Este diario se encontraba en:

http://members.es.tripod.de/jlpp/index.htm

Mi Camino hacia Santiago
Mi ruta de las estrellas
Verano del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve
00. Prólogo
01. Logroño - Nájera
02. Nájera - Villafranca Montes de Oca
03. Villafranca Montes de Oca - Castrojeriz
04. Castrojeriz - Calzadilla de la Cueza
05. Calzadilla de la Cueza - Mansilla de las Mulas
06. Mansilla de las Mulas - Hospital de Órbigo
07. Hospital de Órbigo
08. Hospital de Órbigo - Rabanal del Camino
09. Rabanal del Camino - Villafranca del Bierzo
10. Villafranca del Bierzo - Triacastela
11. Triacastela - Palas de Rei
12. Palas de Rei - Monte del Gozo
13. Monte del Gozo - Santiago de Compostela

Prólogo

Quizá uno no termine de entender nunca las razones que le llevan a emprender un viaje de este tipo. El deseo de sentir la libertad, la meditación, el ansia de encontrarse nueva gente o el gustillo por lo que de aventura tiene.

El caso es que desde hace un tiempo ha surgido en mí esta nueva ilusión. Tengo ganas de llegar a casa y preparar el equipaje. Pienso en cómo haré este tramo o el otro, en dónde dormiré, comeré o qué lugares me iré encontrando. Leo con verdadero frenesí todos los libros que sobre el Camino caen en mis manos. Me documento, navego por Internet buscando nueva y más actualizada información. Me recreo viendo cada foto.

He trazado los perfiles de la ruta, calculado velocidades medias, porcentajes de desnivel, tiempos, etc. En fin, todo un gustazo para quien está acostumbrado a tener como mejor entretenimiento y refugio habitual el trabajo, el trabajo y el trabajo. Este cosquilleo y este ansia me hacen sentir más joven, me han devuelto una ilusión hace ya largos años perdida.

He vuelto a descubrir mi saco de dormir, un saco que viajó a mis espaldas durante kilómetros y kilómetros, que se bañó conmigo en el mar de Cantabria por puro accidente y que me sirvió de abrigo en las noches más frías que pude encontrar y que yo, ingrato de mí, he condenado al más oscuro de los ostracismos desde hace más de una década.

Las razones, en cualquier caso no son importantes. No recuerdo qué escritor dijo una vez que la gente está deseando conocer las razones que impulsan a los demás a obrar para así poderlas minimizar de manera más fácil. Parece que uno se queda más tranquilo cuando piensa "ah, lo hace por esto o por lo otro". Es como cuando alguien deja de fumar y nos decimos "¡Ah!, se lo ha recomendado el médico", o "Hizo una promesa a la Virgen de Atocha". El caso es que tenemos que encontrar una causa en los demás, que en nosotros no se dé, para poder respirar aliviados.

Cuando uno no puede encontrar la causa de sus acciones, o no es capaz, o no quiere transmitir a los demás su motivación última, entonces te miran como un bicho raro. Alguien a quien ha dado una chaladura, supuestamente transitoria. Mira que Ana tenía interés en saber por qué yo quería hacer el Camino, pero al final tuvo que conformarse con un "en la vida no se puede entender todo".

El caso es que mi escapada a Castrojeriz (en la foto), la charla con aquella peregrina que venía andando y sola desde Suiza y el ratillo que pasé caminando por la senda marcada por la flecha amarilla terminaron de abrirme el apetito del viaje.

El sábado, día diecinueve del mes de junio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, ya tenía el equipaje preparado y di una vuelta por el barrio para probar cómo se maneja la bici con carga. Así, como de andar por casa, no parece muy complicado. Subes un piñón más y listo. Vas un poco más despacio, pero no parece que sea algo para lo que haya que ser un titán. Irene me hizo una foto que por puro azar más que por otra cosa, no forma parte de estos escritos.

*******

El martes, día veintidós de junio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, me acerqué a recoger la credencial de peregrino a la "Asociación de Amigos del Camino de Santiago" en Madrid. Previamente había preguntado por Internet a la "Asociación de Amigos del Camino de Santiago" de Nájera cuál era el mejor sitio para recogerla y me recomendaron éste, la Asociación de Madrid, en la calle Carretas, 14. Existen innumerables Asociaciones de Amigos del Camino de Santiago repartidas por toda la geografía europea y posiblemente mundial. La verdad es que este hecho merecería un profundo estudio sociológico ¿qué tiene el Camino que cuenta con tantos amigos en todo el mundo?. Era una de las preguntas que esperaba responder en mi viaje.

El martes, como digo, me acerqué a recoger la credencial de peregrino a la Calle Carretas, 14, de Madrid. Había al menos doscientas personas que iban a lo mismo. El calor en el rellano de la escalera donde esperábamos hacía que la cabeza y la ropa terminasen totalmente empapadas, chorreando. En grupos de unas treinta personas fuimos pasando a un aula en la que un señor de unos sesenta años, enjuto e ilusionado ante tan masiva afluencia de futuros peregrinos daba algunos consejos básicos para el viaje: Poco peso en el equipaje, zapatillas para las duchas ¡imprescindibles! Y también dijo, creo que lleno de sensatez, algo que hizo levantar la risa en todos los presentes. Dijo que lo mejor que uno podía ponerse en la planta del pie cuando lo tenía dolorido ¡era un salvaslip! Que es muy mullidito y absorbente. Yo tomé nota; pero como iba a ir en bicicleta no creí necesario incluirlo entre mi equipaje.

Del martes al sábado ultimo los preparativos y compro lo poco que me faltaba. Al final el equipaje queda compuesto por:

Varios

Herramientas bici
Documentación
Botiquín
Aseo
Ropa
Dormir

Todo esto pesa unos dieciséis kilos.

Aunque esto pueda parecer un libro de viajes o un diario de peregrino en realidad no lo es. No lo es. Y espero que no sea aburrido, porque con esto puede pasar como con las fotografías, si uno tiene a mano un buen paisaje o un/a buen/a modelo que retratar indudablemente ayuda, pero no garantiza el éxito de la foto. Lo mismo con esto, una buena historia, interesante historia cuando se ha vivido, no supone en lo más mínimo que lo escrito tenga interés para quien lo lea. Me esforzaré en que lo tenga.

Me quedan pocas cosas por comprar a última hora. Unos adaptadores para los pedales automáticos, de modo que pueda pedalear con zapatillas normales, unos cables de repuesto y un supuesto líquido antipinchazos que va veremos qué eficacia tiene.

Aún no termino de creerme que vaya a hacer el Camino. Lo venía pensando desde el año noventa y tres y nunca me había decidido. La verdad es que da un poco de pereza la partida y por muy bien que me hayan hablado de esto uno nunca sabe cómo se le va a dar. Claro, que ése es uno de los encantos. De todos modos, sé que éste es el momento de hacerlo. Y da la casualidad que es Año Santo y además el último del milenio. Pero esto no es sino pura coincidencia que puede tener alguna ventaja y muchos inconvenientes. No, yo hago el Camino ahora porque tengo que hacerlo ahora. Necesito hacerlo ahora. Ahora, sí, es buen momento.

He planificado cuidadosamente las etapas, con los perfiles y porcentajes de desnivel. En función de ellos he hecho un cálculo para montar en bici todos los días seis horas. Así me salen diez días, más el viaje de ida y vuelta, total, doce días. No pienso cumplirlo, pero es una buena referencia.

[subir]

Logroño - Nájera

El sábado, 26 de Junio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, comienzo el Camino, primer día de peregrinación.

Quedo con Julián, mi cuñado, a las seis de la mañana. Su autocar a Pamplona y el mío a Logroño salen del mismo sitio a la misma hora. Empiezo a dar pedales en la puerta de casa con la sensación de que estoy comenzando algo muy querido. Voy algo nervioso, con un ligero desasosiego. La pequeña cuesta que separa mi casa de la de Julián se me hace dura por el peso que arrastro. Hay que ir bastante más despacio que de costumbre. Llego a las seis en punto, todavía con la luz metálica que irradian las farolas iluminando la calle, y Julián ya está esperando. Tiene una lista en la mano y con ella revisamos una vez más todo el equipaje.

- Herramientas?
- Sí.
- ¿Credencial de peregrino?
- Sí
- Saco, colchoneta
- Sí , sí, sí...

Y tiramos decididos hacia la calle Alenza.

Parecemos dos caracolillos diminutos subiendo lentamente cualquier repecho. Mientras vamos hacia la estación el día clarea y el cielo va tornándose a su color azul del amanecer de verano. Hay poco tráfico.

Uno va por Madrid y por sus avenidas pensando que las va a abandonar y esa sensación ya de lejanía le hace reparar en pequeños detalles en los que habitualmente no se fija la atención. Ahora mira Madrid con ojos de viajero y entonces cobran una fuerza inusual las vistas de la Plaza de las Ventas, de la "plaza de los delfines" o la inmensidad y anchura del Paseo de la Castellana.

A "La Continental" llegamos sobre las siete, son quince kilómetros desde casa. Julián pincha a pesar del antipinchazos. ¡Pues empezamos bien!. La poca confianza que tenía en este invento acaba de terminarse. No ha sido pinchazo; sino pellizco de la llanta, que para el caso es lo mismo, pero no es lo mismo.

El empleado de facturación, que aparece por allí sobre las siete y poco se viste de uniforme en un santiamén. Es muy agradable, parece que participa de la alegría de los viajeros. Se agradece. Todas las bicis, al menos siete, van a Pamplona, sólo la mía a Logroño. Por este motivo, por ser la única que viaja en mi autocar, no tengo que desmontarla, tan sólo quitar las alforjas.

Sobre las ocho menos cuarto introduzco yo mismo la bici en la panza del autobús, que se la traga como si fuera un pequeño aperitivo. El cuentakilómetros, en ese momento, marca 968 kilómetros. Me despido de Julián con un apretón de manos. ¡Ya nos veremos! ¡Que te vaya bien!. A ver si las últimas etapas del Camino las hacemos juntos. Seguro. Vale. Etc.

Ruge el motor del autocar. Un cosquilleo que no sabría explicar me recorre el cuerpo. Estoy ligeramente intranquilo. Fumo Gold Coast. Luce el sol.

No recuerdo cuándo fue la última vez que hice un viaje largo en autocar, pero me sorprende gratamente la comodidad del mismo. Aire acondicionado, cristales tintados y una suavidad de marcha que para sí la quisiera mi anciano vehículo. Llegamos a Soria. Parada para desayunar. El autocar para Pamplona para en el mismo sitio. Desayuno con Julián y otra vez la despedida.

De Soria a Logroño el tiempo pasa rápido. El conductor pone una película en las pantallas de televisión del autocar, a la que no presto atención.

Llego a Logroño, bajo del autocar, y recupero a Rosamunda de las tinieblas en las que se ha tragado estos kilómetros. Mientras ajusto las alforjas al transportín dedico el tiempo justo para que todo el mundo haya desaparecido de mi lado. Estoy solo, junto al autocar, en la plataforma donde reposan los autobuses. No sé hacia donde tengo que ir. Por primera vez siento la soledad, hasta ahora iba por terreno y medios conocidos, pero ahora me he quedado allí, con mi bici y mis bártulos, sin conocer a nadie y sin saber por dónde tengo que tirar.

Evidentemente lo que tengo que hacer es salir de allí y preguntar al primero que vea dónde está el albergue de peregrinos.

Me pongo mi casco y las gafas de montar en bici. Me ajusto los guantes. Cojo la bici por el manillar. Levanto la pierna por detrás del sillín, como el que monta a caballo. Miro el pedal derecho y lo dejo justo a media altura con la parte superior de la puntera de la zapatilla. Pongo la suela encima del mismo y piso fuerte con la cala hasta que noto el sonido metálico y familiar del acoplamiento. Empujo despacio con el pie derecho hacia abajo a la vez que levanto el pie izquierdo del suelo. Las ruedas giran, la bici se desplaza. Estoy en movimiento. Es la primera pedalada de un recorrido de seiscientos quince kilómetros que, según las guías, me quedan para llegar a Santiago. La sensación es sobrecogedora. Única.

Nada más salir de la terminal pregunto al primer señor que encuentro por el albergue de peregrinos. Se lo pregunto e intento parecer natural, pero aún no tengo la seguridad de si no me tomará por un chalado. Afortunadamente el señor me responde con la misma naturalidad con que yo le he preguntado y me indica amablemente que está en la parte alta de la ciudad, en la zona antigua. De su explicación deduzco que estoy en la parte nueva y baja de Logroño. O sea, que empiezo subiendo. Es algo menos de la una de la tarde. La temperatura no agobia.

Es fácil guiarse por los campanarios de las iglesias para llegar a la parte antigua de las ciudades. Llego a la Iglesia de Santiago, que me parece un buen lugar para estampar el primer sello (sello1 - ver al final sellos estampados en la credencial) en mi credencial de peregrino. Me informan que el albergue no abre hasta las tres. Digo al cura que sólo quiero un lugar para cambiarme, pues salvo las zapatillas, la ropa que llevo puesta no es de bici, sino un pantalón largo convertible y un Lacoste. No hay ofrecimiento de que pueda hacerlo allí, así que decido salir inmediatamente hacia Navarrete. Sólo hay diez kilómetros y tengo ganas de abandonar la ciudad.

Cuando llego a Navarrete son algo más de las dos y media. Veo a otros peregrinos justo antes de la entrada al pueblo, son los primeros peregrinos que veo. Saludo y me devuelven la sonrisa. Cuando llego al albergue está cerrado. Aparco la bici en la puerta bajo unos arcos que cubren el empedrado de la calle. Antes de decidir dónde voy a comer me siento un rato. Yo sé que no soy un peregrino, soy tan sólo un recién llegado. Debido a los libros que he leído sé en qué localidades hay albergues y sé que quien está a cargo de ellos se les llama hospitaleros, sé que el Camino está marcado con flechas amarillas y tengo algunos datos sobre los lugares que se deben visitar y más datos geográficos de los que preciso y muchos más datos históricos de los que hacen falta. Pero no sé nada de las costumbres de los peregrinos, si es que las hay, no sé con qué tipo de gente voy a encontrarme, no sé si hay alguna característica mediante la cual se reconoce un peregrino ni el tipo de ambiente que se respirará en los albergues. Me encuentro intranquilo, quizá tengo unas expectativas exageradas, quizá espero encontrar algo que no existe. Bien, desde luego ahora no es el momento de pensar en ello. Me fumo un Gold Coast.

Decido comer en el bar Los Arcos un bocadillo de bacon con pimientos. Es el que recomiendan en las guías y está al lado del albergue.

Cuando termino de comer me acerco al albergue. Un tipo enjuto, setenta años, pura fibra, pelo cano, con gafas, camiseta de tirantes y un magnífico bronceado está sentado tras una mesa de madera. Se llama Félix. Sello la credencial (sello 2). Me ofrece amablemente su cuarto para cambiarme. Ya tenía ganas. Paso un buen rato charlando con él. Me cuenta que ha hecho el Camino catorce veces. Lo hizo este año en marzo y lo repetirá en noviembre. Yo le digo que es la primera vez, y me acompleja tanta experiencia. Sin que yo le pregunte me dice que "el Camino es como la vida, hay momentos duros y momentos dulces, momentos de desesperación y de pura alegría". Me quedo con esto, porque un hombre que lo ha recorrido tantas veces debe saber bien de qué está hablando. Me pasa una fotocopia con información sobre el Camino, albergues, kilómetros, etc. También me dice "la primera vez que hice el Camino tardé veintiocho días. La segunda batí el récord, lo hice en treinta y dos". Me parece un sabio. Luego supe que conoció a su segunda mujer -era viudo- haciendo el Camino y al llegar a Santiago se casó en la Catedral. Más de un mes de convivencia tan intensa dan para mucho, desde luego. Es todo un personaje.

