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A unos 600.000 pasos
0a. Preámbulo
0b. Por dónde empezar
0c. Punto de partida
0d. Un voluntario que me lleve a Burgos
0e. Como un intruso
0f. Mi primera noche de Albergue en Castrojeriz
01. Castrojeriz - Frómista
02. Frómista - Carrión de los Condes
03. Carrión de los Condes - Calzadilla de la Cueza
04. Calzadilla de la Cueza - Sahagún
05. Sahagún - El Burgo Ranero
06. El Burgo Ranero - Mansilla de las Mulas
07. Mansilla de las Mulas - León
08. León - Villadangos del Páramo
09. Villadangos del Páramo - San Justo de la Vega
10. San Justo de la Vega - Rabanal del Camino
11. Rabanal del Camino - Molinaseca
12. Molinaseca - Cacabelos
13. Cacabelos - Vega de Valcarce
14. Vega de Valcarce - Alto do Poio
15. Alto do Poio - Samos
16. Samos - Sarria
17. Sarria - Portomarín
18. Portomarín - Palas de Rey
19. Palas de Rey - Melide
20. Melide - Arzúa
21. Arzúa - Lavacolla
22. Lavacolla - Santiago de Compostela
23. Santiago - Madrid

Preámbulo

No sé si esto que voy a escribir podrá llegar a interesar a alguien. Es más, posiblemente ni yo me sienta destinatario de su narración. Pero lo cierto es que algo, en mi interior, me está pidiendo que lo haga; más tarde espero comprender el porqué de esta inquietud.

Hace tres o cuatro meses, entre el mes de Marzo y Abril, comuniqué a mis hijos mi deseo de hacer el Camino de Santiago "a pie". Me miraron entre incrédulos y sorprendidos y dejaron pasar los días. Según avanzaba el tiempo, yo iba haciendo la previsión de cosas necesarias, entre otras la mochila y prendas adecuadas a tal fin.

Irene, la esposa de mi hijo Juanjo, me hizo la oferta de su mochila. Fui a su casa para ver si podía valer. La examinamos y la única objeción que encontré era la de que no disponía de arnés para que el dorso no se apoyara directamente contra mi espalda. Yo tenía la dura experiencia de la que llevé a los Picos de Europa y que, por carecer de este accesorio, me hizo sudar de lo lindo. De todas maneras, la llevé a casa.

Fui comprando una esterilla, un saco de dormir, calcetines, botas, linterna, pilas, etc. Todo ello lo iba acondicionando en la mochila que, a su vez, iba tomando la forma característica de las que llevan los aventureros.

Mi hija Cristina, conforme iba viendo mis preparativos, mostraba cierta preocupación. Creía que era una locura lo que me disponía a hacer. Así que, ya cercana la fecha de mis vacaciones, procuró comentar con Rafa, su novio, con el Sr. Vargas, su jefe y con otros amigos mi propósito de viajar a pie hasta Santiago, con el fin de quedarse más tranquila si todos ellos opinaban que no me pasaría nada y que les parecía bien mi decisión.

Marcos, un amigo suyo y compañero de la Facultad había hecho el Camino desde Astorga y le pidió que me aconsejara para que todo fuera más seguro. No tuve ningún inconveniente; antes, al contrario, le agradecí su interés y, además, me facilitó una Guía del Camino editada por el País/Aguilar del año 93. Era evidente que en 4 años podía haber cambios notables, pero básicamente era un documento muy válido para establecer las Jornadas o Etapas.

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Por dónde empezar

"El Año Santo Jacobeo del 93, a finales del mes de Agosto, mi esposa Mercedes y yo habíamos pensado hacer el Camino en coche desde Roncesvalles. Cuando llegamos a Santo Domingo de la Calzada, donde comimos y visitamos una Exposición en la Catedral, Mercedes me preguntó si aún faltaba mucho para llegar a Roncesvalles. Le dije que sí, pero que llegaríamos por la tarde, nos alojaríamos en Jaca y al día siguiente saldríamos para Santiago. Se quedó muy triste y me pidió que nos fuéramos aproximando a Santiago, ya que no estaba buena y temía no poder ganar el Jubileo. Nos dirigimos a Burgos y allí le pregunté si quería hacer noche y continuar al día siguiente hacia Santiago. Me rogó que nos acercáramos lo más posible pero por los pueblos del Camino de Santiago. Así llegamos a Castrojeríz. Nos hospedamos en el Mesón de Eduardo, hijo de José Mª Francés. Por la noche dimos un pequeño paseo y nos fuimos a la cama pronto. Estaba muy triste y se encontraba muy incómoda. Me dijo: vamos a dormir y quizás mañana me encuentre mejor. Estuve despierto toda la noche. Estaba realmente preocupado. Por la mañana temprano, ella se levantó antes que yo; tenía náuseas y ganas de devolver. Se arregló un poco y me rogó que regresáramos a Madrid. No se encontraba con ánimos para seguir".
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Punto de partida

Hecho este paréntesis, mi propósito de Peregrinar a pie hasta Santiago presuponía empezar en Castrojeríz. Hasta allí llegó Mercedes, con dificultad y auténtico sacrificio, con la esperanza de llegar hasta Compostela. No pudo; su mal (todavía desconocido) le impidió ganar su Jubileo. La Gracia le vendría por otra vertiente, la del dolor más profundo. Un cáncer la estaba "purificando" para llegar con paz por el Camino más seguro al abrazo del Santo de los Santos. A mí me quedaba hacer el resto, pero esta vez viajaría sólo.

Desde Castro, como dicen los lugareños, hasta Santiago. Un Camino en solitario, inexplicable, ni yo mismo, al hacerlo, he llegado a comprender su valor ni alcanzar toda su dimensión.

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Un voluntario que me lleve a Burgos

A finales de julio pedí a mis hijos que me acercaran a Castrojeríz. Mi ilusión hubiera sido haber ido todos juntos, haber celebrado una comida familiar y desde allí comenzar mi andadura. La fecha en la que tenía previsto ir a Burgos era el lunes 28 de julio. El único de mis hijos que para esa fecha estaba de vacaciones era Yago, así que fue él quien se prestó gustosamente para acompañarme.

Un compromiso comercial me hizo cambiar de fecha. Por fin, el día 31 de julio salimos de Madrid mi hijo Yago, Cuqui, su esposa, y Almudenita, mi tercera nieta. Comimos en el Mesón del Cid. Una comida exquisita, de buen paladar y gran gusto. Por la tarde llegamos a Castrojeriz. Me dejaron en el Albergue de Peregrinos y nos despedimos.

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Como un intruso

Allí quedé solo con mi mochila y un grupo de gente desconocida. Traté de dialogar con los de la entrada. Me recibió el Hospitalero, Restituto Rodríguez, Resti para los amigos. Me asignaron la cama 10, donde deposité mi mochila. Resti me ayudó a buscar un Bordón; el elegido por mí fue todo un acierto. Después subí a la calle principal, donde compré un sombrero de paja, tipo flexible, que me dio un servicio inestimable.

Me acerqué a las Clarisas, cuyo Convento dista de la población algo más de un kilómetro. Por el torno pedí que me abrieran la Iglesia para encomendarme a la Virgen, ya que iba a empezar desde allí el Camino de Santiago a pie. La monjita me dijo que fuera por el jardín hasta el final; que podía pasar porque estaba abierta. Aún no había empezado mis jaculatorias cuando los acordes del órgano, en un "tutti" solemne, inundaron la nave con el Himno a Santiago, Patrón de las Españas... La emoción se agolpó en mi pecho y sienes, y aún no me había repuesto, cuando a continuación interpretó con idéntica solemnidad el Himno a Nuestra Señora del Pilar: "Virgen Santa...". Creí encontrarme en el Cielo. Caí de rodillas con la cara llena de lágrimas dando gracias al buen Dios que, de forma tan patente, me mostraba su "plácet" a mi proyecto. En ese momento tuve la seguridad de que era Dios quien me había invitado a realizar la Peregrinación.

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Mi primera noche de Albergue en Castrojeriz

Era mi primer contacto con el "Camino". Ahora podía ver, experimentar, valorar todo cuanto me habían comentado sobre el mismo. Lo primero, los protagonistas: quiénes eran y cómo se comportaban los peregrinos; lo segundo, cuál era la forma de vida a la que obligaba el Camino: las comidas, los Albergues y Refugios, las dificultades de cada etapa, los peligros que tendría que afrontar, etc.

En este primer contacto quedé confundido en cuanto al primer punto ya que Resti, al comprobar mi Credencial del Peregrino y ver que estaba avalada por el Arzobispado de Madrid, soltó unos cuantos vocablos despectivos para todo lo que sonaba a curas, iglesia y obispos. En ese Albergue no se quería saber nada relacionado con la Iglesia.

Me selló la Credencial y me asignó la cama 10. Esta era una de las 4 literas ubicadas en un espacio de no más de 2'40 de ancho por 1'90 de largo, es decir un espacio de unos 4 m2. La estructura de las literas era de obra incluida la superficie de descanso; sobre ella había un jergón sin apoyo para la cabeza. Para ser mi primer contacto con el Camino no suponía un pronóstico alentador y sí, por el contrario, hacía prever la aspereza e incomodidad de todo el recorrido. A pesar de ello, me tranquilicé pensando que no todos serían iguales y que el espíritu del Peregrino debía ser el de aceptar con alegría y agradecimiento cuanto pudiera ofrecérsele en cada lugar.

Por primera vez saqué de la mochila la esterilla, saco de dormir y el neceser de aseo. No se me ocurrió coger la linterna, lo que fue un error, puesto que la luz se apaga a las 11 de la noche y todo queda a oscuras.

Mi "cama" era la de abajo, entrando a la izquierda de la camarilla; en la de encima un peregrino se curaba pacientemente los pies llagados. Además el pobre tuvo que levantarse cuatro o cinco veces durante la noche, por lo que me fue imposible dormir.

En la litera de mi derecha otro peregrino, más adaptado, dormía plácidamente según se deducía por lo profundo de sus ronquidos.

Dejé que el tiempo transcurriera; por lo menos estar tumbado me ayudaría a descansar. Sin saber la hora que era, pero no encontrando una postura en la que me sintiera cómodo y relajado, me levanté y me dirigí a tientas, guiándome por los huecos de las camarillas, hasta llegar donde supuse haber visto por la tarde el único aseo disponible. Después de tropezar con la escalera pude atinar, al final, con lo que buscaba. Tampoco me fue fácil encontrar el interruptor de la luz. La encendí y allí me quedé, esperando que fueran las 6 de la mañana para asearme y vestirme convenientemente. No llevaba ni diez minutos, cuando entró una peregrina en "paños menores", que tenía una necesidad ineludible. Le dije que yo ya me iba, a lo que replicó que por ella no me preocupara, que estaba acostumbrada a compartir las "comodidades" de los Albergues con todo "género de peregrinos". A pesar de ello, salí y esperé a que dejara libre el lavabo. En el mismo cuarto había un lavabo, una ducha y un retrete.

Ya empezaba a clarear y noté cierto movimiento en las camarillas, así que me afeité y aseé lo más rápido que pude. Al momento empezaron a entrar peregrinos para todo servicio.

De regreso a mi cama observé, con envidia, la agilidad con que todo el mundo recogía sus útiles y preparaban sus mochilas para la marcha.

Con el fondo musical de un canto gregoriano bastante primitivo apareció Resti, diciendo que para desayunar había manzanas, café con leche o colacao y magdalenas. Nos recordó que el Albergue se mantiene gracias a los donativos de los que hacen uso de él.

Mi donativo le impresionó y dio ocasión a confidencias. Al enterarse de que yo trabajaba en Publicidad, me abrazó explicándome que él era publicitario y que había dejado todo por unirse al Camino.

Le hice la observación de que sus comentarios de la tarde no me habían parecido ni justos ni oportunos, ya que, a mi juicio, hacer el Camino a pie suponía una cierta espiritualidad y búsqueda religiosa. Se disculpó alegando que no todos los que se albergan son creyentes y que muchos ni siquiera creen en Dios. De esa forma él trataba de ganarse la amistad de todos. Yo le hice ver que, si el Apóstol Santiago hubiera seguido la misma estrategia, aún continuaríamos adorando al Sol o al buey Apis. Añadí que Cristo envió a sus discípulos a predicar la Buena Nueva y no el engaño ni lo Viejo Conocido. Me dio la razón y me pidió disculpas.

Sentado a mi derecha había un peregrino plagado de tatuajes y tostado por el sol, quien me felicitó por mis argumentos en una mezcla de español e italiano. Se lo agradecí en su idioma y me dijo llamarse Luigi.

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Castrojeriz - Frómista

Viernes 1 de agosto

Eran las 6'30; estaba amaneciendo. Me cargué la mochila y con el sombrero, el bordón y la medalla de Santiago en el pecho, salí al exterior. Resti me dijo que tenía el aspecto de un auténtico y veterano peregrino. Luigi, por su parte, me recomendó que fuera pendiente de las flechas amarillas, indicadoras del Camino. Nada más salir advertí en la pared de enfrente la primera de esas señales. Me paré para atarme mejor las botas y, estando en ello, me dio alcance otro peregrino, que también pernoctó en el Albergue. Nos presentamos. El se llamaba Oscar y también empezaba el Camino en Castrojeriz. Mientras nos dirigíamos a la primera prueba, la subida de Mostelares, 1.400 mts de continua ascensión, me hizo el comentario de que él sólo haría el trayecto hasta Carrión. Otro año vería de continuar hasta Santiago. Fuimos juntos hasta Frómista. Nació una sincera amistad.

Coronado el alto de Mostelares, como a unos 3 kms encontramos la fuente del Piojo. En una pequeña plataforma había una mesa de piedra y unos bancos a la sombra de unos árboles, recientemente plantados; allí descansaban una parejita de jóvenes a quienes saludamos. El nombre de la fuente me dio pie para decir: "seguro que el agua de esta fuente se sube a la cabeza". Al chico le hizo tanta gracia que se atragantó con el bocadillo que estaba comiendo. Aligerados de la mochila, bebimos agua hasta encharcarnos; estaba muy fresca y era muy fina. Entonces vi llegar a Luigi, que venía sofocado en busca mía. Me explicó que estuvo esperándome en el Albergue para venir de compañero conmigo, y además quería regalarme la Tau de San Francisco, porque yo era peregrino de verdad. Al decirle Resti que yo me había marchado, él apretó el paso para cumplir lo prometido. Le di un fuerte abrazo que le emocionó y los tres juntos reanudamos nuestro caminar.

A poco más de un kilómetro apareció la Ermita de San Nicolás, del siglo XIII. Es hermosa la imagen de Santiago Peregrino que se venera en su interior. Allí se encontraba un pequeño grupo de italianos, enviados por su obispo de Peruggia, para atender tanto a los peregrinos como al mantenimiento y conservación de la ermita. Es preciosa. Aquí oí hablar de un peregrino alemán que hacía el Camino a caballo; le llamaban Freddi. Le fui viendo por el Camino hasta Astorga, donde perdí su rastro.

Cruzando el Pisuerga hicimos de una tirada casi 11 kms, hasta Boadilla del Camino. El sol era muy fuerte y llegamos escasos de fuerzas y con mucha sed. A la entrada hay una noria manual, que, haciéndola girar, te recompensa con una riquísima agua fría. Bebimos y llenamos nuestras botellas para el resto de la etapa; aún quedaban 5 kms. y medio bajo un sol asfixiante.

En Boadilla hice un breve recorrido para admirar el bellísimo Rollo jurisdicional de piedra, gótico de finales del siglo XV. La Iglesia parroquial, dedicada a la Asunción de Nuestra Señora, posee un retablo renancentista con pinturas de Juan Villoldo (siglo XVI), rematado por un Calvario gótico del XIV. A Pedro de Flandes, Juan de Cambray y Mateo Lancrin se atribuye el retablo mayor realizado hacia el año 1548.

Luigi se adelantó con otros más jóvenes. Oscar se detuvo porque se le habían comenzado a hacer ampollas en los pies; me quedé con él. Se cambió de calcetines y calzado y decidió continuar. Ahora andábamos más lentos; él me pidió que yo siguiera a mi ritmo, pero me negué. Poco a poco fuimos avanzando hasta llegar a la orilla del Canal de Castilla. La humedad y los mosquitos hicieron más penosos los 4 últimos Kms. Desfallecidos, agotada el agua de nuestras botellas, abotargados por el intenso calor, logramos llegar al Albergue de Frómista. Allí estaba Luigi, sus compañeros y otros para mí aún desconocidos, todos descalzos, tumbados por el suelo, sin resuello, para darnos la bienvenida. El Albergue estaba cerrado.

Despojado de mi mochila me tumbé sobre un banco de madera. Las avispas zumbaban a nuestro alrededor. Me dieron de beber, cosa que agradecí con toda mi alma, ya que no me quedaban fuerzas ni para andar los diez metros que me separaban de la fuente de la Plaza.

El Hospitalero llegó a las 14'45.

Tumbado sobre mi litera, estuve esperando turno para ducharme. Sólo había una ducha y éramos más de 30. Así que opté por visitar, una vez más, la joya románica de San Martín. Luigi me acompañó para escuchar mis comentarios, y visitamos también la de San Pedro. Unas jóvenes peregrinas me pidieron que les dejara seguir mis explicaciones, a lo que accedí con sumo gusto.

En la de San Pedro se celebraba Misa a las 18 horas y me quedé con Luigi y las chiquitas. El aspecto de Luigi inquietaba a unas señoras, que se encontraban detrás de nosotros. Sus comentarios se cortaron cuando vieron que también él se acercaba a comulgar. Salimos, y después de invitar a todos a unos refrescos, volví al Albergue. Logré ducharme pasadas las 7 de la tarde.

Luigi y yo dimos un paseo y busqué una cabina para hablar con mis hijos. No pude contactar ni con Yago, ni con Juanjo. En nuestra casa tampoco había nadie; así que decidí llamar a casa de Rafa. Se puso su madre, simpatiquísima, a quien rogué que transmitiera a todos que me encontraba bien y que al día siguiente iría a Carrión.

Buscamos un Mesón para cenar y lo hicimos en uno muy próximo a la carretera de Carrión.

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Frómista - Carrión de los Condes

Sábado 2 de agosto

La habitación en la que dormí esta noche constaba de 3 literas (6 camas); encima de la mía se acomodó Oscar, enfrente Luigi y en la de arriba la hija de la pareja que ocupaba la tercera litera.

Pasé mejor noche que en Castro y, a eso de las 6, me levanté para asearme el primero, si bien lo tuve que hacer en un pequeño servicio que había en la planta baja. Luigi me ayudó a empaquetar de nuevo el saco de dormir; yo no era capaz.

Como en el Albergue no daban desayuno, Luigi y yo salimos prácticamente de noche. Por recomendación suya no me puse las botas, sino las deportivas, porque haría mejor el trayecto. Más tarde me di cuenta de que no fue acertado, pues me dolieron mucho los pies.

Antes de llegar a Población de Campos, a mi izquierda pude ver la Ermita de San Miguel, de una sola nave del siglo XIII. Cercana al puente hay otra Ermita, la de Ntra. Señora del Socorro, del siglo XII.

Según iba amaneciendo eran más insistentes los ataques de los mosquitos, fenómeno éste que tiene que sufrir todo peregrino entre las 7 y las 9 de la mañana, principalmente por los sembrados de Castilla y al borde de los caminos y carreteras.

No habíamos desayunado y empezábamos a sentir hambre. Ni un solo establecimiento abierto. Al cabo de 7 Kms llegamos a Villovieco. A su izquierda queda Revenga de Campos. Cruzamos el río Ucieza y enfocamos a Villarmentero de Campos. La Iglesia de San Martín estaba cerrada por lo que no pudimos contemplar su maravilloso retablo plateresco del siglo XVI, obra de Francisco Giralte.

Aún no se divisaba Villalcázar de Sirga, y estando cerca unas señoras del lugar, les preguntamos si íbamos en buena dirección. Con una sonrisa un tanto picaresca nos dijeron: sigan todo recto y como a unos 7 Kms. lo encontrarán. ¡Siete kilómetros! Dios mío, si ya no podíamos con nuestra alma... Dejamos de hablar y procuramos marcar un ritmo de marcha en fila de uno (Luigi me dice que espere, pues necesita aligerar el peso de su cuerpo).

Por fin, a eso de las 9, llegamos en Villalcázar de Sirga. Había un bar abierto frente a la iglesia de Santa María la Blanca. Entramos y pedí que nos pusieran pan, queso, vino y café con leche. Desayunamos con verdadero apetito. Pagué y nos dirigimos a la Iglesia, que ya estaba abierta al público.

Antes de entrar me quedé maravillado al contemplar la riqueza escultórica de sus arquivoltas y frontis con el Pantocrator, Evangelistas, Profetas... Su construcción corresponde al siglo XIII, entre religiosa y defensiva. Aquí, la Sirga o Camino, disponía de dos Hospitales, encomienda del Temple, para defensa y acogida de los peregrinos. Su nombre hace mención a este origen: "Villalcázar de Sirga".

La Iglesia consta de 3 naves y cubierta de crucería. A la derecha se puede ver una de las capillas en la que se encuentran varias imágenes de la Virgen; una de ellas se dice que es la que inspiró las Cantigas de Alfonso X el Sabio. En el mismo lugar están los sepulcros, en piedra policromada del siglo XIII, del Infante Don Felipe, hijo de Fernando III el Santo y de Doña Leonor Ruiz de Castro. En el Presbiterio se puede admirar un magnífico Retablo del siglo XVI con pinturas, sobre tabla, del Maestro Alejo, en las que se narran escenas de la Vida de Cristo, completándose con diversos Santos. En el centro se venera una imagen de Nuestra Señora con el Niño en brazos, del siglo XIII. El Calvario del remate es del siglo XIV.

Después de admirar con detenimiento los otros retablos e imaginería, salimos para reemprender el Camino. En la puerta, el amigo Oscar me hizo entrega de una postal del monumento visitado. Todo un detalle.

A unos seis kilómetros nos esperaba Carrión de los Condes. El camino se hace por la carretera. Por ella caminamos, uno en pos de otro, Luigi y yo. Al mediodía entramos en Carrión. Enseguida y, en dirección hacia el Albergue, encontramos el Convento de Santa Clara. En la puerta advertí que también ofrecían hospedaje, y sin pensármelo dos veces, entré y conmigo Luigi.

Pedí información sobre el hospedaje, y el encargado, un muchacho joven de apariencia sudamericana, me dijo que las habitaciones no tenían cuarto de baño, pero que se podía disponer de varios servicios. Tuvo que atender a otras personas y me pidió que esperase y que enseguida me las enseñaría. Mientras descubrí una máquina expendedora de refrescos, y me dispuse a sacar bebida para Luigi y para mí. Oscar, que se había integrado a nosotros, no lo consintió, y nos compró Aquarius y Coca Cola.

A Luigi no le hizo demasiada gracia quedarse en el Convento y se fue al Albergue con Oscar. A partir de este momento no volví a verle hasta el Monte del Gozo.

Dejado mi equipo en la habitación, y una vez recuperado con una buena ducha, me acerqué al Albergue para saludar a los Peregrinos. Allí me sellaron la Credencial y me indicaron que Luigi había estado allí pero que había decidido seguir Camino.

Entablé amistad con un grupo de jóvenes capitaneados por Cesar, un leones de Santa María del Páramo, y otros tres, dos de ellos de Madrid. Cesar conocía bien al italiano y me dijo que no me preocupara por él, ya que actuaba siempre así.

Decidí visitar la Iglesia de Santa María del Camino, donde se gozaba de un fresquito muy agradable. Es del siglo XII. Está enclavada en uno de los cubos de la antigua muralla. Ha sufrido muchos avatares y ha quedado muy desfigurada su primitiva antigüedad. La portada es de compleja iconografía, amén del Pantocrator con Evangelistas y Apostolado. En su interior destaca la Virgen con el Niño del siglo XIII y un Cristo del XV.

Los jóvenes escuchaban mis consideraciones, que atrajeron a otros visitantes. Oscar, que también nos acompañaba, decidió comprar en un "super" algo para comer; yo tenía tanta sed que lo único que compré fue otro Aquarius.

Oscar me dijo que iba a comer en la Plaza bajo unas sombras muy majas. Le animé, si bien yo aún no había decidido qué hacer. Al final, volví a las Clarisas y me tumbé a dormir. Creo que lo necesitaba más que comer.

A las 17'30 me levanté e hice mi visita histórico-artística. La Iglesia de Santiago, destruida durante la guerra de la Independencia, ofrece una extraordinaria fachada del siglo XII, joya del románico palentino. Visité las de Belén, San Andrés, San Julián, la ermita de la Vera Cruz y, por último, bajé hasta el Monasterio de San Zoilo. Goza éste de un claustro plateresco, obra maestra del Renacimiento castellano (siglos XVI/XVII). Hace poco se ha encontrado una entrada a la Iglesia, que es del XII. Una maravilla digna de contemplar de cerca y detenidamente. Nadie debiera pasar por Carrión sin admirar la belleza de San Zoilo.

Al otro lado de la carretera existe una Calzada romana, inicio de la del Camino a Calzadilla.

Como mañana, según me comentaron, sería una etapa muy dura por el intenso calor y aspereza del terreno, decidí subir de nuevo a la ciudad con la idea de comer algo y sobre todo de beber.

Enterado de que en Santa María del Camino se celebraba Misa a las 18 horas, me acerque hasta allí. Como de costumbre, se rezó el Rosario y, a continuación, la celebración de la Eucaristía, muy íntima y "clásica". Me recordó las vividas en mi adolescencia.

Cerca de las Clarisas hay un bar. Allí encontré a Oscar con Mariví, su mujer. Me la presentó, hablamos bastante y me confirmaron que Oscar dejaba el Camino para volver con ella a Cabezón de Pisuerga, donde viven.

Les deseé toda clase de dicha y les prometí que les tendría presentes en el abrazo al Apóstol. Nos despedimos con evidentes muestras de cariño.

Oscar me pidió la postal de Villalcázar de Sirga con la disculpa de ponerme sus señas y en ella escribió: "Es bonito encontrarse en el Camino personas tan honestas y profundas como tú. Ya me contarás tus experiencias hasta Santiago. Gracias por compartir tu persona conmigo. Oscar".

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Carrión de los Condes - Calzadilla de la Cueza

Domingo 3 de agosto

Me levanté muy temprano, ya que no deseaba "asarme" en este tramo del Camino, pues hasta tal punto me lo habían dibujado.

Bajé a la cocina para tomar unas tortas que compré a las monjitas. En la nevera encontré leche y me serví un buen vaso. Dejé mi donativo y 4 tortas, para que otros peregrinos también pudieran gozar de estas "exquisiteces". Al salir miré el reloj: eran las 5'30 horas.

Fuera de la ciudad, frente al Monasterio de San Zoilo, me di cuenta de que aún era noche cerrada. Saqué de la mochila la linterna, y con su ayuda, me interné en la espesa oscuridad de la noche. Al llegar al cruce, después de pasar la Cruz Roja y Gasolinera, seguí hacia la izquierda, saliéndome del Camino. Ahora iba por carretera. Procuré ceñirme bien a la cuneta y llevar constantemente encendida la linterna; todavía no había demasiado tráfico, pero era peligroso circular por un arcén tan estrecho que, a veces, desaparecía. Hasta las 6'30 no comenzó a clarear.

Al otro lado de la carretera se adivinaba un cartel. Enfoqué con mi linterna y pude leer: N-120 Sahagún. Su lectura me tranquilizó un poco. De noche, por carretera y sin saber la dirección que había tomado, me hacía sospechar un desvío importante. Ahora, por lo menos, sabía que estaba en buena dirección.

Calculo que llevaría unos 4 kms andados cuando, después de pasar Calzada de los Molinos, la lazada de mi bota izquierda se enganchó con la fijación de la derecha, dando conmigo al suelo. La caída fue tan violenta e inesperada que quedé como un sandwich entre el piso y mi mochila. El bordón salió disparado así como la linterna.

Me levanté con cuidado, dando gracias a Dios, ya que si hubiera venido algún coche en ese momento, lo más seguro es que me hubiera aplastado.

Aún sentado en la cuneta, advertí que sangraba por todas partes; no era así, pero la profundidad de las heridas hacía que sangrara en abundancia, manchando brazos, piernas, pantalón, camisa y calcetines. Me inquietó sobre manera la herida en la espinilla de la pierna izquierda.

De pie, recogido el bordón y la linterna, me di cuenta de que tendría que buscar un sitio más seguro para curarme, ya que el tráfico iba creciendo y el espacio de la cuneta era muy estrecho. Dejando un reguero de sangre tras de mi, busqué un lugar donde poder curarme sin prisas, dedicando el tiempo necesario para hacerlo bien. Al fondo, como a unos 300/400 mts y a la otra banda de la carretera, había una casa de campo que parecía deshabitada. Sin prestar mayor atención a las heridas, me dirigí a ella. A la derecha de la casa había una era. Descargué mi mochila y saqué lo necesario para curarme.

Con el agua oxigenada limpié toda la sangre de brazos y piernas; de esta forma pude advertir que el daño era inferior a lo que, en un principio, había pensado. Me había herido en la espinilla de la pierna izquierda. y también en la rodilla de la derecha. En el dedo pulgar tenía un corte muy profundo y con gran hemorragia de sangre, así que traté de curarle primero.

El agua oxigenada hervía produciendo gran calor en la mano; conprimiéndolo con bastante algodón logré parar la hemorragia. Lo tinté bien de Betadine y aprisioné con una tirita. A continuación lavé bien las heridas de las piernas, pidiéndole a Santiago que no me pasara nada en la herida de la espinilla; tenía temor de que tardara en cicatrizar o que no cicatrizara bien. La tinté también con Betadine y a continuación hice lo mismo con las de la rodilla. Estas seguían sangrando bastante por lo que me vi precisado de vendarlas con fuerza. Durante la cura oí cómo se abría una ventana de la casa y la volvían a cerrar...

Recogido que hube todo el botiquín, de nuevo crucé la carretera y continué el viaje.

Ya había salido el sol y empezaba a calentar. La circulación también era más fuerte y el paso de coches y camiones hacía bastante incómodo el caminar por el arcén. El vendaje de la rodilla permanecía bien sujeto, lo que hizo que me sintiera orgulloso de la habilidad con que había practicado las curas. La tirita del dedo gordo se me caía con frecuencia, dando lugar a paradas para secar la herida y reponerla.

Sobre las 10'30 llegaba a Cervatos de la Cueza. Allí pregunté si había algo abierto para comprar cosas de comer. Me dijeron que un poco más arriba abrirían un supermercado. Subí y, en efecto, estaban metiendo mercancía en una tienda un poco grande y con pretensiones de supermercado. Me acerqué y pregunté si me podían vender alguna cosa. La encargada, un tanto contrariada, me dijo que ya que me encontraba dentro cogiera lo que necesitase. Al final sólo compré pan, una lata de sardinas y otra de mejillones en escabeche.

Busqué una sombra en una pequeña plaza y me senté a disfrutar de tan suculento manjar. Tenía sed y se había acabado el agua de mi botellita.

A una señora, que pasaba por la plaza, le pedí que me indicara dónde coger agua.

Me dijo: "esta Ud. sentado encima de la fuente".

Me sorprendí y miré a mi alrededor; ella sonriente añadió: "debajo de Ud.".

Efectivamente, a ras del suelo había un grifo. Le abrí y, aunque no salía fría, llené mi botella y la vacié por dos veces. Rellena de nuevo y repuestas mis fuerzas, salí a la N-120 para alcanzar la meta de esta jornada. La rodilla me dolía bastante y la herida del dedo me molestaba y sangraba cada vez que apretaba el bordón.

El sol y la temperatura estaban alcanzando su cenit. Me sentía desfallecer; había consumido todo el agua, así que mi pensamiento se centraba en encontrar una fuente.

A la derecha de la carretera quedaba Quintanilla de la Cueza. Vi algunos árboles y arriba del pueblo una hermosa torre exenta y, al lado, la Iglesia. Sin pensarlo más, me dirigí hacia allá. Cuando llegué me di cuenta que la Iglesia estaba abierta y estaban diciendo Misa. Entré, descargué la mochila y me quedé al fondo de la nave. Sentía vergüenza del sudor que empapaba mi camisa y pantalón. La gente se volvió para mirarme; yo me limité a dar gracias a Dios porque, a lo largo de todo el Camino, ha hecho posible que pudiera participar, cada día, de la Eucaristía.

Al finalizar la Misa, entré a la Sacristía para que el Sacerdote me sellara la Credencial. No tenía el sello, pero me la firmó.

Tan sólo me faltaban unos 5 Kms para Calzadilla. Cuando me lo dijeron me extrañó, porque la etapa de esa jornada era de unos 17 kms y yo los había hecho de sobra. Después pude confirmar que mi equivocación en la salida de Carrión me había supuesto 5 Kms de más.

