Muchas de estas notas están tomadas a pie del propio camino, por lo que pueden resultar desordenadas y precipitadas, otras, recordando ahora lo vivido; pero todas son lo que son: retratos y descripciones intencionados, afortunados o no, de personajes, paisajes, episodios y situaciones.
Pueden resultar desiguales, pero así son los cuadernos de viaje. Hay días que no hay papel bastante y otros que no sale ni una palabra. Lo dejo, pues, tal cual fue: largo o breve según las ganas.
El grupo lo componemos: José Mª Maldonado, Luisa -su mujer-, Mercedes -la mía-, y las hijas respectivas, Isabel y Elena.
José Mª Maldonado es conocido por vosotros, personalmente o por sus fructíferas colaboraciones. Pertenece al grupo de los "tocados" por el Camino (y parece que la fiebre, lejos de remitir, se agudiza) No me parece un peregrino al uso. Su intención primera es la del gozo, su propósito el de "llegar" disfrutando (no equivocarse, no es ésta ninguna actitud frívola, debe ser algo parecido al estado de Gracia. Gracias, Pepe) No lo he visto sufrir en el Camino. Come y bebe como un bendito, con voracidad y agradecimiento de huésped bien invitado. Viene a empaparse de las experiencias de otros peregrinos y así pega la hebra con todo el se encuentra a su paso.
Para la ocasión, se ha mercado unos pantalones nuevos de bombacho de última generación a los que les faltan una cuarta para llegar a los tobillos. Compensa esta falta con un exceso de bolsillos: uno para la cartera, otro para las pastillas, otro para las llaves, otro para el lápiz, otro para el tabaco, otro para el mechero, y otro -lo juro- para el cenicero. ¿Hay quién de más?
Acompaña sus pantalones cortos de pirata con un pañuelo en la cabeza y un trozo -grande- del mapa del tesoro oculto en uno de los bolsillos. Camina como si anduviera sobre la tabla de los tiburones, de puntillas y a pequeños saltos (no sabe el escualo de la que se escapa)
Como vivimos cerca, espero que no llame a mi puerta con el atuendo y la espada para retarme y lavar su honor vilmente mancillado por el que escribe.
Luisa, su mujer, no ha podido resistir todo un año de campaña en pro del camino, y finalmente se entrega al mismo ilusionada. Ha hecho algunas jornadas de la Vía de la Plata y le han gustado, y aunque mantiene una actitud de cierta distancia, sabe que lo disfrutará. Morena y gitana, con la mochila y ropajes de peregrina, parece la esposa de un pirata, la única capaz de frenar sus desmanes. Es curiosa y está acostumbrada a reírse con las gentes que se encuentra a diario.
Mercedes, mi mujer, es la principal responsable de mi conocimiento del Camino (como concejala familiar de festejos, organizó -hace un par años- el peregrinaje por el camino francés) Su voluntad es de sobra probada y aunque no esté todo lo entrenada que le gustara, confía en hacer su Camino sin ningún condicionante. Ella también ha decidido gozar del camino, llegar a Santiago y graduarse otra vez y festejar, con alegría de estudiante, este nuevo examen. Caminar despierta en ella ciertas sensibilidades y su inmensa capacidad de disfrutar el momento como nadie.
Como es una exagerada, utiliza también las caminatas para poner en orden el presunto caos de todo lo que la rodea. Resultado: todos contento y patas arriba.
Es la compañera ideal para el Camino -y no sólo a éste me refiero- Verla por esos campos, oírle reír y asombrarse, es para mí un hermoso -y nunca bien pagado-espectáculo.
Nos reímos de ella porque con su diario levanta acta de los acontecimientos tal como suceden. Pega recortes de folletos, etiquetas, entradas, tarjetas y todo lo cae en sus manos. Luego, cuando queremos recuperar la memoria exacta, tenemos que acudir, sumisos, a su cuaderno y buscar los fieles datos.
Isabel Maldonado. Doce años. Un mundo propio al que los padres abren una rendija por la que se cuele el Camino. Tiene buen aprendizaje y aunque a veces pone en duda la diversión de caminar, llegados al albergue o al restaurante, recupera envidiablemente el ánimo y las ganas. Escribe su diario con pulcritud y limpia su bordón a punta de navaja con concentración de alfarero o prestidigitador.
