El autobús llega con adelanto a Pamplona, por lo que tengo que guardar las cosas a toda prisa para bajar a por la bicicleta. Cuando la estoy recogiendo, uno de los conductores me reprocha la forma de embalarla, advirtiéndome que el no me la hubiese facturado. Siempre hay imbéciles en todas partes. El vehículo sigue su ruta, y me encuentro "tirado" y desorientado en una calle de Pamplona. Son las 6 y está amaneciendo. Meto todo en las alforjas, me cambio en la calle y, después de sellar el carnet y tomar un café en un bar cercano, salgo, nervioso y excitado, en busca de un destino, que en mi mente aparece muy lejano. Poco a poco voy abandonando la ciudad, para adentrarme en carreteras locales rodeadas de campos de cereal. El día amanece fresco pero soleado y rápidamente inicio por carretera (me habían aconsejado no hacerlo por el camino) la subida al alto del Perdón. Paso el Puerto bastante bien y me dirijo, por una pista de tierra, a Eunate para ver la misteriosa iglesia octogonal de Santa María, que parece tener un origen Templario. Una liebre (quizás un conejo) se cruza en mi camino lo cual, no sé por qué, lo considero como un buen augurio. A las 8,30 h. llego a una preciosa construcción románica situada en mitad de la nada; no se ve un alma y únicamente el canto de los pájaros perturba un silencio casi abrumador. Con sorpresa observo que, a pesar de lo temprano de la hora, la Iglesia está abierta, por lo que penetro, casi de puntillas en la misma. Un escalofrío me recorre todo el cuerpo: parece, como en la película de Los Visitantes, que me hubiesen transportado a la Edad Media. La oscuridad, casi absoluta, y unas notas musicales, apenas perceptibles, me produce una sensación de paz y bienestar que no recuerdo haber sentido nunca; al fondo, en el Altar, la magnífica talla de una virgen románica parece que me sonríe. Repuesto de este impacto emocional salgo al exterior para recorrer con detenimiento el espléndido pórtico y hacer algunas fotografías. Después de llamar a Rosi para contarle lo que me ha ocurrido, me dirijo a Puente la Reina, donde visito un par de iglesias, atravieso su histórica calle Mayor y cruzo, igual que se viene haciendo desde hace cientos de años, el famoso Puente de los Peregrinos; pienso en la cantidad de personas que han pasado por aquí a lo largo de los siglos. De aquí, decido continuar por el camino. ¡Craso error!: las obras de una autovía han modificado el trazado original, y tengo que arrastrar la bici alrededor de un kilómetro, con una pendiente tal, que incluso los peregrinos de a pie me adelantan. Después de este imprevisto, paso por Mañeru con su famoso crucero, para llegar a Estella (o Lizarra) donde la decepción es mayúscula porque todas las iglesias, que presentan maravillosas portadas, están cerradas (protesto por ello en la Oficina de Turismo). Compro en el Mercado unas cerezas y continúo en dirección al Monasterio de Irache, al lado del cual existen unas bodegas que han instalado una fuente de la que mana vino. Me echo unos buenos tragos y me tomo un momento de relax charlando con una familia de Pamplona. El Monasterio está cerrado pero aprovecho un descuido del vigilante de seguridad para visitarlo. Sigo por un camino, que a veces se transforma en minúscula senda, para la ver la original fuente medieval de Los Moros, con un gran aljibe cubierto por una bóveda de cañón, y que está situada muy cerca de Villamayor de Mojardín, minúsculo pueblo dónde acaban de inaugurar un albergue, y en el que los hospitaleros (una familia onubense) me invitan a un refresco y a charlar un rato con ellos; son voluntarios y utilizan sus vacaciones para realizar esta labor. Son las 16,30 y el fin de la etapa está cerca, aunque un descuido al seguir las indicaciones me obliga a realizar unos 10 km. de más ¡Qué putada¡ Llego a Los Arcos tras 85 kilómetros de paliza, a pesar de lo cual, y de no haber dormido apenas en el autobús, no estoy demasiado cansado (creo que es la adrenalina que me produce la excitación). Ceno estupendamente en una sidrería, y a las 22 h. estoy en una litera de la parte de arriba ¡Qué peligro!
