué pasa. De esa forma Resti descubre a los farsantes que venían en coche y se hacían pasar por peregrinos, y los invita amablemente a salir por donde entraron y buscarse un hotel, que es lo que deben hacer los turistas. Me gusta la anécdota.
Almuerzo en un bar donde coincido en la mesa con un tal Pepe, sevillano como yo, hombre afable con el que comparto botella de tinto y pasión por el Betis y por la Macarena.
Por la tarde me dedico a ojear sin hache la biblioteca del albergue y a hojear con ella un libro sobre las sectas en el que aparecen algunas que he conocido o en las que se metieron algunos amigos míos. Concretamente leo el estudio que trae sobre la secta de Guru Majaraj Ji, y me parece de lo más objetivo. El autor se llama Pepe Rodríguez, en serio. Le debieron sugerir que cambiase el nombre por uno más comercial pero el chico se obstinó y no hubo forma.
Bajo a la puerta y encuentro a Resti malhumorado. Se pone a explicarme que unas chicas extranjeras se han quejado porque les han quitado las mochilas de sus literas y se las han puesto en otras camas. Al parecer ha llegado un cura con un grupo de chicos y sin pedir permiso a nadie les han cambiado las camas para dormir ellos todos juntos.
–Y es que algunos curas se creen los dueños del Camino.
No es la primera vez que oigo esa frase. Debe de ser verdad. De todas formas, Resti es muy respetuoso con la Iglesia. La anécdota da pie para que charlemos un rato. Me intereso por la posibilidad de ofrecerme unos días de hospitalero y él me invita a que cuando quiera, en época no estival, me venga a pasar unos días con él en Castrojeriz, que me traiga a Luisa si quiero, y de esa forma me enseñará cómo se lleva un albergue.
–Pero primero termina el Camino y tómate una buena temporada para digerirlo -me recomienda.
Y ya lo creo que necesitaré tiempo para asimilarlo todo.
A la mañana siguiente Resti va de litera en litera:
–Muy buenos días. El café estará preparado en diez minutos.
En el albergue suena música gregoriana. El hospitalero cuida cada detalle. Arriba, junto a una cocinita, va recibiendo a los peregrinos con un vaso de café. En la mesa hay galletas y pan. Según van entrando Resti ofrece el vaso y dice a cada uno:
–Buen provecho. La limpieza del vaso corre por cuenta del peregrino.
Me despido con un "hasta pronto", y él con el clásico "buen Camino". En su recuerdo escribo esta coplilla ripiosa en forma de adivinanza en la que no hay nada que adivinar:
a Resti, hospitalero de Castrojeriz
Adivina, adivinanza:
un ser puro del Camino,
amable y recto a la vez,
entregado al peregrino.
Ni su pelo, ni sus barbas,
ni su aspecto corpulento
asustan a ningún niño:
gigante bueno de un cuento.
Cuento feliz
que hoy transcurre en su pueblo:
Castrojeriz.
Eso es. Una banda almada. Lo contrario de una banda armada. Cuánto poder tiene cambiar una simple letra. Creo que ése será el título de la canción, mi pequeño himno al Camino de Santiago. Tengo mucho tiempo por delante para ir dándole forma.
El paisaje infinito de Castilla invita a la reflexión. Miro hacia el frente y veo que tengo todas las horas del mundo para adentrarme en mí mismo, para poner en orden los recuerdos de estos días y para oír lo que estos campos quieran contarme. Alguien llamaba a esto "la parte fea del Camino". Es sencillamente maravilloso.
Poco antes de llegar al río Pisuerga hay una capilla gótica que llama mi atención. Me acerco y unos italianos me invitan a pasar. Me ofrecen café muy amables. Es la vieja ermita de San Nicolás, y ellos son de la Confraternitá di San Jacobo de Perugia, gracias a los cuales la ermita se ha restaurado y se ha convertido en un albergue de peregrinos. Ganas me dan de quedarme con esta hermosa gente de no ser porque es temprano y apenas llevo andado once quilómetros.
En la puerta hay un hombre que se dirige a mí con acento inglés:
–¿Te han dejado solo? -pregunta- ¿Perdiste a tu grupo?
–Yo no he venido con ningún grupo -le aclaro-. Vine solo al Camino.
–Perdona -dice como contrariado-, he debido confundirme con las cartas.
Observo que tiene en sus manos una baraja de tarot. La verdad es que me choca el individuo. Me parece absurdo que nadie se dedique a echarle las cartas a la gente sin permiso mientras que toman café, pero en el Camino de Santiago uno puede esperar cualquier cosa. Me presento y él hace lo propio. Se llama Reginald y es irlandés.
–¿Tú también buscas al niño? -vuelve a preguntarme en tono misterioso.
En un primer momento entiendo su pregunta en sentido metafórico. Debe referirse al niño que llevamos dentro, al renacimiento interior o algo así.
–Perdona -le digo-, no entiendo muy bien a qué te refieres.
–Da igual, -replica, y añade en tono misterioso- cuando sea el momento lo conocerán todos.
Esto lo dice con aire trascendente, como los profetas que salían en las películas antiguas de Romanos. Me parece que empiezo a darme cuenta de la clase de elemento que tengo delante, y no estoy yo en este momento para místicos ni esotéricos, sino para andar otro poquito por esta Castilla en la que tan a gusto me encuentro a solas.
–Perdona -le corto-. Charlaremos en otra ocasión, pero ahora tengo que seguir. Buen Camino.
Atravieso el bello puente de Itero sobre el Pisuerga y continúo solo toda la mañana.
Tus ojos ven los paisajes:
es el camino exterior,
pero existen más caminos
que ha de andar tu corazón.
Caminos en el camino,
otras flores en sus flores,
lugares sólo visibles
con los ojos interiores.
¡Corto de vista
quien acabe el camino
como turista!
La miro y más, la remiro;
yo la admiro, yo la aprendo,
y hasta el olor de sus muros
lo respiro y lo retengo.
Venid a verla:
acaso en el Camino
la mejor perla.
A la entrada de Carrión de los Condes hay una pelea de flechas amarillas, pues unas llevan al parecer al albergue municipal y otras al convento de las Clarisas, desde el que me llama una voz a través de una ventana.
–Este albergue cuesta siete euros, pero te damos juego de sábanas limpias y tenemos cocina y cinco baños.
No se hable más. Dormir con sábanas va a ser un lujo babilónico después de tantos días. El hospitalero me da los preciados bártulos y me dedico a prepararme la cama con esmero. En la habitación estoy solo de momento. Una buena ducha y la colada de rigor. Después, un vistazo al pueblo, que tiene cosas que ver.
Día relajado, a propósito para escribir y visitar la iglesia de Santiago, la de Santa María del Camino y el monasterio de San Zoilo.
Por la tarde en la cocina, unas señoras italianas me invitan a unos espaguetis que está preparando una de ellas con muchas yerbas. Según las otras es toda una especialista. Acepto con la condición de que me dejen traer una botellita de vino. Son gente simpática, aunque con una de ellas tienen que hablar en francés, pues es la única que no es italiana, sino suiza, de la parte francófona. A pesar de los efluvios apetitosos que salen de la olla no desapareció de la cocina un olorcillo a marihuana bastante evidente. Ya lo había detectado antes al entrar en el baño. Ahora sé quién lo había producido y por qué tiene nuestra cocinera una risa tan fácil y unos ojillos tan sospechosos. Buen provecho.
No tengo prisa. Sé que Calzadilla de la Cueza aparecerá en el momento menos pensado, me lo han explicado varias veces. Casi preferiría no saberlo y llevarme la sorpresa. El pueblo sólo se ve cuando se está practicamente encima de él. Mientras tanto permanece oculto por los trigales, agazapado en un desnivel del terreno para no perturbar esta imagen ficticia de llanura inacabable. Es un desierto de mentirijillas aunque su infinitud es verdad. El Camino de Santiago, al igual que ocurre con la felicidad, es infinito en profundidad, no en longitud. Y este trato diario con lo ilimitado forzosamente nos va transformando a los que vamos por él, como crisálidas caminantes, en seres menos pesados. A veces tengo la impresión de que nos elevamos, como si estuviésemos ya alados, y no es otra cosa que el resultado de una cierta comprensión del universo, que en ciertos momentos se acelera como si nuestra pobre mente se asomara por unas rendijas ocultas en el paisaje y alcanzara a vislumbrar un destello de una Luz que hay que escribir decididamente con mayúsculas.
Quiero plasmar el recuerdo de esta inefable mañana en una coplilla:
Hoy no hay curvas que prolonguen
el recto camino, llano,
hacia el Oeste. Es perfecto.
Es un camino romano.
Esta mañana
voy por vías del Imperio:
La Vía Aquitana.
Por la tarde, en un rincón del albergue aparece una guitarra. ¿Cuánto tiempo hace que no toco una? Desde que hace ya seis o siete años me estalló una bandeja de cristal en la mano izquierda y se me quedó el dedo meñique semiinútil, practicamente no toco nada más que el piano y mal. Pero esa guitarra me mira como si me guiñase un ojo. Pregunto si puedo tocarla y la dueña del albergue me dice que por supuesto, que para eso está.
Me retiro con ella a un extremo del recinto exterior del albergue, para no ser oído, y comienzo a afinarla y a tocar bajito los primeros acordes.
¿Cómo empezaba esa canción que estaba componiendo mentalmente estos días, la "banda almada"? En sol mayor parece que va bien:
Suena más o menos bien en la guitarra. Ya la grabaré cuando llegue a Sevilla.
Se me acercan algunos extranjeros y me piden permiso para sentarse a mi lado. Me corta un poco al principio, pero invoco a San John Lennon y un poco después estamos cantando juntos el "Imagine". Los Beatles siempre obran el milagro cuando se está con gente de tantos países y edades diversas. Let it be, que aproximadamente significa así sea, amén.
En unos instantes se ha formado un enorme corro, prácticamente todos los peregrinos del albergue, y cantamos juntos cuantas canciones se me vienen a las manos que, aunque algo torpes y oxidadas, se medio defienden con cosas como "Something", "Yesterday", "Do you want to know a secret" y otras cosillas por el estilo.
