La canción suena a despedida entrañable y hace renovar los ánimos: rugen las botas, ya calzadas, y rebota el bordón impaciente contra el suelo de casa.
Sólo la compañía de Mercedes y Elena hace cálida la espera. El autobús llega puntualmente a las once y cargo mochila y bordón en el portaequipajes bajo la mirada curiosa de pasajeros y acompañantes. Un beso, dos besos, muchos besos y abrazos ante de subir y acomodarme.
El autobús va medio vacío, viaja poca gente desde Algeciras a Ferrol un día tan señalado. Comienza lentamente la marcha y comienza también la cabeza a construir su relato: tengo una hija hermosa y única, planté hace tiempo más de un árbol (incluso es rara la primavera que no entierro algo) y aunque ya sé que nunca escribiré un libro, veo saciada mi breve sed de trascendencia con estos escritos que os mando.
Luna llena que ilumina los valles, las dehesas y los llanos de la Vía de la Plata. Tras el cristal de mi ventana, corren -sin saber dónde llegarán- las encinas tras los búhos, juegan a construir castillos de naipes las vides abandonando el tablero monótono de damas y los castaños y robles buscan el páramo desolado y bañado de plata fría y reflejos de escarcha.
Una voz gallega brilla como una nana, suena a muñeira, triada o seguidiya de Iria Flavia. Regresa su propietaria a Padrón, a reencontrase con los fértiles valles del río Sar, cuya despedida, en voz de María Resalia, me recita despacio:
Me previene que la noche está para meigas y aquelarres, ideal para que me coja un "aire". En noches como ésta hay que mostrarse ciego y sordo a sus encantos y entonar himnos y salmos, recitar retahílas, aunque sean desordenadas, y pronunciar conjuros que bloquean la entrada de cualquier parca que nos pretenda polvo antes de haber consumido enteras nuestras últimas ganas de seguir andando.
Habla y habla sin descanso para confundir y enturbiar la voz de los campos iluminados por las ánimas. Me encasqueto el gorro hasta las orejas y me vendo los ojos con la braga. Le propongo ronquidos por cantos, mientras me remuevo contra el asiento hasta encontrar la horma de mi espalda y ver como su mano corre la cortina de mi ventana para evitar el hechizo y ser poseído por la llamada de la tierra blanda.
Desde Salamanca hacia delante se acabaron las mariconadas y los reflejitos de escarcha: nieva, nieva a mansalva, como dios manda, nieve espesa y blanca que ralentiza inevitablemente la marcha. Nieva en todo el páramo zamorano y llegados con tres horas de retraso a Astorga (doce de la mañana) un aire helado sacude el manto blanco, vistiendo la ciudad para mí con nuevas y frías galas. El palacio episcopal se parece todavía más a un recortable, resalta sobre el blanco la piedra ocre de la catedral y los maragatos, congelados, no tañen las campanas del reloj de la plaza.
Murias de Rechivaldo está cerca, apenas cuatro quilómetros, a cinco más Santa Catalina de Somoza, suficientes para comprobar la dificultad de andar por campos nevados.
Había caminado por estas tierras en primavera y en verano y sentí entonces la llamada de pisarlas en invierno y descubrir su verdadera naturaleza, la que explicara el porqué de sus tejados de pizarra; de sus muros mampuestos robustos y sus pequeñas puertas y ventanas por las que nunca asoma nadie; de sus pueblos sin árboles, sin un mísero tiesto en que crecer una planta; su alma escondida en las calles empedradas bajo el sol abrasador del verano que no concede sombras, ni fresco, ni agua.
La nieve oculta la piedra roja de iglesias, fachadas y tapias de los huertos hibernados. El andadero aparece inmaculado, mis botas son máculas grotescas acompañadas de tildes hechas a punta de bordón que buscan la tierra compacta. Por veces, he creído sentir la presencia de alguien caminando detrás: sólo mis pisadas; cuervos negros, más negros sobre este fondo de tierra y cielo blancos, graznando; mastines sacudiendo las carlancas. Debo ser yo, sin sombra, que voy rompiendo y estrenando la sirga con pisotones y quebrantos.
Son tierras de lobos, de silencio arriero entorno al fuego -que espero encontrar pronto- y que ahuyenta las bestias hacia otra parte, hacia el sitio desde donde dimos el primer paso.
En Murias de Rechivaldo no asoma nadie. El albergue está cerrado y tengo que proseguir la marcha. Los murias y majanos, en los campos o a pie del andadero, construidos por manos de labriegos y de peregrinos entusiastas, están cubiertos de nieve y son bultos extraños de piedras almidonadas y soldadas por cordones de copos blancos.
El paisaje sin luz, esbozado en los chaparros y en la retama, es hermoso como un cuadro de pinceladas sutiles y atmósfera encantada. Me pegunto qué estampa debo componer con mi paraguas desvencijado (ha durado apenas la primera ventisca), mis ropas cubiertas de copos, mi barba blanca... avanzando penosamente por el páramo. He disfrutado incluso de las llagas, como mordeduras rabiosas provocadas por mis botas, poco acostumbradas a la nieve y al agua helada.