Este último tramo de la etapa fue muy duro. El sol, un sol implacable, se ajustaba al cuerpo, agotando las últimas energías de mí peregrinar.

Mirando al horizonte nada asomaba que no fuera la inmensa planicie de Castilla. Por fin, tras una curva y como a unos 2 Kms, apareció la torre de Calzadilla.

El afán de llegar alejaba, como en un espejismo, el perfil del pueblo. A la derecha, y por encima de unas eras, un cartel anunciaba "Hostal Camino Real". Recuerdo que llegando pude apreciar un gran enjambre de avispas negras o así me lo parecieron a mí.

Entré en el Hostal casi a rastras. Eran las 14'15 horas. Me acerqué a la barra del bar y pedí una botella grande y fría de agua. Me la dieron de litro y medio; me la bebí. Me dijeron que tenían habitaciones y solicité una.

Subí, tropezando en los peldaños, porque me faltaban fuerzas para levantar más los pies. Me duché; limpié las heridas, repuse vendajes y bajé a tomar algo. De todas formas me encontraba tan cansado que sólo pedí un pincho de tortilla. Descansé hasta las 17'30.

Aunque el calor era sofocante, quise unirme a los peregrinos de Carrión; así que subí al Albergue.

En la puerta estaban Cesar con los de Madrid, sentados y con los pies metidos en unos barreños de plástico con agua. Habían llegado deshidratados y, para colmo, el Albergue sólo tenía una ducha y 6 camas. Todos iban a dormir en el suelo.

Sacaron un botijo que fueron pasando de mano en mano.

Creo que este es el peor Albergue de todo el Camino. El Hospitalero, sin embargo, era bastante simpático y acogedor. Me apostilló en la credencial: "Buen Camino, peregrino ¡ULTREYA! Miguel".

Mantuvimos una buena tertulia en la que hice el comentario de las avispas, confirmándome que había muchísimas y que a Miguel le habían picado el día antes. Enterados, por mí, de que en el Hostal tenían Menú por 1.000 pts. bajaron todos a cenar.

Yo, antes de unirme a ellos, subí hasta el cementerio donde hay una torre de ladrillo, exenta, que por su arquitectura y formas no dudo que es mudéjar, posiblemente de los siglos XIII/XIV.

En el Albergue se me presentó un señor que, al enterarse de que yo trabajaba en Publicidad, me explicó sus habilidades en el terreno de la Heráldica. Él dibujaba los escudos y, es más, estaba dispuesto a sacarme los escudos de mi familia. Se llama José Antonio Rueda y vive en Palencia. Quería, por todos los medios, enseñarme sus dibujos, y al saber que yo bajaba al Hostal, me acompañó "porque le era muy grato hablar con personas que entendían de historia y de arte". Cuando llegamos, me dijo que iba al coche para coger los dibujos que, siempre, llevaba consigo.

Sentados en una mesa, compartida por los otros peregrinos, J. Antonio me fue enseñando sus escudos y ofreciéndome los que yo quisiera, porque eran fotocopias y los originales los tenía en casa. Yo se lo agradecí, pero le dije que los guardara y que se quedara con mis señas. "Si algún día pasaba por Madrid, con mucho gusto le acompañaría".

Saqué mi Guía y, entre todos, estudiamos la etapa del día siguiente.

Antes de cenar, llamé a mis hijos y hablé con Marcos. Todo iba bien y ya les seguiría llamando, para decirles por dónde me encontraba.

Aquí, en este Hostal, empecé a darme cuenta de que la nueva cultura del ruido había prendido con más fuerza en los pequeños núcleos de población que en las principales capitales. Cuanto más retirados de la gran Ciudad, tanto más gritos, golpes, estentóreas carcajadas y más palabrotas y blasfemias.

En toda la noche no dejaron de hablar a gritos, de reírse y competir en groserías, disputas y vaciedades. Por desgracia no sería mi última experiencia.

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Calzadilla de la Cueza - Sahagún

Lunes 4 de agosto

A pesar del griterío, el cansancio era tan grande que terminé conciliando el sueño por espacio de unas dos horas.

A las 6 me levanté, y compitiendo con otros huéspedes dado que sólo había un cuarto de baño y un aseo, pude componer mi cuerpo.

Abajo desayuné unos sobados y café con leche. Pagué y con mi equipaje a la espalda enfilé a la carretera.

En el Km. 218 de la N-120 crucé el río Cueza. Como a unos 2 Kms. a la izquierda está el antiguo Hospital de Santa María de las Tiendas.

A esas horas de la mañana es fácil hablar con Dios; a Él dirigía todos los días innumerables jaculatorias, algunas sin final, agolpándose unas encima de otras, al Dios Todopoderoso, al Amor Infinito, a Jesús Compañero y Amigo inseparable, a María, la más hermosa de todas las criaturas, al Ángel de la Guarda. Tenía como una desazón hasta llegar al Ángel de la Guarda; no podía separarse de mi pensamiento. Le sentía tan cerca de mí y sentía tan real su protección que deseaba llegar a nombrarle "...bajo cuya custodia me puso el Señor con todo su Amor de Padre". Tantas veces, cientos de ellas, quizás miles, no lo sé, a él me encomendaba. Y al Espíritu Santo para que me enseñara a amar a Jesús, a amarle hasta la locura, pidiéndole que todo el amor de mi corazón se centrara en su corazón.

A la hora y cuarto de haber emprendido la marcha, bordeé Lédigos y me separé de la carretera para entrar por un camino de arena y piedra relativamente cómodo.

A media hora de camino paré en Terradillos de Templarios. En el Albergue volví a encontrar al alemán con su caballo. Entré en el local y pedí que me sellaran la credencial. La Hospitalera me dijo que "si quería sentarme a desayunar podía hacerlo". Se lo agradecí, pero le dije que lo único que quería era llenar mi botella de agua.

Entró un joven, bastante ebrio, quien comenzó a dirigir una serie de requiebros soeces a la chica, mas, como vi que ya se conocían, preferí dejarles solos y continuar por el Camino de Santiago.

Según me adentré, el olor a tierra mojada, recién regada por la lluvia, hizo que mis ojos se posaran sobre unas humildes flores silvestres, de color azul cielo, que habían brotado a lo largo del borde del camino. Quedé como absorto durante un cuarto de hora o algo más. Enseguida tuve que prestar atención, porque me encontré en un pequeño barranco, que tuve que salvar sin problemas. Por él, mansamente, discurría el agua del Arroyo de Templarios.

La pista continuó cómoda hasta Moratinos. Allí, en la Plaza, al lado de la Iglesia de Santo Tomás, que conserva una imagen de la Virgen con el Niño del siglo XVI, dejé la mochila y en la fuente bebí agua hasta quedar saciado. Rellené la botella y pude saludar a Cesar, que con sus amigos llegaba para hacer lo mismo. Sentado en un banco miró las heridas de mis piernas y me enseñó su rodilla, operada ya dos veces de los ligamentos cruzados. Precisamente se estaba portando bastante bien, aunque en ocasiones se le hinchaba y tenía que parar para refrigerarla un poco.

Ahora la traía hinchada; se la remojó con agua y yo, impresionado, le pregunté dónde había comenzado el Camino. Al decirme que en Roncesvalles, añadí que, entonces, era evidente que podría llegar al final sin problemas. Se sonrió asintiendo, "si bien -me dijo-, se quedaría en La Virgen del Camino, a unos 3 Kms pasado León. Allí le recogería su hermano para ir al traumatólogo, descansaría unos días y volvería para finalizar el Camino". Como todavía iban a descansar un rato, yo, deseándoles buen camino, continué por él.

En poco más de media hora llegué a San Nicolás del Real Camino, que es el último pueblo de la provincia de Palencia. Desde aquí se puede hacer el Camino por varios cruces y tramos. Dicen que lo mejor es salir a la carretera y culminar la etapa por ella. Yo no lo hice y sufrí lo intrincado del Camino con serias dudas de si habría acertado en la elección. Pero como al final todo se alcanza, también en esta ocasión llegué a Sahagún, desfallecido, pero llegué. Poco después aparecían los demás, todos igualmente desfallecidos y casi todos con los pies maltrechos.

En el Albergue me sellaron la credencial y pude admirar su belleza arquitectónica. Se encuentra en la Iglesia de la Trinidad con torre mudéjar y que, reconstruido, ofrece al peregrino toda clase de comodidades.

En la Guía se daba razón de una Hospedería Benedictina. Esto atrajo mi atención decidiéndome por ella para poder gozar un poco de la vida monástica.

Llegado al Convento, me acerqué al locutorio. La monja me miró un tanto confundida. Le pedí hospedaje y me contestó que la Hospedería estaba completa; no había ni una cama. Había que solicitarlo con mucha antelación y máxime en verano, porque la tienen ocupada casi todo el año.

Como no podía más, le rogué que, por favor, me diera un vaso de agua fría y que me dejara descansar un rato al fresco del vestíbulo. Se fue y yo me quité la mochila y me senté en un banco de la entrada.

Al cabo de un rato vino con una jarra de agua con hielo, un vaso y un bote de naranjada. Me dijo que el bote estaba más frío. Lo bebí de un trago. A continuación me sirvió dos vasos de agua. Se lo agradecí con toda el alma, ya que me sentía sólo y con la sensación de que mi presencia no era grata. En cierto modo me sentía como un proscrito.

Salí sin rumbo, pasando de nuevo el Arco de San Benito. Me entretuve en admirar la Iglesia de San Tirso, impresionante joya románico-mudéjar.

Casi de frente pude leer el rótulo de una Fonda, llamada La Asturiana. Abrí la puerta y pedí una habitación. La acababan de arreglar y me la asignaron. Les pedí que me lavaran un poco de ropa, aunque no la plancharan. Se miraron, como dudando, pero al final aceptaron. Se la bajé y ya, en mi habitación, me sentí otro.

Dejado mi equipaje, con el neceser en la mano me dirigí al cuarto de baño. Estaba vacío y recién limpio. Di gracias al cielo por sentirme de nuevo persona y bajé a comer. El menú costaba 1.000 pesetas.

Se llenó el comedor y el servicio era mínimo: la chiquita que me había acompañado a la habitación. La pobre no daba abasto, pero me puso una botella de litro y medio de agua para que me fuera más leve la espera. Comí muy a gusto, abundante y bueno.

De pronto aparecieron también Cesar con sus amigos. Les prepararon una mesa redonda. Yo procuré acabar cuanto antes para que pudieran acomodar a más gente que esperaba. Subí a la habitación y me acosté hasta las 17'30. Por la tarde hubo conato de tormenta, pero no terminó de descargar por lo que hacía un bochorno insoportable.

Ya descansado, hice mi recorrido histórico-artístico. En mi visita a la Iglesia de San Lorenzo actual, con su museo y acompañado de Marianela, custodiadora tanto del Museo como de la Iglesia, me sentí emocionado por lo maravilloso de sus esculturas así como por el acogedor trato de la guía. (Para Marinela mi más cariñoso recuerdo y agradecimiento. No sabe Sahagún la joya que tiene en su persona). De esta forma, despacito, contemplando las maravillas de esta ciudad leonesa, pasé la tarde.

Por la noche vinieron nuevamente los jóvenes peregrinos a cenar. Nos saludamos y estudiamos la etapa del día siguiente. Cesar me dijo que era bastante dura y que él, a lo mejor, se quedaba en el Albergue de Burgo Ranero. A mí me pareció razonable y quedé en parar allí.

A eso de las 12 de la noche me puse en contacto con Covadonga (la Asturiana) para ver a qué hora abrían y poder liquidar mi cuenta. La pobre estaba cansadísima y me dijo que ella se levantaría para atenderme. Yo me negué; le dije que la pagaba en ese momento y que me dijera dónde tenía la ropa tendida para que por la mañana pudiera recogerla. Me enseñó el tendedero y recogí toda la ropa, aún no muy seca pero se terminaría de secar en el cuarto. Su marido le dijo que me dejara preparado el desayuno y que yo mismo en el microondas podía calentarlo. Así quedamos.

Empezó a echar cuentas y, al final, me dijo: "bien; deme 2.600 pts y ya está".

Le dije que había comido, cenado, amén del desayuno, ropa, habitación y contestó que "Dios ya se lo daría por otro lado". Le tuve que rogar que se quedara con 3.000 pts.

A las 6'30 de la mañana bajé ya preparado para calentarme el desayuno y marchar sin meter ruido. Covadonga salió de su habitación, poniéndose la bata, para servirme el desayuno. En esta tierra todavía quedan ángeles. Covadonga es uno de ellos.

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Sahagún - El Burgo Ranero

Martes 5 de agosto

En realidad la etapa podría plantearse Sahagún-Mansilla de las Mulas, lo que supondría unas 9 horas de marcha, todo un maratón. Sin embargo, consultada la Guía y saber que en Burgo Ranero había Albergue y que era de los mejores del Camino, me pareció más razonable plantear 2 etapas: una de 15 Km. aproximadamente, hasta Burgo, y otra 18 km. para el día siguiente.

Salí de La Asturiana dando las 7 en el reloj de la torre de San Tirso. Crucé de nuevo, el Arco de San Benito y, enseguida, apareció la primera flecha amarilla indicándome el Camino a seguir. Es bastante impersonal este arranque del Camino.

Pasado el puente del río Cea, lugar histórico de una de las más cruentas batallas entre las tropas cristianas y musulmanas, se sigue por la carretera en dirección a León, y llegados al cruce de circunvalación, se accede al gran "andadero".

El interés por el Camino de Santiago ha hecho posible el acondicionamiento de este sendero, paralelo a la pista de servicio agrícola. A lo largo de unos 30 Km. se han plantado árboles distanciados unos 10 m. el uno del otro y se han situado bancos a lo largo del trayecto, así como mesas con bancos de piedra en sitios propicios para el descanso.

Dejando a mi derecha Calzada del Coto, me fui adentrando en el andadero. Por la pista de servicio agrícola pasaban camiones, tractores y coches dejando tras de sí una polvareda inmensa, que obligaba a sacar el pañuelo para taparse boca y ojos. Un pequeño martirio durante unos 4 km.

Antes de llegar a Bercianos está la ermita de Nuestra Señora de Perales. Me paré para examinarla, sin tener posibilidad de entrar. En este lugar hay una gran mesa de piedra blanca rodeada de bancos del mismo material, así que descargué mi mochila y me senté para tomar un pequeño refrigerio.

Al poco de estar sentado pasaron César y sus amigos. Nos saludamos y les dije que, si querían compartir unas sardinitas, para mí sería un placer. Me agradecieron la invitación pero prefirieron continuar, pues habían decidido llegar hasta Mansilla. ¡Buen camino!

En poco más de un cuarto de hora llegué a Bercianos, que atravesé sin detenerme por no encontrar nada que mereciera la pena de ser visitado.

Saliendo de esta población el andadero empezó a mostrar un paraje más verde que me condujo a un vallecillo, muy bucólico a esas horas de la mañana. En este punto existe otra de las áreas de descanso. Fui encontrando a lo largo del andadero hitos o mojones jacobeos. Esto ya sería muy común hasta cerca de Santiago.

A lo lejos se veía el enorme silo de El Burgo Ranero, pero aún tardaría como una hora para alcanzar esta población.

Antes de llegar, por el mismo andadero, pero en dirección contraria, venía hacia mí una joven con mochila por lo que pensé que también era peregrina. Al pasar junto a ella la saludé y pregunté cuál de los dos iba en dirección equivocada. "¿Por qué?", me dijo. Porque yo quiero ir a Santiago y supongo que tú también, le contesté.

Le hizo mucha gracia mi observación y aclaró que ella no era peregrina, sino que iba de excursión. De todas formas se interesó sobre el motivo de mi peregrinar. Le comencé a explicar el porqué de mi decisión, desde dónde venía andando, cómo había pedido a Dios que me fuera descubriendo, en el silencio y soledad de mi peregrinación, en qué debía ocupar el resto de mi vida; que me señalara el "camino" a seguir en mi nuevo estado de viudo. Según le hablaba se mostraba más confundida y llegó a decirme que me envidiaba. Ella no era capaz de enfocar la vida así. Dijo que, por primera vez, había encontrado a alguien que le hablaba distinto, y que todo le parecía maravilloso. Le prometí tenerla muy presente ante el Apóstol. Me lo agradeció y, dándome un beso, nos despedimos.

Al entrar en El Burgo Ranero, pueblo eminentemente agrícola, pasé primero por delante de un gran frontón, donde jugaban a la pelota unos cuantos jóvenes. A continuación había una era inmensa con grandes parvas de cereales diversos. Unos pasos más allá, se encuentra el Albergue.

Estaba abierto; saludé a unos peregrinos franceses, sentados a la puerta, a César, que al final había decidido hacer la etapa en dos jornadas, y a otros que acababan de llegar en bicicleta. Le pregunté a César si había visto al Hospitalero. Me contestó que no había aparecido nadie. Le dije que si estaba abierto era porque nos dejaban entrar y que, de momento, podíamos ir viendo las literas que estuvieran libres. Así lo hicimos y nos acomodamos en las que no tenían nada encima. A continuación salí para ver lo que hubiera de interés.

Descubrí una Fonda en la que entré; hablé con la dueña, una señora de bastante edad, entrañable y cariñosa. Le dije que olía de maravilla lo que estaba cocinando. Me dijo que "daba comidas, si quería". Le pregunté por el Hospitalero y me dijo que vivía al lado del Albergue, junto a la farmacia; que quizás ya hubiera regresado del campo.

Fui hasta su casa y aún no había llegado. Me reuní otra vez con César y le comenté que la señora de la Fonda daba comidas. Le pareció una gran idea el hacer una comida en regla y allí nos dirigimos. Nos preparó una mesa muy en plan casero.

Dio la coincidencia de que un amigo de César había estado, por un tiempo, trabajando en la zona y que comía en esta Fonda. La señora se puso muy contenta, porque se acordaba mucho de él. "Era muy trabajador y formal, como se veía que también lo éramos nosotros".

Comimos unas excelentes judías pintas y unos filetes de ternera fabulosos. Lo acompañó con una ensalada que nos supo a gloria y un poco de fruta. Tuve el gusto de invitar a César, quien me lo agradeció y dijo quedar deudor para otra ocasión.

De regreso al Albergue vimos llegar al Hospitalero. Muchos de los peregrinos ya se habían acostado y estaban haciendo la siesta. A nosotros nos selló la credencial y nos dijo que mejor darle a él un donativo de 300 pts., porque si lo echábamos en la hucha, luego le resultaba complicado el cálculo. A César y a mí nos pareció que no era correcto, pero la verdad es que muchos se escapaban sin dar nada.

Por la tarde, después de la siesta, salí a pasear por el pueblo. Vi una casa tan llena de flores que parecía un vergel. Me quedé entusiasmado mirando y la dueña me preguntó si me gustaba. Le hice tantos elogios que me pidió que pasara, porque dentro tenía un auténtico vivero. Dentro saludé a su marido, quien también quiso competir en mostrarme todo lo que él hacía. Me invitó a ir a su huerto donde tenía más frutales y hortalizas que nadie; además también tenía muchas flores.

Pasé un rato muy agradable con aquellos viejucos. Les di las gracias y diciéndoles que cada día hicieran el propósito de quererse mucho más, les prometí tenerlos presentes en mi abrazo al Apóstol. Después me fui a un bar frente a las eras a tomar un café.

Como hacía bastante calor aproveché para lavarme la ropa y tenderla; hoy seguro que se secaría. Después fui hacia el Frontón. Allí estaba César viendo jugar a los veraneantes. Estuvimos más de dos horas dialogando sobre todo, principalmente sobre religión.

A la puesta de sol -y ¡qué puesta!- regresamos para acomodarnos en nuestras literas y esperar al nuevo día.

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El Burgo Ranero - Mansilla de las Mulas

Miércoles 6 de agosto

El Albergue disponía de un lavabo, dos duchas y dos retretes. Por supuesto, todo un lujo. De todas formas yo procuré madrugar para poder asearme antes de que todos nos encontráramos en los servicios. Como siempre, la mayoría pensó lo mismo, por lo que tuve que esperar mi turno. César no solía madrugar, así que se quedó durmiendo, mientras yo terminaba de empacar mis enseres y disponía todo para retomar el Camino.

Antes de salir fui al bar, que se encontraba abierto. Tomé un café con leche con tostadas. Ya en la calle levanté mis ojos al cielo para dar gracias a Dios y empecé a caminar.

Me dio alegría meterme de nuevo en el andadero, esta vez más estrecho. Eran las 7,10 de la mañana. A mi izquierda seguía la hilera de árboles. Dentro de unos cinco años es probable que ya den sombra; hoy por hoy sólo sirven como promesa del mañana y alegres acompañantes de quienes acostumbran a mirar más allá del horizonte.

Un día más los mosquitos siguieron martirizando mi cuerpo. Es increíble el número de ellos apostados en el camino.

Durante más de dos horas el paisaje es aburrido y monótono. No supe calcular bien la distancia, pero creo que, aproximadamente, cada kilómetro y medio se pueden encontrar bancos a lo largo de todo el andadero; estos se alternan con zonas de descanso aprovechando valles y lugares de vegetación más o menos espesa. Estas áreas disponen de mesas y bancos de piedra muy amplios y poco usados.

Al cabo de una media hora se cruza el ferrocarril, quedando la vía a la izquierda. Recuerdo que hasta Reliegos me sentí acompañado por el paso de varios trenes. A las 10,45 entraba en esta población. El calor era intenso y el esfuerzo del caminar exigía mayor tesón y voluntad.

Tan sólo me faltaba algo más de 5 km. hasta el término de la etapa, así que con nuevos bríos ataqué la recta final.

Pasado el tendido eléctrico, junto al cementerio nuevo, hay una pequeña capillita dedicada a la memoria de una peregrina que falleció en el Camino. Estos recuerdos son frecuentes, según pude comprobar a lo largo del mismo.

Pasado el canal y leídas todas las advertencias de prohibido bañarse, me encontré metido en Mansilla de las Mulas.

Fui derecho al Albergue, que aún permanecía cerrado. Me dirigí entonces a la Iglesia de Santa María. Allí me recibió el Párroco a quien me presenté. No recordaba para nada ni a mi madrastra ni a mi padre. Sólo hacía 6 años que había tomado posesión de la parroquia. De todas maneras, al decirle que mi padre había hecho una Fundación de misas cogió el libro de Donaciones y estuvo mirando sin que apareciera nada bajo el nombre de mi padre ni de mi madrastra. Al final pensé que, quizás, se habría hecho a nombre de mi tía Rosa; y así fue cómo pude contactar con el pasado.

Me dio la bendición y me dijo que a las 20 horas había Misa. Me despedí hasta la tarde.

De vuelta al Albergue, ya lo encontré abierto, e inmediatamente el Hospitalero me dijo que subiera y ocupara la litera que estuviera libre.

El local es un tanto destartalado y no muy bien cuidado, pero por lo menos ya podía ponerme cómodo. Frente a mi litera se instaló César, que acababa de llegar.

En un Hostal de la esquina servían comidas. Como carecía de viandas por no haber encontrado dónde comprarlas y ser casi las tres y media de la tarde, decidí entrar y comer lo que hubiera de menú. El comedor estaba lleno y tardaron bastante en servirme.

A continuación fui al Albergue a descansar un rato. Informé al Hospitalero de que a la cama de encima de mi litera le faltaban unas cuantas lamas, lo que representaba un claro peligro para los usuarios de la misma. Quedaron en arreglarlo, pero cuando estaba yo acostado vino el vecino de arriba.

Le dije que tuviera cuidado, pues podía colarse por el hueco y caer encima de mí. Lo miró, no lo dio gran importancia y subió a su cama. Yo con las manos sujeté el colchón, que evidentemente se hundía. Le grité para que se levantara porque corríamos peligro.

Se bajó, miró, me hizo un gesto como de incomprensión y en vista de que no lograba nada le pedí que se acostara con la cabeza al otro lado.

Como no reaccionaba y seguía mirándome con cara de sorpresa, me levanté y le dije cómo debía acostarse para que su cuerpo no se colara entre las lamas. Dijo un ¡Ah! que nos hizo soltar la carcajada a todos.

La siesta fue corta; a las 17 horas ya estaba en la calle buscando dónde comprar un reloj.

El Festina que llevaba y que cogí de casa para la Peregrinación no había forma de mantenerle en hora. Tan pronto adelantaba 10 minutos como media hora o una hora. Otras veces atrasaba o se paraba. Es un gran reloj sumergible, pero que llevaba más de 20 años sin funcionar. Lo quise arreglar antes de ponerme en camino, pero la casa Festina me dijo que no podía hacerse cargo de su arreglo hasta mediados de Septiembre. Me comentaron que al ser automático y llevar tanto tiempo sin funcionar debía estar muy sucio y que posiblemente, durante el viaje, se normalizaría, cosa que no sucedió. Solucionado el tema del reloj, me dediqué a la visita turística.

Esta ciudad posee un recinto amurallado del siglo XII; corre paralelo al Esla. Tiene 6 torres cilíndricas y otra prismática. Visité San Martín donde han hecho una exposición de lo que era Mansilla y la incongruencia de urbanismo de los últimos años. A la vez es Biblioteca y Salón de Actos. Admiré los vestigios de San Nicolás y San Lorenzo y, cerca de las ocho, me dirigí a la Parroquia para asistir a Misa.

Ya de noche, fui a la Pastelería Alonso, donde me tomé un chocolate con pastas y bollos; esa fue mi cena.

En el Albergue encontré a César en abierta tertulia con sus amigos y otros cuantos peregrinos. Me senté junto a ellos en el patio y mantuvimos una animada conversación hasta cerca de las diez.

El Hospitalero pasó con el propósito de recoger los donativos. Me despedí y subí al dormitorio.

Mi vecino de arriba roncaba plácidamente, acostado tal y como yo le había indicado, así que procuré meterme en la cama sin hacer mucho ruido.

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Mansilla de las Mulas - León

Jueves 7 de agosto

Bajé muy temprano a los servicios del patio; aún no había nadie. Me aseé y subí a recoger mi equipaje. Lo puse fuera del cuarto para no despertar a los menos madrugadores y pasé a desayunar a la cocina. Café con leche y bollos. Me eché la mochila a los hombros y con optimismo acometí la nueva jornada.

Es realmente hermoso el puente de ocho arcos u ojos de diferentes siglos. Desde él se divisa una magnífica panorámica del recinto amurallado. Por debajo corre el Esla, caudaloso y bastante limpio. Sus orillas son auténticas riberas rematadas por prados y árboles. A esas horas de la mañana, con la niebla aún pegada a su cauce, más parecía un cuadro romántico que una auténtica realidad.

El resto de la andadura hasta Villamoros se hace por el arcén de la carretera, pero después de haber tenido la anterior experiencia, preferí seguir por la izquierda de la carretera, entre huertos y matorrales. Hubo un momento en que creí que tenía que dar la vuelta, ya que entré en un terreno pantanoso, muy resbaladizo y encharcado. Al final encontré una estrecha repisa menos húmeda por la que pude superar el obstáculo.

En Villamoros salí de nuevo a la N-601. El tráfico era muy intenso y la cuneta muy estrecha; este tramo desde luego no invita a rezar.

Al llegar al Puente de Villarente, sobre el caudaloso río Porma, la dificultad crece por la longitud del mismo -consta de 17 ojos o bóvedas-, y por lo angosto de su trazado. Hubo momentos en los que tuve que refugiarme contra el pretil para que pasaran los camiones. Es una lástima, pues el río Porma ofrece un espectáculo muy parecido al del río Esla.

Abajo, en sus orillas, existe una gran pradera bajo un espeso arbolado, digno de ser visto y gozado.

La densidad del tráfico y lo peligroso de circular por él no permitía el detenerse ni recrearse con su vista. El Codex Calixtinus, al nombrar este Puente, lo califica de "enorme".

La población de Puente Villarente se tarda en atravesar un cuarto de hora.

César, al que ya le viene tirando su tierra -desde Burgo Ranero- me ha dado alcance en el Puente. Ahora, juntos, empezamos a subir hacia el alto del Portillo. Pasamos por detrás de Arcahueja y, al llegar a una fuente, descargamos las mochilas y sentados en un banco sacamos las piedrecillas que se han metido en nuestras botas.

Yo siento hambre y me acerco a un bar donde me sirven un pincho de tortilla y un vaso de vino. Vuelvo con César y reemprendemos la marcha.

En el alto de El Portillo admiramos la panorámica de León. El descenso es rápido y en menos de diez minutos cruzamos la circunvalación para entrar por Puente Castro a León.

César decidió encaminarse al nuevo Albergue, pero yo preferí continuar hacia el de las Benedictinas.

Tras un largo recorrido por la parte antigua de León llegué a mi destino. Aún no estaba abierto el Albergue y tuve que esperar.

En la Plaza de Santa María del Camino hay una fuente; allí descansé y bebí hasta saciarme. El agua es muy fresca y fina.

Abierto el Albergue entramos y fuimos entregando nuestras credenciales. La Hospitalera daba la impresión de seria y un tanto distante. Me indicó dónde estaban las duchas y el lugar para dormir.

En el gimnasio del Colegio, regido por las Benedictinas, había unas cuantas colchonetas. Elegí una y deposité encima mi saco de dormir para reservar mi espacio. Me duché y lavé toda mi ropa, tendiéndola al sol. A continuación salí para comer.

Por la calle de la Rúa, llegué hasta la Catedral. Una vez más, me detuve para rezar ante la Virgen y Santiago y admirar sus arquivoltas, perfecta catequesis del dogma cristiano. Como se hacía tarde, seguí caminando en busca de un lugar donde saciar mi apetito y que estuviera de acuerdo con mi bolsillo. Al fin, junto a la Catedral, en la calle Cardenal Landázuri, encontré el Restaurante Marian que me pareció de buen nivel. Así fue en efecto.

De regreso hacia el Albergue tuve ocasión de gozar de esa maravillosa calle de la Rúa, calle obligada de todos los peregrinos (los Francos), cuya denominación, en su día, fue la de Rúa de los Francos, quedando abreviada con el paso de los años.

En el patio continuaba la Hospitalera dando cobijo a los peregrinos, que seguían llegando. Me senté junto a ella para ayudarle en su tarea.

Me encontraba cansado y somnoliento por lo que decidí descansar un rato. No habría transcurrido un cuarto de hora cuando entraron cuatro chicos y dos chicas, que habían venido en bicicleta. También una señora italiana con su hija, que se acomodaron cerca de mí. Todos buscamos la oscuridad de nuestros sacos, pero los gritos de socorro y ayuda de uno de los ciclistas nos sacaron de la "penumbra".

El local era un gimnasio, Salón de Actos y cancha de Baloncesto. Del suelo a las ventanas podría haber una distancia de cinco o seis metros. Uno de los ciclistas, tratando de abrir una de las ventanas, había trepado hasta el alféizar y, una vez arriba, el vértigo le atenazó y se quedó agarrotado. El pánico le hacía gritar pidiendo ayuda.

Salí precipitadamente de mi saco y corrí hacia él sin saber bien qué era lo que se debía hacer. Aún quedaban colchonetas por ocupar, así que cogí seis de ellas y las amontoné debajo de donde se encontraba subido.

Me dirigí a él sonriente y tranquilo, tratando de infundirle confianza e invitándole a saltar. Las piernas le temblaban y comenzó a llorar. Le tranquilicé diciendo que yo era de Protección Civil (?) y que no le iba a pasar nada; que confiara en mí y que siguiera mis indicaciones. Este argumento le tranquilizó un poco. A continuación le pedí que observara cómo yo me tiraba desde el escenario a las colchonetas y no me pasaba nada. Él podía hacer lo mismo, porque yo estaría junto a él en su caída e impediría que cayera fuera; es más le frenaría en su caída.

Entre risas forzadas y atención de todos, ya que al final todos le animaban para que me hiciera caso, se decidió, no sin antes insistir en que me acercara a las colchonetas y que no le dejara caer fuera. Se lo prometí y... saltó. Yo hice lo que pude, si bien lo único que pude hacer fue sujetarle para que, tras el golpe amortiguado por las colchonetas, no cayera de bruces al duro suelo. Un estruendoso ¡Bien! y sonoro aplauso remataron la "operación rescate".

Cuando volvía a mi jergón me quedé atónito al ver que la italiana y su hija seguían durmiendo como si nada hubiera pasado.

Totalmente despabilado, me vestí para dar una vuelta por León. Realicé la Ruta turística, incluido un paseo por los Monumentos y calles principales de la ciudad en un típico vehículo arrastrado por un tractor, simulando un trencito a vapor. Resultó muy agradable e interesante.

Compré jabón y útiles de afeitar. Llamé desde una cabina telefónica a mis hijos sin poder conectar con ninguno. Al final encontré en casa a Cuqui con quien mantuve una larga conversación. Se interesó mucho por mi salud y me pidió que llamara todos los días, si me fuera posible, porque se inquietaban por la andadura que estaba realizando.

