Camino portugués
Impresiones breves y largas
00. Introducción
01. Sobre el grupo
02. Paseo previo por Ponte de Lima
03. Salida de Ponte de Lima
04. Las flechas azules
05. Nosso Sr. Dos Caminhos
06. Taberna da Igreja
07. El sombrero florido
08. Portela Grande do Labruja
09. Valença - Tuy
10. José Antonio de la Riera y Carmen
11. La campana
12. Puente de San Telmo
13. El día de Santiago
14. Caldas de Rei
15. Llegada a Padrón
16. Padrón
17. Don Camilo
18. Rosalía
19. Por fin, un hospitalero como Dios manda
20. Todo se acaba o empieza (¿qué voy a contaros?)

Introducción

Esto no es una guía (para guía sabrosa, interesante y exhaustiva ya está la de José Antonio de la Riera -de la que cojo, prestadas, algunas palabras- que, completada con la lectura de las jornadas descritas por José Mª Maldonado, suponen un referente bastante documentado para aquél que pretende realizar este camino) Tampoco es un diario al modo del peregrino a Santiago. Se recogen aquí algunas impresiones por el camino portugués desde Ponte de Lima a Compostela que sirven para prolongar unos días el Camino y desentumecer los dedos con el teclado.

Muchas de estas notas están tomadas a pie del propio camino, por lo que pueden resultar desordenadas y precipitadas, otras, recordando ahora lo vivido; pero todas son lo que son: retratos y descripciones intencionados, afortunados o no, de personajes, paisajes, episodios y situaciones.

Pueden resultar desiguales, pero así son los cuadernos de viaje. Hay días que no hay papel bastante y otros que no sale ni una palabra. Lo dejo, pues, tal cual fue: largo o breve según las ganas.

[subir]

Sobre el grupo

Como éste es un camino para traerlo todo aprendido, que desde muy pronto hay que empezar a gozar, conviene procurarse una buena compañía:

El grupo lo componemos: José Mª Maldonado, Luisa -su mujer-, Mercedes -la mía-, y las hijas respectivas, Isabel y Elena.

José Mª Maldonado es conocido por vosotros, personalmente o por sus fructíferas colaboraciones. Pertenece al grupo de los "tocados" por el Camino (y parece que la fiebre, lejos de remitir, se agudiza) No me parece un peregrino al uso. Su intención primera es la del gozo, su propósito el de "llegar" disfrutando (no equivocarse, no es ésta ninguna actitud frívola, debe ser algo parecido al estado de Gracia. Gracias, Pepe) No lo he visto sufrir en el Camino. Come y bebe como un bendito, con voracidad y agradecimiento de huésped bien invitado. Viene a empaparse de las experiencias de otros peregrinos y así pega la hebra con todo el se encuentra a su paso.

Para la ocasión, se ha mercado unos pantalones nuevos de bombacho de última generación a los que les faltan una cuarta para llegar a los tobillos. Compensa esta falta con un exceso de bolsillos: uno para la cartera, otro para las pastillas, otro para las llaves, otro para el lápiz, otro para el tabaco, otro para el mechero, y otro -lo juro- para el cenicero. ¿Hay quién de más?

Acompaña sus pantalones cortos de pirata con un pañuelo en la cabeza y un trozo -grande- del mapa del tesoro oculto en uno de los bolsillos. Camina como si anduviera sobre la tabla de los tiburones, de puntillas y a pequeños saltos (no sabe el escualo de la que se escapa)

Como vivimos cerca, espero que no llame a mi puerta con el atuendo y la espada para retarme y lavar su honor vilmente mancillado por el que escribe.

Luisa, su mujer, no ha podido resistir todo un año de campaña en pro del camino, y finalmente se entrega al mismo ilusionada. Ha hecho algunas jornadas de la Vía de la Plata y le han gustado, y aunque mantiene una actitud de cierta distancia, sabe que lo disfrutará. Morena y gitana, con la mochila y ropajes de peregrina, parece la esposa de un pirata, la única capaz de frenar sus desmanes. Es curiosa y está acostumbrada a reírse con las gentes que se encuentra a diario.