Aparece la espadaña de Santa Catalina al final de un camino emparedado por las pequeñas tapias de los huertos donde los frutales enseñan una piel nueva y una nueva cáscara de pedazos de hielo colgando, como ropaje no deseado que dibuja un nuevo follaje y hasta una copa que no dará sombra a nada.
Dudo si seguir o parar. Es duro caminar y mis pies gimen bajo las botas apretadas. El albergue de El Ganso está cerrado, por lo que a Rabanal serían todavía trece quilómetros más de estrenos (de andar bajo la tormenta de nieve, de acomodar el calzado al agua, de soportar las ropas empapadas) bajo una tormenta que amenaza con ocultar el día a las tres de la tarde.
Satisfecho por hoy, paro en Santa Catalina. El viaje en autocar y esta primera marcha merecen un descanso y celebrarlo: ¡No hay nada que no arregle el cocido maragato!
Desde el campanario, las vistas del pequeño pueblo semejan postales: tejados, caminos y carreteras nevados como un inmenso océano de horizonte estrellado contra los Montes de León, contra el Teleno, el Irago, al que tendré que ir acercándome mañana.
Me arrimo a la mesa y sigo el juego con falso interés mientras introduzco alguna pregunta sin sustancia:
- ¿Seguirá nevando?
- Coño, si habla cristiano. Espera a mañana y ya veremos -dice rotundo, con una sonrisa asomando entre los dientes que sostienen un palillo que baila con habilidad en la boca. -Espera, hombre, no te vayas -me dice antes de que termine de levantarme. -Mira, la nieve es como una mujer, cuanto menos la quieres, más pesada se pone -ríe su propia ocurrencia como si de un desternillante chiste se tratara. Comienzo a creer que voy a ser hoy yo el motivo de sus bromas.
- Coño, Severino ¿qué te ha pasado a ti con las mujeres? -digo para provocarle.
- Tres tuve, más que mulas: dos veces viudo y las tres abandonado -Decididamente creo que piensa burlarse. -Mira como estropea el fuego -dice indicándome a la mujer del mesonero que legra los troncos. - Pues siempre es así, no hay fuego que a base de enredos no apaguen.
Después afloja la llama y es él quien se levanta y con dos patadas bien dadas hace revivir las llamas.
- ¿Qué me dices, peregrino?
- Que eres un salvaje.
Como no entiende la medio broma tengo que invitar a una ronda para aplacar los ánimos. La doy por bien pagado, que si callo reviento. Ríen los miembros de la comparsa y a la tercera ronda me veo con el mazo de cartas en la mano.
- ¿Una cuatrola? - digo.
- ¿Y eso qué es?
- Como un tute, pero al grano.
Explicado el juego, reparto cartas. Llevo de compañero a Blas. Severino y Marcos son las víctimas de unas espléndidas cartas que harían ganar al más torpe con los naipes (es éste mi caso) Después de un rápido repaso, le digo:
- Severino, paga. Y procura que deje de nevar porque si no mañana termino de arruinarte -(Esto lo he aprendido yo de los jugadores fanfarrones de mus y otras artes)
- ¡Coño con el peregrino, y parecía seminarista!
- Seminarista no. El cura que casó a tu puta madre - Ya sé que esto no es de buen peregrino, pero estoy iniciando camino y arrastro todavía debilidades.
Demuestra mal perder y se arma una nueva gresca que sirve para estrechar lazos regionales. Invito a una botella para celebrar el bautizo maragato y quedo nombrado arriero por la gracia de Heraclio Fournier y la parroquia samozana. Hubiera preferido ser nombrado Caballero del Irago, que estando en Somoza ("sub montia", bajo la falda del monte) lo veía más apropiado. Pero el Monte Irago me tenía preparado un bautizo, pasado mañana, que no olvidaré en todos mis años.
A la mañana siguiente vienen a buscarme para desayunar. Me acompañan hasta la salida del pueblo (cincuenta metros) y cuando los invito a seguir conmigo, responde Severino:
- ¡Quita! Hay que estar medio tonto para meterse por esos campos.
- Severino, no empecemos.
- Es verdad. Andar más allá de la última casa no es de personas normales.
- ¡El coño tu hermana! - le digo mientras le lanzo, sin acertarle, una bola de nieve.
Comienzan entonces a lloverme balazos y tengo que huir por estar en clara desventaja.
El Ganso está deshabitado, ni siquiera el bar australiano abre, y atravesar el pueblo es como pasear por un decorado abandonado a los rigores invernales. No logro ver si algunas de las casas que conocí teitadas conservan sus techos de paja. La nieve dibuja un bulto que resulta imposible diferenciarla de la pizarra.
El Teleno, cada vez más cerca, se destacada sobre un cielo azul limpio que hace todavía la nieve más blanca. Un viento fresco hace que los cuervos vuelen bajo, impidiéndoles desplegar sus negras alas más alto. Después, cuando hiela, no vuelan, desaparecen y sólo el eco de sus chirridos desgarrados disputándose no sé qué grano, me hace sentir su presencia que se convierte en escala con que medir este naufragio blanco.