Me preguntó si había perdido muchos kilos de peso; esto me hizo reír y la tranquilicé y prometí llamar por lo menos cada dos días.

Me dirigí a Santa María del Camino para oír Misa; me dijeron que se celebraba a las 20,30 horas. Aún faltaba media hora y me entretuve charlando en la calle con las personas que me hacían preguntas sobre mi caminar: desde dónde, cuántos días llevaba de peregrinación, por qué había decidido hacer el Camino a pie, etc.

Entré en la Iglesia. Es un templo románico del siglo XII. Se edificó sobre el solar de otro del X. Es de planta basilical de tres naves con otros tantos ábsides semicirculares. Lo más destacable son varias rejas románicas de espirales y los absidiolos. La portada meridional, conocida como Puerta del Perdón, es por la que entraban los peregrinos.

A eso de las 20,20 horas empezaron a entrar feligreses, que se afanaron en retirar los primeros bancos, situar una alfombra en el centro así como un atril. A continuación el Sacerdote saludó a unos y a otros pasando a la Sacristía.

Revestido con casulla blanca salió, y tras dedicar unas palabras de afecto a todos los que nos encontrábamos allí, se sentó en el Presbiterio frente al público.

Uno de los asistentes avanzó hacia el centro de la Iglesia, se acomodó una guitarra sobre el pecho y con una magnífica voz cantó no sé qué poemas. A continuación, salió otro, que hizo lo mismo, pero con menos gusto y menos voz. Tampoco supe lo que cantó.

Llegó otro Sacerdote, que se situó en los bancos laterales de la nave derecha. Fueron saliendo al "estrado" varias personas, que leyeron epístolas de San Pablo y de otros Libros del Antiguo Testamento.

El celebrante se levantó y bajó al ambón para leer el Evangelio. A todo esto yo no tenía ni idea de lo que se estaba celebrando. En la Homilía dijo que el tema a desarrollar ese jueves era el de Iglesia y que por supuesto no se trataba del aspecto físico del templo sino del Cuerpo Místico de Cristo. Pidió que participaran todos sobre este misterio. Yo seguía sin salir de mi asombro y esperando a que por fin se celebrara el Rito de la Eucaristía. Pero no fue así.

Los feligreses insistieron una y otra vez en que cuando entraban en una Iglesia se sentían con paz y alegría; que el único sitio donde se encontraban a gusto era en el templo. El celebrante repitió, una vez más, que no estábamos tratando sobre el edificio de ladrillo, sino sobre que "todos éramos iglesia".

El otro sacerdote, que se integró más tarde, dijo que él no quería quitar la oportunidad de que otros participaran y que procuraría decir sólo dos palabras. Habló por espacio de más de 15 minutos.

Ya eran las 21,30 cuando el celebrante, levantándose, dio las gracias a todos por su presencia y les invitó a que el próximo jueves asistieran, para seguir tratando temas relacionados con la Doctrina y Dogma cristianos. Los asistentes se levantaron y se fueron charlando sobre asuntos personales.

Yo, un tanto aturdido, pregunté si a continuación habría Misa y me dijeron que los jueves sólo se celebraba la Palabra. En fin, un tanto triste me fui al Albergue para asistir a las Vísperas de las monjas.

La Hospitalera seguía recibiendo a los más rezagados. Me saludó muy contenta de verme y me pidió que le ayudara, porque estaba viniendo gente un tanto rara. Le pregunté sobre si habría Vísperas a las diez y me dijo que las monjitas habían salido a hacer unos ejercicios... ¡Qué se le va a hacer!

Un nutrido grupo de ciclistas, con muy malos modos, pidieron albergarse. Les pedimos las Acreditaciones y ninguno las llevaba. Entre tacos y blasfemias dijeron que ya estaba bien de bromas, que ellos tenían tanto derecho como el que más para alojarse. Les hice ver lo absurdo de su postura y que nadie les había impedido entrar ni tratado con malos modos como para sentirse discriminados. Las normas de Albergue piden la identificación de los peregrinos, ya que la gratuidad va unida al esfuerzo y a la precariedad económica del peregrino, pero con un mínimo de exigencia en cuanto a la conducta, para que la convivencia se haga con respeto y agradecimiento.

La Hospitalera les dijo que se sentaran y rellenaran los impresos de Acreditación y con gran paciencia se las fue sellando y entregando.

Las protestas continuaron, porque los ciclistas que habían entrado en el gimnasio ya no encontraron colchonetas. En fin, que se pronosticaba una noche verdaderamente toledana. El comportamiento, tanto de los últimos incorporados como el del ciclista que subió a abrir la ventana, fue insoportable. Creo que tan sólo lograron dormir la madre y la hija italiana.

Yo, por mi parte, no paré toda la noche de espantar mosquitos y de sentir picotazos como de pulgas.

A eso de las 6 de la mañana me levanté para asearme y salir de aquella incomodidad cuanto antes. Nunca olvidaré aquella desagradable convivencia con el grupo de ciclistas, que más parecían posesos que deportistas y peregrinos. Este episodio me situó en los relatos del Codex Calixtinus sobre los salteadores del Camino y endemoniados al acecho.

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León - Villadangos del Páramo

Viernes 8 de agosto

La Hospitalera nos había preparado leche caliente, café, cacao, galletas, pan y fruta de la huerta de las monjas. Comenté todo cuanto tuvimos que soportar a lo que ella añadió que siempre suceden problemas relacionados con el comportamiento de los peregrinos, pero que nunca había padecido tanto como en esta noche. A pesar de ello, no mostró ningún gesto áspero, al contrario trató a todos con dulzura y caridad.

Tras un frugal desayuno me despedí y "calzándome la mochila" salí de nuevo al Camino. Este me condujo primero a la Catedral; allí hice mis primeras oraciones, encomendándome con gran fervor a la Santísima Virgen.

Siguiendo las huellas de las conchas de bronce, incrustadas en la calzada, llegué a San Isidoro. Hice un rato de oración ante el Santísimo expuesto, pedí la ayuda del Santo, de Santiago y de todos los ángeles y santos de Dios. Me encomendé a mi ángel de la Guarda y... a devorar kilómetros.

A mi paso por el Hospital de Peregrinos de San Marcos paré para recrearme con toda la belleza de su fachada. Sus proporciones arquitectónicas y sobria ornamentación detienen el paso de cuantos cruzan la plaza en la que se asienta. Tuve que arrancarme de aquel lugar para poder continuar camino.

Antes de entrar en el Puente de San Marcos, me paré y volví la mirada hacia atrás. Dura fue la entrada en León; la salida no ha sido más suave. El peregrino, acostumbrado a los trazados rurales, se siente incómodo con los urbanos. León ha sido una dura prueba en todos los sentidos.

Cruzado el río Bernesga, que llevaba un crecido caudal, busqué escapar de todo lo que estaba relacionado con la vida ciudadana. A esta altura del Camino resulta un fuerte choque confrontar los hábitos y costumbres de la actual civilización con la natural sencillez del peregrino. A pesar de ello y de tener mi mirada pendiente de las flechas amarillas no acerté a cruzar Trobajo del Camino.

Volviendo sobre mis pasos para situarme en el punto desde donde equivoqué el camino, descubrí, al fin, una flecha que señalaba la pasarela a través de la cual se pasa al otro lado del ferrocarril.

El Camino ha sido devorado por la actividad industrial y la competitividad empresarial. Por todas partes barriadas, corredores industriales, carreteras, circulación masiva, semáforos, pasos cebra, gente adusta y seria...; se puede asegurar que la travesía del páramo leonés ha perdido su traza histórica. Al peregrino no le queda otra alternativa que compartir y superar estas vías de comunicación con espíritu de extranjero que busca el "más allá", ¡Ultreya!

Como a unos 4 km. más arriba y a la derecha de la ruta, se alza el Santuario de la Virgen del Camino. Es obra de Subirachs y justo, en el momento en que me acercaba, daban el último toque para la celebración de la Santa Misa en la festividad de santo Domingo de Guzmán.

El Santuario esta asistido por los dominicos, por lo que fue una Misa Solemne y concelebrada por varios sacerdotes. Así me premió el Señor la dureza e incomodidad de este tramo del Camino.

Al salir del Santuario me encontré con las que terminarían siendo "mis nietas". Me miraban con ternura. En sus miradas advertía cierta mezcla de curiosidad y cariño; como si me analizaran, deseando descubrir algo que se les escapaba sobre mi persona. Algo que se les ocultaba y que las mantenía cercanas y distantes. Les deseé buen camino y continué subiendo por detrás de la tapia del Cementerio.

En el cruce de la A-66, Madrid/Asturias, Valverde de la Virgen queda cortado en dos. En San Miguel del Camino, me detuve en una pequeña plazuela. Allí me dieron alcance dos peregrinos.

Curioseando el pueblo descubrí un diminuto bar en el que ofrecían menú y desayunos para el peregrino. Les invité, pero no aceptaron. Cuando salí del bar vi que aún seguían sentados en un banco de la plazuela. Al decirme que ellos iban a descansar todavía un rato, decidí continuar solo la marcha.

Desde que salí de León venía observando que mis piernas se me habían hinchado por las picaduras de mosquitos y de otros insectos; los hombros me picaban y escocían, lo que atribuía a las sujeciones de la mochila, pero me di cuenta de que, también, mis brazos tenían infinidad de erupciones causadas por picaduras de diversos insectos.

El sol apretaba y se hacía muy dura la marcha por el páramo leonés. Aún faltaban ocho kilómetros para Villadangos.

A corta distancia, por delante de mí, veía una pareja de peregrinos que caminaban con mucha dificultad. Según me fui acercando pude comprobar que eran muy jóvenes. Al darles alcance me detuve y les pregunté cómo les iba.

Eran franceses; el chico se llamaba Michel y la joven Anne Marie. Ella tenía los pies destrozados, apenas podía apoyarlos. Les dije que yo tenía un buen botiquín y que podíamos remediar algo su mal.

Nos sentamos y Anne Marie se quedó asombrada cuando miró mis piernas. Michel me examinó las picaduras y ambos dijeron que tenían muy mal aspecto y podían ser malignas. Les tranquilicé diciendo que sólo me picaban y escocían, pero que en Villadangos iría al médico.

Anne Marie se descalzó; toda la planta de su pie derecho estaba en carne viva y en el izquierdo la anteplanta era un montón de ampollas. Con el agua oxigenada hice primero un lavado, que sufrió valientemente; a continuación le apliqué un buen tintado con Betadine; con una gasa estéril para quemaduras cubrí toda la planta del pie y se la vendé con un vendaje suave. Anne me miraba con ternura y apretaba fuertemente la mano de Michel. Este me dio las gracias en español, pero le dije que todavía quedaba por curar el pie izquierdo. Dijeron que no me entretuviera, que ellos seguirían despacito hasta el pueblo. Yo insistí y le pinché las ampollas tintando bien de Betadine el pie entero, por encima de los dedos y por debajo. Hice la misma operación de vendaje y se calzó.

Sonriente comentó que era un milagro; que ya ni le escocía ni le dolía. Les di un abrazo y quedamos en vernos en el Albergue. Anne Marie, además, me dio un beso. Se lo agradecí y continué andando.

En el horizonte se advertían las fachadas de unos Hoteles. Esto hizo que recuperara el optimismo y la alegría. Antes de llegar leí con claridad "Hostal Avenida". Llamé y un señor muy amable, al darse cuenta de que era un peregrino y que no debía disponer de mucho dinero, me recomendó que fuera al Avenida III, que era de la misma cadena, pero mucho más económico.

Llegado a este, pedí una habitación individual. Me dijeron que sólo disponían de dobles, pero que ya les habían avisado desde el Hostal para que me dieran una doble al precio de single.

Subí y sentí como si me hubiera tocado la lotería; disponía de todo, hasta de mini-bar y TV. Lo primero que hice fue ducharme y cambiarme y, a continuación, bajar a la cafetería para pedir agua y ver si tenían menú.

En el porche me encontré con mis amigos franceses. Estaban descansando. Se alegraron mucho al verme y me interesé por si habían pedido algo para comer o beber. Me dijeron que no; que ahora seguirían hasta el Albergue, que aún distaba algo más de un Km. Insistí en invitarles y, al final, aceptaron. Repuestos, se levantaron para encaminarse al Albergue.

Al preguntarle a Anne Marie cómo se encontraba, sonriente y señalándome los brazos y las piernas, me dijo: ¿y tu?

Me quedé un largo rato viendo cómo se alejaban; en dos ocasiones se volvieron para decirme adiós con la mano. No sé cómo expresarlo, pero cada vez que atendía a alguien en el Camino sentía que mi alma quedaba inundada de paz y alegría.

Comí en el restaurante del Avenida III el menú, muy rico y abundante por cierto; subí a la habitación y después de lavar mis camisas, calcetines y demás ropa, dormí hasta las cinco de la tarde. Me dispuse a ver un poco la TV que, como siempre, no me sedujo y, a pesar del calor, decidí ir al Albergue a conversar con los peregrinos.

La Hospitalera me selló la credencial y preguntó si iba a quedarme. Le dije que no y, a continuación, pregunté por la parejita de franceses. Estos se habían hospedado en una Pensión, que esta muy cerca del Albergue. Por lo visto habían llegado muy fatigados y no se encontraban muy bien.

La hospitalera me recomendó ir al médico para que me viera las picaduras; podía ser grave.

Me dirigí al centro del pueblo y pregunté por una Farmacia. La farmacéutica me examinó y dijo que, si mañana continuase la hinchazón, sería conveniente que me viera un médico. De momento, me recomendó Alergical Crema para darme un suave masaje tres o cuatro veces al día y, por la mañana y la noche, rociarme todo el cuerpo con un spray ahuyenta insectos. Compré las medicinas y me di una primera untada en brazos y piernas; sentí alivio de la picazón. De camino hacia la Iglesia conversé largo y tendido con unos paisanos.

Villadangos del Páramo es una población bimilenaria. Visité la Parroquia de Santiago, cuyas puertas narran la batalla de Clavijo. En el altar mayor preside la estatua de Santiago Matamoros.

Esperé a que llegara D. Antonio, el Párroco. Le saludé y me informó un poco sobre la historia de Villadangos y de su Iglesia. Se lo agradecí y volví hacia el Avenida III. Deseaba llegar para repetir la cura por todo el cuerpo.

Al quitarme la camisa vi que el pecho, espalda y hombros eran un sembrado de picaduras; a centenares y de todos los tipos. Agrupaciones de diminutos puntos rojizos; abones esparcidos entre estas agrupaciones; granos enormes, hinchazones amoratadas, ¡qué sé yo! Me apliqué un suave masaje con la pomada por todas las zonas afectadas. Casi terminé el tubo, pero mejoré notablemente. Después de cenar, repetí la operación.

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Villadangos del Páramo - San Justo de la Vega

Sábado 9 de agosto

A las 5,40 me levanté, duché y vi con alegría que habían mejorado las hinchazones y que las agrupaciones de picaduras tenían mejor aspecto. Me rocié con el spray y bajé a desayunar. Aún no eran las 7 de la mañana.

El Camino sigue por la derecha del Albergue, así que me dirigí hacia él. Está como a unos dos Km. del Avenida III.

La carretera, que atraviesa Villadangos, queda a la izquierda. La crucé y saludé a otros peregrinos que salían del Albergue en ese momento.

Ellos iban al pueblo a comprar comida. No les dije nada, pero pensé que lo tenían bastante difícil, ya que en todo lo que llevo recorrido no he encontrado ningún establecimiento abierto antes del mediodía, a excepción del de Villalcázar de Sirga.

La mañana prometía ser calurosa, como todas las que me habían acompañado por Castilla; pero yo diría que el calor se hace más insoportable por todo el Páramo Leonés. Quizás se deba a que se encuentra más rodeado de montañas que, aunque lejanas, forman una gran "olla" en la que se cuecen todos los seres vivos: yo, entre ellos.

Cruzado un canal, que sirve de lavadero, y a unos doscientos metros más allá, existe una fuente a la izquierda del sendero. No muy lejos, el Camino vuelve a encontrarse con la carretera N-120, P.K. 325.

Procuré alternar este tramo cogiendo, siempre que podía, las pistas que se encuentran a los lados. Esto hacía más llevadera la ruta y se ajustaba más al estilo y espíritu peregrino.

Al llegar a San Martín del Camino, de evidentes resonancias jacobeas, busqué un sitio donde adquirir algo de comida. Vi el letrero de una Panadería y me dirigí hacia él. Una vez más comprobé que es inútil buscar apoyo logístico antes de las 12.

Me acerqué al Refugio Alonso, con la esperanza de encontrar a alguien que me facilitase algo de comida y también estaba cerrado. En ese momento se oyó el reiterado sonido de un claxon y vi que varias mujeres salían de las casas con bolsas y se detenían ante una furgoneta-tienda.

Haciendo caso del refrán, que dice: a donde fueres, haz lo que vieres, me puse a la cola. Una mujer dijo al "tendero" que me sirviera a mí antes que a ellas. Yo iba sudoroso y cargado con mi mochila, lo que, sin duda, la movió a compasión.

Compré una barra de pan, uvas y tres plátanos. El que me atendió quería que llevara más, que sólo iba a cobrarme 200 pts. por todo. Yo se lo agradecí, pero le hice ver que no debía añadir demasiado peso a mi mochila.

Pregunté si había alguna fuente cercana. Me dijeron que al otro lado de donde estábamos había una fuente abundante y muy fresca.

Con mi nueva carga me encaminé por detrás de unos huertos. Efectivamente, un hermoso chorro vertía su riqueza en el lavadero público.

Una señora se encontraba haciendo su colada. La saludé y le pregunté si el agua era potable. Me dijo que bebiera con toda confianza, que era muy buena y muy fresca.

Sentado en el brocal, lavé un racimo de uvas y me puse a comerlas. No eran muy dulces, pero estaban en su punto y muy sanas. Cogí un plátano y, cuando me disponía a comerlo, una pareja de jóvenes se acercó al lavadero e hizo la misma pregunta sobre la potabilidad. Comenté que el agua era excelente.

Les invité a que se sentaran conmigo para comer y conversar un rato, pero se les veía muy comedidos y con temor a importunar.

Les ofrecí un plátano logrando, tras un largo forcejeo, que me lo aceptara la chica, muy joven, supongo que tendría unos dieciocho años. Lo probó y alabó su buen sabor y lozanía.

Cuando se fijaron en mis brazos y piernas, se sorprendieron de que fuera capaz de continuar mi andadura.

Yo les sonreí y pregunté sobre cuántos días llevaban de camino. Me respondieron, con cierto rubor, que "era su primer día y que habían salido de Santa María del Camino. Estaban muy cansados y dudaban de poder hacer todo el recorrido hasta Santiago".

Les animé, llenamos nuestras botellas de agua y, tras cargar con nuestras mochilas, reemprendimos el Camino.

Anduvimos juntos unos dos kilómetros, pero me pidieron que yo siguiera a mi ritmo, ya que para ellos resultaba todavía demasiado rápido.

A pesar de que aún distaban unos seis kilómetros, al fondo de la interminable recta de carretera se divisaba el Hospital de Órbigo. Esta visión de una meta tan rica en la historia del Camino resultaba motivadora, pero conforme más me acercaba a ella, más distante me parecía tenerla.

En este sentir cerca y lejos la meta, como a unos 600 m. del P.K. 333, al final de una hermosa chopera, tomé el camino de la derecha. Un cartel indicaba: "Puente de Órbigo - Santa María del Páramo".

Desde siempre soñé con atravesar el Puente de Órbigo, puente en que tuvo lugar el célebre "Paso Honroso".

El puente, propiamente dicho, construido en función del Camino, es del siglo XIII, si bien en la actualidad tan sólo se conservan cuatro bóvedas apuntadas de la construcción original.

Despacio, admirando y saboreando su historia, embelesado en las columnas anteriores a la entrada de Hospital de Órbigo, en las que se describe la hazaña caballeresca del leonés Suero de Quiñónez, y leyendo con gran interés las inscripciones, no pude por menos de sacar mi cuaderno y resumir la historia en ellas narrada.

"Deseo justo e razonable es, los que prisiones, o fuera de su libre poder son, desear libertad; e como yo vasallo e natural vuestro, sea en prisión de una señora de gran tiempo acá, en señal de la cual todos los jueves traygo a mi cuello este fierro [...] yo he concertado mi rescate, el qual es trescientas lanzas rompidas por el asta con fierros de Milan, de mí e destos Caballeros, que aquí son en estos arneses..." (me cautiva esta caballeresca narración).

Después de derrotar a enemigos tan señeros como el catalán Per Davío y el leonés Gutierre de Quijada, marcharon todos en peregrinación a Compostela y ofrecieron al Apóstol una cinta dorada con una rimbombante leyenda que todavía lleva colgada el conocido busto de Santiago. Todo esto acaeció en el Año Santo Jacobeo del 1434.

Cumplido mi romántico deseo, me entretuve aún admirando la belleza de este histórico paraje. Por debajo del puente corría solemne el río Órbigo.

En una calle de la localidad, a mano izquierda, vi un rústico bar con unas mesas en la acera. Dejando mi mochila en la puerta entré y pedí una ensalada de tomate con cebolla y aceite y pan. Como bebida, una botella de litro y medio de agua bien fría. Me lo sirvieron en el exterior y me sentó de maravilla.

Una vez en la población, lo primero que hice fue entrar en el Albergue para sellar la Credencial. Dio la coincidencia de que los Hospitaleros eran un matrimonio catalán, muy atento y muy español.

Charlamos un buen rato, mostrándose muy interesados por cuanto había hecho yo durante mi estancia en Barcelona.

En la plazuela, situada enfrente del Albergue, sentados en un banco, estaban unos peregrinos reponiendo sus fuerzas. Me invitaron a coger de lo que estaban comiendo. Les pedí disculpas por no aceptar, debido a que había hecho mi colación y, dándoles las gracias, me dirigí a la Iglesia de San Juan.

La visité con calma e, inclusive, me dejaron visitar la sacristía. Más que el valor artístico de lo que queda era su valor histórico el que me interesaba.

Ya en el Camino, como a kilómetro y medio, se vuelve a la carretera en el P.K. 337. Ha cambiado el paisaje; ahora las ondulaciones del terreno, que muestra la vegetación propia del monte bajo (matorrales, tomillo y carrascosas), contribuyen a evitar la monotonía y a alegrar la marcha, a pesar de que las pequeñas subidas y el creciente calor terminan agotando las energías recobradas en la anterior parada.

Pasado el cruce a Santibáñez de la Calzada, que se encuentra a una hora y media de marcha desde Hospital de Órbigo, se llega al desvío para alcanzar la meseta. Es una subida suave, pero continuada de más de un kilómetro. Arriba se encuentra el crucero de Santo Toribio. Desde allí se puede ver al fondo Astorga.

Si la subida me supuso un gran esfuerzo, la bajada a San Justo no fue menor. Es un descenso descarnado, entre piedras y tierra. Tuve que parar varias veces para sacar las chinas de mis botas.

En San Justo de la Vega, lo primero que hice fue preguntar por el Hostal Ideal. Estaba a unos quinientos metros, pero me parecieron kilómetros.

Disponían de habitación, que inmediatamente reservé. Me atendió una señora mayor, muy amable, que me facilitó toallas, me indicó el baño y se ofreció para lavarme la ropa o cuanto pudiera precisar. Me duché, cambié de camisa y bajé al bar a tomar una botella de agua de litro y medio. Subí de nuevo a mi habitación y me acosté. Dormí por espacio de dos horas.

Sobre las siete de la tarde bajé a la Iglesia, que estaba cerrada. Pregunté por el horario de Misas y me dijeron que a las 20,30, después del Rosario.

Paseé por el pueblo y a las 8 entré en la Parroquia de San Justo. Allí saludé al párroco, quien me dijo que, después de la Misa, si quería, me atendería con gusto.

Es una Iglesia moderna, pero aún conserva la espadaña del siglo XIII. Es acogedora e invita a la oración. El mural del Presbiterio no me llegó a convencer; no obstante, reconozco que es muy digno y no distrae.

Al terminar la Eucaristía, el Párroco me invitó a pasar a su casa. Allí me selló la Credencial y hablamos largo rato sobre el Camino de Santiago y cómo se estaba perdiendo su carácter penitencial y religioso, debido a la explotación comercial que del mismo se estaba haciendo. Quedé en tenerle presente en mi abrazo al Apóstol y subí al Hostal. Según subía, se levantó un vendaval tremendo, que desencadenó en una fuerte tormenta. Yo me alegré, porque eso suponía que refrescaría la atmósfera.

Me sirvieron una abundante y sabrosísima cena, que degusté junto a la ventana abierta, por la que entraban gruesas gotas de lluvia y granizo. Me encontré muy a gusto y le di muchas gracias a Dios.

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San Justo de la Vega - Rabanal del Camino

Domingo 10 de agosto

Eran las siete de la mañana y yo totalmente dispuesto para acometer la nueva andadura.

La noche anterior, antes de irme a la cama, la dueña del Hostal me preguntó sobre la hora en que me marcharía. Al saber que mi intención era la de madrugar, me dijo que para ellos suponía un gran esfuerzo, ya que se acostaban muy tarde. Yo le dije que no sufriera y que, si dejaban la puerta cerrada, me indicara donde encontrar la llave para abrir y marchar. Se sintió muy aliviada con mis palabras y me pidió que la acompañara para indicarme el sitio.

Cuando salí a la calle noté el ambiente más fresco lo que me animó y puso optimista. Al pasar por la Iglesia, me detuve. Estaba cerrada. Me quité el sombrero y, junto a un crucero, hice mis oraciones de la mañana. Continué la marcha y, enseguida, encontré el río Tuerto. Cruzado el puente, al fondo se veía Astorga.

A unos dos kilómetros encontré las vías del tren y unos doscientos metros más allá, en el escalón de una casa, me senté para sacarme unas piedrecitas de las botas.

Atravesé el segundo paso a nivel. Una empinada cuesta a mi derecha dibujaba una calle, que parecía principal. A mi izquierda seguía el Camino por el que me introduje en la población. Por el arrabal de San Andrés, siguiendo las murallas romanas, Puerta Sol, llegué al Albergue de Santa María Madre de la Iglesia. La subida, muy fuerte y sin desayunar me agotó.

Cerca del Albergue está el Convento de San Francisco. Llamé y al fraile, que me abrió, le pedí que me sellara la Credencial y le pregunté si, ahora o un poco más tarde, iban a celebrar alguna Misa. Me miró un tanto desconfiado y dijo que me esperara. Al poco salió con la Credencial sellada y me indicó que quizás en la Catedral habría Misa.

Se lo agradecí y fui por la Plaza Mayor, calle Pío Gullón, San Crespo y Santiago hasta la Catedral de Santa María. Aún estaba cerrada, pero al lado, en la Iglesia de Santa Clara iban a celebrar la Santa Misa.

Es una Capilla pequeña, pero preciosa; en sus altares luce una imaginería de gran belleza. Creo que todo esto me ayudó para asistir al Santo Sacrificio del Altar con grandísima devoción y afecto.

Al terminar pasé a la Sacristía para pedir que me sellaran la Credencial. El sacerdote había hecho el Camino a pie y me estuvo comentando un poco la dureza y las compensaciones espirituales del esfuerzo. Me dio la bendición y me animó a que pasara a la Catedral, porque la abrían en ese momento. Es más, me acompañó para que me facilitaran la entrada y sellaran la Credencial.

El sacristán puso el sello y me pidió que hiciera la visita rápido, porque se iba a celebrar la Misa y no dejaban pasear por la Iglesia.

Me asombró el soberbio Retablo del Altar Mayor, obra maestra de Gaspar Becerra (siglo XVI); la Inmaculada de Gregorio Fernández, la Sillería de Juan de Colonia, la Virgen de la Majestad del siglo XI.

Los acordes del órgano y la indicación del Sacristán me obligaron a dejar el Templo, pero hice la promesa de volver para recrearme a gusto y visitar todo con detenimiento.

Busqué dónde poder desayunar, pero todo estaba cerrado. En vista de eso decidí continuar hasta encontrar algún punto donde reponer las fuerzas.

En menos de un cuarto de hora me encontré en la carretera comarcal de Santa Colomba de Somoza. La carretera desciende hacia el valle del río Jerga. A la derecha queda Valdeviejas. Un poco más allá, a la izquierda esta la Ermita del Ecce Homo. Aquí me detuve para ver y rezar.

Mientras rezaba se acercó un señor, que me saludó con afecto y preguntó sobre mi destino y si iba a pie a Santiago. Se encontraba un tanto fatigado, porque venía de hacer "footing". Me explicó que lo hacía todos los días.

Yo, para que se recuperara, le conté un poco desde dónde había empezado el Camino y sobre mi interés por todo lo que era historia y arte. Me dijo que la Ermita sólo la abrían una vez al año.

Cerca de allí hay un mojón sobre el que aparece una leyenda para los peregrinos: "cuidado con los ladrones". Me sonreí al leerlo, pero él me cortó diciendo que era la pura verdad.

No hacía un par de meses que, todavía, había bandas de ladrones. Estos atacaban a los peregrinos y les robaban todo lo de valor. La vigilancia de la Guardia Civil y de la Policía habían logrado parar los atracos, pero aún se daba alguno que otro.

Le dije que no era muy consolador pensar que alguien podía atacarte impunemente y robarte lo poco que llevaras. Asintió y coincidimos en que la civilización del bienestar y de la calidad de vida estaba muy por debajo de las promesas políticas.

De todas formas, añadí, en la edad media también había salteadores de caminos, lo que nos identifica a los peregrinos de hoy con los más auténticos peregrinos de entonces.

Cogiéndome por el hombro y mirándome con afecto me dijo que yo no necesitaba compararme con aquellos, porque se veía que era realmente peregrino. Lo que él sí tenía muy claro era que la civilización actual estaba dando marcha atrás, para identificarse con la barbarie de las civilizaciones primitivas.

Nos dimos un abrazo, prometí tenerle presente ante el Apóstol y se despidió deseándome un buen Camino.

Desviándome a la izquierda, entré en Murias de Rechivaldo. Cruzado el pueblo seguí por la pista por entender que se adecuaba más con el Camino que la carretera de Castrillo de Polvazares, pueblo que, luego me indicaron, merecía la pena visitarse por el singular y cuidadísimo enlosado, que presentan sus calles y patios de las casas.

Siguiendo el tendido eléctrico y en suave pero constante ascenso, salí, al cabo de media hora, al cruce con la carretera, que abandoné para seguir la pista. Allí me detuve para cerciorarme sobre la ruta a seguir. Enfrente mismo nace otra que es la auténtica vía a Santiago. Seguí ascendiendo por ella, con gran esfuerzo y sudor.

Conforme caminaba, iba mirando a izquierda y derecha en busca de una sombra, bajo la cual pudiera descansar y recuperarme.

Sobre un altozano descubrí un roble centenario que me brindaba una frondosa umbría. Era mediodía; el calor y la falta de alimento habían hecho mella en mi ánimo, así que lo mejor era que aceptara su invitación.

Subí penosamente, y dejando caer la mochila al suelo, me tumbé a resguardo de su sombra.

El aroma del tomillo y romero, potenciado por lo reseco de la estación y el viento que nos acariciaba, me reconfortó de tal manera que, en menos de diez minutos, volví a sentir la necesidad de continuar la marcha. En mi mochila aún quedaba una botellita de agua; bebí despacio. Estaba caliente, pero me puso a punto. Desde el altozano se divisaba en el horizonte una población no muy lejana. Consulté la guía y vi que se trataba de Santa Catalina de Somoza.

En algo más de media hora me adentré por su calle Real, que es la ruta jacobea. Aquí hubo un Hospital bajo la advocación de la Virgen de las Candelas; el pueblo entonces se llamaba Hospital de Santa Catalina. Hay un bar, pero estaba cerrado.

A la salida me detuve ante un sencillo crucero; como siempre, me descubrí y saludé al Señor y a su bendita Madre.

El Camino seguía en ascenso y, al cabo de una hora, llegué a El Ganso. Consta de dos alargadas calles (unos 400 metros) a través de las cuales pueden apreciarse varios ejemplares de construcción popular, denominadas teitadas, con su característica sobera o techumbre de paja sobre muros de mampostería neolítica.

La Parroquia, dedicada a Santiago estaba cerrada y no pude admirar una imagen del Apóstol de muy buena factura.

En el siglo XII existió un Monasterio premostratense y un Hospital anejo al mismo.

No encontrando dónde adquirir algo de comer, seguí por la angosta comarcal y como a un Km. divisé unas "barracas", no sé bien cómo definirlas, en las que se leía: sello de la credencial y menú de peregrino. Sin más y, a pesar de que el aspecto no invitaba a detenerse, me quité la mochila de encima y entré pidiendo algo de comer y beber.

