Debo empezar por las vísperas, siempre tan celebradas en la ciudad desde la que escribo y en el ánimo de cualquier peregrino en capilla, velando el bordón, las botas y la mochila que le llevarán camino de Santiago:
Andaba yo preocupado por recientes acontecimientos que me hacían dudar de la conveniencia y oportunidad de continuar con la idea de echarme al camino durante los festejos sevillanos. Como todos lo peregrinos, buscaba señales. Algún guiño que pudiera yo interpretar como una inequívoca llamada para disipar cualquier duda.
Ya sabéis que las casualidades, incluso en las vísperas de comenzar a andar, no son tales. Y así ocurre que, de la noche a la mañana, descubro una flecha amarilla pintada en la acera de mi casa. Una flecha en la mismísima puerta, a eje entre mi hogar y un oeste lejano. De acuerdo que no era reconocible el trazo de ningún "flechero" conocido: nada que recuerde el cuidado con que Rafael dibuja el camino de las Campanas, o las manazas de De la Riera en el de los Trovadores o la pulcritud de tantos del de las Estrellas...
La flecha era espigada, hecha a spray (tampoco se le puede pedir más) y larga, muy larga. Con su amarillo de camino, eso sí, y su decidido trazo hacia delante.
Por si necesitaba convencerme o ganar el beneplácito de alguien (compañeros y familiares) aparece sin que nada tenga que ver mi mano ni la de mi cuate Maldonado (que sé la habilidad que se da para los trabajos manuales)
Mi hija la fotografía para obsequiármela, en una especie de invitación a la que no podía ya negarme.
Definitivamente, a mí me rinde. Y los demás, ¿cómo podrían resistirse ante mis ganas y las providenciales señales?
Para cuando averiguo que la flecha es responsabilidad de la empresa municipal de aguas, ya es tarde. La decisión está tomada: en unos días a buscar las hermanas.
En el último momento se suma Juan, peregrino por iniciarse. Componemos entonces un trío (Maldonado, Juan y yo) en armonía y con ganas.
La salida desde Sevilla es un viaje largo hasta Jaca por carreteras de las que nada tengo que contaros. Unas doce horas de viaje nocturno que, llegados a tierras aragonesas de peregrinos, se convierten en un mínimo precio que pagar por el feliz encuentro con las primeras señales.
En apenas medio día el contraste entre las tierras del sur y del norte de las españas resulta palpable. En Sevilla, en la terraza de casa, han caído ya sus flores el naranjo y el manzano, mientras aquí asusta aún el invierno a las tímidas yemas de los abedules a pie de agua y comienza a levantarse en los prados el verde de los cereales. Los nidos, aún deshabitados, se ven entre las ramas recortadas de un paisaje todavía nevado.
Jaca y su catedral, la mortecina actividad de sus calles, nos transporta de lleno al mundo fantástico que venimos buscando.
La tan ansiada visita a San Juan de la Peña, aunque en coche, resulta aún más de lo esperado. A las puertas del valle con paredes escarpadas, como puerta de entrada, centinela atento en lo hondo del valle, Santa Cruz de Serós, medieval, templaria y jacetana exhibe sus joyas en forma de iglesias (Santa María y su arqueada torre y San Caprasio y su humilde escala) y calles con casas de piedras escuadradas, adornadas con espantabrujas en sus tejados.
Hemos confundido San Caprasio con otro santo (San Pancracio) más familiar por nuestras tierras y reconocible en la hornacina del bar donde unos chorizos a la sidra consuelan el estómago y animan a proseguir la marcha. Llamamos la atención a la muchacha rubia de carnes rojas y prietas, de que este santo debe estar adornado de perejil verde (para recordarle siempre su pederasta pecado) y orientado hacia la puerta para conseguir de él el milagro de la abundancia. Escéptica, no parece confiar demasiado y continúa, afanosa, las tareas obligadas.
Y por fin San Juan de la Peña. Monasterio, fortaleza, escondite, reloj parado siglos atrás para poner en auténtica hora nuestros modernos digitales. Si es cierto que el grial anduvo por estos lares, no se me ocurre mejor cofre en que guardarlo. Impone la autenticidad de una arquitectura excavada en la roca, el pórtico majestuoso de una oquedad que esconde iglesias, capillas, sala de concilios, manantial, panteones y dependencias esculpidas con un cielo pétreo en el que las estrellas son arañazos dados en la barriga del monte Pano.
El claustro, bajo esta bóveda rojiza de arrastres fluviales que construyeron el farallón, es una secuencia de arcadas en las que se narra desde el Génesis a la Ascensión: Adán y Eva, la expulsión del Paraíso, los Reyes Magos, las Tentaciones, la pesca milagrosa, Caná, Lázaro, la mujer adúltera... como estampas decididamente didácticas, sin significados ocultos o guiños a la cábala. Son escenas todas conocidas, una Biblia medieval para iletrados.
El arte y el sentimiento en estas escenas cinceladas en la roja caliza, parecen haber hecho un pacto de sangre, tiñendo los capiteles de un cálido bermejo que hace las figuras más humanas.
La llegada a Eunate siempre es emocionante. Esta tarde luce el sol y la luz limpia de Navarra recorta, sobre radiante azul, los octógonos mágico. Claustro e iglesia se mantienen para que cada cual haga sus rituales. Obligan a andar en espiral, buscando la puerta o el centro de entrada, como una metáfora labrada en los arcos que entran y salen del interior al particular paisaje que los enclava.
Puente la Reina, destino final de la jornada, parece ya dormida con las últimas luces de la tarde. Los seis ocres ojos sobre el río Arga, evocan el caudal de peregrinos desde un ayer lejano.
La llegada al albergue, después de una cuesta en medio del campo, celebra el encuentro con el hospitalero Ángel. Es un hospitalero templado, sin folclorismo, sin gestos histriónicos de tantos como reclaman un protagonismo mal ganado, absurdo y, a veces, tirano.