El camino hasta Rabanal ha desparecido bajo una espesa capa y ando por la estrecha carretera, también oculta, guiándome por las rodadas de algún todo terreno que se haya dirigido a los campos cercanos. Mientras voy subiendo hacia Rabanal van desapareciendo las huellas y la carretera termina resultando casi intransitable. Voy lazando continuas coces al aire y me decido por recuperar el camino entre robles cubiertos más de dos cuartas.
En la subida a Rabanal me salen tres perros en pandilla a pedirme el aguinaldo. No llevo nada, ni un mendrugo que echarles y ladran y ladran sin parar cada vez más desafiantes. Son perros medio salvajes, buscadores de basurero y oportunistas que en días como estos deben pasar mucha hambre. Les silbo, les digo palabras amables (educado como estoy desde pequeño a no demostrarles miedo ni debilidades) pero los ladridos no paran y me enseñan cada vez con mayor detalles sus afiladas fauces.
- Muy bien - les digo, cogiendo el bordón con las dos manos, en posición de ataque. Saco mi voz más grave, la más amenazante y les escupo -Me comeréis. Seguro. Pero al menos a uno, al que sea, le arrancaré los huevos de un bocado - les enseño los dientes y pongo cara de monstruo sapiens. Son gritos de espanto contra ladridos de hambre.
La estrategia ha dado resultado y me dejan marchar despacio entre el retroceso de sus patas y ladridos cada vez espaciados. Después, he tenido que sentarme en una piedra nevada a respirar y esperar que el temblor de piernas cesase.
Hasta Rabanal no he dejado de mirar atrás y la cuesta, con un metro de nieve en algunas partes, me ha parecido un camino fácil cuando ya asomo a las primeras calles.
Me he dirigido directamente a la iglesia para comprobar su estado, el que yo recordaba. Apenas ha cambiado nada, sólo una sillería recién estrenada en esta ruina milagrosamente en pie, lo demás: "sobre una estructura románica descarnada, se apuntan muros góticos de ladrillos reforzados por la mano de algún artesano pobre y sin nivel, resultando un desplome de paredes que hacen que el espacio parezca casi animado. La bóveda de cañón toscamente encalada y el coro de madera vencida, la pila bautismal..., conforman una atmósfera amable apenas iluminada por las tres altas y desvencijadas ventanas del ábside. La reciente celebración de la misa se siente en un eco tenue, con olor a incienso, y en algunos bancos movidos que las primorosas manos que están a su cuidado aún no han tenido tiempo de devolver a su orden acostumbrado." (tiene gracia esto de citarme)
Ha sido emocionante el reencuentro y recitar en voz alta el pasaje, recorriendo con la mirada las grietas y oquedades, la madera vencida y los cuidados detalles, adornada ahora con belén y cirio pascual al pie de la pila y que amenaza con incendiar la madera curada, y vuelta a enfermar, del coro.
Después, durante la misa en gregoriano, me reencuentro con los tres monjes benedictinos a los que debe habérseles escapado el mancebo a medio cocer y a punto de ordenarse. La celebración es un espectáculo y se saben ellos protagonistas de todas las miradas.
Me recomiendan que no suba a Foncebadón, la nevada ha sido grande y las máquinas quitanieves no dan abasto, busco cama en el albergue del Pilar y velo el deshielo hasta mañana.
Poco a poco van llegando peregrinos hasta formarse un grupo de diez o doce personajes. Destaca Manuel Luna, camino del Valle del Silencio. Habla por cuatro, campechano y sencillo, parece tenerlo claro: una cura en la cueva de San Genaro para empezar calladito el nuevo año.
Otros son peregrinos a punto de convertirse, o que fueron, corre-carreteras, hombres del carrito con vino de tetrabrique y mirada perdida en un horizonte inalcanzable.
Conozco a Enrique, belga gallego que recupera ahora idioma y, días después, en Santiago, novia y familiares; a Fausto, fonambulista italiano, cantarín y alegre, que viene desde Roncesvalle y ya no hay quien lo pare hasta la Compostela que ha imaginado como un escenario de ópera, grandioso y cuidado, en el que poder entonar las arias que va silbando.
Sobreviví, sí, y no es un exceso decirlo, a una tormenta que más pareció una bajada a los infiernos nevados que a la gloriosa subida a la Cruz Ferro que yo recordaba. Trascribo ahora, tal cual, las notas mojadas de mi cuaderno:
Sin noticias del estado real del camino hasta Foncebadón, y tras haber esperado ayer a que hoy mejorara, me dispongo hoy a afrontar temerariamente la jornada (se me ha escapado). La cura de las llagas que anoche me hicieron Isabel y Natalia me ha proporcionado cierta confianza y acometo la subida con ánimo equivocado.
Apenas subidos los dos primeros quilómetros, empiezo a valorar lo acertado de esta decisión y he de reconocerme que me he equivocado. Ando (más bien patino) sobre el dibujo congelado de un neumático tirando continuas coces al aire. Después desaparecen las rodadas y un viento helado arrastra esquirlas de hielo que hieren como alfileres: cisco en los pies y metralla en la cara.