Me dijeron si quería chorizo y sidra a lo que asentí sin dudar un momento. La sidra era natural y estaba fresca; el chorizo era casero y picantón, así que tuve que alternarlo con mucho pan y bebida.

No sé lo que me cobraron; lo que sí recuerdo es que me sentí muy animado y con fuerzas para acometer los últimos cinco kilómetros de etapa.

El paisaje cambia constantemente. A la izquierda se aprecia muy cerca la cumbre del Teleno de 2.183 mts. En estos momentos el peregrino se encuentra a más de 1.000 mts de altitud y el camino sigue subiendo.

Recuerdo que pasó una pareja de peregrinos en bicicleta y que se les veía muy fatigados. Antes de diez minutos, los volví a encontrar, pasado el ramal que lleva a Rabanal Viejo, en una curva de fuerte pendiente.

Parados y con las bicicletas en la mano me dijeron que me envidiaban por verme tan fresco a pesar de la dureza del camino y de llevar a cuestas el peso de la mochila. Ellos ya no podían ni con su alma. Les di el grito de ¡Ultreya! y se limitaron a mirarme sin tener fuerzas para nada más.

Al cabo de media hora, cuesta abajo, me pasaron sonrientes dándome las gracias.

Ahora el Camino transcurría entre bosques de encinas y robles.

A unos tres kilómetros antes de Rabanal del Camino se halla el Roble del Peregrino. Por supuesto que yo me dirigí a él.

En el área de este descanso estaba una familia comiendo. Yo llegaba exhausto de fuerzas y había vaciado por completo mi botellita de agua. Les saludé, me miraron con curiosidad y compasión y, pude escuchar a la abuelita que le decía a su nieta: "lleva esta manzana a ese pobre señor".

La niña vino hacia mí y, con temor, me ofreció la manzana. Le di las gracias y le pregunté cómo se llamaba, porque si su nombre era Eva, yo no me atrevería a aceptar su regalo.

Los padres se rieron mucho y me dijeron que se llamaba Mari-Ángeles. Le reiteré mi agradecimiento y volvió muy contenta con ellos.

El padre se acercó al ver que yo miraba mi botellita de agua vacía y me ofreció de su botella llena y fría como el hielo. Rellené la mía, una y otra vez, y las consumí casi sin parar. Estuve, como media hora, charlando con ellos y les prometí tenerlos presentes en mi abrazo al Apóstol.

Me calcé la mochila y continué mi ascenso hasta la Ermita del Santo Cristo, que se encuentra a un Km., aproximadamente, del Roble del Peregrino.

Un pequeño esfuerzo más y me interné en Rabanal del Camino por la pista de la derecha.

La Hostería, de nombre "El Refugio" fue mi primer contacto con el final de esta Etapa. Una vez dentro, me confirmaron tener alojamiento, así que subí de inmediato a la habitación disponible y tras despojarme de mis prendas, empapadas por el sudor, sometí mi cuerpo a una meticulosa y pausada higiene, mediante una magnífica ducha de agua templada. A continuación, me acosté dando gracias a Dios por tanto bien como me había dado.

A eso de las 18 horas me vestí, lavé mi ropa y salí a la calle para acercarme al Albergue que, por cierto, había dos, y visitar la iglesia y el pueblo. La Iglesia de la Asunción estaba cerrada, pero por los vestigios que quedan es románica del siglo XIII; perteneció al Temple.

En el Albergue de los Ingleses, próximo a la Iglesia, no pude entenderme ya que había bastantes peregrinos de habla inglesa y mi persona no merecía mayor atención. Me dirigí al otro, llamado Gaucelmo, donde me sellaron la Credencial.

Luego paseé por la calle de "El Refugio"; el atardecer era muy agradable y me recreé con la panorámica que ofrecía el Pueblo bajo la luz del crepúsculo.

Me encontré con un señor mayor, viudo, y trabé amistad con él. Desde que su mujer había fallecido no había vuelto a venir a Rabanal; de esto hacía cuatro años. Ahora estaba con su hijo y nietos pasando unos días. Mañana volverían a Madrid. Le dejé una tarjeta mía y quedamos en llamarnos, cuando yo regresara de mi peregrinación.

En el Refugio ya se estaba dando la cena. La chiquita, que atendía las mesas, me dijo que tenía que esperar, a no ser que quisiera compartir la mesa con un señor. Le dije que, si él no tenía inconveniente, me sentiría muy a gusto en compartir mesa y charla.

Volvió muy contenta diciendo que el señor le había dicho lo mismo que yo, así que la seguí hasta donde se encontraba. Al verle, enseguida supe quién era. Enfrente de mí tenía a Paco Costas, el presentador del programa "Por una Conducción más Segura".

Me le quedé mirando mientras le señalaba con mi dedo en señal de duda, y él, quitándose las gafas, me alargó la mano y me confirmó que era el mismo que yo pensaba.

Fue una cena realmente compartida. Él estaba haciendo el Camino en bicicleta.

A nuestro lado cenaban dos jovencitas, que le habían pasado en una cuesta arriba, cuando él estaba a punto de abandonar. Me hizo gracia su frase de que "toda España es una cuesta arriba".

Las jóvenes se reían con sus comentarios y él apostaba por la próxima etapa. "Iban a ver de lo que él era capaz".

Hablamos de nuestra profesión, de mi paso por Estudios Moro, a quienes conocía y admiraba. Le hizo mucha ilusión saber que eran primos carnales míos.

Me dio sabios consejos y puedo resumir que me reconfortó mucho su conversación y la clara amistad, que me ofreció. Quedamos en vernos y charlar más ampliamente, cuando regresáramos a Madrid.

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Rabanal del Camino - Molinaseca

Lunes 11 de agosto

Me desperté a las 5,45 de la mañana. Como me encontraba bastante despejado, no tuve pereza para levantarme, asearme y disponer mi equipaje. La dificultad apareció al recoger la ropa lavada la tarde anterior.

Es una dificultad que he tenido casi siempre. La causa principal estaba en que por más que escurriera la ropa, siempre quedaba un elevado porcentaje de humedad y, por otra parte, eran pocas las horas de secado. Para colmo la noche pasada había sido húmeda y fría.

No obstante, el peregrino pone pocas pegas a las contrariedades de cada jornada, así que me puse las prendas lavadas, como si tal cosa y bien "fresquito" me dispuse a salir del Refugio.

Cuál no sería mi sorpresa al ver que el comedor se hallaba ya dispuesto para los desayunos. Me acomodé en una mesa y gocé de un espléndido café con leche y tostadas de pan de pueblo con mantequilla y miel del Bierzo. Bendito sea Dios que así protege a quienes confían en Él.

Con el saludo de rigor me despedí del encargado y subí calle arriba, para meterme en el Camino.

Por mi izquierda se incorporó una familia completa, bien equipada y acompañada de perro. Nos saludamos y caminamos juntos un buen trayecto. Antes del cruce con la carretera se detuvieron para descansar y comer unos bocadillos; les deseé Buen Camino y, al poco, salí a la carretera en el PK 24.

El panorama era maravilloso. Soplaba el Cierzo y hacía frío; los rayos del sol aún no habían superado la altura. Me encontraba por encima de los 1.300 m y durante seis kilómetros seguí ascendiendo.

En esta ascensión el peregrino se encuentra en un plano de igualdad con las cimas de las montañas que esconden Galicia.

Las vistas sobre Astorga son magníficas. El frío de la mañana ayudaba en la ascensión del monte Irago.

En el Km 27 llegué a Foncebadón. ¡Qué tristeza me dio ver convertido en un montón de ruinas y deshabitado un pueblo que, en el medievo, tuvo tanta importancia que se celebró en él un Concilio (s.X), cien años antes de que el eremita Guacelmo fundase un Albergue y Hospital!. El Camino lo atraviesa; me paré a beber y comer una de las barritas energéticas, que me regaló mi hijo Juanjo.

Sentado en una de las piedras, que pudieron pertenecer al portalón del Albergue medieval, cerré los ojos con la ilusión de sentir la caricia del pasado, de lo desconocido, de lo misterioso y, quizás, de lo sublime. ¡Cuántas gestas, cuánta misericordia y amor se habrían dado en aquellos siglos tan alejados del nuestro!

Rompiendo el encanto de ese momento, me incorporé para continuar la ascensión, metido en una auténtica vereda de montaña. A cada paso la pendiente se pronunciaba más y más, hasta desembocar, nuevamente, en la carretera. En este punto ya se divisaba la Cruz de Ferro; aún faltaban unos 800 metros.

Busqué afanoso una piedra, no una cualquiera sino una, la mía; ni grande ni pequeña. De pedernal, redondeada por las lluvias y los vientos. Una que, entre todas, fuera la mejor, para unirla a los miles de piedras buscadas, como la mía, y dejadas en el cerro que sirve de peana a la gran Cruz.

Al llegar y cumplir con el rito de arrojar mi piedra, me despojé de la mochila y me acerqué a la Ermita de Santiago, erigida en este lugar en el Año Santo Compostelano de 1982.

En torno a la ermita hay una bancada de piedra sobre la que descansaban varios peregrinos, que llegaron antes que yo. Nos saludamos y gozamos, medio en silencio, de la belleza que nos ofrecían el Teleno y los montes Aquilanos, que descienden sobre Ponferrada. La verdad es que nadie deseaba apartarse de este balcón sobre El Bierzo. Nos encontrábamos a 1.504 m de altitud.

Saturados de la belleza contemplada, reemprendimos la marcha. Al poco de caminar por la carretera, me pareció oír el tañido de una campana. Se me abrió el corazón, pensando que era toque de Misa de alguna Iglesia o Ermita cercana. La sorpresa fue mayúscula al descubrir que se trataba de una campanilla agitada por Félix, un Hospitalero que, con su túnica de Cruzado, hace guardia en un rincón de la montaña, junto a Manjarín, para dar hospedaje y frugal alimento a los peregrinos.

Vive como un Robinsón, acompañado de perros. Son muy escasas las condiciones de alojamiento, pero es el único Albergue que se encuentra desde Rabanal.

Nos acercamos todos y cogimos lo que pudimos para servirnos leche caliente. Allí nos sellaron las credenciales y, dejando un donativo, continuamos nuestra marcha.

Media hora más adelante tuve que sentarme en la barrera de protección de una curva para poder culminar la cota más alta de este recorrido. A partir de ahí, todo era descenso.

Si la subida del Irago había mermado mis fuerzas, ahora la bajada machacaba, literalmente, todos los músculos de mis piernas.

A través de cerros de escasa vegetación, en pronunciado descenso, salvando matojos e insectos, con un sol implacable sobre las espaldas, se hacía interminable el recorrido.

Al cruzar el Camino por uno de estos cerros, cuajado de tomillo, espliego y romero, pensé no poder contarlo, ya que la senda pasaba justamente a través de innumerables enjambres de abejas. Atravesar por medio de ellas, sin ser atacado, sólo podía ser fruto de la casualidad o de un milagro. Sinceramente, creí que caería víctima de las abejas. A pesar de ello y encomendándome al señor Santiago, me introduje en el camino.

Miles, cientos de miles, millones de abejas, volaban al rededor de mi cara, manos y piernas, acompañando su presencia con el abrumador zumbido de sus alas, como alertándome de que eran las propietarias del terreno y yo un incómodo intruso, que destrozaba el ritmo de su intenso trabajo.

Hubo un momento en que empecé a hablar con ellas, invitándolas a que siguieran tranquilas en su labor, que yo seguiría mi camino y no deseaba crearlas ningún problema. Ahora que lo recuerdo, me río y me encuentro ridículo; sin embargo, puedo asegurar que la situación no era para menos, sobre todo por la tremenda extensión de su territorio. Creo que tardé unos veinte minutos en atravesarlo.

La miel del Bierzo debe ser excelente a juzgar por la copiosidad, tanto de flores de intenso aroma como de los enjambres allí instalados.

Por suerte, al seguir bajando, su territorio quedó arriba y así me libré de su compañía.

De un salto gané la calle principal de El Acebo, justo al lado de una fresquísima fuente. En ella volví a encontrarme con los peregrinos de la Cruz de Ferro.

Conversamos mientras degustábamos la fresquísima agua y frutos secos, que ellos llevaban. Me recomendaron llevar siempre almendras, avellanas, higos secos o algún preparado energético, ya que en trayectos difíciles, como el que estábamos realizando hoy, ayudaban a recuperarse rápidamente.

El Acebo es el único pueblo de estos parajes montañosos que aún conserva vida.

Me llamó poderosamente la atención un rótulo en la entrada de una casa en el que se leía: Campañas de Publicidad, Prensa, Radio, Anuncios TV. No pude por menos de sonreír y admirarme o, más bien, envidiar a quien era capaz de sacar partido de mi profesión en tan apartado lugar.

Al comentar esta anécdota, me informaron que los habitantes de El Acebo estaban exentos de impuestos a cambio de mantener plantadas, durante el invierno, quinientas estacas señalizadoras del itinerario hasta el Puerto. ¿Podría explicar este privilegio tan osada pretensión de mi colega?

El Camino desciende entre las balconadas de madera de las casas. A la salida del pueblo se encuentra la rústica Ermita del Cementerio. Frente a ella se contempla un sencillo monumento de hierro forjado figurando una bicicleta, adosada a un bordón con su calabaza y venera. Se ha erigido en memoria de un alemán que se despeñó por estos abismos cuando descendía en bicicleta.

Por la carretera, como a unos 3,5 km hay un desvío en el que un cartel anuncia: Por aquí no ofrece dudas de la dirección a seguir.

En diez minutos me encontré en Riego de Ambrós. Es esta una pequeña población, que por su situación y belleza paisajística, se la ve crecer.

La reconstrucción de casas antiguas, así como la edificación de chalet, evidencia su atractivo para quienes vivimos tan alejados de la naturaleza y, a no mucho tardar, se convertirá en un lugar de veraneo y descanso.

Desde su entrada hasta la salida hay aproximadamente un Km. A partir de ahí comienza un atajo de tres kilómetros en fuerte descenso hacia un valle.

Con gran trabajo, y apoyándome en el bordón, fui bajando sobre un terreno desigual, entre cantos, riachuelos y desniveles. Según me adentraba en el valle, la humedad hacía más insoportable el calor.

En una de las curvas, abajo y al fondo vi a un señor, sentado a la sombra, en actitud de observador. Al pasar junto a él, le saludé, y quitándome el peso de la mochila, me tumbé a descansar a su lado. Mantuvimos una larga charla.

Me dijo que se llamaba Félix. Me contó que todos los días bajaba a este punto y, desde ahí, saludaba a los peregrinos, les animaba y hacía amistades. Para confirmar cuanto me decía, sacó de su faja unos cuantos sobres que abrió y me enseñó su contenido.

Eran cartas de peregrinos, que se habían fotografiado con él y que le mandaban una copia recordando el momento.

Me preguntó si yo llevaba cámara. Le dije que no la había traído por no aumentar el peso de la mochila. Lo comprendió, pero me di cuenta de que se puso triste. Le hubiera gustado tener una foto conmigo, me dijo, porque él conocía a las personas y sabía que yo no era uno más. "Saltaba a la vista que yo no iba de turismo sino que me asomaban otras intenciones". Le di las gracias y un abrazo. Se echó a llorar y me pidió: "cuando vea usted a Santiago, le pida por Félix". Se lo prometí.

Me ayudó a cargarme la mochila y se quedó de pie, despidiéndome con la mano, hasta que un recodo del camino ocultó nuestras figuras.

Este encuentro me ha dejado bastante "tocado". ¡Cuánta gente buena está en el Camino, esperando que alguien le hable de Dios!

Un poco más adelante hay una casa hexagonal, a la izquierda de la carretera, que, en este punto, cruza el Camino. Seguí por la senda de la pradería.

Ésta sube y baja con frecuencia y, cada vez presenta más dificultades. De aquí a Molinaseca, se hace axioma aquello de que "si mala fue la subida, peor, mucho peor, será la bajada". El extremo de los dedos de los pies golpea constantemente con la puntera de las botas. La fuerte pendiente obliga a una tensión máxima de los músculos de las pantorrillas. Este ir frenando por entre piedras y desniveles, saltando de un lado a otro para evitar las grietas del terreno, por espacio de hora y media, puede agotar al montañero más avezado.

El camino se hacía eterno. En cada curva esperaba ver el final, pero sólo era el arranque de un nuevo trazado. Al cabo de un rato, me pareció que la pista se terminaba en el fondo del valle al cual descendía en pronunciada pendiente. Lo presumible no era lo que yo pensaba; desde el fondo arrancaba un nuevo ascenso hacia la cumbre del cerro, es decir, una nueva prueba para el maltrecho peregrino.

Cuando ya había dejado de pensar y de calcular, alcancé a ver la Cruz, que la Guía sitúa cerca de Molinaseca. Su imagen borró mi aturdimiento anterior y recuperada la confianza, mi paso se hizo más firme y ligero.

Estaba a punto de culminar la hazaña de este día. Abajo se oía el ruido de una corriente de agua. Cuando llegué a la última curva del Camino, vi a gente bañándose en el río Meruelo. ¡Qué envidia! Aún estaba lejos, a más de 20 minutos de la entrada a la población.

Seguí bajando, sin control, hasta la carretera; a mi derecha estaba la ermita de Nuestra Señora de las Angustias. Me acerqué tambaleante y, desde la reja, traté de darle gracias y pedirle que me acompañase.

Crucé el río Meruelo por el puente de los Peregrinos; es de origen románico. Desde el centro del puente, Molinaseca presenta una panorámica espléndida, si bien yo no me sentía con ánimos para saborear su belleza.

Al enfocar la Calle Real vi el letrero de un Hostal. A él me encaminé, preguntando por posada y fonda. Me dijeron que la habitación valía 4.000 pts y la comida aparte. Dije que me parecía cara, pero que si tenía ducha o baño, aceptaba. Me dijeron que la ducha era compartida para cuatro habitaciones. Me pareció un abuso y me retiré, buscando un sitio donde sentarme y descansar un rato.

Un señor, que había oído la conversación, me dijo que no lo tomara en cuenta, que esa gente era así. Me llevó a un banco y pidió que me esperase.

Al poco oí la voz de una mujer que discutía con este señor y le venía diciendo que no se podía uno fiar de los peregrinos; que casi todos eran unos vividores. El señor argumentaba que yo parecía distinto y que rara vez se equivocaba.

Aparecieron por la esquina de la casa donde me encontraba sentado. La señora me pidió que la siguiera y me condujo a una casa antigua restaurada, con tres habitaciones, salón, cocina, baño, etc. Me dijo que eligiera la cama, que más me gustase, para hacérmela y me dio las llaves. Le pregunté si no iba a venir nadie más a dormir. Me dijo que no, que toda la casa era para mí.

Me enseñó el armario del cuarto de baño donde había toallas, jabón, colonia, etc. Me pidió que, cuando me marchara, le dejara las llaves en el montante de la puerta de entrada.

Le pregunté que cuánto debía pagarle y me dijo que lo que quisiera, ya que, aunque me pidiera mucho, no le iba a compensar del alquiler que cobraba por día para seis personas. No era muy simpática, pero no cabe la menor duda de que su comportamiento no pudo ser más honesto y cristiano.

Relajado por una buena ducha y recuperado de mi cansancio, salí en busca de algún sitio donde pudiera comer. Entré en el Mesón "Casa Marcos", que conserva su arquitectura de casa solariega y, junto a la chimenea, en la mesa 1, me sirvieron el menú. Creo que, entre la espera y durante la comida, consumí más de dos litros de agua.

En la barra tomé un café exprés, bastante bueno y volví a casa para echarme la siesta. Dormí como dos horas y me levanté totalmente nuevo. En el salón me senté para ver algo de televisión, pero fui incapaz de aguantar ni un cuarto de hora.

A eso de las siete bajé al Albergue, que se encuentra a la salida de Molinaseca. En él pude conectar con mis amigos peregrinos; me sellaron la credencial y compré un bocadillo de chorizo y una cerveza.

Al poco vinieron a buscar al hospitalero para atender a unos peregrinos que se encontraban muy mal y con fiebre. El comentario de todos fue: otro más. Con éste ya van siete.

Pedí que me informaran sobre lo que estaba pasando y se extrañaron de que a mí no me sucediera lo mismo. Me preguntaron si yo había bebido de la fuente de Manjarín. Al decirles que estuve a punto, pero que lo evité, porque había una vaca bebiendo y no me apeteció ponerme junto a ella; me dijeron: "pues eso te ha librado. Nosotros lo hicimos y todos estamos que damos pena".

A continuación, busqué una cabina desde donde llamar a mis hijos. Luego recorrí las calles y, realmente, Molinaseca es como un oasis.

Su conjunto da la impresión de Villa medieval, de gran señorío y riqueza. La piedra y la pizarra de sus tejados, unidas a la madera de las solanas genera paz y seguridad.

El río esta canalizado de forma que los habitantes pueden gozar bañándose en sus límpidas aguas, como en pocas partes puede lograrse.

Existen Fondas y Bares, que mantienen ese aire de antigüedad.

En fin que, a pesar de la dureza de esta etapa, paseé hasta casi las once de la noche, disfrutando de sus casonas barrocas, del Hospital de Peregrinos, de su historia y de su belleza.

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Molinaseca - Cacabelos

Martes 12 de agosto

Estaban dando las 6 en el reloj de la Iglesia, que estaba frente a la casa. Di gracias a Dios por el nuevo día y encomendándome a Jesús, a la Virgen y a mi Ángel custodio, me levanté para asearme y consultar en la Guía la etapa, que me proponía comenzar. A Ponferrada hay más de 5 kilómetros, si bien la ruta es bastante confusa. Al final decidí hacerlo por carretera.

Al pasar por delante del Albergue, me detuve y me ofrecieron café con leche y sobados. Con mucho gusto lo acepté, y tras dialogar con los más jóvenes y dejar mi donativo, seguí camino.

La mañana era clara y a esas horas fresquita; sin embargo el recorrido resulta un tanto anodino y ni motiva para la oración ni para gozar del contacto con la naturaleza.

Además, conviene ir atentos porque la circulación es intensa, la carretera estrecha y sin cuneta. Todo esto hace que, principalmente en las curvas, se vea uno obligado a detenerse para no ser arrollado por los conductores de coches y motos.

Por fin, en una última curva, atravesé el río Boeza, de poco caudal y muy maltratado; hasta olía a cloaca. Aparecieron enseguida unas naves industriales.

Inicié mi entrada en la ciudad, cuesta arriba y por la parte moderna del ensanche. Su aspecto me producía sensación de tristeza y fracaso. Las típicas aglomeraciones urbanas de casas-colmena, avenidas y semáforos. Tenía a mi favor el que todavía era temprano y la ciudad aún dormitaba.

Estaba desorientado, ya que mis notas me hablaban de auténticas joyas arquitectónicas de los siglos XII, XV, XVI y XVII, así que busqué a alguien que me pudiera informar.

Puesto en buen camino, no tardé en fundirme con todo lo que venía buscando. ¡Qué maravilla! La Puerta y Torre del Reloj, el Ayuntamiento, el Hospital de la Reina -fundado en 1498 por Isabel la Católica-, la Basílica de la Virgen de la Encina -Patrona de la Ciudad y de todo El Bierzo- en la que se conserva la preciada cruz románica de Santo Tomás de las Ollas, la Iglesia de San Andrés en la que se venera el Cristo de las Maravillas o de los Templarios (s.XIII), y cómo no, el Castillo-Convento del Temple... A continuación me dirigí hasta el Albergue, muy próximo al castillo.

En él me atendieron dos Hospitaleras, que se interesaron mucho por mi opinión e ideas sobre el espíritu peregrino. Una de ellas se emocionó tanto que apenas podía pronunciar palabra. Me pidieron que me quedara más tiempo y me invitaron a pastas y leche. Fue muy difícil separarme de ellas.

Me rogaron que las escribiera, que las tuviera presente ante el Apóstol y, así, me acompañaron hasta la basílica de la Virgen de la Encina.

Entraron conmigo a la Iglesia y juntos rezamos, dando gracias a Dios por habernos puesto en su Camino y habernos regalado esta Fe, por la que gozamos de su presencia notoria y gratificante.

Estos momentos de goce espiritual muy pronto se iban a desvanecer ante el calvario que supone atravesar esta ciudad.

Al otro lado del casco antiguo hay un Parque muy bonito y apacible por el que me adentré para, a escasos metros, encontrarme otra vez en medio de la calle. Fui bajando hasta llegar a una plaza, donde tenía que dirigirme hacia la N-VI.

Una señora, desde la acera de enfrente, me gritó: ¡Peregrino! Yo me detuve y me acerqué a ella.

Muy cariñosa, viendo mi medalla de Santiago en el pecho, me puso su mano sobre ella y me dijo: "podía haberte dejado continuar por donde ibas y, también hubieras llegado a Santiago, pero es mucho mejor que vayas por la antigua ruta jacobea. Tú eres un auténtico peregrino y me creo en la obligación de indicarte el mejor camino".

Yo le di las gracias y le comenté que Dios siempre ayuda a quienes se dejan aconsejar. Crucé la calle en la dirección que me había indicado y al volverme para despedirme de ella, no vi a nadie. Miré a derecha e izquierda y nada. Alcé los ojos al cielo y sonreí. Recordé que aún no había hecho la jaculatoria a mi Ángel de la Guarda. Fuertemente motivado, me disculpé y le pedí que no se apartara de mí.

Durante un par de kilómetros la calle transcurrió entre montones de escoria y carbón, lo que no era grato a la vista, pero fue apareciendo una urbanización de chales preciosos en cuyo centro estaba la Iglesia de Santa María del Camino y unos indicadores de la Ruta Jacobea. Perfectamente señalizada, continué por ella hasta llegar a Cuatro Vientos.

El Camino sigue por detrás de la zona industrial. No se puede decir que este trayecto sea agradable y, menos cuando el sol de mediodía aprieta lo suyo.

Estaba deseando encontrarme en plena naturaleza y aún debía atravesar un larguísimo pueblo, con aceras muy estrechas, que obligaban a mirar constantemente hacia atrás, para evitar que algún coche te llevara por delante. Se llama Camponaraya y tiene mucha industria vinícola.

Antes de entrar en él, un paisano se quedó mirándome y dijo: "¡hala, hala! Al camino de los tontos".

Sin querer dar demasiada importancia al insulto, le contesté: ¿de los que van o de los que se quedan?, y añadí: Gracias a los millones de peregrinos, que por aquí han pasado, se ha hecho grande su tierra. Se han necesitado más de mil años y el paso de millones de "tontos" para que a Ud. se le abriera la mente y el corazón. Pero no hay peor ceguera que la del alma.

Grandes carteles, vallas y anuncios invitan a detenerse en la Cooperativa X en la que ofrecen vino para comer tu bocadillo.

Al cabo de 1.600 m dejé la carretera tomando una pista, que arranca a la izquierda y pasa junto a la Cooperativa Viñas del Bierzo; no me detuve porque era tarde y me quedaba más de hora y media de camino a Cacabelos.

A lo largo del recorrido había viñedos, dos o tres ríos que no sé cómo se llaman, quizás no fueran tres y a lo mejor se trataba del mismo; no era importante.

Cuando ya pensaba que nunca llegaría el momento de poder descansar, al final de una amplia curva apareció Cacabelos.

En la Gasolinera de la entrada pregunté por "Prada A. Tope", famoso industrial, que atiende divinamente a los peregrinos. Me indicaron el camino, si bien no acerté en la elección del más correcto.

Una funcionaria de Correos, que repartía en Vespa las cartas, me dijo que iba mal, pero que si pasaba entre los huertos, saldría frente al Hostal de Prada. Así lo hice y, nada más empezar, todos los perros de los diversos huertos comenzaron a ladrar y a perseguirme, lo que me obligó a portarme como un delincuente acosado, que corre salvando alocadamente las dificultades del terreno, por encima de acequias y sembrados, hasta alcanzar un lugar seguro donde protegerse.

Sudoroso y polvoriento me presenté a Prada, quien me acogió como si me conociera de toda la vida.

Me hizo dejar la mochila en la entrada de la tienda/almacén/bodega, que de todo tiene y muy bueno por cierto, y me invitó a lomo, jamón, chorizo, queso, pan, agua y vino.

Me dijo que lo tomara tranquilo y que luego me enseñaría el resto de su Palloza-Restaurante. Desde luego merece la pena visitarse y poder hablar con tan noble personaje.

Villafranca del Bierzo aún distaba unos siete kilómetros y yo no me encontraba en condiciones de continuar, sobre todo por el enorme calor que hacía, así que busqué un sitio donde alojarme y acerté al elegir el Hostal Santa María. Bien es verdad que me atrajo el nombre.

En una habitación abuhardillada, pero muy bien acondicionada, pude examinar cómodamente mi situación.

Traía bastante ropa sucia y necesitaba renovar mi ajuar, así que lo primero sería lavar todo lo aprovechable, ducharme y salir a comprar lo que fuera preciso. Dicho y hecho.

Por la calle de los peregrinos bajé hasta la Parroquia de Nuestra Señora de la Plaza. Entré y pude ver a la derecha un ábside románico, que debió pertenecer a la primitiva iglesia y a la que, sin duda, también correspondería una pequeña imagen románica del s.XIII de la Virgen sedente, situada en el centro del óculo de su portada meridional. Me enteré de la hora de la Eucaristía y salí a comprar una camisa.

En la Plaza hay una mercería y lencería. Pregunté si tenían camisas de hombre. Una señora muy amable me dijo que sí y, entre los dos, buscamos la que mejor me iba.

Entablamos una amena conversación sobre el tema religioso, las peregrinaciones y la tristeza que daba ver como, hoy en día, todo esto suena a raro.

Recordaba que, no hacía tanto tiempo, Cacabelos era un lugar de acogida y de un gran espíritu religioso. Me despedí asegurándola que pediría por ella ante el Apóstol Santiago.

Fui a la Parroquia y me uní al rezo del Rosario. A continuación se celebró la santa Misa; la seguí con gran devoción.

Me quedé un buen rato dando gracias, hasta que el sacerdote me invitó a salir, porque iba a cerrar.

En la puerta hablamos de todo un poco y le pedí su bendición para la nueva etapa de mañana.

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Cacabelos - Vega de Valcarce

Miércoles 13 de agosto

Son las 6 de la mañana; la atmósfera se presenta transparente y luminosa. La ropa, tendida en el alféizar de la ventana, aún está húmeda.

No había dormido más de cinco horas, pero después de la ducha, me encontré sin pizca de sueño.

A veces pienso que es un milagro que ni siquiera se me hayan hecho ampollas en los pies. Mi estado físico era de lo mejor; me sentía joven y optimista.

Con la mochila a cuestas, bajé la escalera.

En el vestíbulo se encontraba un muchacho joven, que me atendió con respeto y cariño. Le pedí la cuenta y me preguntó si iba a desayunar. Me quedé un poco extrañado, ya que normalmente antes de las siete me ha sido difícil encontrar a alguien que me ayude.

Acepté y me dijo: "siéntese en la Cafetería, y desayune tranquilo; eso es lo importante. Para pagar siempre hay tiempo". Me sirvió un desayuno completo, zumo de naranja incluido.

Cuando salí a la calle de los Peregrinos, pasada la Parroquia de Nuestra Señora de la Plaza, a quien saludé quitándome el sombrero y haciendo una comunión espiritual, enseguida me topé con el puente que cruza el río Cua.

Prada me había hablado muy bien de este paraje junto al puente y, a la vista de él, yo diría que se quedó corto.

El Camino sigue por la carretera, por lo que crucé a la cuneta de la izquierda. A las 7,40 pasaba por delante de Pieros y, no viendo nada que me pudiera interesar, continué andando.

A unos 2 km ya se divisa Villafranca, encaramada en una ladera montañosa y, enseguida, aparece un mojón indicando: A Villafranca 2,5 kilómetros.

Seguí la pista que conduce al alto del Burgo medieval, entre nuevas edificaciones, que el asentamiento de nuevas familias ha realizado.

A la izquierda queda el Castillo-Palacio, que presenta enormes cubos ovalados en sus esquinas y que, según me dijeron, pertenece a la familia Álvarez de Toledo.

Mi deseo era llegar cuanto antes a la Puerta del Perdón. Esto suponía algo así como alcanzar una Gracia especialísima, reservada a los peregrinos de todos los tiempos.

Levantando la mirada del suelo, a mi derecha estaba la corta pero empinada subida a la Iglesia de Santiago. Antes de pensarlo ya estaba en la Puerta, pero se encontraba cerrada. Estaba yo solo. Di una vuelta alrededor de la Iglesia; es maravillosa. Pequeña joya románica del s.XII, erigida por D. Fernando, Obispo de Astorga, en el 1186. Se encuentra en muy buen estado y su reconstrucción ha seguido fielmente las pautas histórico-artísticas de este monumento. Su mayor interés reside en la portada septentrional, que se conoce como la Puerta del Perdón. Por ella entraban los peregrinos, imposibilitados de continuar hasta Compostela, y en este Santuario podían beneficiarse de las mismas gracias, mediante la Confesión de sus culpas y la recepción de la Eucaristía.