Así se nos va la tarde, hasta que la Vía Láctea nos manda a callar y a dormir. Hoy el Camino me ha hecho una ampolla nueva. Esta vez ha sido en el pulgar de la mano derecha, y si me descuido me destrozo todas las yemas de los dedos. El momento lo ha merecido.
Buen día de visita a monumentos. El peculiar estilo románico-mudéjar de estas iglesias me resulta muy interesante. Una chica que me sirve de guía en una iglesia-museo me muestra los pasitos de Semana Santa y me explica que algunas imágenes se mueven accionando unos resortes que tienen debajo y van por la calle bendiciendo a la gente, moviendo la cabeza o bailando qué sé yo.
–Eso tengo yo que verlo, ¿dónde está la palanca?
Uso toda mi fuerza persuasiva y finalmente la chica se mete debajo de un paso a buscar el artilugio. El cristo mueve el brazo de una forma muy torpe y mecánica, como no podía ser menos, y tengo que contener un ataque de risa.
Mi afición a las imágenes es muy pagana, a lo griego. No podría ser de otra forma habiéndome criado en Sevilla, esa especie de moderna Atenas donde a los dioses se les aprecia fundamentalmente por su belleza. A menudo las imágenes que se encuentran por estos nortes no son exactamente lo que un sevillano diría "bonitas". Por Castilla, cuando se trataba de la Semana Santa se buscaba un realismo efectista, sangriento a veces, y casi nunca se endulzaba con la búsqueda de la hermosura. No es que no la posean, pero no es imprescindible. En el Sur, si hay una imagen fea la gente se ríe de ella, le pone un mote inmediatamente o le hace algún chiste. Hay, naturalmente, excepciones cuando se trata de las grandes devociones. Yo, si fuese escultor, haría una virgen con el rostro de Sor Ángela. Sería un interesante experimento.
Si no fuese por ese culto a la sangre, por esa fijación que hay en nuestra cultura religiosa hacia los sufrimientos de Jesús, nuestras imágenes estarían sonrientes, como ocurre en el Románico. Serían dioses triunfantes como los griegos, y no esos dioses flagelados y torturados, con sus madres traspasadas por un inmenso dolor. El Cristianismo adoptó un instrumento de tortura como símbolo, concibió al mundo como un valle de lágrimas y se recreó en exceso con los peores momentos de su fundador. Pero hay otra forma de enfocarlo, y yo creo que la religión debe ser ante todo la búsqueda de la alegría, de la más profunda y contagiosa de todas las alegrías.
El Camino de Santiago no es un invento cristiano. Por aquí venían los romanos y los pueblos más antiguos siguiendo al sol, hasta el fin de la Tierra. En Iria Flavia había un templo a Venus adonde llegaban los peregrinos de entonces como hoy llegan a Compostela, y llegarían transformados seguramente por la aventura. Venus se cambió por Santa María la Real, la más frecuente advocación mariana desde el comienzo de la ruta, y la Santa María del Camino es una venus románica, sonriente y dulce. ¿Cuándo y por qué fue cambiando el interés de los cristianos hacia lo más doloroso de sus creencias? ¿Coincide ello con las épocas terribles de los dogmas y la Inquisición?
Con estas elucubraciones llego a un bar donde unos peregrinos se disponen a comer y me uno al grupo. Comparto unas maravillosas raciones de callos y un agradable vinillo con un camionero vasco que tiene los pies con unas terribles ampollas.
Aparece por Sahagún Fabiola, la chica centroamericana que vivía en Estados Unidos con unos padres adoptivos. Viene con un chico paisano suyo y se la ve bastante feliz. Al igual que cuando la vi en Castrojeriz me repite que le sirvió de mucho hablar conmigo. Me alegro de haberle sido útil. El señor catalano-canadiense que tomó conmigo el taxi en Burgos parece que ha entablado buenas relaciones con una extranjera de buen ver. Cada vez que nos encontramos peregrinos que ya hemos coincidido en otra etapa parece que fuésemos viejos amigos de toda la vida, y cuando entablamos conversación dos desconocidos la amistad y la confianza surgen inmediatamente. Por eso no es raro que algunos solitarios se emparejen o que se formen grupos de gente con muy buena armonía. Realmente da gusto vernos.
Nos levantamos y comenzamos a andar. Reginald continúa con su logorrea en un castellano perfecto. Por lo visto es profesor de español y de inglés. A continuación, les da un repaso a las teorías teosóficas de Madame Blavatski y Edward Shuré. Habla de los Grandes Iniciados, los avataras o enviados para dar a la humanidad las claves de salvación.
–Y el próximo enviado para la Era de Acuario ha debido nacer ya o está a punto de hacerlo, precisamente aquí -agrega-. Todas las señales coinciden. Estamos ya en el final de los tiempos bíblicos y los libros sagrados dicen que su venida ha de verse en el cielo de Oriente a Occidente. Eso es una clara alusión a la Vía Láctea, el símbolo del Camino de Santiago. Puede estar en cualquier hospital de León o de Burgos, o en el vientre de una peregrina que esté subiendo ahora mismo el alto del Perdón, o en cualquier albergue de peregrinos.
Es curioso. Hace ya veinte años escribí una canción titulada "la anunciada" cuyo argumento era el de una chica que decía haberse quedado embarazada, por un rayo de luz, de la segunda venida de Jesucristo. En aquella canción a la pobre chica la internan en un psiquiátrico en el que la hacen abortar a base de electrochoques. Los locos del hospital se arrojaban nada más verla a sus pies exclamando: "¡Santa tú entre todas las mujeres!".
Le cuento lo de la canción a Reginald y éste queda muy sorprendido.
–Tú no escribiste esa canción por casualidad -me sentencia-. Eso ha pasado ya. No sabemos cuántas veces se ha frustrado el nacimiento del enviado por culpa de la CIA y los psiquiatras. Son los nuevos herodes que buscan al niño para matarlo, pues es una amenaza para el poder que ellos representan. Tú sabías eso.
–No, perdona -le replico tajante-. Yo sólo hago canciones. Me gusta inventar historias, eso es todo. Ni siquiera es un argumento original, pues hay una película de Rosselini con un argumento parecido.
Reginald se me queda mirando y me dice en un tono inquietante:
–Eso son excusas. ¿No serás tú uno de los que lo andan buscando?
Entonces percibo unas vibraciones a las que yo no estaba acostumbrado en el Camino. Es como si la presencia de aquel irlandés fuese una amenaza diabólica. Su ojos saltones me parecen de pronto lascivos, maliciosos, ocultadores de una personalidad que no deseo a mi lado. No sé si decirle, utilizando su lenguaje teatral: "aparta de mí, Satanás", o acusarle de ser un esbirro de los nuevos herodes y de estar buscando al inocente para degollarlo.
–Tú eres actor -le digo finalmente-.
Reginald no contesta, como descolocado por mi ocurrencia. Estamos entrando en El Burgo Ranero, donde veo en un bar a un grupo de conocidos, un grupo en el que evadirme de la compañía del oscuro personaje. Saludo a todos y presento a Reginald:
–Este es un amigo irlandés que se dedica al teatro. Es un actor buenísimo.
Todos lo saludan sonrientes, aunque a él no le sale la sonrisa. Poco después desaparece sin despedirse. El grupo piensa continuar hasta Reliegos y decido irme con ellos aunque eso suponga caminar hoy más de treinta quilómetros.
¿Por qué tenía que sonar precísamente hoy? Llevo muchos días caminando sin oír otra música que los pájaros del amanecer o simplemente silbando cualquier cosa al compás de mis pasos o de los golpes en el suelo de mi bastón de peregrino. En las pocas ocasiones en que escuché música en el Camino siempre fue en situaciones maravillosas: el órgano y los cantos de la primera misa en Roncesvalles, la inolvidable jota navarra en San Pedro de la Rúa, el despertar con los auroros de Estella, el alba gregoriana en el albergue de Resti o las bellas salmodias de aquel extraño místico que se pasó toda una tarde cantando en San Martín de Frómista.
Hace tiempo que vengo meditando por los páramos de Castilla, queriendo recomponer en mi mente las experiencias vividas para darles una lógica distinta, asumible por un hombre formado en una época racional. ¿Cómo, si no, podría contárselo a nadie? Imagino la cara de algunos amigos míos, todos tan agnósticos, si yo les contara ciertos sueños, ciertas vivencias que he tenido días atrás. Incluso he creído recibir mensajes del más allá, el aroma intenso de mi madre que a su vez revelaba un misterio profundo y luminoso en el que me dio miedo creer y del que he huido varias veces.
Pero el Camino decide otra cosa y me pone otra vez el misterio por delante. El Camino se comporta como una criatura viva, inteligente. Ahora sé por qué algunos dicen que el Camino es el Maestro. Esta senda tiene la medida justa, los lugares y paisajes adecuados distribuídos en la forma ideal para que se produzca en el caminante todo el proceso que conduce a conseguir lo que se anda buscando. Las respuestas a las grandes preguntas se van vislumbrando unas veces de forma reposada y otras de forma vertiginosa. En esos casos llega a dar hasta miedo, pues miedo da pensar en el número infinito, y miedo da pensar que Dios es verdad. Y, sin embargo, mi mente peregrina, colgada como está por este camino de las estrellas, no puede entender ya nada sin él como no puede operar sin el número infinito. Si no, no salen las cuentas.
Podría describir el camino andado hasta ahora en clave psiquiátrica, como una visión alucinada de las cosas, tal vez con momentos de naturaleza esquizofrénico-paranoica. Pero si yo fuese un pastorcillo analfabeto o un fraile de los de antes diría que se me ha aparecido la Virgen María. Entre una y otra postura debe haber explicaciones que cuenten lo mismo de forma menos aparatosa.
Lo cierto es que en los momentos en que he hallado alguna respuesta trascendente siempre ha habido un perfume a madre, algo que me traía la imagen del primer amor y que me conectaba al amor universal. Y entonces ese amor universal era como una diosa que lo invadía todo. Sentía profundamente que el universo era femenino, fecundo, maternal y amoroso. Nada que ver con lo que habitualmente percibimos. Era una percepción visceral ante la que mi formación y mis esquemas caían fulminados. Así me ocurrió en la cuesta de Cizur Menor, y en Estella, y durante el milagro de San Juan de Ortega que no lo produjo para mí ningún rayo de sol, sino el aroma proustiano de una sopa de ajos.