La salida de Puente la Reina en esta mañana primaveral es un recibimiento como dios o el santo mandan. Un sol espléndido sale a saludarnos, como si hiciera dos años, por lo menos, que no nos encontráramos.
"Hoy he vuelto a ti, Camino, o puede que no te haya dejado nunca" he escrito en mi cuaderno. No es extraño, comienzo siempre así todos mis diarios, pero hoy he sentido el saludo correspondido, haciéndome recuperar el recuerdo acomodado en algún lugar de la memoria que decidió conservarlo. Merche y Elena anduvieron conmigo por estos lugares y hoy he revivido su presencia en la subida a Mañeru, en los bancos de la plaza donde la niña se quedó dormida, en Cirauqui bajo el arco ojival, en la calzada de bajada hasta el puente romano, en el río Salado, en la subida a Lorca y en su fuente, en los huertos, en las sombras y en los largos soles de una interminable llegada a Estella.
En Mañeru he proporcionado un palo de fregona al peregrino motero de Madrid, aconsejándole que si llega, haga una parada en Azqueta y consiga de Pablito una de sus varas que le ayude a andar con el pie que arrastra.
Al señor de la tienda donde compramos el bocadillo le gusta la charla, pero la mujer lo somete a un marcaje que le obliga a dejarnos: "Cada vez mando más porque me obedecen menos", dice resignado. Después, prudente, se marcha diciendo: "Sabes siempre lo que vas a decir, nunca lo que vas a oír", por lo que no replica y acude rápido a la llamada de la señora detrás del mostrador.
He parado en la fuente de Cirauqui, mojado los pies en la fuente y charlado y cantado con el grupo de italianos animados, al rumor del agua y a la sombra del guindo de hojas recién estrenadas. Después, he esperado a Juan y a Maldonado, de piernas cortas y andares más pausados.
Observo atento las evoluciones de Juan, peregrino neófito, tirado de cabeza al Camino de la mano de Maldonado (yo intento aportar también algo) Envidio su mirada inédita, el descubrimiento que hará, por mucho que le hayamos contado en apenas dos charlas, y al que parece absolutamente entregado.
Después del aseo en Estella, salgo a pasear y mis pasos me llevan a la Iglesia del Sepulcro (siempre me ha llamado poderosamente esta iglesia a pie de Camino) Escribo sentado en un banco de espaldas al río y al puente medieval de pendiente exagerada. La tarde, como el día, resulta casi estival. Un sol caliente pero dulcificado por una fresca brisa que reanima el cuerpo cansado.
El antipático hospitalero parece haber cambiado su talante (algo tendrá que ver el haber hecho por fin Camino) El albergue no está como en verano, pero el número de peregrinos obliga a abrir la tercera planta. Supongo que en agosto debe ser difícil mostrarse hospitalario, sobre todo si ésta -la hospitalidad- no forma parte de nuestro carácter, de nuestra voluntad o, como en otros, de una forma elegida de vida. Me cuesta trabajo disculparle los modales de la vez anterior, contando peregrinos en la fachada como el que recuenta ganado en los corrales.
El albergue está cuidado. Hacinado, como casi todos, pero limpio y ordenado. Ejercen de hospitaleras voluntarias dos brasileñas de trato educado.
El patio tiene un pequeño cercado en el que las gallinas disputan a los pajarillos el grano. Los rosales, el almendro y el pequeño acebuche aún por formarse, sobreviven al azaroso escarbe.
Después, el reencuentro con mis amigos sevillanos en un paseo por San Pedro de la Rúa, con el cura rezando el rosario pero atento a que no nos marchemos sin visitar el claustro. Deseaba conocer la columna trenzada en un lateral del ábside y que resulta, en efecto, una alegoría hermosa y delicada.
Cena, cambio de impresiones y a dormir que mañana espera un día largo hasta Los Arcos.
El joven encinar dibuja un camino amable, sin desniveles que castiguen las piernas, todavía poco acostumbradas. Después, arriba del valle, con Montejurra acotándolo, se divisa la mancha verde ceniciento de los chaparros. Sobre un campo de cereales, como un mar interior que dibuja pequeñas olas con los tallos, se escucha el canto (el bel canto) de los italianos. Suena rotunda el aria y respondo con cánticos populares. Rompen el silencio las voces muy de mañana, y, al menos con la mía, se ahuyenta los pájaros. Por fin callo.
Llego a Azqueta decidido, esta vez sí, a encontrarme con Pablito y sus varas. Cuando por fin doy con él, descubro un hombre afable. Me enseña su taller, un pequeño huerto en el que se amontonan, de un lado, las varas y palos que los peregrinos van soltando; del otro, cientos de varas recién cortadas, con yemas todavía tiernas por las que apuntan las hojitas de avellano.
No destruye los palos abandonados. En todos hay historias colgadas, dice, mientras me enseña un muestrario de garrotes, bastones, trípodes, varas de zahorí, palos de todas las formas, maderas y tamaños. Me propone cambiarme la mía, pero le explico que con el tiempo le he cogido el cariño del amo a su perro, incapaz de abandonarlo. El símil le parece acertado y lo matiza diciendo que, como los perros, las varas se parecen a sus amos. Para compensarme me regala una sucia calabaza que, navaja en mano, enseña a limpiarme.
Le comento que por detrás viene un peregrino cojeando que puede necesitar de sus palos. La terraza donde trabaja tiene una vista privilegiada sobre el camino, cuando lo vemos acercarse dice: "Vamos a esperarlo". Llegan entonces, Juan y Maldonado.
Pablito resulta como un padre que enseñara a dar los primeros pasos de bordón: "La mano, aquí, a la altura del hombro. Un paso adelante a la par que avanza la vara y otros tres pasos sin despegarla del suelo" "Nooo, así no" "Trae p’acá la vara". Echa a andar explicando la técnica exacta y riñe cuando el hijo no reproduce tal cual él lo ha ejemplificado. Después, mide al peregrino y regala la vara: un palmo por encima de la cabeza; observa su mano y selecciona el grosor más apropiado.