Mercedes, mi mujer, es la principal responsable de mi conocimiento del Camino (como concejala familiar de festejos, organizó -hace un par años- el peregrinaje por el camino francés) Su voluntad es de sobra probada y aunque no esté todo lo entrenada que le gustara, confía en hacer su Camino sin ningún condicionante. Ella también ha decidido gozar del camino, llegar a Santiago y graduarse otra vez y festejar, con alegría de estudiante, este nuevo examen. Caminar despierta en ella ciertas sensibilidades y su inmensa capacidad de disfrutar el momento como nadie.

Como es una exagerada, utiliza también las caminatas para poner en orden el presunto caos de todo lo que la rodea. Resultado: todos contento y patas arriba.

Es la compañera ideal para el Camino -y no sólo a éste me refiero- Verla por esos campos, oírle reír y asombrarse, es para mí un hermoso -y nunca bien pagado-espectáculo.

Nos reímos de ella porque con su diario levanta acta de los acontecimientos tal como suceden. Pega recortes de folletos, etiquetas, entradas, tarjetas y todo lo cae en sus manos. Luego, cuando queremos recuperar la memoria exacta, tenemos que acudir, sumisos, a su cuaderno y buscar los fieles datos.

Isabel Maldonado. Doce años. Un mundo propio al que los padres abren una rendija por la que se cuele el Camino. Tiene buen aprendizaje y aunque a veces pone en duda la diversión de caminar, llegados al albergue o al restaurante, recupera envidiablemente el ánimo y las ganas. Escribe su diario con pulcritud y limpia su bordón a punta de navaja con concentración de alfarero o prestidigitador.

Elena, mi hija, es toda una campeona -aquí habla el padre. Tiene diez años. Ya caminó -con ocho- desde Saint Jean a Logroño. Es delgada y ágil como una cabra. Si el camino consistiera en trepar paredes, descender tirolinas, perseguir caballos, alimentar animales, no tendría con quien igualarse. Varea, con su bordón, las ramas llenas de rocío como si cosechara esencias con las que perfumarse y ducharnos.

Ambas, Isabel y Elena, coleccionan burgajos (burgados) que van alimentando con hierbas suculentas y mimosamente seleccionadas. Los caracoles tienen nombres y sólo les falta su viera a la espalda para convertirse en los primeros peregrinos de su especie en llegar a Santiago. ¡Loado sea el Santo!

[subir]

Paseo previo por Ponte de Lima

La ciudad está extraordinariamente bien conservada. Resulta inevitable la comparación con el otro comienzo conocido del camino francés: Saint Jean Pied du Port. Ambas son dos lugares hermosos que mantienen la capacidad de meterte y anticiparte todo lo que después vendrá hasta Santiago.

Por la tarde de domingo, la ciudad es una fiesta. Las familias bañándose en el río, con sus mesas y sillas, merendando; las viejas vendedoras de frutas al final del puente antiguo; los quioscos y terrazas a la sombra y los puestos del mercado en el paseo a orillas del Lima, hacen que la ciudad hierva hasta última hora de la tarde.

El ángel de la guarda policromado, raído y chamuscado en una de sus orillas, resulta igual de festivo. Las murallas y la pequeña ciudad intramuros constituyen un universo pétreo (granito manso y envejecido) con lugar para una cuidada jardinería en balcones, alcorques, calles y plazas. Suelo, bancos, fachadas, fuentes, iglesias, en los que al cuarzo, al feldespato y a la mica se suman los líquenes y los musgos, se agarran las enredaderas y trepan y cuelgan toda clase de plantas.

El jardín visitado resulta romántico. Árboles centenarios, setos descuidados y arbustos selváticos, dirigen el recorrido por el pequeño cerro de la quinta. Una pajarera, un jaulario y el estanque con troncos encementados parecen llorar lánguidos y acaban contagiando de romanticismo el ánimo.