He dormido bastante mal: hacía calor y el reloj de una iglesia cercana marcaba puntualmente las horas; para colmo, los primeros peregrinos se despiertan a las 4 de la mañana; yo alucinaba. El caso es que, a partir de esa hora, el ajetreo es constante y a las 6,30 h. decido levantarme; coloco las cosas (es increíble que a Rosi le cogiera todo y a mí no) y sobre las 7,30 inicio (soy de los últimos en abandonar el albergue) mi segunda etapa. El día amenaza calor y circulo por agradable pista hasta Torres del Río, donde se encuentra otra de las joyas del Camino: la iglesia también octogonal, como la de Eunate, del Santo Sepulcro (S.XII), símil del Templo de Jerusalem, y en la que se observa con claridad la influencia musulmana. Tras visitarla, esta vez con menos intimidad, puesto que se encontraba llena de peregrinos, otro ciclista solitario me invita a seguir con él, propuesta que rechazo educadamente, para continuar hasta Logroño, donde recorro varias iglesias y el casco antiguo. Sigo por camino (ahora bastante duro), en medio de enormes extensiones de viñedos, en dirección a Nájera, histórica villa que fuera capital del Reino de Navarra y en cuyo Monasterio de Santa María la Real (S.XI) descansan muchos de sus reyes. Tras subir el pequeño (pero a esas horas "matón") alto de S. Antón, llego a las 15,30 h. Dado el calor, el que todavía no había comido y la cercanía de un precioso río y unas piscinas municipales, decido quedarme en su recién inaugurado albergue que tiene aire acondicionado, a pesar de que, por aquello de la preferencia de los peregrinos a pie, no me confirman el alojamiento hasta las 18 h, tiempo que aprovecho para darme un baño y visitar el mencionado Monasterio. Me asignan una litera de abajo, pero al poco tiempo llega Antonio, un ciclista del que me haré bastante amigo, y al cual se la tengo que ceder e irme yo a la de arriba, porque llega hecho polvo y prácticamente no se puede ni mover. Me voy a cenar y a las 22,30 h. estoy en el catre.
Otro madrugón. De nuevo tardé en dormir por el calor y salgo a las 7,15 h. con Antonio. La salida es un fortísimo repecho al que las piernas, todavía frías, tardan en acostumbrase. Al poco tiempo él se detiene en Azofra a desayunar, mientras yo continuo (quedamos en llamarnos por el móvil). En esta parte, el camino es bastante llano, con pistas en buen estado y rodeado de verdes campos, todo lo cual hace muy agradable el pedaleo a esas horas de la mañana. En la bonita ciudad de Santo Domingo de la Calzada me encuentro de nuevo con mi compañero y aprovecho -tras visitar la única catedral del mundo que, permanentemente, y desde el S. XV, guarda en su interior un gallo y una gallina, en recuerdo de la leyenda "donde cantó la gallina después de asada"- para cambiar un pedal que se empezaba a romper. Antonio me comenta que su destino es Burgos; yo tengo previsto quedarme en el Monasterio de S. Juan de Ortega, lugar al que peregrinó Isabel la Católica después de siete años de infructuoso matrimonio, atraída por la fama de S. Juan como abogado de la esterilidad, y al que el Milagro de la luz (los días 21 de marzo y 21 de septiembre, a las 17:07 hora solar, un haz de luz va iluminando durante 10 minutos diversos capiteles con escenas de la navidad, para finalizar en el centro del ábside de la Iglesia), confiere un halo misterioso. Tras pasar por Redecilla del Camino, cuya iglesia guarda una interesantísima pila bautismal románica y Villafranca Montes de Oca, en cuyos alrededores se encuentran las ruinas de la iglesia mozárabe de S. Felices, y dado lo temprano de la hora, cambio de opinión y decido intentar llegar yo también a la ciudad del Cid. Llamo a mi colega y le propongo quedarnos en un hostal, lo cual acepta encantado, así que, a las 14,30 h. comienzo el ascenso al duro Puerto de la Pedraja, no muy largo (4 km.) pero con un 6% de desnivel. Hace mucho calor, pero me pongo un desarrollo cómodo y subo sin demasiados problemas. En la cima, me encuentro con dos alemanes que están haciendo el camino desde Franfurkt, de donde partieron el 26 de mayo; uno de ellos tiene 67 años. Comienzo el descenso, pensando en desviarme para visitar el citado Monasterio, pero me salto la indicación y voy a parar, campo a través, a otro pueblo distante unos 3 km; dudo, pero al final decido seguir hasta este importante hito del Camino, donde el párroco, y a su vez hospitalero, me da una acogida más bien gélida (menos mal que al final decidí no hacer noche allí). Después de la visita, me quedan unos 22 km. para llegar a Burgos. Estoy cansado y encima me encuentro con viento de cara. Los kilómetros se me hacen eternos, y a las 19 h. llego, exhausto, al hostal, donde me esperan Antonio y otro ciclista catalán, Melchor, que se unió a él en La Pedraja, y que compartirá la habitación con nosotros. Hay fiestas y, después de cenar, damos una vuelta, aunque a las 00,30 estamos en la cama. Mi intención es dormir hasta las 10 h. para recuperar, dar una vuelta por la ciudad y continuar hasta Castrojeriz (a 45 kilómetros de distancia) por la tarde; Antonio y Melchor quieren salir temprano, por lo que a las 7,30 estamos todos despiertos y me convencen para irme con ellos. Desayunando, Antonio me dice que es inútil hacer planes, que el Camino es el que marca tu ruta; en ese momento no le hice mucho caso, pero a lo largo de los siguientes días, me daré cuenta de que tenía razón.