Mientras venían a abrir la iglesia me dediqué a examinar detenidamente sus cuatro arquivoltas y su profusa decoración escultórica.

Me acerqué al Cementerio, anejo a la Iglesia; recé por mis familiares, amigos y principalmente por Merche, que en ese día se cumplían los 42 meses de su muerte.

Entré en el Albergue, improvisado albergue de peregrinos por iniciativa de la familia Jato, que lo atiende gratuitamente. Lo han acondicionado con plásticos y maderas en un antiguo invernadero de su propiedad.

Me ofrecieron café, un tomate ecológico y agua fresca. Me sellaron la Credencial y me despidieron con el saludo de "Buen Camino". Mientras ya había venido la joven que cuida de la Iglesia. En la Puerta del Perdón, en ese momento, estaríamos unas diez personas, de las cuales el único peregrino, con pinta de peregrino, era yo. Los demás habían llegado en coche y en plan turístico.

Es triste que la joven encargada no diera ninguna explicación a los visitantes; tan solo se acomodó delante de una mesa sobre la que se ofrecían tarjetas postales, libros y recuerdos de Villafranca.

Recé ante el Cristo bizantino y el Apóstol Santiago y, encomendándome a mi Ángel de la Guarda, bajé al centro de la población para admirar sus palacios y casas blasonadas mientras recorría la calle del Agua -vía de los Concheiros-. Merece destacarse la Colegiata de Santa María del s.XVI de la escuela de Gil de Hontañón; la Iglesia de la Anunciada del 1606, en la que se encuentra el Panteón de Los Osorio; y el hospital de Santiago, único superviviente de los cinco que se tiene noticia.

Cruzado el puente sobre el río Burbia llegué al final de la calle. A la derecha sube un camino muy empinado, que dice ser el de los francos, y va por la serranía. Siguiendo por la calzada, ésta me conduciría a la N-VI.

En la Guía no se aclaraba cuál de las dos rutas era la mejor, y decidí seguir por la carretera.

Llegado que hube al cruce con la N-VI, la mayor dificultad que encontré fue el intenso tráfico de camiones y turismos; principalmente por ser de doble sentido y que, inmediato al cruce se encuentra la salida de un túnel. Esto me dificultó y obligó a circular por la cuneta de la derecha con el peligro de ser arrollado.

Al existir múltiples curvas, debía esperar una recta que coincidiera con menos tráfico y me permitiera cruzar al otro lado sin grave riesgo. Creo que esta operación me llevó cerca de una hora. Logrado esto, ya podía empezar a recrearme en el paisaje, muy bello, mientras a mi izquierda sentía el armonioso murmullo del río Valcarce. Durante 11 kilómetros fue mi inseparable compañero de viaje.

Un cartel anunciaba "Pereje"; consultada la Guía y ver que no ofrecía otra cosa que ser coto truchero, recuperé mi ritmo y continué adelante.

En Trabadelo, me acerqué a un Hostal en el que pedí un bote de Aquarius; me indicaron que lo sacara en la máquina de la entrada. Dejando la mochila, adquirí un bote. Estaba helado; me senté en una mesa para degustarlo despacio y relajarme de la tensión del camino.

Este descanso me compensó un poco del agotamiento que traía. Hasta ese momento llevaba recorridos más de 8 Km por una de las carreteras de mayor densidad de tráfico. Consumí un segundo bote y me puse de nuevo en camino.

En unos cincuenta minutos llegué a Portela, enclavado en este paraje de gran vegetación y arbolado; por mitad de la población pasa el río Valcarce. Todos estos pueblos son muy idóneos para disfrutar de unas vacaciones y fines de semana.

En cinco minutos más, recuperé la serenidad al torcer el Camino por una comarcal a la izquierda, en dirección a Vega de Valcarce. Fue como entrar en el Paraíso; sin coches, escuchando el acompasado ruido de mis pasos y el acariciante murmullo del río.

Todo esto acontece en el PK 419 de la N-VI, que sigue por el moderno y gran Viaducto, construido para salvar el valle.

Al pasar por Ambasmestas, justo al lado de la fuente del Peregrino, donde invitaban a sellar la Credencial y ofrecían bordones, me encontré con Fernando Guerrero. Le costó un poco reconocerme. No era de extrañar por la pinta que traía.

Nos parecía increíble que en un punto tan apartado de las vías principales de comunicación, en un valle escondido y, de forma tan imprevista, fuéramos a encontrarnos.

Cuántas batallas libramos juntos, impulsados por nuestra fe con cuánto ardor y entrega, tanto en la Campaña del 60º Aniversario de la Consagración de España al Sagrado Corazón como en la defensa de la Familia, de la Vida, etc.

Le encontré bastante más mayor, y supongo que a él le pasaría igual conmigo, ya que debía hacer del orden de unos doce años que no nos veíamos.

Estaba de vacaciones con su hija y nietos, que no dejaban de tirarle del pantalón para irse a comer. Nos dimos un fuerte abrazo y le prometí tenerle presente ante el Apóstol.

Antes de llegar al final de mi etapa encontré un Albergue que tenían el menú del Peregrino. Como ya eran las 14,30 h. entré a comer.

La verdad es que el servicio deja mucho que desear y es una pena, porque el sitio es bonito y no se come mal, pero se presta más atención a los jóvenes del pueblo, que vienen en plan de alterne, que al cansado peregrino.

Al entrar en Vega de Valcarce enseguida vi, en el mismo puente, un cartel que decía: "Pensión Fernández" y decidí hospedarme en ella.

Llamé y, por la ventana, una señora me preguntó qué quería. Al ver que era peregrino, me abrió la puerta y me pidió que subiera por la escalera.

Arriba me esperaba y me enseñó la habitación y el cuarto de baño, que estaba enfrente. Me pareció bien y le dije que primero me iba a duchar y luego descansaría un rato.

Me comentó que más tarde la encontraría sentada en el banco de la entrada, tomando el fresco y ya hablaríamos.

Vega de Valcarce es la capital del Valle, en plenos Ancares leoneses. Estas son tierras prehistóricas comunicadas por calzada romana.

Vega de Valcarce surgió a la vera de dos castillos: a la derecha del río, el de Castro Sarracín, de los siglos XIV-XV, si bien su origen se remonta a fines del X; al otro lado, se encuentran los vestigios del de Castro de Veiga. Ambos castillos se recuerdan cargados de misteriosas leyendas, entroncadas con la tradición celta.

Es Vega mercado en los Ancares, especialmente cuando se aíslan las aldeas y se hace difícil la supervivencia en las pallozas.

Bajé sobre las seis de la tarde. La encontré, tal y como había dicho, sentada en el banco de la entrada. Me hizo muchas preguntas y al enterarse de que enviudé, hacía poco, se mostró muy compasiva y dio rienda suelta a sus problemas. Acababa de salir de una depresión y aún no se encontraba curada del todo.

Vino una hija suya, acompañada del yerno. Me presentó y amenizamos la conversación. Su hija trabaja en una Funeraria y el yerno la ayudaba. Parecía que les iba bastante bien. Yo les dejé en animada charla y subí al Albergue a saludar a los peregrinos.

Esa tarde me encontraba optimista y como a los del Albergue les encontré un tanto tristones, me dediqué a contar anécdotas e historias, que les hicieron reír a carcajadas. Me decían que lo que más admiraban en mí era verme siempre alegre y como si acabara de empezar el Camino, por dura que fuera la etapa y en el punto en que me encontraran.

Desde donde estábamos se divisaba, sobre un altozano, el Castillo. Me puse en pie y dije que, para hacer tiempo, iba a visitar los castillos. La carcajada fue general.

Con esa alegría les dejé y me fui a la Parroquia, que queda muy cerca del Albergue. Allí había un corrillo de señoras dialogando con el Párroco. Saludé y pregunté a qué hora había Misa. El Párroco, un tanto sorprendido, dijo que no iba a estar diciendo Misa a todas horas.

Me disculpé y entré a hacer un poco de oración. Entró luego él y trató de justificarse diciendo que, si en lugar de ser yo sólo hubiera habido más personas, entonces no le hubiera importado celebrar una Misa. Yo le dije que no se preocupara y que me encomendara en la primera Misa que celebrase.

Salí y me fui hacia la Pensión. La señora me había avisado que ella, antes, daba también comidas, pero que desde que se quedó sola y ver que sus hijos no querían saber nada de la Pensión, tan solo ofrecía alojamiento. Por esta razón me dirigí a un bar de la Plaza y allí consumí un poco de cecina con pan y vino.

Todavía estuve un largo rato, sentado en la puerta de la Fonda, contemplando cómo la espesura de los bosques iba cerrándose con la obscuridad de la noche; mientras recé el Rosario.

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Vega de Valcarce - Alto do Poio

Jueves 14 de agosto

Creo que esa noche soñé con alguna de las leyendas medievales del Castro Sarracín y, sobre todo, con la dureza de la etapa que debía realizar al día siguiente.

Me desperté, como siempre, a las 5,45 h. Sin pereza me duché, aseé y acondicioné bien mi mochila. Me esperaban 10 kilómetros de dura ascensión.

A las seis y media cruzaba el puente sobre el Valcarce. Me detuve para echar un último vistazo sobre el pueblo.

Aún no había amanecido y el cierzo se empezaba a despegar de la superficie del río. Al contemplar tanta belleza mi alma estalló en una acción de gracias al Creador. ¡Todas su obras son maravillosas!

Hacía frío y al observar que la cafetería-pastelería de la carretera estaba abierta, me dirigí hacia ella y dejando mi mochila en el exterior, me introduje en el establecimiento.

Como me extrañó encontrar a una hora tan temprana un servicio de hostelería abierto, lo comenté con la dueña. Ella me aclaró que, siempre que ve peregrinos en el Albergue o por el pueblo, procura abrir pronto, porque sabe que madrugamos mucho.

Pedí chocolate con ensaimada y un vaso de leche fría. Compré dos botellitas de agua y, agradeciéndole su gentileza, me dispuse a emprender mi ascensión con brío y coraje.

Al salir saludé a cuatro peregrinos que también habían venido a "cargar sus pilas". ¡Buen Camino!

Como a unos veinte minutos pasé por Ruitelán, que conserva una modesta pero encantadora Iglesia románica de ábside rectangular, de gran tradición hispánica, que debe pertenecer a finales del siglo XI o principio del XII. Se encuentra nada más cruzar el río.

Entrando en Herrerías volví a encontrarme con una familia francesa, padres y una hija de unos quince años. Los tres gozaban de una vigorosa salud, y de bastante "humanidad".

Iban muy fatigados y, al saludarles, me pidieron que no retrasara mi ritmo, que ellos debían tener presente su condición y que irían haciendo paradas según se lo pidiera el cuerpo. Eran muy simpáticos y les animé con la tan manida frase de lo importante es llegar y añadí: Santiago está sentado y no tiene prisa; hace 20 siglos que nos espera. Les hizo mucha gracia y tomaron el cuaderno para apuntar la frase.

Al final de Herrerías, en las últimas casas, se dice que estuvo el Hospital de Ingleses. A unos trescientos metros volví a cruzar el río e iniciar, todavía por la comarcal, una pendiente que dudo mucho fuera capaz de superar un coche en primera.

A mis espaldas oí el resuello de un peregrino joven, que me dio alcance. Me volví para saludarle y poco más pudimos decir, porque necesitábamos toda la ventilación de nuestros pulmones para respirar.

Como a un kilómetro apareció a la izquierda un sendero, que bajaba al vallecillo. Cruzamos de nuevo el río y empezamos el colosal ascenso por la montaña.

Le dije al joven peregrino que él fuera a su paso, porque yo no era muy buen escalador. Me lo agradeció y se puso delante.

A pesar de que todos los días y, de forma especial éste, me rociaba con el spray ahuyenta-insectos, todos los tábanos, moscas y mosquitos de los Ancares arremetían contra mi piel y nada podía hacer para evitarlo. Esto suponía que, además de hincar el bordón en el sitio adecuado, agarrarme con fuerza a los matorrales y buscar el punto de apoyo para no resbalar, debía espantar, constantemente, con la mano que tuviera libre a los enemigos matutinos de cada etapa peregrina.

El camino, vereda o pista, como se quiera llamar, es más bien una pendiente que, para superarla, hay que escalar.

Procuraba no mirar hacia arriba, pues tan solo encontraba un camino cerrado por el bosque; en cada recodo esperaba ver alguna claridad, indicadora de haber superado la prueba, pero esto no sucedió hasta bien pasadas dos horas de continua ascensión.

A la entrada de la Faba, sentado en una roca y vaciando botella tras botella de agua, estaba mi predecesor. Me dijo que tan sólo hacia un cuarto de hora que había llegado. Le pregunté si eso me lo decía para consolarme y, sonriente, me dijo que era la pura verdad. También él había sentido la tentación de pararse y no continuar.

Despojándome de la mochila, empapada de sudor y no digamos nada de mi camisa y pantalón, saqué mi botellita de agua y empecé a vaciarla.

Enfrente de donde estábamos había una fuente de fresquísima agua y unos paisanos de la Faba nos indicaron que bebiéramos sin miedo de ella, porque era muy sana y "recuperadora". Llené mis botellitas y creo que metí dentro de mi estómago algo así como dos litros. Recuperado pude integrarme en la sorprendente belleza del paraje.

La Faba es un pueblo, casi como una aldea, cuesta arriba, cuesta abajo, muy de montaña y rodeado de frondosa y verde vegetación. Alguna casa guarda el empaque de mansión-palacio o casa solariega. Precioso; no me importaría vivir en él.

Cuenta la historia que el Obispo de León, San Froilán, se estableció como eremita por estas tierras. "La Faba y el Cebrero separan León de Galicia, donde se une el cielo y la tierra".

Ahora, juntos, reemprendímos la subida a Laguna de Castilla. El paisaje se abre ante la ausencia de vegetación.

Caminamos por una pista de arena y piedra, muy propia de alta montaña. Al llegar a Laguna, coincidimos con la salida de vacas de un establo y que se encaminaron por la misma pista en dirección hacia nosotros. Era evidente que no cabríamos todos, así que nos apartamos como pudimos para dejarlas pasar, pero ni así lo logramos.

El vaquero nos indicó que no las asustáramos, porque podían darnos una coz. ¡Lo que nos faltaba! Por fin, y con un potente olor a vaca en nuestra ropa, logramos continuar camino arriba.

A unos seiscientos metros, en una bifurcación, se toma la ruta de la derecha, que se convierte en pista y, enseguida, se encuentra un mojón indicador del kilómetro 152,5, que son los que faltan para Santiago. Muy próxima se halla una gran piedra con el escudo gallego, que señala la entrada en la comunidad a través de la provincia de Lugo.

El sol ya estaba en pleno cenit y el calor dificultaba más el ascenso; no obstante, como todo esfuerzo tiene su premio, de pronto me encontré en el asfalto de la carretera que circunda O Cebreiro.

La emoción embargó todo mi ser. Allí estaban las pallozas soñadas; allí estaba la iglesia de Santa María la Real; allí se encontraba el Relicario del Santo Milagro del Cebrero.

Aún no me lo creía y, sin embargo, ya me encontraba en el interior de la Iglesia, avanzando hacia el Relicario en el que se venera el Cuerpo y la Sangre de Cristo, encerrados en unas ampollas de cristal de roca.

Caí de rodillas ante el Santo Milagro. No puedo relatar el cruce de sentimientos que embargó mi alma. Lloré y lloré con incontenibles lágrimas de emoción. A sus pies estaba este peregrino, bañado en sudor, aferrado a su bordón, mientras el peso de su mochila le hundía, cada vez más, en el reclinatorio. No sé cuánto tiempo estuve mirando, con los ojos empañados por las lágrimas, el Sagrado Misterio.

Quise acercarme pero, con gran cariño, un franciscano me pidió que no lo hiciera; podía servir de ejemplo y los demás también lo harían y podía dañarse el relicario. Me dijo que le siguiera hasta la sacristía, para sellarme la Credencial y para que me explicaran el Milagro.

En la Sacristía estaban dos frailes más; mi acompañante me dejó con ellos. Se interesaron mucho por mi peregrinación. Al verme tan emocionado, uno de ellos me miró al pecho y dijo que había algo en mi persona que le evocaba la imagen de los peregrinos históricos.

En mi camisa, junto al corazón, llevaba una medalla de Santiago y al cuello la Tau, que me había regalado Luigi en Castrojeriz. Le pedí al franciscano que me aclarara el significado de esta cruz.

Me dijo que en el Antiguo Testamento fue la señal que los israelitas llevaban en la frente para que el Ángel exterminador no los matara. Luego el otro me explicó el Milagro del Grial.

Les pedí su bendición y ellos, a su vez, me pidieron que les tuviera presentes en el abrazo al Apóstol.

La Iglesia del Milagro es románica del s. XI sobre fundamentos de otra del s. IX. Tiene planta basilical de tres naves con bóvedas de cañón. La imagen de la Virgen titular es una talla del s. XII.

En la nave de la derecha se encuentra el Relicario. El franciscano me contó el relato del milagro de la siguiente manera: "Por el año 1300, en una mañana de violenta ventisca, llegó a oír Misa un pastor del vecino pueblo de Marxa Major. El monje, que celebraba la Misa, pensó para sus adentros: ¡Será burro, hacer este camino con este tiempo, sólo por un poco de pan y vino! Instantáneamente, las especies eucarísticas se convirtieron en carne y sangre". El hecho fue difundido por todo Europa y, hasta Wagner parece que se inspiró en él para su Parsifal.

El relicario, consistente en dos ampollas de cristal de roca, y dos estuches de plata para su protección fueron regalados por los Reyes Católicos, durante su peregrinación de 1486.

Me costaba trabajo apartarme de este acogedor lugar. A la salida de la Iglesia vi a un señor que vendía fruta, hortalizas, huevos y miel. Compré unos higos de hermoso aspecto y, sentándome junto a la carretera, los comí. Luego, continué el Camino.

Aún cuando los lugareños te animan, diciendo que lo peor ya ha pasado y que, a partir de ahora, se marcha por suaves pendientes, la verdad es que cada suave descenso supone una nueva cima a coronar y esto sobre un cuerpo que ya lleva más de 5 horas de penoso ascenso, termina agotando al más joven y fuerte de los peregrinos.

Al poco de coronar el Alto de San Roque, a la izquierda del camino existe un monumento en bronce del Apóstol Santiago de muy buena factura. Es imponente, y raro es el peregrino que no posa ante él para su álbum de fotos. A mi no me fue posible por no disponer de cámara ni de acompañante.

No llevaría más de hora y media andando cuando por Hospital de la Condesa me encontré con el joven peregrino, Javier creo que se llamaba, y que me dijo si sabía bien por dónde íbamos.

Estaba desfallecido y prefirió continuar conmigo hasta donde se pudiera recuperar. Comentamos la dureza de esta etapa, y procurando hablar lo menos posible para no perder el aliento, continuamos en fila de uno.

Desde el Camino veíamos muy por encima de nuestras cabezas la carretera LU-634 y el transitar veloz de los vehículos. Por nuestro desfiladero se hacía sentir con fuerza el calor, principalmente por la humedad del valle.

En Padornelo hicimos una parada, sentados en el brocal de una fuente. Allí repusimos fuerzas para atacar el último obstáculo de la mañana: la subida al Alto do Poio: trescientos metros de desnivel semejante al que habíamos acometido en la subida a La Faba. Creí morir.

Arriba está el Albergue; a la puerta había unas sillas y mesas con toldo. No hizo falta ningún comentario. Allí dejamos nuestras mochilas y sentamos nuestros cuerpos. Pedí un bote de Aquarius y luego otro.

Fueron llegando peregrinos a pie y en bicicleta. Hicieron lo mismo que nosotros, si bien con otro aire más mundano y de superioridad. Los de las bicicletas hicieron gala de su vocabulario soez y blasfemo, mientras denostaban las condiciones del Albergue.

Yo me acerqué para ver las posibilidades de alojamiento que ofrecía y, en verdad tan solo consistía en un almacén en el que se podían poner unas colchonetas con la garantía de que la bomba del agua la apagaban durante la noche para que no molestara (?).

Cuando se marcharon los peregrinos, vino hacia mí la Hospitalera a preguntarme cómo había llegado hasta allí. Al contestarle que por la pista que sube de Padornelo me dijo que la estaba engañando, que yo no tenía aspecto de haber venido andando. Que me habrían traído o habría venido en coche.

A pesar de asegurarle sobre mi condición de peregrino a pie, no se lo creyó. Entre que no veía espíritu de acogida ni ganas de servir, y para colmo no creía lo que le aseguraba, pagué y crucé al otro lado, donde estaba el Hostal de Santa María. Allí fui muy bien acogido y atendido. Decidí quedarme a comer y dormir. Subí a mi cuarto, me duché y cambié.

En el comedor una familia, compuesta de padres, abuelos, hija y yerno, me miró y saludó muy cariñosa. Su mesa estaba contigua a la mía, así que conversamos durante toda la comida. (En este Hostal he comido las patatas guisadas con carne más ricas de mi vida). Al acabar, me invitaron a café y me pidieron que cuidara de sus hijos.

Habían decidido hacer el Camino a pie y ellos creían que no estaban preparados para hacer tantos kilómetros hasta Santiago. Yo les dije que no era cuestión de hacer muchos kilómetros por día, sino de ir haciendo camino de acuerdo con sus fuerzas y que, por supuesto, si en algún momento necesitaban de mi ayuda, podían contar conmigo de mil amores.

La hija me lo agradeció, pero pensaba que sus padres estaban equivocados y que ellos podían perfectamente hacer el camino andando. Si por el contrario, vieran que no podían continuar, decidirían lo más conveniente. Le dije que me parecía bien y me retiré a dormir un poco.

A eso de las cinco y media, bajé a pasear por la carretera y rezar el Rosario.

Un matrimonio subía despacito hacia el Hostal; al pasar les saludé y el marido me dijo algo que no entendí. Pedí que me lo repitiera y la mujer me hizo señal de que no se encontraba muy bien. Tenía dificultad para hablar. Había sufrido una hemiplejia y tardaría mucho tiempo en recuperarse.

Me decía que yo era tan alto como su hijo y que él también había sido muy alto, como yo. Todo esto lo repetía con gran dificultad una y otra vez.

Ella lloraba mientras se lamentaba de porqué les pasaba eso a ellos, que no hacían daño a nadie y que además eran religiosos. Yo traté de animarla y, enseñándole el rosario, le prometí pedir mucho a Dios por los dos.

Como me pareció que tenían acento catalán les dije una frase en este idioma y la alegría fue tan grande que empezaron a hablarme todo en catalán.

Yo les comenté que viví 23 años en Barcelona y que Merche, que había fallecido en Madrid, era de Barcelona, sobre todo se sentía española y que nuestros cinco hijos todos habían nacido en Barcelona. Terminamos nuestra charla dándonos un fuerte abrazo y prometiéndoles que les tendría presentes ante el Apóstol.

Yo seguí paseando hasta la puesta del sol. La vista de estas montañas a esas horas de la tarde era maravillosa.

Hablé con la "Moreneta"; con mi Ángel de la Guarda y con mi Señor y Creador. Así regresé al Hostal en el que empezaban a dar la cena.

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Alto do Poio - Samos

Viernes 15 de agosto

La etapa de este día la decidí durante la noche, si bien en Triacastela tuve serias dudas sobre el término de la misma, que luego cuento.

La mañana se presentaba con niebla y el Hostelero do Poio, durante el desayuno, me comentó que esa noche había helado y que el termómetro marcaba 2 bajo cero. La madrugada anterior había llegado a nevar. Estas advertencias me vinieron muy bien para salir abrigado con el jersey.

Conforme avanzaba la mañana, la niebla iba subiendo del valle hasta donde yo me encontraba. En mi caminar, tanto el bordón como el sombrero de paja se empaparon de agua y ésta caía por delante de mí como si estuviera lloviendo.

A eso de las once empezó a aclarar, dejando ver el azul del cielo, enjaretado con crespones de blancas nubes.

El descenso era cómodo y en menos de una hora pasé por Fonfría; poco que ver o lo acostumbrado a ver, es decir las vacas, saliendo del establo. La niebla, todavía, era espesa y me costaba adivinar lo que se escondía tras la bruma.

A pocos metros adivinaba bultos oscuros, que iban apareciendo al ritmo de mi marcha. A veces creía ver un grupo de personas, que finalmente resultaban ser unos matorrales de la cuneta; lo que pensaba ser un camión, parado en mitad de la carretera, era un recodo del camino rematado por un árbol; lo que me parecía una carreta, que se acercaba lentamente, se convertía de pronto en una majada de vacas caminando hacia el prado.

Por lo demás, este marchar entre la niebla era tan auténtico en aquella tierra galaica, que me sentía identificado con "la Santa Compaña"; esperaba que, de un momento a otro, surgiera de entre las sombras, en procesión gimiente y con las antorchas encendidas. (Puede que sea un romántico, pero yo disfruto mucho dando rienda suelta a la imaginación).

Un poco más adelante, un cartel anunciaba la entrada en el Concejo de Triacastela. Desviándome a la derecha, me adentré en el Camino descendente hasta llegar a Viduedo, pequeña aldea de cuatro casas. Ahora el descenso, por una pista en buen estado, rodea la montaña, pasando por encima de arroyuelos y vegetación típica de monte bajo, para dejar a la izquierda la sierra de Ouribio. Al quedar el barranco oculto por la niebla no pude disfrutar de su imponente belleza.

Me sorprendió encontrar en aquel paraje, pegado a Filloval, frente por frente a la bajada del Camino, una máquina expendedora de bebidas. Aún me faltaban tres kilómetros para Triacastela.

Entre Filloval y As Pasantes se ve la cumbre del monte Ouribio de 1.443 m. Como a doscientos metros de la salida de Filloval se cruza la carretera para hundirse el peregrino en una corredoira, encerrada entre bosque muy húmedo, que le conduce en poco menos de kilómetro y medio a As Pasantes.

Seguí por la izquierda, con gran dificultad a causa del agua y barro; salvando charcas a través de rocas y piedras, colocadas para facilitar el paso, y saliendo por fin a espacio abierto en cuyo entorno aparecieron las casas, que forman el poblado Ramil.

A pesar de ser una mañana gris el verdor del prado en el que se encuentra el Albergue de Triacastela, resultaba gratificante y acogedor. Desde la carretera ofrecía al peregrino un reclamo de relevante atractivo.

Está construido al final de una extensa pradera. La nobleza de los materiales de construcción le otorga el aspecto de un gran Parador de Turismo. Bajo esta percepción me dirigí al Albergue.

Antes de llegar a la puerta me saludó una pareja, sentada sobre la mullida hierba. Me acerqué y reconocí a los hijos del matrimonio con quienes compartí la mesa en Alto do Poio.

Tenían los pies con bastantes ampollas y se los estaban curando. El Hospitalero les había proporcionado todo lo necesario para la cura y conversamos un largo rato. Ellos habían bajado andando ayer por la tarde y se quedaron en el Albergue a dormir.

Reconocieron que sus padres tenían razón al pensar que no estaban preparados, porque en tan pocos kilómetros ya se les habían formado ampollas.

Yo traté de animarles y hacerles ver que aquello era normal, si no se tenía costumbre de andar. Era cuestión de que se quedaran en el Albergue descansando y, al día siguiente, ya verían cómo se encontraban en forma. Me miraron muy seriecitos y con cara de duda.

A continuación busqué al Hospitalero, que me selló la Credencial y me preguntó si iba a pernoctar en el Albergue; le dije que no, que iba a seguir camino.

La parejita hizo lo posible para que me quedara, pero al verme tan decidido, sólo añadieron que ellos se quedarían, porque apenas podían andar.

Al preguntarme por dónde iba a continuar el camino, les dije que no tenía claro si ir por Samos o continuar por el antiguo camino a San XII.

El Hospitalero me preguntó si conocía Samos y, al decirle que no, añadió que entonces no lo dudara. El no se perdería la oportunidad de conocer Samos.

Le expliqué que me parecía más jacobeo el ir por San XII, pero que, por otra parte, tenía necesidad de hospedarme en el Monasterio para disfrutar del rezo y canto gregoriano.

Tanto el Hospitalero como la parejita, me recomendaron lo último. 

Así es cómo se decidió mi etapa de hoy. Deseándonos lo mejor, me despedí.

Mi descenso hacia la salida de Triacastela lo hice lento, tratando de sentir su historia y meterme en ella. Por la calle principal, por donde transcurre el Camino, fui recordando lo que tenía leído sobre esta población.

Nadie supo decirme dónde se encontraba el monasterio-castillo, dedicado a San Pedro y a San Pablo, fundado por el Conde Gatón, ni tampoco dónde se encontraba la cárcel para peregrinos díscolos. Según tengo entendido, en su interior existen numerosos grafitos pintados por los reclusos, entre los que destacan varios gallos. Este símbolo hacía referencia a los francos.

Un poco triste por no poder visitar estos vestigios, fui hacia la Iglesia; la estaban arreglando. Es la Iglesia Parroquial de Santiago. Conserva la cabecera románica. Se reconstruyó en 1790 y en su torre se conserva la heráldica de los tres castillos.

En su interior puede verse la talla del Apóstol en el retablo Mayor y una cruz procesional del San XII.

En la salida de Triacastela se encuentra un notable monumento, erigido el Año Compostelano de 1965, con fondo de pallozas y a orillas del río Ouribio.

Este monumento se hizo en conmemoración de los peregrinos, que al pasar por Triacastela, cogían una piedra que transportaban hasta Castañeda, donde estaban los hornos de cal, que proveían para la construcción de la catedral compostelana.

Dice el Codex Calixtinus: "Triacastela, en la falda del mismo monte, ya en Galicia, donde los peregrinos cogen una piedra y la llevan hasta Castañeda para obtener la cal destinada a las obras de la Basílica del Apóstol".

Esta anécdota histórica me gustó tanto que, si bien no hice yo lo mismo que aquellos peregrinos, entre otras cosas, por no ser necesario, prometí dejarlo escrito para recordarlo siempre que leyera este diario.

En este mismo punto me encontré un señor, más bien grueso, que por su forma de calzar las zapatillas supuse que se trataba de otro peregrino con los pies lacerados. Le saludé y pregunté por su estado de salud. Efectivamente, le habían tenido que hacer una cura en el Hospital ya que las ampollas se habían complicado con el hongo de "pie de atleta" y le estaban tratando con antibióticos.

Le dije que tuviera paciencia y que lo importante era llegar. Le encomendaría para que pudiera continuar cuanto antes su Camino.

Crucé un afluente del Ouribio y en compañía de este singular río caminé por la carretera LU-634. Hacer el camino por carretera nunca es agradable, pero, al tratarse de una local, el tráfico es menos intenso.

Discurre por medio del desfiladero de Pena Partida, cuyo paisaje es de lo más hermoso. Continúa entre montañas y curvas hasta volver a pasar el río. A mi derecha e izquierda fui dejando poblaciones como San Cristobo do Real, Renche, San Martiño do Real, donde hice una breve parada para apagar mi sed.

Esta ruta pasa rozando la Casa Grande de Lusio. Llama poderosamente la atención, ya que se asemeja a castillo-fortaleza-pazo y palacio. Su construcción es muy sólida y de muy bella factura, toda en piedra de sillería y tejados de pizarra.

En el cruce con la carretera, que conduce al parque natural de Lóuzara me detuve para ver el cartel turístico del Camino, realizado en azulejos. La carretera iniciaba el descenso a Samos, pero yo preferí bajar por el camino de Lóuzara, que me pareció más rústico y solitario.

Desde la altura se divisa la vieja urbe de Samos y la Abadía Benedictina. Esta panorámica bien merece una foto.

Entré a Samos por el puente de los peregrinos sobre el río Ouribio, mi fiel compañero de esta etapa. Gozoso y con una energía que a mí mismo me extrañó, recorrí la calle principal hasta el Monasterio.

Había una boda y un benedictino, que estaba en la puerta, no me permitió entrar. Ante mi insistencia y aclarándole que lo que yo quería era unirme a la celebración eucarística ni me lo permitió ni me lo impidió.

Por supuesto que entré. Lo único que resultaba chocante era ver mi vestimenta, llena de polvo y sudor, con la etiqueta de los invitados a la boda.

Ocupé un sitio en un banco lateral y Dios me premió, una vez más, con su Banquete divino. Me venía a la mente la parábola del invitado, que entró al banquete sin el vestido adecuado; pero sentí, como si una mano acariciase mi torso sudado, y en mi rostro el cálido aliento de  Jesús que, sentado junto a mí, sonreía.

