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Mi primer Camino
Por Miguel Angel Santos (a propósito del Camino Mozárabe, entre Salamanca y Santiago, emprendido junto a Jorge, César y Alfonso, entre enero y febrero de 2008)
00. Introito
01. Salamanca
02. Zamora
03. Orense
04. Pontevedra
05. La Coruña

Introito

Caminante, no hay camino
Se hace camino al andar

A. Machado
Puesto que se trataba de mi primer peregrinaje, sospecho que este relato no va a ser tan sucinto y extenso como el de mis compañeros de viaje, Jorge, Alfonso y César. Más que el día a día, las etapas correspondientes o las anécdotas cotidianas, me apetece más una crónica digamos personalizada, hasta cierto punto pasional, aunque no exenta de detalles relativos al Camino.

Y empiezo por ahí, por la palabra Camino, en mayúscula, porque lo primero que, a semanas vista, me viene a la cabeza (he dejado reposar mis recuerdos tras el regreso) es que emprender cualquiera de las rutas jacobeas supone iniciar algo más que un camino, sino El Camino. Al novato (al menos en mi caso) la inconsciencia no le permite valorar en todo su sentido lo que supone emprender el viaje hacia un lugar mítico. Al margen de cierta excitación por acometer algo especial, una dizque leyenda que se ha transmitido siglo a siglo, he de reconocer que lo que más me preocupaba al iniciarlo era el compromiso físico; es decir, demostrarme a mí mismo si sería capaz de caminar durante dos semanas consecutivas los aproximadamente 500 kilómetros que, mis compañeros habían calculado, iban a llevarnos nuestras andanzas. Luego, en seguida, lo que sentí dentro de mí es que peregrinar a Santiago es una auténtica iniciación: hacia el Camino y hacia uno mismo.

Desde siempre tenía en mente la idea de afrontarlo, en solitario o con algún miembro de mi familia. Pero, por desdicha (¿o por desidia?), nunca había encontrado ni el momento ni la ocasión propicia para llevarlo a cabo. Por fin, y gracias a mi amistad con Jorge Sánchez, a quien considero el viajero más asombroso y osado de nuestros tiempos, llegó la ocasión. Me embarqué en el proyecto con una mezcla de animosa voluntad por el reto y de una inconfundible sensación de aventura. Siempre que viajo hay algo dentro de mi ser que, hibernado hasta entonces, aflora como un manantial subterráneo ávido por salir a la superficie. Sólo cuando estoy en movimiento, lejos de lo cotidiano, me siento auténticamente libre: no hay horarios, no hay controles, no hay obligaciones. Cada día es realmente nuevo, por estrenar; una incógnita que se irá desvelando al compás de la jornada; un reto incierto, para lo bueno o para lo malo. El hombre es nómada por naturaleza, pienso; miles de años de sedentarismo no han desactivado aún nuestros millonarios genes de australopitecus.

Así que cuando decidí aceptar la invitación de mis tres colegas para acompañarles a hacer el que, en principio, denominamos Camino Mozárabe (más tarde descubriríamos otras denominaciones de distinto origen), me sentí encantado, a pesar de tener que sacrificar dos semanas de mis vacaciones de verano (¡ay, esas obligaciones laborales!) que pertenecían a mi familia. Como siempre, mi mujer, Gloria, accedió a darme gusto, sabedora de mis veleidades viajeras. Aunque creo que esta empresa, con 48 años y medio millar de kilómetros por andar, fue de las que más incógnitas le habían planteado desde que nos conocemos: ¿será capaz Miguel Angel de caminar durante 16 días seguidos sin haberse preparado?, ¿sabe dónde se mete?, ¿llegará a Santiago? Dudase o no, fue ella quien nos acompañó en coche a Jorge, Alfonso y a mí, al aeropuerto de El Prat, aquel 14 de enero de 2008.

Conste que no las tenía todas conmigo por las fechas escogidas. No soy hombre de fríos, sino más bien tropical; soporto el calor como una bendición (sol, playa, palmeras; ese sueño recurrente), pero las bajas temperaturas me aflojan. Así que temía un enero frío y lluvioso por la zona donde íbamos a movernos. Con todo, entendí que mis compañeros, más expertos y duchos en el Camino, tenían razón eligiéndolas a fin de evitar las aglomeraciones que en otros años habían padecido, sobre todo en el Francés. Sea, pues, me dije, que no se diga que el clima es un impedimento. Y lo curioso es que, a excepción de los días salmantinos-zamoranos y el de nuestra llegada a Santiago, el tiempo acabaría siendo una delicia. El sol brilló la mayoría de los días y, en especial, Galicia se nos mostró pletóricamente cálida. ¿Cambio climático o coincidencia temporal? No sé, pero sí recuerdo la frase de una aldeana gallega: "¿Invierno? ¡Ya no hay invierno!".