Su aspecto de hombre llano no oculta la sabiduría de los sabios rurales y suelta refranes cargados de intenciones edificantes.
"La ociosidad es la madre de la vida padre" dice jactándose, sentenciando para que no nos quepa duda de cual es la búsqueda acertada.
No ha caminado a Santiago, pero deben contarse por cientos las varas de Pablito que habrán recibido la bendición del Santo. El reuma y los achaques hacen que ni se plantee echar a andar, que con aconsejar a los que marchan cumple y basta. Además, "el que no tiene qué, se apaña con su mujer", así que, feliz en Azqueta, confía que los peregrinos guarden un recuerdo para él cuando saluden al Patrón.
Por descontado, Pablo. Un abrazo.
El camino es duro por el sol, que aprieta en un veranillo temprano por un camino poco sombreado. Así, la llegada a la fuente del Moro (Villamayor de Monjardín) es parada obligada donde refrescarnos. Realmente, el aljibe es un refugio de sombra y de agua. El bocadillo en las escalinatas que bajan al vaso, sabe a leyenda (espero que el pan, o el chorizo, no tengan nada echado) Desde abajo, se recortan los dos arcos sobre un azul intenso, todavía más vivo contra el polvo rojo que cubre la piedra y mancha nuestras culeras, sentados al rumor del agua.
Ha dormido aquí un grupo joven de brasileños que buscaban no sé qué espada de poder, descrita por un famoso Paulo.
Hasta Los Arcos, el camino es una mancha blanca cuyo reflejo hiere los ojos. He descubierto las mismas alpacas de paja que a mi hija Elena le parecieron monstruos dormidos por la mañana, retándolos con su bordón a desigual combate. Después, en la única sombra, en el único rastro de agua, me he sentado un rato. El lugar está apartado del camino, por lo que no me ve nadie. Cuando pasan mis compañeros, los llamo y por supuesto aceptan un trago (vino recién comprado en Urbiola y todavía milagrosamente fresco) Rato gracioso de charla y vuelta a andar hacia el pueblo, ya cercano.
Un "Área de Servicio Peregrina", una pequeña cochera con máquinas expendedoras de artículos varios (bebidas, recuerdos, gorras...), proporciona una primera sombra antes de entrar en el caserío que nos lleve al albergue.
Son los estrenos de la mañana, sus luces y sus silencios luminosos.
Aún no espabilan, a lo lejos, sus aspas gigantes los molinos. Todavía quietos parecen querer pasar inadvertidos a tanto caballero andante.
Camino solo, como siempre, hasta Torres del Río, donde busco a la señora con la llave de la iglesia. Otra vez el octógono. Esta vez perfecto, tanto que parece querer competir con Eunate. No hacía falta. Son parientes cercanos y resultaría difícil la elección de uno u otro. Posee unas proporcionas casi humanas. Contiene un volumen mágico, una atmósfera en la que sobrecoge el equilibrio de las formas, la nervadura exacta que dibuja una bóveda estrellada difícil de olvidar, como una guía que señala el centro exacto, el lugar atinado de llegada. Me quedo solo un rato, en penumbra, escuchando mi aliento rebotar de uno a otro de los ocho costados y es como si escuchara respirar la nave... Esta mañana me he levantado místico, poético y con hambre: me voy a desayunar a ver si se me pasa.
Conocía a Carmen Pugliesi por noticias de internet y cotilleos de peregrinos a los que no sois ajenos. Parece una persona feliz, de mirada viva y por fin bien asentada en estas tierras tan reacias a todo lo foráneo.
En homenaje a José Mª pone el disco de Flechas Amarillas. Aunque lo he escuchado muchas veces, de pronto aquí en el Camino, adquiere otro significado, es como si la música volviera al manantial que la engendrara, como si las letras fueran voces invisibles que se repetirán por estos campos. Maldonado, genio peregrino, se cobra su recompensa allá por donde pasa: felicitaciones, parabienes, elogios que aquí deben saberle a más gloria de la ya saboreada por tierras sevillanas. Enhorabuena, cuate.
Echamos a andar y pronto mis pasos se alejan como autómatas que buscaran algo. Al cabo de un rato, ya con sol sofocante, descubro un hermoso paisaje al que le falta algo. Es una pequeña pradera, casi llana, por la que corre el agua clara y fría. Los juncos y las eneas bajas dejan paso a un pequeño arroyo de vivo curso. A pie de agua, un almendro proporciona sombra y permite un suelo verde al que le falta un peregrino para completar la estampa. No puedo negarme. Suelto mochila y bordón y descalzo me meto en el agua. Después, bajo el tronco, me acomodo hasta dejar de ver a los peregrinos que, uno a uno, van pasando acalorados. Entro en un sopor que me disuelve con el espacio. Estoy seguro de que ahora esta pequeña muestra de la generosa creación, está completa; estaba esperándome. Realmente, soy hoy dueño (sin escrituras, ¡qué maldita la falta!) de estos campos.
Veo, las pocas veces que abro los ojos, el Camino aproximarse. Al fondo, una casa labriega por encima de las vides señala su tejado de piedra sobre un azul limpio entre las ramas desnudas de una higuera.
Cuando Maldonado y Juan llegan me encuentran haciendo una respiración profunda que confunden con ronquidos. Cuando deciden seguir, no puedo contestarles. Hay algo que me retiene en el arroyo y no encuentro el momento de abandonarlo.
Me he visto desde fuera hasta reconocerme. E igual que el fotógrafo reconoce su posición en la fotografía que ha tomado, soy yo capaz de construir la mía mirando el entorno que me rodea. Es un viaje en el que me descubro, feliz y plácido, en el sitio apropiado; soy yo, disfrutándome desde lo alto.
Cuando, horas después, empiezo a sentir el síndrome de Virila, aquél que anduvo trescientos años en el bosque escuchando el canto del pájaro, me saca de mi gozo una peregrina francesa preguntándome si me queda mucho para marcharme. Si ha sentido la misma llamada que yo, no puedo negarme.