Finalizada la Misa, todavía me entretuve admirando la imaginería, retablo y arquitectura de la Iglesia. Como hay mucho escrito sobre este Monasterio, sus claustros, sacristía e incendios y reconstrucciones, prefiero dejar mi llegada a Samos con la celebración de la Misa y continuar con la vivencia de mi estancia en este lugar de belleza, paz y reposo.

Salí de la Iglesia con una alegría especial y, pasando por medio de los invitados a la boda, que ocupaban toda la calle, me acerqué al Albergue.

Éste forma parte del Monasterio. Parece que se ha habilitado en las caballerizas del mismo. Dentro estaba el Hospitalero, Javier, curando los pies a una joven. Me dijo que tendría que esperar, porque no quedaba ni una sola cama, pero que no me preocupara porque enfrente mismo había un Hostal con el que se mantenía muy buena relación y que me atenderían muy bien y, casi seguro, me harían un precio especial.

Salió para indicarme dónde estaba y me dijo que por la tarde había vísperas a las que se podía asistir. Le dije que volvería luego para que me sellara la Credencial.

La verdad es que en el Hostal Victoria, así se llamaba, a pesar de que estaban sirviendo las comidas y había mucha gente, me atendieron enseguida. Me entregaron las llaves y me dijeron que por la puerta central subiera a la primera planta; a la izquierda estaba el recibidor y mi habitación.

Subí y, aunque me había parecido un tanto extrañas sus indicaciones, pude comprobar que era verdad. Primero se abría una puerta que daba a un hall y, al fondo, otras dos puertas; la de la derecha correspondía a mi habitación.

Al abrir quedé gratamente sorprendido tanto por las dimensiones como por el lujo de detalles, servicio y decoración. Aire acondicionado, grandes ventanales con doble cristalera, cortinaje para aislamiento total de la luz, visillos y cortinas de pasamanería, televisor, nevera, teléfono inalámbrico, amplio armario empotrado; un lujo. Pero lo que ya me dejó atónito fue al abrir la puerta del cuarto de baño.

Espacioso, todo en mármol blanco, lavabos de dos senos, grifería dorada y sanitarios de última generación; y en la esquina, rodeada por dos peldaños del mismo mármol y empotrada, la bañera con todos los elementos de masaje, burbujas, ducha de seis posiciones, asientos... En fin, sin pensarlo demasiado, puse en marcha todas las opciones de ducha-masaje con baño de burbujas incluido, del que gocé por espacio de media hora. Al salir del baño, me parecía mentira que llevara caminados más de trescientos kilómetros.

Hasta ese momento, lo referente al Hostal estaba saliendo tal y como había pronosticado Javier. Sólo me quedaba la duda de cual sería su comportamiento a la hora de presentarme la factura.

Recogí la ropa sucia y la entregué para que me la lavaran. Me preguntaron que cuándo me iba a marchar y, al decirles que sobre las 7 de la mañana, me aseguraron que no daría tiempo a secarse y mucho menos a plancharla. Les dije que no se preocuparan, porque la única exigencia del peregrino sobre su indumentaria era la de que estuviera limpia.

Pregunté si aún me podrían dar de comer algo. Dijeron que tendría que esperar mucho; que mirara en el Mesón de al lado o, si no, al final de la calle. El Mesón estaba completo, así que me dirigí hacia la salida de Samos.

A la mitad de la calle me encontré con gran parte de los jóvenes peregrinos con los que ya había coincidido en varias zonas del Camino. Estaban sentados en el bordillo de la acera, comiendo bocadillos y al lado de una fuente, porque tampoco ellos habían encontrado sitio donde acomodarse.

Mis jóvenes peregrinas me invitaron a que subiera con ellas al prado que estaba al otro lado del puente y que allí podíamos descansar. Les dije que, si no encontraba sitio en el bar de más abajo, volvería para comer algo con ellas.

El Bar-Casa de Comidas, estaba lleno, pero la dueña se compadeció de mí y me preparó una mesa a la entrada. A continuación, sin mediar palabra, me trajo un primero, luego el segundo y tan solo al postre me preguntó si prefería helado. Después del café, volví al Hostal.

A eso de las seis de la tarde, bajé al Albergue, y tras informar a Javier sobre lo extraordinario del alojamiento, le pedí que me sellara la Credencial.

Cuando me dirigía al Monasterio a visitar los claustros, comprar postales y un CD de canto gregoriano, salió tras mí corriendo para ratificarme que las vísperas serían a las 7,30 por si quería asistir.

Puntualmente nos abrieron las puertas traseras para subir a la Capilla de los monjes, donde celebran las vísperas. Nos dieron un Liber Usualis y empezaron a entrar. Primero se hizo la Exposición mayor del Santísimo y rezadas las últimas preces, dio comienzo el canto de Vísperas.

Me chocó ver más jóvenes que personas mayores.

Por fin había logrado uno de mis sueños, participar en la alabanza al Altísimo, fundido en las oraciones oficiales de la Iglesia, dichas y cantadas, como antiguamente se hacía. Con devoción y fervor religioso, sabiendo a Quién nos dirigimos y quiénes somos ante su Divina Majestad.

Cuando entré me pareció reconocer al Sr. Cano, sacerdote de Madrid, por lo que intenté abordarle a la salida. Al principio no me reconoció, pero al hacerlo mostró una gran alegría. Me preguntó si estaba haciendo ejercicios o retiro espiritual. Al enterarse de que era peregrino me animó muchísimo y prometió encomendarme al día siguiente en la Misa.

Me contó que todos los años venía a Samos para llenarse de Dios en el recogimiento y oración del Monasterio. Nos despedimos con un abrazo muy sincero y emotivo.

Luego paseé por los caminos y senderos naturales del bosque y, sentado a la orilla del río, estuve cerca de una hora contemplando cómo las truchas nadaban corriente arriba y abajo. El río Ouribio circunda Samos y el Monasterio. Durante la noche arrulló mi sueño; sus aguas discurrían rumorosas por debajo del mirador de mi habitación.

Recé el rosario y antes de volver al Hostal, me acerqué al Albergue para invitar a Javier a cenar. Aceptó muy complacido y, durante la cena, dialogamos mucho sobre el espíritu de la Peregrinación, sobre las anécdotas que le habían sucedido desde su dedicación a Hospitalero y sobre lo maravilloso que era el entregarse a esta causa. Trató de convencerme para que, también yo, dedicara mi vida al servicio y atención de los albergues del Camino; hicimos una buena amistad.

Una vez en mi habitación, pensé en la etapa del día siguiente, vi un poco de televisión y, dando gracias a Dios por todo, quedé profundamente dormido.

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Samos - Sarria

Sábado 16 de agosto

La etapa de este día iba a ser inevitablemente por carretera, a no ser que, en algún punto de ésta, pudiera incorporarme a la ruta que dejé al salir de Triacastela.

El marchar por carretera me deprimía un poco, pero con el recreo de un buen baño y la urgencia de recoger la colada volví a ponerme a tono.

No sin cierta nostalgia dejé la habitación; a saber cuándo podría encontrar otra semejante.

El hijo del dueño me pidió que le acompañara al tendedero, ya que él no conocía la ropa que les di para lavar. Como siempre, aún estaba húmeda, pero le dije que no me importaba; por el camino terminaría de secarse.

Bajamos a la Cafetería y allí liquidé mi cuenta y desayuné. La verdad es que, al entregarme la factura, lo único que realmente sentí fue agradecimiento, tanto por la atención recibida como por la valoración de los servicios: habitación, cerveza y agua de la llegada, las dos cenas, el desayuno, lavado de ropa y teléfono, IVA incluido 7.030 pts.

Al pasar por el Albergue, Javier estaba en la puerta esperándome, para despedirse. Nos dimos un fuerte abrazo y, con el deseo de volvernos a ver, inicié mi 16ª etapa.

Por la izquierda, junto al arcén, fui saliendo de Samos. Estuve tentado de ir por la orilla del río, pero me pareció una aventura injustificada, así que preferí continuar por lo seguro. A mi derecha quedaban las verdes laderas de los montes Da Albela, al otro lado iba dejando atrás la Sierra Do Oribio y el Valle de Lóuzara. Iba metido en un valle de suaves colinas y verdes prados.

La carretera, según se abría el panorama, restaba poco encanto a tanta fertilidad. La mañana era más bien fresca y esto ayudaba a caminar.

El tránsito de vehículos crecía según avanzaba el reloj. Al poco avisté un cruce a mi derecha que señalaba Pascais. Dudé un momento, pensando que, quizás, por ahí daría con la otra ruta jacobea; sin embargo continué por donde iba.

Más adelante, cuando llevaba hora y media de camino, decidí probar fortuna por otro cruce a la derecha, que tenía todo el aspecto de ser una pista o camino rural. Al principio, me encontré a gusto; era como volver a sentirme vinculado al Camino. Al cabo de otra media hora me detuve al ver un ramal, que salía por la derecha en franco ascenso. Lo tomé, pensando que, con seguridad, me conduciría a la alternativa dejada. Entre castaños y maizales seguí ascendiendo, cada vez en pendiente más pronunciada; no se veía a nadie. Por fin, al coronar la fuerte pendiente, me encontré en Lier; allí interrogué a una moza sobre lo acertado o equivocado de mi camino por la Ruta Jacobea en dirección a Sarria.

Como me vio muy fatigado dijo: "¡ay, pobriño!; no era falta que se desviara de la carretera. Ahora debe volver a ella. De todas formas, ya todo es bajada".

Le di las gracias y renegué de mi osadía: la ignorancia es atrevida. Mi error supuso 6 kilómetros más de esforzada marcha. Di gracias a Dios de haber encontrado a alguien que me sirviera de guía, ya que de otro modo ni sé a dónde habría ido a parar. Aproveché el momento para continuar hablando con Dios.

El último promontorio, tras el cual se ocultaba la LU-634, fue también una dura prueba, pues en poco trecho subía casi cien metros. Al salir a carretera, volví a notar la nostalgia de los senderos y corredoiras entre los verdes prados y bosques de castaños.

Un poco más, tan sólo a un par de kilómetros, ya avisté Sarria. Mi primera impresión fue la que se siente al entrar en una gran ciudad. Semáforos, coches, mucha gente, edificios altos, comercio, terrazas, bares, cafeterías, restaurantes,... al final la estación de ferrocarril. No me hizo muy feliz esta primera toma de contacto.

Como me encontraba con una pinta muy poco noble, decidí buscar el Albergue. Para llegar a él tenía que ascender a la parte antigua de la ciudad, encaramada en un otero que, en mis circunstancias, se me antojó poco menos que inexpugnable.

Según me adentraba por la calle principal de Calvo Sotelo, me paré en el Hostal Londres, por ser el más próximo a la entrada. Ajusté el precio para habitación individual y subí para ducharme y cambiar de ropa. Con otra presencia bajé al comedor y pedí el menú. No lo recomendaría a nadie, que me pidiera opinión; posiblemente la Carta mejorara la cantidad, calidad y servicio.

Necesitaba descansar, por lo que subí de nuevo a mi cuarto y traté de dormir un poco. No fue posible; hacía bastante calor y tenía que mantener la ventana abierta. El ruido de la calle y un fuerte dolor de muelas me impidió relajarme.

Decidí salir a comprar algo de comida para la cena y desayuno y algún calmante para el dolor. Si lograba recuperarme subiría para ver la ciudad antigua y saludar a los peregrinos que estuvieran en el Albergue.

En mi recorrido, al llegar a la rúa Real, me encontré con el matrimonio joven del Alto do Poio. Se alegraron de verme. Les felicité por haber logrado una nueva etapa, cosa que yo nunca dudé. Era cuestión de programar el Camino en "pequeñas dosis" y la práctica e ilusión hacían el resto.

Con cierta tristeza, que se adivinaba en sus rostros, me dijeron que los pies los tenían peor y que creían conveniente regresar a su punto de partida. Ya habían telefoneado a sus padres y lo más seguro sería que vinieran a buscarles.

Dije que lo sentía muy de veras, pero que estaba convencido de que, más adelante, volverían a intentarlo; ahora bien, que se entrenaran por lo menos una semana antes. Nos dimos un abrazo y yo continué subiendo por la escalinata del Peregrino.

A su término está la iglesia de Santa Mariña; ésta fue edificada a finales del siglo pasado en el mismo solar de otra del s.XII. Estaba cerrada, pero me enteré de que a las 17,30 se iba a celebrar un funeral. La noticia me alegró, ya que me aseguraba el poder unirme a la Eucaristía.

Salí a la Calle Mayor por donde llegué a la iglesia de El Salvador con ábside románico y nave y portadas de transición (s.XIV). Enfrente está el hospital de San Antonio, pero como ya se terciaba la hora de la Misa, regresé a Santa Mariña.

Se rezó el Rosario y a continuación se celebró la Eucaristía, concelebrada por tres sacerdotes.

Hecha la acción de gracias me fui al Albergue; allí me recibieron gozosas mis "nietas" y animaron para que me quedara.

Les hice ver que era preferible reservar mi litera para otro que lo pudiera necesitar más que yo. Sellé la Credencial y bajé hacia mi Hostal.

En el trayecto compré pan, plátanos, uvas y una botella grande de Cacaolat. En la Farmacia adquirí Tonopan y un tubo de Signal especial, que me recomendaron como muy eficaz para eliminar el dolor de encías y dientes.

En mi habitación hice mi primera cura de boca y me administré la dosis de Tonopan; me tumbé un rato para ver si mejoraba. Los gritos, voces y cantares de la muchedumbre que circulaba por debajo del Hostal, impidieron que me durmiera. Bajé de nuevo a la calle y merodeé por todo el entorno.

Tambaleantes y con aspecto cansino vi llegar a la familia francesa. Nos saludamos; se encontraban muy fatigados. Me preguntaron por el Albergue y si habría plaza para ellos. No les prometí nada, pero les dije que me iba a adelantar para que les reservaran espacio, aunque fuera en el suelo.

Subí todo lo deprisa que pude. Efectivamente, el Albergue estaba completo. Le dije a la Hospitalera que venían los tres franceses casi a rastras. Mis nietas y otros ofrecieron generosamente sus literas; ellos dormirían en el suelo.

Les esperé en la puerta; arriba en el balcón estaban las "oferentes" para darles la bienvenida. Muy lentamente, pasito a pasito, haciendo el último esfuerzo, ganaron la pendiente de la calle donde se encuentra el Albergue. Les dije que tenían reservadas literas; al padre casi se le saltaron las lágrimas. Le ayudé a entrar y allí les dejé.

Como aún era temprano para recogerme, di una vuelta por la ciudad. Toda la población estaba en la calle. Los bares atestados, las terrazas llenas, los paseos abarrotados de gente. Al ser fin de semana, todo el mundo había salido de sus casas.

Me acerqué hasta la Estación. Junto a ella está el Hostal Roma. Realmente cometí una torpeza al no haberme hospedado aquí. Se respiraba un ambiente de Balneario de los años veinte, que invitaba al descanso y prometía paz y reposo.

Me tomé un agua de Mondariz y pedí una tarjeta por si tengo que volver algún día. De allí subí de nuevo por la Calle Mayor para visitar el Monasterio de la Magdalena-Convento de la Merced. Tuvo su origen, según parece, en un albergue para peregrinos. Se transformó en Hospital en el s.XII. En 1256 las distintas comunidades de ermitaños aceptaron vivir bajo la misma regla de San Agustín, con lo que comenzó a formarse la Orden Agustina. En el año 1568 este Monasterio fue incorporado a la federación de Monasterios de la Provincia Agustina de Castilla hasta el 1836 en que los frailes hubieron de abandonarlo a causa de la desamortización de Mendizabal.

El Obispo de Lugo, D. Benito Murúa, previo consentimiento de los Agustinos, ofreció el Convento con la Iglesia a la Orden de la Merced, el día 2 de Agosto de 1896.

Goza de un extraordinario Claustro del s.XIV al XVI y una Iglesia en la que aún se encuentra una puerta románica del XIII-XIV. La Capilla del Cristo es la más antigua de la Iglesia. La Capilla Mayor es del año 1485. En ella fue sepultado el canónigo y maestrescuela de Orense D. Nuno Álvarez de Guitan. Sobre el arcosolio figura un escudo de los Balboa, los Somoza y los Valcarcel. Al norte de la Capilla se abre una ventana de estilo manuelino. Sobre ella los escudos de los Castro y patronato de los Condes de Lemos. El Retablo pertenece a diversos estilos en sus varios añadidos. La imaginería ostenta a San Agustín, la Virgen de la Merced, San Pedro Nolasco y San Ramón Nonato. Lo restante del edificio antiguo fue edificado a costa del Obispo Armañá, agustino, en el siglo XVIII.

Regresé hasta el río. A su paso por la Ciudad, está canalizado y se le han practicado desniveles y pequeñas represas, lo que aumenta su encanto. Desde los puentes puede contemplarse el ir y venir de las truchas por su corriente.

Este paseo o rambla se llama Rúa do Peregrino. Al otro lado del río está el Hotel Alfonso IX de tres estrellas, pero que tanto por su entorno, como por su edificio e instalaciones, está a la altura de uno de cinco. Hablé con el Director, quien me presentó a su Directora de Marketing para una posible colaboración.

A eso de las 22 h volví  al Hostal. El ruido de la calle era infernal y, nunca mejor dicho, ya que tanto las conversaciones como los cánticos y gritos no podían ser más soeces, inmorales y blasfemos.

¡Dios mío, la cantidad de blasfemias a voz en grito, como si se tratara de un concurso a ver quién podía decir la mayor barbaridad contra Dios y su Bendita Madre! Las palabrotas y obscenidades quedaban sofocadas por la blasfemia continuada a lo largo de más de diez horas.

Por supuesto que me fue imposible dormir. Era como si la ciudad entera de Sarria estuviera poseída por el demonio. ¡Una noche infernal!

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Sarria - Portomarín

Domingo 17 de agosto

A eso de las siete ya estaba preparado para ponerme en camino, pero el bar del Hostal se encontraba completamente lleno y yo tenía que entrar para liquidar mi cuenta.

En vista de que la gente no se movía, decidí pasar como fuera. Abriéndome camino con los codos, pude acercarme a la barra. Allí no había quien pudiera entenderse.

A mi lado estaba otro peregrino, que pretendía desayunar. Al verme dijo: "estos gallegos son paranoicos".

Yo asentí con la cabeza. Levanté mi brazo, mostrando el dinero, y el dependiente lo cogió y dijo: "en paz".

Salí para respirar el aire fresco de la mañana.

Por la Rúa Mayor subí hasta el alto de La Magdalena; me paré, y quitándome el sombrero, ante el Crucero, pedí perdón a Dios, diciendo: no les tengas en cuenta su pecado. Te ofrezco el sacrificio de esta noche y los esfuerzos y trabajos de esta jornada en reparación de todos nuestros pecados. Madre Santísima, conoces lo mucho que te amo y lo mucho que he padecido con los insultos a tu Virginidad. Madre querida, alcanza de tu Divino Hijo el perdón para este mundo desorientado y enfermo y para mí las palabras de amor y reparación, que consuelen vuestro Corazón de Madre y el lacerado Corazón de mi Señor Jesucristo. Amén.

Mientras rezaba, pasó el peregrino del comentario en el bar, me deseó Buen Camino y bajó por la cuesta, junto a las paredes del Cementerio, que era el punto de arranque de la etapa de hoy.

Hice lo mismo y, como a unos 200 m, me desvié a la derecha por una carreterilla que enseguida abandoné para tomar una pista que cruza el río Celeiro. Ahora iba en paralelo con la vía del tren, que quedaba a mi derecha.

Al fondo veía caminar con cierta dificultad al peregrino que me pasó. En menos de un kilómetro la pista pasaba por debajo del ferrocarril. Cerca está el mojón 109,5 para Santiago. Por un puente artesanal de troncos crucé un arroyo y me adentré en el bosque. Un centenario roble en medio del camino indicaba la proximidad de una fuente.

Al poco di alcance al que me precedía. Nos saludamos y al observar que andaba con dificultad, me interesé por su salud. Entre tacos y alguna que otra blasfemia, me explicó que tenía los pies muy mal. Además de ampollas había cogido la enfermedad del "pie de atleta" y no creía que pudiera continuar mucho más allá del próximo Refugio.

Yo le dije que llevaba botiquín y podía hacerle alguna cura, pero él pensaba que era mejor llegar a algún sitio donde hubiera sanitario y, quizás, quedarse allí hasta su completa curación. Añadió que tal como iba era mejor que yo siguiera mi ritmo. Le dije que no me importaba ir al suyo y anduvimos un rato juntos, mientras le comentaba la "paranoia-gallega de Sarriá".

Aproveché para decirle lo absurdo de la blasfemia y la degeneración y empobrecimiento del lenguaje que suponía el abuso de los tacos.

Como la pista encaraba una subida, él me pidió que continuara sólo, ya que en las subidas y, sobre todo en las bajadas, sufría mucho y tenía que ir más despacio. Nos separamos y le animé diciendo que se le veía fuerte no sólo por su constitución física sino también por su gran temperamento. Que pensara en que iba a llegar a Santiago y que poco importaba el cuándo.

Al salir del bosque seguí por la pista a la derecha; pasado el mojón 108,5 salí a la carretera en las inmediaciones de Vilei.

Antes de entrar en Barbadelo, me paré en el cementerio, que queda a la izquierda, para contemplar su ermita románica del s.XII. Una pequeña maravilla y en muy buen estado. Recé por los difuntos allí enterrados y por mis familiares y amigos.

El Camino cruza este pueblo; en las antiguas escuelas se ha construido un Refugio. Pensé en el peregrino de pies lacerados y me acerqué para preguntar si disponían de atención médica, pero no vi a nadie.

Pasado el mojón 107, la traza histórica vuelve a meterse por medio de las cuatro casas de Rente. A menos de un kilómetro me encontré de cara con el Mercado de Sarria; no me detuve por no tener necesidad de comprar nada. Si hubiera necesitado algo, aquí, en esta población, hay una tienda que lo mismo despacha bebidas que tabaco, ropa, tornillos, etc. La ruta continúa de frente.

Siguiendo mi marcha, a ambos lados fui dejando casas; no se sabe a punto cierto si son agrupaciones con carácter de pueblos o continuidad de una población mayor, pero ¿cuál?, ¿la anterior o la siguiente?

Este tipo de dispersión es muy característico de las tierras gallegas. Tras este laberinto, y ante unas hermosas praderas, crucé la carretera que une Sarria con Portomarín. La siguiente agrupación de casas ya corresponde a Peruscallo.

Como a medio kilómetro localicé el mojón 102 y, pasado Cortiñas, me ocurrió lo que, a continuación narro.

Antes de llegar a Cortiñas hay unas casas de reciente construcción. A la derecha queda Lavandeira y enseguida la aldea de Casal. Tras ellas se inicia una pista, que acorta el recorrido hasta Brea.

En aquella zona, los ladridos de varios perros amenazaban a quienes se atrevieran a circular por ella. La pista bordea vallados y cercas de casas de labranza y huertos.

Al fondo de una de ellas pude ver atados a unos perros mastines que ladraban furiosamente a mi paso por el camino entre cercas.

De pronto, de soslayo advertí que uno de los mastines se había soltado y en veloz carrera se dirigía, saltando setos y cercas, hacia mí. Sentí cómo un escalofrío recorría mi espalda y, encomendándome a mi Ángel y al Apóstol, traté de mantenerme sereno, sin acelerar el paso y esperar con paz la llegada de mi atacante.

Los ladridos eran atronadores y la carrera, que traía, frenética. En unos segundos le tuve a mi espalda y, en su frenada, me cubrió de polvo y tierra, mientras con su hocico golpeaba mis piernas y mano izquierda; en la derecha llevaba mi bordón del que seguí valiéndome sólo para apoyarme en él.

Sus roncos gruñidos, el continuo golpear con su boca mi mano y muslo, la humedad de sus mandíbulas salpicando mis piernas, eran el presagio de un ataque inminente. Pero mi frialdad y desprecio ante su fiereza y, sin lugar a dudas, la ayuda de Santiago y de mi Ángel, apaciguaron al mastín, que se quedó parado en mitad del camino, totalmente desconcertado y, me atrevería a decir, con sensación de haber hecho el ridículo.

Bien, ¡gracias sean dadas a Dios, que tan bien cuida de sus hijos!

Un poco más adelante iba otro peregrino en el que se apreciaban su cansancio y dificultad para andar. Iba despacio y pisando con mucho cuidado. Me aproximé a él y me interesé por su problema.

Efectivamente, tenía los pies lacerados y, como la pista, en ese trayecto, era muy irregular y el descenso se hacía entre piedras, debía bajar mirando bien dónde pisar.

Le ofrecí mi bordón para que se apoyara y me dijo que no sabía cómo usarlo y le supondría un estorbo más. Insistí y aceptó.

Yo le iba indicando cómo debía cogerlo, según los desniveles a salvar, y poco a poco se fue familiarizando, hasta reconocer que era de bastante utilidad. Le dije que se quedara con él y que yo buscaría otro. Se negó en redondo a aceptar mi oferta. Me lo devolvió y me aseguró que él buscaría, más adelante, uno acorde con su estatura.

Dijo que iba a hacer una parada, para cambiarse de vendas y descansar un rato; que, por favor, yo siguiera mi camino. Así lo hice.

A través de una vaguada y terreno pantanoso, pisando por encima de las piedras para evitar el barro y agua estancada, pasé por delante de los mojones 101 y 100,5.

Sobre una cerca del camino estaban sentados un matrimonio ingles, que también estaban haciendo el Camino. Ella era de Escocia. El paisaje que bordeaba la cerca era muy semejante al de su tierra.

Se estaban cuidando mutuamente los pies. Les ofrecí mi botiquín, pero ellos iban bien preparados. Se extrañaron de que a mí no se me hubieran hecho ampollas en los pies.

Les comenté que estaba acostumbrado a andar. Se interesaron por mi soledad, mis hijos, trabajo, etc. Es decir, que entablamos una sincera amistad.

Ellos se quedaron todavía un poco más descansando y yo reanudé mi camino hacia Brea.

En medio del laberinto de esta etapa, la ruta ahora se dirigía hacia un caserón, el de Morgade, donde está el mojón 99,5 y una fuente.

Me detuve a beber; ahora debía descender por una estrecha y difícil corredoira, que me llevaría hasta un arroyo, que salvé manteniendo el equilibrio entre las piedras naturales y otras, puestas como ayuda al viandante.

Es esta una zona de prados en los que pasta el ganado plácidamente. En la corredoira también había que salvar la abundante suciedad que, tras de sí, deja el paso del ganado. Por supuesto que, una vez más, debía ascender. Todo lo que se baja, al otro lado hay que subirlo.

La ruta por Galicia es como un tobogán dentro de un laberinto. De hecho aquí es más fácil perderse que por la zona de Castilla. Yo ya lo había probado una vez y, como se verá más adelante, tampoco sería la última.

Cerca ya de Ferreiros, localidad de mayor presencia, con casas monumentales y evidentes vestigios de un afortunado pasado, vi a una señora con una rebeca en el brazo y que subía hacia la carretera. Su aspecto me hizo pensar que iba a Misa y así se lo pregunté. Me dijo que ahora a las 12 había Misa en la Parroquia.

Esta se encuentra ubicada en el Cementerio de Ferreiros, como a unos 300 m Quedé sorprendido de su belleza. Se trata de una pequeña ermita románica del s.XII, dedicada a Santa María.

Mientras nos acercábamos, le dije a la señora que íbamos a llegar tarde, pues eran las 12,15 h; me tranquilizó diciendo que no me preocupara, que el Cura siempre rezaba primero el Rosario, para dar tiempo a la gente que venía de lejos.

Cuando llegamos el sacerdote estaba terminando el rezo del Rosario, pero ya revestido para oficiar la Misa.

La ermita estaba llena, si bien no creo que cupieran más de veinte o treinta personas, vestidos de domingo. Fui rigurosamente analizado por las miradas de todos.

He de reconocer que sentí un poco de vergüenza, aunque también era verdad que mi indumentaria era la apropiada para hacer un largo camino a pie. Esto fue al principio, porque inmediatamente me embargó la emoción al comprobar cómo el Señor salía todos los días a mi encuentro para darme su Cuerpo y Sangre en alimento espiritual para mi alma. La Misa, con este pensamiento, fue una inmensa acción de gracias de mi alma a mi buen Pastor, Padre y Amigo, Jesús nuestro Salvador.

Al salir me esperaba la gente para despedirme; yo les correspondí saludándoles con el sombrero en la mano y dándoles las gracias.

Ahora el peso de mi mochila parecía más ligero y mi andar más cómodo. Aún me quedaban unos nueve kilómetros para llegar a Portomarín.

En menos de diez minutos llegué a Mirallos, sólo unas pocas casas en torno a la Iglesia. En poco más salí de Pena, localidad situada a 600 m de la anterior.

Cogí una corredoira a la derecha en la que se encuentra el mojón 96,5 y, a partir de aquí, inicié el descenso hacia unas casas en la zona denominada Moimentos. Nada especial que ver, por lo que continué hasta Mercadoiro. Esta es una población formada por las casas de Cotarelo y las de Moutrás. Esta circunstancia le da el aspecto de mayor importancia que las anteriores, si bien carece de servicios de atención públicos. Alcanzado el mojón 94 seguí mi marcha hasta Parrocha.

Son poblaciones netamente rurales, que principalmente viven del ganado. Sus tierras son fértiles y en ellas abundan los maizales, castaños y frutales. El paraje es muy hermoso y digno de contemplarse.

En dirección a Vilachá, el panorama se abre ante la progresiva inclinación hacia el valle del Miño, ya próximas las laderas de la otra margen, donde se encuentra Portomarín. En medio de Vilachá se encuentra el mojón 91,5.

Puede resultar curioso estas referencias a los mojones del Camino, mas, para el que lo ha hecho a pie, le es fácilmente comprensible.

A estas alturas de la Ruta Jacobea, el peregrino siente que está muy cerca del final de su peregrinación. Cada paso que da, cada metro que avanza, cada minuto que cae, cada curva, cada recta, cada aldea que gana, siente que en su interior nacen nuevas esperanzas. Son muchas las horas, son miles los pasos, son cientos los kilómetros andados ¿cuánto le falta aún?; ¿cumplirá su promesa?; ¿podrá alcanzar el perdón y la Gracia, prometidos a los que responden a la llamada?

Desde el momento en que coronó con éxito el paso del Cebrero, comenzó su cuenta atrás ¿a qué distancia se encuentra ahora?

Al iniciar este diario lo justifiqué con un título un tanto extraño: "a unos 600.000 pasos". ¿De dónde?, ¿de qué?, ¿de quien? Con este título trataba de comunicar que el peregrino tan sólo consulta el mapa y la guía para no desviarse o desviarse lo menos posible del Camino. Para él no cuenta ni el tiempo ni el espacio. Cada día es una oportunidad que Dios le da para acercarse a Él, la meta última de su Peregrinación. Dios le dará el tiempo necesario para cumplir el proyecto divino sobre su persona.

Este pensamiento, que se lleva en el peregrinar diario sobre el trayecto físico, viene advertido en repetidas ocasiones a través de monumentos, lápidas y pequeños altares, levantados a lo largo del Camino, en los que se leen epitafios como éste: "Prosper Charles Remmy Hic peregrinationem suam peregrinans finivit".

Enseguida apareció el mojón 91 y una serie de curvas; sentía muy próximo el final de esta etapa y la necesidad de poder descansar la alargaba de tal forma que llegué a pensar en que me había vuelto a equivocar. Pero no; ahí, al final de una fuerte pendiente apareció el embalse de Belasar.

Al otro lado, Portomarín ofrecía la más bella panorámica de Ciudad histórica, cuya visión invitaba a pasar rápidamente el viaducto, que une las dos orillas.

Nada más cruzar el puente, a la izquierda, vi una gasolinera y a ella dirigí mis pasos para que me orientaran en cuanto a un hospedaje limpio y económico. El encargado del Servicio Estación se veía que no quería comprometerse, recomendando uno en lugar de otro, así que, como buen gallego, me lo puso para que yo eligiera el mejor entre dos, pero sin que pudiera decir que el otro era peor.

Elegí el mejor, efectivamente, por trato y economía: Taberna-Fonda Perez.

Crucé y subí por la escalinata a San Joan y desde allí aún tuve que salvar un formidable desnivel hasta la plaza Aviación Española, al lado del Ayuntamiento.

Entré en la Taberna y el propio José Pérez López me atendió y llamó a un zagal para que me condujera a la casa donde alquilaba las habitaciones.

Dejadas mis cosas en la habitación, me preparé para ducharme. El cuarto de baño lo tenía enfrente y allí hice mi cambio de imagen. Como nuevo bajé para comer en la Taberna, pero, al ser domingo, había que esperar turno.

Pedí una botella grande de agua, bien fría, y me la fui despachando mientras me hacían sitio para la comida. La espera pudo ser del orden de una hora. Evité mirar el reloj. Me sentó muy bien y, despacito, me encaminé a mi habitación, esperando que aflojara un poco el calor. El sol a esas horas abrasaba. Dormí hasta las 18 h.