Elena, mi hija, es toda una campeona -aquí habla el padre. Tiene diez años. Ya caminó -con ocho- desde Saint Jean a Logroño. Es delgada y ágil como una cabra. Si el camino consistiera en trepar paredes, descender tirolinas, perseguir caballos, alimentar animales, no tendría con quien igualarse. Varea, con su bordón, las ramas llenas de rocío como si cosechara esencias con las que perfumarse y ducharnos.
Ambas, Isabel y Elena, coleccionan burgajos (burgados) que van alimentando con hierbas suculentas y mimosamente seleccionadas. Los caracoles tienen nombres y sólo les falta su viera a la espalda para convertirse en los primeros peregrinos de su especie en llegar a Santiago. ¡Loado sea el Santo!
Por la tarde de domingo, la ciudad es una fiesta. Las familias bañándose en el río, con sus mesas y sillas, merendando; las viejas vendedoras de frutas al final del puente antiguo; los quioscos y terrazas a la sombra y los puestos del mercado en el paseo a orillas del Lima, hacen que la ciudad hierva hasta última hora de la tarde.
El ángel de la guarda policromado, raído y chamuscado en una de sus orillas, resulta igual de festivo. Las murallas y la pequeña ciudad intramuros constituyen un universo pétreo (granito manso y envejecido) con lugar para una cuidada jardinería en balcones, alcorques, calles y plazas. Suelo, bancos, fachadas, fuentes, iglesias, en los que al cuarzo, al feldespato y a la mica se suman los líquenes y los musgos, se agarran las enredaderas y trepan y cuelgan toda clase de plantas.
El jardín visitado resulta romántico. Árboles centenarios, setos descuidados y arbustos selváticos, dirigen el recorrido por el pequeño cerro de la quinta. Una pajarera, un jaulario y el estanque con troncos encementados parecen llorar lánguidos y acaban contagiando de romanticismo el ánimo.
Una luz limpia sobre los lienzos de la muralla despide hasta mañana este hermoso escenario.
Después de cruzar el puente medieval (la vieja ponte romana) el camino se interna por frondosos huertos entre tapiales tamizados de verde y parras sujetadas por pilares de granito que conforman una bóveda corrida en las que los pámpanos, empapados de rocío, brillan perezosos y saludan a los primeros rayos de un sol razonable.
El Camino parece devorado. Se hunde cada vez más entre los emparrados por encima de los muros que lo estrechan y arropados por lianas. Madreselvas, zarzamoras, hiedras y enredaderas ofrecen sus espinas, zarcillos, pequeñas ventosas como dedos que buscan donde abrazarse para así crecer y terminar por casi ocultarlo.
Después, el valle es un espacio perdido. Las montañas apenas se notan en este sendero como veredas por la orilla del río, buscando una y otra vez por donde cruzarlo, con humildes puentes y pasos de invierno que no alejan, sino acercan al agua.
Sobre una pared se ve un cochambroso tejado a dos aguas. Es un precario voladizo de madera apenas prendido del muro, de equilibrio frágil y milagrosamente en pie. Bajo el humilde tímpano, la imagen de Nosso Sr. Dos Caminhos resulta emotiva e impactante. Una tabla policromada en la que llama poderosamente la atención el rostro del crucificado. Humilde y apacible, parece esperar a los peregrinos y a que éstos echen con él un rato. No podemos negarnos.
Un tractor aparcado delante, azul, viejo y destartalado, parece velarlo.
Lo pillamos en mal momento. Un trajín de maletones con los instrumentos hacia los coches (camino de alguna actuación) y la hora del almuerzo le obligaban a salir pitando. Como tampoco era cuestión de irnos así, como si tal cosa, llenamos una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete (¿o fueron ocho?) veces los vasos. Vino verde fresquito que entraba como el agua de Lanjarón y que subía a las mismas alturas.
La charla animosa con los parroquianos, tras el intercambio de alabanzas a las respectivas tierras de unos y otros, terminó cuando ya se avecinaba la entonación de cánticos populares. Paracaidistas, bebedores sin fronteras que hacen desde España hasta aquí el viaje buscando el mejor vino (y más barato), campesinos con el dedo índice sobre la sien cuando por fin se enteraban de que nuestro destino era Santiago, y las que suponemos mujer e hija del músico tabernero confraternizando hasta conseguir que la puerta metálica se abriera y contemplar, con los ojos chispeantes el centenar de acordeones (no se me tome la cifra por exacta, que no estaba uno para contar). Azules eléctricos, verdes esmeraldas, rojos rubíes, de madera, con incrustaciones brillantes, con teclado de carey, de marfil, modernos, antiguos... un cofre lleno de pequeñas y grandes joyas.