En muchos momentos he aceptado simplemente la explicación mágica de todo el asunto, he sonreído a los cielos y he dicho: "Vale, tú ganas". Y he llevado con cierto humor y con naturalidad toda esa serie de casualidades que me están llevando irremisiblemente a una conversión, a la aceptación de unas verdades aparentemente opuestas al sentido común pero no por ello para mí menos evidentes. Después veía la corroboración de lo aceptado, el encuentro con alguien que había visto y sentido lo mismo que yo, la señal que disipaba todas las dudas. ¿Cuántas horas he consumido intentando entenderlo? ¿Cuántas intentando rechazarlo?
Y esta mañana, mientras me aproximaba a la ciudad de León, quería olvidarlo todo. Me recriminaba a mí mismo y me llamaba débil mental, alucinado e iluso. ¿Qué tontería es esa de los mensajes del más allá? ¿No me he reído muchas veces de los esotéricos del Camino? Tendría gracia que ahora yo me volviese un místico, un vidente o un estigmatizado. Mi madre lleva muerta hace más de tres años; María de Nazaret, casi dos mil; y Dios, si existe, es infinitamente sordo e infinitamente mudo. La soledad y el cansancio pueden acabar transtornando a los peregrinos, eso es todo.
Pero cuando entré en el albergue de las Carvajalas se oía a lo lejos esa melodía amada. Alguien estaba ensayándola en el órgano de la capilla y no he podido evitar un escalofrío al ver las caras amables de los hospitaleros y de las monjas. Es como si detrás de sus sonrisas hubiese una sabiduría superior, como si el montaje de casualidades me estuviese invitando a no abandonar, a no asustarme de una verdad que está reñida con nuestro mundo pero que es la única que puede salvarlo. Estas monjas llevan toda su vida entregadas a eso y parecen felices, incluso mucho más que la mayoría de la gente. Nos invitan a que por la noche asistamos con ellas al oficio que llaman "las completas".
Un viejo peregrino me dice en un bar del Barrio Húmedo que hay que asistir a esa oración nocturna, que él ya ha hecho el Camino varias veces y siempre que pasa por León se queda en las Carvajalas, aunque hay otro albergue municipal, pero sin comparación. El espíritu del Camino es religioso, comenta, y aunque no se sea muy creyente hay que ir a esos sitios. Qué me va a contar a mí, que ya me he tragado tres misas desde que salí de Roncesvalles, que hasta he comulgado en las tres sin tener en cuenta que de niño me decían que comulgar sin confesarse era un pecado muy gordo, un sacrilegio.
¿Y de qué voy a confesarme yo a todo esto?. Cuando de chaval iba al confesionario siempre les interesaban a los curas los asuntos relacionados con las entrepiernas, pero no creo que a un hombre como el párroco de San Juan de Ortega le interesasen esas cosas. Además, no me puedo confesar de unos actos de los que de ninguna manera estoy arrepentido. Uno goza lo que puede, que tampoco es como para presumir, y siempre con la misma desde hace mucho tiempo.
No me imagino tampoco a un Augusto Losada preguntándome si cuando me aburro me hago pajitas o tengo apaños. Creo que me daría un ataque de risa. Él es el primer cura del Camino con el que hablé hace años cuando llegué con el coche a Triacasterla casualmente, o tal vez causalmente, y me hizo entender perfectamente lo que por aquí se cuece. Es otro guiso diferente. Con un hombre así no me importaría confesarme, aunque el único pecado del que tengo un cierto arrepentimiento es el haber cogido un taxi en el Camino de Santiago.
Brindo por los vidrios de la pulcra leonina, ellos emborrachan más que el vino del Bierzo. Aquí los muros juegan a ser caleidoscopios y olvido todas mis dudas entregado boquiabierto al goce de la contemplación. Y brindo por esta ciudad maravillosa que tanto sabe de la luz. ¡Isidoro de Sevilla! ¡yo también me quedaría aquí un puñado de siglos!
Si pudiese arrojar todos los años vividos por la borda y comenzar de nuevo... Uno va creándose ataduras, una forma de pensar, una profesión, un carácter. Me gustaría poder tirar todo eso al monte Irago junto con la piedrecilla que traigo en mi bolsillo, comenzar otra vez a vivir desde niño para creer en la magia, en todo esto que me está pasando. Acaso la vida pasada sea un lastre que hay que aligerar de peso para poder continuar caminando. Hay que tener menos recuerdos, menos prejuicios también. No nos debería importar tanto nuestra imagen ante los demás. Claro que aquí se ve todo eso mucho más claramente, después ¿cómo podría sobrellevarse en la ciudad de siempre, con la gente de siempre? Grave y peregrina cuestión.
La tarde transcurre en León mucho más rapidamente de lo que me gustaría. Pronto llega la hora de cenar y volver al albergue. A las diez me dispongo a asistir a las completas de las Carvajalas.
Desde fuera de la capilla se oye el órgano y, mientras una monja nos recibe y nos invita a pasar, suena el Largo de Haendel como una bienvenida a otro mundo. Esta música me ha devuelto hoy a mí mismo como ninguna otra podría haberlo hecho. Casualmente la monja que toca el órgano no podía haber elegido otra partitura para iniciar la ceremonia. Ni siquiera es una música de origen litúrgico. En la ópera haendeliana esta melodía sirve para la inauguración de un árbol recién plantado en el jardín del rey Jerjes. Muchas veces, mientras desayunamos en casa, le he puesto a mi hija el primer acto en vídeo y hemos oído juntos este aria. Qué inmenso poder evocador tiene la música.
En la iglesia de las Carvajalas siento esta noche de una forma especialmente intensa esa energía que nos mantiene caminando día tras día, transformándonos inevitablemente en seres más libres, más solidarios y más conscientes de lo que verdaderamente necesitamos. Aquella energía que manaba en Roncesvalles y que aportan tantos peregrinos venidos de todo el mundo. Como entonces, la oración de la monja que dirige el oficio es aquella del siglo once en la que piden a Dios por el feliz término de nuestra peregrinación y que acaba pidiéndonos a cambio:
"... Y cuando lleguéis a Compostela, sed vosotros los que pidáis al santo por nosotras".
De esa forma se renuevan las intenciones del primer día, como si el Camino comenzase por segunda vez. Creo que todos los que no disponen de mucho tiempo y empiezan hoy a caminar partiendo de León podrían hacer una peregrinación intensiva, pero completa, en menos de dos semanas. Eso suponiendo que el Camino tenga que terminar en Santiago o en Finisterre o, mejor dicho, suponiendo que el Camino tenga que terminar alguna vez en alguna parte.
En Villar vive un artista llamado "Monseñor" que tiene una casa museo digna de visitarse. Me recibe amablemente, me enseña sus piedras pintadas, sus reproducciones de antiguas miniaturas, sus iconos. Me cuenta que no anda muy bien de salud, que no puede beber, pues, por lo visto, ya se lo bebió todo y se le encendió la luz roja. Me encantaría llevarme alguna cosa, pero todo pesa en la mochila y no estoy dispuesto a aumentar un gramo mi "ligero equipaje".
El albergue es una vieja casa propiedad de la familia del alcalde, un hombre de unos cuarenta años sumamente afable. Tiene un patio medio ruinoso, pero se está bien. Hoy comeremos al solecillo unas latas de garbanzos con menudo y una botellita de buen tinto.
Por la tarde, el hijo del alcalde, que está de hospitalero, se trae una guitarra. Estamos siete u ocho peregrinos nada más. Atardecer de copas y música. Un holandés saca una armónica y yo tomo la guitarra y me explayo con temas de los Beatles, provocando la participación y el gozo colectivos. Les canto también mis sevillanas jacobeas, que me hacen repetir unas cuantas veces a lo largo de la velada. Nos dan mas de las once entre cánticos y buen ambiente. Es maravilloso irse a dormir con unas copillas en el cuerpo, el ánimo desahogado y contando con una habitación tranquila y silenciosa.
La ventana del albergue
deja entrar una canción
que silba, desde una higuera
un pajarillo cantor.
Su trinar quiere decir
en traducción franciscana:
"despierta ya, peregrino,
que ya está aquí la mañana"
Y me levanto
acatando la orden
del bello canto.
Dentro de poco llegaré a ese lugar donde me dije: "Algún día pasaré por aquí como un peregrino". Y a medida que me voy acercando a través de los páramos leoneses a Hospital me voy sintiendo como un chiquillo la noche de reyes. Los quilómetros entre Villar de Mazarife y el Órbigo se hacen en poco más de dos horas. Aunque camino acompañado de Antonio, prácticamente no hablo, incluso vamos diez o doce metros separados, cada uno absorto en sus cavilaciones. Poco antes de entrar en Hospital me separo más y más. El peregrino que quiere estar solo es siempre comprendido por los otros. Sé que las próximas sensaciones he de vivirlas sin interferencias.
A las nueve y media de la mañana aparece el puente delante de mí y tengo la impresión de haber dado un salto de cuatro años desde aquel sueño que una vez tuve hasta la realización del mismo. Mi pensamiento ha saltado como en el juego de la Oca, de puente a puente a través del tiempo, de la formulación de un gran deseo hasta el cumplimiento de éste, como si el genio de la lámpara o el hada madrina de los cuentos me hubiesen concedido el milagro.
Ahí está, tan hermoso como yo lo recordaba, y no puedo contener la emoción. Entro en un bar y marco en el teléfono público el número de casa. No sé si Luisa estará durmiendo aún, tan lejos, pero no me puedo guardar para mí solo esta felicidad. Tengo que compartirla inmediatamente con ella. ¡Ay! ¡Cuánto daría por llegar aquí la próxima vez caminando a su lado!
Estoy casi llorando, y a la vez sonriendo, lleno de gozo, hecho un junco vibrante, y por fin atravieso lentamente el bellísimo empedrado del puente, parándome muchas veces a mirar a uno y otro lado del Órbigo, paladeando y prolongando hasta lo imposible este momento único y maravilloso. Se está cumpliendo un sueño. Aquí, en este sitio del planeta hay un ser infinitamente feliz. Sépanlo las galaxias. No sé cuántas veces doy las gracias, ni a quién se las estoy dando ni qué tipo de gracia es esta. Dios, qué educado soy. Mil gracias otra vez. Ahora conozco tu sonrisa, pues la noto en mi propio rostro. Llegaste disfrazado de genio de la lámpara, de hada madrina. Qué buen humor tienes esta mañana y qué innecesaria resulta la fe cuando se te huele por todas partes.