Llegan brasileños y japoneses. Por la fluidez de la conversación el hospitalero parece que habla a la perfección portugués. Miro alguno de los adornos del albergue, pósters, conchas, todo muy tradicional. Veo escrita una frase que ya había oído en la charla de la "Asociación de Amigos del Camino": "A Santiago no se llega. Sólo se va". Cuando la escuché la primera vez me pareció un poco afectada, cursi, vamos. Ahora me lo parece un poco menos.

Deben ser algo más de las cinco y media cuando salgo hacia Nájera, tan sólo hay 15 kilómetros. El paisaje se compone de suaves y fértiles valles. Es la Rioja. Sopla algo de aire de frente, pero voy bien. No tengo esperanzas de encontrar plaza en el albergue así que ya veremos cómo paso la primera noche. Los pocos peregrinos que he visto eran extranjeros. Tengo ganas de pasar la primera noche porque creo que va a marcar una diferencia. El primer día todavía parece una excursión.

El refugio está junto al monasterio de Santa María la Real. Sesenta plazas en literas, con agua caliente y cocina eléctrica. Lo gestiona la Asociación de Amigos del Camino de Nájera. Es un auténtico albergue, suena música de tono medieval. Los bastones de los peregrinos reposan contra la pared y unas perfectas hileras de botas descansan sobre una estantería. El dormitorio está en la planta superior a la que se accede por unas escaleras vistas, de madera, nada más entrar se accede a un hermoso salón en el que se cuela la luz del atardecer a través de una ventana frontal en cuyo alféizar, como si de un jardín se tratara prolifera el verde de las plantas de las macetas. Las dos gruesas y amplias mesas de madera están adornadas con flores y en las paredes existen motivos decorativos que hacen alusión al Camino. No hay mucha gente. He aparcado la bici en el hueco de la escalera del dormitorio. Me siento, veo el Libro de peregrinos, lo hojeo. Hay frases en muchos idiomas, algunos que no soy capaz de reconocerlos. Normalmente son frases de agradecimiento a los hospitaleros o algún pensamiento profundo o no, filosófico o festivo, que todo cabe. El hospitalero me ofrece café. Se lo agradezco. El sol cae oblicuo sobre la mesa mientras tomo el café, me llega, pero no molesta. La tarde declina. El sitio, el trato, las flores, las plantas, la música hace de este albergue un lugar perfecto. Me gustaría quedarme allí a dormir. Pongo mi frase en el libro.

Los caminantes, al menos aquí, tienen preferencia sobre los ciclistas en las plazas del albergue, por eso tengo que esperar a que sean las ocho, a partir de esa hora, si hay plaza, duermes, y si no, te buscas la vida. Yo aún no me he duchado ni cambiado, por si tengo que tirar hacia Azofra -cinco kilómetros más- A las siete y media el hospitalero me pregunta si quiero quedarme a dormir. Digo que sí. Consulta su reloj y dice "bueno, uno no es ninguno" y me pide la credencial para hacerme la ficha. (s3) Doy saltos de alegría. En un momento he desmontado las alforjas, me he duchado y cambiado y salgo con mis calcetines y playeras limpias a visitar el pueblo. Me sorprende el grato frescor que sale de la puerta de una casa hacia la calle. El Monasterio de Santa María la Real ya está cerrado y no se puede visitar. Me pierdo la visita. No dudo que es una gran pérdida. Este monasterio comenzó a construirse en al año 1056 y aunque quedan pocos restos de su primitiva traza románica quieras que no aquello lleva allí levantado casi mil años.

Se me hace extraña la sensación de estar solo y sin nada que hacer. Pero es gratificante. Al regresar al albergue doy una vuelta por la cocina. Una muchacha de veinticinco años, pelo largo y rubio y unos ojos azules donde podría caber todo el cielo está hirviendo unos espaguetis y cocinando en una sartén una salsa basada en nata, queso, champiñón, bacon y no sé qué más para acompañarlos. Parece que cocina para un ejército. Lleva una camiseta blanca de hombreras tan ajustada que permite apreciar en todo su esplendor la perfección de su anatomía. Me pregunta si ya he cenado, le digo que no y me invita a cenar. Yo sé que la nata y el queso no son en absoluto apropiados para mi dieta, pero también sé cuándo hay que hacer una excepción. Parecía que cocinaba para veinte, pero viaja sola. Habla perfectamente español con acento anglosajón. Es de California y se llama Verónica. Tiene un hablar natural, alegre y confiado. Ríe. Me cuenta que tiene previsto instalarse en España, pero aun no ha decidido dónde -puede ser Madrid, puede ser Barcelona- y de momento está haciendo el Camino porque le parece una buena toma de contacto con los españoles. Me cuesta creerme lo que me está pasando, hacía un rato no sabía dónde ni cómo iba a dormir y ahora estoy cómodamente instalado y cenando con una mujer de portada de revista. También ha preparado dos platos de ensalada. No recuerdo jamás que un desconocido me hubiera tratado tan bien y me hubiera dedicado tanta atención. No me cabe duda de que es un ángel. Un santo al final y un ángel al principio. Cosas del Camino.

El hospitalero tiene un compromiso familiar y ha dejado las llaves a los peregrinos. Esto nos permite estar sentados en la puerta, al fresquito, pasadas las once de la noche. Hay un catalán de Barcelona, de poco más de treinta años, es de esas personas que irradian carisma y parecen los líderes natos de todos los meollos en que se meten. Uno de Madrid, Jaime, con pinta de pijo donde los haya, grave y serio, habla de la idoneidad de hacer el Camino para reflexionar sobre las grandes decisiones que afectan a la vida. No tendrá más de veinticinco años y parece haber terminado recientemente una arquitectura o una ingeniería. Habla de si dejar a la novia o no y el catalán se ríe con ganas y dice que eso ya lo tenía claro él mucho antes de venir. No dice en qué sentido apuntaba la claridad, pero la risa es reveladora. Otro de Madrid delgado, agitanado, prudente y reflexivo. Rondará los cuarenta, quizá más. Hace el Camino con su mujer y su hijo de doce años. Todos han empezado en Roncesvalles, a pie, y se han ido encontrando en sucesivas etapas. De Roncesvalles a Nájera, a pie, hay entre seis y siete días. No puedo evitar sentir admiración por aquella gente. Me esfuerzo en encontrar algo de común entre ellos, no lo encuentro. Tampoco soy capaz de establecer qué característica particular puede definir a los peregrinos. Santiago está lejos y yo acabo de llegar. Ya habrá más tiempo por el Camino.

Las doce de la noche es tarde, es tardísimo para los que a las seis de la mañana ya están poniendo un pie delante del otro y con una pesada carga a la espalda. Nos retiramos. Las aproximadamente treinta personas que duermen en el albergue llevan ya horas de sueño.

Me meto en el saco sin muchas ganas, no puedo dormir y el catalán ronca. Serían la una de la noche cuando me levanto con cuidado hacia la cocina -parece que estuviera en casa- y como otro plato de espaguettis. Estoy solo. Escribo. Cuando me voy al saco pienso que si para algo vale la vida es para hacer estas cosas. Me empiezo a sentir bien.

[subir]

Nájera - Villafranca Montes de Oca

El domingo, veintisiete de junio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, segundo día de peregrinación, a las seis de la mañana ya estoy en pie. El albergue está casi vacío y sólo quedan algunos caminantes rezagados. Recojo mi equipaje y a las siete menos veinte estoy listo para partir. Me doy cuenta de que desayunar a esa hora es un problema. No hay nada abierto. Tomo algo de leche de la cocina del albergue y al filo del amanecer estoy siguiendo la flecha amarilla camino de Santo Domingo de la Calzada.

Pedaleo con gusto y -ahora sí- voy pasando a los caminantes que durmieron también en Nájera. Al final de un gran cuestalón en el que tengo que bajarme de la bici hay un hayedo. Las hayas se caracterizan por la frondosidad y amplitud de sus ramas, tanta, que no dejan pasar la luz y debajo de las mismas tan sólo crece hierba, hierba corta. Ningún otro tipo de vegetación puede prosperar. El resultado son verdes praderas extendidas bajo la tupida sombra. Irresistible. Apoyo la bici en un haya y me tumbo. Y me fumo un cigarro. Estos ratos, y otros, como el de ayer por la noche, hacen incomparable el viaje. No estoy lejos del Camino y veo algunos peregrinos que pasan por él. Empiezo a empaparme de la sensación de libertad. La libertad, vista así, - que entiendo que es como hay que verla - no es el concepto jurídico que yo he estudiado y que se define como ausencia de prohibición. Es un sentimiento. Por eso es tan complicado.

Serían en torno a las diez cuando llego a Santo Domingo de la Calzada (donde cantó la gallina después de asada). Ya en el pueblo, el Camino me hace pasar por la puerta de una panadería. Freno en seco. Compro bollos de hojaldre con cabello de ángel que devoro inmediatamente sentado en un parque cercano que están regando. Vuelvo a la panadería y otro par de bollos.

El albergue de Santo Domingo tiene aparcamiento para bicicletas y una gran sala en la que el hospitalero recibe a los peregrinos. Es temprano y ahora el albergue no tiene movimiento. Los que han dormido ya se han ido y los que van a dormir no han llegado. Pongo sello (sello 4) y charlo con el hospitalero. Se llama Miguel. Me cuenta que este año las monjas han abierto otro albergue, antes que éste y que por eso se nota que por allí pasa menos gente. Lo dice con disgusto, como si las monjas hubieran hecho una competencia desleal con este albergue, como si hubiera sufrido una gran pérdida. Yo no he visto el albergue de las monjas, pero la ubicación de éste, el entorno y su interior me parecen insuperables.

Como he podido dejar a Rosamunda bien aparcada y guardada, me dedico a la inexcusable visita turística. Visito la Catedral (foto) ¿cómo era aquello de las catedrales?. Afortunadamente tiene velas de las que encienden con cerillas y no de esas que son bombillas que lucen echando duros. Siempre que visito una iglesia -y esto lo hago desde hace muchos años- y tiene velas de las de verdad, enciendo dos. Una por mi padre, que sé que está en el Cielo, porque si el Cielo existe y es para la gente que a mí me contaron de pequeño está hecho a medida para él. Jamás conocí un hombre tan bueno. La otra es para pedir un milagro y la enciendo con un ligero guiño de agradecimiento a Nuestro Señor, porque hay una parte, una pequeña parte del milagro, que ya se ha cumplido.

En la Catedral hay dos gallos vivos que la llenan con sus cantos. La leyenda cuenta que allí fue ahorcado un peregrino injustamente acusado, y que el Santo lo resucitó. Cuando se lo fueron a decir al Corregidor y éste dijo que estaba tan muerto como la gallina que se iba a comer, ésta saltó del plato y comenzó a cantar.

Quedan 567 kilómeteros hasta Santiago. Tan sólo he recorrido treinta y tres. Siete kilómetros me separan de Grañón. No serían ni las once cuando llego. Como en todos los pueblos, me dirijo al albergue.

Hay una pequeña puerta en la torre de la Iglesia frente a un jardín que rebosa color y verdor allí por donde se mire. Me gusta. Dejo a Rosamunda en la puerta y subo por las estrechas escaleras de piedra, que giran noventa grados en cada tramo, para ir ganando altura. El albergue es sorprendente, techo con artesonado de madera y una mesa inmensa en el centro del mismo material, una chimenea flanqueada de estandartes que le dan un aire legendario. Está el hospitalero con su mujer. No hay nadie más salvo un peregrino, aún en el saco, en la parte de arriba con una lesión, al parecer importante, en el talón. Los hospitaleros no saben qué nacionalidad tiene porque no habla nada de castellano, especulan que puede ser de un país del este. El matrimonio es vasco, de San Sebastián y me reciben con el buen carácter que define a este pueblo. En Grañón no tienen sello. Parecen casi orgullosos de no tenerlo, la verdad es que es un punto particular, seguro que es el único albergue, bar, o iglesia del Camino donde no ponen sello.

El hospitalero tiene ganas de hablar y -guía en mano- me va contando todos los pormenores del Camino. Tenemos dos vasos de vino y una botella sobre la mesa. Me va diciendo dónde es mejor comer o dónde es mejor dormir, qué visitar y en qué hay que fijarse. La avalancha de datos es tal que me pregunta si me acordaré o quiero tomar nota. Yo llevo datos suficientes del Camino para escribir dos enciclopedias, incluyendo la fotocopia con la situación y características de todos los albergues que me dió Félix, en Navarrete. Yo le digo, intentando parecer creíble, que no se preocupe, que me acordaré sin notas. Escucho con atención y me entusiasma la emoción con la que lo cuenta. Cuando termina me dice, como si fuera un secreto: "si tienes tiempo te enseño el campanario". Yo pienso que para qué voy a tener el tiempo si no es para esto. Accedo ilusionado. Le hago ver que yo, que soy de Madrid, no he subido a un campanario de iglesia en toda mi vida. No sé a quien de los dos nos hace más ilusión. No sólo me enseña el campanario (foto) sino también la vieja maquinaria del reloj de la iglesia, que ya no funciona. Y el coro desde el que se divisa la nave central del templo. Me dice que si los peregrinos lo desean, pueden dormir en el coro. El lugar es mágico. Lamento que sea tan temprano y no pueda quedarme a dormir.

En el albergue de Grañón se cena en común. Antes de la cena, el cura se reúne con los peregrinos en el coro, sentados en las sillas del mismo. Además de una charlilla, pregunta el nombre de cada uno de ellos y en esa misma celebración se reza por todos los peregrinos que pasaron por allí y que aún están en el Camino. Mira que siento habérmelo perdido. Para la próxima.

En el albergue entra un peregrino, es bajo, algo gordo, con gafas redondas, pelo rizado y desbocado hasta los hombros y una barba en abanico que le cubre el pecho, negra con mechones de gris, igual que su pelo. Habla en tono simpático, cordial, campechano. No pasa de los cuarenta. De él ya me habían hablado en Nájera. Hace el Camino solo, a pie, y duerme en el monte donde le apetece o hasta donde llegue, me dijeron "si lo ves, te dan ganas de darle una limosna". Es profesor de la Universidad de Navarra.

Al salir del albergue reparo en una caja de madera que está sobre una mesa. Está abierta, tiene dinero, monedas y billetes y un cartel que dice "Deja lo que puedas o toma lo que necesites". Y pienso que cosas como ésta sólo pueden ocurrir aquí, en la magia de la Ruta de las Estrellas.

Por el camino hacia Belorado todos los peregrinos a los que adelanto van solos y son extranjeros: belgas, franceses, alemanes. Practico algo de francés, pero sigo a mi ritmo. En Redecilla del Camino pongo sello en mi Credencial, porque el nombre me suena bien (sello 5).

Serían ya más de las dos y quedarían algo menos de cinco kilómetros para Belorado. Llevaba tiempo sin ver a nadie. A lo lejos distingo un pequeño punto que parece un macuto con patas. No hay duda: un peregrino. Acelero un poco el ritmo y no tardo en llegar a su altura. Se llama Jorge y es argentino. Hago andando con él los últimos kilómetros. Comemos en Belorado. Jorge tiene más o menos mi edad y su modo de expresarse denota una educación de grado superior. Ha trabajado en Inglaterra y Francia y aunque ahora vive en Argentina, pues que se ha venido para acá a recorrer la ruta Jacobea. Yo pienso que es como si a mí me da el punto y me marcho a recorrer solo la Panamericana. Hay que estar chiflado. Ya voy viendo que una de las características de los peregrinos es que están ¿¡estamos!? un poco chalados. Una chaladura que apasiona, claro. En la mesa de al lado hay tres peregrinos. Hablan inglés, pero uno es de Burgos. El de Burgos se ha encontrado con estos dos, que son americanos.

Cuando llegamos al albergue veo que todos son extranjeros. El lugar es agradable, pero no se me hace acogedor. Sello la credencial (sello 6). Jorge se echa siesta y yo visito la iglesia parroquial. Las campanas suenan cada cuarto de hora. La iglesia está vacía, enciendo velas.