Las gafas, cristal contra cristales, han dejado de servirme par ver y su misión ahora es protegerme de los perdigonazos que me lanza el aire. Restan tres quilómetros a Foncebadón, dos más a la Cruz de Ferro, otros dos y medio a Manjarín, y aún siete más a El Alcebo: va a ser duro, muy duro. Confío que pasado Foncebadón cambie el viento y se amaine esta cellisca insoportable, pero llegados al pueblo- aún más fantasma, si cabe- la esperada calma se cambia por una espesa capa de nieve que me obliga a hundirme hasta las rodillas a cada pisada. Por veces, voy calzando milimétricamente las pisadas de algún peregrino que anduvo antes, pero la tormenta (bufera, según la llamó más tarde, muy gráficamente, Fausto, el italiano) se traga todo rastro (y quiera el santo que sólo con esto se satisfaga)
El esfuerzo es agotador: hay que sacar fuerzas de donde no las haya. No es posible parar ni retroceder y hay que confiar que éste sea el tramo más malo.
La cruz de ferro sólo es reconocible por el muria abultado en que se asienta. La propia cruz, con su mástil blanco, se intuye bajo una espesa capa de niebla blanca, se funde en el cielo níveo y la veo porque la voy buscando, pero otros -no es de extrañar- pasan de largo, ignorándola. La ventisca impide levantar los ojos y descubrir el mástil. No traigo piedra que arrojar al montón, sólo con sacudirme la capa de nieve que llevo encima aporto ya unos centímetros más al Monte de Mercurio -dios de los caminos- y le pido, de paso, que me permita contarlo A la altura del que supongo cementerio de Manjarín, vuelvo a oír la voz de mi padre: "¡Ay, Manuel, en cualquiera de éstas cascas!" La he escuchado antes en la Alpujarra, medio ahogándome en el fondo de un barranco; en el desfiladero de los Gaitanes, en una cuerda de sesenta metros columpiándome... Es la misma voz que de niño me advertía cuando hacía alguna trastada arriesgada.
"Tranquilo, viejo, que de ésta salgo, ahí está Manjarín. Tendré que volver a escucharte en otras similares"
No se ve nada, no se escucha nada (sólo el buff del viento en las balizas, descubiertas apenas un palmo) Agotado, empapado, exhausto, transportado por no sé qué mano, he llegado a Manjarín donde Tomás prepara una expedición (de pico y pala) con doce peregrinos que llevan tres días aislados. Necesito descansar y recuperarme y declino la invitación a acompañarlos.
La estufa no da para más y tengo que hacer el secado del gato (ignoro si se secan los gatos) Sobre la tapa se amontonan botas, calcetines, guantes, bragas... que tardan y tardan en sacudirse el agua helada.
Cuando me quito los calcetines han aparecido desnudas y en carne viva las llagas: he venido andando (o flotando) con un charco de agua en las botas y en los guantes.
Me resisto a quedarme, Tomás está desbordado, el chumbano más patas arriba (si esto es posible) y hay nervios y hasta alguna llantina histérica que amenaza con contagiarse.
Cuando estoy decidido a quedarme (por ayudar a poner orden imposible al caos, y por la inseguridad que Tomás anuncia me encontraré más adelante -"neveros de dos metros, muchacho") dos acontecimientos hacen que se tercie mi ánimo: el primero tiene que ver con una de las ocas que cuida Tomás. Un belga (de la santa compaña de tomás el templario) abre el corral y sale el animalito a desplegar sus alas en la nieve. Cuando más tranquilo estoy, me lanza un picotazo (sin haberlo dicho, ni hecho yo nada) que casi se trae la carne (debe ser cosa del hambre) Para que suelte mi muslo, le envereo un manotazo que casi le arranca la cabeza de cuajo. El belga, muy amante de los animales, me recrimina y como no estoy dispuesto a disculparme le largo:
-Mira, da gracias que vengo cansado y con poca hambre, que si no hoy comíamos pato a la naranja.
-Es una oca, ignorante.
-Pues eso: arroz con oca porque me toca.
Ahora incluso, en Ponferrada, pienso en ella y ganas me entran de subir a Manjarín a retorcerle el gaznate.
El segundo suceso tiene que ver con la providencial llegada de la máquina quitanieves, Son las cinco de la tarde. Al Acebo (siete quilómetros) en estas condiciones puedo echar dos horas. O sea de noche...
La carretera recién limpiada por la pala quitanieves, deja ver los taludes de hasta dos metros que la han cubierto. Asoman en ellos, como bocas negras, las matas de brezo luchando por zafarse del peso blanco. Descendiendo deprisa, todo lo rápido que el fino hilo y la escasa luz me permiten andar.