Como cada tarde, bajé a visitar el pueblo y a los peregrinos del Albergue. Por la calle de Santiago, la Rúa Nueva, Santa Isabel, entré en la gran Plaza, donde se encuentra la Iglesia de San Juan (hoy Parroquia de San Nicolas), Templo-Fortaleza de la Encomienda, románico del s.XII.

Algo más al fondo está la de San Pedro. Detrás de la Calle Mayor se han reconstruido también los Pazos del Conde de la Maza (s.XVI) y de los Pimenteles o de Berbetoros (s:XVII).

Al lado de las escuelas está el Albergue, muy bien acondicionado y allí encontré a mi amigo peregrino, compañero desde Sarria. Se alegró muchísimo al verme. Nos sentamos para charlar un rato. Me comentó que había pensado mucho en lo que le dije durante nuestro corto recorrido por el Camino. Lo primero, sobre las blasfemias y los tacos; él también blasfemaba y hablaba mal, porque no creía en Dios. Era ateo y no daba importancia a las blasfemias, pero que se le quedó muy grabado lo de que las blasfemias solían decirse cuando algo salía mal, insultando a Dios como causante del mismo. Pero si Dios no existía, era absurdo inculpar a alguien que no es real, luego el blasfemo era un ser absurdo e irracional. Y lo de que las palabrotas empobrecen el vocabulario y por lo tanto las personas que abusan de ellas se hacen más incultas, también le había hecho pensar. Es más, me dijo, desde nuestra conversación, había empezado a corregirse.

Mientras me hablaba, como era de esperar, se le escapaban algún que otro taco y alguna blasfemia.

Yo le indiqué que había quienes, al hablar, cada cinco palabras pronunciadas, dos eran blasfemias y tres eran tacos, lo que no permitía mantener una conversación de interés social y ni mucho menos cultural. Se quedó muy pensativo, yo me reí y le dije que no tenía importancia, que lo verdaderamente importante era su actitud de querer cambiar.

Le propuse que fuéramos a algún bar a tomar unas cervezas. Así lo hicimos y por el camino me aseguró que lo había pasado muy mal, con muchísimo dolor en los pies y que pensaba  no continuar el Camino.

Nos sentamos en un bordillo para ver cómo tenía las ampollas e infección. Las uñas de los dedos se la habían clavado en la base y esto era lo que más le molestaba. Le recomendé que con un frasco de Betadine, Yodo o Mercromina, separase un poco las uñas de las yemas de los dedos y los regase generosamente. Luego, que no se calzase y, al día siguiente, repitiera la operación.

Me preguntó si era médico. Yo me reí y le dije que lo mío era la Publicidad y la Psicología. Continuamos andando hasta que vimos un bar con menos gente.

Allí me insistió en que creía que debía dejar el Camino. Yo le apunté que lo mejor era no pensar en ello y, según tuviera mañana los pies, continuara o reposara un día más. Le dije que no hiciera locuras, como la de hoy, porque, entonces, sí podría tener consecuencias más graves.

Quiso que le explicara por qué le había dicho en el Camino que él era también fuerte de temperamento.

Le comenté que, si bien no hay caracteres puros, sin embargo él estaba incluido entre los de temperamento sanguíneo. Correspondía a la categoría de Pícnico. Yo, en cambio, era Leptosomático. Esto le encantó y estuvimos dialogando un gran rato.

Le acompañé hasta el Albergue y, al despedirnos, me dijo que se encontraba bastante mejor, que iba a poner en práctica la cura y que me agradecía mucho la atención que le había dispensado.

Pasé por la Taberna, sin ánimo de cenar; a lo sumo tomaría una ensalada. Sin embargo las atenciones que me dispensaron todos me hicieron cambiar de opinión. Una sopa muy rica, tortilla y ensalada; de postre un vaso de leche fría.

Pregunté a qué hora abrían por la mañana y José me dijo que no me preocupara, que él madrugaba mucho. Si no estaba abierto, que le diera una voz.

A la luz de la luna hice el camino de regreso a casa. ¡Gracias, mi Dios, porque aún significo algo para Ti!

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Portomarín - Palas de Rey

Lunes 18 de agosto

La ventana de mi habitación daba al embalse, justo por encima de la gasolinera. Ver amanecer sobre una panorámica, como la que estaba contemplando, era un privilegio. Pero no debía entretenerme demasiado, ya que la etapa de este día era fuerte y el calor iba a ser muy recio.

Una vez todo en orden, me dirigí a la Taberna para liquidar mi cuenta. Eran las 6,45 h y, aún, estaba cerrada. Hacía bastante fresco y no era bueno sentarse, así que decidí llamar a la puerta. Inmediatamente se asomó José a la ventana y bajó a abrirme.

Le pedí disculpas por haberle hecho madrugar tanto y me dijo que todo lo contrario, que le perdonara, pero es que ayer se acostó muy tarde y se le olvidó poner el despertador. Dijo que entrara y que me prepararía el desayuno.

A las 7,30 atravesaba el puente para empezar por donde había acabado. Al llegar al final del mismo tuve la duda de si ir por la derecha o continuar por la carretera a la izquierda. Esto último me pareció más lógico, ya que a la derecha no había un rastro definido de camino ni de carretera.

A eso de las 8 empecé a preocuparme debido a que no existía ninguna señalización ni indicación que me orientara sobre dónde me encontraba ni hacia dónde debía dirigir mis pasos. Mi marcha en solitario, sin más compañía que los ladridos lejanos de algún perro, sin encontrar casa, aldea o pueblo donde informarme, me iba confirmando en la idea de que, nuevamente, me había equivocado. De todas formas, ya había hecho un buen tramo de camino, unos tres kilómetros y aún tenía la esperanza de que apareciera alguien o algún poblado a no mucho tardar.

La carretera subía en pendiente muy pronunciada; era más bien una pista asfaltada. Iba metida entre bosque muy denso; a mi izquierda, a través de algún claro, veía al fondo el embalse. Tenía la sensación de estar dando la vuelta al mismo.

Entre la maleza notaba agitarse la vida. El camino subía y bajaba en interminables curvas, que impedían la visión de lejanía para poder orientarme.

Al cabo de una hora y media, la zona boscosa de mi izquierda se aclaró y pude comprobar que seguía por la ladera del monte que bordeaba el embalse. Con esta información visual pensé que estaba dando la vuelta al embalse y retornando a Portomarín, pero por la otra orilla. Adopté una actitud estoica y decidí continuar hasta tener mayor certeza de mi situación. Aún estaba en este razonamiento, cuando vi, al final del embalse, algo parecido a una aldea o pueblo. Puedo asegurar que la alegría dio alas a mis pies y, en menos de diez minutos, me encontré ante la primera de las casas de Sexon, así me pareció que llamaban al poblado.

Me acerqué a una señora, que estaba tendiendo ropa en una terraza. Se llevó las manos a la cabeza, cuando le pregunté por dónde podía ir a Santiago. Me dijo: "por aquí, desde luego, que no. Debe volver sobre sus pasos y, aproximadamente, a unos 3 km coger una pista a la izquierda, que le llevará hasta una bóvila y, por detrás de ésta, saldrá a la carretera C-535".

Reacio en desandar todo lo andado, todavía insistí en preguntar si no habría otra opción menos dura. Al decirme que no, di las gracias y volví por donde había venido.

Pedí la ayuda a mi Santo Ángel y lo acepté, viendo en ello un castigo a mi orgullo y presunción. Debía haber preguntado, ante la duda, en lugar de haber confiado en mi lógica.

Al llegar al cruce, que me había indicado la señora, justo en ese momento llegó ella en coche y me confirmó que esa pista era la que debía tomar y que, hasta hacía poco, por ella pasaba la auténtica ruta jacobea. Repetí mi agradecimiento y, con optimismo, emprendí la subida.

Tal y como me había indicado, encontré la bóvila y la carretera en un punto muy próximo al de arranque de esta etapa. Es decir, me encontraba casi en el mismo punto de partida después de tres horas de marcha dura y difícil.

A pesar de ello me sentí con bastante ánimo y energía, previendo un final bonito y feliz.

Antes de llegar a Gonzar hay una fuente en un ambiente fresco, rodeada de árboles. Descansé unos minutos y reanudé la marcha.

La siguiente población, Castromayor, la encontré como deshabitada; algunas gallinas y en un pequeño corral una niña tendiendo ropa; la saludé y se metió corriendo a la casa. Recuerda un poco a las pallozas del Cebrero, pero más sucio y descuidado. En este entorno no esperaba ver una iglesia románica, pequeña pero bellísima. La salida de Castromayor se hace remontando una fuerte pendiente. Desde el alto se puede contemplar quizás la más extensa panorámica que tiene Portomarín.

A dos kilómetros se anuncia un Refugio, entre Hospital de la Cruz y Ventas de Narón. A él me acerqué; se ha construido en la antigua escuela y está al borde de la carretera Lugo-Orense. El mojón 77 sitúa al peregrino en la salida del pueblo Ventas de Narón.

Ahora me encontraba a lomos de la sierra Ligonde; a mi derecha se veía una gran antena de comunicaciones en todo lo alto.

Empecé a descender suavemente y en el mojón 75, pasé por el grupo de casas que forma Prebisa.

Abunda la vegetación y el arbolado propio de esta sierra. En un cuarto de hora me planté en Ligonde, capital del municipio.

Causa muy buena impresión por los vestigios del pasado y la importante extensión urbana. En mi paseo peregrino pude recrearme con la visión de una casa señorial con escudos nobiliarios de los Ulloa, los Traba, los Montenegro y los Varela; con el cruceiro y el templo de Santiago de Ligonde. Este templo dependía de la Orden de Santiago. De la primitiva edificación sólo queda el arco toral y una piedra labrada, situada en la parte baja, cerca de la puerta lateral. Estos restos son románicos del XII o posiblemente anterior.

Al salir, hay un parque natural que invita al descanso; no obstante, yo continué bajando a un vallecillo por el que transcurre el arroyo Ligonde.

En esta etapa las poblaciones se encuentran a muy corta distancia las unas de las otras. Así, nada más cruzar el Ligonde, me encontré en Eirexe y en poco más de media hora en Lestedo.

El recorrido desde Eirexe a Lestedo se hace muy cómodamente y el paisaje es muy abierto. El único inconveniente era el calor que, a esas horas y llevando más de cinco horas de camino, se hacía sentir sobre mis espaldas. Me encontraba totalmente empapado en sudor. Así que, entre ambas poblaciones, y antes de llegar a Portos, me paré en una especie de Fonda habilitada en lo que debió ser un establo.

Dentro, sobre unos troncos, había un tablero que hacía de mesa, y unos tablones al rededor que hacían el oficio de bancos. Un humilde cartel decía "Menú de peregrino". Entré y una señora me atendió con sencillez y agrado; un perro se acercó y se tumbó bajo el banco. Una encantadora niña, de unos seis añitos, me saludó y preguntó si iba a comer. Le dije que sí y su madre, desde la cocina, la llamó para que no molestara. Le dije que no sólo no me importaba el tenerla conmigo, sino que me hacía ilusión poder hablar con ella.

Toda la comida estuvo preguntando: -¿Desde donde vienes? ¿Eres peregrino? ¿Vas andando? ¿Cuántos días llevas de camino? ¿Vas solo? ¿No tienes miedo? ¿ Me dejas ver ese libro? -era la Guía, que dejé encima de la mesa- ¿Has estado aquí, en este bosque y no te ha dado miedo? -señalando una de las fotografías. Bueno, era encantadora.

Una de las veces, en que le dije: -Sandra, dame el salero. Se quedó atónita, mirándome fijamente. -Cómo es que sabes mi nombre? Tú lo sabes todo. Solté una carcajada y ella, todavía mirándome como si fuera un profeta, empezó a sonreír, para terminar riendo abiertamente. 

Su madre salió a regañarla. Le dije que hacía mucho tiempo que no lo había pasado tan bien como en este rato de conversación con su hija.

Cuando ya vio que me ponía la mochila para irme, volvió a preguntarme cómo era que sabía su nombre. Yo, acariciándola, la dije que se lo había oído a su madre; se quedó un poco pensativa y, al final, me dijo que la diera un beso. Pregunté a su madre si le parecía bien y se lo di. Me acompañó hasta la carretera y se quedó diciéndome adiós con la mano hasta que dejé de verla.

Reconfortado con esta paradiña, llegué a Valos. Desde aquí la ruta cambia de dirección y por Lamelas, otra agrupación de casas, coroné, en paralelo con la carretera N-547, el alto del Rosario. En poco más de cinco minutos tomé contacto con las primeras casas, tipo urbanización residencial, y pasado el Polideportivo y el Campo de Fútbol en el que hay un albergue juvenil, entré en Palas de Rey. Esta etapa es de unos 23 kilómetros, pero, a causa de mi error, había caminado nueve kilómetros más.

Bajé hasta el Albergue, situado en el centro, en la Plaza frente al Ayuntamiento. Dentro estaba la Hospitalera; en la puerta había un grupo como de unos quince peregrinos esperando turno.

Entré para decirla que yo buscaría cama en alguna pensión para dejar sitio a otros que pudieran necesitarlo más que yo; sólo quería que me sellara la credencial.

La hospitalera me pidió que me sentara en el banco corrido del vestíbulo y que no se me ocurriera marcharme. Yo más que nadie tenía derecho por mi edad a la acogida. No me dio lugar a réplicas.

Al poco vino un joven que me dijo que le siguiera. Me abrió una sala de cuatro literas, aún no asignadas, y me dijo que ocupara la que más me gustara. Me enseñó el baño y me pidió que lo dejara limpio y seco después de ducharme. Le dije que esa era mi costumbre.

Limpito y aseado bajé a ayudarla. Me dijo que ya estaban ocupadas y asignadas todas las camas. Ahora vería cómo acomodar al resto de peregrinos, que seguro llegarían y a los que habían avisado de su próxima llegada.

Entraron cuatro ciclistas pidiendo cama; les comentó la imposibilidad porque todo estaba completo, pero ellos exigían que se les diera espacio porque tenían tanto derecho o más que los de a pie. -En eso -dijo la hospitalera- no estoy de acuerdo, porque para vosotros es más fácil hacer 10 kilómetros que al que llega con los pies destrozados y que le supondría hacer dos horas más de camino.

Había allí una señora que salió en favor de los ciclistas diciendo que para ella el esfuerzo que tienen que hacer los ciclistas era muy superior al que hacen los peregrinos de a pie, y que, por esa misma razón, creía que tenían preferencia sobre estos.

Los ciclistas, al verse apoyados por la señora, se crecieron y del diálogo pasaron a los insultos, palabrotas y blasfemias. Yo me levanté para poner paz.

Al verme mayor y que con voz serena les pedía, en primer lugar educación ya que nadie les estaba tratando mal, y en segundo lugar respeto hacia todos los que allí estábamos, principalmente hacia la responsable del Albergue, quien, desinteresadamente, atendía no sólo a los que hoy habíamos llegado, sino a cientos de peregrinos que se albergaban al cabo del año, guardaron silencio. Es más -continué-, si alguien debía conocer la normativa por la que se rigen los Albergues del Camino era ella, que había recibido un cursillo de formación antes de ser nombrada Hospitalera.

La señora quiso reemprender la discusión, pero la actitud de los ciclistas había cambiado y tan sólo deseaban que les dieran información: "si se esperaban, qué posibilidades había de hacerles un hueco".

La hospitalera les dijo que muy pocas, pero que, de acuerdo con los que iban a dormir en el suelo, se buscaría un espacio. Al final decidieron marchar a Casanova o Laboreiro (4-6 km).

Me sellaron la Credencial y subí a la Parroquia de San Tirso. Allí me encontré con mi peregrino de Sarria, a quien unas "piadosas mujeres" le habían hecho una cura milagrosa. Nos saludamos con gran afecto y él, muy feliz, me dijo que ya estaba seguro de poder llegar a Santiago.

Como la iglesia estaba abierta, entré a preguntar si habría Misa. Tuve el gozo de que, también este día podía seguir contando con la fortaleza de la Eucaristía.

A continuación fui a una tienda para ver si me podían arreglar el Cassio que compré en Mansilla. El sudor del brazo se había introducido y se paró. En un Bazar cercano me lo arregló un señor muy amable, que no me quiso cobrar nada; como tenían calcetines, le compré un par.

Di una vuelta por el pueblo, para descubrir los vestigios de su antigüedad. Tan sólo vi unas casas con escudos que tenían aspecto de mansión palacio y poco más. Al mirar el reloj, me di cuenta de que se había vuelto a parar. El relojero me dijo que tenía humedad y que era muy difícil secarle totalmente.

Le pregunté si tenían alguno parecido, y me dijo que los tenían idénticos y de varias marcas. Le pedí uno igual al mío y, cuando le fui a pagar, me dijo que eran 925 pts.

Al ver que me extrañaba, me comentó: -supongo que este fue el precio al que compró el suyo -Le dije que la señora de Mansilla me había cobrado 1.850 pts. Se sonrió y me enseñó la tarifa. Le pagué y le agradecí todas las atenciones que había tenido conmigo.

Subí de nuevo a la Parroquia para que me sellaran la Credencial, porque me había dicho la hospitalera que tenían unos sellos muy bonitos. Me pusieron tres distintos.

Como ya faltaba poco para la Misa, salí fuera para esperar la hora. Allí estaba mi amigo peregrino con el presidente de la Asociación Riojana de Amigos del Camino de Santiago. Me lo presentó y me pidió que fuéramos a tomar unas cervezas. Yo le dije que me iba a quedar a Misa; entonces, añadieron, que me esperaban en el bar, que hay al lado del Albergue.

La Iglesia de San Tirso parece ser la mencionada en el Caelicolae de Alfonso III (873) y que sobre ella se edificó la Parroquial de San Tirso. Sólo queda una portada con dos archivoltas de medio punto, asentadas en dos parejas de columnas cuyos capiteles están decorados con estilizados vegetales; su antigüedad puede ser del s.XII.

Por la noche cenamos juntos y, después de dar una vuelta por la plaza y calle principal, me fui al Albergue a descansar.

No pude dormir en toda la noche por el frío y por el calor. Me explico: en la litera de arriba había una peregrina, que no hacía nada más que abrir de par en par la ventana, por la que se colaba un vientecillo frío y húmedo de mucho cuidado. Entonces yo cerraba bien el saco de dormir, y resultaba que el calor era excesivo. Abría mi saco y cerraba con disimulo un poco la ventana; a continuación la vecina la volvía a abrir de par en par. Así toda la noche, amén de un excelente roncador a mi izquierda.

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Palas de Rey - Melide

Martes 19 de agosto

A las 5 de la mañana la peregrina de la litera de arriba descendió para ser la primera en arreglarse. Su compañero también bajó de la litera contigua.

Yo estaba muy cansado, pero una vez empezada "la movida matutina" es imposible recuperar sueño, así que también me levanté y salí al exterior de nuestra habitación.

Todo el suelo del vestíbulo estaba ocupado por peregrinos, enfundados en sus sacos de dormir.

Alumbrándome con mi linterna bajé a los servicios de la planta. Allí encontré un lavabo y retrete, que todavía estaba libre. Me arreglé rápidamente y subí de nuevo a la habitación.

De los que dormían en el suelo, muchos habían levantado ya el campamento y preparaban sus mochilas. Algunos estaban desayunando en la cocina.

En nuestro dormitorio ya se habían levantado todos; eran las 5,45 h. Recogí mis enseres y, tras dejar mi donativo en la hucha, me despedí.

En la calle se notaba el relente de la noche; el aire era húmedo y más bien frío. Entré en un bar para desayunar; lo hice frugal y rápido.

Con las oraciones de la mañana en mi boca y en mi corazón, descendí hasta el río Roxan. Delante mío iba un grupo de pequeños peregrinos, cuatro niñas y tres niños cuyas edades debían estar entre los doce y quince años. Iban equipados con sus mochilas y bastones y se les veía con una gran ilusión.

Cerca del río se pararon para hacerse, supuse, la primera fotografía de la jornada. Como vieron que iba hacia ellos, me pidieron el que yo se la hiciera. Les dije que me pedían algo muy delicado, porque, si salía mal, se iban a estar acordando de mí y no muy bien. La que parecía mayor respondió que, "de todas maneras, se iban a acordar de mí, así que lo mejor era hacérsela". No me hice rogar. Les deseé Buen Camino y continué ruta.

A un kilómetro, aproximadamente, encontré una laguna que salvé sin mayor dificultad gracias a las piedras situadas a lo largo de la misma. Tras este obstáculo, una pista de excelente firme me condujo a San Julián del Camino. La iglesia de esta pequeña población conserva la cabecera de la primitiva construcción (x.XII) en piedra de sillería.

Seguí por una carreterita que me llevó a La Pallota, núcleo de casas habitado y, torciendo a la derecha, por una corredoira descendí hasta el río Pambre.

Cruzado el río, al otro lado de la pista, dejé las casas de Pontecampaña. Ahí se encuentra el mojón 61. Realmente me parecía mentira encontrarme tan cerca del final. Pero era una realidad y hasta Santiago, mojón tras mojón, me lo fueron recordando.

Subí a Casanova. Visité el Albergue habilitado en las antiguas escuelas Mato y, bajo este mismo nombre, se le conoce. Me sellaron la Credencial y seguí adelante.

En mi juventud y en los largos recorridos a pie, cantábamos: "Entre montes y valles un caserío está...". Es más, en mi marcha por el Camino lo había venido cantando desde que entré en tierras galaicas.

Subir y bajar por valles y montañas, entre verdes praderas y frondosos bosques, y al final de este "tobogán gallego", siempre una casa o varias te dan la bienvenida y se despiden hasta la próxima. Y así, Porto do Bois, y cruzado el río Porto do Bois, Campanilla. Todo ello me condujo a un cruce de carreteras.

Decidí encaramarme, tras un largo regate, dejando entre las dos carreteras el Refugio de Laboreiro, para llegar a esta población. En el regate me situé en la provincia de La Coruña.

Seguí ascendiendo hasta dominar el panorama. Ahí estaba Laboreiro, Campus Leporarius (Campo de las liebres), como lo denomina el Codex Calixtinus.

La Iglesia de Santa María es románica de transición: ábside de tambor, portada con archivoltas apuntadas y moldura de puntas de diamante sobre pareja de columnas. Su tímpano descansa en dos ménsulas con la escultura de la Virgen y el Niño y dos Ángeles. Cerca hay una casona de los Ulloa.

Se conservan también algunos tramos enlosados del viejo Camino, un Crucero y un Puente Medieval sobre el río Seco. Tras el Puente sobre el río Seco están las casas de Disicabo, junto al mojón 56. Aquí me permití salir a la carretera para aprovisionarme de agua en un Bar que se anunciaba a la entrada del poblado. En su interior me encontré con varios peregrinos, entre los que se contaban "mis nietas". 

A media hora, aproximadamente, de marcha, tomé una pista que apareció a mi derecha. Pasé por el mojón 53 y en poco más de cinco minutos cruzaba por una zona de losas, junto a las márgenes del río Furelos; allí se encuentra un albergue juvenil.

Descansé unos minutos, sentado a la mesa frente a otros dos peregrinos, que degustaban unas magdalenas y un vaso de leche. Me ofrecieron, pero decliné la invitación, diciendo que yo acababa de desayunar hacía poco.

Entre Furelos y Melide apenas hay separación; este último ha ido creciendo hacia el valle de Furelos por lo que, desde este punto a Melide no acierta uno a saber dónde se encuentra. Esta falsa apreciación y la dura ascensión hacen que el recorrido parezca más largo. Ya en lo alto, una flecha señalizadora del Camino me condujo a la calle principal. Aquí es desde donde comienza a apreciarse que Melide es una hermosa ciudad.

A pesar de ser una población muy festera y de gran tránsito, tanto peatonal como motorizado, está perfectamente cuidada y atendida. Es grato deambular por sus calles, limpias y cuidadas. Conviven en perfecta simbiosis la ciudad moderna con la monumental y antigua, lo que añade un encanto más a esta población. En pocas partes se encuentran ambos términos tan armoniosamente conjuntados.

Me llamó la atención, conforme avanzaba hacia el Campo de San Roque, un grupo muy numeroso de gente en torno a un puesto callejero. Al llegar allí pude comprobar que se trataba de un cocedero de pulpo, que preparaban y aderezaban para comer en una inmensa nave llena de mesas alargadas y bancos a uno y otro lado de las mismas.

Pregunté si esta actividad se debía a la celebración de algún festejo local. Me dijeron que no, que todos los días del año se hacía el pulpo a la feira y que Melide era famosa por prepararlo mejor que en ninguna otra parte de Galicia.

Al otro lado de la calle vi una iglesia románica; se trataba de la Iglesia de San Pedro, cuya fachada es del s.XII. Una preciosidad, que no quise perderme. Nada más entrar, me di cuenta de que acababan de empezar la Santa Misa. Mi alma se inundó de gozo interior. Dejé mi mochila en un rincón, junto con mi báculo y sombrero. La camisa y pantalón estaban empapados de sudor, lo que me iba a suponer una vergüenza al ir a comulgar, pero el premio era tan grande que anuló mi vanidad y orgullo.

Al poco entraron "mis nietas", que me animaron con su sonrisa.

Después de dar gracias, me entretuve en observar la arquitectura y piedras, que esperaban una adjudicación a museo o a completar restos arqueológicos. La portada principal es una maravilla a base de cuatro arquivoltas de medio punto muy abocinadas y una moldura envolvente, muy decoradas, sobre tres parejas de columnas con capiteles de cogollos e impostas de roleos. A la izquierda de la portada se puede admirar un precioso cruceiro del s.XIV.

Me quedaba muy poco dinero así que me detuve en un Cajero 4B y saqué lo justo para alimento y bebida.

Me hizo mucha ilusión ver que uno de los guardias urbanos paró la circulación para que cruzara. Supongo que fue una deferencia al peregrino que yo, en ese momento, representaba; también pudo ser porque me viera tan maltrecho que le inspirara lástima. En cualquier caso, fue un gesto muy bonito que agradecí con un cordial saludo.

En plena Plaza, donde confluyen la carretera de Lugo a Santiago, la arteria del núcleo monumental, la calle principal y otro ramal, está el Bar Estilo, en cuyo balcón principal había un letrero: "habitaciones". Entré para ver si disponían de habitación sencilla. Me dijeron que sí y no lo dudé.

Subí a ella y creo que no tardé ni un minuto en meterme bajo la ducha. Me sentó de maravilla y, a continuación, hice mi colada que puse a secar en el balcón.

Me cambié y fui derecho a degustar "el mejor pulpo a la feira". Aunque este plato típico gallego no alcanzara la categoría que le adjudicaban, sí merecía la pena integrarse en la costumbre y conducirse al modo usual. Tuve que hacer cola para que me sirvieran. Los platos de madera eran de diversos tamaños y me preguntaron qué tamaño quería; les dije que era para mí sólo. Me dieron el tamaño pequeño y lo aderezaron con aceite, pimentón y sal gorda.

Pagué allí mismo y les rogué que me dijeran dónde podía comprar pan y vino: -Pase Ud. dentro y allí le darán todo -me respondieron. Con mi plato en la mano me introduje en la nave y busqué un hueco dónde sentarme.

Los gritos alborozados de "mis nietas" atrajeron mi atención. Me hicieron un hueco y me dijeron que no comprara nada, porque a ellas les sobraba de todo. Efectivamente, me acercaron su cestillo de pan, la jarra de vino, además de otro plato con chorizo frito. Me hicieron feliz.

Hasta ese momento apenas habíamos cruzado frases y palabras sueltas; esta fue la primera ocasión en que departimos algo más nuestras ideas e intereses comunes.

Tenían prisa y se marcharon, pero me dijeron que no dejara de pasar por el Albergue; ellas se iban a hospedar en él.

Me quedé a solas con un señor mayor de Melide, quien se interesó mucho por mis "nietas". -¡Qué suerte tiene Ud. con sus hijas y nietas; se ve que le quieren mucho! -me dijo. Él, por su parte, no tenía tanta suerte y me contó sus desventuras familiares. Me dio mucha pena, y le tuve que abrazar y consolar, porque se echó a llorar, con tanto desconsuelo, que a mí se me partía el alma.

El sol picaba de lo lindo y subí a mi cuarto. Dormiría como una hora, y a continuación me dispuse para ir al Albergue. Antes, sin embargo, me dediqué a recorrer los monumentos.

La actual Iglesia parroquial conserva la Capilla antigua (1396), cubierta con bóveda estrellada y con magníficos sepulcros del s.XV.

En el altar mayor preside la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Es en recuerdo del fundador del Hospital de Sancti Spiritus, D. Segade Bugueiro, Arzobispo de México. El Hospital linda con la Parroquial.

Me indicaron que no dejara de visitar el Museo, instalado en la Casa Consistorial, "Pazo y Concello de Melide". Estaba cerrado por lo que bajé al Albergue. Más tarde continuaría mi visita turística.

Sentadas a la entrada del Albergue descansaban mis niñas; se admiraban de que yo siguiera caminando y no diera muestras de agotamiento.

Entré para que me sellaran la Credencial y esperé a que una señora italiana dejara libre a la hospitalera. Me preguntó ésta si iba a quedarme; le dije que había alquilado una habitación en Bar Estilo, porque las noches anteriores de Sarria y Palas me fue imposible dormir. Necesitaba llegar a Santiago si no con las fuerzas de un joven, por lo menos con las de poder abrazar al Apóstol. Yo ya no tenía la fuerza de los jóvenes del año 48, que estuvieron casi diez días sin dormir.

La italiana, al oírme nombrar la Peregrinación del 48, me dijo que le era muy importante hablar conmigo. Estaba haciendo un reportaje sobre el Camino de Santiago y le habían informado de que se iba a cumplir el 50 Aniversario de una magna peregrinación de la Juventud de Acción Católica a Santiago. Estaría sumamente agradecida si yo pudiera facilitarle datos de ese acontecimiento. Le dije que, con mucho gusto y pasamos a un hall donde nos acomodamos para la entrevista. Lo primero fue presentarnos: ella se llamaba Mariafrancesca Olivieri, vivía en Roma y me pidió que la llamara Franca. Yo le di mis datos y, a la recíproca, le dije que podía llamarme Juanjo; como le resultaba muy difícil la pronunciación decidió, si se lo permitía, llamarme Giovanni.

La hice una breve reseña tanto de la figura de Manolo Aparici como de lo que recordaba de la Peregrinación. Además, prometí mandarle todos los datos a finales de año o primeros del 98.

Al saber que yo era publicitario me habló de su hija, que era pintora y que hacía, con una nueva técnica, dibujos y retratos que a ella le parecían maravillosos. Como yo era entendido, le gustaría enseñarme algunos de los dibujos de su hija, para que le diera mi opinión. La dije que ahora iba a visitar el Museo de Terra de Melide y que luego podíamos quedar en la terraza del Bar Estilo y tomar una "birra". Insistió en que me acompañaría, porque a ella le interesaba mucho todo lo relacionado con la historia y el arte.

Fuimos juntos al Pazo-Concello, que ya estaba abierto, e hicimos una visita cultural. Muy interesante y muy bien catalogado; es recomendable su visita.

Al salir, ella se dirigió a la casa donde se hospedaba, para recoger los trabajos de su hija. En un cuarto de hora estaría en el bar Estilo.

Ocupé una de las mesas de la terraza del Bar y esperé, tomándome una cerveza; enseguida vino Franca con una carpeta. Le pareció espléndida la idea de sentarnos en ese lugar. Pidió un Bitter Kas y hablamos de todo un poco.

Los trabajos de su hija me parecieron bastante buenos y me dieron pie para decirle que su hija tenía una gran vena artística; que la cuidara y trabajara, porque podría llegar a ser famosa.

Como yo tenía mucho interés en visitar la Iglesia de Santa María, que una buena señora me dijo que era muy importante, "porque gente entendida decían que, además de ser muy antigua, tenía pinturas de más de cien años y que decían que eran como las que estaban en la capilla "justina" (?) de Roma".

La Iglesia está a poco más de un kilómetro abajo, ya en la salida de Melide.

Al pasar de nuevo por el Albergue, vi que aún seguían sentadas algunas de mis "nietas"; les dije que iba a ver, si aún estaba abierta, la Iglesia de Santa María.

Poco más o menos me dijeron que estaba loco; bajar para luego tener que subir un kilómetro. Les manifesté que no tenía inconveniente en que me acompañaran. Se echaron a reír y me dijeron: Buen Camino.

Estaba cerrada y la llave la tenían en una casa blanca, que estaba al otro lado de la carretera. Crucé y no tuve la suerte de encontrar la persona encargada. Me dijeron que era más seguro buscarla mañana, ya que tenía que pasar por allí para continuar el Camino. De todas formas hice un examen desde el exterior.