Hay mucha gente en el Camino. Debemos estar a mediados de Julio, y en León se han sumado tal vez cien o doscientos peregrinos más. Pasan grupos muy numerosos, excursiones de estudiantes, familias, peñas. Hay gente que dispone sólo de quince días de vacaciones y sólo anda el tramo León-Santiago. Todos piensan quedarse en Astorga. Aquello va a estar insoportable, de manera que usaré la alternativa recomendada por Ángel Espinosa. Él me ha señalado un albergue en Santibáñez cuya hospitalera se llama Sara. Eso está antes de llegar a Astorga. Le haré caso.
Bajo un árbol veo al viejo catalán que hace un rato salió del albergue de Hospital y parece muy sofocado. Me detengo y le pregunto si se encuentra mal.
–Gracias -me dice-, es que llevo mucho peso en la mochila, hace mucho calor y estoy algo delicado de salud.
–¿Quiere Usted que le ayude a llevar la mochila hasta el próximo pueblo?
–Uy, no, por Dios. Verá Usted. Es que, como le dije esta mañana, estoy cumpliendo una promesa. ¿Sabe usted lo que es un adoquín?
–Depende si habla en sentido real o figurado -insinúo con cierta malicia.
–Real -me aclara-, y de granito. De los que ponen en las calles de Barcelona. ¿Sabe usted cómo son?
–Pues, si son como los de Sevilla, serán así, más o menos. -le digo separando mis manos una cuarta aproximadamente.
–Cerca de cinco quilos pesa el que yo traigo para dejarlo en la Cruz de Ferro. Es de una calle de Barcelona y tengo promesa de llevarlo en la mochila hasta allí. ¿Quiere que se lo enseñe?
–No hace falta, hombre. No se moleste.
Lo que sí hago es comprobar el peso de la mochila del hombre. La levanto y me parece un elefante. No sé qué decirle. Supongo que una sonrisa queda bien, y le sonrío, claro está. Y le deseo que todo sea leve, que ya falta menos.
–Buen Camino. -nos decimos finalmente, para variar.
Estoy seguro de que si se lo toma con calma llegará vivo a dejar su horrible pedrusco bajo la Cruz de Ferro. Y no será poco milagro para el santo, que bien los obra a diario. Saco de mi bolsillo la pequeña piedrecilla que cogí el verano pasado en la playa de Sanlúcar de Barrameda y la miro embelesado. Blanca como la nata, de una pequeñez que enamora. Pesa lo que una almendra y me parece una perla hermosísima.
Continúo mi camino hacia Santibáñez tarareando una musiquilla y poniéndole las palabras de cierta sevillana jacobea.
Deja atrás viejas ideas,
Pon poco peso en tu espalda
Que alma y cuerpo han de ir
Aligerados de carga.
Sería un desastre
Pretender elevarse
Con mucho lastre.
Por la tarde me dedico a escribir en el patio. Llega Sara y me dice:
–He visto en el libro de inscripción que eres sevillano. ¿No sabrás por casualidad hacer gazpacho andaluz?
–Por supuesto -le contesto-. Pero no he encontrado una sola batidora en todo el Camino.
–Yo tengo una -me dice triunfante-. Y creo que no falta ningún ingrediente. En total somos cinco peregrinos y yo, seis.
En la cocina Sara tiene una despensa bien provista. Dado que en el pueblo no hay tiendas, ella va diariamente en bicicleta a Hospital y se trae todos los víveres que puede para que el peregrino que necesite algo lo adquiera. A menudo hace de comer para quien quiera apuntarse, a precio de costo, pero esta tarde va a tener un buen ayudante. El gazpacho promete, pues no faltan los buenos tomates rojos, pimientos, pepinos, ajos, vinagre y hasta una botella de aceite de oliva virgen extra de Jaén.
–Con este aceite tenemos el éxito asegurado -le auguro.
Preparamos una buena guarnición a base de huevos duros, pepino y pan, y hacemos una buena olla de gazpacho que dejamos en el frigorífico para que se ponga fresquito.
A la hora de la cena, en efecto, somos seis personas: los dos extremeños, un par de chicas americanas, Sara y yo. Previamente, Sara abre una botellita de tinto y saca unas tapitas de queso y choricillo de la tierra. Las buenas reuniones caben en un taxi y esta es casi perfecta. En Astorga debe haber cientos de peregrinos durmiendo en cualquier rincón, o amontonados por los pasillos, y yo esta noche tendré una habitación para mí solo.
Pero no es solamente una cuestión de comodidad. Sara es un ser amabilísimo, con esa entrega y esa sonrisa que me son familiares en el Camino y que he visto en varios hospitaleros inolvidables. Hablamos y hablamos, y Sara me dice que si alguna vez me decido a estar una temporada de hospitalero, la llame, pues le vendría muy bien un ayudante, sobre todo si puedo traerme el coche, ya que hay que ir diariamente a comprar a cualquiera de las dos poblaciones importantes que hay cerca, Astorga u Hospital de Órbigo. A ella se le hace a veces un poco duro hacer todos los recados con la bicicleta por esos caminos que no son precisamente pistas de rodaje, y no siempre hay tan pocos peregrinos como hoy. Frecuentemente va muy cargada. Es admirable. Se pasa todo el verano aquí, entregada a atender a todo el que llega. ¡Cómo me gustaría disponer de mucho tiempo para echar una mano aquí y otra allá! Si pudiera, me pasaría algunas temporadas con Resti de Castrojeriz, con Sara, o simplemente solo, atendiendo cualquier albergue en que hiciera falta. Sé perfectamente por qué lo hace la gente y me alegro de comprobar que la bondad es tan gratificante, tanto para quien la recibe como para quien la ejerce.
Amigos, cuando vayáis
hacia Santiago, escuchad:
puedo dar pocos consejos.
El Camino es personal.
Mas si alguno de vosotros
por Santibáñez pasara
corte antes una flor
para obsequiársela a Sara.
Y, si os parece,
quedaos allí esa tarde.
Bien lo merece.
El pueblo tiene un alberguito muy básico, sin cocina, con una ducha que ni siquiera tiene puerta, pero no nos vamos a andar con remilgos a estas alturas. Hay dos bares en la aldea, pero ninguno ofrece nada caliente. Chacinas y queso. Voy bien provisto de cecina, de modo que no hay que preocuparse en cuestiones de intendencia.
El lugar, en cualquier caso, es agradable a base de rústico, y el caluroso día no invita ya a seguir caminando.
Aparece Jose Antonio, el chico al que conocí bajando de Roncesvalles el primer día, y nos da una gran alegría reencontrarnos. Dice que ha aprendido muchísimo en el Camino y que esto va a cambiar su vida. Ha comprado chocolate en Astorga y me invita a compartirlo. Tenemos cecina y chocolate. Será mejor tomarnos una cervecilla antes en el bar de al lado, que hay cosas que celebrar. Hoy creo que no vamos a comer caliente, ni falta que hace. La cecina y el chocolate se llevan como el perro y el gato, pero el Camino de Santiago hace que se reconcilien hasta los peores enemigos.
Lo fundamental es que llevo tres días librándome de la avalancha veraniega. Desde que salí de León vengo estudiando cómo se mueven la mayoría de los turistas, y van todos obedientes a sus guías. Normalmente llevan la guía del País-Aguilar o la de Everest y se quedan justamente donde éstas les marcan como final de etapa. Normalmente son poblaciones grandes, con amplios albergues y toda clase de servicios, pero en esta época no dan abasto para albergar a tanto caminante y a tanto turista tramposo que deja el coche a la entrada de los pueblos y se finge peregrino para dormir por cuatro perras, cuando no por la cara. Si uno busca la serenidad y hacer un camino más espiritual que turístico tiene que ingeniárselas. Por eso, y ya que fui bien aconsejado, me estoy quedando en aldeas pequeñas, con albergues a veces algo viejos y destartalados, pero que ofrecen este lujo en pleno mes de Julio de estar casi vacíos.
A las siete de la tarde, hora en la que escribo, habrán dejado sus cosas en este albergue no más de cuatro o cinco personas. Ya no van a llegar muchas más, por lo que la noche en Santa Catalina de Somoza va a ser tranquila y apta para el buen descanso. Creo que me será muy difícil mantener siempre esta agradable tranquilidad, pero me gustaría seguir intentándolo.
No es Santiago quien te trajo,
sino una voz interior
y su milagro consiste
en que oigas tu propio yo.
Como un bautismo
en que uno renace
hacia sí mismo.
En Foncebadón se viene hacia mí ladrando un perrazo enorme. Sólo hay que levantar el bordón para que el animal comprenda la amenaza y se retire con el rabo entre las piernas y la cabeza gacha. Mi bordón amigo es mi protector, mi ayuda en las cuestas, marca el ritmo de mis pasos y a veces de mis canciones. Va sincronizado con mi cuerpo, tal el bordón de una guitarra se sincroniza con el alma del cantor. A veces le contestan los pájaros del Camino, y silbo con ellos, como si el mundo y yo nos hubiésemos arrancado por "bordoneras".
Sobre las ruínas del pueblo se levanta una edificación nueva con cafetería y habitaciones. Bien está una cerveza y un tonteo cualquiera. Me entero del día en que vivo, y por lo visto es dieciocho de Julio, fecha de antiguas resonancias, algo nefastas tal vez. Es día de olvidar el pasado y, mira por donde, dentro de un rato voy a vivir la imprescindible ceremonia con que los peregrinos simbolizan ese olvido. La blanca piedrecilla de mármol que un día me dio el padre Guadalquivir antes de convertirse en mar infinito va a quedarse en el Camino.
Recuerdo perfectamente el día en que la encontré. Paseaba un atardecer en Sanlúcar de Barrameda, por la orilla izquierda de la desembocadura del Guadalquivir cuando le dio un rayo de sol y la piedrecilla brilló de pronto como un lucero en la arena. Para mí fue como si me estuviera llamando. De modo que no lo pensé dos veces. La tomé y le dije:
–El año que viene haces el Camino conmigo y te quedas en la Cruz de Ferro.