El Acebo está envuelto en una espesa niebla que se funde con los primeros velos de la noche. La calle principal es un reguero de hielo, agua y barro sobre los adoquines que resbalan como piel de truchas desbabadas. La Trucha del Arcoiris es una casa rural por cuyo balcón se asoman la Guiana, el Picueto y otras montañas que contienen los ecos del Valle del Silencio. Jaime, él no lo sabe, es un fraile que gobierna su monasterio con paz y silencio, despacio y entusiasmado, sin más normas que las dictadas por las montañas sagradas.
La casa es familiar, acogedora y ordenada: frente a la chimenea parece como si un vientre protector, que nos aísla del ruido, del frío y hasta de la luz, nos acogiera serenamente y sin preguntarnos. La ausencia de música, de cualquier ruido, hace que el silencio baste para comunicarse. Es un callar cómodo que permite encontrarse con el otro en cualquier parte. No hay música, ni radio, ni televisión, ni libros ni nada que entorpezca el aprendizaje de uno con otro, de primera mano.
Ayuda a su vecino a alimentar las cabras estabuladas y ha sido esto lo que le ha impedido marcharse a Barcelona a visitar a sus familiares. Es un compromiso imprevisto con la vida que pretende enseñarle algo. Él sólo tiene que dejarse, abandonarse a la misma voluntad que le llevó a instalarse a pie de camino, colgado en el valle.
Cuando me ducho y descubro la herida del ánsar, un moratón redondeado enmarcando tres patas, ganas me entran de subir a Manjarín a retorcerle el gaznate. Sin embargo, curándomela descubro una curiosa forma del bocado que haría inflamar la imaginación más helada: la marca de un cantero que ha querido tallar en mi pierna el templo que lo lleve hasta Santiago. Tiempo habrá para ver cómo evoluciona la señal y su significado.
Si el juego de la oca es una metáfora del Camino de Santiago, y si "de oca a oca", me pregunto dónde me llevará el impulso del picotazo.
Por culpa de la nieve me he perdido la hermosa bajada al valle del arroyo Prado Mangas, pero desde la carretera desciendo a los castaños, con restos ocultos por la nieve de la celebración de algún aquelarre (ayer fue luna). Me atrevo luego a recuperar la senda que comienza a estar bañada por el sol tenue de muy de mañana. El camino está precioso, nada que ver con las veces anteriormente andado.
Hago una parada en el chumbano de Balbino. Bajo el sauce desnudo aparecen los restos carbonizados de su hospital de campaña. Son una grotesca mancha negra que la nieve aún no ha lavado. Restos de una silla quemada, los mástiles para sujetar los plásticos y hasta el jergón, son reconocibles entre el carbón y el blanco que comienza ya a deshilacharse hacia el arroyo, entonando un débil canto de saltos de agua. Lo he echado de menos y aunque no le hubiera dejado darme un masaje canalla, habría disfrutado con él un rato.
En Molinaseca el río Meruelo baja helado. Las orillas están cubiertas de hielo, el puente románico conserva sus pilares al norte nevados y nuestro paso por él debe semejar el de fantasmas ateridos en busca de fuego donde calentar sus frías sábanas. Este pueblo, bullicioso en verano, está ahora cerrado. Bares, boticas y tiendas obligan a seguir hasta Ponferrada, allá abajo. Me he asomado a ver a San Roque y a enseñarle mi marca en la pierna, esperando su protección por sufrir ambos parecido trance.
Comienza por fin a calentar el sol y el esfuerzo de la marcha se ve recompensado con el calor inesperado de una primavera temprana. Así es este camino: una prueba continua contra sol, viento, nieve y agua, calor en la nieve o frío al sol para poner a punto las verdaderas sensibilidades.
En la capital del Bierzo el grupo de peregrinos se va desgranando. El albergue se convierte en una enfermería en la que reposarán unos días los achacados de constipados, de pies destrozados u otros males: la jornada de La Cruz de Ferro pasa su cuenta y se cobra ahora el exceso realizado.
Soy el único en hablar esta lengua que leéis y, por tanto, se supone que debo ser torero, flamenco y saber hacer la paella valenciana. Desmiento los dos primeros pero, para no desilusionar demasiado, acepto el cocinar una arroz (la paella, en Valencia) bien costeado.
Cuando preparo el sofrito me imagino (mejor, visualizo, incluso ahora la veo mientras escribo esto) la pechuga y el muslo de la oca troceados y rehogándose (cuando he ido a comprar los avíos, no habiendo oca en el supermercado para vengarme, compro lo más parecido, pavo) y me da lástima el magnífico caldo que podría haber salido del asesino ánade. Me sale, está feo decirlo pero la verdad no debe ocultarse, un arroz de escándalo (ningún mérito que, pagando a escote, no me he privado de nada: gambas, chirlas, congrio, calamar y el mencionado pavo, buen sofrito de la huerta berciana y arroz del Guadalquivir, de grano corto y sabor suave, y hasta sutil azafrán de La Mancha)
En el piso de arriba, con atmósfera de salón parroquial, unas niñas aporrean una guitarra y cantan canciones pastorales, ñoñas y pavas. Les aconsejo que pidan a los Reyes Magos el disco de un tal Maldonado, donde encontrarán letras y música más apropiadas para cantar en grupo o en privado (juro que no llevo comisiones)
Comienzo a andar muy tarde (once de la mañana) y espero llegar a Cacabelos y, si se puede, a Villafranca.