Dudo si quedarme allí o seguir a Villafranca de Montes de Oca. Llegan cuatro ciclistas, los primeros ciclistas que veo en el Camino y mira que ya llevo setenta y dos kilómetros. Me acerco, pero no parece que tengan ganas de entablar conversación. Aún así, después del saludo y prolegómenos típicos en los que tampoco ponen mucho interés, pregunto:

- ¿De dónde sois?
- De Mondragón. - Responde uno. Y a mí me parece que emplea un tono desafiante y se me queda mirando como para ver la cara que se me pone.

Me parece divertido y me dan ganas de preguntarle "¿Y dónde está Mondragón?" Pero me quedo callado no sea que no sepan interpretar mi sutil sentido del humor.

Definitivamente decido irme, lo que pasa es que no me apetece, son casi las siete y aunque hay sol hasta las nueve y media la idea de dar pedales ahora no me seduce. Tengo el culo que, si no fuera por el dolor, diría que no es el mío.

Providencialmente, llegan otros tres ciclistas, de Madrid, de Alcalá de Henares, van a seguir hasta Villafranca. Ya está. No lo dudo. Me apunto con ellos. Cuando me dicen que llevan una "furgo" de apoyo y que puedo meter el equipaje pienso que realmente el Apóstol vela por sus peregrinos. Es una furgoneta grande. En la parte de atrás hay sitio de sobra para sus cuatro bicis. Son tres, más el que conduce. Neverita con cervezas, sillas plegables, vamos, equipados cien por cien. Son unos cachondos. Uno es serio, bigote, delgado, cuarenta y tantos, Otro es un panzón que no hace más que reírse, de la misma edad. Los otros, más jóvenes, arman bulla. Se ve de lejos que estos han venido a pasárselo bien.

Me despido de Jorge y casi nos sale un abrazo. Quedamos en ponernos un e-mail cuando lleguemos a nuestros hogares.

Hasta Villafranca pedaleamos por carretera. El camino es cómodo, pero integrarse en un grupo de cuatro amiguetes así, de sopetón, es un poco complicado aunque los tíos son majos. Algo bulliciosos para mi gusto, pero majos.

No tenía yo ya el estado de ánimo muy subido desde que había llegado al albergue de Belorado. Con el encuentro de éstos y la alegría de la furgoneta había mejorado un poco, pero ni aún así. El caso es que cuando llegué al albergue de Villafranca de Montes de Oca me tocó el momento (por lo visto típico de los viajeros solitarios) de "qué cojones haré yo aquí", "quién me mandaría venir y a qué he venido". Todo ello aderezado con unas ganas de romper a llorar sin saber por qué y con una tristeza en el alma que te deja helado, quieres salir corriendo y sabes que no puedes. Te encuentras atrapado en un sitio donde no quieres estar, pero son las nueve de la tarde, estás en un sitio perdido del mundo y lo único que tienes a tu lado es tu bicicleta. Mi desolación era indescriptible. Así que intentas, como puedes, recuperar el ánimo. El albergue me parece depresivo y creo que si no me pongo a soltar lágrimas allí mismo es por vergüenza torera, quiero decir por vergüenza peregrina. La hospitalera -si podemos llamarla así- era una señora mayor, viste de negro, pelo blanco, delgada y baja. Vivaracha y raspa, preocupada como una ardilla porque ninguno de los que estábamos allí dejásemos de pagar las trescientas pesetas que cobraba por dormir en el albergue. Las duchas parecían las de un mal cuartel y no es que uno haya venido en plan exigente, sino al contrario, uno tiene claro que allí hay que ir agradeciendo la hospitalidad recibida, pero la buena señora de hospitalidad no tenía nada, ni de buen trato ni de ninguna virtud que se pueda esperar. De todo tiene que haber en la viña del Señor. Fue el trato, más que el sitio, lo que hizo que me sintiera realmente a disgusto. El sello de la credencial, por lo menos, es de los más bonitos (sello 7).

Encuentro al chaval de Burgos que iba con los dos americanos con los que había coincidido en la mesa de al lado de Belorado. El de Burgos se me enrolla, pero es un hombre de éstos plastas, tontos, vacíos, presuntuosos e ignorantes. Lo único que le libraba era la preocupación que tenía por los dos americanos pues éstos iban francamente mal.

Pensé que con la cena mejoraría mi ánimo. Una vez duchado y cambiado salimos a cenar. A uno de éstos se le antojó cenar huevos fritos con chorizo. Nos acercamos a un bar, pero no hay pan, y claro, esta cena requiere pan abundante. Vamos al otro bar (ya no hay más), pero tampoco tienen. La panadería, que hacía un rato estaba abierta porque habíamos comprado unas rosquillas y nos había dicho que le quedaba pan de ayer, ya está cerrada. Se acaban las posibilidades. Pero no, estos van con la "furgo" y nada, pues que allí nos metemos todos en busca de un pueblo donde poder cenar huevos con chorizo -y pan-. A mí se me antoja una salida de tono casi infantil, pero la verdad es que empiezo a divertirme. Cuando voy en la parte de atrás de la furgoneta me animo, ¡qué puñetas!. Es acojonante esto de terminar el día viajando en la parte de atrás de una furgoneta, entre bicis y bártulos varios, con cuatro tíos que acabas de conocer, ya de noche y con una bombilla bailona iluminando la estancia para buscar cualquier pueblo -y por aquí solo hay pueblos-pueblos - en que cenar huevos con chorizo. Ahora me entran ganas de morirme de risa.

En Villambista fue donde encontramos pan, huevos y chorizo. Mereció la pena. En un bar con el techo tan bajo donde apenas puedo ponerme de pie y con una luz fría que daba a las paredes un aspecto mortecino nos zampamos los mejores huevos fritos con chorizo que haya probado boca humana. Y ensalada. Y patatas fritas. Y vino. Y postres. Y café. Reímos y charlamos y cuando nos queremos dar cuenta nos han dado las once. ¡El albergue está cerrado!. Salimos a escape hacia Villafranca especulando cómo podríamos saltar por la ventana o qué medio íbamos a encontrar para colarnos. Siempre entre risas y coñas, parecíamos chiquillos que se hubieran escapado del colegio.

Por no estar, el albergue no estaba ni cerrado. Así que nada, con cuidado a los sacos, sin hacer ruido y a dormir.

[subir]

Villafranca Montes de Oca - Castrojeriz

El lunes, veintiocho de junio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, tercer día de peregrinación, cuando nos levantamos los caminantes ya se han ido (foto). Los de Madrid van a seguir por carretera. Me despido. El piñón grande de Rosamunda se niega a someterse al rigor del sincronismo de los cambios y no entra aunque me deje el pulgar empujando la palanca. Pues nada, toco el ajuste de los cambios hasta que dejo todos perfectamente desajustados, pero el piñón grande entra, ¡vamos que si entra!. Es imprescindible. Sé que me esperan grandes cuestalones. Nada más salir del albergue el pueblo se empina de plato pequeño. Y nada más salir del pueblo el camino sube directo hasta las nubes. Dejo la flecha amarilla y decido tirar por carretera. Aunque sé que en todas las guías la travesía de los Montes de Oca figura como una de las etapas más bellas del Camino yo cojo y me voy a la carretera. Y además, me voy contento. ¿No he venido solo al Camino para hacer lo que me apetezca? ¿Es que voy a dejarme tiranizar por lo que marcan las guías? ¡No!. Me voy por carretera y me subo La Pedraja (3 kilómetros al 6 %) más contento que otro poco. No hay ni que decir lo que agradece mi decisión el final de mi espalda. El paisaje tampoco es malo desde el asfalto y yo creo que así se disfruta más, porque puedes levantar la vista y mirar hacia tu alrededor. Cuando vas por camino tienes la vista fijada invariablemente en el curso que tiene que seguir la rueda delantera.

Uno ya ha superado el mal momento de ayer y no piensa en lo que le queda para llegar a Santiago (algo más de 500 kms.). Como se sube despacio, se tiene tiempo para pensar. Pienso, por ejemplo, en lo importante que es tener un objetivo claro y un plan trazado. Una vez fijado el objetivo y concretada la estrategia ya te puedes concentrar en lo pequeño, en el próximo pueblo, en esta misma pedalada. Se puede pensar a lo grande, pero el actuar es pequeño, necesariamente pequeño. Somos humanos. Yo esto se lo explico a Irene cuando tiene un problema de matemáticas y a ella le parece una dificultad insuperable, entonces le digo "Tú ves un avión. Es una máquina sumamente compleja. Pero el hombre ha podido realizarla porque está compuesta de pequeñas piezas. Simplifica. Algo complicado tan sólo es la sucesión de un montón de cosas simples. Con esta base todo es posible".

La Pedraja es dura, pero no tanto como parece sobre el plano. Ir por carretera también ayuda. Cuando empiezo la bajada estoy a tope de ánimo y el paisaje acompaña.

En el desvío a San Juan de Ortega cojo una pequeña carretera local, de esas en las que es casi imposible encontrarse con algún vehículo. Una suave pendiente de bajada. Frente a mí se abren dulces lomas, campos inmensos, llenos de matices ocres y rojos de la tierra y cálidos tostados y amarillos del trigo. La temperatura, la limpieza del aire, el color de la luz lo inunda todo. Mientras se desliza la bici cuesta abajo separo las manos del manillar, abro los brazos en cruz y siento el aire en las piernas, en el cuerpo, en la cara. Grito, canto y grito. El momento lo vale todo. Sí, decididamente la vida existe para esto.

Llegar a San Juan de Ortega (foto) haciendo el Camino es un hito fundamental para sentirse peregrino. Tiene algo mágico. Litúrgico. Te sientes retrocedido diez siglos en la historia y parecería una cosa normal ver por allí caballeros templarios, monjes desdentados o pícaros peregrinos. Es la expresión del Camino en su grado máximo. Un santuario y un albergue prácticamente en medio de la nada. Sello mi credencial (sello 8).

Yo, que no he desayunado, me meto un bocadillo de chorizo frito y un vaso de vino. El pan, ahora sí, es verdaderamente digno de mención.

Mientras estoy en el bar comiendo el bocadillo llegan tres ciclistas frente al albergue. Dos de ellos llevan camisetas con el mapa de Madrid en rojo y las estrellas blancas. No parece haber dudas de su procedencia. Me acerco a ellos y me siento en un banco cercano a comerme lo que me queda de bocadillo. El tercer ciclista es de Gerona y se ha unido a ellos por el camino. Me apunto. Antes de partir llega otro ciclista: Un hombre de setenta años en una bicicleta GAC plegable, de ruedas pequeñas, como la de los niños, la bici aparenta tener casi tantos años como el señor ¡y sin cambios!. El hombre, que es de Ciudad Real, nos explica que sus hijos habían insistido en que se llevara una bici de montaña, pero nada, que él tenía capricho de hacerlo con ésa, que es la suya de toda la vida. El hombre no se sienta y come despacio una pieza de fruta que va cortando con una pequeña navajita Todos los que estamos allí nos quedamos impresionados.

Los dos de Madrid, el de Gerona y yo cogemos la senda que marca la flecha amarilla. El camino es incómodo, piedra suelta, alguna subida fuerte ¡170 pulsaciones por minuto!, hay veces que casi no hay camino. Pero éstos van fuertes.

Los de Madrid tienen entre cincuenta y cinco y sesenta años, pero son los que más tiran, el de Gerona tiene veintitrés y sigue bien su ritmo. Yo, con mis treinta y seis, en el llano les sigo bien y en las subidas me cuesta pero no llego a descolgarme. Tras una cuesta grande, paramos en un alto en el que hay una cruz y una vista kilométrica sobre los paisajes castellanos. No habrán pasado ni diez minutos cuando llega el hombre de la GAC y nos hace una foto con la cámara del catalán. A partir de aquí unas gozosas bajadas trialeras, se suaviza el camino, pasamos Atapuerca y llegamos a Burgos.

Burgos es la primera ciudad grande desde que salí de Logroño, pero como no paré en Logroño, ésta es mi primera ciudad grande del Camino. Tráfico, semáforos, cruces, ruidos y mucha gente "normal". Aunque el Camino atraviesa Burgos yo creo que allí un peregrino "pega poco". Hacemos una breve visita turística, (foto) alguna compra y poco más.

El camino hacia el albergue, por la ciudad de Burgos transcurre un buen tramo paralelo al río Arlanzón, en suave bajada de asfalto. La temperatura es agradable. El albergue de Burgos cae a las afueras, cerca de la Ciudad Universitaria y está rodeado de un parque espléndido, todo verdor. El interior es grande, muchas literas y paredes y techos forrados en madera. Es nuevo, muy bien acondicionado, moderno. Entiendo que es magnífico, pero no termina de gustarme. Sellamos (sello 9) y vamos a comer a un bar cerca del albergue. Yo les digo a éstos que qué plan tienen. Quieren llegar a Castrojeriz. Hay cuarenta kilómetros más y ya hemos hecho cuarenta en lo que va de día. Me parece mucho. Me dicen que en las comidas hacen sobremesas largas para reposar. Comemos espaguetis con hebras de carne y pollo asado. No está muy allá y nos cobran mil doscientas pelas, que no las vale.

No sé a qué llamarán éstos sobremesa larga, pero no hemos tardado ni una hora y media en comer y a las cuatro menos cuarto ya estábamos pedaleando como locos por el monte. Sellamos en Tardajos (sello 10) y seguimos sin detenernos. Hace un calor insufrible y yo me acuerdo de la hora, el minuto y el segundo que me los encontré. Iba sufriendo y pensaba "estos tíos están como cencerros, desde luego esto no puede ser bueno para la salud". El camino va teniendo subidas y bajadas, piedra suelta, pero ha mejorado respecto al de la zona de Atapuerca, antes de Burgos. Sellamos en Hornillos del Camino, (sello 11). En algunos momentos hay que pedalear por la zona central, relativamente lisa, que queda entre las rodadas de los tractores en el camino. El desnivel entre la zona central y las rodadas hay veces que supera los cincuenta centímetros. De pronto, en un instante, sin pretenderlo, me meto dentro de la rodada y suena un ruido seco, del golpe de la bici, las alforjas y yo. Pero he tenido la fortuna de meter las dos ruedas a la vez y no me caigo, sino que sigo pedaleando sin perder el ritmo como si de un carril semitubular se tratase. Al que iba detrás de mí le da un ataque de risa. De estruendosa risa, no para de reír. Lo mismo está dos minutos riendo. Yo, con lo mal que lo iba pasando no le encontraba la gracia por ningún sitio y me daban ganas de bajarme y partirle la bici en las costillas, pero tengo que reconocer que se reía sin mala fe y que la situación, por lo insólita, era graciosísima.

Una suave bajada nos deja en Hontanas. Entramos a sellar (s12) en la famosa "Casa Victorino", bar que se encuentra en las primeras casas del pueblo. Este hombre bajito, regordete y feo pero simpático atrae a los peregrinos con un espectáculo que a mí no me parece demasiado agradable, pero curioso sí es. Este hombre bebe vino de un porrón echándose el chorrillo en la punta de la nariz y dejando que le resbale para recogerlo con el labio inferior colocado hacia fuera, en una mueca un tanto forzada. Poco a poco va subiendo el porrón por la nariz hasta que el chorro pega en la frente y el vino resbala por el hilillo que, atravesando la nariz, llega a la boca. Tomamos unas cervezas.

De Hontanas a Castrojeriz vamos por asfalto, llano, flanqueado de altos árboles y sin tráfico. Es maravilloso. A unos seis kilómetros de Hontanas se encuentran las ruinas del convento de San Antón (foto). La carretera pasa por debajo de un arco. Más auténtico, imposible. Yo conocía este tramo porque lo había hecho en coche en mi visita a Castrojeriz. Entonces sentía la envidia de ver a los peregrinos y ahora siento la emoción de serlo. Radicalmente es distinto.