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Salamanca

Para mí era algo especial empezar en tierras salmantinas. Aunque venido al mundo en Barcelona, casi toda mi familia nació en ellas. Siempre ha sido mi segunda patria chica, por genealogía y afecto. Al margen de algún viaje en la más tierna infancia, sólo había vuelto por allí en dos ocasiones: una, en 1974, en un inolvidable viaje en un Gordini, junto a padres y hermanos; la segunda, a finales de los años 90, para un partido de fútbol que debía cubrir como periodista. Así que, cuando aterrizamos en Matacán, mi corazón recuperó viejas sensaciones, una suerte de déjà vu. Pese al poco tiempo que estuvimos en la ciudad del Tormes (la tarde-noche de nuestra llegada, la salida a la mañana siguiente), el casco viejo, la Universidad, la Plaza Mayor, etc. fueron testigos de mi melancolía.

La primera jornada nos dejaría ya en territorio zamorano. Me sorprendió comprobar que Salamanca capital está a poco más de 30 kilómetros de la otra provincia. Me habría gustado haber gozado de otra más para poder decir que había pateado buena parte de la geografía de mis ancestros. Pero el Camino era el camino trazado, y nos esperaba Zamora...

De aquella jornada inaugural recuerdo mis ganas de marchar, de compartir caminos junto a mis tres compañeros, de empezar a conocerlos/nos mejor... y la carretera. Por desgracia, las obras de construcción de la autovía nos obligaron a alejarnos continuamente de las marcas amarillas; en muchos lugares, el camino desaparecía, por lo que tuvimos que zigzaguear en torno a la brecha labrada por las excavadoras. Como, además, el tiempo era brumoso y lloviznaba, el lodo y los vaivenes acabaron por trastocar nuestros planes, obligando a aferrarnos a las laderas asfaltadas para no perder el rumbo. Tanta pista dura acabó siendo fatal para casi todos: para Alfonso, que contrajo una tendinitis aguda; para Jorge, cuyas ajustadas botas comprimían los pies e, incluso, para mí, que, aunque sin saberlo aún, empecé a labrarme problemas en las articulaciones que, a la larga, acabaría pagando. Sólo César, poderoso en su zancada, pletórico de fuerza, se libró de aquella danza.

Llegamos a El Cubo de la Tierra del Vino exhaustos por la lucha contra los elementos: fases de lluvia y, sobre todo, viento lateral que convertía nuestras mochilas en vela ingobernable por un mar de sargazos asfálticos. Zarandeado por Eolo, me fui a por el alguacil del pueblo, resultando que el nuevo albergue compartía puerta de entrada... ¡con el tanotorio! Bromas al respecto, porque a Jorge le dio un inesperado jamacuco mientras firmábamos y necesitaba echarse o desmayábase in situ. Temí por su salud (venía griposo de Barcelona) y por los pies de Alfonso, que eran un poema. Por fortuna, César estaba entero. Tras la ducha, repasé la jornada y retuve varias imágenes: el venerable Eulogio Manchado Manchado, viejo caminante, que nos había acompañado una decena de kilómetros a la salida de Salamanca y con quien compartimos plática y curiosidades (yo también tengo apellido al cuadrado: Santos Santos); la visión de un antiguo DC3 postrado junto a un hotel, lo que nos permitió a Alfonso y a mí compartir fotografías y pasión por los aviones; la fantasmagórica aparición de una torre inmensa sobre los anchos campos de Castilla, que nos dio para distintas conjeturas (resultó ser el observatorio de una prisión), y, también, el descubrimiento, entre la bruma, del cartel indicando que entrábamos en la provincia de Zamora.

Recuperado Jorge, aunque no Alfonso, y tras nuestras primera cena del viaje, de madrugada, desde las literas, oímos caer truenos y relámpagos. Mis peores presagios (¿el Camino, en enero, por Castilla?) desaparecerían, por fortuna, en la mañana de la segunda jornada.

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Zamora

Sí, el clima mejoró mucho (había pasado el temporal, aunque hacía frío y el cielo era gris), no así la rodilla de Alfonso. La tendinitis era de caballo y, pese a sus sacrificios y a nuestros ánimos, la pata había dicho basta. El hombre que, en los felices años 70, popularizó el surfing en Vizcaya no podía seguir; no por falta de voluntad, sino por imposibilidad física. ¡Diantres! A las primeras de cambio, perdíamos a uno de los cuatro elementos. Mal asunto, sobre todo para Alfonso, El filósofo volador (él llamaba a Jorge El derviche veloz), que decidió subirse a un autobús y esperarnos en Zamora, a la improbable espera de recuperarse para proseguir el camino. Pero al llegar al puente que cruza el Duero, vislumbré que Alfonso no seguiría. Cojeaba ostensiblemente y su rostro lo decía todo. Fue un reencuentro feliz, pese a todo: nos reunió a los cuatro, pocas horas después de separarnos, aunque parecía que había pasado una semana. Alfonso confirmó las malas nuevas y, decididamente, nos hicimos a la idea de que en adelante sólo seguiríamos los Tres Mosqueteros (Alfonso era un D’Artagnan herido).