El día está envuelto en nieblas que empapan, en nubes tan bajas que calan los huesos y confieren una atmósfera fantasmal a la fortaleza templaria, ideal para hermeneutas y argonautas con los libros y la casa a cuesta. Desde el río Sil se escuchan voces de asalto, chocar de aceros o de monedas, ecos de una liturgia secreta y hasta escanciar el caldo en el grial bollado por tanto trajín. Saludo desde abajo su silueta y me encomiendo a la protección de la Orden, no sin discutirles su inoportuno uso de la oca, de consecuencias tan dolorosas que todavía conservo.
Hasta Cacabelos la jornada es llana y tranquila. Después, un nuevo desvío que aleja de la carretera, se interna entre vides y pueblos con olor gallego. He llegado a Villafranca casi de noche, justo a tiempo de pillar al Jato haciendo recuento para la cena. No termina de hacerlo, que de pronto se acuerda que tiene que arreglar un grifo, ponerle las manos a alguien encima, ir a comprar pan, recoger los huevos,repasar las luces de afuera, las de adentro y las de en medio... no para. Imposible mantenerlo centrado más de dos minutos. A sus sesenta y muchos años es un rabo de lagartija, regenerado (que debe haberlo perdido muchas veces) e inquieto. No oye, no da para más una cabeza ocupada en miles de asuntos, trascendentes y banales, a los que se aplica con esmero de zapatero remendón que deja el calzado nuevo, para poder seguir andando al menos.
Huevos para todos y chorizo en ristras con vino de la tierra, pan para mojar y de postre manzanas del huerto ("picoteadas, que son las más sabrosas, que los pájaros saben de esto un huevo") Sabe a gloria la cena, algún truco en la sartén hace que sea el mejor par de huevos fritos comido en mucho tiempo.
Para rematar, queimada. Explica despacio los ingredientes ("fundamental que el orujo sea clandestino, que no conozca Hacienda") y recita el conjuro según le viene en gana (lechuzas y mochuelos, amigos y enemigos, vientres estériles...) Cada invocación se acompaña de un aullido y la espera a la siguiente más sorprendente. Cuando por fin rompe la llama, enseña su rostro de druida, socarrón e incendiario de las mismísimas cenizas del Ave Fénix, con las que construirá (y terminará, algún día probable) el albergue deseado.
Por la mañana, prepara los actos para la clausura de la Puerta del Perdón de la Iglesia de Santiago. Tiene convocados a televisión, prensa y radio y nos pide que hagamos de figurantes en el rodaje de escenas preparadas: "¡Jesús, hombre, que no me he peinado!" Declino la invitación y lo cojo por la mano. Tengo que apretarle para que no escape. Le digo lo preocupado que anda el personal por los rumores sobre su mala salud y me cuenta, emocionado hasta casi saltársele las lágrimas, cómo trescientos brasileños se convocaron para rezar unidos y pedir por su mejoría "al Cristo del Brasil y al amigo Santiago". Una garrapata, mal agarrada y peor enmascarada estuvo a punto de llevárselo. Llegó casi a afectarle la médula y "a dios gracias", sólo le ha dejado una pérdida de audición que disimula pegando la oreja cuando realmente le interesa alguien. Ahora es él el que no quiere soltarme y me da bendiciones, imposiciones y felicitaciones para mí y todos los que me encargaron darle un abrazo.
Lo que entonces eran llagas sobre el Ruidebires y El Teso de la Forca ahora, vistas de cerca, son cicatrices inmundas con postillas de hormigón por el que supuran las heridas de la ladera en minúsculos regueros de piel sudada.
El hormigón semeja una faja grotesca, casi pornográficamente atada a unas barrigas a las que no le hacía falta la armadura, el corsé ni las puntadas de los torpes costureros del ministerio de la Castellana.
El ingeniero ha demostrado tener la gracia y la habilidad en el mismo lugar que las avispas y las abejas. Debe ser descendiente de los cobradores de abusivos portazgos del Cerro Aldares, de mala fama entre peregrinos por su violencia y falta de sensibilidad. Auctares, perdón, el ingeniero, ha ocultado el cemento de la pista de peregrinaje (y de paso, su mala conciencia) con un mortero teñido de albero: "¡Mal haye la mano que trazó el andadero!"
La vega del río Valcarce aparece salpicada de pequeños neveros. El sol calienta la nieve y comienzan a correr con alegría los cientos de riachuelos. Se muestra tranquilo, sin la bulla veraniega y parece otro lugar recogido propicio para la meditación y la hospitalidad bien entendida: el Pequeño Potala, buen final para despedir el año, es una mezcla entre eremitorio de San Froilán -en la falda de un monte cercano- y monasterio budista -ya lo dice el nombre- de contadas plazas.
Luis y Carlos, Carlos y Luis, se prodigan en atenciones. Reparten equináceas, bolitas de anís, própolis, masajes, tiritas, balsámicos y cariño y cuidados a espuertas para reparar ampollas, tenniditis, constipados y lo que a cada cual le haga falta.