Mis dos compañeros quieren llegar a Carrión de los Condes; yo la verdad es que no lo sé. Ya veremos. Antes de salir de esta bella ciudad castellana, les animo (son bastante reticentes a todo lo que significa ver Arte) para visitar la catedral y ver el exterior (está cerrado) del Monasterio de las Huelgas. Vamos toda la etapa por camino bastante llano, pero lleno de piedras que me van castigando el culo. Poco después, una carretera comarcal atraviesa literalmente la ruinas del convento de S. Antón, cuyos arcos góticos, testigos de tantos avatares históricos, parecen querer acoger al peregrino, en uno de los momentos más impactantes del viaje. Así llegamos a Castrojeriz, donde me detengo para visitarlo pausadamente, recorriendo su larga calle mayor (cerca de un km. de longitud). Un paisano me anima a subir por el camino la durísima cuesta de Mostelares (mi previsión era rodearla por carretera), y ¡maldita la hora! ¡qué pendiente!; tengo que arrastrar la bici al menos 700 metros. Cuando estoy en la cima me llama Antonio para decirme que ellos la han rodeado, y que me esperan para comer en Itero de la Vega. Llego, sobre las 15 horas, tras cruzar el Pisuerga por un puente medieval de siete arcos, que comunica las provincias de Burgos con Palencia. Estoy derrengado porque, si la subida era dura, la bajada era toda de piedra suelta por lo que había que ir con muchísimo cuidado, frenando continuamente. Cuando llego a Itero, veo que a Melchor y Antonio se les ha acoplado Javier, un ciclista de Madrid. Me como un bocata de jamón impresionante junto con un litro de cerveza y para finalizar un orujo; si me para la Guardia Civil, doy positivo. Decidimos reservar un par de habitaciones en Carrión, aunque algo en mi interior me dice que son demasiados kilómetros. A las 16 h. en el día más tórrido hasta la fecha, continuamos la etapa; me detengo en Boadilla para ver el Rollo Jurisdiccional, bellísima columna del siglo XV, (que simbolizaba el poder jurisdiccional de esa Villa, y en el que se encadenaba a los reos para escarnio público), mientras ellos siguen dando pedaladas. Llegando a Frómista por el Canal de Castilla, ingente obra de ingeniería del S. XVII, que pretendía comunicar Castilla con el Cantábrico, voy hecho polvo y decido quedarme en el albergue, que está al lado de la famosa iglesia de S. Martín (paradigma de la arquitectura románica en España). Llamo a Antonio para decirle que no me esperen, que, como él me dijo por la mañana, el Camino me había guiado hasta allí. Después de ver la Iglesia, me voy a la piscina para ver si se me pasa el sofocón.