No habían acabado el albergue de Zamora. Como el viejo dicho: no se hizo en una hora. Bueno, ni en una hora ni en varios meses, que eran los que habían pasado desde el anuncio de su pertinaz, y nunca satisfecha, apertura. Acabamos en un hostal tras vagar por la bella y entrañable ciudad, que Alfonso fotografió de arriba abajo. Fuimos a tomar un vino, gentileza de César (riojano, un experto, al que bautizo como El gentilhombre andarín) nada menos que al Parador, antiguo palacio en el que, escrito estaba, llegaron a habitar nada menos que los Reyes Católicos. Momentos encontrados: pesadumbre, por el adiós anticipado de Alfonso, y alegría, pues llevábamos dos jornadas y estábamos en nuestra segunda capital. Charlamos de todo un poco, coaccionados, sabedores de que a la mañana siguiente el cuarteto se desharía irremediablemente.

La tercera jornada debía llevarnos a Riego del Camino, 33 kilómetros hacia el norte, pasando relativamente cerca (no la visitamos porque nos cogía a contrapié) de Muelas del Pan, localidad donde nació ocasionalmente mi madre. El tiempo seguía fresco y nublado, aunque se auguraba cierta mejora, como así fue. Ya sin Alfonso, los tres supervivientes seguimos haciendo camino. Tantas horas compartidas, tantos momentos vividos, aceleran el paso amenizándolo con la charla. En el camino se habla de todo un poco; un tema lleva a otros, con una hilación a veces absurda: empiezas hablando de deporte (César y yo) y acabas entre los talibanes afganos (Jorge y su insuperable bagaje viajero), pasando por la política, las artes o los vericuetos del Camino Compostelano. Es esa una de las más gratas memorias que guardo de este, mi primer viaje andando a Santiago: el marchar codo con codo, compartiendo agua, conocimientos, ideas e ideales... Nada mejor para saber quién es uno y quien es el otro, aunque lo que le acontece a nuestro propio espíritu, eso es algo más complejo, menos evidente. Creo que no se sabe apreciar hasta pasado un tiempo, cuando el poso de las vivencias, desde la perspectiva de lo nuevamente cotidiano, ya en casa, te permite calibrarlo con mayor sabiduría y cierta nostalgia.

Pasamos por muchos de los pueblos que comparten la misma denominación de origen: el río Tera. Recuerdo grandes extensiones, pocos árboles (de nuevo lo de ancha es Castilla, aunque no estuviéramos en la Nueva, en la Mancha del Famoso Hidalgo, sino en la Vieja, la de Viriato), cielo plomizo, disparos de cazadores, restos de cartuchos y también de castillos; la sensación de que España es grande, vive Dios, y que en las ciudades nos aglomeramos como hormigas por razones fatuas, mercantilistas, de falsa seguridad. ¿Qué mejor que un horizonte lejano, campos enormes, plenitud de la natura? Sí, claro, pero venimos de lugares ricos, donde hay trabajo e industrias, lo que se llama progreso (¿progreso de qué, para qué?). Pero aquí, en la Zamora profunda, como luego en Galicia, el drama es que los pueblos van desapareciendo. Los jóvenes emigran (ya no a Argentina, ya no a Alemania, sino a Madrid, a Barcelona o a la propia capital), en busca de nuevas oportunidades, las que no les conceden ahora estos campos inmensos y mustios, que no dan para comer. Se quedan los pueblos sin habitantes, los que resisten morirán pronto y cuando ellos desaparezcan, apenas quedarán alimañas, viejos muros y antiguos atardeceres. Es el sino de los nuevos tiempos: millones de personas atareadas en las selvas urbanas, alejados de miles y miles de hectáreas de tierras abiertas, abandonadas de lo humano por los humanos. ¿Quién parará esto?

En Riego nos abre el albergue la propia alcaldesa, Dorita, apesadumbrada: los juegos de la política la confunden, a ella, honrada y simple -en el buen sentido de la palabra simple. Hay otro municipio cuyo gobernante les sojuzga, pero ya no hay robinhoods que castiguen a los malos y que repartan los bienes. Pobre Dorita, luchadora honorable, enfrentada a la tiranía de los poderes públicos, de los leguleyos sin escrúpulo. Otro pueblo de gente mayor grande que tiene los días contados...
Cenamos en el bar del pueblo, y digo el bar y no uno de los bares porque, como ocurriría la mayoría de las veces, estas villas son pequeñas y no hay más que un abrevadero. Allí encontraríamos a Conchi, joven mamá, otro recuerdo de la jornada, que nos sirvió la cena con sencilla naturalidad (¡qué difícil es algo tan fácil!) y nos encargó pedirle a Santiago por la salud de su madre.

El cuarto día tiene un nombre propio: Tábara. Por aquella zona, el Camino se denomina Sanabrés, como antes lo había sido Fonseca en honor de un obispo que dejó su impronta entre Salamanca y Santiago, que le reservan calles de lujo. Pero la mayoría de las indicaciones seguían hablando más de Ruta de la Plata, la romana vía de los metales precristriana. Lo de Mozárabe ya era casi una entelequia, así que casi dejamos de nombrarlo así -a pesar de ser el nomenclator que manejamos cuando nuestra salida barcelonesa.