El albergue es una casa -su casa, nuestra casa- familiar y entrañable. La música, seleccionada con mimo, es un catálogo de buenos sentimientos, los mismos que flotan por el Potala.
Hay una guitarra muda en un rincón, como esperando a alguien, apoyada sobre el tablero que protege la escalera del piso de abajo, por la que asoman a veces las cabezas de los hospitaleros, como saliendo de la nada, de algún mundo subterráneo y encantado o de la choza de un brujo sabio.
Es Nochevieja y el ambiente, tranquilo y sereno como venimos buscando la media docena de peregrinos alérgicos a cotillones de matasuegras y uvas atragantadas, resulta ideal para repasar el año y esperanzarse con el que dicen los de fuera que viene irremediablemente.
Año nuevo en Ruitelán, ¿qué mejor manera de celebrarlo? Si es verdad que la entrada marca el resto del año, debo esperar más de trescientos días de paz y tranquilidad, de sosiego sin que me estorbe nunca nadie.
El camino conserva mucha nieve y es preciso andar todavía más despacio de lo esperado. Una primera parada en La Faba me permite conocer a Marcel y su casa. Es un cobertizo a pie de camino, de paso obligado para todos los peregrinos, y en cuya puerta aguarda paciente la llegada de alguien. Soy invitado a entrar y compartir un brebaje de ortigas que no debo endulzar para que no pierda propiedades. La estancia debió ser una cuadra o una fragua y conserva todavía hoy el aire. Un fuego en el centro, sobre una piedra volandera, hace de hogar entorno al cual se ordena (es un decir) el resto de mobiliario: expositores de artesanía iluminados -eso sí- con modernas luces dicroicas, tresillos que alguna vez tuvieron cojines y telas, armarios desvencijados y que esperan el consuelo de las llamas... todo sobre un suelo apisonado y accidentado, con diferentes niveles pero todos igual de precarios.
Marcel tiene aire feliz y satisfecho. Enjuto, blanco cadáver, ojos azules de nibelungo con tenia, se conforma con lo que el camino le va dando. Ya le dio bastante cuando lo hizo y decidió quedarse. Resulta admirable la fe que inspiran estas montañas y estos valles. Ha sentido la llamada de este espacio y se ha parado a escucharla despacio. En días como hoy, con todo cubierto de nieve pero con un sol radiante, bastarán para alimentarse las vistas de los prados (es vegetariano) y el aire limpio (sin sustancias de cocinas paganas) de las montañas.
Me despido con sabor amargo (será la ortiga) y continúo hacia La Laguna de Castilla. El día es espléndido, un sol vivo y el paisaje nevado hace creer estar ascendiendo hacia la puerta de entrada de algún nuevo estado.
En un prado me he parado a extasiarme con las vistas. Año nuevo, día primero para estrenar un camino glorioso hacia este cielo inmenso. Atrás veo, a vista de cuervo o de corneja, el recorrido de estos días, yno logro levantarme para culminar el ascenso. El sol me baña cálidamente, como seduciéndome y tentándome para no abandonar en el Cebreiro. Me lo cuentan los graznidos, los cascos tranquilos de los caballos paciendo, el zumbido de la abeja que viene a explorarme como si fuera yo una flor (capullo, al menos) que pretendiera libar, el canto solitario del gallo solitario a deshora...
La luz es limpia, rebotada en mil y un espejos de nieve que avivan el verde de los prados, el azul tranquilo del cielo, el ocre de algunas ramas de robles cuajadas de hojas muertas y yemas que se precipitan hoy a una primavera que las alivia de los días duros de invierno.
Con dificultad logro por fin arrancarme y continuar la marcha. La nevada aquí debió ser también impresionante. Se mantienen ya cerca de la cumbre neveros que me obligan a andar por las paredes de piedra y después, a hundir una y otra vez las rodillas en la nieve.
Cuando llego a El Cebreiro descubro la aldea con nieve amontonada por encima de dos metros sobre los muros y apenas un pasillo estrecho en el centro de la calle. Me voy derecho a saludar a Maria la Real y a D.Elías.
Agradecido, me despido mientras me asomo hacia el Alto de San Roque, el del Poio y otro paisaje igual de inmenso teñido de azul y bañado de nieve. No tardaré en regresarte y recuperarte.
Siempre me habían llamado la atención las ocas. Eran muchos los motivos por los que sentir simpatía hacia este ánade: su cúa desafinado, sus andares de payaso, su cuello destartalado... además de ser símbolo y seña de la cábala (baste mirar las explicaciones esotéricas al juego familiar de los dados)
Encontrarse con una oca blanca en el Camino de Santiago un día de nieve sólo cabía entenderse como una sonrisa de los hados, un guiño celestial o la reencarnación de algún caballero templario dispuesto a ayudarme; augurio de buena suerte y anuncio de la llegada a un nuevo estado más feliz y mejor acompañado.