Hasta el momento, mi sombrero había llevado prendidas la flor blanca del brezo, las lilas del tomillo y ahora, del arroyo de marras, algún berro que luchaba contra el agua y que recojo con un ritual que a la francesa parece extraño.
En silencio, recojo los bártulos y me marcho despacio.
Llego poco después a Viana, donde nos damos un pequeño homenaje. Buena comida, buen vino y charla amigable. Se impone una siesta.
Por la tarde visitamos a César, curita iniciándose en el Camino y cuyo albergue está cerrado. Quedamos citados en el bar Pitu.
Regenta el bar una morenaza dicharachera y brava. La acompaña su marido, bonachón y amable. Le propone al cura poner algún altarcito a Santiago en el bar, con hucha para donativos y con el compromiso de dar a la iglesia todo lo recaudado (incluso, para evitar sospechas, la llave del candado) Le asegura una buena recaudación, igual que hace con la virgen itinerante que de casa en casa va y ninguna se la queda. La procesiona por las mesas de los parroquianos y todos acoquinan alguna moneda de la que se siente orgullosamente responsable.
El pobre cura no sabiendo que responder, intenta evitarla. Le asegura que con verla a ella de vez en cuando por la iglesia sería bastante. "No voy porque a la Iglesia sólo van cotillas. ¡Ah, eso sí, si usted me promete que cuando yo vaya les dice que dejen el cotilleo y dejen en paz a los demás, mañana mismo estoy en el primer banco!"
Graciosa y fresca, se ríe con desparpajo, sabedora de que su risa y sus voces son el principal atractivo del bar, por encima incluso de la carta de tapas, que decir eso en esta tierra, es poner el listón muy alto.
Había notado como mis compañeros buscaban siempre camas alejadas de las mías, retardeando incluso su llegada a los albergues para así tener una coartada. Por las dudas, estoy tentado de hacer un cartel de advertencia para colgar en mi cama y que nadie se llame a engaños. Como este idioma no lo habla nadie, pienso en un cartel muy gráfico, pero por fortuna no encuentro los apaños para confeccionarlo. Duermo mal, con la conciencia sonándome, preocupado por las molestias que pudiera ocasionar al respetable.
Reproduzco la conversación con el farmacéutico de Viana para muestra de hasta qué punto llegó a preocuparme:
- "Mire, mis compañeros tienen un problema y vengo a ver si usted puede hacer algo.
- Usted dirá.
- Dicen que ronco ¿hay algo para evitarlo?
- Tapones para los oídos.
- Hombre, yo había escuchado de unas gotas...
- ¡Tonterías! Si está usted constipado (antes había comprado para el resfriado), si se le seca la boca, si bebe, si se acuesta cansado...
- Pues soy de manual, no me falta de nada.
- Y en casa, ¿su mujer no le dice nada?
- Debe seguir enamorada.
- Pues cuídela, que motivo es justificado de divorcio.
- Lo intento a diario. Pero..., dígame, maestro, ¿entonces, qué hago?
- La única solución es operarse.
- ¿Y no tendría usted un rato esta tarde?"
El amable boticario ríe, y me vuelve a ofrecer tapones para los que sufren (no en silencio, precisamente) Como sé que los dos portan tapones y como considero que es una precaución mínima llevarlos por parte del resto de peregrinos, declino la proposición. Me asomo a la calle y meneo la cabeza: "¡Me ha dicho que os toca joderos!"
De todos modos, duermo preocupado y me desvelo con frecuencia, comprobando que no soy el único que entona las nanas.
Me levanto, pues, cansado, pero con ganas de un paseo hasta Logroño. Hasta ahora, lo único que hemos consensuado es dar desde aquí un salto en bus, sin saber exactamente hasta dónde, por lo que quedo con ellos en la higuera de Felisa.
El chumbano aparece deshabitado. Los perros atados, sucios y descuidados, saludan a los peregrinos y ladran a los caminantes sin bordón ni mochila. Leo en una placa que Felisa murió hace año y medio, lo sabía, pues conozco la canción que de homenaje le escribió Maldonado de inmediato.
Las higuera empieza a brotar, sin llegar a tapar las ramas desnudas, como estrangulando un aire detenido que no quiere marcharse. La mesa de Felisa oculta, bajo un plástico azul, el tampón y el libro de peregrinos, por lo que deduzco que la hija sigue el testigo dejado por la madre. Es una mesa de despacho antigua y destartalada, vencida, con un aspecto mísero, como todo el lugar, como los perros y el montón de maderas desordenadas que semejan los restos de un naufragio. De todos modos, resulta entrañable.
Llevo una hora esperando cuando por fin aparece Maldonado. Juan se ha quedado rezagado, resolviendo no sé qué de un peso innecesario, con sonido previo que avisaba la conveniencia urgente de evacuarlo. A la media hora larga, aparece liberado de las pesadas cargas.
Cuando ya estamos a punto de marcharnos, llega un coche con una señora mayor y otra más joven que de inmediato se pone a organizar el pequeño caos.
- "¿Usted es la hija de Felisa?
- Sí, que soy yo.
- Soy José María Maldonado -se presenta. Él que escribió la canción de su madre.
- No puede ser. ¿A ver cómo empieza?
- En cuanto murió Felisa/ se volvió a sentir despierta/ ante el reino de los cielos/ y vio a Santiago en la puerta..."
Aprobado el examen, la mujer rompe a llorar emocionada, llamando a su hija (peregrina y nieta de la homenajeada) Saca José Mª un disco con el que expresamente ha cargado y se lo regala. No sabían que el poema tuviera música, sólo conocían la letra, por lo que es fácil imaginar la emoción que les embargará cuando llegue el momento de escucharla.
Nos regalan higos (secos) y charla. Después nos despedimos con largos abrazos. Luce José Mª, hasta Logroño, una sonrisa que no cabe en su cara. Sabe que no serán las únicas lágrimas que su disco derrame: tendrán que venir algunas en inglés, más adelante...