Una luz limpia sobre los lienzos de la muralla despide hasta mañana este hermoso escenario.

[subir]

Salida de Ponte de Lima

Cruzar el puente el lunes por la mañana temprano es descubrir medio desnuda, desprovista ya de las galas del domingo, la ciudad como una doncella dulcemente dormida y colgada en algún sueño del que no debiera despertar.

Después de cruzar el puente medieval (la vieja ponte romana) el camino se interna por frondosos huertos entre tapiales tamizados de verde y parras sujetadas por pilares de granito que conforman una bóveda corrida en las que los pámpanos, empapados de rocío, brillan perezosos y saludan a los primeros rayos de un sol razonable.

El Camino parece devorado. Se hunde cada vez más entre los emparrados por encima de los muros que lo estrechan y arropados por lianas. Madreselvas, zarzamoras, hiedras y enredaderas ofrecen sus espinas, zarcillos, pequeñas ventosas como dedos que buscan donde abrazarse para así crecer y terminar por casi ocultarlo.

Después, el valle es un espacio perdido. Las montañas apenas se notan en este sendero como veredas por la orilla del río, buscando una y otra vez por donde cruzarlo, con humildes puentes y pasos de invierno que no alejan, sino acercan al agua.

[subir]

Las flechas azules

Las primeras flechas azules son recibidas con alegría. Descubrir lo intuido: el Camino es Uno, la dirección y el sentido no tienen mayor importancia. Las manos de los flecheros han jugueteado con sus brochas al juego de los contrarios, flechas encontradas con sus picos besándose, con sus cuerpos estirándose en busca del contacto. Santiago y Fátima. Azul y amarillo, amarillo y azul que se funden en el verde, en el color del vino de esta tierra, con que celebrar el bautizo de esta ruta en la que parece obligado empezar, desde el principio, gozando: "¡Llena esos vasos!"
[subir]

Nosso Sr. Dos Caminhos

Pereira. Camino de Fontoura.

Sobre una pared se ve un cochambroso tejado a dos aguas. Es un precario voladizo de madera apenas prendido del muro, de equilibrio frágil y milagrosamente en pie. Bajo el humilde tímpano, la imagen de Nosso Sr. Dos Caminhos resulta emotiva e impactante. Una tabla policromada en la que llama poderosamente la atención el rostro del crucificado. Humilde y apacible, parece esperar a los peregrinos y a que éstos echen con él un rato. No podemos negarnos.

Un tractor aparcado delante, azul, viejo y destartalado, parece velarlo.

[subir]

Taberna da Igreja

Después de homenajear a Alfredo Jeremías, peregrino que se esforzó en recuperar este camino, y frente a la iglesia de Fontoura, descubrimos la taberna regentada por un tal Carlos Pedrosa. Sabíamos de su existencia y de sus habilidades con el acordeón por la guía de De la Riera. Avisados estábamos de que difícil resultaba conseguir que nos enseñara la magnífica colección de acordeones y concertinas, y aún más difícil que se animara a tocarnos alguna pieza.

Lo pillamos en mal momento. Un trajín de maletones con los instrumentos hacia los coches (camino de alguna actuación) y la hora del almuerzo le obligaban a salir pitando. Como tampoco era cuestión de irnos así, como si tal cosa, llenamos una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete (¿o fueron ocho?) veces los vasos. Vino verde fresquito que entraba como el agua de Lanjarón y que subía a las mismas alturas.

La charla animosa con los parroquianos, tras el intercambio de alabanzas a las respectivas tierras de unos y otros, terminó cuando ya se avecinaba la entonación de cánticos populares. Paracaidistas, bebedores sin fronteras que hacen desde España hasta aquí el viaje buscando el mejor vino (y más barato), campesinos con el dedo índice sobre la sien cuando por fin se enteraban de que nuestro destino era Santiago, y las que suponemos mujer e hija del músico tabernero confraternizando hasta conseguir que la puerta metálica se abriera y contemplar, con los ojos chispeantes el centenar de acordeones (no se me tome la cifra por exacta, que no estaba uno para contar). Azules eléctricos, verdes esmeraldas, rojos rubíes, de madera, con incrustaciones brillantes, con teclado de carey, de marfil, modernos, antiguos... un cofre lleno de pequeñas y grandes joyas.