De aquí a Castrojeriz son tres kilómetros de puro deleite. La visión de la Colegiata de Santa María del Manzano, desde el Camino, con el pueblo más alto es impresionante. Visitamos la colegiata y sellamos la credencial de peregrino (sello 13). Cuando salgo, Rosamunda tiene la rueda trasera totalmente desinflada. No sé cuándo he podido pinchar. Entonces me acuerdo de lo que me dijo Jorge: "Hasta que no se llega, no se llega". Y es verdad. Más de mil metros cuesta arriba me separan del albergue y voy empujando la bici pinchada. Se me hace eterno.

Los dos de Madrid han ido a un hostal. El de Gerona ha tirado hacia el albergue. Hemos quedado para cenar.

Llego al albergue. Es poco antes de las ocho. Hay sitio. Me ponen el sello aunque yo no lo pido (sello14). Conozco al famoso Resti, hospitalero, un tipo grande, de mi edad, con pelos largos y barba. Se da una imagen al profesor de Navarra, pero en grandote. Me ducho y cambio. Son las mejores duchas de mi vida, no el sitio en sí, sino el hecho de ducharse, si normalmente es placentero, en estos momentos recuerdas esos árboles marchitos de los dibujos animados que cuando los riegan se inflan y cobran nueva vida. Lo mismo. Lo mismito. No exagero. Hay dos momentos al cabo del día que tan sólo ellos merecerían el esfuerzo. A saber: las duchas y las sobremesas de las cenas.

Ya cambiado salgo a la puerta del albergue. Espero al de Gerona y a los dos de Madrid. Una madre con su hijo de trece o catorce años van haciendo el Camino a pie. Me cuenta que ellos, todos los años, hacen cinco etapas de Camino. Empezaron en Roncesvalles hace no sé cuántos años. Ahora van por Castrojeriz. Este año han salido de Burgos, están en su segunda etapa. La mujer me invita a una pera conferencia -las mejores del mundo- con todo su dulzor, su agua fresca y su fructosa, que el cuerpo agradece porque va quemando azúcares a un ritmo vertiginoso.

Viene el de Gerona y llegan los de Madrid. Uno de éstos -lo venía repitiendo todo el camino- tenía el capricho -esto va de caprichos culinarios- de cenar chuletillas de cordero antes de salir de Burgos. Es el momento y a mí me parece una idea más que razonable.

En esta ocasión el peregrinaje al restaurante resulta cortito y no lejos del albergue encontramos un sitio de "mantel de tela" en el que nos metemos. El comedor tiene la típica decoración de los asadores castellanos: piedra, madera y todo muy recio, muy de campo. Se promete buena cena, sin sobresaltos gastronómicos ni económicos. Detrás del comedor hay un patio, con mesas y bancos de piedra y un pozo de agua -de los de verdad- y decidimos cenar allí, al aire libre. Cenamos las ansiadas chuletillas de cordero, con patatas fritas. Y una fuente de patatas y otra de pimientos fritos -cortesía de la casa- y un buen tinto, hecho en bodega. No sabría decir cuál de las cuatro cosas estaba mejor. Devoramos. Charla grata, risas y antes de las once corriendo al albergue porque este sí que lo cerraban.

Antes de dormir nos asomamos a la terraza el de Gerona y yo. Hay una luna preciosa.

[subir]

Castrojeriz - Calzadilla de la Cueza

El martes, veintinueve de junio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, cuarto día de peregrinación, a las seis de la mañana suena atronadora una música gregoriana a la par que el albergue se ilumina como si fuera un cuartel donde tocaran generala. Es la particular manera que tiene el Resti de despertar a los peregrinos. Afortunadamente, en este albergue te obsequian con un café con leche y una pieza de fruta.

Los de Madrid y el catalán tiran por camino. Yo tengo que reparar el pinchazo y además hasta Puente Fitero quiero ir por carretera porque me ahorro un subidón al que no le veo mucho sentido. Si vas andando quizá interese el camino, porque te ahorras kilómetros, pero en bici tienes la alternativa del asfalto, que rodea el cerro y vas todo llano. Tampoco te pierdes paisaje. No he debido equivocarme mucho cuando después de reparar el pinchazo e ir a la gasolinera a meter aire, llego a Puente Fitero a la par que ellos.

El albergue de Puente Fitero es digno de mención, así como el puente mismo.

La casualidad ha querido que sigamos pedaleando juntos (foto). El camino ha mejorado mucho y ahora es una pista, con poco desnivel por la que se avanza rápido y cómodo. Hay un tramo en que el camino discurre paralelo al Canal de Castilla. La belleza del paisaje sobrecoge el alma. Se comenta que ahora quieren recuperar el canal para hacer turismo fluvial. Hasta los años cincuenta el Canal se utilizaba para transportar mercancías y aun hoy, cerca de Frómista puede apreciarse el sofisticado sistema de esclusas que se utilizaba para elevar o bajar las barcazas. Ahora se utiliza sólo para regar.

Llegamos a Frómista y sellamos en San Martín (foto) (s15), mira que tenía yo ganas de conocer San Martín de Frómista. Me despido de estos buenos amigos. Yo quiero quedarme un rato. El catalán insiste en que vaya con ellos, me dice que aproveche ahora si voy bien. Yo creo que éstos paran poco en los sitios y lo que les gusta es dar pedales a todo trapo. Yo no, yo, desde luego, no he venido a hacerlo rápido. Además, los dos de Madrid habían quedado con las mujeres en León, para desde allí continuar a pie, o sea, que tienen fecha de llegada. Me dirijo al albergue de Frómista. Serán algo más de las diez. Está cerrado y en el agradable jardín que está en su puerta permanece sentado un peregrino, a la sombra de un cerezo. Tiene los dos pies vendados. El alemán, porque es alemán, tiene unos cincuenta años. Mal que bien nos entendemos en francés. Aquí, en Frómista, le han curado los pies y se deshace en elogios hacia el médico que lo atendió. Va a tomar un tren hasta León.

En una tienda cercana compro un litro de zumo de manzana y un paquete de seis bollos. Me lo bebo y me lo como todo en el jardín junto al alemán.

Sigo hacia Carrión, me encuentro bien, fuerte, en forma. Es el cuarto día de ejercicio continuado. Yo ya lo había oído, pero no sabía si creérmelo. Es verdad. Al menos en mi caso es verdad. Al cuarto día notas un cambio en el cuerpo, se ha habituado al esfuerzo. No estoy cansado, ni tengo agujetas, voy bien. Me siento como nunca. Hasta cambian los hábitos alimenticios. El cuerpo me pide frutas y dulces. Y verde, mucho verde. Comidas ligeras y azúcar.

El albergue de Carrión de los Condes me parece acogedor, está junto a la iglesia y lo atiende la hermana del párroco. Se llama Margarita y es una venerable señora encantadora. Pongo sello en la credencial (s16).

Dejo a Rosamunda en la puerta y, por aquellos misterios de las ruedas, la trasera está pinchada. Ya lo arreglaré después de comer. Llega un matrimonio gallego en bicis de carretera, va con su hijo, de unos veintitantos, haciendo el Camino. Ellos tienen cuarenta y pocos. Me invitan a tomar el aperitivo con ellos. Después comemos. Sólo van a hacer el Camino hasta León, salieron de Roncesvalles, y de León a Santiago ya lo habían hecho. Voy tomando nota de la variedad de fórmulas que emplea la gente para hacer el Camino. Son buena gente. El señor me parece un poco serio, del hijo podríamos decir que se aburre, no mucho. La señora es un encanto, me parece estupenda.

Se echan siesta y yo doy alguna cabezada en el sillón. Hay dos chavales de Madrid, y uno de ellos tiene una ampolla que parece una inmensa pompa de jabón. Es la ampolla más grande que he visto en mi vida.

Llegan unos ciclistas. Son curiosos, cuatro chavales de entre catorce y quince años y el padre de uno de ellos. Llevan bicis de montaña y el hombre tiene muchas ganas de hablar. Vienen de Roncesvalles. Charlamos un rato. Son catalanes, de Figueras.

La hospitalera me dice que si quiero reparar la bici la lleve a "talleres Juanito". Como además del pinchazo tengo que arreglar los cambios, no lo dudo. A las cuatro en punto estoy en la puerta de "Talleres Juanito", que realmente es un taller de coches, pero arreglan bicis. El tal Juanito, el que subió mi bici en el trípode, me cambió la cámara, y con un par de toques precisos y engrase de cadena me dejó a Rosamunda con una suavidad y una finura que parecía que hubiera rejuvenecido de golpe dos años. En su mejor momento. ¡Que Dios le conserve sus mágicas manos!. Recomiendo efusivamente a los gallegos que visiten talleres Juanito, si es que tienen que hacer algún ajuste. Nando, que es Fernando hijo, porque el padre también se llama Fernando, admite la propuesta y ajusta los cambios.

Serían ya las cinco y media de la tarde y los gallegos seguían tumbados en un jardín, junto a la iglesia. No veo que tengan muchas ganas de salir y para mí ya es tarde, hoy sólo llevo cuarenta y siete kilómetros y me gustaría llegar hasta Sahagún o sea, treinta y siete kilómetros más. Con algo de pereza me despido de ellos, monto en Rosamunda y enfilo por el largo, rectilíneo, plano y absoluto camino que lleva a Calzadilla de la Cueza. Sobre el plano son dieciséis kilómetros en los que no hay que mover el manillar y en los que no se pasa por ningún sitio. Apenas salgo de Carrión y me meto en la pista noto el viento que sopla de frente, fuerte, frena cada pedalada. No hay nada ni nadie. Me da un punto de no sé que y pienso que no me apetece lo más mínimo chuparme tantos kilómetros en esas condiciones. Doy la vuelta y salgo a la carretera que, aunque da más vuelta, creo que es más entretenida, porque por lo menos ves coches. Llevaría unos tres kilómetros de carretera cuando otra vez el aire me tira para atrás. Estoy hasta las narices, no me he encontrado a ningún ciclista al que engancharme y no me apetece pedalear solo. Decido volver hacia Carrión, si veo a los gallegos que van para Sahagún, pues lo mismo me voy con ellos y si no, pues duermo en Carrión y ya veremos mañana si mejora el tiempo.

Ahora el aire empuja de espaldas, se avanza a todo trapo. Poco antes de entrar en Carrión, casi llegando, veo a los gallegos. Otra vez hola, ¿qué tal? El aire, ya ves. Pues nada, vamos en grupeta, porque esto del aire, yendo en grupo ya es otra cosa. Me animo.

Yo no había visto pedalear a éstos, y por la pinta, la verdad, pues no deberían estar más fuertes que yo. Pienso que seguiré bien su ritmo. Nos podemos a dar pedales y a hacer relevos. La carretera es plana y si no fuera por el aire se iría de vicio, yo calculo que hubiera sacado una media de unos diecisiete kilómetros por hora, que con carga y aire en contra no está tampoco nada mal. Pero claro, éstos llevan bicis de carretera y el padre y marido da la orden ¡a veintidós kilómetros por hora!. Entiendo que para una bici de carretera esto es tan normal como para mí los quince por hora, pero fíjate, yo llevo ruedas más pequeñas, más gruesas, bici más pesada y más carga. No importa, paso a los relevos y vamos tirando a veintidós y hasta a veinticinco o treinta kilómetros por hora. Es el cuarto día de esfuerzo y me noto fuerte, muy fuerte. No me creo que pueda aguantar e ir a esa velocidad, subo los repechos con el plato grande sin perder el ritmo y ¡el pulsómetro no pasa de ciento veinte!. Yo, en Madrid, bajando la bici -al hombro- por las escaleras ya casi me pongo en ciento veinte. Noto que el cuerpo se ha habituado y responde, estoy contento. Pasamos a un ciclista de Vitoria, por lo que me contaron los gallegos, era de Vitoria, porque le pasamos a tal velocidad que sólo nos dio tiempo a decir "ponte a rueda". Pero no se puso.

Yo voy bien, pero estoy forzando, no es mi ritmo. A la de un rato las rodillas empiezan a acusar el esfuerzo. Ni los músculos de las piernas, ni el corazón, ni los pulmones, ni los riñones se resienten: ¡las rodillas!. Mira tú por dónde, las rodillas, con eso no contaba.

Los tres kilómetros anteriores a Calzadilla de la Cueza los hago ya por puro compromiso. Hubiera aflojado, pero de esto que tiras a ver si aguantas y total, que ya para Sahagún queda poco. Pero nada. En Calzadilla de la Cueza decido pararme. Me molestan las rodillas. No llega a ser dolor, podría tirar hasta Sahagún, pero ya sé que las rodillas no van bien. Así que me paro.

Me despido de los gallegos y nos hacemos una foto (foto) junto a un rebaño que pasta sobre la inmensidad de los campos.

En el albergue de Calzadilla me sellan la credencial (sello 17) y me cobran quinientas pelas por dormir, el albergue es nuevo, pero no es acogedor, nada más que una nave grande con camas y sus servicios y duchas. Están bien. Me ducho y me cambio. No hablo con nadie. Tampoco hay nadie en el albergue, no sé dónde pueden estar, porque el pueblo entiendo que tampoco da para mucho. El hospitalero me indica dónde está el único restaurante del pueblo. Ceno solo, no ha salido mal el día.

Cuando llego al albergue, y ya es tardísimo, llega el vasco que habíamos pasado por la carretera, me dice que intentó ponerse a rueda pero que no había quien nos siguiera. Mira tú que podía haberme quedado para venir con el vasco, pero en fin, ya está.

En la puerta del albergue hay unas sillas de plástico blancas, de las que se ponen en la terraza de un bar, me siento a contemplar el anochecer, hay dos chavales de Madrid, pero hablamos casi de nada. Según estoy sentado observo un fino hilo de luz anaranjada en el horizonte que destaca sobre el ya oscuro cielo de la noche. Lentamente, pero de manera continua, se va haciendo más grande. Iluminando la llanura infinita de los campos de trigo. Y en muy poco tiempo toda la luna brilla reflejada sobre los campos como si de un mar se tratase. Con las veces que yo he salido al monte, nunca, jamás, en toda mi vida, la luna había causado tanto impacto en mí. El momento es glorioso. Tan sólo esto, el inmenso gozo que siento, me hace pensar que la vida realmente existe para esto. Los de Madrid corren a por las cámaras. Yo no.

La imagen podría captarse en una foto, pero nada podría repetir lo que uno siente estando allí. La fotografía, una vez más, no vale para esto.

[subir]

Calzadilla de la Cueza - Mansilla de las Mulas

El miércoles, treinta de junio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, quinto día de peregrinación, vuelvo a levantarme temprano. Salvo la primera noche en que me costó quedarme dormido, las demás estoy durmiendo como un tronco. Me levanto bien, con ganas de dar pedales. Hoy debería pasar León y dormir en Trobajos, que vienen a ser unos setenta y seis kilómetros. Según mi plan previsto en vez de en Calzadilla hubiera debido dormir en Sahagún, o sea que para hoy me tocan los sesenta y siete kilómetros previstos más los nueve que me quedan para Sahagún. Parece posible.

Tomo un café en el bar que cené ayer, raro que abra tan temprano. Y salgo hacia Sahagún. Apenas me subo a la bici y empiezo a dar pedales me doy cuenta de que las rodillas no han mejorado nada respecto a ayer. Están mucho peor. Decido ir por carretera hasta Sahagún, y suave.

En Sahagún paso por el albergue, pero está cerrado y sigo hacia la parte baja del pueblo en busca de alguna iglesia para sellar. Cuando ya estoy en la parte baja unos peregrinos me dicen que el albergue está abierto, pero que la puerta no es la que parece, sino que está a un lado. Yo tengo buenas referencias del albergue de Sahagún y no quiero perdérmelo. Así que me toca subir otra vez para arriba y maldita la hora en que me tiré cuesta abajo. Menos mal que cuando llego está abierto, sello (s18) y lo visito. Es grande. Nuevo. Muy bien acondicionado. Para mi gusto demasiado grande, pero muy bonito.