Ella no dijo nada, como es lógico, aunque si las piedras pudiesen sonreír lo hubiera hecho, o tal vez lo hizo. Mojada como estaba, se limitó a brillar bellísima. Era del tamaño de una judía, de modo que supondría poco peso en la mochila. Era la piedra perfecta. La miré y la acaricié varias veces. En realidad, fue el comienzo de un idilio con la piedra que hoy termina. Entonces le dediqué una coplilla pensando en el día de nuestra inevitable despedida. Fue una forma de adelantarme al momento que ahora se avecina.
La Cruz de Ferro contempla
desde el cielo leonés
cómo cada peregrino
deja una piedra a sus pies.
En algunas se lee un nombre
o una fecha se adivina.
¡Piedras de tantos lugares
en la creciente colina!
Han sido tantos
que entre todos formaron
un monte santo.
Desde la mar andaluza
a lo alto de aquel cerro
una piedra salinera
llevaré a la Cruz de Ferro,
y tendré al depositarla
estos versos en mi boca:
"Mi paloma albertiniana
esta vez no se equivoca,
pues va guiada
por millones de estrellas
alineadas."
Monte de todas las lenguas,
humilde babel inverso
en que todos se comprenden
sobre los altos del Bierzo.
Desde ti es inexplicable
la mezquindad lastimera
de los que hoy derraman sangre
por una lengua o bandera.
Si aquí llegasen
seguro que la mente
se les curase.
Estos pensamientos y estos versos se repiten en mi memoria al llegar a este mágico lugar que un día estuvo dedicado al dios Mercurio, protector de los caminos. Y tras mirar a uno y otro lado del infinito, beso la pequeña piedrecilla y la dejo formando parte del monte Irago. Ahí quedó simbolizado el peso que desde antaño impedía a mi alma alzar el vuelo. Aquí cumplo mis propias escrituras y vuelo hacia el fin de la tierra, transformado en un ser mucho más libre. Alas tengo en mis pies de mensajero, que el dios romano sigue aquí para prestármelas. Alas de libertad fabricadas con plumas romanas que el santo comunistón de Alberti tenía guardadas en el almario.
Dudo si quedarme o no. La verdad es que hoy he caminado un buen trayecto y el grupo es apetecible. Pero tengo un pequeño problema, acaso burgués y poco peregrino: necesitaría una buena ducha, y aquí la única forma que por lo visto hay de lavarse es ir a un abrevadero que hay cruzando la carretera y allí, con permiso de las vacas, enchufar una manguera y aguantar un agua helada que te deja como un carámbano. Por otra parte, desde que dejé el tabaco ha aumentado enormemente mi sentido del olfato, y el interior del albergue me produce en la nariz una sensación poco hospitalaria. Me siento un remilgado señorito por ello, pero qué le voy a hacer. Tal vez si estuviese Tomás no me importarían estas cuestiones.
El Acebo está a ocho quilómetros de aquí. Me despido del grupo. Otra vez será.
Dos horas después, descendiendo hacia el Acebo, ya noto que quizás he caminado algo más de lo que para mí es razonable, pero todo está compensado con la belleza del lugar y con un albergue que cuenta con una terraza desde la que hay una hermosa vista y unas mesas que invitan a escribir. Algún viejo del lugar pronostica una tormenta que no acaba de llegar. Aparecen José Antonio y el autodenominado templario, Ramón. Por la tarde cenamos juntos en el restaurante que está en el piso de abajo del albergue y se repasan cuestiones consabidas sobre el Camino. El americano está obsesionado con sus temas, su Valle del Silencio y su castillo de Ponferrada. Ha oído hablar de Las Médulas, lugar que le recomiendo visitar, pero parece que las cuestiones romanas le interesan menos que los libros de caballerías.
Es imposible en un solo viaje visitar sin vehículo todos los lugares que están alrededor del Camino y que a uno le gustaría. Yo me he perdido Eunate y varios sitios más que resultarían imperdonables de no ser porque pienso volver aquí más bien pronto que tarde. El Camino de Santiago es largo y denso, y pienso que he dejado a mi familia un tiempo razonablemente largo como para no demorarme en dar demasiadas vueltas. Todo se andará, y nunca pronuncié esta expresión de una forma más exacta.
El Camino tiene momentos hermosísimos este día. A la salida de Riego de Ambrós hay ya como un avance de lo que será Galicia, un rincón de verde absoluto, un anuncio de corredoira.
Poco después, encontramos un tenderete junto a un árbol lleno de letreros, del que sale un hombre que nos para con ganas de pegar la hebra con nosotros. Es Balbino, y se anuncia a sí mismo como un experto masajista curatodo. Muchos de los papeles que tiene clavados al árbol son notas de agradecimiento por sus masajes, mezclados con oraciones y estampas de santos diversos. Naturalmente, presume de poseer una energía especial en las manos y unos conocimientos fuera de lo normal que reparan todos los dolores en las piernas y pies de los peregrinos más destrozados.
Las palabras de Balbino hacen mella en el americano, quien inmediatamente se queja de tener una rodilla necesitada de curación. Justamente cuando casi no podía caminar apareció el sanador maravilloso. Es todo un milagro para él, dispuesto como está a ver señales en todo, pero pienso que, si en lugar de Balbino hubiese aparecido un hacedor de pócimas digestivas, habría sentido un dolor de estómago para que en cualquier caso la coincidencia hubiese tenido su connotación prodigiosa.
Dejo al supuesto aprendiz de templario tumbado en el suelo y al curandero arrodillado con sus manos en la rodilla tan repentinamente enferma. Un poco después me siento a contemplar el paisaje y a festejarme con un poco de cecina que aún me queda en la mochila.
Poco después llego a Molinaseca. Una alegría para los ojos. Una paradita para tomar un café, una degustación del pueblo, del río retenido bajo el puente de los Peregrinos para formar una piscina. Recuerdo bien el pueblo de anteriores viajes en coche. Qué bello lugar.
Y sigo.
Me topo con una señora catalana, bajita, obesa y con dos bordones, caminando torpe e inclinada, de forma que parece un extraño cuadrúpedo, un insecto extraterrestre que nada más verme se pone a protestar y a protestar:
–No sé para qué habré venido. Me dijeron que el Camino de Santiago era una cosa muy especial, pero aquí nada más que hay cuestas arriba y cuestas abajo, y estoy hecha polvo. Esto es una barbaridad y no sirve nada más que para estropearse la piernas. Una verdadera locura.
–Y Usted que lo diga, señora -¿quién va a contradecirla?-. Se está mucho mejor en la playita tomando el sol.
Y acelero un poquito el paso para dejar atrás a la malhumorada cojitranca. Estoy bien en mis nubes y no quiero bajar de momento. Pronto diviso Ponferrada.
Al abrir el albergue vamos entrando en fila para cumplir el trámite de admisión y sellar la credencial. Observo que aquí preguntan la edad y, al comprobar que vienen detrás de mí los ancianos extranjeros, me quedo un momento junto a la mesa, como una marujona cotilla, para enterarme de los años que tienen. El hombre manco confiesa setenta y ocho, y otros dos confiesan ochenta y cuatro y ochenta y dos, respectivamente. Me parece admirable. Por otra parte es como si me quedara un largo futuro de peregrino por delante, un buen augurio si llego a viejo como ellos.
El albergue es impecable, nuevo, con buenos aseos, cocina y un agradable rincón de lectura. En las duchas coincido con el extranjero manco y vuelvo a comprobar el enorme pudor que muestra el hombre, que en ningún momento se quita la toalla del hombro izquierdo para ocultar la cicatriz que debe tener. Me inspiran respeto su mirada, su desconocida pero sin duda intensa historia, sus gestos educados, su aparente fragilidad y su pudor. También su resistencia peregrina. ¿Habrá cogido algún coche? Yo desde luego lo he visto varias veces caminando, aunque entre nosotros sólo se intercambiaron los breves saludos de rigor: "buenos días" y "buen Camino".
A José Antonio le ha entrado la tontería y decide irse a una peluquería a teñirse el pelo de azul. Es como si hubiese vuelto a la edad del pavo y se ríe por todo. Dice y hace muchas tonterías, pero se le ve feliz como un chiquillo.
Cuando vuelve de la peluquería provoca ciertas risas entre los que lo conocemos, pero el primero que se ríe de sí mismo es él. Tiene la cabeza de un celeste chirriante de lo más llamativo. Ha decidido cortar con su vida anterior, dejar el trabajo que tenía y llegar a Finisterre y después quedarse una temporada por allí, y luego lo que Dios quiera. Los peregrinos tenemos todos un pie en las nubes, pero despegar los dos completamente de la tierra tiene sus peligros, y a veces me da la impresión de que el chaval se está quedando colgado.
Pero ¡qué narices! Si yo tuviese veinticinco años como él y no tuviese una mujer y una hija seguro que me quedaba aquí, de peregrino perpetuo, de hospitalero, de lo que fuese. ¿Qué se le ha perdido a éste en la oficina en que trabajaba? Se ha quedado hace poco sin madre y sin novia, según me contó cuando bajábamos el primer día de Roncesvalles. Lo ha debido pasar muy mal. Ahora necesita jugar, beberse la vida hasta la saciedad, ir de loco una temporada y pintarse con más colores que un indio en pie de paz. Un respeto a los locos y, en especial, a cierto tipo de locos que han vuelto a ser niños.
–Quillo, estoy loco perdío -me dice meándose de la risa-. Y me da por reírme de tó.
Cuando llegamos a Villafranca pasamos de largo por el albergue municipal y nos dirigimos al albergue "El Ave Fénix" de Jesús el Jato, como está mandado. Sé que el otro es más nuevo, más higiénico y tal vez más barato, pero el Jato es uno de esos personajes que hay que conocer en el Camino,
Nos atiende un chico de modales suaves, amabilísimo, y nos reservamos dos literas contiguas Marco y yo. Las camas no tienen almohada pero sí manta, de modo que doblo convenientemente la mía para que haga las veces de almohada y extiendo el saco de dormir a lo largo del colchón. Marcos imita todos mis gestos y deja su cama dispuesta en la misma forma. Me tomo una ducha y bajo a la entrada. El Jato está allí recomendando a unos grupos dónde comer en el pueblo. Sé que es el Jato por haberlo visto en alguna foto en Internet. Me entretengo escribiendo en una mesa y, cuando el hombre se queda sin gente, me levanto y me dirijo a él:
–Hola, tú eres Jesús el Jato, ¿verdad? Oí que estabas hablando sobre los restaurantes del pueblo. ¿Me recomiendas alguno en especial?