Insisto: Tábara; de hecho, San Salvador de Tábara, otro olvidado rincón de la historia de España que ya no se explica en la aulas, dominio de los legendarios Caballeros Templarios. Allí, en su monasterio, reconvertido en museo hogaño, se iluminó uno de los tres Beatos de Liébana, el más antiguo, realizado entre el año 970 y el 975, el que se conserva en la Catedral de Gerona. (He recabado información a mi regreso, y resulta que en esa iluminación surge el retrato pintado más antiguo que se conserva del Apostol Santiago; en él, aparece sin barba (el único), escrito su nombre como Jacobus (Spania), junto a Tomas (India), Johanes (Asia) y Matheus (Macedonia).
Ignoraba todas esas cosas, pensando que todo se había hecho en Liébana. Pero no, ahí estábamos, oyendo la sapiencia de una joven arqueóloga rivalizando con los inacabables conocimientos que sus innumerables viajes le han dado a Jorge. La mejor manera de sentirse parte de la historia y de poner fin a una jornada gloriosamente soleada que nos había ofrecido bordear un embalse del río Esla sencillamente maravilloso, ribera de agua y árboles, de roquedales y musgo.
Comimos y cenamos en el mismo fogón, en el que nos trataron muy bien y en el que aproveché para fotografiar sendas fotos antiguas, de cuando el pueblo era cien años más viejo: unas chicas llenando cántaros en la fuente pública y una corrida de toros utilizando carromatos, puestos en círculo, como coso. Un asombro, esa España profunda que guarda sus memorias en color sepia...

Había que seguir, y eso hicimos. Siguiente parada: Calzadilla de Tera. Yo empezaba a cavilar que Zamora, la provincia, no se acaba nunca en su paso del noroeste, es decir, cuando se introduce cual venablo sobre Orense; interminable, profunda herida que impide a la provincia ser un rectángulo casi regular. Íbamos hacia Galicia, sí, pero aún nos quedaba muchas vísperas zamoranas. En esta dimos con nuestro primer peregrino de carne y hueso, sólo que él no iba sino venía ya de Santiago. Un neozelandés que supo del Camino en Londres y que, ni corto ni perezoso, había recorrido el Francés y, ahora, bajaba ¡hasta Sevilla! Eso sí que son caminares... Un tipo curioso, con paraguas sirviéndole de bordón, bajo la lluvia (aquel día también salió gris) y desandando nuestras huellas. "¡Buen camino"!, nos dijimos los cuatro.

En cuanto al albergue, día que pasaba, día que mejoraba. Renovados (o, sencillamente, reubicados en mejores edificios), el de Calzadilla nos ofreció lo que para entonces me pareció un lujo. Sobre todo comparado con lo que nos ocurriría la noche siguiente en Asturianos, extraño nombre para un pueblo zamorano. Acabó siendo la etapa más larga (43 kilómetros) y la más accidentada. Ocurrió que en uno de esos pequeños pueblos que teníamos como meta habían cerrado la posada y, ante la perspectiva de quedarnos sin cena ni desayuno, preferimos seguir adelante en pos de otras villas; pero donde había bar no había albergue, y viceversa, así que la jornada fue estirándose hasta que llegamos al susodicho Asturianos. Fuimos a parar a un tugurio de carretera, el peor sitio en el peor momento. Tanto, que llegó a surgir la primera desavenencia en el trío: Jorge optaba por dormir en la estación de buses; César prefería hacer 5 kilómetros más, hasta el siguiente pueblo con albergue, y yo exigía a los dueños del bar que, puesto que el alcalde estaba de vacaciones (nos mintieron, estaba en un velatorio, en Zamora) nos dieran el nombre del responsable del pueblo, a fin de que nos abriese el ayuntamiento como nos concedía nuestra condición de peregrinos. Al final, Jorge, inquieto y pertinaz, se adentró en la noche, encontró al hombre y, sin llave del consistorio que ofrecer, acabó cediéndonos un polideportivo en construcción, sin puertas, apenas muros levantados, donde, pelados de frío y en una improvisada tienda formada por plafones de espuma conglomerada, nos echamos. Fue, como digo, la peor noche, en la que sólo Jorge, inhumano, consiguió dormir como un santo.
A mí, pese a todos aquellos avatares, me rondaba otro gran recuerdo de aquella jornada: Rionegro del Puente. Allí descubrimos que nació el fundador de Caracas, Diego de Losada. En su honor habían levantado una estatua orgullosos venezolanos, venidos a descubrir sus orígenes. (¡Pobre España, que no valora ni recupera a aquellos intrépidos aventureros que le dieron gloria! Por menos, Hollywood le habría dedicado al menos tres películas... de haber nacido en Iowa).

Resacoso de sueño, ya en Palacios de Sanabria, el día siguiente se me iluminó con un buen café con leche, sobaos y el encuentro con un personaje salido del pasado. Jorge, que entabla conversación con todo ser viviente que se cruce a su paso, lo encontró y dio por presentarnos. De nombre José Antonio, había servido durante la Guerra Civil y nos relató historias para no dormir de aquella refriega cainita entre las sempiternas Dos Españas. Menesteroso con orgullo, aquel nonagenario rememoró hazañas bélicas que darían para una novela y me hizo recordar las fuentes de piedra que, con el símbolo de la Falange, habíamos dejado más atrás, así como el rótulo de una calle llamada José Antonio (Primo de Rivera), así, entre paréntesis. Vestigios de una España que no fue y pudo haber sido.