Desayuno otra vez en un bar que está cerca. Allí me encuentro a los de Figueras. ¡Qué alegría!. Desayunamos juntos. Ellos tiran por camino, pero yo, según veo mis rodillas voy a tirar por carretera, que quieras que no es más suave. Menos mal que ahora estoy en Tierra de Campos, lo que quiere decir que la llanura y la lisura es inacabable, si no hace viento no iré mal.

Voy por carretera, pero cuando llego a Calzada del Coto, que son siete kilómetros, lo que me apetece es meterme al camino. Nada más entrar en él hay un monolito con una especie de ruta tallada en la que se indican dos posibilidades para llegar a Mansilla de las Mulas, bien por el Camino Real Francés o por la vía Trajana, que es una antigua calzada romana. Yo quiero ir por el Camino Francés, porque hay más pueblos. Si coges la calzada romana son casi treinta kilómetros sin poblaciones y está muy poco transitada. Lo que ocurre es que delante de mí sólo veo un camino, a pesar del monolito. Estaba yo deshecho en mis cavilaciones sobre cuál sería el camino que tenía ante mí y dónde estaría la bifurcación para el otro cuando llegan a mi altura dos ciclistas. Son dos tíos de Madrid, uno de veintitantos y otro de sesenta y tantos. Padre e hijo, los dos se llaman José. Tiro con ellos, quienes me afirman que el que tenemos delante es el Camino Real Francés, o sea el que pasa por Bercianos del Real Camino, el Burgo Ranero y Reliegos para llegar a Mansilla.

En este tramo me lo voy pasando pipa, van despacito, que es lo que necesito, el camino llano y liso, una pista, sin ningún tipo de complicación. Junto al camino hay plantados unos árboles minúsculos que darán sombra el día que la den, pero que ahora son tan sólo testimonio de una buena intención. El sol cae de plano, no hay aire, tan sólo se escucha el roce de las ruedas sobre la tierra. Campos de trigo, y más campos de trigo, sólo el sol, el camino y el trigo durante muchos, muchos, muchos kilómetros. Por no haber, no hay ni pájaros. Yo pienso que yendo en bici los kilómetros cunden, pero para el que va andando este tramo tiene que ser una experiencia mística. Todo alrededor es un lejano horizonte, sólo comparable con la sensación de inmensidad que se tiene mirando al mar. De inmensidad del entorno y de pequeñez propia. A mí, estas sensaciones, me hacen temblar el alma. Tenía verdadero capricho de atravesar Castilla. Ya lo he hecho. Ahora la Tierra de Campos me descubre una geografía desconocida para mí.

Yo me lo voy pasando bien porque el padre, José, siempre encuentra excusas para andar parando de vez en cuando y el hijo parece que cede amablemente, me dice que tenía muchas ganas de hacer el Camino con su padre. Es mayor, pero ahí esta. Yo no puedo evitar pensar en el mío y este hijo me parece verdaderamente afortunado, y el padre también.

Nos metemos en el primer bar que vemos en Bercianos del Real Camino. Un sitio típico especialmente acondicionado para peregrinos. Y es que esto de la Ruta Jacobea permite mantener vivos pueblos, lugares y actividades que de otro modo habrían desaparecido para siempre, porque si no fuera por esto que me digan a mí quien iba a pasar por Bercianos del Real Camino, por poner por caso.

El hombre del bar nos cuenta que los árboles del camino los plantaron con una subvención que dio la Comunidad Europea con motivo del Jacobeo 93, los cuidaron al principio, pero desde entonces no los han regado. No han muerto, pero no crecen. O sea, que no tendremos sombra hasta que las ranas críen pelo. O al menos eso me parece a mí.

Seguimos nuestro lento pedaleo hasta el Burgo Ranero, donde sellamos (sello 19), yo no sé por qué, pero el nombre de este pueblo me sonaba muy sugerente y esperaba encontrar algo más. No está mal, pero decepciona la idea que yo no sé muy bien por qué me había hecho de él. Paramos también en Reliegos, ahora a tomar un aperitivo. Yo aprovecho y compro en una farmacia pastillas de glucosa pura. Dicen que van muy bien para el esfuerzo. Es verdad.

Sería en torno al mediodía cuando llegamos a Mansilla de las Mulas. El albergue de Mansilla de Las Mulas (sello 21) responde totalmente a la idea de albergue de peregrinos que yo, entre lectura e imaginación, me había formado. Un amplio patio lleno de verdor, mesas y sillas para descansar al aire libre. Cocina. Ideal. Es un albergue ideal. Como además llevo las rodillas como las llevo me quedo en Mansilla y decido ya no moverme más hasta el día siguiente. Los dos Josés siguen su ruta, nos despedimos. Son buena gente. Muy buena gente.

En Mansilla están los gallegos. Ya han comido. Nando se ha ido rápido hacia León porque había quedado con una amiga. "Vaya, éste no pierde el tiempo", me digo. Y la señora me lo cuenta y me dice "claro, como Nando tiene ese don de gentes, pues tiene amigos en todos los sitios". Desde luego se ve que la pasión de madre la consume.

Como solo en un bar cercano al albergue. La camarera me recomienda un cordero "entreasado". Yo, que aunque no lo parezca, soy un ignorante culinario pregunto que cómo es. Me explica que es un cordero a medio guisar y luego asado. Venga. Está de lujo. Aprovecho la tarde para hacer colada. El ambiente en el albergue es tranquilo. Rosamunda descansa también del continuo ajetreo (foto). No hay mucha gente. Aprovecho para hablar francés con otros dos peregrinos.

En el albergue hay un cartelillo a mano con los mejores remedios para las lesiones típicas del peregrino: para ampollas, Betadine, y para la tendinitis y las articulaciones, Fastum gel y "masajillo". Ponía muchas más cosas, pero sólo me fijé en estas. Voy a la farmacia y compro Fastum gel para mis maltrechas rodillas.

Cuando estoy descansando en el patio llega un ciclista, un señor que tendrá en torno a cincuenta años. Se enrolla conmigo. Es un plasta. No hace más que quejarse de su bici. Todo se le vuelven pegas. Me fríe. Yo procuro no darle carrete, pero éste no lo necesita. Me pone de los nervios. Además es un fantasma.

Salgo a comprar algo de cena para hacerla en el albergue en la tienda más cercana. Prefiero cenar en el albergue que en el restaurante, me apetece. Compro una buena loncha de jamón, un tomate, dos peras conferencia y algo de dulces. Hay otro peregrino comprando en la tienda, un señor al que las dos jóvenes que despachan engañan como a un chino filipino. Me cabrea, pero más se cabrea él. Al final traga, qué se le va a hacer. Resulta que tienen la leche anunciada a sesenta y seis pesetas el litro, pero al señor le cobran ochenta y dos. El hombre se da cuenta, se queja, reclama que no es su precio. Una de las dependientas le dice con absoluta desfachatez, mientras se le escapa la sonrisa, que para que cueste sesenta y seis pesetas hay que comprarla por cajas. En el cartel del precio, desde luego, no pone nada de que sea por cajas. El señor dice que, claro, que no va a discutir por dieciséis pesetas, pero que se siente un poco así. Es igual, compra la leche. A mí me jode más que a él. No sé cómo no deja la leche para que se la beba su madre. ¡Tendrán cara dura!

En la cocina del albergue, cenando, coincidimos este señor engañado, dos americanos y yo. Los americanos se llaman Martín y Benjamin. Lo de Martín lo entendí a la primera, pero Benjamín, pronunciado "feénllaman", que es más o menos como lo pronunciaba él, me costó Dios y ayuda. Martín hablaba inglés, francés y un mal castellano, Benjamín inglés y mal francés. O sea que más o menos nos quedamos con el francés donde al menos todos nos entendíamos mejor o peor. Eran de veintitantos, estudiantes de arquitectura. Por alguna actividad extraescolar que no llegué a entender muy bien tenían los dos el viaje pagado hasta Roma, donde tenían que ir después de hacer el Camino. Mira.

[subir]

Mansilla de las Mulas - Hospital de Órbigo

El jueves, uno de julio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, salgo de Mansilla por carretera hacia León. Las rodillas no han mejorado, pese al descanso de la tarde de ayer. Nada, que sigo notando dolor. Ahora es dolor, antes notaba molestias. Pues nada, despacio, voy aproximándome a León. Un poco antes de llegar a León veo parado junto a la carretera ¡al hombre de la GAC, de Ciudad Real!. Y está pelando, con su navajita, una pieza de fruta igual que cuando le vi en San Juan de Ortega. Paro junto a él y charlamos un rato. Da gusto encontrarse con alguien a quien ya conoces. El camino va cerca de la carretera. Tiramos un rato, pero al cabo del poco ¡me deja atrás!. No puedo seguirle. Yo lo achaco a mis rodillas, pero este tío tira como nadie. Y es que, claro, la gente mayor, como yo digo, ha tenido mucho más tiempo para entrenarse.

Cuando llego a León me niego a entrar en la parte antigua y a visitar la Catedral. Las ciudades grandes no casan bien con el peregrinaje, o esto me parece a mí, y además no me apetece, es cuesta arriba y digo que para ver León, lo que se dice ver León, más vale volver otro día a eso. Según se entra en la ciudad se gira a la izquierda y se llega al albergue que está en las afueras, detrás del cuartel de la Guardia Civil. El sitio y el edificio en que se encuentra el albergue es sugerente, un amplio jardín, una edificación antigua, muy grande. Pero el albergue está en un segundo piso, no sé, no me parece un albergue-albergue, sino un apaño un poco raro. No me gusta nada. Pongo el sello (sello 21) en la credencial. Una horterada de sello. En la puerta del albergue están aparcadas las bicis de los de Figueras, atadas y sin la rueda de adelante. Han debido ir a visitar la ciudad. Me dijeron que iban a pasar unos días en León.

Es media mañana y pienso que puedo llegar a dormir a Astorga. Si acaso comeré en Hospital de Órbigo, pero creo que puedo llegar. No me entretengo nada y tiro por carretera (es igual, porque el camino es una pista que discurre paralela) hasta Hospital de Órbigo. Un poco antes de llegar entro en el camino, porque el camino, entrando en Hospital de Órbigo te lleva derecho a cruzar el Puente del Passo Honrosso, de nada menos que diecinueve ojos, construcción del siglo XIII y magníficamente conservado. El nombre le viene de que en el año 1.434, don Suero de Quiñones, que debía ser un simpático, prometió a su amada que rompería trescientas lanzas de otros tantos caballeros que cruzaran el puente. Y allí se estuvo un mes dando mandobles a diestro a siniestro contra todo aquel que cruzara el puente. El afrentado podía evitar la justa atravesando el río por su cauce, pero entonces, claro, el paso no era honroso, sino cobarde. Fíjate qué entretenimientos se buscaba la gente y qué manera de tocar las narices a aquel que plácidamente cruzaba por allí.

En Hospital de Órbigo hay dos refugios, uno, el municipal, con veinte plazas, que fue al que primero me dirigí. Está en las afueras del pueblo, en un paraje de belleza incomparable. No había más que un extranjero en el albergue, ni hospitalero, ni ambiente, ni nada. Perdido en un monte. Demasiado perdido. A lo mejor si hubiese llegado a otra hora me hubiera quedado allí, pero era un poco antes de comer, no había nadie y me apetecía encontrar gente. O sea que doy la vuelta por donde he venido y vuelvo hacia el puente. Un grupo de tres chavales me ven y me dicen que me vaya con ellos, que me acompañan al albergue de la iglesia. Me dicen que son peregrinos y que ellos están allí hospedados, pero tienen una pinta de pillos que se ve a la legua y, desde luego, peregrinos no son. Porque ahora yo ya sé quién es peregrino. Y yo te digo que estos no lo eran.

El albergue parroquial no tiene mucha gente a la hora de la comida, que es cuando yo llego. Bebo un trago de un botijo que tienen en la entrada. Sello (sello 22). Hay dos hospitaleras jóvenes en la sala donde reciben a los peregrinos. Una de diecinueve años, morena, muy guapa, y una rubia de ojos azules de veintiuno, que, rompiendo el mito, no me parece ninguna exageración. Visito el albergue. Si el de Mansilla estaba bien, éste está mejor. Me encanta. Un patio todo verdor, frescor, con su pozo, todo piedra, arena, verde y madera. Su cocina muy rústica, un comedor, sus duchas y sus dormitorios. Un verdadero remanso de paz. Yo quería llegar hasta Astorga, pero según veo aquello decido que me voy a quedar allí a dormir. No hay problema. Me toman nota y me instalo.

Como en un bar, no lejos del albergue. Estoy solo. Cuando apenas he empezado a pedir entra un verdadero peregrino. Yo sé que es un verdadero peregrino porque se le nota en la cara. Nos miramos y le invito a que se siente a comer a mi mesa. Es Michel, ha salido desde Montpellier hace seis semanas, andando, va con un borrico que le sirve de mulo de carga y le lleva el equipaje. Hablamos medio en francés y medio en castellano. La comida es agradable. Michel es un tío simpático. Le operaron del corazón hace seis meses y el médico le dijo que no se le ocurriera ni por lo más remoto embarcarse en esta aventura. Pero ahí está él, diciendo que tiene fe en el Santo y que él le protege. Lleva una concha de vieira enorme colgada al pecho con la roja cruz de Santiago pintada en la misma. Cuando dice que el santo le protege pone las manos sobre la concha con veneración. Casi todos los peregrinos llevan algún distintivo de que lo son: conchas con la cruz, bastones con la calabaza, cintas amarillas en las que pone "Camino de Santiago" o gorros a la antigua usanza. Yo no llevo más que un "pin" pequeñito con la imagen de "Pelegrín" que pongo a veces en las alforjas y a veces lo llevo pinchado en el maillot. Sencillo que es uno. De todas formas, no es por esto por lo que se conoce a un peregrino. A un peregrino se le conoce por la cara, y como dice Michel: ¡por los calcetines!. Ningún peregrino tiene ni la cara ni los calcetines blancos.

Me termino de instalar en el albergue. En el albergue de Hospital de Órbigo hay muchos hospitaleros: Un señor mayor catalán, con gafas y los párpados superiores caídos sobre los ojos, una señora brasileña, un holandés y las dos chicas catalanas. Creo que el holandés y la brasileña son matrimonio, pero no estoy seguro. Las dos chicas son hospitaleras voluntarias que pidieron serlo en la Asociación de Amigos del Camino de Santiago del lugar de Cataluña de donde son, porque no sé bien de dónde son, pero son catalanas. La Asociación les asignó este albergue, y estarán quince días, sin cobrar nada, claro. Hoy han empezado y estarán hasta el quince de julio.

Hablo con una peregrina holandesa que salió desde Amsterdam andando hace ahora tres meses. Además del valor que hay que tener, llevar tres meses haciendo el Camino es un lujo que la mayor parte de la gente no se podría permitir. Inaudito. Y hay una rubia, de pelo rizo, pasada de vueltas donde las haya, que hace un mes salió de Roncesvalles, va sola. Da la sensación de que cuando había hippies debía ser hippie, pero ahora ya no hay hippies y aunque los hubiera no está en edad de serlo, pero como que algo le queda.

Llegan cuatro tíos de Madrid, en bici, cuatro tíos como castillos, son bomberos de Madrid. Uno de ellos va lesionado, pero llevan coche de apoyo. Se hacen todos los días unos ciento veinte kilómetros. Parecen mucho más deportistas que peregrinos. La novia de uno de ellos conduce el coche.

Yo le he dicho a la hospitalera brasileña que voy mal de las rodillas, además, como no paro de darme Fastum, es algo evidente. Insiste en que vaya al puesto de Cruz Roja a que me vean. Pues voy al puesto de Cruz Roja, pero no hay nadie. Esperaré a mañana para ir al médico. Hojeo el Libro de Peregrinos y pongo mi frase. Suena el teléfono móvil. Michel ha comprado cena para todos. Él va a hacer la cena para los que se quieran apuntar. Indica que conoce una receta de pollo que, según la cuenta es para chuparse los dedos. Yo había comprado unos chorizos para freír y algo de cinta de lomo y vino. Cenamos siete u ocho en el comedor del albergue.