Mi interlocutor me mira con cara de buenos amigos y me sorprende su respuesta:
–Tú, si quieres, te quedas con nosotros a comer. ¿Te gustan los garbanzos con manitas de cerdo, rabos, morcillas y esas cosas?
–¡Coño que si me gustan! -le respondo-. Tu no eres el Jato. Tu eres los tres reyes magos juntos.
–Pues dentro de media hora o así comemos.
¿Qué tengo yo en la cara para que este hombre me invite a su mesa sin conocerme de nada? ¿Se me estará poniendo ya expresión de imagen románica o, tal vez, de muerto de hambre? En cualquier caso me encanta la idea.
Al ratillo baja Marco y me pregunta dónde vamos a comer. Me veo en la incómoda situación de explicarle que no puedo ir con él, ya que estoy invitado, y que no soy quién para invitarlo a él. El hombre lo comprende, tal vez algo contrariado, y se marcha a buscar la manduca.
Jesús el Jato no me deja ni siquiera ayudarles a poner la mesa.
–Tú siéntate ahí -me ordena.
Inmediatamente, el Jato y los hopitaleros me ponen por delante unas jarras de cerveza, de vino tinto y una hermosa fuente de pimientillos de Padrón. Asegura mi anfitrión que no hay ninguno picante, y la verdad es que son dulces y exquisitos como pocas veces los he probado. Aparece por la puerta José Antonio con su pelo azul fosforecente. A contraluz parece un marciano. Lo saludo y lo presento a los comensales. El Jato le dice que si quiere se siente a comer con nosotros, lo que al chaval no le duele en absoluto. Llega de la cocina una inmensa y humeante fuente llena de trompitos y colesterol hecho arte, además de otra con ensalada. Así deben sentirse los perdidos en el desierto cuando encuentran un oasis. Se me ocurre, parodiando al Quijote, que:
Jesús el Jato es un personaje entrañable y su albergue es un lugar tirando a hippie. Coincide que entre la gente que se queda hoy hay unos cuantos que dan la impresión de pertenecer a la cultura más o menos cannábica, para entendernos. Un ambiente bonito que yo no recomendaría a los remilgados, pero donde yo me encuentro esta tarde en la gloria.
Por la tarde, paseando por el pueblo me encuentro a Bernardo Rodrigo y nos vamos a orillas del río. Nos sentamos a charlar con los pies en el agua, grato placer peregrino. Nuestra conversación nos lleva a terrenos trascendentales. Cualquier peregrino sabe a qué me refiero, y esas conversaciones no pueden ni deben contarse, quizá porque no pueden ser comprendidas fuera del contexto donde se producen. Y esta transcurre durante el atardecer, mientras un agua fresca que está a punto de ser gallega nos besa y nos renueva los pies cansados. Se produce entonces uno de esos momentos en que dos buscadores se transmiten uno al otro las pistas que cada uno ya tiene y ambos lo comprenden así. Al final, Bernardo me lo confirma de una forma impresionante.
–Yo soy católico y tenía que ir a misa esta tarde -me confiesa-. Se me ha pasado la hora hablando contigo pero no me importa. Esta conversación ha sido mi misa de hoy y Dios lo ha querido así.
Sólo el silencio y una profunda sonrisa interior pueden contestar a eso. Una sonrisa que es un pacto de amistad y de agradecimiento imborrables. Para estas cosas se viene al Camino de Santiago.
De los dos caminos posibles que parten de Villafranca elijo el que va por las orillas del río Valcarce. A pesar de las obras de la autopista la jornada tiene momentos bellísimos y el rumor de las aguas se mezcla con los pájaros. Hay algunos peregrinos haciendo prácticas de yoga en las orillas del río y eso hace que yo también busque un rincón paradisíaco y me siente en la orilla en la posición del loto, padmasana, a meditar en lo que me rodea. Me siento como el barquero de Sidharta.
A media mañana llego a Ruitelán. A la derecha del camino, aquí en realidad es carretera comarcal, se encuentra el albergue que me señaló Ángel, llamado "El pequeño Potala". Detrás de la casa encuentro a un hombre entregado a labores de limpieza. Me dirijo a él.
–Hola, ¿tú eres Carlos o Luis?
–Soy Luis. ¿Tú no serás Maldonado por casualidad?
–Sí, pero tú ¿de qué me conoces?
–Porque tengo un mensaje de Ángel Espinosa diciendo que llegarías por estos días, y al escuchar tu acento andaluz me dije: éste debe ser. Dice Ángel que si le das permiso para publicar en una revista unas letras que le dejaste.
–Claro, claro -le respondo sorprendido-. ¿Cómo contacto con él?
–No te preocupes, que nosotros se lo decimos a través de Internet.
Me pregunta Luis si voy a quedarme y le digo que sí. Me pide media hora para terminar con la limpieza del albergue y me voy al bar que hay a pocos metros a tomar un café. Tengo que dejar paso a una manada de vacas. En el bar presencio los inútiles esfuerzos de un cura por convencer a un lugareño de que vaya alguna vez a la iglesia. Duro de roer parece el hombre.
Un rato después vuelvo al "Pequeño Potala". Junto a la mesa de recepción hay en la pared una foto cartel del Dalai Lama y un anuncio con los distintos tipos de masajes terapéuticos que los hospitaleros ofrecen a los peregrinos. Llega Carlos, cordobés que no ha perdido el acento andaluz pese a haber vivido mucho tiempo en Barcelona. Me pregunta si por la noche voy a cenar en el albergue y le digo que sí. Son tres euros el hospedaje, seis la cena y tres más por el desayuno del día siguiente.
Me doy una buena ducha y tras tomar posesión de una litera en una habitación que encuentro muy acogedora me voy a dar una vuelta por la aldea. Me gusta el lugar por lo tranquilo. Poco después, llegan algunos peregrinos más, no muchos, acaso siete u ocho, lo que es un lujo en estas fechas.
En el libro de visitas del albergue veo que muchos peregrinos hablan del salmorejo que les preparó Carlos. Se lo comento y él inmediatamente se ofrece a prepararlo para la cena. Cuando, tras un buen rato de tertulia vespertina, nos vamos a la mesa me sorprende la cremosidad que tiene el famoso plato cordobés. Finalmente, Carlos me da el secretillo. Consiste en batir junto con el tomate, el pan, el ajo, el aceite y la sal una yema de huevo duro. Realmente bueno y yo, que soy un poco cocinitas, tomo nota del truco, que seguramente será muy conocido, pero para mí es un descubrimiento de ahora mismo. Junto al salmorejo Carlos nos sirve una buena ensalada y unas pastas, vino a discreción... en fin, toda una fiesta para celebrarlo, que mañana entro en Galicia.
A la entrada de Galicia
desde el Cebreiro se ve
un infinito de verdes
y medio mundo a mis pies.
Me siento a observar y siento
una profunda quietud,
y un buen puro de aire puro
yo me fumo a mi salud.
Me doy albricias
porque hoy el Camino
entra en Galicia.
He llegado arriba en mi camino y en mi ánimo. En la hermosa iglesia del Cebreiro están celebrando una misa de peregrinos. En esta iglesia hay un grial. Lo de menos es la dudosa autenticidad del cáliz. Muchos hemos encontrado ya lo que buscábamos, el verdadero grial. Nos hemos respondido a nuestras más profundas preguntas y estamos encaminados hacia la felicidad interior. El plano del tesoro comienza a estar claro con los fragmentos encontrados. El Gran Camino no acabará en Santiago, donde no habrá hecho más que empezar. ¡Qué interesante puede llegar a ser la vida!
Esta mañana siento que voy caminando en un estado especial de bienaventuranza. Me acuerdo de Charlton Heston cuando bajó del Monte Sinaí en la película "Los Diez Mandamientos" y se le había cambiado la cara completamente. Pedazo de maquillaje y de peluca. Menos mal que no estamos en el cine y no me voy a volver de pronto un anciano venerable. Mejor que no se me note mucho, que luego dice la gente que los peregrinos somos unos colgados.
El Camino está muy concurrido y muy lleno de gente que no es exactamente peregrina. De pronto me adelanta un colegio. Ciento y pico de chavales con tres o cuatro profesores. Me saluda uno de ellos y le pregunto cómo se organizan. Por lo visto llevan una furgoneta cargada con tiendas de campaña y montan su campamento en las afueras de los pueblos.
Hay mucha excursión familiar, mucha peña de amigos, mucha pandilla. En Galicia el Camino está mucho más festivo y turístico, aunque los peregrinos veteranos no se inmutan ante la avalancha. Se les deja pasar y listo.
Caminante, sí hay camino;
lo hicieron los caminantes,
los miles de peregrinos
que ya lo anduvieron antes.
Mas no creas que el buen Machado
se equivocaba en sus versos,
pues dos en la misma senda
viven caminos diversos,
sendas secretas
que en el mismo camino
van a otras metas.
Tus ojos ven los paisajes:
es el camino exterior,
pero existen más caminos
que ha de andar tu corazón.
Caminos en el Camino,
otras flores en sus flores,
lugares sólo visibles
con los ojos interiores.
¡Corto de vista
quien acabe el camino
como turista!
Recuerdo todas estas cosas mientras desciendo al hermoso valle donde diviso la aldea de Triacastela. Tengo ganas de volver a ver a ese hombre de Dios, nunca mejor dicho. Ahora sé que cuanto me dijo entonces y las cosas que luego escribí son verdad, y ¡hasta qué punto! Lo he estado comprobando día tras día. Lo he vivido en mis carnes paso a paso, albergue tras albergue, amigo tras amigo. La verdad del Camino no se aprende sólo con la cabeza, sino con los pies, con el vientre, con los pulmones y con el tuétano de los huesos. ¿Quién podrá quitarnos ya eso?