Seguimos. Teníamos por delante otro lugar que, en el recuerdo, es uno de los que más gusto en evocar: Puebla de Sanabria. Encantadora, sobre un risco presidido por el castillo de los Condes de Benavente (allí habían estado los padres de Carlos V, Juana, llamada La Loca, y Felipe, llamado El Hermoso), villa medieval, de iglesias y edificios singulares: del románico al barroco, pasando por el gótico y el renacentista. Singular incluso su estación de trenes, construida con grandes bloques de granito. (Al fondo se perfilaban ya las nieves caídas sobre las montañas que al día siguiente deberíamos cruzar en dirección a Orense. Una estampa bella, vívida, como sacada de un cuento).

No pernoctamos en Puebla porque, por desgracia, allí no había albergue para peregrinos. Así que acabamos, como teníamos pensado, en Requejo, donde se produciría el segundo percance serio de nuestro Camino. Estando ya en el albergue, César se dislocó un tobillo. ¡Quiá, después de tantos kilómetros sin un problema, el accidente le ocurrió bajando unas escaleras! Se le puso el tobillo como un huevo de avestruz y por un momento creí que no podría caminar más, como le había sucedido al pobre Alfonso. Pero César es duro, numantino y testarudo: nada iba a impedirle cumplir con su objetivo. Desde aquel día se calzó una tobillera y, compartiendo un antiinflamatorio conmigo (empezaba yo a sufrir una tendinitis en la pierna izquierda, que sujetaba también con una rodillera), siguió adelante como un jabato. El tercer hombre, nuestro indestructible Jorge, continuaba con sus apreturas podológicas, pero se negó a cambiar de calzado porque ya había convertido su suplicio (necesitaba parar cada hora, a fin de descalzarse y darle aire y espacio a sus pies) en una cuestión de honor: era su penitencia, personal e intransferible, en la que no aceptaba componendas.

Adelante, pues, hacia Galicia. Ya estábamos cerca de Orense, de la que nos separaba un puerto de montaña llamado Padornelo. La idea era cruzarlo como se debe, por la montaña. Pero a menudo hay que dejar las ganas y no caer en la inconsciencia: había nevado la semana anterior (nos lo recordaba una holandesa en las bitácoras que iba rellenando en los albergues) y los lugareños nos lo aconsejaban: "Vayan por la carretera". Dadas nuestras penurias físicas, concluimos que era una temeridad adentrarnos por el monte nevado, resbalante, desconocido. Nuestra meta era Santiago y no valía la pena poner en peligro el objetivo por una vanidosa obstinación.

Lo cierto es que la ascensión se nos hizo menos cuesta arriba de lo que habíamos pensado. De hecho, habíamos previsto una etapa corta (menos de 20 kilómetros) y nos encontramos con que habíamos superado la prueba sin coste adicional. Así que llegamos a Lubián, pueblo que en los atlas dependerá de una provincia u otra (Zamora, oficialmente), pero que es indudablemente la entrada de Galicia o la salida de Castilla. Al menos eso es lo que yo noté entonces: la Sanabria zamorana quedaba atrás y nacía la Terra do Bolo, la incipiente Orense; aquella sierra (creo que la de Cabrera) separa algo más que dos provincias, separa geografías (de campos infinitos abiertos a ondulaciones montañosas arboladas), separa colores (del tierra al verde), separa arquitecturas (de casas de adobe a bloques de piedra y tejados de pizarra), separa personalidades (del parco y reservado castellano al siempre sorprendente y extrovertido gallego) y separa percepciones (de horizontes lejanos a cercanas topografías).

Allí, en Lubián, encontramos otro personaje inolvidable. Reyes, malagueña de raíces orensanas, viajera norteafricana (cinco años en Tánger, Mauritania, Mali...), una mezcla de pasión andaluza y retranca gallega. Nos invitó a cervezas en su casa rural, junto al albergue, y pasamos una de las mejores veladas del Camino: sol, relatos de viajes (Jorge recordó los suyos por aquellos desiertos) y alcohol suficiente para ver atardecer sumidos en una atmósfera hipnótica y agradable.

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Orense

Galicia, pues; Galicia, al fin. Orense, nuestra tercera provincia tras la enorme, inacabable Zamora. Y se notaba, sí. Suaves colinas tachonadas de árboles (pese a los incendios), los muchos colores del verde entre senderos, monumentales robles (el mítico carballo), pequeñas aldeas ocultas, todas parecidas, y un cielo rabiosamente límpido, soleado, que extrañamente nos acompañaría hasta las puertas de Santiago, para regocijo nuestro y sorpresa de los lugareños.