El Ebro. No sé por qué, nos recuerda las orillas de Triana. Atravesarlo con bordón y mochila es uno de esos momentos que reclaman silencio y vista aguzada. Hermosas las vistas de una ciudad bañada por las oscuras aguas, las torres de la catedral y los rojizos tejados asomando. Recorremos Rúa Vieja hasta la plaza de Santiago. Allí, una partida sobre el pavimento convertido en tablero de la Oca, de puente a puente y dejamos que nos lleve la corriente.
Ya en la estación, empezamos a disipar dudas. Me resisto a no llegar hasta Castrogeriz, pero quiero hacer una parada en Grañón, cruzar los Montes de Oca... y tengo claro que no quiero coger nada más que un autobús. Hay que renunciar a algo. El acuerdo es inmediato. Por otra parte, justo el primero en salir es hacia Grañón, apenas una hora de espera. Tiempo justo para: "Posadero, una botella para celebrarlo".
Dejo para otra entrega el viaje y la llegada, que ésta, aunque lo andado sea poco, empieza a ser muy larga.
La puerta del albergue podría ser una especie de premonición del espacio que nos sorprende dentro: madera desnuda y vieja, acariciada por el tiempo hasta pulir vetas y nudos como una piel suave pero curtida. Los clavos, como la propia puerta, no conocen desde hace años el tacto de la brocha, exhibiendo un corazón oxidado pero con pulso bastante para asir cuarterones y travesaños. Un llamador, con la misma pátina oxidada y con forma de bordón, golpea una concha de peregrino reproduciendo el sonido del palo y las pisadas. Después, una escalera de piedra, oscura, parece conducir a un campanario. Tras el primer giro, una segunda puerta se abre al albergue, medio sacristía, medio salón parroquial.
El suelo de madera y el artesonado reciben al peregrino en una cálida atmósfera: un gran salón al que asoma una generosa ventana que comunica una cocina bien provista. Una enorme mesa (más de veinte comensales), perfectamente alineada, presagia cena en común. En un rincón, la chimenea enmarca media docena de sillones para la charla. En el otro extremo, sobre una silla, descansa una guitarra recién afinada.
A la entrada, sobre una mesa de madera, un cofre abierto con la leyenda "Deja lo que puedas, coge lo que necesites", enseña monedas y billetes que los peregrinos gestionan, según los casos.
Para nuestra tranquilidad, no hay sello, ni se piden las credenciales. Si el peregrino reclama el primero, el hospitalero u hospitalera, estampará un beso sobre la mejilla, sin que pueda éste negarse.
La mesa de la entrada parece un altar, adornado con dedicatorias y exvotos de los caminantes que agradecen, piden o escriben sus voluntades sobre papeles pinchados en la pared.
Sobre los aseos, la cocina y la entrada, se levanta un altillo con colchonetas en el suelo, donde duermen los peregrinos. Es todo un único espacio. Desde mi posición puede ver el salón entero y observar el trajín de los que van llegando.
Otras puertas se abren a otros espacios, como una gran caja de sorpresas que intentara, consiguiéndolo, asombrarnos. La pequeña, en el fondo del dormitorio, comunica otra vez con la torre y la subida al campanario, desde donde las vistas al pueblo y las tierras de labor resultan impresionantes. Otra, aún más escondida, da al coro alto, con una visión completa de la iglesia y su remozado retablo. Más tarde volveremos a visitarlo.
No consigo, de todos modos, relajarme y me marcho a pasear, buscando la salida del pueblo que una vez, muy de mañana, me impresionara tanto: a la salida de Grañón se abre un inmenso paisaje por los que el Camino, abriéndose paso entre campos de labor y algún arroyo con vegetación todavía desnuda, se pierde en una lejanía inabarcable. Lo conocí una mañana de verano, entre dos luces sobre las que destacaba la sirga en medio de los barbechos agostados. Hoy, con los campos verdes de cereal y el ocre de las yemas de fresnos y álamos, me regala una luminosa tarde que pide diluirse serenamente con el paisaje. No sé que miedo me ata, qué me impide dar el salto de los vencejos y rasgar el aire hasta fundirme definitivamente con todo lo creado. Un viejo arado oxidado sobre la era, parece derrotado, cansado ya de labrar las entrañas, hundido en la hierba que asoma por las rendijas como una red que intentara definitivamente pararlo. Ha varado su travesía en este océano, a pie de la era convertida en puerto donde recalar y recuperar la escala. Cansado de tanto trabajo, de ahondar en la siembra que una y otra vez, el calor o las heladas, se encargan de destrozar, encuentra por fin descanso.
Me saca de estos pensamientos una llamada de Juan. Ha acudido, desde Logroño, Ángel, historiador y cronista que nos propone una pequeña visita guiada.
El paseo con él a la ermita de Carrasquedo (apenas un par de quilómetros), se convierte en una charla peregrina en la que relata sus experiencias por los caminos andados, con especial dedicación al de las Campanas.
El paseo me descubre una visión extraordinaria sobre las llanuras del Oja: el monte Mirabel, como una enorme teta, perfecta, apretada y tumbada hacia un sol cálido. A modo de pezón, los restos del recinto amurallado marcan un límite eréctil, con los puntos exactos por donde saldrá la leche con que amamantar a sus hijos. Es la madre tierra que desnuda la metáfora y exhibe voluptuosa y sin recato tan hermosa glándula.
Ya tenemos la madre, falta por encontrar el padre.
El cura de Grañón, el de la sopa, el pan y los peces es famoso entre el peregrinaje. Es el responsable de una hospitalidad que, aunque algunos pudiera parecer sectaria, procura una calidad excepcional para el descanso de cuerpo y alma, intentando recuperar el espíritu original cristiano. Está en todas partes y, aunque no coincidimos con él, se nota su presencia. Repite albergue en Bercianos, Arre, Eunate y Tosantos (al que nos dirigiremos mañana) Es el padre espiritual del Camino. Aquí tenéis, pues, la pareja: Mirabel, la madre; José Ignacio, el espiritual padre.