Qué profundo es el entusiasmo. No existe otra palabra que defina mejor la experiencia del peregrino. En griego entusiasmo significa endiosamiento, participación de la naturaleza divina. Por eso sonríe el peregrino constantemente y por eso se entiende tan bien con algunas imágenes románicas cuyas sonrisas hablan a través de los siglos. A él le hablan especialmente. Mirad a Daniel en el Pórtico de la Gloria. El secreto está allí, ante los ojos de cualquiera.
Son las tres de la tarde y al llegar al albergue de Triacastela me dicen que está lleno. La hospitalera me ofrece dos opciones: dormir en el suelo o avisar a cualquiera de las señoras que alquilan habitaciones en el pueblo. Elijo la segunda y la misma hospitalera llama por teléfono a una señora que vendrá a recogerme con el coche. Aparece un peregrino francés y cuando la señora llega nos ofrece una rebaja si no nos importa compartir habitación. Aceptamos y nos trasladamos en su coche al piso. Es bastante acogedor. Tengo hoy una cama maravillosa con sábanas limpias. Me tumbo con verdadera ilusión, como si fuese la primera vez. Le digo al francés que se duche primero, pues me apetece reposar un poco. Al rato aparece por el piso José Antonio, el murciano del pelo azul, y se instala en la habitación de al lado.
Por la tarde me dirijo a la iglesia. Está a punto de comenzar la misa de los peregrinos. Creo que estos días he oído más misas que en los últimos treinta y cinco años. Esta va a ser la cuarta. Como dice Torrente Ballester, el Camino, aunque no se sea creyente, hay que hacerlo como si uno lo fuera. Bien está así para disfrutarlo mejor. Mis antiguos reparos hacia el catolicismo romano no tienen mucho sentido en este momento, pues el Dios que conozco es también católico además de protestante, budista o musulmán. O sea, que no es ninguna de esas cosas y todas a la vez. Según se mire.
La misa de Augusto Losada es una misa un tanto especial y muy del Camino. Como dirían los actores, el cura mete constantemente morcillas en el guión, y observo que jamás insiste en esos dogmas que separan unas religiones de otras. El párroco de Triacastela parece querer integrar a todos los hombres de todas las creencias y tanto su conmovedora homilía como sus constantes salidas del texto litúrgico son para crear una atmósfera de unión entre los presentes. Habrá quien crea en la transustanciación y quien, como yo, muchas veces se haya sentido incluso incómodo por el lenguaje ritual y sus alusiones a la sangre bebida y la carne comida. Pero siento que Augusto organiza la comunión sin poner demasiado énfasis en lo del canibalismo cristófago, que pasa casi desapercibido, y en cambio resalta el sentido natural y maravilloso de comer juntos y hermanados gentes tan diversas de tantas partes del mundo. Augusto deja en la mesa las hostias y el cáliz y nos invita a acercarnos y a que cada cual tome un trozo de pan, lo moje en el vino y se lo coma.
Y compruebo que ocurre de nuevo el milagro de la fraternidad universal. La gente se da la paz con el alma a flor de piel y con el rostro iluminado. Augusto al terminar la misa le pide a los felices asistentes que le ayuden a retirar los bancos, pues muchos tendrán que dormir en la iglesia. Les ruega que sean respetuosos durante la noche, pues a los vecinos del pueblo no les hace mucha gracia que su iglesia se llene de gente por los suelos y que no se comporten como lo sagrado del lugar exige.
Cuando todo se comienza a despejar me acerco al párroco y le pido unos minutos en privado para charlar. En cuanto está el espacio desalojado para los pernoctantes me hace pasar con él a la sacristía. Me invita a sentarme:
–Bien, tu dirás.
Le cuento lo de nuestro primer encuentro, años atrás.
–Y ¿te sirvió aquella conversación? -me pregunta.
–Hasta el punto de que finalmente me puse a andar en Roncesvalles y aquí me tiene -le respondo-. Ya antes me había ayudado a escribir unas coplillas que le mandé. Tenían forma de sevillanas.
El cura entonces se levanta y busca entre los papeles de la mesa.
–¡Así que tú eres...! Aquí las tengo -me dice-. Algunas son muy bonitas. ¿Sabes que de vez en cuando se las leo a los peregrinos?
Pocas veces me han dicho nada que me gustase tanto. Me hace sentirme útil. Augusto me da algunos de sus escritos. Le prometo que los guardaré como oro en paño. Saco mi libreta y le enseño una estrofa que tengo apuntada.
–Mire, -le digo- precisamente esta mañana estaba comenzando un poemilla que quiero dedicarle. Sólo tengo de momento los cuatro primeros versos:
Al bueno de Augusto se le alegra la cara.
–¡Qué bello! -exclama- ¿Me la enviarás cuando la termines?
–Naturalmente.
–Pues, si quieres, te confieso ahora mismo.
Me sorprende su propuesta de pronto, aunque en el fondo algo así esperaba. Dudo un instante y le explico.
–Pero es que yo no sé hacer eso. Recuerdo que la última vez que lo hice tenía quince años y el cura me expulsó del confesonario porque le dije que yo no me arrepentía de aquellos pecadillos, siempre los mismos todas las semanas.
–Ya. Te gustaba tocar el violín, como a todos los chavales.
–O la flauta, qué sé yo. ¡Qué obsesión tenían los curas con aquello! Si yo hoy tuviese que confesarme no sabría qué contar de estos treinta y cinco años. Según lo que la Iglesia enseña, en este momento yo debo ser un sacrílego consumado. He comulgado cuatro veces en el Camino, la última con usted en su misa hace media hora, sin confesarme y sin tener en cuenta si me acababa de comer un bocadillo. Pero yo he sido empujado a hacerlo, estoy seguro, y no puedo tampoco arrepentirme de eso. Acaso querría confesarme de un solo pecado, del cual sólo puede absolverme un cura del Camino como usted.
–¿Y quieres confesarte de ese pecado?
–Sí. En Burgos, por culpa de una ampolla, tomé un taxi y me salté treinta y ocho quilómetros, hasta Castrojeriz.
A Augusto Losada se le cambia la cara. Por un momento creo que va a soltar una carcajada, pero se contiene y me dice con una rotundidad impresionante:
–Creo que entre Dios y tú las cosas están muy claras. Yo no te absuelvo. Te absuelve Él -levanta su mano derecha y comienza a hacer la señal de la cruz-. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Un breve silencio. Finalmente sonreímos ampliamente. Nos despedimos con un efusivo abrazo. Me hubiese gustado invitarle a una cerveza para charlar de lo divino y de lo humano con él, pero la iglesia se está llenando de peregrinos y el hombre no tiene más remedio que continuar con su trajín de párroco y de hospitalero. Al salir de la sacristía un peregrino me pregunta si está dentro el cura, pues necesita hablar con él. Por su expresión sé que el bueno de Augusto va a tener que seguir, con santa paciencia, repartiendo alegrías.
NOTA: El poemilla del que le hablo a Augusto Losada figura en el anexo bajo el título de "La confesión"
Hoy he cometido otro pecadillo, muy venial. Le he dejado la mochila a una señora que las lleva a Sarria por tres euros y camino practicamente sin carga, con sólo algo de fruta, el cuaderno y el bolígrafo, un poco de agua y mi bordón.
Deja atrás viejas ideas,
pon poco peso en tu espalda,
que mente y cuerpo han de ir
aligerados de carga.
Sería un desastre
pretender elevarse
con mucho lastre.
Galicia con sol. ¿Puede haber un regalo mayor para un caminante? Por estos vergeles el verano nunca deja de ser primavera. No hay un centímetro de suelo que no rebose de verdes infinitos y miles de florecillas saludan al sol en cuanto éste acaricia los campos un rato. Agua por todas partes y vida de todas clases. A veces tengo que echarme a un lado del camino para dejar paso a una manada de vacas o a un rebaño de ovejas o de cabras. La brisa trae canciones de Virgilio y Garcilaso. Me paro a hablar con los aldeanos, dicharacheros y amables, acostumbrados a ver pasar peregrinos. Yo les hablo de la belleza de sus lugares y ellos dedican frases de elogio a Andalucía cuando descubren mi procedencia. Eso me hace feliz por la ilusión del amor correspondido. Yo amo este Camino, esta tierra y esta gente.
El verano en Galicia es así. Acaso el peregrino cree que es más suya que de nadie, pero pertenece a otros también, con el mismo derecho. ¿Quién puede negar a nadie la entrada en un albergue mantenido con los impuestos de todos? Está claro que es muy difícil filtrar al peregrino de entre el aluvión de turistas, pero eso acarrea problemas de diversa índole.
La verdad es que el hecho de que el gobierno gallego hiciese una red de albergues gratuitos es encomiable, pero eso ha ido creando un cierto malestar entre los dueños de hostales, pensiones o casas de alquiler, que ven cómo sus posibles clientes se van a los albergues, donde no pagan, mientras ellos tienen que pagar sus impuestos sin que el negocio prospere. Así lo deduzco a través de conversaciones con unos y con otros. Hay un sector que no mira con buenos ojos a los peregrinos, a los cuales consideran como un turismo de alpargata. No se paran demasiado a distinguir entre peregrinos y turismo barato, que eso es cuestión de cada cual. Otros, en cambio, consideran que todo visitante es bueno, tanto el que gasta diez como el que gasta cien. Por último, están los que viven gracias a los peregrinos, que paran en aldeas donde nadie se quedaría y dan vida a la tienda, al bar y a la aldea misma. Da la impresión de que es un tema en perpetuo debate por estas tierras.
Para el peregrino convencido de que el Camino es sobre todo interior, estas cuestiones deben ser sólo anécdotas. Llegará un momento en que tal vez se acabe con la gratuidad de los albergues y al peregrino sin dinero no le importará dormir en cualquier rincón. Me resulta difícil en cualquier caso suponer que hay tanta gente sin blanca y dispuesta a irse de vacaciones. Muchos de los que aquí exigen hospedaje gratuíto se gastan verdaderas fortunas cada vez que van a otros viajes o cuando alquilan o compran casas en las playas.
Por la noche ceno hablando de estas cuestiones con una familia que ha venido por la Vía de la Plata y conectó con el Camino Francés en Astorga. Me sorprende el hijo menor, con sólo ocho años y lleva casi un mes durmiendo lo mismo en hoteles que en el campo bajo las estrellas. Son de los que no exigen nada y disfrutan el placer de caminar.