Hechas las despedidas y retomada la marcha, el sol y el vino, piden agua donde refrescarse. ¡Mira por dónde un pequeño puente románico sobre el Coura parece estar esperándonos!. Dicho y hecho. Allí estábamos, desnudos y dueños de las aguas, del sol, del camino, del puente y de la tarde, sin que nadie osara discutir la propiedad bien disfrutada.
Luego, cubre la impúdica desnudez de los bañistas como una generosa cornucopia por la que asoma la abundancia.
El paso por el bosque se hace por torrenteras que arrastran los cadáveres carbonizados de troncos, ramas y piñas que debieron sufrir la pérdida de tan hermosas vistas desde lo alto. La cruz de los franceses, el simple cruce de las aspas de piedras, verticales y humildes, descubren rincones familiares en los que detenerse a recuperar la memoria, la de los aquí homenajeados y la propia, la de aquellos que alguna vez debieron acompañarnos.
El Miño, tan portugués como español, es hoy un río que comparte, sin decidirse (que no hace falta) las dos orillas: dos hermanas bautizadas en las mismas aguas y recuperadas de celos y rencillas de antaño.
Apenas unos metros permiten al caminante colgarse de una u otra, balancearse en el puente de hierro como en un columpio en cuyo seno los pies se mudan en alas.
Desde aquí una es reflejo de la otra y lo que una ha perdido con los años, lo enseña la otra ahora remozado. Son pares como lo son las aves que cruzan y rasgan el aire y las aguas.
Tuy hay que conocerla. Candidata, como Ponte de Lima y Valença a Patrimonio de la humanidad, el conjunto de calles, casa y plazas la convierten en un escenario mágico donde cualquier aparición es creíble: Silvano, el joven peregrino que desde Suiza ha llegado a Santiago, continúa ahora a Fátima. Su rostro recuerda la representación de algún santo. Ha alcanzado el estado de gracia y parece que va a costarle abandonar los caminos. Saluda con los ojos brillantes y las manos juntas en el pecho, como orante, mientras inclina una y otra vez la cabeza para recibir una invisible bendición sobre su nuca. Realmente está tocado. Con ese nombre e iluminado, podría servir como patrón de los lumbreras o bombillas (tome nota la Philips e inmortalícelo de inmediato)
La catedral es fortaleza. El atrio y el pórtico intentan disimular, y lo consiguen, su aspecto defensivo. Construida sobre un antiguo castro, románica y gótica, preside una monumental plaza que es puerta de entrada a un callejero estrecho y sinuoso en el que abundan las casa hidalgas.
Llueve. Llueve mansamente y el granito recobra la vida oculta que le arrancaron metido en las entrañas de estos montes, hoy convertidos en llagas abiertas sin que el verdor puede cicatrizarlas. Ahora la pátina húmeda y la luz gris le devuelve la textura. La ciudad parece abrir sus carnes y recuperar el esplendor de antigua capital del reino de Galicia.
Witiza y su corte goda pasean, libres ya de obligaciones, a última hora de la tarde.
Parecen formar un tándem envidiable y tanto monta como monta tanto. A un "Va", responde el otro "mos", por lo que no paran.
Conciben el camino como una fiesta que hay que vivir con intensidad y con gozo y así sus consejos son siempre los acertados: dónde el mejor pulpo, el mejor vino, la hermosa iglesia, el bosque más disfrutable. Resultan amables como hospitaleros ambulantes y los encuentros con ellos fueron siempre providenciales.
Soy recriminado por uno de ellos. La campana, aún más a estas horas de la mañana, es la señal de algún deceso o la convocatoria urgente de algún aviso, por lo que al escucharla acuden en busca de noticias que calmen sus malos presagios. Desconocedor de este código, no paro de disculparme y me prometo pedir el perdón del santo en Santiago (es este el único pecado que le confieso cuando le doy el abrazo)
Como no me parece bastante, lo cuento ahora, en pública confesión, para que me sirva de purga y, de paso, prevenir a quien lo leyera para que no se repita tan desagradable incidente. Lo siento.