Hechas las despedidas y retomada la marcha, el sol y el vino, piden agua donde refrescarse. ¡Mira por dónde un pequeño puente románico sobre el Coura parece estar esperándonos!. Dicho y hecho. Allí estábamos, desnudos y dueños de las aguas, del sol, del camino, del puente y de la tarde, sin que nadie osara discutir la propiedad bien disfrutada.

[subir]

El sombrero florido

Uso desde siempre un sombreo de paja para andar por esos caminos de dios y otros santos. Me gusta adornarlo con florecillas, espigas o hierbas aromáticas (lavanda, romero...) En las orillas del Coura descubro una bonita flor de color naranja que crece en ramilletes. Busco con qué acompañarla y pronto veo una especie de alhelí pequeñito y aún dehiscente, con lo que el ramillete coge cuerpo y aspecto de tocado distinguido y cuidado. Al vino le ha dado por despertar cierta sensibilidad floral y son tantas las especies que se ofrecen a adornar las alas del sombrero que el ramillete se convierte en centro de altar costeado y deslumbrante: rosas, clavellinas, crisantemos, azucenas y, de remate, una hortensia azulina como un balón reglamentario. Todo debidamente enmarcado con hojas verdes de lentisco y arrayán. El sombrero es un palio, un frontón de flores a la Pilarica, un toldo florido a cuya sombra ya quisiera caminar el mismísimo obispo Gelmírez. Pasa de una a otra cabeza como repartiendo la bendición de estos campos. Lo mecemos como costaleros y, para quien lo viera, debería resultar poco menos que el camuflaje de un jardinero en las Hespérides en busca de las manzanas doradas.

Luego, cubre la impúdica desnudez de los bañistas como una generosa cornucopia por la que asoma la abundancia.

[subir]

Portela Grande do Labruja

Es esta la única subida importante en todo el camino portugués.

El paso por el bosque se hace por torrenteras que arrastran los cadáveres carbonizados de troncos, ramas y piñas que debieron sufrir la pérdida de tan hermosas vistas desde lo alto. La cruz de los franceses, el simple cruce de las aspas de piedras, verticales y humildes, descubren rincones familiares en los que detenerse a recuperar la memoria, la de los aquí homenajeados y la propia, la de aquellos que alguna vez debieron acompañarnos.

[subir]

Valença-Tuy

El corazón de la ciudad está contenido en una ciudadela que recupera por fin la calma y se exhibe convertida en un inmenso mercado. Toallas, albornoces, gallos de cerámica, alambiques de cobre, antigüedades y todo lo que vuestra cabeza pueda imaginar de una ciudad fronteriza con España. Un paseo por la fortaleza nos lleva a la iglesia de Sta. Mº des Anjes, con un eco románico, pero en la que lo que más llama la atención son los altares blancos dispuestos como en un guardamuebles. Son como tartas de boda, merengues empalagosos que ocultan los duros y toscos sillares.

El Miño, tan portugués como español, es hoy un río que comparte, sin decidirse (que no hace falta) las dos orillas: dos hermanas bautizadas en las mismas aguas y recuperadas de celos y rencillas de antaño.

Apenas unos metros permiten al caminante colgarse de una u otra, balancearse en el puente de hierro como en un columpio en cuyo seno los pies se mudan en alas.

Desde aquí una es reflejo de la otra y lo que una ha perdido con los años, lo enseña la otra ahora remozado. Son pares como lo son las aves que cruzan y rasgan el aire y las aguas.