Ángel resulta una persona tímida pero entrañable, apasionada en la descripción que nos hace de la escenificación que cada año realizan, sobre guión del propio Ángel, unos sesenta vecinos de Grañón, basada en el programa iconográfico del retablo de la Iglesia de San Juan Bautista (la misma en que está el albergue): Fantasía y Memoria dialogan en un encuentro armónico, recobran vida los personajes tan sutilmente tallados ante la mirada alucinada de propios y extraños.
Nos descubre la iglesia y sus escondites. Cuando llegamos al espacio superior de la bóveda, una mancha de humedad parece dibujar la silueta de un hombre que, al decir popular, es el cadáver de un peregrino que fue aquí lanzado por roncar. Se miran cómplices mis compañeros mientras aguanto.
Nos encontramos brevemente con Marcelino, de paisano. Salvo por las canas barbas, cuesta trabajo reconocerlo sin su hábito de peregrino medieval, polvoriento y sudado. Una lesión en la rodilla lo mantiene, de momento, rebajado de caminatas.
Ángel se convierte en un anfitrión impagable, aunque luego exigirá su parte.
Como habíamos supuesto, la cena se hace en común: ensalada y espaguetis preparados por italianos y regados con caldos riojanos que permiten el encuentro y la charla.
Después, en el coro de la Iglesia, tiene lugar una ceremonia de acción de gracias: Gracias al Camino que nos ha permitido llegar aquí. Uno a uno, sentados sobre la sillería, los peregrinos pronuncian su nombre y su fecha y lugar previsto de llegada. Cuando esté próxima la fecha señalada, el hospitalero, como ahora hace, pedirá por los que anunciaron su llegada al destino marcado. Todo se ejecuta con ritmo parsimonioso, con cierta solemnidad, sólo traicionada por la voz del hospitalero, el francés maestro de ceremonias que arrastra las palabras hasta convertirlas en canto. Mientras lo hizo en español, me pareció normal, que se tomaba su tiempo para encontrar la traducción exacta, sosteniendo así los finales de las palabras; pero cuando comienza a pronunciar en su idioma, me visita la risa, que contengo con una mano sobre la boca y los ojos hacia suelo, queriendo evitar cómplices miradas que impidan el recato. De todos modos, y como queda dicho, teniendo en cuenta que no habla, sino que canta, dejo la crítica musical a Maldonado, más acostumbrado.
Intenta José Mª cantar una de sus últimas canciones compuestas en inglés, como deferencia al nutrido grupo de extranjeros que practican este idioma. Pero tiene el artista un lapsus y olvida la letra, una pena porque la balada entonada en el coro, bajo la bóveda, sonaba mágica. Pide disculpas al respetable y para compensar se arranca por sevillanas. A Juan y a mí, nos toca hacer de palmeros improvisados y por más que busco entre la asistencia, no encuentro con quien echar un baile.
Despedida emocionada de los peregrinos que se van a la cama, mientras Ángel reclama su parte: invitación a su casa ("que no se os olvide la guitarra") La casa es acogedora, justo para echar un orujo y unos cantes. Maldonado toca algunos temas antiguos que coreamos y otros nuevos que escuchamos emocionados. Le ha cogido el pulso al camino y sus letras resultan para todos emotivas, llenas de guiños a los que anduvieron alguna vez hacia Santiago.
Saca Ángel un cuaderno donde nos pide que le firmemos: "Si es verdad que nunca se llega tan lejos como cuando no se sabe dónde se va, Grañón, de la mano de Ángel, resulta una de las puertas de entrada..."
Gracias.
Tras el desayuno echo a andar en solitario, buscando las vistas de la tarde anterior entre las luces tempranas. Ayer era un hermoso paisaje bañado de sol y de viento en calma, hoy la fina lluvia le confiere una pátina distinta que funde todos los colores al gris plomizo de un cielo encapotado.
Quería andar, andar y andar, y apenas he parado hasta Belorado. Recupero recuerdos del otro paso por estas tierras, tan distinto, en un agosto extremo de sol y calor asfixiante.
Los caminos están embarrados. Resulta difícil mantener el equilibrio sin caerse en los charcos. Debo andar por los sembrados, aplastando la primera hilera de trigo a los márgenes (¡A saber cuántos panes habré abortado! ¡No lo tenga en cuenta el Santo!)
La sensación de inmensidad, aunque conocida, me sigue aplastando.
El albergue de Tosantos, al igual que el de Grañón, practica, por encima de credos y doctrinas, la hospitalidad. Me recibe José Luis, hospitalero, oblato terciario de S. Francisco (mírese en el diccionario), que me ayude a quitar las botas y me enseña entero el albergue.
Es una construcción rústica pero cuidada, levantada con las manos de peregrinos voluntarios. La planta última, donde me aloja en un altillo vacío, tiene una especie de oratorio, un doyo íntimo y acogedor que prometo visitar de inmediato.
Se entra por una puerta con tamaño y forma de ventana. El cuarto resulta amplio, con suelo enmoquetado y paredes encaladas, sobre las que resaltan, como dedos artríticos, las vigas retorcidas de madera, troncos potentes de castaño. Cruzan el techo tres largos y robustos árboles, con señales mínimas de azuela, sobre las que descansa el resto del entramado: la Trinidad soportando el techo de este cautivador espacio.
En un rincón, dos pequeñas ramas, aún con yemas, en cruz, cuelgan ingrávidas, sujetas con tanzas. Una ventana, del tamaño de la puerta de entrada, ilumina tenuemente la estancia.
Los cristales emplomados dibujan alegres alegorías sobre el proceso de transformación del peregrino: sobre una base recta y amarilla aparecen dos lazos, uno de colores de tierra, otro celestiales. Se tocan primero para terminar la secuencia completamente separados. Un ángel azul de la guarda que protege, hasta su madurez, el andar del peregrino por tierras riojanas.