El Camino portugués está lleno de rincones como éste. Pararse, callar y cerrar los ojos es viajar hacia los rincones inexplorados. Es verdad que nunca se va tan lejos como cuando no se sabe donde se va. Estos rincones son la puerta de entrada.
Desde Mos, sin mochilas ni otra compañía, bajamos Mercedes y yo hasta Redondela. El recorrido es hermoso. Una fiesta en Santiaguiño de Antes ha venido a detener nuestra marcha. Venimos escuchando la subasta de jamones, ovejas y otras ofrendas desde mucho antes de llegar al prado. Por un jamón no han superado los 15 euros, por una oveja 100. Ovejas y jamones no deben ser aquí muy preciados.
La pequeña ermita exhibía una galería de santos que supongo han procesionado hasta ella. Santiago Matamoros -viejo y raído- Santiago peregrino -contento y lozano-, Fátima, Ascensión... todas en pequeñas andas ahora perfectamente alineadas en el lateral de la nave. El aspecto de las figuras, unas calcomanías, otras naïf, descubre el verdadero sentir de estas gentes. Son sus santos como ellos, humildes, sin adornos ni floripondios, con gestos simples y vestimentas sacadas del baúl para las fiestas patronales en mitad del prado.
La lluvia no desanima a los lugareños ni a la numerosísima banda que toca pasodobles viejos aunque los charcos hagan imposible el baile.
El albergue de Redondela es sugerente. Una casona -de granito, no podía ser menos- con sabor a hogar en el centro del pueblo, lo convierte en uno de los mejores de todos los conocidos hasta hoy.
En Redondela había que comer chocos en su tinta (especialidad de la zona) Descubrimos O Porrón, un restaurante regentado por un cantante de Zarzuela, Enrique, que de haberlo dejado, nos habría obsequiado con algún canto. Como mientras se come no se puede atender a canto ninguno, devoramos los riquísimos chocos, las esmeradas empanadas, y alguna otra fruslería con la promesa de volver por la mañana y comprarle la cinta con sus actuaciones.
Por la mañana, no siendo hora de chocos, pasamos de largo.
La cena en el antiguo molino convertido en mesón depara un rato extraordinario. De casualidad coincidimos de nuevo con José Antonio y Carmen. Van acompañados de amigos peregrinos, por lo que de inmediato, y para horror del camarero, se amplia el corro. Aunque nadie lo diría observando el pequeño caos de mesas (cuadradas, redondas, chicas y grandes, como un muestrario), sillas, taburetes y resto de mobiliario, las mesas están numeradas y las comandas asignadas según un código indescifrable. Hemos liado al camarero. Afortunadamente, Luisa es la encargada de consolarlo y pronto se rinde sumiso a sus peticiones y demandas (creo que el mozo se ha enamorado)
Sardinas, tencas, pulpo, pimientos, jamón asado y vino, mucho y fresquito, corren por las mesas buscando bocas ávidas que consolar. Al grupo se unen los portugueses con los que venimos coincidiendo desde Tuy.
Camino al hotel nos detenemos en la fuente de agua caliente (treinta grados) La tertulia se hace con los pies en remojo, acariciando las fauces de los leones que vomitan incesantes las aguas. Al decir de los lugareños que llenan botellas y garrafas, son éstas buenas para todo. Lo que mojan lo sanan. Suponemos que debe haber heridas o males en lugares inconfensables que hacen delicado el público baño. A la mañana siguiente compramos también botellas para llenarlas y proceder al remojo de las partes menos aireables (por si acaso)
Rosalía preside un hermoso paseo de plátanos (El Espigón) a orillas del río como antesala de la iglesia de Santiago, donde se encuentra el famoso pedrón (la piedra a la que ataron su barca, también de piedra, los discípulos y en la que, desde Jerusalem, transportaron los restos del apóstol)
Delante de la fuente en que fue bautizada la temible y puteada reina Lupa, una señora nos advierte que la iglesia, desde que ella no está a su cuidado, es un desastre y que Pepe, el sacristán, al que le gusta el vino, es maleducado y antipático.
Cuando entramos en la iglesia buscamos impacientes la piedra, abriendo puertas y metiendo el hocico en todas partes.