Orense fue un descubrimiento para todos. En especial para Jorge, acumulador de visiones mundiales, que empezaba a encantarse con este Camino Mozárabe (o de Fonseca, o Sanabrés, o Ruta de la Plata, o lo que fuese), al que pondría nota alta al final del viaje: por sus paisajes, por su dureza, por sus rutas, por sus oquedades, por sus sorpresas, por su atmósfera, por sus albergues, por su orujo (ya no nos abandonaría hasta Santiago). Por muchas cosas. Pero volvamos al Camino.

La Gudiña es la primera gran población orensana frente a Zamora. Lo primero que hay que decir es que los albergues son incomparables, casi palacios en relación a los que habíamos trasnochado hasta entonces. El camino es, en Galicia, El Camino, y Orense los tiene, los albergues, variados y hermosos, bien gestionados y puestos a punto. Toda una delicia para el peregrino que viene fatigado, tal vez damnificado (como nosotros), ansioso por una buena ducha y por un colchón que aguante bien sus huesos. Y todo por la voluntad (aunque en una tele oímos que en el Francés ya empezaban a cobrar tres 3 euros).

Empezamos a ver ganado, no tan sólo por los campos, sino incluso dentro de las villas. Ya lo comprobamos en La Gudiña y empezaría a ser lo más normal a partir de allí. Caballos, vacas (¡la carne y la leche gallegas!), y perros, muchos perros, aulladores, defensores de su terruño, de toda raza y condición. En esa Galicia rural conviven con los seres humanos, que cada vez son menos, porque, como en Zamora, los pueblos se van muriendo de ausencias. Un día leí en un diario local que había más de cien pueblos gallegos en los que sólo habitaban uno o dos habitantes. Y yo diría que hasta ninguno, como más de una vez comprobamos atravesando fantasmales aldeas de antiguos hórreos. Hórreos gallegos, claro, muchos, diferentes, de madera, de piedra, viejos, nuevos, bonitos, feos... Todo nuestro camino fue, desde entonces, un festín de la vetusta construcción para conservar el maíz y otros piensos para la cabaña.

La ruta se bifurcaba entonces: hacia Verín o hacia Laza. Elegimos ésta última, más corta, más directa hacia el Obradoiro con que ya soñábamos. Un inciso: en ese camino hacia Laza me perdí por primera vez seriamente. Quiero decir que no fue un despiste de pocos metros, sino de kilómetros. César, que normalmente era el más lanzado e imprimía un buen ritmo para que no se le enfriase su dañado tobillo, había llegado a un pueblo donde ya aguardaba; Jorge se había adelantado unos metros de mí, que prefería cerrar la marcha para hacerles fotos desde atrás, buscando sugerentes encuadres o, sencillamente, para sentirme en otra galaxia escuchando música en un mp3, con las manos sobre el bastón cruzado, haciendo palanca hacia adelante para amortiguar el peso de la mochila sobre mi espalda.
Al grano: perdí de vista a Jorge y salí del camino a una carretera. "Algo no va bien", me dije. De repente sonó mi móvil: era César, preguntando. Descubrí el pueblo a mis pies, no muy lejos, y opté por atajar campo a través. Llegué a la estación de tren, la aldea más cerca, casi como tocándola, pero no hallé otro camino de bajada. Nueva llamada: "¿Qué te pasa, dónde estás?". Respuesta: "A escasos metros, veo las casas, pero no hay sendero". Solución: meterme a tumba abierta por el tupido bosque, a saco. Costó lo suyo, pero alcancé el objetivo. Llegué donde estaban para enterarme de que un buen hombre (que apareció al cabo) había ido a buscarme, preocupado. La cosa dio para unas risas a mi costa, porque además habían amenazado con comerse la parte de la pitanza que me correspondía. ¡Vaya par!

César ya nos esperaba en el albergue de Laza. Por pocos días nos quedamos sin su famoso y campanudo ‘Entroito’, como llaman en Galicia a los Carnavales ( entroito viene del latín introito, y significa entrada o introducción, a La Cuaresma, se entiende). La buena noticia fue descubrir un restaurante majestuoso, pero no en Laza sino a un kilómetro, en Souleciño. Casa Elena se llama, y es de recomendar, no tan sólo por sus fogones y por su dueña, sino por la decoración y sus sofas, recortados de auténticos robles. Por si fuera poco, la propietaria, que retrasó el cierre aunque tenía un velatorio, nos acompañó galantemente hasta Laza en su propio coche. Gratificante, como el albergue.

Al día siguiente, la nota curiosa fue descubrir a Luis Sandes, que regenta la Taberna del Peregrino en Alberguerías. Tras una veintena de años en Esplugues de Llobregat, había vuelto a su tierra para ayudar en el Camino y coleccionar vierias firmadas por todos y cada uno de los peregrinos que por allí pasasen, como nosotros. Hincha del RCD Español en sus días barceloneses, conservaba un viejo escudo perico que nos mostró con orgullo. Satisfacción la nuestra al encontrar gente como él, atendiendo al viajero en cobijo tan señalado. Su gato, sin nombre (yo lo bauticé como el mío, Simba) hizo zalamerías hasta acabar dormido sobre mi regazo.