Durante la cena hay un chaval muy joven que reflexiona sobre lo poco que se necesita para vivir. Es cierto, hemos dividido el coste de la compra entre todos y hemos tocado a doscientas pesetas. En los albergues habitualmente sólo piden un donativo, si puedes darlo, salvo en Villafranca que me pidieron trescientas pesetas y en Calzadilla que fueron quinientas, pero lo habitual es que no pidan nada, y cada uno dé, si quiere y puede, lo que considere. Los gastos del Camino, desde luego, de proponérselo, son mínimos. Yo pienso que no merece la pena discutir ni desilusionar al chaval, pero desde luego, se puede vivir con muy poco... durante muy pocos días. Porque al final, de verdad, de verdad, no puedes comparar, porque la vida no es como el Camino de Santiago. La vida de verdad ni se le parece. La mía, desde luego, no.

Cruzando el patio y saliendo por la puerta que da a los dormitorios se accede desde el albergue a un prado verdecito, yo según lo vi ya supe que me iba a tirar allí a dormir. A algunos les parecerá excéntrico, pero no lo iba a dejar escapar. Se nota que vamos hacia el Oeste y que la latitud es mayor que en Madrid, porque anochece más tarde. A las once de la noche el cielo aún brilla con la claridad de un anochecer de verano. Está despejado y pienso que con un poco de suerte podré ver La Vía Láctea desde el Camino de Santiago y comprobar por qué también se la conoce con este nombre. A mí, que ya la idea de hacer el Camino me parecía atractiva, ahora, la posibilidad de ver la Vía Láctea durmiendo en el mismísimo Camino, me parece de lo más auténtico.

Extiendo mi colchoneta, que es la primera vez que la uso, sobre aquel manto de verde y me meto en el saco. Ya no hay nadie levantado. Estoy solo viendo las estrellas, ya ni me acuerdo de la última vez que me quedé dormido viendo las estrellas, la luna está llena y las estrellas refulgen en el firmamento, el silencio es profundo, la tranquilidad es total. Pero la oscuridad no es tan profunda para poder observar el Camino sobre el cielo. Al poco rato me vence el sueño.

[subir]

Hospital de Órbigo

El viernes, dos de julio de Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, séptimo día de peregrinación, también me levanto temprano. A las siete de la mañana me acerco a la consulta médica, porque me habían dicho que tenía que ir a pedir hora muy temprano. En un banco, sentada fuera del ambulatorio, en la acera, hay una señora que tiene más de setenta años, pelo blanco y gafas cuadradas, viste pantalones color crema y una blusa de alegres colores. La señora, que mantiene una vitalidad envidiable, fuma celtas cortos. Me dice que yo hago el número dos y que se va a tomar un café, pero que luego vendrá para que pueda irme yo a tomar otro.

La señora, que ha pensado en mí y en mi café, efectivamente vuelve al cabo de un ratito y me dice que no me preocupe, que ella se queda para dar la vez. No sé cómo agradecer tanta amabilidad. Me dirijo al bar, me tomo un café solo con una magdalena. Cuando vuelvo, la señora, que debe tener que hacer tanto como yo, me dice que si quiero se queda ella para dar la vez. Nos quedamos los dos hasta que viene el tercero. La señora vuelve a fumar celtas cortos y me ofrece uno. Lo fumo. Me raspa la garganta. La señora no es del pueblo, está pasando las vacaciones en el camping, porque en Hospital de Órbigo hay un camping cercano al cauce del magnífico río que da nombre al pueblo.

Cuando vuelvo al albergue Michel está terminando de acoplar el equipaje sobre su borrico. ¡Adieu, mon ami!. (f12)

Soy el único peregrino que queda en el albergue, pido permiso para pasar un día más, no hay problema. La mañana es dulce, agradable, el silencio y la tranquilidad del albergue sólo se ve acompañado por las actividades de limpieza que realizan los hospitaleros y el sonido del agua cuando riega. Ni una radio, ni una televisión, ni un ruido "civilizado". Paso la mañana paseando muy despacito dentro del albergue, empapándome de paz. Pienso que casi he tenido suerte de haber caído allí, en un lugar ideal para descansar. A las once voy al médico, para lo pequeño que es el pueblo hay tanta gente en la consulta como si estuviera en Madrid. Me sorprende. Se lía una pequeña trifulca con el tema del orden de entrada. Ya me lo imaginaba. Alguien se fue y ahora hay dos numeraciones que empiezan desde el uno. A mí, que tanto me da que el médico me vea a las once como a la una, la discusión me trae al fresco. De alguna manera se arregla el tema y yo paso haciendo, como me corresponde, el número dos.

El médico, la médico, es una mujer inmensa que con su movimiento remueve el aire de toda la habitación. Joven, pelo rubio teñido y rizado. Bata blanca. Le digo lo de mis rodillas. Mira, palpa, golpea. Diagnostica que no parece tendinitis sino sobrecarga muscular, me hace ver que no tiene medios para un diagnóstico más profundo. Me aconseja descanso y que si quiero me siga dando el Fastum gel. Cuando siga, que lo haga despacio, y que si me noto que no voy bien vaya a otro sitio donde puedan hacerme mejor diagnóstico. Yo me quedo algo más tranquilo, porque tenía miedo que la lesión fuera a más. Pero si no parece tendinitis, pues la cosa ya tiene mejor pinta.

Hasta Astorga tan sólo hay quince kilómetros y son llanos, pero me gusta tanto el albergue de Hospital de Órbigo que decido quedarme allí. ¿Para qué me voy a andar moviendo? Ya me moveré mañana. Sigo en el albergue, no me aburro, disfruto enormemente de la sensación de paz y libertad. Son momentos que me acercan casi de lleno a mi idea de felicidad.

Un poco antes del mediodía empiezan a llegar peregrinos. Una señora viene andando desde Amsterdam. Lleva tres meses dándole al calcetín. Va sola. Habla francés. Yo estoy hablando más francés en el Camino de lo que lo he hablado durante toda mi vida. A veces, en mi trabajo, cuando tengo que hablar francés, las paso canutas, pero aquí es más fácil entenderse. Un navarro también va solo. ¿Pero cómo si ahora son los San Fermines?. Y dice que él, desde hace tiempo, con tres días de San Fermín tiene bastante y que si se los pierde un año que tampoco pasa nada. Me dice que ha comido en un bar, y por las referencias que me da sé que es el mismo donde yo comí ayer, y me recomienda una exquisita pescadilla que acaban de traer de Galicia. Pues me voy al bar a comer. Lo de la pescadilla era radicalmente cierto.

Me echo un poco de siesta. Me gusta dar pedales, pero esto de descansar tampoco está nada mal. Las rodillas siguen más o menos lo mismo, si estoy quieto no me duelen, pero en cuanto ando un poco noto molestias. Dudo si podré continuar en estas condiciones. El Fastum alivia de momento, pero mejorar, lo que se dice mejorar, no mejoran. Me quedan doscientos ochenta kilómetros para llegar a Santiago y son las etapas más duras. La subida a la Cruz del Ferro y la subida a El Cebreiro. Bueno, de momento lo que tengo que hacer es llegar mañana hasta Astorga, según me vea iré decidiendo.

Llegan Martín y Benjamín. Alegrón generalizado, entre los tres, vamos. Uno de los aspectos más gratificantes del Camino es encontarte, así, de sopetón, a gente que pensabas que no ibas a volver a ver. Damos una ligera vueltecita por el pueblo. Benjamín tiene capricho de cenar pizza. Parece que aquí lo de los caprichos en las comidas está a la orden del día. Encontramos un sitio donde nos preparan unas pizzas, junto al río. Somos los únicos clientes de un establecimiento que tiene pinta de que hace diez años quería ser moderno, pero que ahora se ha quedado descuidado. Me como la pizza a pesar de que tiene queso (derivado lácteo) y me quedo silbando. Nos intercambiamos nuestras respectivas direcciones e-mail y hablamos de que hay que ver lo fácil que es comunicarse a través de la red. Hasta las fotos nos las podemos enviar. Y eso viviendo cada uno en lugares del mundo que tienen diferencias horarias de siete horas.

Como hoy no estoy cansado no tengo ni pizca de sueño cuando ya casi todos los peregrinos están acostados. En el prado donde dormí ayer hay un grupo de chavales, ciclistas gallegos que hablan con las hospitaleras. Estan sentados en sillas y ya es casi de noche. Sobre las once. Con los gallegos va uno de Madrid que se les ha unido. Es el típico feo simpático. También está el típico guapo y creído que sabe que las muchachas se derriten con el susurro de su voz. No para de tirarle los trastos a la hospitalera rubia. La rubia hace como que la molesta, pero se nota que la encanta. La morena, a la que inexplicablemente nadie hace caso, se termina aburriendo y se va.

Esta vez duermo en litera.

[subir]

Hospital de Órbigo - Rabanal del Camino

El sábado, tres de julio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, octavo día de peregrinación, con algo más de pereza de lo acostumbrado sigo la flecha amarilla que debe llevarme, con un deslizamiento suave, hasta Astorga.

Las rodillas van peor de lo que yo pensaba, y a pesar de la suavidad del terreno cada pedalada es un sufrimiento. Voy despacio, extremadamente despacio, es llano y no pasaría de los ocho kilómetros por hora.

Astorga es para mí un descubrimiento. ¿Cómo es posible que nunca hubiera estado allí?. La Catedral, del siglo XV. Ato la bici a un forjado de una puerta y la visito. Enciendo velas. Sello la credencial (sello 23). El Palacio Episcopal es un edificio neogótico, obra de Gaudí, que parece surgido de un cuento de hadas.

Deambulo por las calles con Rosamunda, y me encuentro por allí, otro alegrón, a los dos Josés. Desayunamos. Yo les hago ver que con las rodillas no mejoro y que tengo intención de quedarme en Astorga a pasar la noche, pese a que estamos en la hora del desayuno. Me desean suerte y nos volvemos a despedir.

El albergue de Astorga está cerrado, hasta la una no abren. Hay mucha gente ya esperando en la puerta y creo que se va a llenar. Me informan que ya en Astorga hay base de acampada, con motivo del Año Jubilar Compostelano. Son bases que funcionarán durante los meses de Julio y Agosto. Yo recuerdo que en Villafranca de Montes de Oca había un cartel que indicaba una base de acampada, pero hasta el uno de julio no abrían, y cuando yo pasaba por allí todavía estábamos en el mes de junio.

Me dirijo a la base de acampada, que según me cuentan está detrás de las piscinas, veo las piscinas, pero no la base. De todos modos no la busco mucho porque total, por un poco más, puedo seguir a Murias de Rechivaldo, en plena Maragatería que también me apetece. Saliendo de Astorga empieza la subida, pero aún es suave y es muy temprano. No creo que tenga problemas para llegar hasta Murias. Además, creo que en Astorga hay demasiada gente, es muy grande y turístico y yo, si puedo, prefiero pueblos más pequeñitos donde siempre hay más paz.

En Murias de Rechivaldo, cuando llego al albergue sería sobre la una de la tarde, veo a la rubia que vi en Hospital de Órbigo y que había salido de Roncesvalles hacía un mes. Está sola en el albergue, el hospitalero le ha dejado la llave. Damos una vuelta por el pueblo, que se acaba pronto. A mí el albergue me parece poco acogedor y la rubia me habla muy bien de la base de acampada de Astorga. Allí no quiero quedarme, o sea, que o me vuelvo a Astorga, que es cuesta abajo, pero es ir para atrás, o tiro hacia Rabanal del Camino, que es ir para adelante, pero con subidas que ya empiezan a ser verdaderas subidas.

Sin pensarlo mucho, doy la vuelta y tiro hacia Astorga. Al fin y al cabo, si quiero volver a Madrid, mejor lo tendré desde Astorga que si me meto ya en los montes de León.

Estaba saliendo de Murias de Rechivaldo a todo trapo por la carretera que ahora sí, por fin, tiene un agradable descenso cuando, entre un grupo de peregrinos que suben veo a Martín y Benjamín. Freno en seco. Antes incluso de saludarles pienso que qué hago yo yendo hacia atrás, que total, si voy a Astorga y vuelvo son dieciséis kilómetros y que con un poco más me pongo en Rabanal del Camino. O sea, que pongo la rueda de Rosamunda mirando al Noroeste y otra vez la subida.

Para llegar a Rabanal tengo que ir mucho trecho a pie, porque en cada pedalada las rodillas me duelen. Voy un largo trecho con los americanos. Benjamín, que no hablaba nada de español, sabía decir tan sólo dos palabras que me animaban mucho más de lo que él, ni nadie, se pudiera imaginar: ¡ORGULLO PEREGRINO! Y las decía, así, levantando el puño y con muchas ganas, como si le salieran del alma.

El albergue que hay en Rabanal junto a la carretera es grande, pero es un albergue auténtico. Sello la credencial. (sello 24) Me siento bien. Hay otro albergue en el pueblo, el Gaucelmo, famoso también entre los peregrinos que no dejo sin visitar. Allí me encuentro al de Navarra de Hospital de Órbigo y ¡a los dos Josés!. El hombre José me había tomado ya tal cariño que se emocionaba al verme. Me dicen lo mucho que se habían acordado de mí y de mis rodillas en esas cuestas y que hay que ver lo que queda. Bueno, tomamos café.

Ellos están instalados en este albergue y yo me voy al mío a terminar de instalarme. Hay un tercer albergue, pequeñito y sin ningún servicio, que está junto al mío. Allí aparecen Martín y Benjamin.

En mi albergue me encuentro con un matrimonio navarro que ya había visto en Hospital de Órbigo. Charlamos. En el patio del albergue hay un médico que ha venido, que viene todas las tardes, a curar las heridas de los peregrinos. Ampollas y cosas así. No le falta trabajo. Cuando está curando un pie va un chaval de los que estaba mirando y se cae de espaldas como si fuera una tabla, el sonido y el golpazo es imponente. Todo el cuerpo recto, de espaldas, contra la pura piedra del suelo del patio. Se recupera a duras penas y se determina que ha sido por la visión de la cura y porque debe andar falto de fuerzas. Alguien le da un bocadillo de tortilla.

Yo, con la subida he seguido fastidiando mis rodillas. Ahora sí que tengo serias dudas de que pueda seguir. De modo que llamo a mi hermano y le digo que si, en caso necesario, podría venir mañana a buscarme. Total, mañana es domingo y hacerse una excursión hasta la Maragatería o el Bierzo aunque no lo tengas previsto no es de despreciar. Creo que hasta le gusta la idea. Yo quiero subir hasta la Cruz del Ferro, cueste lo que cueste, tirar la piedra con la que la tradición afirma que te permite dejar allí todos tus males -lo hago más por la tradición que por lo de dejar allí los males- y luego, como ya será bajada, pues lo mismo tirar hacia Molinaseca, o Ponferrada, o me vuelvo a Astorga, o me quedo allí esperando a mi hermano.

[subir]

Rabanal del Camino - Villafranca del Bierzo

El domingo, cuatro de julio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, noveno día de peregrinación, nada más salir de albergue notas el frío de por la mañana, la lluvia y la niebla. Fina lluvia, mucho frío y densa niebla, muy densa. Estamos a 1.156 metros de altura y ese es un tributo que hay que pagar. Me separan ocho kilómetros de la Cruz y ¡cuatrocientos! metros de desnivel. Las rampas son astronómicas, o eso me parecen a mí porque no puedo ponerme a dar pedales. Subo empujando la bici, y sólo cuando parece que se suaviza un poco intento montar en ella, pero cada pedalada es un pinchazo en cada rodilla y no puedo, las rodillas me duelen hasta cuando ando.