Tuy hay que conocerla. Candidata, como Ponte de Lima y Valença a Patrimonio de la humanidad, el conjunto de calles, casa y plazas la convierten en un escenario mágico donde cualquier aparición es creíble: Silvano, el joven peregrino que desde Suiza ha llegado a Santiago, continúa ahora a Fátima. Su rostro recuerda la representación de algún santo. Ha alcanzado el estado de gracia y parece que va a costarle abandonar los caminos. Saluda con los ojos brillantes y las manos juntas en el pecho, como orante, mientras inclina una y otra vez la cabeza para recibir una invisible bendición sobre su nuca. Realmente está tocado. Con ese nombre e iluminado, podría servir como patrón de los lumbreras o bombillas (tome nota la Philips e inmortalícelo de inmediato)

La catedral es fortaleza. El atrio y el pórtico intentan disimular, y lo consiguen, su aspecto defensivo. Construida sobre un antiguo castro, románica y gótica, preside una monumental plaza que es puerta de entrada a un callejero estrecho y sinuoso en el que abundan las casa hidalgas.

Llueve. Llueve mansamente y el granito recobra la vida oculta que le arrancaron metido en las entrañas de estos montes, hoy convertidos en llagas abiertas sin que el verdor puede cicatrizarlas. Ahora la pátina húmeda y la luz gris le devuelve la textura. La ciudad parece abrir sus carnes y recuperar el esplendor de antigua capital del reino de Galicia.

Witiza y su corte goda pasean, libres ya de obligaciones, a última hora de la tarde.

[subir]

José Antonio de la Riera y Carmen

En la plaza nos encontramos con José Antonio de la Riera, acompañado de Carmen. Habíamos jugado mucho a ponerle cara a su imagen. Por sus escritos -deliciosos, originales e interesantes- lo imaginábamos un señor mayor, de barba cana, cuerpo enjuto y arrugas de patriarca. Ni una. Apenas cincuenta, la barriga bien trabajada (pero sin exagerar, que no quiero que se me enfade) y el rostro lozano de un mozo sano y campechano. Hizo los comentarios oportunos a su propia guía y, estoy seguro, se quedó con las ganas de engancharse al carro. Ya lo reencontraremos más adelante.

Parecen formar un tándem envidiable y tanto monta como monta tanto. A un "Va", responde el otro "mos", por lo que no paran.

Conciben el camino como una fiesta que hay que vivir con intensidad y con gozo y así sus consejos son siempre los acertados: dónde el mejor pulpo, el mejor vino, la hermosa iglesia, el bosque más disfrutable. Resultan amables como hospitaleros ambulantes y los encuentros con ellos fueron siempre providenciales.

[subir]

La campana

Apenas cinco quilómetros después de Tuy, se ordena un pequeño grupo de casas entorno a la capilla de la Virxen do Camiño. La capilla está cerrada, como las casas, y no asoma por el lugar ni un alma. En la fachada de la capilla cuelga la cuerda que hace sonar la campana. Está alta, pero ayudado del bordón logro descolgarla. Con las niñas, damos levemente unos toques de campana y proseguimos. Al tañer de las campanas algunos viejos salen de sus casas. Se les ve preocupados y expectantes, con la mirada recelosa y poco amigable.

Soy recriminado por uno de ellos. La campana, aún más a estas horas de la mañana, es la señal de algún deceso o la convocatoria urgente de algún aviso, por lo que al escucharla acuden en busca de noticias que calmen sus malos presagios. Desconocedor de este código, no paro de disculparme y me prometo pedir el perdón del santo en Santiago (es este el único pecado que le confieso cuando le doy el abrazo)

Como no me parece bastante, lo cuento ahora, en pública confesión, para que me sirva de purga y, de paso, prevenir a quien lo leyera para que no se repita tan desagradable incidente. Lo siento.

[subir]

Puente de San Telmo

Poco después llegamos al puente de San Telmo. Una cruz homenajea al santo que murió camino de Santiago. El lugar es hermoso. El pequeño puente medieval, la cruz y el bosque de ribera detienen el tiempo y los pasos. Parada donde respirar las penúltimas bocanadas de gloria antes del martirio del polígono Industrial de las Gándaras (Porriño)

El Camino portugués está lleno de rincones como éste. Pararse, callar y cerrar los ojos es viajar hacia los rincones inexplorados. Es verdad que nunca se va tan lejos como cuando no se sabe donde se va. Estos rincones son la puerta de entrada.