Hasta Xunqueira de Ambía, la ruta, comentaban el avezado Jorge y el incombustible César, resultó comparable a lo mejorcito del Camino Francés. Yo no tenía datos para confrontar, pero me encantó tanto como a ellos. Recuerdo, sobre todo, senderos arbolados cubiertos por hojas caídas de los robles, de color otoñal, tonos rojos, pardos y marrones; un regalo para nuestros fatigados pies y una delicia para la vista.

Aquel día le tocó perderse a César, cosa insólita, con lo que llegó más tarde que nosotros. En Xunqueira, tres anotaciones: un albergue amplio (jamás coincidimos con nadie en todo el camino, por lo que siempre estuvieron a nuestra total disposición); la Casa Miraval, del filántropo y antiguo as de la aviación Jorge Asdrúbal (iniciador de una saga maldita de pilotos), y el Monasterio de Santa María la Real, con su retablo y su maravillosa colegiata. Aquella noche, por primera vez, cenamos en el albergue dando buena cuenta de las delicias locales. Buen ambiente entre nosotros, que llevábamos ya once días caminando de seguido y que al día siguiente entraríamos en Orense capital.

Persiguiendo notables señales del Camino labradas en piedra, arribamos a la capital de provincia tan sin par. El albergue está en el monasterio de San Francisco, una delicia, como su hospitalera, Elisa vida mía, arqueóloga en ciernes aunque podría pasar por modelo. Alrededor de la Plaza Mayor y de la Catedral se extiende un barrio que me recordó el Gótico barcelonés, no tan sólo por su belleza, sino también por los pintorescos personajes que pululan. Así, asistimos a una doble tertulia con un pobre gitano que fue despedido con cajas destempladas por el hombre fuerte de aquellos bajos fondos, que respondía al insólito nombre de Virgilio. Si hubiésemos querido, cuales Dantes, nos habría mostrado el infierno que se esconde en los submundos orensanos. Pero estábamos en el Camino, y no era cuestión de extraviarnos.

Abandonamos la ciudad, al siguiente amanecer, entre brumas, por un fantasmagórico puente romano que supera al Miño, pasando junto a un colegio Salesiano (como el mío en Barcelona) en armas contra la política de la Consellería. No imaginábamos que la salida de Orense es de vértigo hacia arriba, pero superado el escollo (como un puerto de primera categoría) nos esperaba otra de las piedras angulares del camino: Santa María de Oseira, monasterio cisterciense en el que pernoctamos de manera monacal y sublime: en su antigua biblioteca, nada menos que del siglo XII. Un must, que dirían los snobs. Agua fría y camas espartanas, una macrocelda hermosa en su vacuidad, refugio para almas en fuga.
El hermano Luis nos invitó a la misa privada (sólo los trece monjes que habitan aquella inmensa fábrica espiritual) de la hora prima, además de regalarnos uno de sus pequeños cuadros del Ecce Homo. Dom Luis había caído del caballo veinte años atrás, turista madrileño cegado por el resplandor que ocultan las piedras de cenobio tan asombroso, por enorme y por precioso. Tanto como sus alrededores naturales, que a la mañana siguiente nos pateamos en nueva e inusitada escalada hasta dar con el camino hacia Laxe, nuestro siguiente objetivo.

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Pontevedra

La cuarta provincia de nuestro camino duró etapa y media. Pontevedra, entre Orense y La Coruña, es un breve vértice al noreste, por el que transita el Mozárabe. Incluso tuvimos que preguntar a los aldeanos para saber si ya habíamos entrado en el nuevo territorio o si seguíamos en Orense (luego, si ya abordábamos el de La Coruña). A mitad de la jornada, Jorge y paramos para darle aire a sus pies (César no podía detenerse, para no enfriar su lastimado tobillo). Se nos acercó un viejo marino mercante con el que hablamos de océanos y nombres de puertos míticos que él había tocado antes de retirarse a sus lares, cargado de recuerdos y cierta morriña. Nos invitó a su casa, pero pensamos en César y seguimos p’alante, hasta el albergue de Laxe. Llevábamos ya catorce días de marcha, dos semanas enteras, lo que nos dio ocasión de celebrarlo (siempre había una excusa, y Jorge se encargaba de encontrarla) con el vino que habíamos comprado en Oseira.

Si Orense nos encantó, el interludio pontevedrés no le fue a la zaga: de nuevo camino alfombrados de hojas caídas y senderos (que en gallego llaman corredeiras) de postal. Una gozada para el caminante, y más cuando ya atisba mentalmente las torres de Santiago. Puente Ulla fue la última gran población pontevedresa (San Miguel de Castro, la más pequeña) antes de entrar en La Coruña (o A Coruña, vamos) por San Pedro de Vilanova, donde nos esperaba algo más que un albergue: un albergazo, comparable a un edificio vacacional. Además, ubicado en una colina, sus vistas son majestuosas. Como para quedarse allí una buena temporada. Agradecidos a la hospitalera y a un bar que, dada la distancia hasta el pueblo, nos acercó la cena, el entusiasmo se dejaba sentir ya entre los tres: al día siguiente llegaríamos a Santiago de Compostela.