Conozco a un peregrino francés, de rostro bonachón y mejillas coloradas. Ríe constantemente y su nombre (él folla, en traducción fonética castellana), es motivo de broma. Habla en español por cuatro, yo en francés por medio, consagrando el fraternal intercambio. Aprendió en Guareña, pueblo extremeño en el que no he dejado de pensar en todos estos días, y en mi hermano y en mi cuñada. Las casualidades, otra vez, que vienen a enseñarnos.
La ceremonia nocturna (completas), después de la cena, termina con la lectura de los deseos escritos por anteriores peregrinos en los papeles expuestos, como ofrendas, en el humilde altar iluminado con velas rojas. La lectura se hará a diario durante veintiún días (el tiempo probable de llegar hasta Santiago) Supone un virtual abrazo de ánimo al peregrino que lo escribió y que a estas horas, ya próxima la cama, debe sonarle como una nana entonada con la misma emoción con que escribió los trazos.
Se reparten para su correcta lectura textos en francés, alemán, austriaco, italiano y español (lo que da idea del ambiente general que reina en esta temporada) Se me ocurre que, ante la duda, catalanes y sobre todo vascos, acudirán al español para asegurarse que su voluntad puede ser leída por alguien.
En la ceremonia, y habiendo yo traicioneramente avisado por la mañana de la inminente llegada al albergue de un peregrino musical, dirige los coros Maldonado, que es capaz de aguantar el tipo y cantarse los gori-gori sin inmutarse.
La despedida de José Luis, el hospitalero, es larga. Se ve que le cuesta dejarnos y tal como él mismo nos decía por la noche en reducido corro, me lo imagino llorando entre nuestra marcha y la llegada del primer peregrino en busca de su acogida. Cantamos con él, nos abrazamos y nos llevamos algo de su espíritu hacia ese oeste, para él, tan físicamente lejano. Como ocurrió en Grañón con Jean Pierre, quizás aquí más, José Luis hace que parezca que nos marchamos de casa. En la puerta, el tierno hospitalero nos da los últimos consejos que daría una madre, mientras mantiene su mano alzada hasta perdernos de vista.
Desde aquí, José Luis, oblato terciario de S. Francisco, un abrazo.
Sobre estos montes tuvieron sus cazaderos la loba, el águila imperial y la calzada; proporcionan sombra el roble y el pino; cantan como los ángeles carboneros y ruiseñores; rasga el aire la oropéndola, como una flecha amarilla; ladra el corzo y chapotea la nutria en sus arroyos de agua fría y clara.
Los Montes de Oca imponen una travesía mítica, en la que se escucha las voces de bandoleros, los aullidos del lobo, los infames disparos y hasta la caterva prisciliana.
Es fácil imaginar cómo debió ser el Camino por estos montes. Hoy, la senda angosta se ha convertido en brutal cortafuegos que aleja del bosque y sus ensoñaciones. No se habría perdido, no, Domenico Laffi, ni el apóstol tendría que haber resucitado a nadie, que la bestial tajada de las máquinas taladoras hacen del camino un cauce desmedido, como un vomitorio capaz de tragarse varias generaciones de peregrinos al paso sin que se produjeran atascos.
Entrar en el bosque de robles, salvada la primera línea del pinar, es descubrir un mundo impenetrable de ramas desnudas y arbustos vigorosos como una muralla inexpugnable. Impone la naturaleza y la imaginación se dispara. Hay que apartarse del andadero y sumergirse en las sombras; pararse y escuchar el latido de los seres que lo poblaron.
La bajada hasta San Juan de Ortega es un caminar despacio, retardando el paso y recreando la mirada hasta descubrir la incipiente meseta castellana. Desde lejos puedo ver el conjunto de la iglesia y la hospedería, diafanamente iluminados, como un reclamo del milagro del capitel que guarda la nave.
El albergue es frío como un internado. Una generosa donación (apenas veinte euros entre los tres), nos asegura el mimo de la hermana hospitalera (Julia hay días que recoge 40 céntimos) y una exclusiva ducha caliente a la voz de ¡ya!, para evitar que se cuele nadie.
Después de la visita a la iglesia y contemplar nuevamente la tumba del santo y los ocho minutos sin efectos naturales (no entran los rayos por la ventana ojival orientada al oeste, que es primavera y, además nublada), D. José Mª prepara sopas de ajos con los las que nos convida amable.
Es un anciano cansado, aunque mantiene el humor y las ganas de charla. Canta el himno de la Alegría y nos pide acompañarle. Hace un recuento de las nacionalidades. Somos un grupo de veinte peregrinos de unas sietes nacionalidades formando un solo país: el de la "banda almada".
De entre todos, me llaman la atención los australianos. Hemos conocido italianos cantarines, franceses simpáticos, rígidos germanos, brasileños iluminados... pero descubrir desde las antípodas un mundo al revés que pondrá el propio al derecho, descubrir un envés imprevisto, me parece una imagen muy elocuente y gráfica de que, incluso viviendo bocabajo, siguen guiándonos los mismos nortes. Es éste otro milagro luminoso que no se rige por equinoccios, ni efectos malabares.
De todos modos conviene no dejar engañarse. Nos encontramos también con gilipollas universales de rasgos diferenciales, nacidos en cualquier bella parte y que, como notarios sin frontera, recorren el Camino sin más intención ni propósito que coleccionar postales, de hacer notar su excelente preparación física o sus condiciones extraordinarias para la marcha, confundiendo los albergues con metas volantes o puntos de avituallamiento de una carrera que, según dicen, no guarda secretos para ellos (¿a qué se referirán, si yo, por más que lo ando, no termino de desvelarlos?)
La cena ha sido frugal (una sopitas de ajos, sin más, arreglan el cuerpo hasta espabilarlo y despertar más hambre) Damos cuenta de la morcilla (de Burgos) y algún detalle sin importancia (chorizos, lomo...) que escandalizan a los pobres vegetarianos.