[subir]

El día de Santiago

El día de Santiago amanece lloviendo mansamente. Esa lluvia menuda y persistente que ha bañado Porriño, tiñendo el granito de una belleza, si cabe, mayor. Gran parte del camino ha continuado lloviendo. Las niñas han sufrido especialmente la lluvia, con algún intento de motín por su parte hasta la providencial aparición de José Antonio y Carmen (acompañados por su perro, Coco) Un buen rato de charla y el repaso a los fetiches del maestro (gaita y bordón) han ayudado a calentar el aliento pasado por agua.

Desde Mos, sin mochilas ni otra compañía, bajamos Mercedes y yo hasta Redondela. El recorrido es hermoso. Una fiesta en Santiaguiño de Antes ha venido a detener nuestra marcha. Venimos escuchando la subasta de jamones, ovejas y otras ofrendas desde mucho antes de llegar al prado. Por un jamón no han superado los 15 euros, por una oveja 100. Ovejas y jamones no deben ser aquí muy preciados.

La pequeña ermita exhibía una galería de santos que supongo han procesionado hasta ella. Santiago Matamoros -viejo y raído- Santiago peregrino -contento y lozano-, Fátima, Ascensión... todas en pequeñas andas ahora perfectamente alineadas en el lateral de la nave. El aspecto de las figuras, unas calcomanías, otras naïf, descubre el verdadero sentir de estas gentes. Son sus santos como ellos, humildes, sin adornos ni floripondios, con gestos simples y vestimentas sacadas del baúl para las fiestas patronales en mitad del prado.

La lluvia no desanima a los lugareños ni a la numerosísima banda que toca pasodobles viejos aunque los charcos hagan imposible el baile.

El albergue de Redondela es sugerente. Una casona -de granito, no podía ser menos- con sabor a hogar en el centro del pueblo, lo convierte en uno de los mejores de todos los conocidos hasta hoy.

En Redondela había que comer chocos en su tinta (especialidad de la zona) Descubrimos O Porrón, un restaurante regentado por un cantante de Zarzuela, Enrique, que de haberlo dejado, nos habría obsequiado con algún canto. Como mientras se come no se puede atender a canto ninguno, devoramos los riquísimos chocos, las esmeradas empanadas, y alguna otra fruslería con la promesa de volver por la mañana y comprarle la cinta con sus actuaciones.

Por la mañana, no siendo hora de chocos, pasamos de largo.

[subir]

Caldas de Rei

Como podéis imaginar por el nombre, la ciudad es un balneario. Tiene ambiente de tal y aunque es domingo por la tarde y los varios establecimientos están cerrados, conserva el ir y venir de gente ociosa dueña de su tiempo, de paseo por los espléndidos jardines en una de las orillas del río. En la orilla contraria, las niñas se bañan y juegan a hacer acrobacias en las frescas aguas, a explorar los saltos y pequeñas cascadas, en busca de patos y gansos. La luz es limpia e ilumina los colores verdes y azules de la tarde.

La cena en el antiguo molino convertido en mesón depara un rato extraordinario. De casualidad coincidimos de nuevo con José Antonio y Carmen. Van acompañados de amigos peregrinos, por lo que de inmediato, y para horror del camarero, se amplia el corro. Aunque nadie lo diría observando el pequeño caos de mesas (cuadradas, redondas, chicas y grandes, como un muestrario), sillas, taburetes y resto de mobiliario, las mesas están numeradas y las comandas asignadas según un código indescifrable. Hemos liado al camarero. Afortunadamente, Luisa es la encargada de consolarlo y pronto se rinde sumiso a sus peticiones y demandas (creo que el mozo se ha enamorado)

Sardinas, tencas, pulpo, pimientos, jamón asado y vino, mucho y fresquito, corren por las mesas buscando bocas ávidas que consolar. Al grupo se unen los portugueses con los que venimos coincidiendo desde Tuy.