El pedrón se encuentra bajo el retablo mayor (lógico), detrás del altar (obvio), casi oculto. En un banco, entre retablo y altar, Pepe dormita. Cuando por fin subimos los escalones vemos el pedrón y saludamos al sacristán, que se abstiene. Al preguntarle si podemos hacer una foto, nos responde con un movimiento ambiguo de cabeza y un sonido más cercano a un eructo que a una tos o incluso un gruñido (debe ser cosa del pimiento)
Hacemos pues la foto y de despedida le largamos desde el centro de la nave un sonoro eructo, natural, medido y, aunque cueste creerlo, musical: "¡Buenas tarde, Pepe!"
Calla y otorga, por lo que damos por bueno el homenaje y continuamos viaje.
Deixo amigos por estranos,
deixo a veiga polo mar,
deixo, en fin, canto ben quero...
¡Quén pudera non deixar...!
Rosalía es un vínculo con Galicia fácil de entender desde el sur. Nos trae el eco de Bécquer y de Juan Ramón. Su poesía, como su vida, es sentida y no seré yo quien descubra ahora su talento: sólo transcribir la emoción provocada por las lecturas de estos versos en el pedestal de la estatua colocada en el Espolón. Es verdad que la despedida, aunque sea a mejores situaciones de las que partimos, es dolorosa. Pero aún más ha de serlo si el adiós es a estas tierras, al Sar y su fértiles huertas (lo resulta también para nosotros, tan próximo ya el final. Intentaremos alargarlo)
En romance, en muñeiras, triadas o seguidiyas, en español o en gallego, los versos de Rosalía siguen flotando a la derecha del Camino Nuevo que, desde Pontevedra, lleva a Compostela. Aguzad el oído y mirad y recordad la sencilla música de Amancio Prada y despertad a María Resalia que, amable, os habrá de guiar más allá de Padrón, de Iria Flavia, de Compostela y aún de la Galicia eterna.
La proximidad de Santiago hace que paren en él pocos peregrinos, que van ya con ganas de abrazar al Santo. Está a su cargo Carlos (¡que coincidencia! ¿tendrá algo este nombre que los que lo llevan resultan hospitalarios?). Compatibiliza sus deberes de hospitalero con funciones varias de mantenimiento del pequeño municipio, por lo que cuelga su teléfono en la puerta y, desde donde esté, acude raudo a las llamadas. Nos ha visto llegar desde lejos y nos ha esperado. El albergue, colorista, amarillo, rojo y verde parece en efecto un semáforo. Nos acoge e invita a que nos quedemos. No hay nadie. Él se va y nos deja, como dueños del chalet, las llaves. Colecciona mensajes, postales, dedicatorias de agradecimiento que cuelga en una de las paredes de la entrada. José Mª, con su habilidad acostumbrada, le compone una coplilla que seguro habrá de gustarle.
Teo no es el Monte do Gozo, pero, salvo por las escasas vistas que propone, podría serlo por su proximidad a la ciudad del Santo y los sentimientos encontrados que esto provoca. El camino se acaba, hay que disfrutarlo.
La familia Maldonado profesa una extraña devoción por Pili Pampín, famosa cantante gallega de verbenas y fiestas patronales. Cuando preguntamos por algún lugar donde comer, nos recomiendan el restaurante Pampín. "¿Tiene el dueño una hija llamada Pili?". "Sí". Pues este ha de ser el sitio donde comer y saludar a la artista: Pili Pampín. Chuletones de ternera gallega, pimientos, vino -todo lo que se aguanta- y al chalet a echar una cabezadita.
Por la tarde un pequeño paseo por la Rúa de francos nos descubre una espléndida carvalleira y un crucero que sobrecoge por su diseño sincero y sus piedras potentes, arcaicas. Un bolo de granito, apenas tallado, sirve de pedestal a un aspa de una pieza, no muy alta pero ancha, robusta, pasada justo lo imprescindible por el cincel. Las dos piezas parecen clavadas, en pesado equilibrio, sobre un lecho de granito vencido y gastado.
Para cenar, dueños del albergue, sacamos mesas y sillas fuera y cenamos en el porche. ¿Hay alguien, hoy, más dueño de estos valles?
Hemos llegado, estamos llegando.
Ahora, todos lo habéis sentido alguna vez: os dejo con las vistas que desde el Agro dos Monteiros ofrece Santiago. Sobran las palabras.