Cuando la vi, no supe interpretarlo y la ignoré como el que no sabe mirar más allá de la siguiente pisada. La cabeza ocupada con falsas preocupaciones que parecían más apremiante (como el verse aislado por la nevada, empapado, aterido y exhausto) me impidieron echarle la cuenta que reclamaba. Un tremendo picotazo, un mordisco ávido, una catapulta endiablada hacia mi muslo me sacudieron y zarandearon hasta concentrar mi atención en lo verdaderamente importante.
Reaccioné como cualquier humano no iniciado. Un pescozón con violencia que hizo que el animal, en retirada, se tambaleara más de lo normal y característicos de sus torpes andares, un cúa-cúa con voz trabada de borracho mareado y un muñón trasero que parecía el plumero de casa en manos con taquicardia.
Quise matarla y cocinarla y sólo ahora me doy cuenta qué caro habría pagado el animalito ser el vehículo de la Gracia con la que había sido tocado. Porque el moratón sobre la pierna helada, las tres señales sangrantes de sus colmillos, de sus labios duros como cuernos o lo que sea que oculta en su pico como una tenaza, era la marca perseguida durante tantas y tantas jornadas de pisar este y otros caminos hacia Santiago.
Podría distinguirse como la firma de un cantero medieval, tosco y de cincel poco afilado, como una representación esquemática del crucificado en Y griega de Roncesvalles o de Puente la Reina, como una flor, en fin, del paraíso que despliega sus estambres. Marcada sobre mi carne sangrante, con dolor, como sucede siempre que se abandona una situación de aparente felicidad para entrever un nuevo estado que nos hará más plenos y realizados, un moratón abultado fue poco a poco desvelando el dibujo exacto y su inequívoco significado.
Muchas fueron las opiniones, serias y jocosas, que provocó la trinidad de las postillas maceradas. Pero sólo yo supe interpretarlo. Y fue cuando el vello desapareció, como un camino desforestado para permitir el caudal más ancho de pasos, y la aureola primera se tornó de cardenal púrpura a amarillo caminero enmarcando una vieira recién nacida y en la dirección acertada.
Soy el camino. Tengo, humildemente, que confesarlo. No necesitaré en adelante seguir ninguna señal, que ya va conmigo marcada a hierro y me indica dónde debo mirarme. Podré andar caminos que para otros resultaran equivocados, pero mientras el estigma me acompañe sabré que no erraré mis pasos y me permitirán éstos llegar más alto que nadie.
Es una bendición cuyo significado estaba, y está, claro. Debía abandonar el camino, explorar mi propio ser por valles, llanos y montañas de piel curtida y cálida, fría o templada, flácida o tensionada. Andaría por el páramo estéril hasta llegar sentir el pálpito de un corazón debajo, por collados abultados, por el huerto florecido o por cloacas, por las corvas, por calcañares y zancajos, por cuello y espalda, por cabeza y oquedades de la cara. Encontraría en este mapa el norte y guía, y para eso sólo haría falta posicionarme en las coordenadas señaladas: latitud y altitud de mi oculto bordón, eje sobre el que girar mi voluntad emperadora, según me viniera en gana.
Las ocas acompañaron el retorno de los vivos reencarnados que cayeron en los infiernos y supieron regresar más humanos, más crecidos y mejores personas en la búsqueda constante de la plenitud y el gozo de ser y estar vivo en un nuevo camino recién estrenado. El propio juego de la oca es el camino de regreso al vientre universal que, acogedor, nos espera en la casilla sesenta y tres, tras una travesía que debe superar pasos breves y largos, puentes cuyas corrientes nos llevan, pozos, posadas y cárceles. Todo según la providencia de los dados o una voluntad que no hace falta explicaros, la misma que tengo yo ahora entre mis manos.
La oca ha picoteado claro: el camino está en mí, sólo debo explorarme. Con su bocado me ha regresado de los infiernos a una vida más iluminada, me ha señalado - y dejado marcado- el tránsito.
Bendeciréis el haberla tocado y peregrinaréis tras mi muslo que no estará quieto ni como reliquia en los altares. Imprimiréis estampas y el prodigio circulará de boca en boca. Podréis procesionarme bajo palio por los caminos de toda España, nombrarme maestro templario, pero nada de esto hará cambiar mi naturaleza de ave libre e iluminada.
Permitiré que disfrutéis sus beneficios hasta donde pueda yo favoreceros y mi generosidad logre llevaros. La oca me ha transferido sus poderes y puedo yo ahora regresaros, a fuerza de sopapos y picotazos, del mundo de las cavernas en que os veo metidos a este camino nuevo sin otras máculas que mis llagas.
Cuando me pique sabré que debo ponerme en marcha, cuando me rasque deberé estar ya andando, cuando cierren las heridas ya habré llegado, y cuando la cicatriz se oculte sabré que otro hombre celebrará su renovado estado. Pondré un par huevos que hará los vuestros más miserables y que querréis incubar en vuestras manos. Ya os veo haciendo cola como patos maneados desde vuestro cascarón a la casilla sesenta y tres y esperando de mi que os facilite el pasaje.