Camino al hotel nos detenemos en la fuente de agua caliente (treinta grados) La tertulia se hace con los pies en remojo, acariciando las fauces de los leones que vomitan incesantes las aguas. Al decir de los lugareños que llenan botellas y garrafas, son éstas buenas para todo. Lo que mojan lo sanan. Suponemos que debe haber heridas o males en lugares inconfensables que hacen delicado el público baño. A la mañana siguiente compramos también botellas para llenarlas y proceder al remojo de las partes menos aireables (por si acaso)

[subir]

Llegada a Padrón

Las mujeres y niñas han llegado antes. José Mª y yo llegamos cansados y con ganas de una ducha y una cama. Cuando entramos en el largo paseo cubierto de plátanos con una sombra espesa y reconfortante (el Espolón), llamamos a ver por dónde andan y contarles nuestras intenciones de buscar el albergue de inmediato. No puede ser, ellas están comiendo pimientos (de Padrón, ¿cómo no?) y pulpo a la feira, regado todo con una fresquita cruzcampo. La tentación resulta irresistible y preguntamos que dónde está esa sucursal del paraíso. "Cerca de un paseo de plátanos". "Nosotros estamos en el paseo de plátanos". "Salgo al paseo a buscarte". Cuando se asoma, no hace falta que llegue a El Espigón, hemos parado justo enfrente de la calle perpendicular por donde se esconde el bar El Paraíso con sus manjares. Apenas unos pasos y ya están las gargantas dando cuenta de la cerveza mientras en la cocina se prepararan unos cuantos nuevos platos. Son los mejores pimientos y el mejor pulpo de todos los comidos en Galicia (incluido Ezequiel, en Melide) La oportunidad de la llamada y la cercanía en que nos encontrábamos, sólo debe ser interpretada como una nueva casualidad peregrina de final feliz y acertada coincidencia. (¡Hizo Santiago un pequeño milagro, no podía ser menos!)
[subir]

Padrón

Es la tierra de la admirada Rosalía y del cabrón de D. Camilo.

Rosalía preside un hermoso paseo de plátanos (El Espigón) a orillas del río como antesala de la iglesia de Santiago, donde se encuentra el famoso pedrón (la piedra a la que ataron su barca, también de piedra, los discípulos y en la que, desde Jerusalem, transportaron los restos del apóstol)

Delante de la fuente en que fue bautizada la temible y puteada reina Lupa, una señora nos advierte que la iglesia, desde que ella no está a su cuidado, es un desastre y que Pepe, el sacristán, al que le gusta el vino, es maleducado y antipático.

Cuando entramos en la iglesia buscamos impacientes la piedra, abriendo puertas y metiendo el hocico en todas partes.

El pedrón se encuentra bajo el retablo mayor (lógico), detrás del altar (obvio), casi oculto. En un banco, entre retablo y altar, Pepe dormita. Cuando por fin subimos los escalones vemos el pedrón y saludamos al sacristán, que se abstiene. Al preguntarle si podemos hacer una foto, nos responde con un movimiento ambiguo de cabeza y un sonido más cercano a un eructo que a una tos o incluso un gruñido (debe ser cosa del pimiento)

Hacemos pues la foto y de despedida le largamos desde el centro de la nave un sonoro eructo, natural, medido y, aunque cueste creerlo, musical: "¡Buenas tarde, Pepe!"

[subir]

Don Camilo

A la mañana siguiente, en Iria Flavia, ante D. Camilo, repetimos (no sin temor de que se remueva en su tumba) el saludo: un eructo profundo de admiración y un "¡A su salud, D. Camilo!".

Calla y otorga, por lo que damos por bueno el homenaje y continuamos viaje.

[subir]

Rosalía

Adiós, ríos; adiós, fontes;
adiós regatos pequenos;
adiós vista dos meus ollos,
non sei cando nos veremos.