Comento la posibilidad de aprovechar el camino para hacer una cura más integral (comida vegetariana, no alcohol, sin tabaco...) pero rápidamente llegamos a la conclusión que no es lo más recomendable: comiendo vegetales, los mosquitos y demás bichos del campo, se cebarían con nosotros confundiéndonos con vulgares hierbajos. Tendremos que dejarlo para otra ocasión, además celebramos así la transformación del verde en filete y de la uva en caldos.
El juglar, aquél que lo conozca no ha de extrañarle, mantiene fidelidad a una costumbre a prueba de diablos: en todas las tascas para a echar un trago y comer un bocado. No puede resistirse a la invitación y comulga en paz y en estado de Gracia (es probable que fuera engendrado en un confesionario, virtualmente, claro) y así, vino al camino con la pócima de la tranquilidad de conciencia tomada. Lo hemos visto aceptar la invitación en media docenas de parroquias. ¡Y es que en asuntos del yantar, no tiene remedio el juglar!.
La salida de Atapuerca se dirige a una subida por la que aflora la caliza conformando un paisaje fantasmal, modelado con tensón por el agua que se oculta, como un tesoro, en su interior. Algunas cruces, como hitos humildes, de madera sencilla, con sus mástiles clavados sobre los montones de pedruscos amontonados, emergen en medio de este naufragio de piedras blancas iluminadas. En una de ellas, un par de botas que ha sido lanzado desde la base, cuelga justamente del aspa, como un homenaje a los piés cansados.
Pensando en la portada de su próximo disco, le hago algunas fotos al artista, que posa con una espontaneidad que ni la de la abuela. Si trabajo costó encontrar la imagen del primero, me temo que para la del segundo tendremos que volver empezar desde Roncesvalle y, cámara en ristre, tirar fotos a la misma velocidad que el interesado come caracoles, agotando tarjetas de gigas gigantes (de mi habilidad para el retrato no voy a pronunciarme)
Las ruinas de la iglesia de Cardeñuela de Río Pico, tienen un aire fantasmal. Son los fantoches que han dejado arruinarla. Tras la maleza se adivina un atrio con la techumbre destrozada. Las espesas zarzas hacen inútil cualquier intento de explorar los restos de la nave. El pueblo está deshabitado y el espeso barro en su única calle (no menos que el que venimos pisoteando toda la jornada) parece que quisiera tragárselo. Por aquí no pasaron las fastuosas campañas, ni nada se oyó del año santo compostelano. Como en el pueblo natal del santo (Domingo de la Calzada) me siento habitante por un día de este espejismo embarrado y me dejo invadir por la visión romántica de las ruinas y el pueblo fantasma. Pido el milagro de resucitar al constructor (patrón del gremio) de puentes, iglesias y vados, y que alguna mano haga algo para recuperar también su casa.
Echo un rato con Juan que, en apenas unos días, ha demostrado coger el pulso a caminar en solitario, sin vértigos y escuchándose. A juzgar por su cuaderno, ha debido de hacer un viaje alucinante. Ha estado en Duarte (Eunate), en Griño (Grañón) y en Belogrado (Belorado); ha conocido al cura Blas (César) en Viana... todo un mundo en el que lo que menos importa es la toponimia (pequeño detalle para los que coleccionan sitios como el que colecciona postales) Ha saboreado, con un ritmo vertiginoso, casi indigerible, las mieles de un Camino que se propone hacer con su hija, intentando el reencuentro necesario. Buen Camino, a los dos, y que éste os lleve más lejos y más alto.
Desde Gamonal, hacemos la llegada a Burgos en autobús, que no nos interesa a ninguno tanta industria, tanto comercio, tanta nave...
El paseo por Burgos nos lleva (¿cómo no?) a un asador de carnes: lechal (cordero y cochino), más morcilla y sopa castellana; vino del Duero (un par de ellas), orujo y la convidada propia a peregrinos que han puesto color (y barro) a un comedor elegante.
A la salida nos encontramos con filas de niños de varias edades (desde los cuatro a los ocho años, más o menos) vestidos de peregrinos que caminan a la catedral. Es un hermoso final, esperanzador y amable.
Una última mirada a la catedral y recito el nombre de todos aquellos que me encargaron un abrazo para el santo: no pudo ser en Santiago, pero no tardaré en estar en sus espaldas y repetirle los nombres despacio.
Hemos llegado hasta donde el Camino ha querido llevarnos. Hora es de emprender la marcha de regreso, de abandonar el hábito y ordenar las vivencias para contároslas.
En busca del coche, dejado en Puente la Reina, paramos con Roberto el taxista de Belorado y hospitalero de Villamayor del Río, en Ventosa, tranquilo y familiar lugar al que quedamos obligado. Roberto es un hombre bueno, lleno de temores por la inversión que ha supuesto un albergue tan cuidado. Apacigua sus miedos escribiendo relatos a medias con su hermana: ella revisa estilo y ortografía a las ideas que él desarrolla en las largas esperas impuestas por su oficio de taxista. Es simpático y campechano y aprovecho para desearle desde aquí suerte y aconsejaros a vosotros una parada en el albergue que su mujer y su hija miman a diario.
El encuentro con el hospitalero Ángel es, otra vez, cordial y amigable. Esconde su timidez tras el bigote espeso que no para de atusarse. Se pega a nosotros queriendo saborear el pedazo del recién camino andado. Es, en efecto, un entrañable personaje, sobrado de calidad humana y comprometido con un Camino que es el que nos gusta: el de la libertad individual y la amistad solidaria.
Hasta aquí, lo contable. Para más detalles, mejor descorcho una botella de vino (o dos) y nos las tomamos.
Hasta pronto y gracias a los que hayan sido capaces de llegar hasta aquí leyendo, sin ampollas y con el bordón electrónico paseando los accidentados renglones de este relato.
M. F. Esperilla (mayo 2004)
mesperilla@grupo-entorno.com