Llevo casi tres horas caminando solo y con un frío que no se me pasa, y la lluvia, y la niebla. Cuando se suaviza un poco la pendiente subo sobre Rosamunda, despacio, muy despacio, parece que la subida ha terminado. Estoy roto. Ni el llano me sienta bien. Una ligera bajada, sigue la niebla. Y nada, que la Cruz no aparece. Me angustio pensando que lo mismo la he pasado sin verla. La niebla no deja ver más allá de cinco metros. Las maldiciones que salían de mi boca y el cabreo que me pillo no son de contar. ¡Tanto esfuerzo para nada!. Me desespero. Al poco rato de seguir de este modo oigo ruido de gente. ¿Gente parada en medio de esta nada?. Humm... ese bullicio.

Y allí, frente a la gente, como una aparición, como una magia, como una respuesta a una plegaria, como un enigmático pedestal que surge de los abismos aparece la Cruz, la famosa, la ansiada, la deseada Cruz del Ferro.

El montículo de piedras que se ha formado en la base de la Cruz tendrá al menos tres metros de altura y se ha formado con las piedras que durante siglos los peregrinos han depositado allí. Yo cogí mi piedra en Hospital de Órbigo y ahora la tiro allí, como quien cumple un sagrado ritual. Y rezo.

Todavía queda un tramo que subir que recorro despacio. Decido llamar a mi hermano para que venga a buscarme. Creo que a Molinaseca, siendo bajada, llegaré, pero nada más.

A partir de ahí, la siguiente media hora fue surrealista. Yo, que acababa de bendecir al inventor del teléfono móvil por permitirme llamar a mi hermano desde un sitio en mitad de la nada, empiezo rápidamente a cambiar de opinión cuando resulta que no sólo te ofrece la posibilidad de llamar, sino que también permite que todos los demás te llamen. Entre llamadas de mi madre, de mi suegro y de mi esposa me tienen hasta el casco. Porque además, lamentablemente, uno comprueba aunque le pese, que no son llamadas de sincera preocupación, sino para decirme que "estoy casi en Galicia", - vaya novedad -, que está muy lejos y que si me quiero venir más vale que lo haga por mis propios medios. Mi hermano, que ayer parecía animado a venir, ha debido perder las ganas. En fin.

De aquí extraigo una consecuencia que por dolorosa en el momento no es menos importante, la gente, aun la que se supone que te quiere, aun la más cercana y próxima también te manda el mensaje: "Tú solo te has metido y tú solo tienes que salir". Nada nuevo, aunque en el momento jode.

En plena bajada y en mitad de la niebla hay un pueblo abandonado. Manjarín, que lo único que tiene es un albergue de peregrinos. Tiene chimenea que arde y calienta. En el sello pone "Albergue de peregrinos de Manjarín. Una luz en el Camino" (sello 25). Y en verdad que lo es.

Como la bajada ya ha empezado y mi estado de ánimo mejora por momentos -aunque no las rodillas- les digo a todos, todos, que me dejen en paz, y que ya veré lo que hago. Y ya estoy casi en el Acebo, en pleno Bierzo. Hace menos frío y casi no llueve, la niebla se abre. Yo sí pensaba que mi hermano iba a venir, aunque no me sorprende para nada la reacción de mi familia. Lo que me sorprende más es lo bien que empiezo a sentirme cuando apago el móvil y vuelvo a estar allí solo. Seguro que si me pongo a pensarlo me entran ganas de llorar. Pero decido no hacerlo, me olvido de todo y vuelvo a sentir la satisfacción de estar en el Camino.

El Acebo es uno de los pueblos más bellos, como pueblo, que he cruzado a lo largo del Camino. El Bierzo es una tierra que, como casi todas por las que he ido pasando, voy descubriendo por primera vez en mi vida. Molinaseca es un pueblo de montaña, agradable, acogedor. Puedo desayunar en un hostal que es de muy reciente construcción en el que el dueño, al ver mi interés en la zona, se deshace en elogios hacia ella y me enseña guías y guías con cientos de fotos que me permiten hacerme una idea del paisaje que, por desgracia, me ha tapado la niebla. Tendré que volver en otra ocasión, y espero que mejore el tiempo. El señor quiere regalarme unos folletos, pero yo, que por no llevar peso hubiera quitado hasta los tapones de las válvulas, le cojo únicamente la tarjeta con la dirección y el teléfono del hostal.

De Molinaseca a Ponferrada es casi bajada, cómoda. Ponferrada puede ser un buen sitio para quedarse, así que tiro otra vez, despacito, aunque en comparación con cómo iba por arriba ahora voy mucho mejor. Molinaseca está a 595 metros de altitud, o sea, que he bajado en diecisiete kilómetros, ¡casi mil metros!.

Ponferrada -la Pons Ferrata de los Templarios- es también ciudad grande y turística. Me dirijo directamente al albergue de peregrinos, que está cerrado. No abren hasta la una y también hay bastante gente esperando en la puerta. De todos modos sale el hospitalero por si alguno queríamos sellar, yo le dejo la credencial y me estampan el sello más grande de todos en la credencial de peregrinos (s26). En tinta verde. Es muy pintón. Se nota que en esta zona del Camino la afluencia de peregrinos es mayor. No sé lo que será cuando entre en Galicia, pero desde que pasé Astorga ya se nota que esto va teniendo otro aire. He pinchado y reparo la bici en la puerta del albergue. Cuando estoy terminando aparecen un par de peregrinos que llevan un perro - hacen falta ganas -. No puedo creerme que uno de los dos peregrinos sea un compañero de trabajo de Bilbao. Tomamos un vermut, pues es ya la hora del aperitivo.

Pero Ponferrada no termina de seducirme, además de pensar que en el albergue no voy a tener sitio, así que, como todavía es pronto, decido tirar un poco más y llegar a Villafranca del Bierzo, que son unos veintidós kilómetros llanitos con tendencia a la bajada.

Voy por carretera porque no quiero seguir forzando las rodillas, aunque poco más da, pero siempre es más descansado. Paso por Camponaraya y Cacabelos, donde me habían recomendado un restaurante. Lo busco con poca fe, porque me da casi lo mismo y al final sigo sin parar hasta Villafranca del Bierzo.

En Villafranca del Bierzo no hay sitio en el albergue, pero me dirijo a una base de acampada para peregrinos magníficamente acondicionada. Hay duchas de agua caliente en una especie de contenedores móviles. Suficiente. De sobra. Me instalo. Sello la credencial (s27). Al poco me dirijo a la plaza del pueblo a comer. Me siento en la terraza de un bar que tiene bastante animación, la plaza es deliciosa. La camarera del bar también, pero tiene que atender toda la terraza, y antes de que me traiga la comida, me quedo dormido. Lógicamente con la llegada de la misma me despierto y como con buen apetito. En cuanto me enfrío me duelen las rodillas hasta al andar. Voy a la base de acampada, donde tengo una tienda para mí solo. Extiendo la colchoneta para echarme una siesta. Ya no hay "ambiente peregrino", la base está llena de pandillas de chavales que más que peregrinaje hacen una "excursión larga", juegan al balón en la explanada ¿cómo se les habrá ocurrido peregrinar con un balón?, y llevan radiocassetes monstruosos ¿se puede caminar con eso? en los que suena música de "La Oreja de Van Gogh." También suenan canciones de los "Siempre Así".

Yo creo que ya no merece la pena seguir. Al fin y al cabo voy fastidiado y creo que el ambiente que me espera no compensa. A partir de ahora sólo podré dormir en bases de acampada, que no casan bien con el "espíritu peregrino". Con lo que he hecho hasta ahora de Camino me siento plenamente satisfecho. Llegar a Santiago no tiene importancia. Decido volver a Madrid. Pongo un mensaje por el móvil a mi cuñado. "Estoy en base de acampada Villafranca. Mañana me voy a Madrid". Mi cuñado había dormido la noche anterior en Astorga o sea, que previsiblemente hoy llegará a Villafranca. Me quedo dormido sobre la colchoneta, dentro de la enorme tienda.

Llegan cuatro ciclistas, tres de ellos con camisetas moradas y otro con una camiseta de Danone. El de la camiseta de Danone es mi cuñado. Serían algo más de las seis de la tarde. El hospitalero le había dicho la tienda en la que estaba, porque Julián le había preguntado por mí. Me pregunta ¿mañana te vuelves? Pero ya no tengo la seguridad que tenía antes y le digo que ya veré, depende como me vea las rodillas. Se instalan y duchan mientras yo sigo descansando. Luego vamos al pueblo, vueltecita y cena donde yo había comido. Buscamos una farmacia de guardia y me compro una rodillera. Quizá esto me ayude a ir algo mejor. Nos cuentan que hay furgonetas que por trescientas pesetas te suben el equipaje hasta el Cebreiro. Tienes que estar en la puerta del albergue a las ocho de la mañana. Eso de subir sin peso tiene buena pinta, y a mí me vendría fenomenal. No sé, lo mismo facturo el equipaje para arriba.

Dormimos en una tienda para los dos. Evidentemente esto ya no se parece a lo místico de los albergues en los que había dormido. En fin, no hace falta mucho tiempo para que me atrape el sueño.

[subir]

Villafranca del Bierzo - Triacastela

El lunes, cinco de julio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, décimo día de peregrinación, amanece lloviendo, y no poco. Me pongo mi chubasquero y tapo las alforjas con el plástico amarillo que viene previsto para estos casos y que las sienta como un guante. Tengo la seguridad de que el equipaje no se moja. Como yo voy a ir despacio, les digo a éstos que voy a ir saliendo y que ya me pillarán por el camino. De acuerdo. No meto el equipaje en la furgoneta por varias razones, pero una de ellas es que si lo meto ya me obligo a subir hasta el Cebreiro, y si voy con él, puedo darme la vuelta y regresar a Madrid en cualquier momento. O sea, que las alforjas al transportín. Que además es donde tienen que ir.

Vuelvo a estar pedaleando solo, bajo una intensa lluvia. Y subiendo, porque de Villafranca no hay manera de salir que no sea subiendo. Para hoy espera la subida al mítico El Cebreiro, realmente es la última dificultad que me queda, si libro esto, llegaré a Santiago. Voy poco a poco por una carretera que no me gusta nada, porque los camiones de cuarenta toneladas te pasan a cuarenta centímetros lamiéndote el lomo. Llevaría más o menos una hora dando pedales cuando me meto en una gasolinera a descansar. Un ciclista entra detrás de mí. Más que un ciclista, parece un plástico blanco arrebujado. Es Julián. Los otros ciclistas todavía no habían salido de Villafranca.

Desayunamos en Trabadelo. Seguimos hasta Vega de Valcarce donde se coge la antigua nacional VI, hoy día sin tráfico. Tan estrecha que parece increíble que en tiempos no tan lejanos aquello fuera una carretera nacional. A la altura del desvío de La Faba, Julián tira por camino, yo casi prefiero que no, empiezan las grandes cuestas. Ha dejado de llover, pero sólo de pensar en el perfil del camino y en lo que cuentan de cómo está, sé que puede ser imposible para mí subirlo. Si ya en condiciones normales, lo sensato parece ser subir a El Cebreiro por carretera, la poca confianza en mis rodillas hace que no lo dude ni un instante. Quedamos en vernos en El Cebreiro.

Las rampas son tan pinas que me bajo de la bici y voy andando, andando y andando, no hago intención ni siquiera de subirme en Rosamunda. No veo el momento. El paisaje, eso sí, ya ha cambiado, todo montaña y todo verde. Galicia está a la vuelta de la esquina. Como voy andando las rodillas sufren bastante menos. La rodillera no debe hacer nada, porque sólo llevo una (en la derecha), pero noto las dos rodillas igual. Mi velocidad en este tramo es de cuatro o cinco kilómetros por hora.

Cuando llego a Piedrafita hay un cartel que indica que aún quedan seis kilómetros para El Cebreiro. También son de nota; pero ahora me subo en la bici y mal que bien voy tirando. Sería en torno a las dos de la tarde cuando llego al Cebreiro. He recorrido cuarenta kilómetros en ocho horas. Treinta y dos de subida continuada. Pero estoy, ¡estoy en El Cebreiro! ¡He llegado a Galicia! ¡Llegaré a Santiago!

En El Cebreiro, como corresponde a su altitud, hay niebla, hace frío y llueve un poco. Apenas se ve a cincuenta metros en torno a uno. Yo había quedado con Julián en El Cebreiro, pero por allí no le veo y en torno a la Iglesia tampoco está. Será cuestión de ir hacia el albergue. Entre la bruma oigo el sonido de una gaita. No tengo más que seguirlo. Es Julián.

Comemos en un mesón y dejamos las bicis aparcadas en un almacén. Sellamos en el mismo mesón. (sello 28) En el mesón tienen música, pero nada más ver a Julián llegar con la gaita la apagan y le ruegan que, por favor, la toque. Yo creía que en Galicia estaban hasta las narices de oír gaitas, pero aquí, por lo menos, la simple visión de una les emociona.

O sea, que Julián toca la gaita en el mesón, hay poca gente. Comemos y luego sigue tocando, yo me tomo un café. La verdad es que la gaita suena bien y, además, allí, en Galicia, y en directo, pues qué quieres que te diga, la verdad es que sí, emociona. Gracias al sonido que es capaz de hacer Julián nos obsequian con otro café y cómo no ¡un orujito!, que hay que mojar la palleta. La palleta, que yo no sabía lo que era, es una especie de pito que lleva el "punteiro" de la gaita y que es lo que hace que el aire, al traspasarla, vibre. Yo, aunque no mojo la palleta, bebo orujo, eso sí.

Después de comer vamos hacia el albergue. Está a rebosar, lo que se dice a rebosar. Nos hacemos un hueco en una gran sala que está atiborrada de gente con sus colchonetas y, mejor o peor, podemos extender las nuestras y dar una ligera cabezada.

Julián sigue por camino y yo tiro por carretera. Quedamos en Triacastela, en la base de acampada. El camino ahora es bajada, pero por lo que sé es irregular y esto implica ir mucho tiempo de pie sobre los pedales, con las piernas flexionadas y cargando rodillas. O sea, que sigo por la suavidad del asfalto.

Julián me había dicho, porque él ya se había hecho este tramo del Camino en el 93, y por carretera, que del Cebreiro al Alto del Poyo se hacía bien. No eran esas mis referencias, pero me lo creo. Craso error. Del Cebreiro al Alto del Poyo quedan ocho kilómetros, y la mayoría de subida. Y no hay que decir qué subidas. Te pones en el Poyo a 1337 metros sobre el mar, lo que tampoco es nada despreciable.

Ahora bien, una vez que ves el cartel marrón con letras blancas que indica que has coronado, prepara las manos para coger las manetas de los frenos. Esperan catorce kilómetros kilométricos de una bajada vertiginosa. Tuve que parar a descansar las muñecas. Como llevas peso detrás tampoco puedes tumbarte mucho en las curvas y debes frenar más de lo que lo harías sin alforjas. Llevaría unos diez kilómetros cuando tuve que parar a descansar las muñecas. Es decir, una gozada inenarrable para un ciclista que además estaba hasta el casco de ir siempre hacia arriba.

Una vez en Triacastela, otra vez base de acampada (sello29). Yo llego algo antes que Julián, ya me he instalado y cambiado cuando llega. Le espero descansando. ¡Joder! ¡qué putada! Me he dejado la colchoneta en El Cebreiro. Debió ser al desatar la bici, porque la llevaba en la mano. Sólo la había usado dos veces, en Hospital de Órbigo y en Villafranca del Bierzo. Llevo todo el Camino cargando con ella y ahora, que es cuando empiezo a necesitarla, voy y la pierdo.

Aunque en el campamento habrá cerca de mil personas la tienda es para nosotros solos. Julián toca la gaita y crea expectación (foto). El hospitalero, porque hay hospitalero aunque toda la base está atendida por un grupo scout en pleno, le invita a un orujito. Mojar la palleta. Yo entretanto me voy al pueblo y doy una vuelta. Está bien. Vuelvo a la base y vamos a cenar al pueblo. Ensalada y filete. Pasable nada más. Compramos en una tienda el desayuno para el día siguiente.