Deixo amigos por estranos,
deixo a veiga polo mar,
deixo, en fin, canto ben quero...
¡Quén pudera non deixar...!

Rosalía es un vínculo con Galicia fácil de entender desde el sur. Nos trae el eco de Bécquer y de Juan Ramón. Su poesía, como su vida, es sentida y no seré yo quien descubra ahora su talento: sólo transcribir la emoción provocada por las lecturas de estos versos en el pedestal de la estatua colocada en el Espolón. Es verdad que la despedida, aunque sea a mejores situaciones de las que partimos, es dolorosa. Pero aún más ha de serlo si el adiós es a estas tierras, al Sar y su fértiles huertas (lo resulta también para nosotros, tan próximo ya el final. Intentaremos alargarlo)

En romance, en muñeiras, triadas o seguidiyas, en español o en gallego, los versos de Rosalía siguen flotando a la derecha del Camino Nuevo que, desde Pontevedra, lleva a Compostela. Aguzad el oído y mirad y recordad la sencilla música de Amancio Prada y despertad a María Resalia que, amable, os habrá de guiar más allá de Padrón, de Iria Flavia, de Compostela y aún de la Galicia eterna.

[subir]

Por un fin un hospitalero como Dios manda

José Antonio califica el albergue de Teo como semafórico. Se refiere que lo mismo está abierto que cerrado. Lo siento, maestro, pero estás equivocado.

La proximidad de Santiago hace que paren en él pocos peregrinos, que van ya con ganas de abrazar al Santo. Está a su cargo Carlos (¡que coincidencia! ¿tendrá algo este nombre que los que lo llevan resultan hospitalarios?). Compatibiliza sus deberes de hospitalero con funciones varias de mantenimiento del pequeño municipio, por lo que cuelga su teléfono en la puerta y, desde donde esté, acude raudo a las llamadas. Nos ha visto llegar desde lejos y nos ha esperado. El albergue, colorista, amarillo, rojo y verde parece en efecto un semáforo. Nos acoge e invita a que nos quedemos. No hay nadie. Él se va y nos deja, como dueños del chalet, las llaves. Colecciona mensajes, postales, dedicatorias de agradecimiento que cuelga en una de las paredes de la entrada. José Mª, con su habilidad acostumbrada, le compone una coplilla que seguro habrá de gustarle.

Teo no es el Monte do Gozo, pero, salvo por las escasas vistas que propone, podría serlo por su proximidad a la ciudad del Santo y los sentimientos encontrados que esto provoca. El camino se acaba, hay que disfrutarlo.

La familia Maldonado profesa una extraña devoción por Pili Pampín, famosa cantante gallega de verbenas y fiestas patronales. Cuando preguntamos por algún lugar donde comer, nos recomiendan el restaurante Pampín. "¿Tiene el dueño una hija llamada Pili?". "Sí". Pues este ha de ser el sitio donde comer y saludar a la artista: Pili Pampín. Chuletones de ternera gallega, pimientos, vino -todo lo que se aguanta- y al chalet a echar una cabezadita.

Por la tarde un pequeño paseo por la Rúa de francos nos descubre una espléndida carvalleira y un crucero que sobrecoge por su diseño sincero y sus piedras potentes, arcaicas. Un bolo de granito, apenas tallado, sirve de pedestal a un aspa de una pieza, no muy alta pero ancha, robusta, pasada justo lo imprescindible por el cincel. Las dos piezas parecen clavadas, en pesado equilibrio, sobre un lecho de granito vencido y gastado.

Para cenar, dueños del albergue, sacamos mesas y sillas fuera y cenamos en el porche. ¿Hay alguien, hoy, más dueño de estos valles?

[subir]

Todo se acaba o empieza (¿qué voy a contaros?)

O Milladoiro revela el final. Abajo Compostela.

Hemos llegado, estamos llegando.

Ahora, todos lo habéis sentido alguna vez: os dejo con las vistas que desde el Agro dos Monteiros ofrece Santiago. Sobran las palabras.

mesperilla@grupo-entorno.com