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La Coruña

"Una peregrinación a Santiago sin lluvia en Galicia no es una peregrinación. Lloverá, seguro". Me lo había ido repitiendo Jorge desde que entramos en tierras gallegas y, aunque algo había caído en las primeras etapas castellanas, Derviche Veloz insistió hasta el último momento. Yo le contestaba que nanay, que no me importaba hacer el Camino en seco. Pero Jorge, que tiene algo de místico hindú, acertó de pleno el último día, el de nuestra entrada por la puerta grande en Santiago.
César, que había sido el explorador y el táctico del peregrinaje (cada día calibraba planos y mapas), había conseguido que, para la última jornada, nos quedase una etapa cortita, de menos de 20 kilómetros que, sin embargo, se me hizo larga, larga. Tal vez por la cercanía del objetivo, o porque llovió todo el día o, también, porque desde los límites de la ciudad hasta la plaza del Obradoiro hay muchas calles que cruzar, lo cierto es que la entrada se hizo eterna. Tanto que hasta Alfonso, que había aterrizado a primera hora de la mañana procedente de Barcelona, nos llamó "tardones" cuando volvimos a reunirnos con él. Su pierna estaba mejor, pero no como para haber afrontado ni una etapa desde Zamora.

Alegres todos por el reencuentro y liderados por el inquieto Jorge, cumplimos con los requisitos de todo peregrino que llega a Santiago: abrazar la imagen del Apóstol, validar el carnet de ruta para obtener La Compostela y asistir a la Misa del Peregrino. Jorge me hizo saber que los primerizos tenían derecho a hacer una lectura de las Escrituras, a lo que le contesté que sería un honor para mí poder hacerlo. Raudo como siempre, convenció a la Hermana Rosa para que me pusiera el primero de la lista. Y así fue que yo, Miguel Angel Santos, fui citado por el oficiante como lector de un pasaje que trataba sobre el Rey David y lo que Yavhé le pide a quienes, como él, pretenden servirle. Palabra de Dios...

Los cuatro gozamos del privilegio de asistir al oficio en primera línea, en un banco aterciopelado en rojo, cual príncipes. Como decía Jorge, ser peregrino te permite cosas que no se pueden pagar con dinero: como dormir en el Monasterio de Oseira o, como haríamos ese día y el siguiente, yantar en las cocinas del elitista Parador Nacional de los Reyes Católicos, cabe la Catedral. Jorge tenía toda la razón del mundo, porque además se nos regaló el ritual del botafumeiro, asombroso y pesado ingenio que sólo se hace volar en contadas ocasiones. (Sucedió que aquel día visitaban la catedral un grupo de monjes franceses y otro de holandeses por lo que, según me pareció entender, habría demostración del descomunal incensario).

Fue otro plus que añadir a aquella jornada de por sí mayestática, de la que cada cual gozó a su manera y condición. En mi caso, confluyeron diversas sensaciones; la más clara, sentirme satisfecho por acabar el viaje, sobre todo porque en la última semana la tendinitis había viajado de una rodilla a la otra y temía que por su culpa me quedase tirado. La verdad es que sólo me molestaba al principio de cada etapa, al finalizarla y en las bajadas pronunciadas. Por lo demás, física y anímicamente estaba hecho un carballo andarín. La otra sensación imperante era de felicidad: por haber completado mi primer Camino, por haberlo hecho con unos compañeros maravillosos (incluyo a Alfonso, que siempre estuvo con nosotros, si no en cuerpo al menos en espíritu), de los que aprendí mucho y con quienes compartí fatigas y alegrías.

Guiados por el santiaguista Alfonso, empleamos el resto del día en explicarle nuestras cuitas del Camino, recorriendo la ciudad bajo una tenue lluvia y tomando alcoholes de la tierra. A la mañana siguiente, César cogió el tren que le acercaría a Santo Domingo de la Calzada y, tras parada y fonda en el Parador, los tres barceloneses aguardamos la hora de dirigirnos al aeropuerto trasegando orujos de esa bendita tierra gallega. Llegada la hora, embarcados en nuestro pájaro de acero, cruzamos la Península Ibérica en un periquete. Paradoja suprema del ser humano: cubrir volando en menos de dos horas lo que a pata llevaría más de un mes. ¿Vale la pena?
Tras mi experiencia del Camino, he de decir y digo que el hombre ha perdido mucho de su humanidad por culpa del progreso de la técnica; que no hay nada como vivir andando, a ritmo de bípedo implume y no de viajero veloz, pero que, de cualquier manera, hay que aceptar el hecho de que estamos en el siglo XXI y que volar ha sido siempre un sueño muy humano. Porque, al fin y al cabo, todos y cada uno de nosotros elegimos el Camino que queremos recorrer.

PD: El Camino no acaba en Santiago; el Camino acaba cuando regresas a tu hogar con todas las experiencias que llevas metidas en la mochila. Nosotros lo hicimos en avión, pero me abruma el vértigo de recordar que, en la Edad Media, los peregrinos debían desandar el Camino de ida para volver al punto de partida. ¡Qué gente!