–El año pasado hicimos el Camino desde Roncesvalles - me explica el padre- y entonces el chico tenía sólo siete años.
El pequeño asiente orgulloso de su proeza. Me siento bien con ellos. El albergue está muy tranquilo. Creo que ya ha pasado la turbulencia.
Bajo las aguas del Miño deben estar los restos del antiguo Portomarín. El nuevo me recibe con su iglesia trasplantada piedra a piedra y su extraño aspecto de fortaleza románica. La masa de peregrinos es impresionante. En estos pueblos marcados en las guías como final de etapa son auténticas invasiones que tienen que dormir hacinados en polideportivos o barracones. En las afueras de los pueblos algunos colegios montan sus campamentos.
Me encanta oír hablar a los gallegos. Con su idioma no hay grandes problemas de entendimiento, pero cuando lo hacen en español le dan un tono melodioso sumamente agradable a mis oídos. Por otra parte, veo que mi acento sureño les resulta simpático. Los piropos a Galicia por mi parte y a Andalucía por parte de ellos se suceden con bastante frecuencia.
De un momento a otro paso de estar oyendo gallego a estar oyendo inglés, francés o italiano, qué sé yo. Lo cierto es que cada vez me resulta más fácil entender a todos y hacerme entender chapurreando palabras en cualquiera de esas lenguas. A los catalanes que conozco siempre les saludo en catalán, y ellos, gente educada, me devuelven el saludo y me hablan en español.
Y es que la gente, cuando quiere entenderse, lo consigue siempre. De pequeño me contaban que los antiguos cristianos habían recibido del Espíritu Santo el don de las lenguas. Yo creo que todo fue un fenómeno bastante más natural, aunque no por ello menos milagroso. El Cristianismo se difundió por los caminos del imperio llevado por gente que caminaba de una ciudad a otra y que más o menos chapurreaba algo de griego o de latín, que venían a ser como el inglés y el español en nuestro Camino, las lenguas más generalizadas. Las señas, la buena voluntad y una sonrisa a tiempo hacían y hacen el resto. Estoy viendo ese milagro. Se produce delante de mí constantemente. Todo es sencillísimo sin que deje por ello de ser maravilloso. Cuando descubrimos el truco en un juego de magia parece que pierde su encanto, pero no ocurre así en este caso. Me encanta repetirlo una y otra vez. ¿Ven ustedes esta enorme torre de Babel? Uno, dos y tres. ¡Zas! ¡Pues ya no está aquí! ¡Ha desaparecido!
No era el Espíritu Santo
ni inspiración celestial;
era simple y llanamente
tener buena voluntad.
Aún todavía
ese milagro ocurre
todos los días.
En la pequeña aldea de Eirexe me recibe una encantadora señora llamada Mari Paz. Le doy saludos de parte de Ángel Espinosa y ella se pone muy contenta. Me cuenta que tiene cinco hijos que a veces le riñen porque está más pendiente de los peregrinos que de ellos. Está a cargo del albergue en el que voy a quedarme. Aparece por allí un chico madrileño con muchos deseos de compartir lo único que lleva encima: un paquete de arroz y una cabeza de ajos. Con eso y sin un céntimo piensa subsistir hasta que llegue a Santiago. En la aldea no hay lo que se dice un restaurante, pero en la casa de al lado dan de comer y venden algunos víveres, de modo que hago un pacto con el muchacho. Yo invitaré a almorzar allí, y por la noche nos haremos un poco de su arroz al que intentaremos añadir una lata de tomate frito para que tenga un poco más de gusto.
Le dedico en el libro de peregrinos unos versitos improvisados a la hospitalera que la hacen sentirse halagada y de nuevo consigo otro día en Galicia sin soportar la marabunta turística que seguramente estará peleándose por pillar un colchón en Palas de Rei.
Por la tarde doy una vuelta por los campos de alrededor. Cuando el sol va a ponerse paso junto a un joven extranjero que sobre una loma y con los brazos cruzados en el pecho le está dirigiendo un canto al atardecer, como un mantra armonioso. Tiene los ojos cerrados y no se percata siquiera de que estoy cerca de él. Me siento sobre una piedra. Está conmigo el madrileño y los dos nos hacemos señas para no hacer ruido y escuchar sobrecogidos su melodiosa oración. Simplemente oímos con la vista perdida en los infinitos colores que las divinas acuarelas están esparciendo por el horizonte.
La magia del atardecer tiene un hermoso remate. Al volver al albergue, Mari Paz nos trae una botella de leche de verdad, recién ordeñada por ella misma. Dice que cuando nos levantemos por la mañana ella no va a poder atendernos porque tiene que hacer con sus hijos, y que nos ha traído la leche para que nos preparemos el desayuno. Inolvidable mujer.
Cuando se acerca Santiago
se va llenando el Camino
de turistas, de curiosos
y de falsos peregrinos.
En las últimas jornadas
cuando ya todo parece
una carrera, de pronto
vuelve la paz en Eirexe.
La hospitalera
hasta lleva en el nombre
blanca bandera.
Tres veces anteriormente he estado en esta ciudad y siempre vine acompañado de Luisa y de amigos, en coche como turista. Y ya sabía que me entrarían repelucos cuando llegase de esta forma, con la puntera del bordón gastada. Es como si me hicieran cosquillas en el alma. No paro de sonreír por sus calles. No paro de sonreír hasta encontrarme frente a frente con aquella sonrisa eterna de piedra que una vez me hizo concebir la idea de hacer el Camino. Daniel me parece más feliz y más sabio que nunca, y su sonrisa ahora es mía, aunque a mí se me estén cayendo las lágrimas. El maravilloso rostro románico tiene ahora un aire de complicidad. Le he guiñado un ojo y juraría que él también me ha guiñado, aunque debe ser una ilusión óptica.
Que todos los que comprendan
Lo guarden en su memoria
Y entenderán las sonrisas
Del Pórtico de la Gloria.
Que ellos nos guíen
Hasta saber un día
Por qué sonríen.
Así termina mi primera peregrinación a Santiago por el Camino Francés. Lo demás son cosas sabidas, sacar la compostela, la misa de peregrinos, abrazos y estallidos de alegría cuando uno se reencuentra con peregrinos que llevan un par de días allí o van llegando otros que se quedaron rezagados, el disfrute de la maravillosa ciudad... en fin, toda clase de fuegos artificiales en el corazón.
Aparece María, la chica del primer día en Pamplona, José Antonio con su pelo azul, Marco el italiano que me quitó la manta en Villafranca, Bernardo Rodrigo el valenciano, tantos... Y todos se ven felices. Por supuesto que lo de comer perdices está de más en este cuento, que otras suculencias hay en Galicia. De las cosas que comemos y del albariño que corre por nuestras mesas mejor no hablar para no alterar los jugos gástricos de quien se digne leer estas páginas. Mejor ocasión no existe. A vuestra salud.
En cuanto murió Felisa
se volvió a sentir despierta
ante el reino de los cielos
y vio a Santiago en la puerta.
"Entra" -le dijo el apóstol-,
"hay una fiesta en tu honor,
que los higos que tú dabas
se los dabas al Señor,
pues Jesús era
de entre los peregrinos
uno cualquiera".
Y el propio apóstol Santiago
le selló la credencial
del camino que termina
en la viña celestial.
Allí, en el jardín eterno,
existe una hermosa higuera
que Felisa esta mañana
regaba con su manguera.
Por eso, amigos,
notaréis en la lluvia
olor a higos.
A D. Augusto Losada, párroco de Triacastela
–"Párroco de Triacastela,
deme usted la absolución
que vengo todo el Camino
hablando a solas con Dios.
Comulgué sin confesarme,
debe ser un sacrilegio
o al menos eso decían
los curas de mi colegio.
Fue allí donde un sacerdote
me echó del confesionario
por aquello del flautín
que tocábamos a diario.
No había manera
de que la "alemanita"
quieta estuviera.
Pero ya ha pasado el tiempo
y recuerdo aquellas cosas
sin ver pecados ni culpas,
sino anécdotas graciosas
El "vive y deja vivir"
es mi primer mandamiento,
que otros me salto con gusto
y además no me arrepiento.
Desde pequeño no voy
a misas dominicales;
sólo fui en alguna boda
o en algunos funerales.
Es que prefiero
rezar por los caminos
y los esteros.
Párroco de Triacastela,
su absolución le pedí
sin contarle mis pecados
que no me importan ni a mí.
Y si en algunas iglesias
del Camino comulgué,
es que el dueño de la casa
me había invitado a comer."
Y al peregrino el buen cura
para que marche tranquilo
lo absuelve. Ambos conocen
al que ha movido los hilos.
Que Él le bendiga
y siga, mi buen Augusto,
guiando vidas.
Antes que llame el alba a la ventana
ya sueño con andar hacia el Oeste.
Pido a Dios, si es posible, un día celeste
y tener buen camino esta mañana.
Ahora que comienza una jornada
pido a Dios por el pájaro que trina
acompañando a aquél que se encamina
por una senda mágica y sagrada.
Ahora que mi mente despabila
pido a Dios que las nubes me respeten
y también que las botas no me aprieten
y se alivie de peso mi mochila.
Le pido a Dios, y lo pido sin malicia,
ya que soy de Santiago peregrino,
que no encuentren petróleo en el Camino
y renazcan las playas de Galicia.
Que no llegue el progreso desmedido
donde nadie lo llama. Si a estos cielos
nada les pica, no hagan rascacielos.
Que al menos quede así tan sólo pido.
Le pido, en fin, lo mismo cada día:
la salud por supuesto, es lo primero,
y encontrar un amable hospitalero
que aporte su granito de armonía.
Quisiera regresar a ese Camino,
limpio mi corazón, el alma asceta,
a oír la voz profunda del Planeta
reconciliando al hombre y su destino.
Quisiera oír los ecos del Divino
para alumbrar mi afán de ser poeta
y mirarme a mí mismo, sin careta,
como debe mirarse un peregrino,
beber en cada grial de mi viaje
por Navarra, Galicia, por Castilla,
por La Rioja o el mismo sur de Francia
y caminar ligero de equipaje
como iba el buen maestro que, en Sevilla,
en un patio dejó su amada infancia.