Si en la base de Villafranca del Bierzo había gente aquí ya es la bomba. Yo te digo que todos éstos no van haciendo el Camino, es imposible. No hay tanta gente. Pero aquí están. A mí esto me recuerda más a un campamento de refugiados de los que salen en la tele que una peregrinación a Santiago. Pero bueno, ya contábamos con ello. Se veía venir.

[subir]

Triacastela - Palas de Rei

El martes, seis de julio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, décimo primer día de peregrinación, empezamos sobre las nueve a dar pedales. En la puerta de la base de acampada hay también una enorme furgoneta que recoge los macutos de los que no quieren ir cargados. Lo que te digo. Un paseo campestre.

De Triacastela a Melide hay unos ochenta kilómetros y tenemos la intención de llegar a dormir a Melide, porque nos han dicho que allí, en casa Ezequiel, se come el mejor pulpo del mundo.

En cualquier caso, el siguiente punto es Sarria, donde quedamos Julián y yo para desayunar. De Triacastela a Sarria hay dos posibilidades de ir por el Camino: por Samos o por San Xil. Yo voy por Samos, y Julián va por San Xil. Julián ya había ido por Samos la vez anterior. El inconveniente de ir por Samos es que es todo carretera, pero a mí tampoco me parece mucho inconveniente. Y, desde luego, había visto fotos de su abadía benedictina y por nada del mundo me lo quería perder estando por allí.

La visión del monasterio de Samos (foto) es otro de los hitos irrepetibles que confirman que todo esfuerzo lleva en sí su misteriosa recompensa. Tan sólo esta visión justifica el Camino.

Para llegar a Sarria tan sólo hay que seguir la carretera. En Sarria el albergue está junto a la Iglesia parroquial de Santa Marina, que está en todo lo alto del pueblo. En todo lo alto. Sello la credencial (s30). Allí espero a Julián. Tarda poco en llegar. Desayunamos una empanada gallega de carne de las que quitan el hipo. Fantástica.

Cogemos de nuevo la senda y sellamos en Barbadelo (s31), donde hay una magnífica iglesia románica. Seguimos por la senda marcada por la flecha amarilla. Tras una subida que ya es suave, comparada con todo lo demás y una suave bajada, se llega a Portomarín. Portomarín es curioso, porque para llegar hasta él hay que atravesar un embalse. El embalse está ahora en el lugar donde antes estaba el pueblo, y para construir el embalse trasladaron todo el pueblo, incluidos monumentos, piedra a piedra, a su emplazamiento actual.

En Portomarín (s32) me encuentro al padre con los chavales de Figueras. Alegrón. Además, también conocían a Julián, con quien se habían tropezado en la Cruz del Ferro cuando éste tocaba la gaita. Comemos en un sencillo pero estupendo restaurante y luego en un parque dulcemente sombrío, con la vista del embalse, Julián toca gaita y yo me echo la siesta.

Había poca gente, pero un matrimonio se había quedado algo apartado, escuchando el sonido de las notas que Julián tocaba con acierto. Se acercan. La mujer tiene lágrimas en los ojos y reconoce que está emocionada. Son de Barcelona. No salen de su asombro cuando Julián les dice, después de hablar con ellos largo rato con acento gallego, que es de Madrid. Y es que Julián, desde que entró en Galicia, hablaba con acento gallego.

Portomarín está a menos de cien kilómetros de Santiago, esto quiere decir, entre otras cosas, que cada quinientos metros hay mojones en el Camino que indican la distancia que falta. El pedalear es cómodo, con bajadas trialeras y subidas relativamente cortas. El paisaje gallego más auténtico se brinda ahora a los ojos del peregrino, bosques de robles y de eucaliptos jalonan toda la ruta. Corredoiras que salvan los tramos del Camino con agua, túneles oscuros de hojas verdes, temperaturas suaves y frescas. Visto desde aquí es imposible no creer en las meigas.

Paramos en el albergue de Ligonde, donde sellamos (s33) y hacemos un pequeño reposo. Julián toca la gaita y todo el mundo que andaba por allí se pone a bailar. Es una fiesta improvisada. Lo pasamos bien. Uno de los peregrinos me comenta que va mal con las rodillas. Va a pie. Yo le digo que también iba mal, pero que no hay nada como seguir, que una vez que calientas se te pasa el dolor. Y es que, claro, a mí ya se me ha olvidado lo mal que lo pasé en la Cruz de Ferro. De todos modos, de aquí a Santiago no hay sino suaves desniveles que van cruzando por pequeñas lomas y valles los mil arroyos que atraviesan Galicia.

Quedan diez kilómetros a Palas de Rey y unos veinticuatro a Melide. Decidimos llegar sólo a Palas de Rey, porque ya se nos ha hecho tarde y los kilómetros, con tanto desnivel, no cunden tanto como pensábamos. Yo le pregunto a la hospitalera si el camino desde aquí, Ligonde, hasta Palas de Rey es llano. Y me mira con una sonrisa comprensiva, como con una indulgencia que perdonara mi ignorancia y responde: "Es Galicia".

Es Galicia, "Terra celta", camino del Finis Terrae. Galicia interior, la de las aldeas escasamente pobladas, con sus hórreos y sus cementerios. A través de parajes increíbles y sendas que obligan a ir continuamente pendiente de las flechas amarillas, llegamos a Palas de Rey.

En la base de acampada de Palas no tenemos tampoco ningún problema para que nos dejen una tienda, a pesar de la afluencia exageradamente masiva de peregrinos. Al ir a sellar, Julián se percata de que le ha ocurrido una de las mayores desgracias que le pueden pasar a un peregrino: ¡Ha perdido la credencial! Su desesperación sólo es comparable a la que yo tenía cuando subía la Cruz del Ferro. Se la ha dejado en Ligonde y está dispuesto a coger la bici y tirar otra vez hacia arriba a toda pastilla. Bueno, la verdad es que es un palizón, aunque vaya sin carga. Como tenemos información del Camino para escribir cuatro enciclopedias no tardamos nada en encontrar el teléfono del albergue de Ligonde. Ha habido suerte, la credencial está allí y la hija de la hospitalera bajará esta noche a Palas de Rey. Quedamos en que dejaría la credencial de Julián en la gasolinera de Palas sobre las once de la noche. Aunque no termina de estar del todo a gusto, ya saber que la credencial no se ha perdido relaja bastante.

Una vez instalados vamos al pueblo, vamos en bici, porque el pueblo está algo alejado y luego la vuelta es una subida gorda. Como teníamos el capricho del pulpo, buscamos una pulpería. Nos sentamos en la terraza, al aire. Cuando empezamos a cenar la temperatura es fresca y agradable. El pulpo en Melide será el mejor del mundo, pero en Palas no acertamos. El ribeiro, por lo menos, está bueno.

Serían cerca de las once cuando nos ponemos a subir la empinada cuesta que nos separa de la gasolinera, que afortunadamente coge de camino hacia la base de acampada. Hace frío y pese al forro polar me da una tiritona de las que, cuando me dan, me dejan pasmado. Con tiritona y todo tengo que dar pedales y por más que lo intento no entro en calor. Lo paso mal como pocas veces lo he pasado. Al fin llego a la gasolinera. La credencial está allí.

[subir]

Palas de Rei - Monte del Gozo

El miércoles, siete de julio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, duodécimo día de peregrinación, nos levantamos sobre las nueve. Santiago está tan sólo a sesenta y ocho kilómetros, sesenta y tres al Monte del Gozo, donde queremos llegar a dormir. No hay prisa. Las rodillas han mejorado y a estas alturas del Camino el cuerpo aguanta lo que le echen.

Cogemos con tanta ilusión la bajada por carretera para atravesar el pueblo que seguimos rectos en un cruce donde deberíamos haber ido a la derecha. A los dos o tres kilómetros de no ver flechas amarillas nos damos cuenta de que vamos mal, llevamos mucho rato en dirección sur y, desde luego, Santiago no está hacia el Sur. Pues nada, otra vez a Palas y ahora sí acertamos bien.

Ahora sí se nota que el Camino va lleno de gente. A primera hora de la mañana hay que ir con cuidado porque todos o casi todos de los que durmieron en la base de acampada van por allí. No se puede ir deprisa. Los caminantes, aunque parezca mentira, no oyen el ruido de una bici que se acerca por detrás y de vez en cuando, por más que tratamos de evitarlo, se asustan. La mayoría de la gente que va por el Camino va sin mochila y lleva los calcetines blancos blancos. Si alguien me saluda, siempre correspondo al saludo, pero sólo soy yo el primero que saluda si al que paso va cargado. Si va de paseo, que salude él.

Sellamos en Mato-Casanova. Todos los sellos de la Red de Albergues del Camino en Galicia tienen la misma forma de sello, aunque en el centro cambia el dibujo (s34).

Para llegar a Melide, el Camino discurre por un tramo de antigua calzada romana, un poco antes de llegar a Leboreiro. Se ven las piedras ordenadas en el camino y un firme duro y agradable permite rodar a buena velocidad.

Los mojones ayudan a que los kilómetros pasen más deprisa y pronto llegamos a Melide. Es la hora del desayuno y la verdad es que a estas horas no apetece un pulpo, o sea, que lo dejamos pendiente para otra ocasión. Julián va en busca de alguna tienda de música para comprar palletas, parece ser que en Madrid es difícil encontrar palletas artesanas de calidad. Yo mientras voy a un bar a tomar un café y a comprar tabaco.

- ¿Tienen tabaco?
- ¿Qué tabaco quiere?
- Camel. -No pido Gold Coast porque allí seguro que no iban a tener.
- No tenemos
- ¿Marlboro?
- No tenemos
- ¿Fortuna?

La señora del bar me dice, al final, como si hubiera perdido la paciencia por mis extraños gustos:

- Mire Vd. sólo tenemos negro y Chester. Porque si tuviésemos que tener todo lo que la gente pide esto sería un estanco.

Fumo Chester, en consecuencia. De todos modos, podía haberlo dicho desde el principio. Creo que si hubiera pedido Gold Coast me echa del bar.

Julián ha conseguido una palleta, desayunamos otra vez en el mismo bar de antes. Sellamos (s35).

Hay quince kilómetros hasta Arzúa. Es Galicia, como decía la hospitalera de Ligonde. Vamos a todo trapo por las bajadas. El sonido que hacen las alforjas, fuerte y seco, cuando Rosamunda vuelve al suelo después de un ligero vuelo, me hace temer por la integridad del cuadro. Pienso que en cualquier momento se va a partir.

Comemos en Arzúa, a mí Arzúa me suena porque hay una calle en Madrid, en el distrito de Hortaleza, de igual nombre. Pero nunca había estado allí. Otra vez, en la puerta del bar, encuentro que la rueda trasera está pinchada.

Después de comer yo me dedico a reparar la bici en un parque mientras Julián toca la gaita. Pero no consigo reparar el pinchazo, no hay parche que pueda tapar el mordisco que llevo. Menos mal que en Arzúa hay tienda de repuestos y a las cinco de la tarde, cuando abren, voy empujando la bici hasta la misma, donde puedo comprar una cámara nueva que además me instalan.

Quedan treinta y cuatro kilómetros para el Monte del Gozo. Los kilómetros discurren bien, salvo cuando vamos ya cerca del aeropuerto de Santiago en que una inesperada y kilométrica subida por carretera hace que lo que parecía que teníamos ya al alcance de la mano se retrase y no se vea la hora de llegar. Como decía Jorge: "Hasta que no se llega, no se llega". Nada es más cierto que esto.

El Monte del Gozo parece el cuartel general de los peregrinos (foto). Hay pabellones llenos de habitaciones y en cada habitación hay sitio para ocho personas. Las puertas tienen llave y el hospitalero nos da una. Sellamos (s36). Nos toca el pabellón trece. Hay otros seis chavales más. Nos cambiamos y duchamos con un agua que por más vueltas que le dieras no había manera de que no saliera ardiendo. Ardiendo de abrasar. O sea, que ducha rápida sí, pero de refrescante nada.

En el albergue vemos a los chavales que iban con Julián cuando llegó a Villafranca del Bierzo. Nos comentan que ya han sacado los billetes de vuelta, en Iberia, que con la credencial de peregrino hace un cincuenta por ciento de descuento y puedes meter la bici en el avión por el mismo precio y sin desmontar ni nada. El vuelo cuesta nueve mil doscientas, que son quinientas pesetas más de lo que costaría volver en la RENFE. Para mi desgracia, no hay duda de que la vuelta será en avión. Realmente es poca desgracia, porque la vuelta en avión nos facilita mucho las cosas, nos permite estar mañana prácticamente todo el día en Santiago y volver descansados - yo trabajo el día nueve -. Ganamos un día. Además, se nos acaba un problema, porque ni Julián ni yo habíamos previsto cómo íbamos a volver a Madrid. O sea que asunto resuelto.

Desde el Monte del Gozo a Santiago hay autobuses que salen cada media hora. Vamos a ir a cenar a Santiago. A cenar bien, de mantel de tela.

El autobús nos deja cerca de la plaza del Obradoiro, que es a donde primero nos dirigimos. Serán las ocho menos cuarto de la tarde. Hay gente, pero no llega a estar abarrotado. Se ve un movimiento continuo, turistas, tunos, gente normal y pocos peregrinos. En el mismo centro de la plaza, mirando hacia la fachada principal de la catedral, Julián se para, saca su gaita, y empieza a tocar. Supongo que debería ser una promesa, porque lo hace de manera solemne. La verdad es que el momento lo requiere.

Aunque estamos en el Obradorio, aún la peregrinación no ha terminado, terminará mañana cuando lleguemos con las bicis a la puerta santa. Aprovechamos lo que queda de tarde para ver tiendas, pasear y tomar vinos en la rúa do Franco mientras decidimos en qué sitio cenar.

Cena de pulpo con almejas, superior. Chuletón de ternera gallega, que no precisa calificativos y un buen ribeiro tinto.

Como el último autobús hacia el Monte del Gozo se nos ha ido o está a punto de irse, cogemos un taxi que nos vuelve a subir a nuestros sacos y a nuestras bicicletas.

[subir]

Monte del Gozo - Santiago de Compostela

El jueves, ocho de julio del Año Jubilar Compostelano de mil novecientos noventa y nueve, decimotercero y último día de peregrinación, desayunamos en el autoservicio. Que aquello no tenga nada que ver con las etapas pasadas poco importa ya. Estamos a cinco kilómetros de Santiago en suave descenso. Ahora sí que de verdad da pereza dar pedales. En muy poco tiempo llegamos a Santiago, las flechas amarillas cambian por carteles del ayuntamiento que marcan en todo momento por dónde va el Camino. En la ciudad, el Camino se mete por un firme empedrado, de adoquines. Es un último suplicio porque después de tanto tiempo la parte que toca al sillín no ha terminado de acostumbrarse al traqueteo.

Todo el esplendor de la Catedral relumbra ante nosotros cuando, por fin llegamos a la Puerta Santa de la Catedral de Santiago. Mi cuentakilómetros marca mil seiscientos sesenta y seis kilómetros, o sea, setecientos kilómetros justos, desde que salí de Logroño. He tardado trece días. Han sido trece días de verdadera emoción.

Ya con la peregrinación terminada, los trámites típicos. Último sellado de la credencial y recogida de la Compostela. Visita a la agencia de viajes y compra de los billetes de avión. El vuelo es a las seis. Misa de peregrinos en la catedral a las doce. Ahora sí está abarrotada. Una hora de espera para el ritual de abrazar al santo. Yo llego al Santo justo a las doce en punto, que es cuando empieza la misa y comienza a sonar un órgano. También es casualidad, me considero un privilegiado.

A las cuatro y media metemos las bicis en el maletero del autocar que desde Santiago llega al aeropuerto. Y a las seis y cinco exactamente, las ruedas del avión se separan del suelo para elevarnos a diez mil metros y dejarnos suavemente en la pista de Barajas cincuenta minutos más tarde.

Noto que algo en mí ha cambiado con el viaje.

Mi Camino hacia Santiago. Mi ruta de las estrellas