He dormido estupendamente: hacía fresco y por primera vez tuve que utilizar el saco de dormir. Para no perder la costumbre, salgo de los últimos, aunque prácticamente está amaneciendo. Hago la última foto a S. Martín (construcción por la que siento especial predilección) y, cuando estaba en Villalcázar de Sirga viendo la impresionante Iglesia-Fortaleza de Sta. María la Blanca, me llama el trío calavera para decirme que me esperan desayunando en Carrión; aprieto el paso para llegar cuanto antes y despedirme de ellos, porque tienen intención de llegar a León, y yo de quedarme en El Burgo o en Mansilla. Después del desayuno y darme una vuelta por Carrión, -donde, entre otras cosas, contemplo el relieve que hace referencia al tributo de las cien doncellas, en el Pórtico de la Iglesia de Sta. María del Camino-, continúo en solitario la etapa, que es totalmente llana, y llego pronto a Sahagún, que fue llamada el Cluny español, donde, además de varias iglesias realizadas en estilo Mudéjar, con ladrillo en vez de piedra, visito un magnífico museo de Semana Santa, en el que, como no hay nadie, me atienden estupendamente; hay varios pasos procesionales (algunos del S. XVII) y en uno de ellos observo a un fariseo con un clarín en la mano idéntico al de las Turbas: me quedo perplejo. Continúo devorando kilómetros a una velocidad notable (tengo la impresión de que algunos peregrinos a pie me miran mal), y llego a Mansilla de las Mulas a las 15,30 h. con la intención de quedarme en el albergue, pero resulta que éste está cerrado y un letrero avisa que los ciclistas tienen que esperar hasta las 19,30 h. Me voy a comer. Sé que hay un albergue en León que está muy bien y que no tiene hora de cierre; llamo para confirmar si hay plazas y me contestan afirmativamente, por lo que decido irme hasta allí, aunque intuyo que va a ser duro porque hace muchísimo calor. Intento contactar con Antonio para ver dónde están, pero no lo consigo. A las 18,30 llego, agotado, a la histórica Ciudad; el albergue es fabuloso e inicialmente me dan una habitación para mí solo (después llegarían 2 guiris). Voy a dar una vuelta (también están en fiestas) y me encuentro con Melchor y Javier; me comentan que Antonio está hecho polvo dándose un masaje y que se han alojado en un hostal. Cenamos juntos y tomamos una copa, tras lo que me voy al albergue dando un paseo, para llegar sobre la 1 de la mañana.
Hoy es el día que menos madrugo y me levanto a las 8 h.. Me voy al Centro, donde vuelvo a ver a los alemanes, Rudolph y Heinrich, que habían dormido en Mansilla. Después de recorrer varias callejuelas del recoleto casco antiguo y visitar la impresionante catedral gótica, con sus 1400 metros cuadrados de vidrieras, S. Isidoro (cuyas pinturas románicas merecen por sí solas la realización de este viaje), y el hospital de S. Marcos, exuberante edificio plateresco, hoy convertido en Parador, salgo en dirección a Astorga (antes compro algo de fruta y fiambre: hoy me apetece comer al aire libre). Unos minutos más tarde, me adelantan 2 ciclistas (padre e hijo) navarros y circulo un rato con ellos charlando. Otra vez solo y sobre las 14 h. comienzo a sentir hambre y, al pasar por delante de un albergue con mesas, sombra y césped, decido parar allí para comer. Tras la comida me busco una cama libre y me echo la primera siesta del camino para, una hora después, reanudar la marcha y, tras pasar por Hospital de Órbigo (donde está el famoso puente medieval del Paso Honroso, lugar en el que D. Suero de Quiñones desafió, por una promesa de amor, a 300 caballeros, a los que venció, uno a uno, en dura pugna), llegar a Astorga, capital de la Maragatería, en cuyo albergue me alojan en una habitación junto a un grupo de ciclistas de Madrid que van en coche de apoyo. Visito la Catedral de Sta. María con un interesante museo y el Palacio Episcopal, diseñado por Gaudí, para hacer tiempo e irme a cenar un estupendo cocido maragato.