Es románica del s.XII, con dos portadas muy decoradas; la meridional de dos arquivoltas sobre dos parejas de columnas y tímpano liso; la occidental, de tres arquivoltas sobre tres parejas de columnas con capiteles historiados y tímpano también liso.

De regreso a la Fonda paseé por calles y callejas. En una de estas, sin salida, había una Chocolatería. Me hizo ilusión y me acerqué. Pregunté si el chocolate se podía tomar con churros; se quedaron dudando un momento y me dijeron que sí, pero que tendría que esperar una media hora para hacerlos.

Mientras, seguí dando una vuelta y vi anunciada una Exposición de óleos de un pintor novel. Estaba patrocinado por la Xunta y el Ayuntamiento.

Lo visité despacio, ya que no tenía prisa, y charlé un buen rato con el pintor: José Manuel Quiño y Rodríguez. Me dio su tarjeta y se mostró muy agradecido por mi visita y conversación. Le animé para que no cejara en su empeño y vería cómo acababa en el Catálogo de Pintores españoles.

Cuando llegué a la Chocolatería aún tuve que esperar un buen rato. Pidieron disculpas, alegando que hacer la masa y preparar todo llevaba su tiempo. Les dije que no se preocuparan y que mejor me sabría.

Los churros no fueron una gran cosa, pero el detalle de hacerlos solamente para mí ya merecía un diez. El chocolate, en cambio, me supo a gloria y esta colación me sirvió de cena.

A las 22,45 me retiré a dormir. La plaza y las calles estaban llenas de gente, pero paseaban y disfrutaban del fresco de la noche de forma civilizada. Pude dormir a gusto.

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Melide - Arzúa

Miércoles 20 de agosto

Desayuné en el bar y, todo en orden, enfilé la calle abajo hacia Santa María. Allí en la plazuela hay un cruceiro del siglo XIV.

Me quité el sombrero y, como en otras ocasiones, hice mis oraciones de la mañana; luego fui a buscar a la señora encargada de la Iglesia para que me la dejara ver por dentro.

Salió por la ventana y me tiró la llave, rogándome que, cuando terminara, le dejara la llave a la señora que vive en la casa junto a la tapia de la iglesia.

Al entrar comprobé que constaba de una nave con techumbre de madera y cabecera compuesta por presbiterio recto y ábside de tambor.

Hay varios sepulcros del s.XIV y una Virgen del XV-XVI. Las célebres pinturas de la "capilla justina" pueden pertenecer al s.XV y representan a la Santísima Trinidad, rodeada por los símbolos del Tetramorfos y dos coros de ángeles, los Apóstoles, destacándose la figura de Santiago, y grecas tanto en el ábside como en la bóveda del presbiterio. Realmente son muy importantes y de una gran belleza.

No me extraña que gente "entendida" las haya comparado con las de la capilla Sixtina, pero yo corregiría a mi buena señora para decir que son comparables con las de la "capilla Sixtina" de San Isidoro de León.

Cruzado el río Lázaro, cuyo nombre recuerda la existencia de un lazareto o leprosería desaparecido, continué por entre las casas de Carballar y adentrándome en un bosque de eucaliptos, realmente de ensueño, pasé el puente sobre el río Raído. Al salir del bosque estaban las casas de Raído.

Me desvié a la derecha para sesgar, a los cinco minutos, a la izquierda y situarme frente a las casas de Parobispo.

Volví a introducirme en otro de los muchos bosques de eucaliptos y descender hasta el arroyo Valverde.

Nuevamente en ascenso por una senda, a cuya vera, se han plantado árboles, llegué a Peroxa. El mojón 46 es un nuevo hito que alienta y hace más liviana la marcha del peregrino.

Llegado a Boente, primera población, como tal, desde que salí de Melide, pude admirar la Parroquial, dedicada a Santiago, la fuente de los Peregrinos y varias casas nobles (del señorío de los Altamira).

Hay que cruzar la carretera para iniciar la salida por las calles enlosadas. Ahí me encontré con una de mis nietas, que esperaba al resto del grupo con el coche de "la Intendencia". Me ofreció un croissant enorme, le di las gracias y comiendo tan suculento manjar fui descendiendo por un magnífico andadero hasta el río Boente. Lo cruza un antiguo puente.

Como siempre lo que se baja hay que subirlo, pero en esta ocasión, la ascensión fue similar en pendiente a la de la Faba, si bien bastante más corta, unos diez minutos.

Arriba salí a un andadero arbolado, paralelo a la carretera, donde encontré el mojón 43,5. Tras otros diez minutos de marcha en el altiplano, tomé el desvío a la izquierda, que indicaba hacia Río y Pomar.

En un cruce en que desaparecen las flechas, erré nuevamente el Camino. Al fondo de la carreterilla elegida vi un coche, que hacía señales con los faros. No pensé que iban dirigidas a mí, así que continué, impertérrito, mi marcha. Entonces me di cuenta de que una señora se montaba en el coche y me hacía señas de que me detuviera.

Se acercó y me explicó que llevaba el camino equivocado, que tenía que haber cogido la carreterilla de la derecha.

Cerca del lugar donde estábamos había un sendero rural y le pregunté si por él podría enlazar más adelante con el Camino. Me dijo que sí, pero que daría más vuelta.

Le di las gracias por su interés y le prometí tenerla presente ante el Apóstol.

Me encaminé por el sendero y en una curva vi a un señor en pleno trabajo con sus vacas. Me detuve, para confirmar si iba bien para retomar el Camino.

Me dijo que sí; que abajo en Río confluían la senda y el Camino.

Era la hora del ordeño e hice el comentario de lo mucho que el ciudadano de hoy había perdido en cuanto a los alimentos frescos y naturales. Yo, continué, por lo menos debía hacer unos 30 años que no había vuelto a probar la leche natural, recién ordeñada.

Me dijo que, si me apetecía un vaso, me lo daba con mucho gusto. Le pregunté si eso era posible. Tomó una medida de acero inoxidable y la metió en un depósito del mismo metal, y me la ofreció llena.

Al primer sorbo sentí que estaba fría, posiblemente a unos cuatro grados, y le manifesté que era manjar de dioses. Él, sonriente, observaba la cara de placer que yo debía poner. Creo, le dije, que nunca he probado una leche tan rica como ésta, en el pleno sentido de la palabra. Se lo agradecí efusivamente y, así recuperado de mí sed y error -bendito error-, llegué al fondo del bucólico valle. Por la derecha apareció el Camino abandonado más arriba.

Encima y al otro lado se encuentra Castañeda, el pueblo donde los peregrinos entregaban las piedras, recogidas en Triacastela, para convertirlas en cal para la construcción de la Basílica de Santiago.

Pasado el mojón 42 en el trazado de la izquierda, crucé el arroyo Ribeiral. Por la pista me encaminé al bosque, frontal a la misma, y a su término, en descenso hacia el valle del río Iso. Allí encontré el Albergue del Camino, que visité. Lo estaban limpiando.

Creo que no existe en el Camino nada semejante. Lo conforman unas cuantas casas de piedra con servicios de todo tipo: lavaderos, secaderos, duchas y servicios en el exterior. Fogones para barbacoas, iluminación en toda la pradería, muy extensa y a orillas del río. Escaleras en la ribera, para poderse bañar, habitaciones con mobiliario rústico y un máximo de seis literas. Salas con chimeneas, comedor, sala de lectura... en fin, todo un lujo.

Si los peregrinos, allí hospedados, saben estar a la altura del nivel, que se les ofrece, la estancia en el Albergue de Ribadiso puede convertirse en un "Paraíso". Mi reconocimiento a la Xunta de Galicia.

Un poco más arriba, un esfuerzo más y estaba en la carretera. Por un andadero habilitado a la izquierda, me dirigí a la entrada de Arzúa. Me encontraba a 600 m de la población. En mi marcha llegué a un descanso, decorado con banderitas y en lo alto de un mástil, pomposamente, un cartel: "O Retiro". Me pareció muy acogedor y paré.

Tenían habitaciones y me agradó el trato, así que reservé una sencilla. Muy confortable, limpia y con servicio completo.

Lo único, me aconsejaron, que debía mantener cerrada la persiana, porque era época de mosquitos.

Me duché y puse cómodo. Bajé al comedor y pedí el menú; terminé probando el exquisito queso de Arzúa.

A eso de las 17,30 salí para hacer mi visita turística. Hacía todavía mucho calor. "O Retiro" estaba apartado del centro de la Ciudad, como a un kilómetro.

Cerca de la Fonda hay una fábrica de brocal de pozos; de casetas de perro, y otros complementos de casas y chales, todo en piedra artificial.

Así, despacio y tratando de descubrir todo lo histórico y artístico, llegué a la Plaza. Allí se encontraban bastantes peregrinos.

Visité la Parroquial de Santiago, donde estaba el Santísimo expuesto solemnemente. Rezaban el rosario. Me quedé, y al término del mismo, una joven, que parecía de alguna orden religiosa, subió al altar y cerró el Expositor, dando por terminada la liturgia.

Entré en la sacristía para enterarme sobre la hora de Misa. La religiosa, que dirigió el rosario, dijo que se celebraba por la mañana a las ocho. Le pedí que me sellara la Credencial y me indicó que el sellado lo hacían en la casa del Párroco. Allí, una señora lo hizo.

Preguntando en la oficina de Turismo me informaron de que Arzúa tuvo fuero y derechos de portazgo para la cerca de su Concejo y fue señorío de la Mitra Compostelana.

Al sur quedan algunos restos del convento agustino de la Magdalena, con hospital para peregrinos; sólo se conserva, pero en muy mal estado, la capilla y algunos sepulcros.

De vuelta al Hostal entré a comprarme un pantalón, pero nada de lo que vi me gustó.

Por la noche, sentado en la terraza del Hostal me sirvieron la cena.

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Arzúa - Lavacolla

Jueves 21 de agosto

Me levanté temprano para poder desayunar antes de bajar a la Misa, y a las 6,45 subí para recoger mi impedimenta; pagué y me encaminé a la Parroquia.

Asistí a la santa Misa y, dando gracias a Dios y pidiendo la ayuda de Santiago, salí a cumplir la penúltima etapa del Camino.

Como ya era habitual, bajé primero hacia el arroyo As Barrosas, para subir, a continuación, a la pista, que me llevaría a la carretera general.

Tras abandonar ésta, continué el consabido zigzagueo en tobogán, pasando por Raido, Fondevila, Cartobe, Pereiriña, Tavernella hasta Calzada; en su calle principal esta el mojón 31.1.

Desde aquí hasta más allá de un kilómetro, anduve metido entre un maravilloso bosque, principalmente de eucaliptos, si bien abundaban los castaños y manzanos. 

Se me cruzó en el camino un zorrillo, que se quedó parado, mirándome con descaro; al acercarme desapareció entre la maleza. Me hacía muy feliz este contacto con la naturaleza.

A lo largo de todo el camino pájaros, águilas, perros, vacas, lagartos, moscas, tábanos y mosquitos y, principalmente en Galicia, babosas y sanguijuelas por los tramos húmedos y pantanosos, fueron mis acompañantes y con frecuencia dialogaba con ellos.

En más de una ocasión, un graznido inesperado, el agudo piar de una rapaz, el ruido de la maleza al huir un lagarto o alguna alimaña, me sobresaltaron. Pero el silencio, en la soledad del Camino, era más inquietante.

El siguiente pueblo, Calle, nada me ofreció que invitara a detenerme, y, una vez más, ascendí a un andadero artificial, que me adentró en un bosque de robles.

Al salir de él, encontré las casas de Boavista y, entre bosques y zigzagueo me presenté en Salceda. En las primeras casas encontré el mojón 26,3.

Pasado Salceda me sucedió una anécdota de grato recuerdo para mí.

Hay que salir a la carretera, volver a entrar al Camino, para repetir nuevamente la operación. En uno de estos desvíos, crucé a la izquierda de la N-547, para introducirme por un ramal en el que había visto la flecha amarilla.

Unas voces lejanas, en las que me pareció escuchar el grito de ¡Peregrino!, me hicieron volver la cabeza y, como a unos doscientos metros, el grupo de mis nietas me hacían señas de que iba por ruta equivocada; una de ellas, la más pequeña, cargada con su mochila y, superando un fuerte desnivel, venía corriendo hacia mí.

Bajé deprisa a su encuentro. Fatigadísima me dijo que, donde estaban ellas, había la indicación del Camino y que me estaban llamando al verme cruzar la carretera.

Sentí tanta ternura por mi pequeña, que había hecho tan gran esfuerzo para que yo no tuviera que hacer kilómetros de más, que la di un cariñoso beso, al tiempo que la acariciaba y daba las gracias. Me dijo que el beso le había compensado de su carrera.

Le señalé que también en el próximo ramal a la izquierda se veía una gran flecha amarilla. Quedamos en que me fuera por ese ramal, pero que, si al cabo de unos metros, no volvía a ver otras señales, que retrocediera hasta ellas. ¡Qué hermosas compensaciones tiene el Camino!

Evidentemente la ruta era correcta y así, por entre pinares llegué a las casas de Xen, Ras y Brea, donde me senté en un tronco de una serrería para quitarme las piedrecitas que habían entrado en mis botas. En esta operación me alcanzaron mis inseparables compañeras.

Un poco más adelante, pasadas las casas de A Rabiña, salí nuevamente a la N-547 en el Alto de Santa Irene. Miré la Guía: Rúa se encontraba a unos tres kilómetros de Empalme. Con muy buen talante me dispuse a ganar esa población, que hoy me había marcado como parada y fonda.

Al otro lado de Rúa se encontraba Arca, que brindaba muy buenos servicios, sin desviarse de la ruta. Guardé la Guía en mi bolso y emprendí el descenso por un sendero que salía de la cuneta derecha de la carretera. Al final de la bajada había un bosque, que terminaba de nuevo en la carretera.

Al otro lado vi una Cafetería de construcción moderna, a la que me dirigí para tomar un Aquarius. Dejé mis atuendos de peregrino en la entrada.

El interior presentaba una gran barra y una decoración de aspecto colonial. Sillas y sillones de mimbre, paredes pintadas de blanco y todo tipo de bebidas alcohólicas en estanterías de madera. El ambiente era acogedor, por lo que pregunté si daban comidas. Me dijeron que sí, pero basándose en platos combinados. Pedí la carta y decidí quedarme a comer.

El servicio no fue muy rápido, pero se suplía por la agradable atención de quienes servían. Comí de maravilla, comida casera y sana.

Estaba acabando de comer, cuando apareció el grupo completo de mis nietas y de otros peregrinos ya conocidos. El encuentro fue motivo de alegría. Se notaba en todos el gozo y optimismo que nos invadía ante la proximidad de Santiago.

En la barra pedí un café y un zumo de piña bien frío. Me despedí de todos, y, deseándoles Buen Camino, me dispuse a culminar el último tramo de mi etapa.

Entré por el andadero que transcurre por un bosque de eucaliptos, y allí apareció un mojón con la leyenda: ya falta poco ¡Ultreya!

Para evitar el campo de fútbol la ruta gira a la izquierda y luego, para salvar el colegio, vuelve a girar; Arca queda a la izquierda del Camino.

Por entre bosques y desvíos, unas veces evitando la carretera y otras las zonas del aeropuerto, y en suave pero continua ascensión, empecé a notar el peso de los kilómetros sobre mis piernas y espalda.

Cruzado el río Amenal, a 100 m hay que cruzar la N-634, por un punto en el que existen dos fuertes badenes, uno a la izquierda y otro a la derecha. En el momento en que yo arribé a este punto, el tráfico era continuo, principalmente de camiones de gran tonelaje.

El peso de la mochila, transportada a lo largo de unos 20 kilómetros, la anchura de la calzada de unos veinte metros y la falta de visibilidad, dado que desde el punto cero a lo alto de los badenes no habría más de 50 m, convertía el momento de cruzar en una arriesgadísima aventura.

El calor era asfixiante. Había consumido mis dos botellitas y empezaba a sentir la deshidratación, pero aún tenía la esperanza de que, en los seis kilómetros que me faltaban, hallaría alguna fuente. No fue así y recuerdo que, según me iba acercando a San Paio, iba encontrando más peregrinos con la misma necesidad de agua que yo.

A la entrada de San Paio, vi a cuatro chicos jóvenes, tumbados a la orilla de la carretera, con signos evidentes de agotamiento. Yo les pregunté si sabían dónde encontrar agua y me ofrecieron de su termo.

Me contaron que ellos venían a punto de no dar un paso más, cuando vieron a un  niño que estaba con una manguera regando el jardín. Le llamaron y pidieron, por favor, que les llenara las cantimploras. Salió el padre y les cogió los termos y cantimploras y, gracias a esto, se encontraban ahí.

Bebí con cuidado, pero ellos me dijeron que no me cortara, que una vez en el pueblo alguien les daría más, si se la pedían.

Me tumbé con ellos, ortigándome al caer sobre estas plantas, pero el cansancio era muy superior al escozor de las ortigas.

Nos levantamos y continuamos hasta Lavacolla. Cuando entramos en esta población, las calles eran un clamor: ¡agua, por favor! ¡Agua! Quince o veinte peregrinos hubiéramos pagado auténticas fortunas por un poco de agua.

Un señor, recuerdo que tenía un coche rojo, salió cargado de garrafas y botellas de plástico, para regresar con ellas llenas de agua. Fue como si viéramos a un ángel. Todos en torno a él llenando nuestras botellas y bebiendo sin parar.

Nos animaba y decía que bebiéramos toda la que necesitáramos, que él iría por más. Creo que esta página de mi diario podría ser enviada a la Xunta.

Los más jóvenes ya no podían esperar otro día más y se aventuraron hasta el Monte del Gozo, otros dijeron que hasta Santiago.

Yo, junto con el matrimonio inglés, que coincidimos de nuevo en este punto del Camino, nos hospedamos en el Hostal de San Paio.

Aseado bajé al bar y consumí dos botes de Aquarius, que estaban deliciosamente fríos.

A continuación subí la escalinata, que sirve para salvar la carretera por detrás del cementerio y quedar en la dirección apropiada para acometer la última etapa del Camino.

Allí recé por todos, vivos y difuntos, bajé al puente por debajo del cual discurre el río Lavacolla.

Ahí los peregrinos, hasta el s.XVII, paraban para limpiar sus cuerpos y poder llegar al abrazo del Santo con buena disposición de alma y cuerpo.

Desde una cabina, junto al puente, llamé a mis hijos. Se puso Cristina; le dije que ya prácticamente estaba en Santiago, a unos ocho kilómetros, un paseo.

Había querido pararme para meditar un poco y, aunque no iba a lavarme en el río, como los antiguos peregrinos, sí quería meditar sobre el gran paso que podía significar mi andadura de cara al futuro.

Quería pedirle a Dios que todo el esfuerzo y oraciones de estos veintidós días dieran, como fruto, mi santificación para ejemplo y guía de otros, principalmente de los que Él me había encomendado.

Que, si mi Camino había sido grato para Él, derramara su Gracia sobre mí y sobre todos mis hijos y amigos, vivos y difuntos.

Cristina me preguntó si estaba bien, a lo que le contesté que como nunca. Fuerte, moreno y joven, como un chaval.

Le comenté que me había enterado de que Iberia hacía un descuento del 50% a los peregrinos poseedores de la Compostela. De ser así, regresaría en avión. Yo la llamaría para confirmar el vuelo.

¡Un abrazo, hija, mañana estaréis todos conmigo ante el Apóstol Santiago!

A continuación fui a ver por dónde discurría el camino y para visitar la ermita de San Roque.

Por último, en el Hostal tomé un delicioso menú de judías verdes con jamón y un delicioso rodaballo con patatas al vapor, especialidad de la Casa.

Soñando que Santiago me elegía para rehacer el Camino espiritualmente y no sé cuántas maravillas más, descansé hasta las 8 de la mañana.

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Lavacolla - Santiago de Compostela

Viernes 22 de agosto

Me duché y bajé a desayunar. Allí estaba el matrimonio inglés, que se despidió hasta Santiago. Ellos ya habían desayunado y se les veía felices.

Entraron otros peregrinos, que me preguntaron si el bar estaba abierto; por supuesto que sí, les dije. Ellos pensaban que sólo servían desayunos a los huéspedes del Hostal.

Pedí la nota y subí  a recoger mi equipaje.

Con mi "marchamo" de peregrino superé nuevamente la escalera del Cementerio para ir por el lateral en busca del inicio del Camino.

Por detrás de una casa, salvé el regato de Lavacolla, lugar en donde los peregrinos se lavaban de pies a cabeza e inicié la subida al Monte del Gozo.

Al ser todavía temprano, iba sólo en la ascensión, soledad que me permitió entablar el diálogo amistoso de cada día con mi buen Dios.

El Camino es muy estrecho y cerca de la ermita de San Roque, tuve que meterme en el umbral de una casa para dejar paso al camión de la leche; este pasó a menos de veinte centímetros de las casas.

En unos tres cuartos de hora coroné la cima (368 m) de Montjoy, Monxoi o Colina de San Marcos, que todos estos nombres tiene.

El arzobispo Gelmírez mandó construir en lo alto de este monte una capilla, dedicada a la Santa Cruz, a la que se iba en peregrinación desde Santiago. Hoy existe una ermita de San Marcos.

Antes de llegar, por las instalaciones de TVE y en dirección hacia mí, vi que dos peregrinos se acercaban; uno de ellos era Luigi. Iban a los Estudios para que le hicieran una entrevista. Quedamos en vernos en Santiago.

Crucé el poblado de San Marcos y subí al monumento, erigido con ocasión de la visita de su Santidad, Juan Pablo II en agosto de 1989.

Después comencé el descenso; a mi izquierda quedaban los edificios de acogida a los peregrinos, el equivalente a los Albergues, pero de enormes dimensiones.

Ya casi entrando en la Ciudad, el Camino baja hasta el pavimento de sus calles a través de unas escaleras.

A partir de allí, empecé a notar una especie de nostalgia, mezclada con ansiedad. Era como si el final del Camino enfriara mi ánimo ante la ausencia de nuevas etapas; algo así como si, una vez ante el Apóstol, se fueran a terminar mis ilusiones y proyectos.

Quizás, una vez conseguido mi propósito, la superficialidad de la vida y la rutina del trabajo borrarían de mi alma todas las vivencias y objetivos espirituales, logrados en el esfuerzo diario de mi caminar.

Por otra parte, el vivo deseo de alcanzar la meta, unido a la angustia de que me faltaría tiempo para subir a dar el abrazo al Santo, adquirir la Compostela, asistir a la Misa del Peregrino, etc., me inquietaban y mermaban la alegría ante la proximidad de mi llegada a la meta.

No me cabe la menor duda de que era una tentación del enemigo, que ya veía próxima su derrota.

Según avanzaba por la Avenida de Concheiros, la rúa de San Pedro, me sentía sólo, como un ser extraño en aquel mundo que me rodeaba. Mis ilusiones y proyectos los tenía puestos en otra dimensión.

Con estos pensamientos andaba cuando de pronto encaré la Puerta del Camino. Por primera vez vi asomarse las torres de la Catedral. Podía haberlas visto desde la carretera en lo alto del Monte del Gozo, pero la niebla lo impidió.

La Porta Francígena, que así también la llaman. Aquí me sentí seguro y comenzó a vibrar mi alma de alegría.

El elegante crucero de Bonaval, conmemorativo del peregrino, en cuya ayuda acudió la Virgen dándole una muerte súbita, sin tener que pasar por la horca a la que fue condenado. La calle de Las Casas Reales, la calle de la Azabachería, la Vía Sacra y por fin la Plaza de La Quintana, frente a la Puerta Santa.

Eran las 10,30 de la mañana, y preferí dirigirme primero a la Oficina de Acogida del Peregrino. Había una gran cola para la formalización de la Compostela.

Dejé mi mochila, bordón y sombrero a la entrada y en la escalera esperé mi turno durante una hora.

Hechas las oportunas anotaciones, sellado y firmas, me la entregaron.

Cuando me levanté para salir de la oficina apenas podía pronunciar palabra; todo yo estaba embargado por la emoción.

A mi derecha encontré a Franca, quien, también emocionada, quiso acompañarme a dar el abrazo al Santo.

Entré por la puerta de Platerías y me dirigí derecho a la Sacristía. Allí me saludó con mucho afecto el encargado del Botafumeiro.

Me pidió que, después de Misa, volviera porque quería conocer cómo me había ido todo.

Al suceder todo esto, tan inesperado y rápido, perdí de vista a Franca, que con tanta ilusión quiso acompañarme. Lo malo es que ya no la volví a ver más.

No tengo palabras para expresar lo sentido en el momento de abrazar la imagen del Apóstol.

Eché mi limosna penitencial y la de dos gemelas de Madrid, que me hicieron esa encomienda.

De nuevo en la Sacristía, pasé a un cuarto oscuro en el que me cambié de camisa y dejé toda mi impedimenta.

Muchas veces he asistido a la Misa del Peregrino, pero esta vez sentí la caricia de Dios tan cerca y perceptible sobre mi alma y cuerpo que creí desfallecer; es más, pienso que perdí el sentido por unos momentos.

Me confesé para ganar las indulgencias, que no el Jubileo, como muy bien me aclaró el confesor.

Entré en la Capilla del Santísimo, que estaba solemnemente expuesto y caí de rodillas de suerte que volvieron a abrirse las heridas de mi pierna y sentí un agudo dolor; aproveché para ofrecerlo junto con los sacrificios de la Peregrinación. Allí di gracias a Dios por su infinita Misericordia y Amor.

Pedí por todos, creo que no dejé de pedir por ninguno de mis familiares, amigos y enemigos. Por la Asociación de Peregrinos de la Iglesia, por el Papa, por la Iglesia, por los sacerdotes, por las vocaciones religiosas y sacerdotales.

Antes de comer busqué dónde hospedarme, ya que mi intención era regresar a Madrid al día siguiente.

En la Plaza del Obradoiro me encontré con Enrique, el presidente de Amigos del Camino en la Rioja. Me había estado buscando, porque mi amigo el peregrino había tenido que marcharse y le había dejado el recado de que me buscara y me diera una nota escrita en dos pequeños trozos de papel. Con respeto y emoción la leí:

"Siento no poder decirte Zortonak; has hecho el Camino en solitario, quizás lo más duro ha sido tu soledad. Pero piensa que esa soledad, te acercará a Mercedes, [...] a todos los que te quieren, que serán muchos; a mí también me conquistaste una parte de mi corazón.

"Que el Santo te bendiga, te de paz y felicidad. ¡Ezkarrikasko! Tu compañero de peregrinación".

¡Muchas gracias, compañero!; en ningún momento me he atrevido a llamarte por tu nombre, porque nuestro encuentro tuvo tanto de providencial, que sólo Dios, tú y yo lo conocemos, y sólo ha de servir para darle gracias y ofrecerle nuestras vidas en correspondencia por su Amor.

Encontré alojamiento en el Hostal de San Francisco.

Después de asearme y, con esa sensación de misión cumplida, volví a la calle.

Paseé, tranquilo, sin prisas, nadie me esperaba; además, mi visita turística carecía de interés, ya que todo lo monumental y típico de Santiago, en repetidas ocasiones lo había visitado sólo y con mis amigos.

En la Rúa de Villar me senté en una terraza y tomé un plato combinado. Por la tarde volví al Hostal a descansar, leer y recopilar las notas de mi Camino.

A las cinco de la tarde fui a hacer un buen rato de oración a la Catedral.

Al salir a la Plaza los gritos de ¡abuelo!, ¡abuelo peregrino! me llenaron de alegría. Ahí estaban mis nietas.

Todas, en grupo, alegres y felices, llenando de juventud las Rúas y las Plazas de Santiago. Charlamos un rato y luego se fueron para estudiar cómo volver a sus casas. Perece que lo harían en tren.

Yo les dije que lo más seguro era que regresara en avión, aprovechando el descuento de Iberia. Ahora me disponía a hacer la gestión.

Me dirigí a una oficina de Viajes. Me atendió una señorita amabilísima, que me cerró el vuelo IB-559 para el sábado 23 a las 20,55 h en las condiciones pactadas para peregrinos, que acrediten la Compostela.

A continuación, busqué una cabina para comunicárselo a mis hijos.

En el Hostal se había hospedado, también, una de las parejas de jóvenes peregrinos con los que coincidí en varios tramos del Camino; se alegraron mucho de verme y de que hubiéramos coincidido incluso en la elección del Hostal. Ellos estaban encantados.

Yo les dije que ya lo conocía de otras ocasiones. Nos despedimos por si al día siguiente no tuviéramos la ocasión de hacerlo.

En mi habitación, traté de reunir todas las vivencias de estos días. Eran muchas, demasiadas... y el cansancio, unido al relajamiento propio del término de un proyecto, me sumieron en un profundo sueño.

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Santiago - Madrid

Sábado 23 de agosto

A las diez de la mañana fui a desayunar, donde solía hacerlo siempre. Sentía una gran nostalgia y este día, a pesar de haber amanecido luminoso y alegre, iba a ser muy largo hasta la hora de coger el avión. Dejé mi equipaje en el Hostal y liquidé mi cuenta.

Mi primera visita fue a la Catedral y allí me quedé ante el Apóstol en oración y en un buen puesto para la celebración de la Misa del Peregrino.

Subí de nuevo a dar un abrazo al Señor Santiago; bajé a la cripta y oré frente a su tumba. No sabía salir del Templo.

Visité todas las Capillas y en todas hice mi oración, según lo que me sugerían las imágenes y los recuerdos.

Cerca de las dos de la tarde paseé buscando dónde comer. Todos los Restaurantes estaban llenos; por fin, en el Mesón "A Charca" vi que, al fondo, tenían mesas en una terraza. Esto me animó y allí comí; fue una comida de capricho: pimientos de Padrón, caldo gallego y sardinas asadas.

Después fui por la Alameda a tomar café y a pasear por los jardines de la Herradura.

Era hermoso disfrutar de esa panorámica de la ciudad, que paso a paso -unos 600.000 pasos-, gané a los pies del Apóstol Santiago.

Una y otra vez paseé mi vista sobre tanta historia amalgamada, su configuración y su entorno, hasta los valles de la Mahía y del Ulloa.

Quería que esta imagen perdurase en la retina de mis ojos y en lo profundo de mi ser.

Bajé al Hostal y me calcé, una vez más, la mochila, pero el bordón y sombrero se quedaron ahí para dar servicio a quien pudiera precisarlos.

Por la Rúa Nova, lentamente, caminé hasta la c/ General Pardiñas. De ahí salía el autobús, que me trasladaría al Aeropuerto.

En la acera de enfrente, a la sombra, había un carrito de helados; compré uno de limón. Sentado en la acera lo saboreé. Al poco llegaba el autobús.

Una gran nostalgia embargó mi alma. No sabría, a punto fijo, definir su causa. En fin, con el paso del tiempo, el análisis tranquilo de mi hazaña iría descubriendo los frutos que la simiente divina fue depositando en lo profundo de mi ser.

El Camino fue el tiempo y el espacio, posiblemente el terreno abonado, para que el divino Sembrador hiciera su trabajo.

El avión se retrasó una hora en salir; no me importó nada. Tan sólo pensaba en que mis hijos estarían impacientes. Yo, desde luego, todo lo contrario.

Ya, en el avión, recé y, durante el viaje, empecé a sentir ganas de verme en Madrid. No sabía quién o quienes me estarían esperando, pero me urgía el poder abrazarles a todos.

Al llegar, todavía tuve que esperar más de veinte minutos hasta que pudimos recoger el equipaje y salir.

Todos, estaban todos, hasta Fernando. ¡Qué alegría tan inmensa!

A todos quería abrazar y besar y me faltaban brazos, manos y boca para conseguirlo.

Me encontraron bastante bien de aspecto; pensaban que vendría delgado y agotado.

Marcos me cogió la mochila y dijo que pesaba mucho.

Me miraban y yo, como un niño, gozaba y andaba al ritmo del Camino.

Me gritaron: ¡pero dónde vas tan deprisa!

Yo ni me daba cuenta.

En casa, habían preparado la recepción con bebidas, canapés y otras lindezas. Querían que les contara mi aventura.

Hablé y hablé, pero eran tantas las cosas vividas durante el Camino que les prometí poner por escrito el Diario, cuyas notas traía en borrador.

Algún día se lo dejaría para que lo leyeran y se animaran.

A partir de ahora ya no es mío, sino de todo el que, sinceramente, desee pasar de lo trivial a lo importante, de lo superficial a lo profundo, de lo rutinario a lo sublime.

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Juan José Alonso Escalona es licenciado en Filosofía y Letras, doctor en Psicología por la Academia delle Scienze di Roma y publicista en todas sus vertientes. Ha realizado en dos ocasiones en Camino de Santiago, y las reflexiones que hemos publicado durante el Año Santo Compostelano de 2004 (que terminamos entrado el año 2005) corresponden a su andadura en 1997.