Otra noche que no he dormido demasiado bien, no sé si por el calor o por el cocido; menos mal que los ciclistas no empiezan a moverse hasta las 7 h.. Me levanto y, aunque sin hambre, desayuno fuerte, pues hoy tengo que subir un puerto que, según me confirman mis vecinos de habitación, es de segunda categoría, la famosa Cruz de Ferro. Salgo de Astorga y el terreno comienza hacia arriba, mientras se va endureciendo progresivamente. En el kilómetro 20 me encuentro un duro repecho y noto cierta flojera, por lo que paro a comer unas barritas energéticas. Utilizo el plato pequeño y el piñón grande y subo con soltura, haciendo incluso unos kilómetros hablando con un ciclista bilbaíno que lleva a sus compañeros más atrás. Tras pasar Foncebadón, villorrio abandonado que vio tiempos mejores, me encuentro con una durísima rampa que se me atraganta, por lo que me detengo un par de veces para tomar aliento. Poco después, llego a la famosa Cruz (que con 1504 m. es la mayor altura del Camino), en cuya base deposito una piedra como manda la tradición, para desprenderme de las cosas materiales y conseguir protección en el resto del viaje. Estoy contento, me ha costado menos de lo que pensaba. El conductor de la furgoneta de apoyo de los ciclistas de Madrid me ofrece una coca-cola y un periódico que me cubra el pecho para iniciar la bajada (me digo a mí mismo que ya parezco un ciclista profesional). El descenso de 20 km (en el que se me ponen a rueda dos chavales que me habían pasado como una exhalación en la subida), aunque espeluznante, es muy divertido y, tras pasar por El Ganso, primero de los pueblos donde se observan casas con cubiertas de paja (que dicen ser una muestra del substrato celta que cubre toda esta zona) y El Acebo, llego a Ponferrada sin apenas dar una pedalada. Decido no parar en esta ciudad puesto que ya la conozco y me dirijo a Cacabelos, donde he leído que hay un magnífico albergue con zona de baño; efectivamente es así, y una vez alojado en una especie de cabañita de madera con 2 camas, me voy a comer y a refrescarme al río. Por la tarde me tomo unos vinos en unas viejas bodegas que ya conocía de otra visita con Rosi. Después de cenar viendo el fútbol me voy a dormir y me encuentro a Heinrich y a Rudolph. Mañana espera la etapa reina: Piedrafita y O Cebreiro.
Esta noche ha hecho fresquito y he tenido que taparme con una manta. Como siempre, me levanto temprano para salir a las 7,30 h.; desde el principio todo es subida aunque, a pesar de ello, me pongo el chubasquero para combatir el frío de la mañana. Antes de iniciar el verdadero Puerto de Piedrafita, hago una parada en un bar para tomarme un pincho de tortilla y reponer fuerzas: las voy a necesitar. A partir de aquí, comienzo una interminable ascensión de unos 20 km, salvando un desnivel de 600 metros; además, el viento sopla de cara en algunos tramos, por lo que, entre unas cosas y otras, tardo más de 3 horas en subir y sufro bastante (aunque más psíquica que físicamente). Por fin llego al pueblo de Piedrafita, situado ya en Galicia, y esto supone una importante inyección de moral, aunque desde aquí a O Cebreiro, me quedan todavía 4 kilómetros de subida hasta llegar a los 1300 m. de altitud. En O Cebreiro, recoleto poblado de piedra y pallozas con más de 2000 años de antigüedad, me tomo un merecido respiro para visitar el primitivo templo prerrománico de Santa María la Real. Tras este descanso en uno de los más importantes enclaves en la historia del Camino, inicio un falso descenso, pues antes tengo que subir el Alto de S. Roque y el del Poio, no muy largos pero bastante duros. Ahora sí, del Poio a Triacastela se inicia una bajada vertiginosa, que me deja en el pueblo en poco tiempo; es hora de comer y me tomo un menú típico gallego compuesto por caldo, ternera y tarta de Santiago. Continúo por camino, pero un despiste me lleva a una especie de campo sin salida: tengo que arrastrar la bici, cruzar un riachuelo y subir un empinada cuesta hasta coger de nuevo la carretera para continuar hasta Sarria. En Samos me detengo para visitar su famoso monasterio y me quedo prendado del lugar, que rezuma paz por todas partes, y del viejo albergue en él situado, con lo que decido quedarme allí (otra vez la voz del Camino); más tarde comprobaría que había sido todo un acierto. A las 19,30 hay Vísperas en la Iglesia, y los monjes cantan gregoriano acompañado del melancólico sonido del vetusto órgano. Magnífico.
He dormido mejor. El cansancio acumulado se va notando y además la noche ha sido fría. Por la mañana me tengo que poner el forro polar (de algo me ha servido el acarrearlo todo el viaje), para salir a la calle al mismo tiempo que los alemanes, que parece que me persiguen. Tengo el culo hecho unos zorros, por lo que voy por carretera en un recorrido lleno de toboganes, muestra de lo que me espera en las etapas gallegas. Me detengo en Sarria, donde he quedado con Antonio, el cual se quedó en esta ciudad esperando un autobús con gente de su pueblo, que vienen para hacer el camino a pie. Me invita a desayunar en el buffet de su hotel, y me despido de él para coger de nuevo el camino (me han dicho que en esta zona es precioso); es cierto, pero también es verdad que es duro, teniendo que arrastrar la bici durante un buen trecho. Tras circular por minúsculas aldeas pobladas de hórreos y vacas, me cruzo con la Nacional y decido continuar por el arcén de la misma. Pocos minutos más tarde adelanto a los alemanes (ellos sólo circulan por carretera) para llegar a Portomarín, ciudad bañada por el Miño, que posee una grandiosa iglesia-fortaleza del S.XII, erigida por los caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalem. Compro algunas provisiones y me las como refugiado debajo de una arboleda. Hace calor y estoy deseando terminar la etapa porque el terreno es bastante "rompepiernas". A las 17 h. llego a Melide, histórica villa donde se une el Camino Francés con el de la Costa. Los alemanes llegan al albergue poco después. Me voy a comer pulpo a la famosa Casa Ezequiel cosa que aconsejo a Rudolph, pero pone cara de asco cuando oye la palabra Octopus. En fin, ellos se lo pierden.
A pesar de levantarme temprano, me entretengo charlando con un peregrino canadiense que salió andando de Lourdes, así que son las 8 de la mañana cuando comienzo mi último día de aventura. Utilizo la carretera, porque pretendo llegar a la misa del Peregrino, que es a las 12 h. La etapa es un calco de la de ayer, con continuas subidas y bajadas (en éstas paso bastante frío por el relente de la mañana), con la niebla acompañándome en algunos tramos. A unos kilómetros de Santiago me encuentro a los alemanes en el arcén: Rudolph ha pinchado. En las cercanías de la ciudad me introduzco en el camino para llegar al Monte del Gozo, encontrándome con "manadas" de peregrinos que ocupan toda la calzada, y a los que tengo que ir gritando para que se aparten; muchos de ellos son, como diría Antonio, "peregrinos gays", con coches o autobuses de apoyo y con aspecto de haber hecho pocos kilómetros. Esta parte final está llena de repechos y se me hace eterna hasta que llego al famoso Monte, por otra parte decepcionante, con un monumento horrible y sin que, como ocurría en otras épocas, se atisben para nada las torres de la Catedral. A partir de aquí, es todo bajada y las indicaciones me acercan rápidamente al final del Camino, a la meta soñada por millones de personas durante cientos de años. Un sentimiento difícil de describir me invade y, espontáneamente, comienzo a dar gritos de alegría, acelerando la pedalada, que alcanza casi la misma frecuencia que el latido de mi corazón, y llegar, tras recorrer hermosas calles que huelen a humedad, a la magnífica Plaza del Obradoiro, (cuando Napoleón dijo que la plaza de S. Marcos en Venecia era el más majestuoso salón de baile de Europa está claro que no había visitado Santiago de Compostela) en la que se encuentra, altiva y resplandeciente, su famosa Catedral. Un sol inusual por estos pagos la presenta ante mis ojos más bella de lo habitual, como si hubiese vestido sus mejores galas para recibirme. Por fin he llegado y un latigazo de satisfacción recorre mi dolorido cuerpo. Ha sido duro, pero el esfuerzo ha merecido la pena. Después de dejar la bicicleta en la Policía y avisar a Rosi, me voy a misa; la Catedral está atestada, pero consigo un buen sitio y, aunque la ceremonia es larga, disfruto del momento. Tras deleitarme durante bastante tiempo con el sublime Pórtico de la Gloria del Maestro Mateo, cumplo con todos los ritos de rigor: la petición del deseo, los cabezazos a Santiago, el abrazo al mismo en el altar y la visita a la cripta en la que descansan sus restos. Saludo a los ciclistas de Bilbao con los que compartí algunos momentos, que ya se marchan a casa, para después acercarme a por la Compostela. Rosi llega en esos momentos y nos vamos a tomar unas cañas al espectacular Hostal de los Reyes Católicos y, como no podía ser menos, me encuentro en la Plaza con mis amigos Rudolph y Heinrich; nos hacemos unas fotos juntos y nos deseamos buena suerte. Tras recoger la bici nos vamos a comer, y a las 17 h. abandono Santiago con la satisfacción de haber cumplido un sueño, y una experiencia asombrosa.
RESUMEN EN CIFRAS
Kilómetros recorridos: 776
Tiempo Invertido: 49 horas, 49 minutos
Velocidad máxima alcanzada: 62,5 Km/h
Velocidad mínima alcanzada: 2 Km/h
Velocidad media: 15,1 Km/h
Tiempo medio invertido al día: 4 horas, 59 minutos
Kilómetros Camino (Estimados): 232
Kilómetros Ctra. (Estimados): 545